«El apoyo mutuo»; por Piotr Kropotkin. Capitulo III: La ayuda mutua entre los salvajes.

ÍNDICE El apoyo mutuo

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Capitulo III: La ayuda mutua entre los salvajes

 

 

Hemos considerado rápidamente, en los dos capítulos precedentes, el enorme papel de la ayuda mutua y del apoyo mutuo en el desarrollo progresivo del mundo animal. Ahora tenemos que echar una mirada al papel que los mismos fenómenos desempeñaron en la evolución de la humanidad. Hemos visto cuán insignificante es el número de especies animales que llevan una vida solitaria, y, por lo contrario, cuán innumerables la cantidad de especies que viven en sociedades, uniéndose con fines de defensa mutua, o bien para cazar y acumular depósitos de alimentos, para criar la descendencia o, simplemente, para el disfrute de la vida en común. Hemos visto, también, que aunque la lucha que se libra entre las diferentes clases de animales, diferentes especies, aun entre los diferentes grupos de la misma especie, no es poca, sin embargo, hablando en general, dentro del grupo y de la especie reinan la paz y el apoyo mutuo; y aquellas especies que poseen mayor inteligencia para unirse y evitar la competencia y la lucha, tienen también mejores oportunidades para sobrevivir y alcanzar el máximo desarrollo progresivo. Tales especies florecen mientras que las especies que desconocen la sociabilidad van a la decadencia.

Evidente es que el hombre seria la contradicción de todo lo que sabemos de la naturaleza si fuera la excepción a esta regla general: si un ser tan indefenso como el hombre en la aurora de su existencia hubiera hallado protección y un camino de progreso, no en la ayuda mutua, como en los otros animales, sino en la lucha irrazonada por ventajas personales, sin prestar atención a los intereses de todas las especies. Para toda inteligencia identificada con la idea de la unidad de la naturaleza, tal suposición parecerá completamente inadmisible. Y sin embargo, a pesar de su inverosimilitud y su falta de lógica, ha encontrado siempre partidarios.

Siempre hubo escritores que han mirado a la humanidad como pesimistas. Conocían al hombre, más o menos superficialmente, según su propia experiencia personal limitada: en la historia se limitaban al conocimiento de lo que nos contaban los cronistas que siempre han prestado atención principalmente a las guerras, a las crueldades, a la opresión; y estos pesimistas llegaron a la conclusión de que la humanidad no constituye otra cosa que una sociedad de seres débilmente unidos y siempre dispuestos a pelearse entre sí, y que sólo la intervención de alguna autoridad impide el estallido de una contienda general.

Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, el primero después de Bacon que se decidió a explicar que las concepciones morales del hombre no habían nacido de las sugestiones religiosas, se colocó, como es sabido, precisamente en tal punto de vista. Los hombres primitivos, según su opinión, vivían en una eterna guerra intestina, hasta que aparecieron entre ellos los legisladores, sabios y poderosos que asentaron el principio de la convivencia pacífica.

En el siglo XVIII, naturalmente, había pensadores que trataron de demostrar que en ningún momento de su existencia -ni siquiera en el período más primitivo- vivió la humanidad en estado de guerra ininterrumpida, que el hombre era un ser social aún en «estado natural» y que más bien la falta de conocimientos que las malas inclinaciones naturales llevaron a la humanidad a todos los horrores que caracterizaron su vida histórica pasada. Pero, los numerosos continuadores de Hobbes prosiguieron, sin embargo, sosteniendo que el llamado «estado natural» no era otra cosa que una lucha continua entre los hombres agrupados casualmente por las inclinaciones de su naturaleza de bestia.

 

 

Naturalmente, desde la época de Hobbes la ciencia ha hecho progresos y nosotros pisamos ahora un terreno más seguro que el que pisaba él, o el que pisaban en la época de Rousseau. Pero la filosofía de Hobbes aún ahora tiene bastantes adoradores, y en los últimos tiempos se ha formado toda una escuela de escritores que, armados, no tanto de las ideas de Darwin como de su terminología, se han aprovechado de esta última para predicar en favor de las opiniones de Hobbes sobre el hombre primitivo; y consiguieron hasta dar a esta prédica un cierto aire de apariencia científica. Huxley, como es sabido, encabezaba esta escuela, y en su conferencia, leída en el año 1888, presentó a los hombres primitivos como algo a modo de tigres o leones, desprovistos, de toda clase de concepciones sociales, que no se detenían ante nada en la lucha por la existencia, y cuya vida entera transcurría en una -«pendencia continua«. «Más allá de los límites familiares orgánicos y temporales, la guerra hobbesiana de cada uno contra todos era –dice– el estado normal de su existencia«.

Ha sido observado más de una vez que el error principal de Hobbes, y en general de los filósofos del siglo XVIII, consistía en que se representaban el género humano primitivo en forma de pequeñas familias nómadas, a semejanza de las familias -limitadas y temporales» de los animales carnívoros algo más grandes. Sin embargo, se ha establecido ahora positivamente que semejante hipótesis es por completo incorrecta. Naturalmente, no tenemos hechos directos que testimonien el modo de vida de los primeros seres antropoides. Ni siquiera la época de la primera aparición de tales seres está aún establecida con precisión, puesto que los geólogos contemporáneos están inclinados a ver sus huellas ya en los depósitos plicénicos y hasta en los miocénicos del período terciario. Pero tenemos a nuestra disposición el método indirecto, que nos da la posibilidad de iluminar hasta cierto grado aun ese período lejano. Efectivamente, durante los últimos cuarenta años se han hecho investigaciones muy cuidadosas de las instituciones humanas de las razas más inferiores, y estas investigaciones revelaron, en las instituciones actuales de los pueblos primitivos, las huellas de instituciones más antiguas, hace mucho desaparecidas, pero que, sin embargo, dejaron signos indudables de su existencia. Poco a poco, una ciencia entera, la etnología, consagrada al desarrollo de las instituciones humanas, fue creada por los trabajos de Bachofen, Mac Lennan, Morgan, Edward B. Tylor, Maine, Post, Kovalevsky y muchos otros. Y esta ciencia ha establecido ahora, fuera de toda duda, que la humanidad no comenzó su vida en forma de pequeñas familias solitarias.

La familia no sólo no fue la forma primitiva de organización, sino que, por lo contrario, es un producto muy tardío de la evolución de la humanidad. Por más lejos que nos remontemos en la profundidad de la historia más remota del hombre, encontramos por doquier que los hombres vivían ya en sociedades, en grupos, semejantes a los rebaños de los mamíferos superiores. Fue necesario un desarrollo muy lento y prolongado para llevar estas sociedades hasta la organización del grupo (o clan), que a su vez debió sufrir otro proceso de desarrollo también muy prolongado, antes de que pudieran aparecer los primeros gérmenes de la familia, polígama o monógama.

Sociedades, bandas, clanes, tribus -y no la familia- fueron de tal modo la forma primitiva de organización de la humanidad y sus antecesores más antiguos. A tal conclusión llegó la etnología, después de investigaciones cuidadosas, minuciosas. En suma, esta conclusión podrían haberla predicho los zoólogos, puesto que ninguno de los mamíferos superiores, con excepción de bastantes pocos carnívoros y algunas especies de monos que indudablemente se extinguen (orangutanes y gorilas), viven en pequeñas familias, errando solitarias por los bosques.

Todos los otros viven en sociedades y Darwin comprendió también que los monos que viven aislados nunca podrían haberse desarrollado en seres antropoides, y estaba inclinado a considerar al hombre como descendiente de alguna especie de mono, comparativamente débil, pero indefectiblemente social, como el chimpancé, y no de una especie más fuerte, pero insociable, como el gorila. La zoología y la paleontología (ciencia del hombre más antiguo) llegan, de tal modo, a la misma conclusión: la forma más antigua de la vida social fue el grupo, el clan y no la familia. Las primeras sociedades humanas simplemente fueron un desarrollo mayor de aquellas sociedades que constituyen la esencia misma de la vida de los animales superiores.

 

 

Si pasamos ahora a los datos positivos, veremos que las huellas más antiguas del hombre, que datan del período glacial o posglacial más remoto, presentan pruebas indudables de que el hombre vivía ya entonces en sociedades. Muy raramente suele encontrarse un instrumento de piedra aislado, aun en la edad de piedra más antigua; por el contrario, donde quiera que se ha encontrado uno o dos instrumentos de piedra, pronto se encontraron allí otros, casi siempre en cantidades muy grandes. En aquellos tiempos en que los hombres vivían todavía en cavernas o en las hendiduras de las rocas, como en Hastings, o solamente se refugiaban bajo las rocas salientes, junto con mamíferos desde entonces desaparecidos, y apenas sabían fabricar hachas de piedra de la forma más tosca, ya conocían las ventajas de la vida en sociedad. En Francia, en los valles de los afluentes del Dordogne, toda la superficie de las rocas está cubierta, de tanto en tanto, de cavernas que servían de refugio al hombre paleolítico, es decir, al hombre de la edad de piedra antigua. A veces las viviendas de las cavernas están dispuestas en pisos, y, sin duda, recuerdan más los nidos de una colonia de golondrinas que la madriguera de animales de presa. En cuanto a los instrumentos de sílice hallados en estas cavernas, según la expresión de Lubbock, «sin exageración puede decirse que son innumerables«. Lo mismo es verdad con respecto a todas las otras estaciones paleolíticas. A juzgar por las exploraciones de Lartet, los habitantes de la región de Aurignac, en el sur de Francia, organizaban festines tribales en los entierros de sus muertos. De tal modo, los hombre vivían en sociedades, y en ellas aparecieron los gérmenes del rito religioso tribal, ya en aquella época muy lejana, en la aurora de la aparición de los primeros antropoides.

Lo mismo se confirma, con mayor abundancia aún de pruebas respecto al periodo neolítico, más reciente, de la edad de piedra. Las huellas del hombre se encuentran aquí en enormes cantidades, de modo que por ellas se pudo reconstituir en grado considerable toda su manera de vivir. Cuando la capa de hielo (que en nuestro hemisferio debía extenderse de las regiones polares hasta el centro de Francia, Alemania y Rusia, y cubría el Canadá y también una parte considerable del territorio ocupado ahora por los Estados Unidos), comenzó a derretirse, las superficies libradas del hielo se cubrieron primero de ciénagas y pantanos, y luego de innumerables lagos.

En aquella época los lagos, evidentemente, llenaban las depresiones y los ensanchamientos de los valles antes de que las aguas cavaran los cauces permanentes, que en la época siguiente se convirtieron en nuestros ríos. Y dondequiera nos dirijamos ahora, a Europa, Asia o América, encontramos que las orillas de los innumerables lagos de este periodo -que con justicia deberíase llamar período lacustre-, están cubiertas de huellas del hombre neolítico. Estas huellas son tan numerosas que sólo podemos asombrarnos de la densidad de la población en aquella época. En las terrazas que ahora marcan las orillas de los antiguos lagos, las «estaciones» del hombre neolítico se siguen de cerca, y en cada una de ellas se encuentran instrumentos de piedra en tales cantidades que no queda ni la menor duda de que durante un tiempo muy largo estos lugares fueron habitados por tribus de hombres bastante numerosas’ Talleres enteros de instrumentos de sílice que, a su vez, atestiguan la cantidad de trabajadores que se reunían en un lugar, fueron descubiertos por los arqueólogos.

 

Tierra de Fuego

 

Hallamos los rastros de un período más avanzado, caracterizado ya por el uso de productos de alfarería, en los llamados «desechos culinarios» de Dinamarca. Como es sabido, estos montones de conchas, de 5 a 10 pies de espesor, de 100 a 200 pies de anchura y 1.000 y más pies de longitud, están tan extendidos en algunos lugares del litoral marítimo de Dinamarca que durante mucho tiempo fueron considerados como formaciones naturales. Y, sin embargo, se componen «exclusivamente de los materiales que fueron usados de un modo u otro por el hombre«, y están de tal modo repletos de productos del trabajo humano, que Lubbock, durante una estancia de sólo dos días en Milgaard, halló 191 piezas de instrumentos de piedra y cuatro fragmentos de productos de alfarería. Las medidas mismas y la extensión de estos montones de restos culinarios prueban que, durante muchas y muchas generaciones, en las orillas de Dinamarca se asentaron centenares de pequeñas tribus o clanes que sin ninguna duda vivían tan pacíficamente entre sí como viven ahora los habitantes de Tierra del Fuego, quienes también acumulan ahora semejantes montones de conchas y toda clase de desechos.

 

Tierra de Fuego

 

En cuanto a las construcciones lacustres de Suiza, que representan un grado muy avanzado en el camino de la civilización, constituyen aún mejores pruebas de que sus habitantes vivían en sociedades y trabajaban en común.

Sabido es que, ya en la edad de piedra, las orillas de los lagos suizos estaban sembradas de series de aldeas, compuestas de varias chozas, construidas sobre una plataforma sostenida por numerosos pilotes clavados en el fondo del lago. No menos de veinticuatro aldeas, la mayoría de las cuales pertenecían a la edad de piedra, fueron descubiertas en los últimos años en las orillas del lago de Ginebra, treinta y dos en el lago Costanza, y cuarenta y seis en el lago de Neufehatel, etc., cada una como testimonio de la inmensa cantidad de trabajo realizado en común, no por la familia, sino por la tribu entera.

Algunos investigadores hasta suponen que la vida de estos habitantes de los lagos estaba en grado notable libre de choques bélicos; y esta hipótesis es muy probable si se toma en consideración la vida de las tribus primitivas, que aún ahora viven en aldeas semejantes, construidas sobre pilotes a orillas del mar.

Se desprende de tal modo, aun del breve esbozo precedente, que al final de cuenta, nuestros conocimientos del hombre primitivo de ningún modo son tan pobres, y en todo caso refutan más que confirman las hipótesis de Hobbes y de sus continuadores contemporáneos. Además, pueden ser completadas en medida considerable si se recurre a la observación directa de las tribus primitivas que en el presente se hallan todavía en el mismo nivel de civilización en que estaban los habitantes de Europa en los tiempos prehistóricos.

Ya ha sido plenamente probado por Ed. B. Tylor y J. Lubbock que los pueblos primitivos que existen ahora de ningún modo representan -como afirmaron algunos sabios- tribus que han degenerado y que en otros tiempos han conocido una civilización más elevada, que luego perdieron.

 

 

Por otra parte, a las pruebas alegadas contra la teoría de la degeneración se puede agregar todavía lo siguiente: con excepción de pocas tribus que se mantienen en las regiones montañosas poco accesibles, los llamados «salvajes» ocupan una zona que rodea a naciones más o menos civilizadas, preferentemente los extremos de nuestros continentes, que en su mayor parte conservaron hasta ahora el carácter de la época posglacial antigua o que hace poco aún lo tenía. A estos pertenecen los esquimales y sus congéneres en Groenlandia, América Artica y Siberia Septentrional, y en el hemisferio Sur, los indígenas australianos, papúes, los habitantes de Tierra de Fuego y, en parte, los bosquímanos; y en los límites de la extensión ocupada por pueblos más o menos civilizados, semejantes tribus primitivas se encuentran sólo en el Himalaya, en las tierras altas del Sureste de Asia y en la meseta brasileña. No se debe olvidar que el periodo glacial no terminó de golpe en toda la superficie del globo terrestre; se prolonga hasta ahora en Groenlandia. Debido a esto, en la época en que las regiones litorales del océano Indico, del mar Mediterráneo, del golfo de México gozaban ya de un clima más templado y en ellos se desarrollaba una civilización más elevada, inmensos territorios de Europa Central, Siberia y América del Norte, y también de la Patagonia, Sur del Africa, Sureste de Asia y Australia, permanecían todavía en las condiciones del período posglacial antiguo, que las hicieron inhabitables para las naciones civilizadas de la zona tórrida y templada. En esa época, las zonas citadas constituían algo así como los actuales y terribles «urman» de la Siberia del Noroeste, y su población, inaccesible a la civilización y no tocada por ella, conservó el carácter del hombre posglacial antiguo.

Solamente más tarde, cuando la desecación hizo estos territorios más aptos para la agricultura, comenzaron a poblarse de inmigrantes más civilizados; y entonces, parte de los habitantes anteriores se fundieron poco a poco con los nuevos colonos, mientras que otra parte se retiraba más y más lejos en dirección a las zonas subglaciales y se asentaba en los lugares donde los encontramos ahora. Los territorios habitados por ellos en el presente conservaron hasta ahora, o conservaban hasta una época no muy lejana, en su aspecto físico, un carácter casi glacial; y las artes y los instrumentos de sus habitantes hasta ahora no salieron aún del período neolítico, es decir, la edad de piedra posterior. Y a pesar de las diferencias de raza y de la extensión que separa estas tribus entre sí, su modo de vida y sus instituciones sociales son asombrosamente parecidos.

Por esto podemos considerar a estos «salvajes» como resto de la población del posglacial antiguo.

Lo primero que nos asombra, no bien comenzamos a estudiar a los pueblos primitivos, es la complejidad de la organización de las relaciones maritales en que viven. En la mayoría de ellos, la familia, en el sentido como la comprendemos nosotros, existe solamente en estado embrionario. Pero al mismo tiempo, los «salvajes» de ningún modo constituyen «una turba de hombres y mujeres poco unidos entre sí, que se reúnen desordenadamente bajo la influencia de caprichos del momento». Todos ellos, por el contrario, se someten a una organización determinada, que Luis Morgan describió en sus rasgos típicos y llamó organización «tribalo de clan».

Exponiendo brevemente esta materia, muy amplia, podemos decir que actualmente no existen más dudas sobre el hecho de que la humanidad, en el principio de su existencia, ha pasado por la etapa de las relaciones conyugales que puede llamarse «matrimonio tribal o comunal»; es decir, los hombres o las mujeres, en tribus enteras, vivían entre sí como los maridos con sus esposas, prestando muy poca atención al parentesco sanguíneo. Pero es indudable también que algunas restricciones a estas relaciones entre los sexos fueron establecidas por la costumbre ya en un período muy antiguo. Las relaciones conyugales fueron pronto prohibidas entre los hijos de una misma madre y la hermana de ella, sus nietas y tías. Mas tarde tales relaciones fueron prohibidas entre los hijos e hijas de una misma madre, y siguieron pronto otras restricciones.

 

La últimas Amazonas

 

Poco a poco se desarrolló la idea de clan (gens) que abarcaba a todos los descendientes reales o supuestos de una raíz común (más bien a todos los unidos en un grupo de clan por el supuesto parentesco). Y cuando el clan se multiplicó por la subdivisión en algunos clanes, cada uno de los cuales se dividía, a su vez, en clases (habitualmente en cuatro clases), el matrimonio era permitido sólo entre clases determinadas, estrictamente definidas. Se puede observar un estado semejante aun ahora entre los indígenas de Australia, sus primeros gérmenes aparecieron en la organización de clan. La mujer hecha prisionera durante la guerra con cualquier otro clan, en un período más tardío, el que la había tomado prisionera la guardaba para sí, bajo la observación, además, de determinados deberes hacia el clan. Podía ser ubicada por él en una cabaña separada después de haber pagado ella cierto género de tributo a cada miembro del clan; entonces ella podía fundar dentro del clan una familia separada, cuya aparición evidentemente, abrió una nueva fase de la civilización. Pero en ningún caso la esposa que asentaba la base de la familia especialmente patriarcal podía ser tomada de su propio clan. Podía provenir solamente de un clan extraño.

Si consideramos que esta organización compleja se ha desarrollado entre hombres que ocupaban los peldaños más bajos de desarrollo que conocemos, y que se mantuvo en sociedades que no conocían más autoridad que la autoridad de la opinión pública, comprenderemos en seguida cuán profundamente arraigados debían estar los instintos sociales en la naturaleza humana hasta en los peldaños más bajos de su desarrollo. El salvaje, que podía vivir en tal organización, sometiéndose por propia voluntad a las restricciones que constantemente chocaban con sus deseos personales, naturalmente no se parecía a un animal desprovisto de todo principio ético y cuyas pasiones no conocían freno.

Pero este hecho se hace aún más asombroso si tomamos en consideración la antigüedad inconmensurablemente lejana de la organización de clan.

Actualmente es sabido que los semitas primitivos, los griegos de Homero, los romanos prehistóricos, los germanos de Tácito, los antiguos celtas y eslavos, pasaron todos por el período de organización de clan de los australianos, los indios pieles rojas, esquimales y otros habitantes del «cinturón de salvajes».

De tal modo, debemos admitir una de dos: o bien el desarrollo de las costumbres conyugales, por algunas razones, se encaminó en una misma dirección en todas las razas humanas; o bien los rudimentos de las restricciones de clan se desarrollaron entre algunos antepasados comunes que fueron el tronco genealógico de los semitas, arios, polinesios, etc., antes de que estos antepasados se dividieran en razas separadas, y estas restricciones se conservaron hasta el presente entre razas que mucho ha se separaron de la raíz común. Ambas posibilidades, en igual grado, señalan, sin embargo, la asombrosa tenacidad de esta institución -tenacidad que no pudo destruir durante muchas decenas de milenios ningún atentado que contra ella perpetrara el individuo-.

 

 

Pero la misma fuerza de la organización del clan demuestra hasta dónde es falsa la opinión en virtud de la cual se representa a la humanidad primitiva en forma de una turba desordenada de individuos que obedecen sólo a sus propias pasiones y que se sirve cada uno de su propia fuerza personal y su astucia para imponerse a todos los otros. El individualismo desenfrenado es manifestación de tiempos más modernos, pero de ninguna manera era propio del hombre primitivo.

Pasando ahora a los salvajes existentes en el presente, podemos comenzar con los bosquímanos, que ocupan un peldaño muy bajo de desarrollo, tan bajo que ni siquiera tienen viviendas y duermen en cuevas cavadas en la tierra o, simplemente, bajo la cubierta de ligeras mamparas de hierbas y ramas que los protegen del viento. Es sabido que cuando los europeos comenzaron a colonizar sus territorios y destruir enormes rebaños salvajes de ciervos que pacían hasta entonces en las llanuras, los bosquímanos comenzaron a robar ganado cornúpeta a los colonos, y estos emigrantes iniciaron entonces una guerra desesperada contra aquéllos; comenzaron a exterminarlos con una bestialidad de la que prefiero no hablar aquí. Quinientos bosquímanos fueron exterminados de tal modo en 1774; en los años 1801 – 1809, la unión de granjeros destruyó tres mil, etc. Los exterminaban como a ratas, dejándoles carne envenenada, a estos hombres llevados al hambre, o los cazaban a tiros como bestias, emboscándose detrás del cadáver de un animal puesto como cebo; los mataban donde los encontraban.

De tal modo, nuestro conocimiento de los bosquímanos, recibido, en la mayoría de los casos de los mismos que los exterminaban, no puede destacarse por una especial simpatía. Sin embargo, sabemos que durante la aparición de los europeos, los bosquímanos vivían en pequeños clanes que a veces se reunían en federaciones; que cazaban en común y se repartían la presa, sin peleas ni disputas; que nunca abandonaban a los heridos y demostraban un sólido afecto hacia sus camaradas. Lichtenstein refiere un episodio sumamente conmovedor de un bosquímano que estuvo a punto de ahogarse en el río y fue salvado por sus camaradas.

Se quitaron de encima sus pieles de animales para cubrirlo mientras ellos temblaban de frío; lo secaron, lo frotaron ante el fuego y le untaron el cuerpo con grasa tibia, hasta que por fin le volvieron a la vida. Y cuando los bosquímanos encontraron, en la persona de Johann Van der Walt, un hombre que los trataba bien, le expresaron su reconocimiento con manifestaciones del afecto más conmovedor. Burchell y Moffat los describen como de buen corazón, desinteresados, fieles a sus promesas y agradecidos cualidades todas ellas que pudieron desarrollarse sólo siendo constantemente practicadas en el seno de la tribu. En cuanto a su amor a los niños, bastará recordar que cuando un europeo quería tener a una mujer bosquímana como esclava, le arrebataba el hijo; la madre siempre se presentaba por sí misma y se hacía esclava para compartir la suerte de su niño.

 

 

La misma sociabilidad se encuentra entre los hotentotes, que sobrepasan un poco a los bosquímanos en el desarrollo. Lubbock habla de ellos como de los «animales más sucios», y realmente son muy sucios. Toda su vestimenta consiste en una piel de animal colgada al cuello, que llevan hasta que cae a pedazos; y sus chozas consisten en algunas varillas unidas por las puntas y cubiertas por esteras: en el interior de las chozas no hay mueble alguno. A pesar de que crían bueyes y ovejas, y, según parece, conocían el uso del hierro antes de encontrarse con europeos, sin embargo, están hasta ahora en uno de los más bajos peldaños del desarrollo humano. No obstante eso, los europeos que conocían de cerca sus vidas, mencionaban con grandes elogios su sociabilidad y su presteza en ayudarse mutuamente. Si se da algo a un hotentote, en seguida divide lo recibido entre todos los presentes, cuya costumbre, como es sabido, asombró también a Darwin en los habitantes de la Tierra de Fuego. El hotentote no puede comer solo, y por más hambriento que esté, llama a los que pasan y comparte con ellos su alimento. Y cuando Kolben, por esta causa, expresó su asombro, le contestaron: «Tal es la costumbre de los hotentotes«. Pero esta costumbre no es propia solamente de los hotentotes: es una costumbre casi universal, observada por los viajeros en todos los «salvajes«. Kolben, que conocía bien a los hotentotes y que no pasaba en silencio sus defectos, no puede dejar de elogiar su moral tribal.

«La palabra dada es sagrada para ellos» -escribe-. «Ignoran por completo la corrupción y la deslealtad de los europeos«. «Viven muy pacíficamente y raramente guerrean con sus vecinos«… Uno de los más grandes placeres para los hotentotes es el cambio de regalos y servicios>, … «Por su honestidad, por la celeridad y exactitud en el ejercicio de la justicia, por su castidad, los hotentotes sobrepasan a todos, o casi todos los otros pueblos».

Tachart, Barrow y Moodie confirman plenamente las palabras de Kolben. Sólo es necesario notar que cuando Kolben escribió de los hotentotes que «en sus relaciones mutuas son el pueblo más amistoso, generoso y benévolo, que jamás haya existido en la tierra» (I, 332), dio la definición que repiten continuamente, desde entonces, los viajeros, en sus descripciones de los más diferentes salvajes. Cuando los europeos incultos chocaron por primera vez con las razas primitivas, habitualmente presentaban sus vidas de modo caricaturesco; pero bastó que un hombre inteligente viviera entre salvajes un tiempo más prolongado, para que los describiera como el pueblo «más manso» o -más noble- del mundo. Justamente con esas mismas palabras, los viajeros más dignos de fe caracterizaron a los ostiakos samoyedos, esquimales, dayacos, aleutas, papúes, etc. Semejante declaración tuve ocasión de leer sobre los tunguses, los chukchis, los indios sioux y algunas otras tribus salvajes. La repetición misma de semejantes elogios dice más que tomos enteros de investigaciones especiales.

Los indígenas de Australia ocupan, por su desarrollo, un lugar no más alto que sus hermanos surafricanos. Sus chozas tienen el mismo carácter, y muy a menudo los hombres se conforman hasta con simples mamparas o biombos de ramas secas para protegerse de los vientos fríos. En su alimento no se destacan por su discernimiento; en caso de necesidad devoran carroña en completo estado de putrefacción, y cuando sobreviene el hambre recurren entonces hasta al canibalismo. Cuando los indígenas australianos fueron descubiertos por vez primera por los europeos, se vio que no tenían ningún otro instrumento que los hechos, en la forma más grosera, de piedra o hueso. Algunas tribus no tenían siquiera piraguas y desconocían por completo el trueque comercial. Y sin embargo, después de un estudio cuidadoso de sus costumbres y hábitos, se vio que tienen la misma organización elaborada de clan de la que se habló más arriba.

 

 

El territorio en que viven está dividido habitualmente entre diferentes clanes, pero la región en la cual cada clan realiza la caza o la pesca permanece siendo de dominio común, y los productos de la caza y la pesca van a todo el clan. También pertenecen al clan los instrumentos de caza y de pesca. La comida se realiza en común. Como muchos otros salvajes, los indígenas australianos se atienen a determinadas reglas respecto a la época en que se permite recoger diversas especies de gomeros y hierbas. En cuanto a su moral en general, lo mejor es citar aquí las siguientes respuestas a las preguntas de la Sociedad Antropológica de París, dadas por Lumholtz, un misionero que vivió en North Queesland.

«Conocen el sentimiento de amistad; está fuertemente desarrollado en ellos. Los débiles gozan de la ayuda común; cuidan mucho a los enfermos. Nunca los abandonan al capricho de la suerte y no los matan. Estas tribus son antropófagas, pero raramente comen a los miembros de su propia tribu (si no me equivoco, solamente cuando matan por razones religiosas); comen sólo a los extraños. Los padres aman a sus hijos juegan con ellos y los miman. Se practica el infanticidio sólo con el consentimiento común. Tratan a los ancianos muy bien y nunca los matan. No tienen religión ni ídolos, y solamente existe el temor a la muerte. El matrimonio es polígamo. Las disputas surgidas dentro de la tribu se resuelven por duelos con espadas de madera y escudos de madera. No existe la esclavitud; no tienen agricultura alguna; no poseen productos de alfarería; no tienen vestidos, exceptuando un delantal que a veces usan las mujeres. El clan se compone de doscientas personas divididas en cuatro clases de hombres y cuatro clases de mujeres; se permite el matrimonio solamente entre las clases habituales, pero nunca dentro del mismo clan«.

Respecto a los papúes, parientes cercanos de los australianos, tenemos el testimonio de L. Bink, que vivió en Nueva Guinea, principalmente en Geelwink Bay, desde 1871 hasta 1883. Traemos la esencia de sus respuestas a las mismas preguntas.

«Los papúes son sociables y de un humor muy alegre. Se ríen mucho. Más bien tímidos que valientes. La amistad es bastante fuerte entre miembros de los diferentes clanes y aún más fuerte dentro del mismo clan. El papú, a menudo paga las deudas de su amigo, a condición de que este último pague esta deuda, sin intereses, a sus hijos. Cuidan a los enfermos y ancianos; nunca abandonan a los ancianos, ni los matan, con excepción de los esclavos que han estado enfermos mucho tiempo. A veces devoran a los prisioneros de guerra. Miman y aman a los niños. Matan a los prisioneros de guerra ancianos y débiles, y venden a los restantes como esclavos. No tienen religión, ni dioses, ni ídolos, ni clase alguna de autoridad; el miembro más anciano de la familia es el juez. En caso de adulterio (es decir, violación de sus costumbres matrimoniales) el culpable paga una multa, parte de la cual va a favor de la «negoria» (comunidad). La tierra es dominio común, pero los frutos de la tierra pertenecen a aquél que los ha cultivado. Los papúes tienen vasijas de arcilla y conocen el trueque comercial, y según una costumbre elaborada, el comerciante les da mercancía y ellos vuelven a sus casas y traen los productos indígenas que necesita el comerciante; si no pueden obtener los productos necesarios, entonces devuelven al comerciante su mercancía europea. Los papúes «cazan cabezas» -es decir, practican la venganza de sangre-. Además, «a veces -dice Finsch-, el asunto se somete a la consideración del Rajah de Namototte, quien lo resuelve imponiendo una multa«.

Cuando se trata bien a los papúes, entonces son muy bondadosos. Mikluho-Maclay desembarcó, como es sabido, en la costa oriental de Nueva Guinea, en compañía de un solo marinero, vivió allí dos años enteros entre tribus consideradas antropófagas y se separó de ellas con pesar; prometió volver y cumplió su palabra, y pasó de nuevo un año, y durante todo ese tiempo no tuvo ningún choque con los indígenas. Verdad es que mantuvo la regla de no decirles nunca, bajo ningún pretexto, algo que no fuera cierto, ni hacer promesas que no pudiera cumplir.

 

Bocotudos

 

Estas pobres criaturas, que no sabían siquiera hacer fuego y que por esto conservaban cuidadosamente el fuego en sus chozas, viven en condiciones de un comunismo primitivo, sin tener jefe alguno, y en sus poblados casi nunca se producen disputas de las que valga la pena hablar. Trabajan en común, sólo lo necesario para obtener el alimento de cada día; crían a sus hijos en común; y por las tardes se atavían lo más coquetamente que pueden y se entregan a las danzas. Como todos los salvajes, gustan apasionadamente de las danzas, que constituyen un género de misterios tribales. Cada aldea tiene su «barla» o «barlai» -casa «larga» o «grande«- para los solteros, en las que se realizan reuniones sociales y se juzgan los sucesos públicos, un rasgo más que es común a todos los habitantes de las islas del Océano Pacífico, y también a los esquimales, indios pieles rojas, etc. Grupos enteros de aldeas mantienen relaciones amistosas, y se visitan mutuamente concurriendo toda la comunidad.

Por desgracia, entre las aldeas, a menudo surge enemistad, no por «el exceso de densidad de la población» o «de la competencia agudizada» y otros inventos semejantes de nuestro siglo mercantilista, sino principalmente debido a la superstición. Si enferma alguno, se reúnen sus amigos y parientes y del modo más cuidadoso discuten el problema de quién puede ser el culpable de la enfermedad. Entonces, consideran a todos los posibles enemigos, cada uno confiesa su mínima disputa y finalmente se halla la causa verdadera de la enfermedad. La mandó algún enemigo de la aldea vecina, y por esto resuelven hacer alguna incursión a esa aldea.

Debido a ello, las riñas son corrientes, aun entre las aldeas del litoral, sin hablar ya de los antropófagos, que viven en las montañas, a los que se considera como verdaderos brujos y enemigos, a pesar de que un conocimiento más estrecho demuestra que no se distinguen en nada de su vecino que vive en las costas marítimas.

Muchas páginas asombrosas se podrían escribir sobre la armonía que reina en las aldeas de los habitantes polinesios de las islas del Océano Pacífico.

Pero ellos ocupan ya un peldaño más elevado de civilización, y por esto tomaremos otros ejemplos de la vida de los habitantes del lejano norte. Agregaré solamente, antes de abandonar el hemisferio sur; que hasta los habitantes de Tierra del Fuego, que gozan de tan mala fama, comienzan a ser iluminados con luz más favorable a medida que los conocemos mejor. Algunos misioneros franceses, que viven entre ellos, «no pueden quejarse de ningún acto hostil«. Viven en clanes de ciento veinte a ciento cincuenta almas, y también practican el comunismo primitivo como los papúes. Se reparten todo entre ellos, y tratan bien a los ancianos. La paz completa reina entre estas tribus.

 

 

En los esquimales y sus más próximos congéneres, los thlinkets, koloshes y aleutas, hallamos una semejanza más aproximada a lo que era el hombre durante el período glacial. Los instrumentos que ellos emplean apenas se diferencian de los instrumentos del paleolítico, y algunas de estas tribus hasta ahora no conocen el arte de la pesca: simplemente matan a los peces con el arpón. Conocen el uso del hierro, pero lo obtienen solamente de los europeos o de lo que encuentran en los esqueletos de los barcos después de los naufragios. Su organización social se distingue por su primitivismo completo, a pesar de que ya han salido del estadio del «matrimonio comunal«, aun con sus restricciones de «clase«. Viven ya en familias, pero los lazos familiares todavía son débiles, puesto que de tanto en tanto se produce en ellos un cambio de esposas y esposos. Sin embargo, las familias permanecen reunidas en clanes, y no puede ser de otro modo. ¿Cómo hubieran podido soportar la dura lucha por la existencia si no reunieran sus fuerzas del modo más estrecho? Así se portan ellos, Y los lazos de clan son más estrechos allí donde la lucha por la vida es más dura, a saber, en el nordeste de Groenlandia. Viven habitualmente en una «casa larga» en la que se alojan varias familias, separadas entre sí por pequeños tabiques de pieles desgarradas, pero con un corredor común para todos. A veces la casa tiene la forma de una cruz, y en tal caso, en su centro colocan un hogar común. La expedición alemana que pasó un invierno cerca de una de esas «casas largas» se pudo convencer de que durante todo el invierno ártico no perturbó la paz ni una pelea, y que no se produjo discusión alguna por el uso de estos «espacios estrechos«. No se admiten las amonestaciones, y ni siquiera las palabras inamistosas de otro modo que no sea bajo la forma legal de una canción burlesca (nigthsong), que cantan las mujeres en coro. De tal manera, la convivencia estrecha y la estrecha dependencia mutua son suficientes para mantener, de siglo en siglo, el respeto profundo a los intereses de la comunidad, que es característico de la vida de los esquimales. Aun en las comunas más vastas de los esquimales «la opinión pública es un verdadero tribunal y el castigo habitual consiste en avergonzar al culpable ante todos«.

La vida de los esquimales está basada en el comunismo. Todo lo que obtienen por medio de la caza o pesca pertenece a todo el clan. Pero, en algunas tribus, especialmente en el Occidente, bajo la influencia de los daneses, comienza a desarrollarse la propiedad privada. Sin embargo, emplean un medio bastante original para disminuir los inconvenientes que surgen del acumulamiento personal de la riqueza, que pronto podría perturbar la unidad tribal. Cuando el esquimal empieza a enriquecerse excesivamente, convoca a todos los miembros de su clan a un festín, y cuando los huéspedes se sacian, distribuye toda su riqueza. En el río Yukon, en Alaska, Dall vio que una familia aleutiana repartió de tal modo diez fusiles, diez vestidos de pieles completos, doscientos hilos de cuentas, numerosas frazadas, diez pieles de lobo, doscientas pieles de castor y quinientas de armiño. Luego, los dueños se quitaron sus vestidos de fiesta y los repartieron, vistiéndose sus viejas pieles, dirigieron a los miembros de su clan un breve discurso diciendo que a pesar de que ahora se habían vuelto más pobres que cada uno de sus huéspedes, sin embargo habían ganado su amistad.

Tales distribuciones de riqueza se convirtieron aparentemente en costumbre arraigada entre los esquimales, y se practica en una época determinada todos los años, después de una exhibición preliminar de todo lo que ha sido obtenido durante el año. Constituye, aparentemente, una costumbre. La costumbre de enterrar con el muerto, o de destruir sobre su tumba, todos sus bienes personales -que encontramos en todas las razas primitivas-, aparentemente debe tener el mismo origen. En realidad, mientras que todo lo que pertenecía personalmente al muerto se quema o se rompe sobre su tumba, las cosas que le pertenecieron conjuntamente con toda su tribu; como, por ejemplo, las piraguas, redes de la comuna, etc., se dejan intactas. Está sujeta a la destrucción sólo la propiedad personal. En una época posterior, esta costumbre se convierte en un rito religioso: se le da interpretación mística, y la destrucción es prescrita por la religión cuando la opinión pública, sola, se muestra ya carente de fuerzas para imponer a todos la observación obligatoria de la costumbre. Finalmente, la destrucción real se reemplaza por un rito simbólico, que consiste en quemar sobre la tumba simples modelos de papel, o representaciones, de los bienes del muerto (así se hace en la China); o se llevan a la tumba los bienes del muerto y traen de vuelta a la casa al finalizar la ceremonia funeraria; en esta forma, se ha conservado la costumbre hasta ahora, como es sabido, entre los europeos con respecto a los caballos de los jefes militares, las espadas, cruces y otros signos de distinción oficial.

El alto nivel de la moral tribal de los esquimales se menciona bastante a menudo en la literatura general. Sin embargo, las observaciones siguientes de las costumbres de los aleutas -congéneres próximos de los esquimales- no están desprovistas de interés, tanto más cuanto que pueden servir de buena ilustración de la moral de los salvajes en general. Pertenecen a la pluma de un hombre extraordinariamente distinguido, el misionero ruso Venlaminof, que las escribió después de una permanencia de diez años entre los aleutas y de tener relaciones estrechas con ellos.

Las resumo, conservando en lo posible las expresiones propias del autor. «La resistencia -escribió- en su rasgo característico, y, en verdad, es colosal. No sólo se bañan todas las mañanas en el mar cubierto de hielo y luego se quedan desnudos en la playa, respirando el aire helado, sino que su resistencia, hasta en un trabajo pesado y con alimento insuficiente, sobrepasa todo lo que se puede imaginar. Si sobreviene una escasez de alimento, el aleuta se ocupa, ante todo, de sus hijos; les da todo lo que tiene, y él mismo ayuna. No se inclinan al robo, como fue observado ya por los primeros inmigrantes rusos. No es que no hayan robado nunca; todo aleuta reconoce que alguna vez ha robado algo, pero se trata siempre de alguna fruslería, y todo esto tiene carácter completamente infantil. El afecto de los padres por los hijos es muy conmovedor, a pesar de que nunca lo expresan con caricias o palabras. El aleuta difícilmente se decide a hacer alguna promesa, pero una vez hecha, la mantiene cueste lo que cueste. Un aleuta regaló a Venlaminof un haz de pescado seco, pero, en el apresuramiento de la partida, fue olvidado en la orilla, y el aleuta se lo llevó de vuelta a su casa. No se presentó la oportunidad de enviarlo a Venlaminof hasta enero, y mientras tanto, en noviembre y diciembre, entre estos aleutas, hubo una gran escasez de víveres. Pero los hambrientos no tocaron el pescado ya regalado, y en enero fue enviado a su destino. Su código moral es variado y severo. Así por ejemplo, se considera vergonzoso: temer la muerte inevitable; pedir piedad al enemigo; morir sin haber matado ningún enemigo; ser sorprendido en robo; zozobrar la canoa en el puerto; temer salir al mar con tiempo tempestuoso; desfallecer antes que los otros camaradas si sobreviene una escasez de alimentos durante un viaje largo: manifestar codicia durante el reparto de la presa -en cuyo caso, para avergonzar al camarada codicioso, los restantes le ceden su parte. Se estima vergonzoso también: divulgar un secreto público a su esposa; siendo dos en la caza, no ofrecer la mejor parte de la presa al camarada; jactarse de sus hazañas, y especialmente de las imaginadas; insultarse con malicia; también mendigar, acariciar a su esposa en presencia de los otros y danzar con ella; comerciar personalmente; toda venta debe ser hecha por medio de una tercera persona, quien determina el precio. Se estima vergonzoso para la mujer: no saber coser y, en general, cumplir torpemente cualquier trabajo femenino; no saber danzar; acariciar a su esposo y a sus niños, o hasta hablar con el esposo en presencia de extraños«

Tal es la moral de los aleutas, y una confirmación mayor de los hechos podría ser tomada fácilmente de sus cuentos y leyendas. Sólo agregaré que cuando Venlaminof escribió sus Memorias (el año 1840), entre los aleutas, que constituían una población de sesenta mil hombres, en sesenta años hubo solamente un homicidio, y durante cuarenta años, entre 1.800 aleutas no se produjo ningún delito criminal. Esto, por otra parte, no parecerá extraño si se recuerda que todo género de querellas y expresiones groseras son absolutamente desconocidas en la vida de los aleutas. Ni siquiera sus hijos pelean, y jamás se insultan mutuamente de palabra. La expresión más fuerte en sus labios son frases como: «Tu madre no sabe coser«, o «tu padre es tuerto«.

Muchos rasgos de la vida de los salvajes continúan siendo, sin embargo, un enigma para los europeos. En confirmación del elevado desarrollo de la solidaridad tribal entre los salvajes y sus buenas relaciones mutuas, se podría citar los testimonios más dignos de fe en la cantidad que se quiera. Y, sin embargo, no es menos cierto que estos mismos salvajes practican el infanticidio, y que en algunos casos matan a sus ancianos, y que todos obedecen ciegamente a la costumbre de la venganza de sangre.

Debemos, por esto, tratar de explicar la existencia simultánea de los hechos que para la mente europea parecen, a primera vista, completamente incompatibles.

Acabamos de mencionar cómo el aleuta ayunará días enteros, y hasta semanas, entregando todo comestible a su niño; cómo la madre bosquímana se hace esclava para no separarse de su hijo, y se podrían llenar páginas enteras con la descripción de las relaciones realmente tiernas existentes entre los salvajes y sus hijos. En los relatos de todos los viajeros se encuentran continuamente hechos semejantes. En uno leéis sobre el tierno, amor de la madre; en otro, el relato de un padre que corre locamente por el bosque, llevando sobre sus hombros a un niño mordido por una serpiente; o algún misionero narra la desesperación de los padres ante la pérdida de un niño, al que ya habían salvado de ser llevado al sacrificio inmediatamente después de haber nacido; o bien, os enteráis de que las madres «salvajes» amamantan habitualmente a sus niños hasta el cuarto año de edad, y que en las islas de la Nuevas Hébridas, en caso de la muerte de un niño especialmente querido, su madre o tía se suicidan para cuidar a su amado en el otro mundo. Y así sin fin.

 

 

Hechos semejantes se citan en cantidad; y por ello, cuando vemos que los mismos padres amantes practican el infanticidio, debemos reconocer necesariamente que tal costumbre (cualesquiera que sean sus ulteriores transformaciones) surgió bajo la presión directa de la necesidad, como resultado del sentimiento de deber hacia la tribu, y para tener la posibilidad de criar a los niños ya crecidos. Hablando en general, los salvajes de ningún modo «se reproducen sin medida«, como expresan algunos escritores ingleses. Por lo contrario, toman todo género de medidas para disminuir la natalidad. Justamente con éste objeto existe entre ellos una serie completa de las más diversas restricciones, que a los europeos indudablemente hasta les parecerían molestas en exceso, y que son, sin embargo, severamente observadas por los salvajes. Pero, con todo, los pueblos primitivos no pueden criar a todos los niños que nacen, y entonces recurren al infanticidio. Por otra parte, ha sido observado más de una vez que si bien consiguen aumentar sus recursos corrientes de existencia, en seguida dejan de recurrir a esta medida, que, en general, los padres cumplen muy a disgusto, y en la primera posibilidad recurren a todo género de compromisos con tal de conservar la vida de sus recién nacidos. Como ha sido dicho ya por mi amigo Elíseo Reclus en su hermoso libro sobre los salvajes, por desgracia insuficientemente conocido, ellos inventan, por esta razón, los días de nacimientos faustos y nefastos, para salvar siquiera la vida de los niños nacidos en los días faustos; tratan de tal modo de posponer la ejecución algunas horas y dicen después que si el niño ya ha vivido un día, está destinado a vivir toda la vida. Oyen los gritos de los niños pequeños como si vinieran del bosque, y aseguran que si se oye tal grito anuncia desgracia para toda la tribu; y puesto que no tienen nodrizas especiales ni casa de expósitos que los ayuden a deshacerse de los niños, cada uno se estremece ante la idea de cumplir la cruel sentencia, y por eso prefieren exponer al niño en el bosque, antes que quitarle la vida por un medio violento. El infanticidio es sostenido, de este modo, por la insuficiencia de conocimientos, y no por crueldad; y en lugar de llenar a los salvajes con sermones, los misioneros harían mucho mejor si siguieran el ejemplo de Venlaminof, quien todos los años, hasta una edad muy avanzada, cruzaba el mar de Ojots en una miserable goleta para visitar a los tunguses y kamchadales, o viajaba, llevado por perros, entre los chukchis, aprovisionándolos de pan y utensilios para la caza. De tal modo consiguió realmente extirpar el infanticidio.

Lo mismo es cierto, también, con respecto al fenómeno que observadores superficiales llamaron parricidio. Acabamos de ver que la costumbre de matar a los viejos no está de ningún modo tan extendida como la han referido algunos escritores. En todos estos relatos hay muchas exageraciones; pero es indudable que tal costumbre se encuentra temporalmente entre casi todos los salvajes, y tales casos se explican por las mismas razones que el abandono de los niños. Cuando el viejo salvaje comienza a sentir que se convierte en una carga para su tribu; cuando todas las mañanas ve que quitan a los niños la parte de alimento que le toca -y los pequeños que no se distinguen por el estoicismo de sus padres, lloran cuando tienen hambre-; cuando todos los días los jóvenes tienen que cargarlo sobre sus hombros para llevarlo por el litoral pedregoso o por la selva virgen, ya que los salvajes no tienen sillones con ruedas para enfermos ni indigentes para lleva tales sillones entonces el viejo comienza a repetir lo que hasta ahora repiten los campesinos viejos de Rusia: Chuyoi viék zaidaiu: pora na pokoi (literalmente: vivo la vida ajena, es hora de irme a descansar). Y se van a descansar. Obra de la misma forma que obra un soldado, en tales casos. Cuando la salvación de un destacamento depende de su máximo avance, y el soldado no puede avanzar más, y sabe que debe morir si queda rezagado, suplica a su mejor amigo que le preste el último servicio antes de que el destacamento avance. Y el amigo descarga, con mano temblorosa, su fusil en el cuerpo moribundo.

 

 

Así obran también los salvajes. El salvaje viejo pide la muerte; él mismo insiste en el cumplimiento de este último deber suyo hacia su tribu. Recibe primero la conformidad de los miembros de su tribu para esto. Entonces él mismo se cava la fosa e invita a todos los congéneres a su último festín de despedida. Así, en su momento, obró su padre, ahora llególe su turno, y amistosamente se despide de todos, antes de separarse de ellos. El salvaje, hasta tal punto considera semejante muerte como el cumplimiento de un deber hacia su tribu, que no sólo se rehúsa a que lo salven de la muerte (como refirió Moffat), sino que ni aun reconoce tal liberación si llegara a realizarse. Así, cuando una mujer que debía morir sobre la tumba de su esposo (en virtud del rito mencionado antes) fue salvada de la muerte por los misioneros y llevada por ellos a una isla, huyó durante la noche, atravesando a nado un amplio estrecho, y se presentó ante su tribu para morir sobre la tumba. La muerte en tales casos se hace para ellos una cuestión de religión. Pero, hablando en general, es tan repulsivo para los salvajes verter sangre fuera de las batallas, que aun en estos casos ninguno de ellos se encarga del homicidio, y por eso recurren, a toda clase de medios indirectos que los europeos no comprendieron y que interpretaron de un modo completamente falso. En la mayoría de los casos dejan en el bosque al viejo que se ha decidido a morir, dándole una porción de comida, mayor que la debida, de la provisión común. ¡Cuántas veces las partidas exploradoras de las expediciones polares hubieron de obrar exactamente del mismo modo cuando no tenían fuerzas para llevar a un camarada enfermo! «Aquí tienes provisiones. Vive todavía algunos días. Tal vez llegue de alguna parte una ayuda inesperada«.

Los sabios de Europa occidental, encontrándose ante tales hechos, se muestran decididamente incapaces de comprenderlos; no pueden reconciliarlos con los hechos que testimonian el elevado desarrollo de la moral tribal, y por eso prefieren arrojar una sombra de duda sobre las observaciones absolutamente fidedignas, referentes a la última, en lugar de buscar explicación para la existencia paralela de un doble género de hechos: la elevada moral tribal y, junto a ella, el homicidio de los padres muy ancianos y los recién nacidos. Pero si los mismos europeos, a su vez, refirieran a un salvaje que personas sumamente amables, afectos a sus niños, y tan impresionables que lloran cuando ven en el escenario de un teatro una desgracia imaginaria, viven en Europa al lado de zaquizamíes donde los niños mueren simplemente por insuficiencia de alimentos, entonces el salvaje tampoco los comprendería. Recuerdo cuán vagamente me empeñé en explicar a mis amigos tunguses nuestra civilización construida sobre el individualismo; no me comprenden y recurrían a las conjeturas más fantásticas. El hecho es que el salvaje educado en las ideas de solidaridad tribal, practicada en todas las ocasiones, malas y buenas, es tan exactamente incapaz de comprender al europeo «moral» que no tiene ninguna idea de tal solidaridad, como el europeo medio es incapaz de comprender al salvaje.

Además, si nuestro sabio tuviera que vivir entre una tribu semihambrienta de salvajes, cuyo alimento total disponible no alcanzara para alimentar algunos días a un hombre, entonces comprendería quizá qué es lo que guía a los salvajes en sus actos. Del mismo modo, si un salvaje viviera entre nosotros y recibiera nuestra «educación«, quizá comprendiera la insensibilidad europea hacia nuestros semejantes y esas comisiones reales que se ocupan de la cuestión de la prevención de las diversas formas legales de homicidio que se practican en Europa. «En casa de piedra, los corazones se vuelven de piedra«, dicen los campesinos rusos; pero el «salvaje» tendría que haber vivido primero en una casa de piedra.

 

 

Observaciones semejantes podrían hacerse también respecto a la antropofagia. Si se toman en cuenta todos los hechos que fueron dilucidados recientemente, durante la consideración de este problema, en la Sociedad Antropológica de París, y también muchas observaciones casuales diseminadas en la literatura sobre los «salvajes«, estaremos obligados a reconocer que la antropofagia fue provocada por la necesidad apremiante; y que sólo bajo la influencia de los prejuicios y de la religión se desarrolló hasta alcanzar las proporciones espantosas que alcanzó en las islas de Fiji y en México, sin ninguna necesidad, cuando se convirtió en un rito religioso.

Es sabido que hasta la época presente muchas tribus de salvajes suelen verse obligadas, de tiempo en tiempo, a alimentarse con carroña casi en completo estado de putrefacción, y en casos de carencia completa de alimentos, algunas tuvieron que violar sepulturas y alimentarse con cadáveres humanos, aun en épocas de epidemia. Tales hechos son completamente fidedignos. Pero si nos trasladamos mentalmente a las condiciones que tuvo que soportar el hombre durante el período glacial, en un clima húmedo y frío, no teniendo a su disposición casi ningún alimento vegetal; si tenemos en cuenta las terribles devastaciones producidas aún hoy por el escorbuto entre los pueblos semisalvajes hambrientos y recordamos que la carne y la sangre fresca eran los únicos medios conocidos por ellos para fortificarse, deberemos admitir que el hombre, que fue primeramente un animal granívoro, se hizo carnívoro, con toda probabilidad, durante el período glacial, en que desde el norte avanzaba lentamente una capa enorme de hielo, y con su hálito frío, agotaba toda la vegetación.

Naturalmente, en aquellos tiempos probablemente había abundancia de toda clase de bestias; pero es sabido que en las regiones árticas las bestias a menudo emprenden grandes migraciones, y a veces desaparecen por completo durante algunos años de un territorio determinado.

Con el avance. de la capa glacial las bestias, evidentemente, se alejaron hacia el sur, como lo hacen ahora los corzos, que huyen, en caso de grandes nevadas, de la orilla norte del Amur a la meridional. En tales casos, el hombre se veía privado de los últimos medios de subsistencia.

Sabemos, además, que hasta los europeos, durante duras experiencias semejantes, recurrieron a la antropofagia; no es de extrañar que recurrieran a ella también los salvajes. Hasta en la época presente suelen verse obligados, temporalmente. a devorar los cadáveres de sus muertos, y en épocas anteriores, en tales casos, se veían obligados a devorar también a los moribundos. Los ancianos morían entonces convencidos de que con su muerte prestaban el último servicio a su tribu. He aquí por qué algunas tribus atribuyen al canibalismo origen divino, representándolo como algo sugerido por orden de un enviado del cielo.

Posteriormente, la antropofagia perdió el carácter de necesidad y se convirtió en una «supervivencia» supersticiosa. Necesario era devorar a los enemigos para heredar su coraje; luego, en una época posterior, con ese propósito sólo se devoraba el corazón del enemigo o sus ojos. Al mismo tiempo, en otras tribus, en las que se había desarrollado un clero numeroso y elaborado una mitología compleja, se inventaron dioses malignos, sedientos de sangre humana, y los sacerdotes exigieron sacrificios humanos para apaciguar a los dioses. En esta fase religiosa de su existencia, el canibalismo alcanzó su forma más repulsiva. México es bien conocido en este sentido como ejemplo, y en las Fiji, donde el rey podía devorar a cualquiera de sus súbditos, encontramos también una casta poderosa de sacerdotes, una compleja teología y un desarrollo complejo del poder ilimitado de los reyes. De tal modo el canibalismo, que nació por la fuerza de la necesidad, se convirtió en un período posterior en institución religiosa, y en esta forma existió durante mucho tiempo, después de haber desaparecido, hacía mucho, entre tribus que indudablemente lo practicaban en épocas anteriores, pero que no alcanzaron la forma religiosa de desarrollo. Lo mismo puede decirse con respecto al infanticidio y al abandono de los padres muy ancianos a los caprichos de la suerte. En algunos casos estos fenómenos se mantuvieron también como supervivencia de tiempos antiguos, en forma de tradición conservada religiosamente.

 

 

Finalmente, citaré aquí todavía una costumbre extraordinariamente importante y generalizada que ha dado motivo, en la literatura, a las conclusiones más erróneas. Me refiero a la costumbre de la venganza de sangre. Todos los salvajes están convencidos de que la sangre vertida debe ser vengada con sangre. Si alguien ha sido herido y su sangre vertida, entonces la sangre del que produjo la herida también debe ser vertida. No se admite excepción alguna a esta regla; se extiende hasta a los animales; si un cazador ha vertido sangre -matando a un oso o a una ardilla-, su sangre debe ser vertida a su vuelta de la caza. Tal es la concepción que hasta ahora se conserva en la Europa occidental con respecto al homicidio.

Mientras el ofensor y el ofendido pertenecen a la misma tribu, el asunto se resuelve muy simplemente: la tribu y las personas afectadas resuelven por sí mismas el asunto. Pero cuando el delincuente pertenece a otra tribu, y esta tribu, por cualquier razón, se rehúsa a dar satisfacción, entonces la tribu ofendida se encarga de la venganza. Los hombres primitivos conciben los actos de cada uno en particular como asuntos de toda su tribu, que han recibido la aprobación de ella y, por eso, estiman a toda la tribu responsable de los actos de cada uno de sus miembros. Debido a esto, la venganza puede caer sobre cualquier miembro de la tribu a que pertenece el ofensor. Pero a menudo sucede que la venganza ha sobrepasado a la ofensa. Con intención de producir sólo una herida, los vengadores pudieron matar al ofensor o herirlo más gravemente de lo que habían supuesto; entonces se produce una nueva ofensa, de la otra parte, que exige una nueva venganza tribal; el asunto se prolonga de este modo, sin fin. Y, por eso, los primitivos legisladores establecían muy cuidadosamente los límites exactos del desquite: ojo por ojo, diente por diente y sangre por sangre. Pero, ¡no más! Es notable, sin embargo, que en la mayoría de los pueblos primitivos, semejantes casos de venganza de sangre son incomparablemente más raros de lo que se podría esperar, a pesar de que en ellos alcanzan un desarrollo completamente anormal, especialmente entre los montañeses, arrojados a la montaña por los inmigrantes extranjeros, como, por ejemplo, en los montañeses del Cáucaso y especialmente entre los dayacos en Borneo. Entre los dayacos -según las palabras de algunos viajeros contemporáneos- se habría llegado a tal punto que un hombre joven no puede casarse ni ser declarado mayor de edad antes de haber traído siquiera una cabeza de enemigo. Así, por lo menos, refirió con todos los detalles cierto Carl Bock. Parece, sin embargo, que los informes publicados al respecto son exagerados en extremo. En todo caso, lo que los ingleses llaman «cazar cabezas» se presenta bajo una luz completamente distinta cuando nos enteramos que el supuesto «cazador» de ningún modo «caza«, y ni siquiera se guía por un sentimiento personal de venganza. Obra de acuerdo con lo que estima una obligación moral hacia su tribu, y por eso obra lo mismo que el juez europeo, que obedeciendo evidentemente al mismo principio falso: «sangre por sangre«, entrega al condenado por él en manos del verdugo.

 

 

Ambos -tanto el dayaco como nuestro juez experimentarían hasta remordimiento de conciencia si por un sentimiento de compasión perdonaran al homicida. He aquí por qué los dayacos, fuera de esta esfera de los homicidios cometidos bajo la influencia de sus concepciones de la justicia, son, según el testimonio ecuánime de todos los que los conocen bien, un pueblo extraordinariamente simpático. El mismo Carl Bock, que hizo tan terrible pintura de la «caza de cabezas», escribe:

«En cuanto a la moral de los dayacos, debo asignarles el elevado lugar que merecen en el concierto de los otros pueblos… El pillaje y el robo son completamente desconocidos entre ellos. Se distinguen también por una gran veracidad… Si no siempre llegué a obtener de ellos ‘toda la verdad‘, sin embargo, nunca les oí decir nada salvo la verdad. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de los malayos«… (págs. 209 y 210).

El testimonio de Bock es corroborado totalmente por Ida Pfeiffer: «comprendí plenamente -escribió ésta- que continuaría con placer viajando entre ellos. Generalmente los hallaba honestos, buenos y modestos… en grado bastante mayor que cualquiera de los otros pueblos que yo conocía«. Stoltze, hablando de los dayacos, usa casi las mismas expresiones. Habitualmente los dayacos no tienen más que una sola esposa, y la tratan bien. Son muy sociables, y todas las mañanas el clan entero va en partidas numerosas a pescar, a cazar o a realizar sus labores de huerta. Sus aldeas se componen de grandes chozas, en cada una de las cuales se alojan alrededor de una docena de familias, y a veces un centenar de hombres, y todos ellos viven entre sí muy pacíficamente. Con gran respeto tratan a sus esposas Y aman mucho a sus hijos; cuando alguno enferma, las mujeres lo cuidan por turno. En general, son muy moderados en la comida y en la bebida. Tales son los dayacos en su vida cotidiana real.

Citar más ejemplos de la vida de los salvajes significaría solamente repetir, una y otra vez, lo que se ha dicho ya. Dondequiera que nos dirijamos, hallamos por doquier las mismas costumbres sociales, el mismo espíritu comunal. Y cuando tratamos de penetrar en las tinieblas de los siglos pasados, vemos en ellos la misma vida tribal, y las mismas uniones de hombres, aunque muy primitivas, para el apoyo mutuo. Por esto Darwin tuvo perfecta razón cuando vio en las cualidades sociales de los hombres la principal fuerza activa de su desarrollo máximo, y los expositores de Darwin de ningún modo tienen razón cuando afirman lo contrario.

«La debilidad comparativa del hombre y la poca velocidad de sus movimientos – escribió-, y también la insuficiencia de sus armas naturales, etcétera, fueron más que compensadas en primer lugar por sus facultades mentales (las que, como observó Darwin en otro lugar, se desarrollaron principalmente, o casi exclusivamente, en interés de la sociedad); y en segundo lugar, por sus cualidades sociales, en virtud de las cuales prestó ayuda. «

En el siglo XVIII estaba en boga idealizar «a los salvajes» y la «vida en estado natural«. Ahora los hombres de ciencia han caído en el extremo opuesto, en especial desde que algunos de ellos, pretendiendo demostrar el origen animal del hombre, pero no conociendo la sociabilidad de los animales, comenzaron a acusar a los salvajes de todas las inclinaciones «bestiales» posibles e imaginables. Es evidente, sin embargo, que tal exageración es más científica que la idealización de Rousseau. El hombre primitivo no puede ser considerado como ideal de virtud ni como ideal de «salvajismo«. Pero tiene una cualidad elaborada y fortificada por las mismas condiciones de su dura lucha por la existencia: identifica su propia existencia con la vida de su tribu; y, sin esta cualidad, la humanidad nunca hubiera alcanzado el nivel en que se encuentra ahora.

Los hombres primitivos, como hemos dicho antes, hasta tal punto identifican su vida con la vida de su tribu, que cada uno de sus actos, por más insignificante que sea en si mismo, se considera como un asunto de toda la tribu.

Toda su conducta está regulada por una serie completa de reglas verbales de decoro, que son fruto de su experiencia general, con respecto a lo que debe considerarse bueno o malo; es decir, beneficioso o pernicioso para su propia tribu. Naturalmente, los razonamientos en que están basadas estas reglas de decencia suelen ser, a veces, absurdos en extremo. Muchos de ellos tienen su principio en las supersticiones.

 

 

En general, haga lo que haga un salvaje sólo ve las consecuencias más inmediatas de sus hechos; no puede prever sus consecuencias indirectas y más lejanas; pero en esto sólo exageran el error que Bentham reprochaba a los legisladores civilizados. Podemos encontrar absurdo el derecho común de los salvajes, pero obedecen a sus prescripciones, por más que les sean embarazosas. Las obedecen más ciegamente aún de lo que el hombre civilizado obedece las prescripciones de sus leyes. El derecho común del salvaje es su religión; es el carácter mismo de su vida. La idea del clan está siempre presente en su mente; y por eso las autolimitaciones y el sacrificio en interés del clan es el fenómeno más cotidiano. Si el salvaje ha infringido algunas de las reglas menores establecidas por su tribu, las mujeres lo persiguen con sus burlas. Si la infracción tiene carácter más serio, lo atormenta entonces, día y noche, el miedo de haber atraído la desgracia sobre toda su tribu, hasta que la tribu lo absuelve de su culpa. Si el salvaje accidentalmente ha herido a alguien de su propio clan, y de tal modo ha cometido el mayor de los delitos, se convierte en hombre completamente desdichado: huye al bosque y está dispuesto a terminar consigo si la tribu no lo absuelve de la culpa, provocándole algún dolor físico o vertiendo cierta cantidad de su propia sangre. Dentro de la tribu todo es distribuido en común; cada trozo de alimento, como hemos visto, se reparte entre los presentes; hasta en el bosque el salvaje invita a todos los que desean compartir su comida.

Hablando con más brevedad, dentro de la tribu, la regla: «cada uno para todos«, reina incondicionalmente hasta que el surgimiento de la familia separada empieza a perturbar la unidad tribal. Pero esta regla no se extiende a los clanes o tribus vecinas, ni siquiera si se han aliado para la defensa mutua. Cada tribu o clan representa una unidad separada. Así como entre los mamíferos y las aves, el territorio no queda indiviso, sino que es repartido entre familias separadas, del mismo modo se le distribuye entre las tribus separadas y, exceptuando épocas de guerra, estos límites se observan religiosamente. Al penetrar en territorio vecino, cada uno debe mostrar que no tiene malas intenciones; cuanto más ruidosamente anuncia su aproximación, tanto más goza de confianza; si entra en una casa, debe entonces dejar su hacha a la entrada. Pero ninguna tribu está obligada a compartir sus alimentos con otras tribus; libre es de hacerlo o no. Debido a esto, toda la vida del hombre primitivo se descompone en dos géneros de relaciones, y debe ser considerada desde dos puntos de vista éticos: las relaciones dentro de la tribu y las relaciones fuera de ella; y (como nuestro derecho internacional) el derecho «intertribal» se diferencia mucho del derecho tribal común.

Debido a esto, cuando se llega hasta la guerra entre dos tribus, las crueldades más indignantes hacia el enemigo pueden ser consideradas como algo merecedor del mayor elogio.

Tal doble concepción de la moral atraviesa, por otra parte, todo el desarrollo de la humanidad, y se ha conservado hasta los tiempos presentes. Nosotros, europeos, hemos hecho algo -no mucho, en todo caso- para apartamos de esta doble moral; pero necesario es, también, decir que si hasta un cierto grado hemos extendido nuestras ideas de solidaridad -por lo menos en teoría- a toda la nación, y a veces también a otras naciones, al mismo tiempo hemos debilitado los lazos de solidaridad dentro de nuestra nación y hasta dentro de nuestra misma familia.

La aparición de las familias separadas dentro del clan perturbó de manera inevitable la unidad establecida. La familia aislada conduce, inevitablemente, a la propiedad privada y a la acumulación de riqueza personal. Hemos visto, sin embargo, cómo los esquimales tratan de obviar los inconvenientes de este nuevo principio en la vida tribal.

 

Tribu Mojave

 

En un desarrollo más avanzado de la humanidad, la misma tendencia toma nuevas formas: y seguir las huellas de las diferentes instituciones vitales (las comunas aldeanas, guildas, etc.), con ayuda de las cuales las masas populares se empeñaron en mantener la unidad tribal, a pesar de las influencias que se habían empeñado en destruirla, constituiría una de las investigaciones más instructivas. Por otra parte, los primeros rudimentos de conocimientos aparecidos en épocas extremadamente lejanas, en que se confundían con la hechicería, también se hicieron en manos del individuo una fuerza que podía dirigirse contra los intereses de la tribu. Estos rudimentos de conocimientos se conservaban entonces en gran secreto, y se transmitían solamente a los iniciados en las sociedades secretas de hechiceros, shamanes y sacerdotes que encontramos en todas las tribus decididamente primitivas. Además, al mismo tiempo, las guerras e incursiones creaban el poder militar y también la casta de los guerreros, cuyas asociaciones y «clubs» poco a poco adquirieron enorme fuerza. Pero con todo, nunca, en ningún período de la vida de la humanidad, las guerras fueron la condición normal de la vida.

Mientras los guerreros se destruían entre sí, y los sacerdotes glorificaban estos homicidios, las masas populares proseguían llevando la vida cotidiana y haciendo su trabajo habitual de cada día. Y seguir esta vida de la masa, estudiar los métodos con cuya ayuda mantuvieron su organización social, basada en sus concepciones de la igualdad, de la ayuda mutua y del apoyo mutuo -es decir, su derecho común-, aun entonces, cuando estaban sometidos a la teocracia o aristocracia más brutal en el gobierno, estudiar esta faz del desarrollo de la humanidad es muy importante actualmente para una verdadera ciencia de la vida.

 

FIN CAPITULO III

 

 

 

 


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