INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
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ANDRÉ MAUROIS
(Prologo de la edición de Disraeli de Colección Crisol)
Nacido en Elbeuf, el 26 de julio de 1885, hizo sus estudios en el Liceo de Ruán, discípulo en literatura de Texcier y en filosofía de Emile-Auguste Chartier, y respiró desde su infancia las influencias inglesas, que todavía pesan sobre el ambiente de Normandía. Durante diez años trabajó activamente en las empresas industriales de su familia. Tomó parte en la guerra de 1914. Luchó. Contra el enemigo de armas. Y mucho más, contra sí mismo. En 1918, el armisticio le devolvió a sí mismo como «un hombre nuevo».
Frutos de su contacto con los aliados ingleses durante tres años fueron sus primeras obras: Les silences du colonel Bramble (1918) y Les discours du doctor O´Grady (1919); obras de guerra con un tono y un tino llenos de originalidad y de humorismo. El éxito de ambas determinó el camino a seguir por este hombre de letras, que, moral, temperamental y expresivamente, acababa de nacer, o de quedar vuelto del revés, por efecto de la catástrofe mundial. Contra lo que podía esperarse, no nació un escritor pesimista o francamente rebelde: nació un analista agudísimo, un pensador francamente libre de desesperaciones, un hombre fiel a una época vibrante de emociones y de esperanzas democráticas. El mérito mayor de Maurois es el de haber fijado de modo inimitable el valor de su presente con relación a un período antecedente corto y como impulso vigoroso para un futuro inmediato y muy intenso. El drama espiritual de Maurois es el drama de la Francia victoriosa, pero deshecha. Más que rehacerse, les interesa conformarse en un panorama mundial de crisis espirituales rapidísimas y complejas.
Como ha escrito con mucho tino Luis Ignacio Beltrán, André Maurois «escritor fiel a su filosofía, lector perspicaz de su tiempo, crea, a sabiendas, personajes deformados, figuras sobre cuyas almas los contrastes han marcado su relieve, cuya vida interior socava la carcoma de los complejos. Concede el mismo valor plástico al molde que a la estatua, a los pedazos de mármol que sobran que a la escultura final. Sus retratos de alma no se limitan al contorno psicológico del sujeto, sino que profundizan en el ambiente que les sirve de fondo. Ni trabaja, pues, sobre un modelo, sino para un modelo, vagamente idealista, en ejercicio incesante de realización«.
Si hoy se tuviera que elegir mundialmente el tipo representativo de escritor literato, acaso la elección recayera, justísimamente, en André Maurois. Nadie, al menos, con méritos mayores. El representa al hombre nuevo, pero no reñido con el pasado, sino haciendo perdurar de éste las más puras esencias. El representa la curiosidad nueva -o distinta- hacia los momentos psicológicos creados por una nueva concepción de los valores vitales. El es dueño de un nuevo estilo ágil, terso, universal, cuya gracia y cuya música caen bien en todos los oídos y se posan con dignidad en las curiosidades todas alerta. Más amigo de la inteligencia que de los ideales, más experto en la pasión contenida que en la pasión desbordada, él representa, con su obra, no una integración de valores culturales, sino un combate arduo por la revaloración cultural. El, con su delicadeza pasmosa, con su expresividad de buen tono, jamás perdido, representa ese momento psicológico en que el devenir cotidiano del hombre, su hoy, se ve sumado a su pasado, pero sin que éste lo absorba, sino que lo reafirma para alcanzar con éxito una nueva etapa. Si la imagen no fuera un poco chocante, yo insistiría en afirmar que Maurois es una inteligencia filtro. Lo que por este filtro magnífico, lento, preciso, no pase de las antiguas esencias culturales…., es que realmente debe ser desechado. A lo muy filtrado por él es a cuanto pueden llegar las nuevas esencias, que no quedarán, así, desligadas de lo pasado, sino reafirmándose con claridad insospechada, hacia continuidad paradigmática.
A André Maurois le interesan todos los aspectos de la Vida. Su curiosidad es la morosa, la ardiente, la señoril, la insaciable curiosidad que desveló a todos los epígonos del pensamiento y de la sensibilidad. Así ha escrito ensayos de orden intelectual, como la Introducción al método de Paul Valéry; trabajos de orden psicológico como Ni ángel ni bestia, El demonio de la ternura, Meipe o la liberación, El pesador de almas, Lord Chelsea; exposiciones de los problemas cordiales y de sus conflictos con el pensamiento, como Sentimientos y costumbres, Un arte de vivir, Cinco aspectos del amor, Mis sueños que aquí veis, El arte del matrimonio; exploraciones más de «clima contemporáneo»: Inglaterra, 1928, Viaje por América, Poetas y profetas, Estados Unidos, 1939, Viaje por América; críticas de la sociedad actual y atisbos de la venidera en novelas como Climas, El instinto de la felicidad, El circulo de familia, Bernardo Quesnay; ensueños quizá utópicos, como Viaje al país de las treinta mil voluntades; biografías tonificantes o revulsivas, como las Eduardo VII, Lyautey, Disraeli, Turgueniev, Byron, Voltaire, Shelley, Chauteaubriand, Dickens; ingeniosas elucubraciones acerca de reafirmaciones históricas: Fragmentos de una Historia Universal de 1992, Estudios ingleses, Si Luis XVI…
De los múltiples aspectos de este literato excepcional, los más conocidos y acreditados son los de biógrafo y novelista. Para ser una gran novelista reúne las condiciones más excelentes: sentido íntimo del tema, exquisitez de exposición, profundidad en la intención, amenidad en el desarrollo, gracia plena de las imágenes. Para ser un gran biógrafo -eliminada toda pedantería erudita- a estas dotes, que hacen de una verdad absoluta una verdad con aureola encantadora de ficción, une la escrupulosidad del estudio, la ponderación de los datos, la sutil y exactísima interpretación moral y psicológica del sujeto. Maurois comparte hoy la maestría en este género con Belloc, Ludwing y Stephan Zweig.
De las biografías de que es autor Maurois, quizá es la más perfecta la dedicada a Disraeli. Libro éste inolvidable, de los que todo el mundo siente que se acaben, de los que saben a poco. Disraeli está traducido a quince idiomas y se han vendido de él más de cinco millones de ejemplares.
F. S. R.
LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 1
*Traducción del francés por Remee de Hernández
PRIMERA PARTE
La vida es demasiado corta para ser pequeña (DISRAELI)
I
DOS GENERACIONES
En el año 1290, y en el día de Todos los Santos, el rey Eduardo I expulsó de Inglaterra a los hebreos, a quienes hasta entonces fue tolerada su permanencia en aquel país. Era la época de las Cruzadas. En todas las aldeas, los monjes predicaban contra los infieles. Los pueblos exigían la Cruzada interior. El éxodo arrastró a unos seis mil judíos. El monarca mostró deseo de que se los dejase partir en paz, y se puede decir que fue obedecido. Únicamente el patrón de un barco depositó a sus pasajeros sobre un banco de arena en medio del mar diciéndoles:»! Llamad a Moisés!» , y levó las anclas . De este modo perecieron unas docenas de hebreos; pero el patrón fue ahorcado.
Algunos de los que escaparon a las furias del mar y de los marineros hallaron asilo en Francia, aunque por poco tiempo. En 1306, el rey Felipe el Hermoso, careciendo de recursos, decidió embargarles todos sus bienes y echarlos hacia España. Allí gozaron de dos siglos de paz; luego se encendieron las hogueras, y parecía que aquella desgraciada raza, no pudiendo ya emigrar más lejos, había de perecer. Pero en la persecución estaba mal ordenada. En el momento en que España se mostraba hostil hacia los judíos, la República de Venecia, la de Ámsterdam, por último Francia, los acogían de nuevo. Hasta en Inglaterra, la Reforma, con la lectura de la Biblia, despertó hacia ellos una curiosidad que lindaba con la simpatía. Los puritanos adoptaban nombres patronímicos hebreos y buscaban las tribus perdidas. En 1649, lord Fairfax formuló una petición referente al retorno del pueblo judío, y Cromwell se mostró favorable a ella. Carlos II confirmó esta decisión. De tal modo se reconstituyó en Londres, hacia el final del siglo XVII, una comunidad poco numerosa de hebreos portugueses y españoles. Algunas familias – los Villa Real, los Medinas, los Laras- fueron ennoblecidas durante la dominación sarracena y despreciaban a los judíos poloneses y lituanos, a quienes la sublevación de los cosacos hacían afluir hacia el Oeste, y se oponían a que penetrasen en sus sinagogas unos personajes tan ordinarios.
En 1748 aquella sociedad hebrea de Londres vio llegar a un joven italiano. Benjamín Israeli, o D´Israeli. Nacido en Cento, en Ferrara, buscó primero fortuna en Venecia, que abandonó con la esperanza de alcanzar más fácilmente sus propósitos en un país más nuevo y más próspero. Sus comienzos fueron muy penosos. Hizo especulaciones, perdió y se le suponía arruinado; pero contrajo por segunda vez matrimonio con una mujer que tenía sangre de los Villa Real y una dote muy respetable, lo que le permitió entrar en el Stock Exchange y se creó una fortuna considerable.
Era un hombre indulgente y alegre, que hizo plantar en un arrabal de Londres un jardín a la italiana, que ofrecía a sus huéspedes macarrones a todo lujo, y después de las comidas, cogiendo un laúd, les cantaba una canzonetta. Un ligero acento veneciano, despuntando entre el rumor inglés, daba a su lenguaje un pintoresco encanto. Cuando hablaba, se podía adivinar entre las brumas amarillentas de la City el oro de San Marcos y los postes de colorines donde se amarran las góndolas, ante los palacios sonrosados.
Fuera de los negocios, el señor D´Israeli no frecuentaba a ningún hebreo. No era, sin embargo, por cálculo; su bondad y su sencillez no se desmentían nunca, y temía sobre todo el zaherir; pero su mujer lo distanciaba de ellos. Si hubiese sido cristiana, su fortuna y su belleza le habrían asegurado en Londres la más brillante de las situaciones mundanas. Rabiaba por haber nacido hebrea y por llevar, por su matrimonio, un nombre casi simbólico. En vano pretendía su marido apaciguar su ánimo colmándola de presentes. Permanecía mortificada, amargada, desdeñosa. Por serle agradable (y también por natural indiferencia) no iba jamás a la sinagoga, pero se hallaba inscrito entre los miembros de la comunidad portuguesa, y siempre generoso y prudente, hacia de cuando en cuando al Dios de Israel la ofrenda de algunas monedas.
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Benjamín y Sara D´Israeli tuvieron tan solo un hijo, Isaac, que causó la extrañeza de sus padres. Se imaginaron un hombre de negocios, y el muchacho era pálido, tímido, no abandonaba nunca los libros y mostraba el mayor desprecio por todas las formas de acción. Aquella indolencia excitaba el espíritu sarcástico del señor D´Israeli, quien ponía fin a todas las querellas colmando de regalos a la madre y al hijo. Para él, era desgraciado un niño que deseaba un juguete. Cuando el suyo un día se escapó de la casa y fue encontrado más tarde acostado sobre una tumba, le dio un abrazo y le regaló una jaca.
A los trece años el muchacho escribió un poema. A pesar de su bondad y de su optimismo, el señor D´Israeli se alarmó. Poseía un grabado de Hogart, que representaba a un poeta muriéndose de hambre en una buhardilla. En el primer barco fue enviado Isaac a casa de un corresponsal extranjero; pasó cuatro años en Holanda y en Francia, vigilado por un preceptor que resultó ser librepensador y discípulo de los filósofos franceses. El joven D´Israeli tornó saturado de Voltaire y admirador de Rousseau. Cuando, al cumplir los dieciocho años entró de nuevo en la casa de sus padres, llevando un extraño indumento, el cabello largo, y, siguiendo el ejemplo del protagonista del Emilio, se arrojó en los brazos de su madre , inundándola de lagrimas, esta le tendió la mejilla con notoria repugnancia.
Durante algún tiempo, Benjamín d´Israeli conservó alguna esperanza; pero cuando supo el argumento del gran poema que su hijo preparaba, titulado Contra el comercio, que es la corrupción del hombre, renunció a su idea de iniciarlo en sus negocios y decidió dejarlo vivir a su gusto.
Entonces adoptó Isaac d´Israeli una existencia que no había de variar hasta su muerte. Pasaba los días en la biblioteca del British Museum, delicioso lugar donde entonces no acudían nunca más de cinco o seis lectores. Allí cubría de notas los papeles que ocupaban totalmente sus bolsillos. Al principio, aquel trabajo tenía por objeto preparar una historia de la literatura inglesa, pero en seguida se vio sumergido por una ola de fichas y se resignó a no llenar mas papel que el humilde, pero divertido, de compilador. Publicó, con el titulo de Curiosidades de la literatura, un tomo de anécdotas, que conoció un gran éxito, y decidió de su suerte en la carrera de las letras. A los treinta y cinco años se casó con una mujer dulce, ingenua, que pertenecía, como él, a una familia, judeoitaliana. Solo deseaba amarla fielmente, con tal que lo despreocupase de todas las faenas domesticas y le permitiese dedicar su vida a leer y a tomar notas. Precisamente estas condiciones convinieron a la mujer que él eligió, y ya, a partir de entonces, la vida de Isaac d´Israeli se ordenó según un programa inflexible. Después del breakfast entraba en su biblioteca, en donde permanecía hasta la hora del lunch leyendo y anotando. Luego iba al British Museum, leía y tomaba notas. Al volver se detenía en todas las librerías que encontraba al paso, volvía a su casa cargado de libros, tomaba el té y se encerraba, hasta la hora de la cena, con sus nuevas compras, leyendo y anotando una vez más. Si iba a su club, era también para convertir en fichas la biblioteca. Amaba los libros como otros aman a las mujeres, el opio o el tabaco, y eran para él una droga muy dulce que le hacía olvidar las amarguras de la vida. Se le apreciaba en el mundo de las letras, en donde contaba con amigos muy distinguidos. Se hacía agradable por su amabilidad y, sobre todo, por su absoluta carencia de vanidad. Bryon leía con verdadero placer las pequeñas producciones de D´Israeli, en las que encontraba, sobre la vida de los grandes hombres, sobre sus desgracias y sus egoísmos, ejemplos que calmaban algunas de sus inquietudes. Por ello, el nombre de Bryon era venerado en aquella casa.
En cuestiones de religión, Isaac d´Israeli era volteriano; en política, conservador; pero le parecía bien cualquier régimen que permitiera a un hombre de mediana fortuna coleccionar anécdotas literarias sin ser molestado por nadie.
II
ESCUELAS
El hijo mayor de Isaac D´Israeli se llamó, como su abuelo, Benjamín. Tenía una hermana mayor, que se llamaba Sara, y entre los dos reinó siempre gran intimidad. El señor D´Israeli limitaba su papel de padre a dar de cuando en cuando, con la torpeza de un hombre de biblioteca, un tirón de orejas a su hijo. La señora D´Israeli, persona que por naturaleza se mostraba siempre extrañada y confusa, escuchaba con respetuoso terror los comentarios, para ella ininteligibles, de sus precoces hijos, y se dedicaba con éxito a rizarles los cabellos. Ellos, a su vez, la adoraban, sin decirle sin embargo, nada de lo que más les interesaba. Sentían mucha admiración por su padre, que suponían un gran escritor, y cuyo rostro encantador los cautivaba; pero comprendían que no podrían esperar que se ocupara nunca de ellos. Lo veían aparecer a las horas de las comidas cubierto con un gorro de terciopelo, que dejaba asomar sus cabellos grises, siempre distraídos y silenciosos. Sabían que su único deseo era volver de nuevo con sus libros. Cuando se le molestaba o se le retenía, daba pruebas de una cortesía extremada, pero se notaba su exasperación.
Nunca hablaba con sus hijos de las minucias de la vida cotidiana, sino de sus trabajos y de sus estudios. Escribía a la sazón su libro sobre la vida de Carlos Estuardo. Se complacía en explicarles que no solo aquel hermoso y caballeresco rey no fue un tirano, sino que fue un mártir. La devoción por los Estuardos y el odio hacia los puritanos era la única religión en aquella casa.
Todos los domingos la familia se trasladaba a pie a casa de los abuelos D´Israeli. Era un paseo interminable y fastidioso, al cabo del cual encontraban a la agriada abuela, que pellizcaba las mejillas de los niños y juzgaba severamente sus modales, sin ofrecerles nunca una golosina. En cambio, el abuelo les daba una moneda, tocaba la bandurria y les hablaba de Italia. El pequeño Ben se extasiaba escuchando aquellos relatos, sobre todo los que referían a Venecia. Le agradaba imaginarse aquella población, donde las casas eran de encaje de piedra y en la cual los tejados estaban revestidos de oro. El abuelo les decía que su familia residió en Italia durante mucho tiempo; en épocas anteriores, durante el reinado de Fernando e Isabel, vivió en España. Al recuerdo de Italia se mezclaba el de los turcos, y al de España, el de los árabes.
Cuando Ben evocaba la bandurria y los macarrones de su abuelo, no podría dejar de asociarlos a unos turbantes y a unas chaquetillas bordadas de colores vivos y a unos países de lujo y de sol. Algunas veces se acostaba a la sombra de una árbol en el jardín a la italiana, y soñaba creando paisajes extraños y brillantes. Se cruzaba su imaginación con seres perfectamente bellos: un adolescente caballero inglés, a quien él salvaba de la muerte; una princesa, a quien dedicaba todos sus desvelos… los tres extraviados en la selva…; caía la noche y sus compañeros sentían miedo. Entonces Ben tomaba el mando, porque él era siempre quien dirigía, quien triunfaba en todos sus ensueños.
Fue enviado al colegio desde muy tierna edad, primero a casa de una cierta miss Roper, después a casa del reverendo Potticany, mansión muy respetable, en donde la hija del clérigo <se ocupaba de la moral y de la ropa>. Allí le fue revelado un hecho sorprendente: no era de la misma religión ni de la misma raza que sus compañeros. Era una cosa muy difícil de comprender. Sin embargo, la casa de Ben, aquella casa de ladrillos rojos (peristilo griego, tres escalones y una verja que corría paralela a la acera), era una casa inglesa. Su padre, con su gorro de terciopelo, su cara sonrosada y rasurada escrupulosamente, su lenguaje escogido y ameno, era un escritor inglés. Ben aprendió a leer en libros ingleses, y las canciones que merecieron su sueño eran inglesas; pero en aquel colegio le hacían sentir que no era igual que los demás. Era judío, y sus camaradas, salvo uno, no lo eran. ¡Qué confuso todo ello! El pueblo hebreo es el que nombran en la Biblia, el que cruzó el mar Rojo, el que conoció la cautividad de Babilonia y edificó el templo de Jerusalén. ¿Qué tenía él de común con aquellos hombres?
Por las mañanas, cuando todos los alumnos se arrodillaban para rezar, él y el otro hebreo, que se llamaba Sergio, habían de alejarse, permaneciendo en pie. Un día a la semana iba un rabino a enseñarles a leer el hebreo, un idioma incomprensible que se escribía al revés, con caracteres semejantes a cabezas de clavos. El joven D´Israeli sabía que aquellas prácticas lo apartaban de una comunión misteriosa y que para sus camaradas, y también para su maestro, tenía cierta vis cómica. Esto le mortificaba, porque era muy orgulloso. Hubiera deseado ser admirado en todo. Cuando jugaban al caballo no consintió nunca dejarse enganchar; pero su sufrimiento estribaba sobre todo en que no amaba a Sergio. Le era odioso el verse ligado a un ser inferior. Los muchachos con quienes Ben llevaba gustosa amistad tenían el cabello como el lino y los ojos intensamente azules, y aun cuando su espíritu fuese más rápido que el de ellos, los quería de todo corazón y usaba con ellos de una paciencia extraordinaria, sobre todo con Jones, el hijo de un doctor, el cual, durante las horas de recreo, refería historias de bandidos y de cavernas, que al mismo tiempo iba rápidamente ilustrando a lápiz. Cuando Ben llevaba un libro nuevo, el pequeño iba a sentarse a su lado y leían juntos, pero aun iba Jones por en medio de la página cuando ya Ben la había recorrido, disponiéndose a volverla. Había leído tanto y había oído hablar con tanta frecuencia a su padre de los libros, que su vocabulario era vastísimo, y ningún texto, por difícil que fuese, se le resistía. Suspiraba Jones, se apresuraba. Entonces Benjamín D´Israeli, adivinando el apuro de su amigo, sonreía un poco y decía con mucha gentileza :<Puedo esperar.>
Por la noche, en su sala de estudio, Sara y Ben hablaban con frecuencia de aquel extraño problema de judíos y cristianos. ¿Por qué parecía reprocharles un nacimiento que no habían elegido y contra el cual nada podían? Cuando le pedían alguna explicación a su padre, Isaac D´Israeli, filoso volteriano, se contentaba con encogerse de hombros. Todo eso carecía de importancia, eran supersticiones. El, por su parte, no sentía la mayor vergüenza por ser judío; al contrario, hablaba con mucho orgullo de la historia de su raza; pero juzgaba completamente ridículo el mantenimiento en tiempos razonables, de unas prácticas y unas creencias que fueron adaptadas a las necesidades y a la fiel inteligencia de unas tribus de árabes nómadas, unos miles de años antes. Al igual que su padre, y para complacer a este, seguía inscrito en la sinagoga y pagaba sus cuotas, y hasta permitió, para evitar unas discusiones que le hubieran hecho perder unas horas de lectura, que aquel rabino fuese a enseñarle el hebreo a su hijo; pero no tenía fe en ningún dogma y no practicaba ningún rito.
A pesar de aquella actitud, y quizá por causa de ella, le fue anunciado un día, en 1813, que los judíos de Londres, orgullosos de su prestigio literario, acababan de nombrarlo jefe de su comunidad. Se mostró indignado, y en aquel mismo instante escribió una carta en términos muy violentos:
«Un hombre que ha vivido siempre alejado de vosotros y lleva un vida retirada, sin querer compartir vuestros ejercicios, porque opina que en su forma actual destruyen, en lugar de provocar, la emoción religiosa; que se ha limitado a tolerar una parte de vuestros ritos, dispuesto a hacer grandes concesiones en materia que juzga indiferente, ese hombre, si tiene un poco de dignidad, no puede aceptar un puesto solemne entre vosotros.»
El consistorio condenó al presidente forzoso a cuarenta libras de multa. Isaac d´Israeli se negó a pagarlas. No se le molestó durante tres años, al cabo de los cuales la comunidad hebrea reclamó el pago. En aquel intervalo murió el abuelo, habiendo conservado hasta la última hora su brillante y alegre serenidad, a pesar de tener una mujer odiosa y un hijo desconcertante. Con él desapareció el último lazo, muy frágil por cierto, que unía aquella familia al judaísmo activo. El señor D´Israeli contestó al consistorio diciendo que deseaba se borrase su nombre de la lista de los fieles. Hombre de carácter sencillo, era capaz de enfurecerse cuando veía atacada su tranquilidad.
Aun cuando dejó de ser hebreo, no se convirtió en cristiano, perfectamente acomodado a aquel estado intermedio. Uno de sus amigos, Sharon Turner, el historiador, le hizo observar que convendría a los niños seguir la misma religión que la mayoría de los ingleses. A los varones sobre todo, el no estar bautizados les vedaría muchas carreras, puesto que los judíos, como los católicos, estaban privados de derechos civiles. El señor D´Israeli estimaba mucho a Turner, que fue el primero en explorar los manuscritos del British Museum; por otra parte, la bella y egoísta abuela, fiel a los rencores de su juventud, lo apremiaba para que librase a sus nietos del yugo a que los entregó una alianza por la que ella tanto hubo de padecer. Isaac D´Israeli se dejó convencer. Aparecieron en la casa el catecismo y los libros de rezos, y uno tras otros fueron conducidos los niños a la Iglesia de San Andrés, donde se los bautizó.
Contaba Benjamín trece años. Era indispensable hacer coincidir el cambio de religión con el colegiado. Mas… ¿adónde enviarlo? Su padre pensó en Eton; pero su madre temió que sufriera, porque era evidente que la acogida que se dispensaría allí al hebreo recién convertido no sería muy fraternal. Ben se hallaba dispuesto a correr la aventura; pero la prudencia materna prevaleció. Por entonces precisamente el señor D´Israeli encontraba con frecuencia en las librerías a un reverendo Cogan, que adquiría ediciones raras y pasaba por ser el único pastor no conformista que supiese griego. Un hombre que gustase tanto de la lectura no podía dejar de ser perfecto. Se decidió confiarle a Ben.
***
El colegio del doctor Cogan era una casa antigua, cubierta de hiedra. En los muros de las salas desnudas, rodeadas de bancos de roble, se leía en grandes cuadros: <Soy la Voz, la Verdad, la Vida>. Setenta alumnos en tropel, despierta la curiosidad y dispuestos a la crítica, se agruparon alrededor del recién llegado. Su indumento era agresivamente lujoso, y causaron extrañeza su traje, el color mate de su piel verdosa y la belleza de su rostro. El los contempló fijamente, devolviendo mirada por mirada. Estaba decidido a hacer frente a todos y a contestar, si preciso fuere, al desprecio con la insolencia. <No es nada -decía cuando sentía muy honda la emoción-. Son chiquillos como yo, a quienes debo dominar>.
Las primeras clases pusieron de manifiesto las cualidades y los defectos de su educación. Sus compañeros tenían más conocimiento que él del griego y del latín, muchos más conocimientos; pero en cuanto se trató de inventar, de escribir, varios de sus camaradas notaron que les descubría un mundo nuevo de sentimientos y de sensaciones. Se repetían sus palabras, sus frases; los condiscípulos copiaban sus versos para leérselos a sus hermanas y a sus primas. Se formó a su alrededor una pandilla modernista. Aun cuando detestaba los movimientos violentos, la ambición triunfó en su temperamento, y con método practicaba los ejercicios físicos. Su popularidad fue en aumento, y pronto conquistó un puesto de jefe que lo embriagaba. Cuando se paseaba solo se complacía en imaginarse primer ministro o jefe de un ejército. Eso debía de ser delicioso.
Para afianzar su poder organizó, en contra de las reglas del colegio, unas funciones de teatro. Adoraba el teatro. Cuando por primera vez lo llevaron sus padres a una representación, lo entusiasmaron aquellos discursos tan bien dichos y aquellas sorprendentes aventuras. ¡Por fin había encontrado un mundo en donde los seres parecían moldeados por su corazón, en donde los hombres hacían grandes cosas y hablaban como los héroes de sus sueños! Se formó una compañía. D´Israeli fue nombrado director y primer actor. Transcurrían las semanas y gozaba lo indecible con aquella vida nueva, con su poder, ¡era completamente feliz! Tan completamente, que no vio como se iba formando una tormenta. El éxito le proporcionaba alegrías que ingenuamente creía compartidas. Puso muy de manifiesto su desdén por la lentitud de espíritu. A pesar del agua bautismal, olía a hereje. Sus más violentos enemigos fueron los monitores del colegio, que antes de su llegada reinaron allí como amos. Su poder oculto, fundado en el placer, y que aumentaba por momentos, los irritaba. El director de la compañía fue denunciado al reverendo Cogan, poniendo a éste en antecedentes de los ensayos clandestinos. Este, indignado, pronunció en clase un discurso sobre las costumbres modernas y escandalosas. <Nunca –dijo-, en la familia que aquí constituimos, he visto nada semejante. Sin duda un espíritu extranjero, sedicioso o incapaz de comprender las normas de esta casa, es el que ha concebido ese plan.>
La oposición acogió alegremente la frase. Durante el recreo, un grupo murmuró al pasar junto al joven D´Israeli; alguien silbó. El muchacho se volvió y dijo sin perder la calma:
-¿Quién ha silbado?
El mayor de los monitores se adelantó diciendo:
-¡Estamos hartos de ser dirigidos por un extranjero!
D´Israeli le dio un puñetazo en pleno rostro. Se formó un círculo alrededor de los boxeadores. D´ Israeli era más chico, menos fuerte, pero más rápido y ágil sobre sus piernas. Combatía con mucha ciencia y con sombrío valor. Pronto se vio al otro cubierto de sangre. Los alumnos, consternados, miraban a su jefe, que comenzaba a perder noción de lo que lo rodeaba. Por fin cayó. Un silencio de estupor acogió aquella caída de un régimen, acaso hubiese sido menor la sorpresa si hubiesen sabido que hacía tres años que, a escondidas, el vencedor tomaba lecciones de boxeo.
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