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El texto fundacional del anarquismo científico. ‘El apoyo mutuo. Un factor de la evolución’, de Piotr Kropotkin
La moral anarquista y el empeño de construir otro mundo sin explotación aparecen a partir de la publicación de ‘El apoyo mutuo. Un factor de la evolución’, de Piotr Kropotkin, como lo más razonable que puede imaginarse.
Este 8 de febrero se cumple un siglo exacto del fallecimiento en Dmítrov, localidad próxima a Moscú, de Piotr Kropotkin. Había regresado a su patria cuatro años antes, con la esperanza de contribuir a la revolución que se vislumbraba en el horizonte, pero la deriva autoritaria que ésta fue tomando amargó el fin de sus días. En este enlace puede leerse el programa de los actos que durante estas semanas van a celebrarse en Asturias para conmemorar la efemérides. Breves aproximaciones a su biografía pueden encontrarse aquí y aquí.
La gestación de un clásicoKropotkin tiene dieciséis años en 1859, cuando Charles Darwin publica El origen de las especies, y tras una temprana lectura que le entusiasma, nunca va a esconder su admiración por una obra que echa por tierra los relatos míticos de la religión con sólidos argumentos y arroja luz racional sobre la historia de la vida y el origen del hombre. Tras la muerte del inglés en 1882, nuestro ruso le dedica un obituario en su revista Le Révolté, que pone de manifiesto su devoción y respeto.
La idea de la selección natural le parece a Kropotkin perfectamente adecuada como motor de la evolución de los organismos, pero cuando T. H. Huxley, un discípulo de Darwin, publica una serie de artículos presentando los procesos naturales como una “jungla” dominada por la lucha de todos contra todos, en la que sólo impera una brutal inmoralidad, siente que esa visión está profundamente errada y va de frente contra su proyecto de dotar al anarquismo de una base ética fundamentada en la propia evolución biológica. Por todo ello, decide contraatacar. Sus experiencias en Siberia y otros lugares, y sus lecturas sobre zoología, le mostraban que el apoyo mutuo es un factor esencial en el progreso de la vida, y hay que decir además que en 1883, durante su encarcelamiento en Francia, había leído a Karl Kessler, un zoólogo ruso que defendía y argumentaba esto mismo. Los artículos en los que Kropotkin responde a Huxley aparecieron entre 1890 y 1896 en la revista inglesa The Nineteenth Century, y en 1902 fueron reunidos en un volumen titulado: Mutual Aid. A Factor of Evolution.
Tabla de contenidos
La solidaridad entre los animales
El libro lleva una introducción, destinada sobre todo a explicar el plan y la historia de la obra y a recordar a los precursores de las ideas que expone. Se clarifica además un concepto que va a ser esencial: la “lucha por la existencia”, que según el mismo Darwin debe entenderse en un sentido amplio, incluyendo no sólo la lucha de los individuos de una especie entre ellos para sobrevivir, sino también la de todo el grupo contra los obstáculos naturales o las otras especies, la cual no excluye, como se verá, la colaboración como instrumento eficaz para la supervivencia.
Los dos primeros capítulos están dedicados al reino animal, en el que el autor observa que: “A pesar de que entre diferentes especies, y en particular entre diferentes clases de animales, en proporciones sumamente vastas, se sostienen la lucha y el exterminio, se observa al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua y la protección mutua entre los animales pertenecientes a la misma especie, o por lo menos, a la misma sociedad. La sociabilidad es una ley de la naturaleza tanto como lo es la lucha”. No hay que olvidar además, a la hora de aquilatar la magnitud de “la lucha y el exterminio”, que hay gran cantidad de herbívoros, cuya violencia sobre otros animales es mucho menor.
Kropotkin recuerda sus observaciones en Siberia, donde frente a una naturaleza extremadamente hostil, muchos seres sobreviven gracias a estrategias de colaboración que han desarrollado, pero los ejemplos se multiplican en diferentes regiones. Entre los invertebrados no sólo las archiconocidas hormigas, abejas y termitas aportan modelos soberbios de vida social armoniosa, sino que también escarabajos (Necrophorus) o cangrejos (Limulus), demuestran ser capaces de dedicar mucho tiempo a ayudar a congéneres en apuros. Una infinidad de situaciones pone de manifiesto cómo, a la hora de intentar sobrevivir, “la unión hace la fuerza”.
Entre las aves, se destacan las rapaces que se congregan para la caza y luego comparten amigablemente la presa cobrada, o los pelícanos que pescan en bandadas, pero los comportamientos sociales son muy comunes, y se citan numerosos casos en que una bien organizada defensa en grupo pone en fuga a enemigos poderosos, sin olvidar los hermosos ejemplos de solidaridad y trabajo en equipo que se dan durante las migraciones. Entre los mamíferos no es menor la intensidad de la vida social, como se describe en detalle; colaboración para la caza, pero también para afrontar peligros naturales.
Se analizan las causas por las que la superpoblación no es demasiado común en la naturaleza: variación de las condiciones ambientales, enfermedades, presión de los depredadores, etc., con lo que la competencia a muerte por el alimento, dentro de una misma especie, es relativamente rara, en contra de lo defendido por algunos darwinistas.
A fin de cuentas, lo que mejor garantiza la supervivencia de un grupo biológico y el gran factor de la evolución resulta ser, no la competencia entre sus miembros, sino la búsqueda de alternativas a ésta por medio de la colaboración, la solidaridad y el apoyo mutuo, y esto se observa a través de todas las ramificaciones del reino animal.
La solidaridad en las culturas humanas primitivas
La etnografía aporta valiosos datos para saber cómo era la existencia de nuestros antepasados, y permite concluir que la forma social dominante en los orígenes de la especie humana no era la familia, sino una agrupación más amplia, la tribu, lo que concuerda con lo que afirman por su parte los prehistoriadores. El libro repasa las costumbres de bosquimanos, hotentotes, aborígenes australianos, papúes (“la tierra es de dominio común, pero sus frutos pertenecen al que los ha cultivado”), fueguinos y esquimales, que muestran la sociabilidad de todos ellos y su afán por ayudarse mutuamente dentro de los grupos tribales en que están organizados.
El comunismo es frecuente en todos estos pueblos, y el que acumula algo suele hallar placer en repartirlo. Por otra parte, la existencia de infanticidio, parricidio y antropofagia, que se han descrito también, suelen ser recursos extremos ante una grave escasez de alimentos. La conclusión global es que en esta fase de la humanidad, el individuo se identifica con su tribu, y sólo en ella encuentra sentido a su vida. Este “uno para todos” comienza a resquebrajarse cuando la familia se impone como unidad básica, en un tiempo que estará caracterizado ya por la propiedad privada y la riqueza personal.
La solidaridad en las edades Antigua y Media
Los estratos más antiguos de la historia están marcados por el nacimiento de ciudades, el surgir de imperios y las guerras en que éstos se disputan la supremacía, pero Kropotkin destaca la pervivencia, a través de estas edades, de una unidad social que preserva el espíritu de la tribu y desafía los nuevos esquemas. Es la “comuna aldeana”, que puede reconocerse hasta épocas recientes en amplias regiones de todos los continentes, y puede definirse como “una asociación de familias que se consideran originarias de una raíz común y poseen en común una cierta tierra”. Esta entidad librará una dura lucha con los estados que van a ir surgiendo, y en muchos casos sucumbirá, pero sorprende la cantidad de ejemplos que muestran su vigor, heredero del espíritu de la vieja tribu.
Kropotkin sintetiza los estudios según los cuales la potestad militar, concedida para la defensa de la comunidad, acaba engendrando sumisión a una autoridad y pone las bases de la estructura feudal. Sin embargo, establecida ésta, asistimos enseguida en el caso de Europa a rebeliones que crean “ciudades libres” por toda su geografía, y al florecimiento por doquier de guildas y hermandades, en las que pervive el espíritu comunitario. De esta forma, la Edad Media está marcada por las luchas de las urbes y sus gremios contra los señores que tratan de imponerse sobre ellas. Sólo a finales del siglo XV los estados se consolidan como centros de poder absoluto y, con el soporte ideológico de la religión, echan por tierra los logros comunitarios de las ciudades.
La solidaridad en la Edad Moderna
La estructura vertical e individualista impuesta en Europa con el auge de los estados nacionales no consigue sin embargo destruir las comunas aldeanas, y Kropotkin describe abundantes ejemplos de las que perviven en Gran Bretaña, Suiza, Francia o Alemania, así como de otras de nueva creación en el Imperio ruso. Al desaparecer las trabas que limitaban su funcionamiento, se observa además que estas formas de propiedad comunitaria entran en fase de expansión por doquier.
Por su parte, la nueva clase social, el proletariado, ve con claridad que sólo podrá encauzar la lucha contra sus explotadores a través de la ayuda y el apoyo mutuos. Surgen así sindicatos en todos los países, dotados de una asombrosa capacidad para resistir la dura represión de que son objeto. Paralelamente a esto, en todas las esferas de la vida nacen y se desarrollan asociaciones cooperativas que muestran una capacidad óptima para alcanzar sus objetivos. En la sociedad capitalista, el ser humano no deja de buscar, como siempre hizo, la solidaridad del otro para hacer progresar su libertad.
Tras unas páginas de conclusiones, la obra viene enriquecida con diecinueve apéndices que aportan nuevos datos y reflexiones sobre los asuntos tratados a lo largo de toda ella.
La solidaridad como argumento científico
El anarquismo, que había nacido como proyecto emancipador para una sociedad fraternal y libremente federada, era frecuentemente denostado en la época en que se publica El apoyo mutuo. Un factor de la evolución como algo utópico, completamente ajeno a la realidad, obtuso y risible. Sin embargo, después de la plétora de información presentada en esta obra, cualquiera puede deducir cómo el denigrado proyecto enraíza en los datos más sólidos de la biología y la historia. La moral anarquista y el empeño de construir otro mundo sin explotación aparecen a partir de ese momento como lo más razonable que puede imaginarse.
Hay que decir que tras publicar El apoyo mutuo, Kropotkin sigue trabajando en los problemas analizados en el libro. En una serie de artículos que ven la luz en la década de 1910, va a ensayar una síntesis imposible entre darwinismo y lamarckismo, para perfilar una vía evolutiva que no requiera condiciones de superpoblación. Años después, en su monumental Ética, profundizará en la fundamentación de la moral humana como un legado de la biología, expresado en conceptos como filantropía y solidaridad, labor que la muerte vino a interrumpir hace justo cien años.
En el siglo XX, las ideas de El apoyo mutuo siguen desarrollándose, y cristalizan en los avances más revolucionarios de la biología evolucionista. En esta línea, la “endosimbiosis seriada” de Lynn Margulis permite explicar el origen del elemento esencial de la vida, la célula eucariota, por medio de un “reagrupamiento” de bacterias que vivían previamente dispersas. Puede decirse, según esto, que en este hito decisivo de su historia, la vida evoluciona por asociación y colaboración, y no por destrucción. La teoría de la simbiogénesis, defendida por esta misma autora, postula que los organismos son capaces de originar nuevas especies compartiendo y recombinando su ADN, lo cual ha podido ser demostrado ya en algunos casos concretos.
Análisis del pasado para construir el futuro
Tras la lectura de El apoyo mutuo, una de las impresiones más fuertes que nos quedan es la de la absoluta actualidad de todo lo que se nos ha descrito. En esta era de dominio neoliberal, los ideólogos del pensamiento único se afanan cada día por convencernos de que los males del mundo son inevitables al estar en el propio ADN de la vida. Según ellos, desigualdad, injusticia, guerra, ruina y expolio son a modo de “condiciones naturales de la existencia” y poca cosa podemos hacer por mitigarlos. “Las mariposas hacen lo mismo”, vienen a decir, y se impone una sufrida conformidad ante el desastre cotidiano.
Contra esta insidiosa falsedad tan repetida, que impregna la mentalidad dominante en nuestros días, la exuberante acumulación de datos que Kropotkin nos suministra en El apoyo mutuo tiene el poder de deleitarnos con la hermosa variedad de “Eros” en todos los escenarios de la vida y de la historia humana. “Thánatos” nunca deja de acechar, pero somos nosotros los llamados, en este preciso instante, a afrontar un futuro que está por escribir.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
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El apoyo mutuo. Un factor de la evolución
INTRODUCCIÓN A LA TERCERA EDICION EN ESPAÑOL
El apoyo mutuo es la obra más representativa de la personalidad intelectual de Kropotkin. En ella se encuentran expresados por igual el hombre de ciencia y el pensador anarquista; el biólogo y el filósofo social; él historiador y el ideólogo. Se trata de un ensayo enciclopédico, de un género cuyos últimos cultores fueron positivistas y evolucionistas. Abarca casi todas las ramas del saber humano, desde la zoología a la historia social, desde la geografía a la sociología del arte, puestas al servicio de, una tesis científico-filosófica que constituye, a su vez, una particular interpretación del evolucionismo darwiniano.
Puede decirse que dicha tesis llega a ser el fundamento de toda su filosofía social y política y de todas sus doctrinas e interpretaciones de la realidad contemporánea Como gozne entre aquel fundamento y estas doctrinas se encuentra una ¿tica de la expansión vital.
Para comprender el sentido de la tesis básica de El apoyo mutuo es necesario partir del evolucionismo darwiniano al cual se adhiere Kropotkin, considerándolo la última palabra de la ciencia moderna.
Hasta el siglo XIX los naturalistas tenían casi por axioma la idea de la fijeza e inmovilidad de las especies biológicas: «Tot sunt species quot a principio creavit infinitum ens«. Aún en el siglo XIX, el más célebre de los cultores de la historia natural, el hugonote Cuvier, seguía impertérrito en su fijismo. Pero ya en 1809 Lamarck, en su Filosofía zoológica defendía, con gran escándalo de la Iglesia y de la Academia, la tesis de que las especies zoológicas se transforman, en respuesta a una tendencia inmanente, de su naturaleza y adaptándose al medio circundante. Hay en cada animal un impulso intrínseco (o «conato«) que lo lleva a nuevas adaptaciones y lo provee de nuevos órganos, que se agregan a su fondo genético y se transmiten por herencia. A la idea del impuso intrínseco y la formación de nuevos órganos exigidos por el medio ambiente se añade la de la transmisión hereditaria. Tales ideas, a las que Cuvier oponía tres años más tarde, en su Discurso sobre las revoluciones del globo, la teoría de las catástrofes geológicas y las sucesivas creaciones [1], encontró indirecto apoyo en los trabajos del geólogo inglés, Lyell, quién, en sus Principios de geología demostró la falsedad del catastrofismo de Cuvier, probando que las causas de la alteración de la superficie del planeta no son diferentes hoy que en las pasadas eras [2].
Lamarck desciende filosóficamente de la filosofía de la Ilustración, pero no ha desechado del todo la teleología. Para él hay en la naturaleza de los seres vivos una tendencia continua a producir organismos cada vez más complejos [3]. Dicha tendencia actúa en respuesta a exigencias del medio y no sólo crea nuevos caracteres somáticos sino que los transmite por herencia. Una voluntad inconsciente y genérica impulsa, pues, el cambio según una ley general que señala el tránsito de lo simple a lo complejo. Está ley servirá de base a la filosofía sintética de Spencer. Pese a la importancia de la teoría de Lamarck en la historia de la ciencia y aun de la filosofía, ella estaba limitada por innegables deficiencias. Lamarck no aportó muchas pruebas a sus hipótesis; partió de una química precientífica; no consideró la evolución sino como proceso lineal. Darwin, en cambio, sé preocupó por acumular, sobre todo a través de su viaje alrededor del mundo, en el Beagle un gran cúmulo de observaciones zoológicas y botánicas; se puso al día con la química iniciada por Lavoisier (aunque ignoró la genética fundada por Mendel) y tuvo de la evolución un concepto más amplio y, complejo. Desechó toda clase de teleologismo y se basó, en supuestos estrictamente mecanicistas. Sus notas revelan que tenía conciencia de las aplicaciones materialistas de sus teorías biológicas. De hecho, no sólo recibió la influencia de su abuelo Erasmus Darwin y la del geólogo Lyell sino también las del economista Adam Smith, del demógrafo Malthus y del filósofo Comte [4]. En 1859 publicó su Origen de las especies que logró pronto universal celebridad; doce años más tarde sacó a la luz La descendencia del hombre [5]. Darwin acepta de Lamarck la idea de adaptación al medio, pero se niega a admitir la de la fuerza inmanente que impulsa la evolución. Rechaza, en consecuencia, toda posibilidad de cambios repentinos y sólo admite una serie de cambios graduales y accidentales. Formula, en sustitución del principio lamarckiano del impulso inmanente, la ley de la selección natural [6]. Partiendo de Malthus, observa que hay una reproducción excesiva de los vivientes, que llevaría de por si a que cada especie llenara toda la tierra. Si ello no sucede es porque una gran parte de los individuos perecen. Ahora bien, la desaparición de los mismos obedece a un proceso de selección. Dentro de cada especie surgen innúmeras diferencias; sólo sobreviven aquellos individuos cuyos caracteres diferenciales los hacen más aptos para adaptarse al medio. De tal manera, la evolución aparece como un proceso mecánico, que hace superflua toda teleología y toda idea de una dirección y de una meta. Esta ley básica de la selección natural y la supervivencia del más apto (que algunos filósofos contemporáneos, como Popper, consideran mera tautología) comparte la idea de la lucha por la vida (struggle for life) [7]. Ésta se manifiesta principalmente entre los individuos de una misma especie, donde cada uno lucha por el predominio y por el acceso a la reproducción (selección sexual).
Herbert Spencer, quien, antes de Darwin, había esbozado ya el plan de un vasto sistema de filosofía sintética, extendió la idea de la evolución, por una parte, a la materia inorgánica (Primeros Principios 1862, II Parte) y, por otra parte, a la sociedad y la cultura (Principios de Sociología, 1876-1896). Para él, la lucha por la vida y la supervivencia. del más apto (expresión que usaba desde 1852), representan no solamente, el mecanismo por el cual la vida se transforma y evoluciona, sí no también la única vía de todo progreso humano [8]. Sienta así las bases de lo que se llamará el darwinismo social, cuyos dos hijos, el feroz capitalismo manchesteriano y el ignominioso racismo fueron tal vez más lejos de lo que aquel pacífico burgués podía imaginar. Th. Huxley, discípulo fiel de Darwin, publica, en febrero de 1888, en, la revista The Níneteenth Century, un artículo que como su mismo título indica, es todo un manifiesto del darwinismo social: The Struggle for life. A Programme [9]. Kropotkin queda conmovido por este trabajo, en el cual ve expuestas las ideas sociales contra las que siempre había luchado, fundadas en las teorías científicas a las que consideraba como culminación, del pensamiento biológico contemporáneo. Reacciona contra él y, a partir de 1890, se propone refutarlo en una serie de artículos, que van apareciendo también en The Nineteenth Century y que más tarde amplía y complementa, al reunirlos en un volumen titulado El apoyo mutuo. Un factor de la evolución.
Un camino para refutar a Huxley y al darwinismo social hubiera sido seguir los pasos de Russell Wallace, quien pone el cerebro del hombre, al margen de la evolución. Hay que tener en cuenta que este ilustre sabio, que formuló su teoría de la evolución de las especies casi al mismo tiempo que Darwin, al hacer un lugar aparte para la vida moral e intelectual del ser humano, sostenía que desde el momento en que éste llegó a descubrir el fuego, entró en el campo de la cultura y dejo de ser afectado por la selección natural [10]. De este modo Wallace se sustrajo, mucho más que Darwin o Spencer, al prejuicio racial [11]. pero Kropotkin, firme en su materialismo, no podía seguir a Wallace, quien no dudaba en postular la intervención de Dios para explicar las características del cerebro y la superioridad moral e intelectual del hombre.
Por otra parte, como socialista y anarquista, no podía en, modo alguno cohonestar las conclusiones de Huxley, en las que veía sin duda un cómodo fundamento para la economía del irrestricto «laissez faire» capitalista, para las teorías racistas de Gobineau (cuyo Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas había sido publicados ya en 1855), para el malthusianismo, para las elucubraciones falsamente individualistas de Stirner y de Nietzsche.
Considera, pues, el manifiesto huxleyano como una interpretación unilateral y, por tanto, falsa de la teoría darwinista del «struggle for life» y le propone demostrar que, junto al principio de la lucha (de cuya vigencia no duda), se debe tener en cuenta otro, más importante que aquél para explicar la evolución de los animales y el progreso del hombre. Este principio es el de la ayuda mutua entre los individuos de una misma especie (y, a veces, también entre las de especies diferentes). El mismo Darwin había admitido este principio. En el prólogo a la edición de 1920 de El apoyo mutuo, escrito pocos meses antes de su muerte, Kropotkin manifiesta su alegría por el hecho de que el mismo Spencer reconociera la importancia de «la ayuda mutua y su significado en la lucha por la existencia«. Ni Darwin ni Spencer le otorgaron nunca, sin embargo, el rango que le da Kröpotkin al ponerla al mismo nivel (cuando no por encima) de la lucha por la vida como factor de evolución.
Tras un examen bastante minucioso de la conducta de diferentes especies animales, desde los escarabajos sepultureros y los cangrejos de las Molucas hasta los insectos sociales (hormigas, abejas etc.), para lo cual aprovecha las investigaciones de Lubbock y Fabre; desde el grifo-hálcón del Brasil hasta el frailecico y el aguzanieves desde cánidos, roedores, angulados y rumiantes hasta elefantes, jabalíes, morsas y cetáceos; después de haber descripto particularmente los hábitos de los monos que son, entre todos los animales «los más próximos al hombre por su constitución y por su inteligencia«, concluye que en todos los niveles de la escala zoológica existe vida social y que, a medida que se asciende en dicha escala, las colonias o sociedades animales se tornan cada vez más conscientes, dejan de tener un mero alcance fisiológico y de fundamentarse en el instinto, para llegar a ser, al fin, racionales. En lugar de sostener, como Huxley, que la sociedad humana nació de un pacto de no agresión, Kropotkin considera que ella existió desde siempre y no fue creada por ningún contrato, sino que fue anterior inclusive a la existencia de los individuos. El hombre, para él, no es lo que es sino por su sociabilidad, es decir, por la fuerte tendencia al apoyo mutuo y a la convivencia permanente. Se opone así al contractualismo, tanto en la versión pesimista de Hobbes (honro homini lupus), que fundamenta el absolutismo monárquico, cómo en la optimista de Rousseau, sobre la cual se considera basada la democracia liberal.
Para Kropotkin igual que par Aristóteles, la sociedad es tan connatural al hombre como el lenguaje. Nadie como el hombre merece el apelativo de «animal social» (dsóon koinonikón).
Pero a Aristóteles se opone al no admitir la equivalencia que éste establece entre «animal social» y «animal político» (dsóon politikón). Según Kropotkin, la existencia del hombre depende siempre de una coexistencia. El hombre existe para la sociedad tanto como la sociedad para el hombre. Es claro, por eso que su simpatía por Nietzsche no podía ser profunda.
Considera al nietzscheanismo, tan de moda en su época como en la nuestra, «uno de los individualismos espúreos«. Lo identifica en definitiva con el individualismo burgués, «que sólo puede existir bajo la condición de oprimir a las masas y del lacayismo, del servilismo hacia la tradición, de la obliteración de la individualidad dentro del propio opresor, como en seno de la masa oprimida» [12]. Aun a Guyau, ese Nietzsche francés cuya moral sin obligación ni sanción encuentra tan cercana a la ética anarquista, le reprocha el no haber comprendido que la expansión vital a la cual aspira es ante todo lucha por la justicia y la Libertad del pueblo. Con mayor fuerza todavía se opone al solipsismo moral y al egotismo trascendental de Stirner, que considera «simplemente la vuelta disimulada a la actual educación del monopolio de unos pocos» y el derecho al desarrollo «para las minorías privilegiadas«.
Sin dejar de reconocer, pues, que la idea de la lucha por la vida, tal como la propusieron Darwin y Wallace, resulta sumamente fecunda, en cuanto hace posible abarcar una gran cantidad de hechos bajo un enunciado general, insiste en que muchos darwinistas han restringido aquella idea a límites excesivamente estrechos y tienden a interpretar el mundo de los animales como un sangriento escenario de luchas ininterrumpidas entre seres siempre hambrientos y ávidos de sangre. Gracias a ellos la literatura moderna se ha llenado con el grito de «vae victis» (¡ay de los vencidos!), grito que consideran como la última palabra de la ciencia biológica. Elevaron la lucha sin cuartel a la condición de principio y ley de la biología y pretenden que a ella se subordine el ser humano.
Mientras tanto, Marx consideraba que el evolucionismo darwiniano, basado en la lucha por la vida, formaba parte de la revolución social [13] y, al mismo tiempo, los economistas manchesterianos lo tenían como excelente soporte científico para su teoría de la libre competencia, en la cual la lucha de todos contra todos (la ley de la selva) representa el único camino hacia, la prosperidad. Kropotkin coincide con Marx y Engels en que el darwinismo dio un golpe de gracia a la teleología. Al intento de aprovechar para los fines de la revolución social la idea darwinista de la vida (interpretada como lucha de clases) le asigna relativa importancia. Por otra parte, como Marx, ataca a Malthus, cuyo primer adversario de talla había sido Godwin, el precursor de Proudhon y del anarquismo.
Pero la decidida oposición al malthusianismo, que propicia la muerte masiva de los pobres por su inadaptación al medio, y la lucha contra Huxley, que no encuentra otro factor de evolución fuera de la perenne lucha sangrienta, no significan que Kropotkin se adhiera a una visión idílica de la vida animal y humana ni que se libre, como muchas veces se ha dicho, a un optimismo desenfrenado e ingenuo. Como naturalista y hombre de ciencia está lejos de los rosados cuadros galantes y festivos del rococó, y no comparte simple y llanamente la idea del buen salvaje de Rousseau. Pretende situarse en un punto intermedio entre éste y Huxley. El error de Rousseau consiste en que perdió de vista por completo la lucha sostenida con picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter opuesto; pero ni el optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser aceptados como una interpretación desapasionada y científica de las naturaleza.
El ilustre biólogo Ashley Montagu escribe a este respecto: «Es error generalizado creer que Kropotkin se propuso demostrar que es la ayuda mutua y no la selección natural o la competencia el principal o único factor que actúa en el proceso evolutivo«. En un libro de genética publicado recientemente por una gran autoridad en la materia, leemos: «El reconocer la importancia que tiene la cooperación y la ayuda mutua en la adaptación no contradice de ninguna manera la teoría de la selección natural, según interpretaron Kropotkin y otros«. Los lectores de El apoyo mutuo pronto percibirán hasta qué punto es injusto este comentario. Kropotkin no considera que la ayuda mutua contradice la teoría de la selección natural. Una y otra vez llama la atención sobre el hecho de que existe competencia en la lucha por la vida (expresión que critica acertadamente con razones sin duda aceptables para la mayor parte de los darwinistas modernos), una y otra vez destaca la importancia de la teoría de la selección natural, que señala como la más significativa del siglo XIX.
Lo que encuentra inaceptable y contradictorio es el extremismo representado por Huxley en su ensayo «Struggle for Existence Manifesto«, y así lo demuestra al calificarlo de «atroz» en sus Memorias [14]. En efecto, en Memorias de un revolucionario relata: «Cuando Huxley, queriendo luchar contra el socialismo, publicó en 1888 en Nineteenth Century, su atroz articulo «La lucha por la existencia es todo un programa«, me decidí a presentar en forma comprensible mis objeciones a su modo de entender la referida lucha, lo mismo entre los animales que entre los hombres, materiales que estuve acumulando durante seis años» [15]. El propósito no tuvo calurosa acogida entre los hombres de ciencia amigos, ya que la interpretación de «la lucha por la vida como sinónimo de ¡ay de los vencidos!«, elevado al nivel de un imperativo de la naturaleza, se había convertido casi en un dogma. Sólo dos personas apoyaron la rebeldía de Kropotkin contra el dogma y la «atroz» interpretación huxleyana: James Knowles, director de la revista Nineteenth Century y H.W. Bates, conocido autor de Un naturalista en el río Amazonas. Por lo demás, la tesis que pretendía defender, contra Huxley, había sido va propuesta por el geólogo ruso Kessler, aunque éste a penas había aducido alguna prueba en favor de la misma. Eliseo Reclus, con su autoridad de sabio, dará su abierta adhesión a dicha tesis y defenderá los mismos puntos de vista que Kropotkin [16].
De la gran masa de datos zoológicos que ha reunido infiere, pues, que aunque es cierta la lucha entre especies diferentes y entre grupos de una misma especie, en términos generales debe decirse que la pacífica convivencia y el apoyo mutuo reinan dentro del grupo y de la especie, y, más aún, que aquellas especies en las cuales más desarrollada está la solidaridad y la ayuda recíproca entre los individuos tiene mayores posibilidades de supervivencia y evolución.
El principio del apoyo mutuo no constituye, por tanto, para Kropotkin, un ideal ético ni tampoco una mera anomalía que rompe las rígidas exigencias de la lucha por la vida, sino un hecho científicamente comprobado como factor de la evolución, paralelo y contrario al otro factor, el famoso «struggle for life«. Es claro que el principio podría interpretarse como pura exigencia moral del espíritu humano, como imperativo categórico o como postulado fundacional de la sociedad y de la cultura. Pero en ese caso habría que adoptar una posición idealista o, por lo menos, renunciar al materialismo mecanicista y, al naturalismo antiteológico que Kropotkin ha aceptado. Si tanto se esfuerza por demostrar que el apoyo mutuo es un factor biológico, es porque sólo así quedan igualmente satisfechas y armonizadas sus ideas filosóficas y sus ideas socio-políticas en una única «Weitanschaung«, acorde, por lo demás, con el espíritu de la época.
La concepción huxleyana de la lucha por la vida, aplicada a la historia y la sociedad humana, tiene una expresión anticipada en Hobbes, que presenta el estado primitivo de la humanidad como lucha perpetua de todos contra todos. Esta teoría, que muchos darwinistas como Huxley aceptan complacidos, se funda, según Kropotkin, en supuestos que la moderna etnología desmiente, pues imagina a los hombres primitivos unidos sólo en familias nómadas y temporales. Invoca, a este respecto, lo mismo que Engels, el testimonio de Morgan y Bachofen. La familia no aparece así tomo forma primitiva y originaria de convivencia sino como producto más bien tardío de la evolución social. Según Kropotkin, la antropología nos inclina a pensar que en sus orígenes el hombre vivía en grandes grupos o rebaños, similares a los que constituyen hoy muchos mamíferos superiores. Siguiendo al propio Darwin, advierte que no fueron monos solitarios, como el orangután y el gorila, los que originaron los primeros homínidos o antropoides, sino, al contrario, monos menos fuertes pero más sociables, como él chimpancé. La información antropológica y prehistórica, obtenida al parecer en el Museo Británico, es abundante y está muy actualizada para el momento.
Con ella cree Kropotkin demostrar ampliamente su tesis. El hombre prehistórico vivía en sociedad: las cuevas de los valles de Dordogne, por ejemplo, fueron habitadas durante el paleolítico y en ellas se han encontrado numerosos instrumentos de sílice. Durante el neolítico, según se infiere de los restos palafíticos de Suiza, los hombres vivían y laboraban en común y al parecer en paz. También estudia, valiéndose de relatos de viajeros y estudios etnográficos, las tribus primitivas que aun habitan fuera de Europa (bosquimanos, australianos, esquimales, hotentotes, papúes etc.), en todas las cuales encuentra abundantes pruebas de altruismo y espíritu comunitario entre los miembros del clan y de la tribu.
Adelantándose en cierta manera a estudios etnográficos posteriores, intenta desmitologizar la antropofagia, el infanticidio y otras prácticas semejantes (que antropólogos y misioneros de la época utilizaban sin duda para justificar la opresión colonial). Pone de relieve, por el contrario, la abnegación de los individuos en pro de la comunidad, el débil o inexistente sentido de la propiedad privada, la actitud más pacífica de lo que se suele suponer, la falta de gobierno. En este, punto, Kropotkin es evidentemente un precursor de la actual antropología política de Clastres [17]. Aunque considera inaceptable tanto la visión rousseauniana del hombre primitivo cual modelo de inocencia y de virtud, como la de Huxley y muchos antropólogos del siglo XIX, que lo consideran una bestia sanguinaria y feroz, cree que esta segunda visión es más falsa y anticientífica que la primera. En su lucha por la vida –dice Kropotkin- el hombre primitivo llegó a identificar su propia existencia con la de la tribu, y sin tal identificación jamás hubiera negado la humanidad al nivel en que hoy se halla. Si los pueblos «bárbaros» parecen caracterizarse por su incesante actividad bélica, ello se debe, en buena parte, según nuestro autor, al hecho de que los cronistas e historiadores, los documentos y los poemas épicos, sólo consideran dignas de mención las hazañas guerreras y pasan casi siempre por alto las proezas del trabajo, de la convivencia y de la paz.
Gran importancia concede a la comuna aldeana, institución universal y célula de toda sociedad futura, que existió en todos los pueblos y sobrevive aun hoy en algunos. En lugar de ver en ella, como hacen no pocos historiadores, un resultado de la servidumbre, la entiende como organización previa y hasta contraria a la misma. En ella no sólo se garantizaban a cada campesino los frutos de la tierra común sino también la defensa de la vida y el solidario apoyo en todas las necesidades de la vida. Enuncia una especie de ley sociológica al decir que, cuanto más íntegra se conserva la obsesión comunal, tanto más nobles y suaves son las costumbres de los pueblos. De hecho, las normas morales de los bárbaros eran muy elevadas y el derecho penal relativamente humano frente a la crueldad del derecho romano o bizantino.
Las aldeas fortificadas, se convirtieron desde comienzos del Medioevo en ciudades, que llegaron a ser políticamente análogas a las de la antigua Grecia. Sus habitantes, con unanimidad que hoy parece casi inexplicable, sacudieron por doquier el yugo de los señores y se rebelaron contra el dominio feudal. De tal modo, la ciudad libre medieval, surgida de la comuna bárbara (y no del municipio romano, como sostiene Savigny), llega a ser, para Kropotkin, la expresión tal vez más perfecta de una sociedad humana, basada en el libre acuerdo y en el apoyo mutuo.
Kropotkin sostiene, a partir de aquí, una interpretación de la Edad Medía que contrasta con la historiografía de la Ilustración y también, en gran parte, con la historiografía liberal, y Marxista. Inclusive algunos escritores anarquistas, como Max Nettlau, la consideran excesivamente laudatoria e idealizada [18]. Sin embargo, dicha interpretación supone en el Medioevo un claro dualismo; por una parte, el lado oscuro, representado por la estructura vertical del feudalismo (cuyo vértice ocupan el emperador y el papa); por otra, el lado claro y luminoso, encarnado en la estructura horizontal de las ligas de ciudades libres (prácticamente ajenas a toda autoridad política). Grave error de perspectiva sería, pues, equiparar está reivindicación de la Edad Media, no digamos ya con la que intentaron ultramontanos como De Maistre o Donoso Cortés sino inclusive con la que propusieron Augusto Comte y algunos otros positivistas [19].
Para Kropotkin, la ciudad libre medieval es como una preciosa tela, cuya urdimbre está constituida por los hilos de gremios y guiadas. El mundo libre del Medioevo es, a su vez, una tela más vasta (que cubre toda Europa, desde Escocia a Sicilia y desde Portugal a Noruega), formada por ciudades libremente federadas y unidas entre sí por pactos de solidaridad análogos a los que unen a los individuos en gremios y guildas en la ciudad. No le basta, sin embargo, explicar así la estructura del medioevo libertario. Juzga indispensable explicar también su génesis. Y, al hacerlo, subraya con fuerza esencial la lucha contra el feudalismo, de tal modo que, si tal lucha basta para dar razón del nacimiento de gremios, guiadas, ciudades libres y ligas de ciudades, la culminación de la misma explica su apogeo, y la decadencia posterior su derrota y absorción por el nuevo Estado absolutista de la época moderna. Las guildas satisfacían las necesidades sociales mediante la cooperación, sin dejar de respetar por eso las libertades individuales. Los gremios organizaban el trabajo también sobre la base de la cooperación y con la finalidad de satisfacer las necesidades materiales, sin preocuparse, fundamentalmente par el lucro. Las ciudades, liberadas del yugo feudal estaban regidas en la mayoría de los casos por una asamblea popular. Gremios y guildas tenían, a su vez, una constitución más igualitaria de lo que se suele suponer. la diferencia entre maestro y aprendiz menos en un comienzo una diferencia de edad más que de poder o riqueza, y no existía el régimen del salariado. Sólo en la baja Edad Media, cuando las ciudades libres, comenzaron a decaer por influencia de una monarquía en proceso, de unificación y de absolutización del poder, el cargo de maestro de un gremio empezó, a ser hereditario y el trabajo de los artesanos comenzó a ser alquilado a patronos particulares Aun entonces, el salario que percibían era muy superior al de los obreros industriales del siglo XIX, se realizaba en mejores condiciones y en jornadas más cortas (que, en Inglaterra no sumaban más de 48 horas por semana) [20].
Con esta sociedad de trabajadores libres solidarios se asociaba necesariamente, según Kropotkin, el arte grandioso de las catedrales, obra, comunitaria para el disfrute de la comunidad. La pintura no la ejecutaba un genio solitario para ser después guardada en los salones de un duque ni los poetas componían sus versos para que los leyera en su alcoba la querida del rey. Pintura y poesía, arquitectura a y música surgían del pueblo y eran, por eso, muchas veces, anónimas; su finalidad era también el goce colectivo y la elevación espiritual del pueblo. Aun en la filosofía medieval ve Kropotkin un poderoso esfuerzo «racionalista«, no desconectado con el espíritu de las ciudades libres. Esto, aunque resulte extraño para muchos, parece coherente con toda la argumentación anterior: ¿Acaso la universidad, creación esencialmente medieval, no era en sus orígenes un gremio (universitas magistrorum et scolarium), igual que los demás? [21].
La resurrección del derecho romano y la tendencia a constituir Estados centralizados y unitarios, regidos por monarcas absolutos, caracterizó el comienzo de la época moderna. Esto puso fin no sólo al feudalismo (con la domesticación de los aristócratas, transformados en cortesanos) sino también en las ciudades libres (convertidas en partes integrantes de un calado unitario). Los Libres ciudadanos se convierten en leales súbditos burgueses del rey. No por eso desaparece el impulso connatural hacia la ayuda mutua y hacia la libertad, que se manifiesta en la prédica comunista y libertaria de muchos herejes (husitas, anabaptistas etc.). Y aunque es verdad que la edad moderna comparte un crecimiento maligno del Estado que como cáncer devora las instituciones sociales libres, y promueve un individualismo malsano (concomitante o secuela del régimen capitalista), aquel impulso no ha muerto. Se manifiesta durante el siglo XIX, en las uniones obreras, que prolongan el espíritu de gremios y guiadas en el contexto de la lucha obrera contra la explotación capitalista. En Inglaterra, por ejemplo, donde Kropotkin vivía, la derogación de las leyes contra tales uniones (Combinatioms Laws), en 1825, produjo una proliferación de asociaciones gremiales y federaciones que Owen, gran promotor del socialismo en aquel país, logró federar dentro de la «Gran Unión Consolidada Nacional«.
Pese a las continuas trabas impuestas par el gobierno de la clase propietaria, los sindicatos (trade unions) siguieron creciendo en Inglaterra. Lo mismo sucedió en Francia y en los demás países europeos y americanos, aunque a veces las persecuciones los obligaran a una actividad clandestina subterránea. Kropotkin ve así la lucha obrera de los sindicatos y en el socialismo la más significativa (aunque no la única) manifestación de la ayuda mutua y de la solidaridad en los días en que le tocó vivir. El movimiento obrero se caracteriza, por él, por la abnegación, el espíritu de sacrificio y el heroísmo de sus militantes. Al sostener esto, no está sin duda exagerando nada, en una época en que sindicatos estaban lejos de la burocratización y la mediatización estatal que hoy los caracteriza en casi todas partes, aun cuando la Internacional había sido ya disuelta gracias a las maquinaciones burocratizantes de Carlos Marx y sus amigos alemanes. Algunos sociólogos burgueses, que hacen gala de un «realismo» verdaderamente irreal, se han burlado del «ingenuo optimismo» de Kropotkin y, en nombre del evolucionismo darwiniano, han pretendido negarle sólidos fundamentos científicos.
Esto no obstante, su ingente esfuerzo por hallar una base biológica para el comunismo libertario, no puede ser tenida hoy como enteramente descaminada. Es verdad que, como dice el ilustre zoólogo Dobzhansky, fue poco critico en algunas de las pruebas que adujo en apoyo de sus opiniones. Pero de acuerdo con el mismo autor, una versión modernizada de su tesis, tal como la presentada por Ashley Montagu, resulta más bien compatible que contradictoria con la moderna teoría de la selección natural. Para Dobzhansky, uno de los autores de la teoría sintética de la evolución, elaborada entre 1936 y 1947 como fruto de las observaciones experimentales sobre la variabilidad de las poblaciones y la teoría cromosómica de la herencia [22], la aseveración de que en la naturaleza cada individuo no tiene más opción que la de comer o ser comido resulta tan poco fundada como la idea de que en ella todo es dulzura y paz.
Hace notar que los ecólogos atribuyen cada vez mayor importancia a las comunidades de la misma especie y que la especie no podría sobrevivir sin cierto grado de cooperación y ayuda mutua [23]. Los trabajos de C.H. Waddington, como Ciencia y ética, por ejemplo, van todavía más allá en su aproximación a las ideas de Kropotkin sobre el apoyo mutuo. Un etólogo de la escuela de Lorenz, Irenaeus Eibl-Eibesfeldt, sin adherirse por completo a las conclusiones de El apoyo mutuo, reconoce que, en lo referente al altruismo y la agresividad, ellas están más próximas a la verdad científica que las de sus adversarios. Para Eibl- Eibesfeld, los impulsos agresivos están compensados, en el hombre, por tendencias no menos arraigadas a la ayuda mutua [24]. Pese a los años transcurridos, que no son. pocos si se tiene en cuenta la aceleración creciente de los descubrimientos de la ciencia, la obra con que Kropotkin intentó brindar una base biológica al comunismo libertario, no carece hoy de valor científico. Además de ser un magnífico exponente de la soñada alianza entre ciencia y revolución, constituye una interpretación equilibrada y básicamente aceptable de la evolución biológica y social. El ya citado Ashley Montagu escribe: «Hoy en, día El Apoyo Mutuo es la más famosa de las muchas obras escritas por Kropotkin; en rigor, es ya un clásico. El punto de vista que representa se ha ido abriendo camino lenta pero firmemente, y seguramente pronto entrará a formar parte de los cánones aceptados de la biología evolutiva» [25].
Angel J. Cappelletti
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NOTAS
(1) H. Daudin, Cuvier et Lanzarck, París, 1926
(2) G. Colosi, La doctrina dell evolucione e le teorie evoluzionistiche, Florencia, 1945
(3) J. Gould, Desde Darwin, Madrid, 1983, p. 80.
(4) R. Grasa Hernández, El evolucionismo: de Darwin a la sociobiología, Madrid, 1986, p. 43.
(5) J. Rostand, Charles Darwin, París, 1948; P. Leonardi, Darwin Brescia, 1948; M.T. Ghiselin, The Triumph of the Darwinian Method Chicago, 1949.
(6) Cfr. A. Pauli, Darwinisimusund Lamarckismus, Muninch, 1905.
(7) G. De Beer, Charles Darwin, Evolution by Natural Selection Londres, 1963.
(8) W.H. Hudson, Introditction to the Philosophy of Herbert Spencer Londres, 1909.
(9) Cfr. W. Irvine, T. H. Huxley Londres, 1960.
(10) R. Grasa Hernández, op. cit. p. 57.
(11) Cfr. W.B. George, Biologist philosopher.- A Study of the Life and Writings of A. Wallace, Nueva York, 1964.
(12) Felix García Moriyón Del socialismo utópico al anarquismo, Madrid, 1985, 59.
(13) J. Hewetson, «Mutual Aid and Social Evolution», Anarchy 55 p.258.
(14) Ashley Montagu, Prólogo a El Apoyo Mutuo, Buenos Aires, 1970, VII – VIII.
(15) P. Kropotkin, Memorias de un revolucionario, Madrid, 1973 p. 419.
(16) Cfr. E. Reclus, Correspondance París, 1911 – 1925.
(17) Cfr. P. Clastres, La sociedad contra el Estado, Caracas, 1978.
(18) Alvarez Junco, Introducción a Panfletos revolucionarios de Kropotkin, Madrid, 1977, 26.
(19) D. Negro Pavón, Comte: Positivismo y revolución, Madrid, 1985, PP. 98 – 99.
(20) Cfr. Thorold Rogers, Six Centuries of Wages.
(21) E. Bréhier, La philosophie du Moyen Age, París, 1971, p. 226.
(22) R. Grasa Hernández, op. cit. p.91.
(23) T. Dobzhansky, Las bases biológicas de la libertad humana, Buenos Aires, 1957, p. 58.
(24) G. Eibl-Eibesfeldt, Amor y odio. Historia de las pautas elementales del comportamiento, México, 1974, p. 8.
(25) Ashley Montagu, op. cit. p. IX.
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