Administrar las cosas, gobernar a las personas
Hace tiempo que ni nos inmutamos cuando se utilizan las instituciones para hacer propaganda partidista y aceptamos las mentiras como las lluvias en el mes de abril
Por Elena Alfaro
En el prólogo a la conferencia Libertad e igualdad (Página Indómita), de Raymond Aron, Pierre Manent cita un texto donde el autor de El opio de los intelectuales afirma que “los regímenes totalitarios del siglo XX han demostrado” que “si uno quiere administrar todas las cosas, debe al mismo tiempo gobernar a todas las personas”.
Últimamente me pregunto con demasiada frecuencia si ya estamos listos para un gobierno autoritario. Hay señales que indican que, si no lo estamos, andamos cerca. Hemos ido dando pequeños pasos que recuerdan que, “para cruzar una línea roja, lo mejor es hacerlo muy despacio”: hace tiempo que ni nos inmutamos cuando se utilizan las instituciones comunes para hacer propaganda partidista y aceptamos las mentiras como las lluvias en el mes de abril. Podemos agruparnos en bandos que deshumanizan al otro con cierta naturalidad, incluso hemos llegado al nivel de delatar a nuestros vecinos y acusarlos de genocidio por cometer faltas administrativas. También toleramos la imposición de medidas inservibles y la explicación falsa sabiéndola falsa y hemos completado el tránsito de identificar a un partido político con los ciudadanos que viven donde gobierna.
Se dan explicaciones donde se comprende y comparte que se violen los derechos fundamentales porque resulta muy frustrante no poder hacer nada cuando un vecino no respeta las normas de convivencia. Se habla con desprecio de los “camareros” desde pedestales intelectuales en los mejores programas de cotilleo.
Esas cosas no son nuevas. Pero me parece que la pandemia ha anestesiado nuestros reflejos ante ellas. Eso es lo que da miedo
Escucho a desmemoriados aplaudir medidas restrictivas cuando les funcionan bien a los gobiernos de su cuerda y acusar de postfascista a otro más antipático. Algunos incluso lo hacen después de haber pasado 20 años conviviendo con los racistas post-Pujol: no notaron nada extraño en ellos a pesar de que sus palabras no volaron sino que permanecieron en forma de numerosos escritos y ostentaban los más altos cargos de gobierno. Esas cosas no son nuevas. Pero me parece que la pandemia ha anestesiado nuestros reflejos ante ellas. Eso es lo que da miedo.
Estar listos para un gobierno autoritario implica que miremos al encausado y no el acto del que se le acusa. Que esa mirada, sobre las características del sujeto, permita dar rienda suelta a nuestros prejuicios sin sentir el menor pudor por ello. En el País Vasco en los años de plomo esa actitud era parte del venenoso aire que se respiraba.
España es un país donde se le dice feminismo a ocupar los puestos secundarios mientras se ensalza a un líder varón al que superan con creces en formación y experiencia
Cuando los más altos representantes y figuras de opinión abren la veda a obviar cualquier escrúpulo en el comportamiento, el resto nos sentimos liberados de tan molesta carga. A fin de cuentas, ejercen una función representativa: ellos se parecen a nosotros y nosotros nos parecemos a ellos.
España es hoy un país donde se puede sostener al mismo tiempo que la meritocracia es populismo de centro y hablar con desprecio de los camareros. Es un país donde se le dice feminismo a ocupar los puestos secundarios mientras se ensalza a un líder varón al que superan con creces en formación y experiencia. Es un país donde se denuncia a un vecino por unas lindes y se dice que es para salvar la salud de todo un pueblo. Donde antiguos eurodiputados, que saben varios idiomas, se preguntan si negarse a identificarse no es un acto de desobediencia tal que habilitaría echar abajo la puerta de un domicilio sin orden judicial.
Condenar la violencia
Asusta porque ese tipo de razonamientos de “sentido común” tienen predicamento y son compartidos a ambos lados del espectro ideológico. Son la salsa en la que el guiso toma cuerpo.
Atacan una sede y la mayor dificultad estriba en condenar el acto sin decir: vosotros no lo hicisteis cuando atacaron la mía. Lograrlo es un acto de civilización. Es una actitud que uno debe autoimponerse precisamente porque el instinto pide a gritos lo contrario.
El rechazo a la conducta debería protegernos de practicarla.
Es irritante no disponer de herramientas para gestionar la frustración, pero los derechos fundamentales solo significan algo si somos capaces de exigir que se respeten en aquellas personas cuyos actos no aprobamos. No perdamos de vista que lo que es bueno o malo, la pandemia nos lo ha enseñado, va por barrios.Nadie es responsable de nada
Hay un meme que circula a modo de respuesta cínica: “¿Quién te radicalizó?”, pregunta escandalizado un personaje. “Tú me radicalizaste” susurra en su oído el otro. Cuando en una sociedad los individuos pueden rechazar las consecuencias de los propios actos, nadie es responsable de nada y todo está permitido.
Para poder administrar las cosas primero hay que gobernar a las personas. La luz de alarma está encendida desde hace tiempo. La duda es qué color tendrá el autoritario que ostente el poder cuando el guiso esté servido.
Es domingo de Resurrección. La fiesta cristiana celebra que nada es definitivo y que la vida vence a la muerte. Desde niños, todos necesitamos saber que el bien acabará venciendo. Sería bueno que, de mayores, recordemos que lo construimos nosotros: nunca se hizo por delegación.
*******
******
HONOR SIN VIRTUD, RAZÓN SIN SABIDURÍA Y PLACER SIN FELICIDAD, por Rousseau
Descubriendo y siguiendo así los caminos olvidados y perdidos que desde el estado natural han debido llevar el hombre al estado civil; al restablecer mediante las posiciones intermedias que acabo de marcar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o que la imaginación no me ha sugerido, todo lector atento no podrá sino quedar asombrado entre el espacio inmenso que separa a esos dos estados.
LA SOCIEDAD YA NO OFRECE A LOS OJOS DEL SABIO MÁS QUE UN CONJUNTO DE HOMBRES ARTIFICIALES Y DE PASIONES FICTICIAS QUE NO TIENEN NINGÚN FUNDAMENTO VERDADERO EN LA NATURALEZA
Es dentro de esa lenta sucesión de las cosas donde se verá la solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Sentirá cómo no siendo el género humano de una época el género humano de otra época, la razón del por qué Diógenes no encontraba a ningún hombre es porque buscaba entre sus coetáneos al hombre de una época que había desaparecido; Catón -dirá- pereció con Roma y la libertad porque se hallaba fuera de su lugar en su siglo, y el más grande de los hombres sólo pudo asombrar a un mundo que hubiese gobernado quinientos años antes.
En una palabra, aclarará de qué manera el alma y las pasiones humanas al alterarse insensiblemente, cambian por así decirlo de Naturaleza; por qué nuestras necesidades y nuestros gozos cambian a la larga de objetos; por qué, dado que el hombre original va desapareciendo gradualmente, la sociedad ya no ofrece a los ojos de un sabio más que un conjunto de hombres artificiales y de pasiones ficticias que son la obra de todas esas nuevas relaciones y que no tienen ningún fundamento verdadero en la Naturaleza.
Lo que la reflexión nos enseña al respecto, la observación lo confirma cabalmente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren tanto por el fondo del corazón y de las inclinaciones, que lo que hace la suprema felicidad de uno, reduce al otro a la desesperanza. El primero no respira más que el reposo y la libertad, sólo desea vivir y permanecer ocioso y la propia ataraxia del Estoico no se parece en nada a su profunda indiferencia por cualquier otro objeto.
Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente para buscar unas ocupaciones aún más laboriosas: trabaja hasta la muerte, incluso corre hacia ésta para ponerse en condiciones de poder vivir o renuncia a la vida para conseguir la inmortalidad, adula a los grandes que odia y a los ricos que desprecia; nada ahorra para obtener el honor de servirles; se vanagloria orgullosamente de su bajeza y de su protección, y orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de quienes no tienen el honor de compartirla.
ESTÁ EN CONTRA DE LA LEY NATURAL QUE UN NIÑO MANDE A UN ANCIANO, QUE UN IMBÉCIL GUÍE A UN HOMBRE SABIO Y QUE UN PUÑADO DE GENTE REVIENTE DE COSAS SUPERFLUAS MIENTRAS QUE LA MULTITUD HAMBRIENTA CARECE DE LO NECESARIO
¡Qué espectáculo no serán para un Caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¿Cuántas muertes crueles no preferiría este indolente salvaje al horror de una vida semejante que a menudo no se ve ni tan siquiera mitigada por el placer del bien hacer? Pero para poder ver la meta de tantas atenciones, sería preciso que las palabras “poderío” y “reputación” tuvieran un sentido en su mente, que se enterara de que hay una clase de hombres que cuentan por algo las miradas del resto del universo, que saben ser felices y contentos de sí mismos más con el testimonio de los demás que con el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias: el salvaje vive en sí mismo mientras que el hombre sociable, siempre fuera de sí, no sabe vivir sino en la opinión de los demás y es, por así decirlo, de esta opinión exclusiva que saca el sentimiento de su propia existencia.
No está en mi tema poner de manifiesto cómo de una tal disposición dimana tanta indiferencia para el bien y el mal, con tan hermosos discursos moralizadores; cómo, al reducirse todo a las meras apariencias, todo se vuelve ficticio y fingido: el honor, la amistad, la virtud y con harta frecuencia hasta los propios vicios respecto de los cuales se encuentra finalmente el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos nosotros mismos al respecto, en medio de tanta filosofía, humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos más que una apariencia engañosa y frívola, un honor sin virtud, una razón sin sabiduría, y un placer sin felicidad. Me basta con haber demostrado que ese no es el estado original del hombre y que el propio espíritu de la sociedad y la desigualdad que engendra son los que cambian y alteran, pues, todas nuestras inclinaciones naturales.
He tratado de exponer el origen y el progreso de la desigualdad, el establecimiento y el abuso de las sociedades políticas, en la medida en que estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre a través de las únicas luces de la razón e independientemente de los Dogmas sagrados que le confieren a la autoridad soberana la sanción del Derecho divino. De esta exposición se desprende que siendo casi nula la desigualdad en el estado natural, ésta saca su fuerza y su incremento del desarrollo de nuestras facultades y de los progresos del espíritu humano, y por fin se vuelve estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las Leyes.
Se desprende además, que la desigualdad moral, autorizada únicamente por el Derecho positivo, es contraria al derecho natural cuantas veces no interviene en la misma proporción que la desigualdad física; diferencia que determina suficientemente lo que cabe pensar acerca de la clase de desigualdad que reina entre todos los pueblos civilizados, puesto que es un hecho que está manifiestamente en contra de la ley natural el que un niño mande a un anciano, que un imbécil guíe a un hombre sabio y que un puñado de gentes reviente de cosas superfluas mientras que la multitud hambrienta carece de lo indispensable.
* * *
JEAN JACQUES ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Ediciones Península, 1976. Traducción de Melitón Bustamante Ortiz. Filosofía Digital, 2008
*******
RELACIONADOS:
EL CAMINO DE UN PUEBLO HACIA SU EXTREMA CORRUPCIÓN, por Jean Jacques Rousseau
Deja tu opinión