J.J. Rousseau: NOTAS al “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” (1754) – PARTE I

“Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he añadido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del asunto algunas veces, por lo cual no son a propósito para ser leídas al mismo tiempo que el texto. Por esta razón las he relegado al final del Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino más recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura  pueden entretenerse en distraer su atención hacia las notas, intentando una ojeada sobre ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si no las leyesen”.

Jean-Jacques Rousseau

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NOTAS al “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” (1754)

 Por Jean Jacques Rousseau

PARTE I

 

(a) Refiere Herodoto que después del asesinato del falso Esmerdis, habiéndose congregado los siete libertadores de Persia para deliberar acerca de la forma de gobierno que deberían dar al Estado, Otanes opinó decididamente por la república; opinión tanto más extraordinaria en la boca de un sátrapa, cuanto que además de la pretensión que podía tener al imperio, los grandes temen más que a la muerte una forma de gobierno que los obligue a respetar los hombres. Otanes, como bien puede creerse, no fue escuchado, y viendo que iban a proceder a la elección de un monarca, él, que no quería ni obedecer ni mandar, cedió voluntariamente a los otros concurrentes su derecho a la corona, pidiendo por toda compensación ser libre e independiente, tanto él como su posteridad, lo cual le fue acordado. Aun cuando Herodoto no nos instruyese acerca de la restricción puesta a tal privilegio, sería preciso suponerla; de otro modo Otanes, no reconociendo ninguna ley ni teniendo que rendir cuenta a nadie de sus acciones, habría sido omnipotente en el Estado y más poderoso que el rey mismo. Pero no había probabilidad de que un hombre capaz de contentarse, en caso semejante, con tal privilegio, llegase a abusar de él. En efecto, jamás se vio que este derecho ocasionara el menor desorden o disensión en el reino, ni por causa del sabio Otanes, ni por ninguno de sus descendientes.

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(b) Desde mis primeros pasos apóyome con confianza en una de esas autoridades respetables para todos los filósofos, por provenir de una razón sólida sublime que sólo ellos saben escudriñar y sentir. «Cualquiera que sea el interés que tengamos en conocernos a nosotros mismos, no sé si conocemos mejor todo lo que no forma o constituye parte de nuestro individuo. Provistos por la naturaleza de órganos destinados únicamente a nuestra conservación, no los empleamos más que en percibir las impresiones exteriores; no procuramos más que exteriorizarnos y existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en multiplicar las funciones de nuestros sentidos y en aumentar la dilatación exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sentido interior que nos reduce a nuestras verdaderas dimensiones y que separa de nosotros todo lo que no nos toca o afecta de alguna manera. Es, sin embargo, de ese sentido del cual debemos servirnos si queremos convencernos, y el único por medio del cual podemos juzgarnos. Mas, ¿cómo dar a este sentido su actividad y toda su extensión? ¿Cómo desprender nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones de nuestro espíritu? Hemos perdido la costumbre de emplearlas, dejándola sin ejercicio en medio del tumulto de nuestras sensaciones corporales; la hemos consumido por el fuego de nuestras pasiones: el corazón, el espíritu, los sentidos, todo ha trabajado contra ella.» (Hist. Nat. de la Naturaleza del hombre).

 

 

(c) Las modificaciones que el prolongado uso de andar en dos pies ha podido producir en la conformación del hombre, las relaciones que se observan todavía entre sus brazos y las piernas anteriores de los cuadrúpedos, y la introducción sacada de su manera de andar, han hecho surgir dudas respecto a la que debía sernos la más natural. Todos los niños comienzan a andar gateando, teniendo necesidad de nuestro ejemplo y de nuestras lecciones para aprender a tenerse de pie. Hay aún naciones salvajes, tales como los hotentotes, que, cuidándose poco de los hijos, los dejan andar con las manos tanto tiempo, que después cuéstales trabajo hacerlos enderezar. Otro tanto acontece con los hijos de los caribes de las Antillas. Cuéntanse diversos ejemplos de hombres cuadrúpedos, pudiendo entre otros citar el del niño que fue encontrado, en 1344, cerca de Hesse, que había sido alimentado por lobos, y el cual decía después, en la corte del príncipe Enrique, que si de él hubiese dependido, habría preferido volverse con ellos que vivir entre los hombres. De tal suerte había adquirido el hábito de andar como los animales, que fue preciso atarle pedazos de palo para que se sostuviera de pie y guardase el equilibrio. Sucedía lo mismo con el niño que fue hallado, en 1694, en las selvas de Lituania, que vivía entre los osos. No daba dice Condillac, ninguna señal de razón, andaba con los pies y con las manos, no hablaba ningún idioma, produciendo sólo sonidos que en nada se semejaban a los del hombre. El pequeño salvaje de Hanover, que fue llevado hace muchos años a la corte de Inglaterra, con las mayores penas del mundo lograba sostenerse y caminar con los pies. Encontróse también, en 1719, otros dos salvajes en los Pirineos, los cuales corrían por las montañas al igual de los cuadrúpedos. En cuanto a lo que podría objetarse respecto a la privación de las manos, cuyo uso nos proporciona tantas ventajas, además de que el ejemplo de los monos demuestra que éstas pueden perfectamente emplearse para ambos fines, ello probaría solamente que el hombre puede dar a sus miembros un destino más cómodo que el indicado por la naturaleza y no que ésta le ha destinado a andar de manera diferente a la que le enseña.

Pero hay, así me parece, mejores razones que aducir en sostenimiento de que el hombre es bípedo. Primeramente, aun cuando se quisiera hacer ver que ha sido configurado de manera distinta de la que tiene, y que, sin embargo, ha llegado a ser o que es, tal cosa no bastaría para sacar en conclusión que así ha ocurrido, toda vez que, después de haber demostrado la posibilidad de estas modificaciones, sería preciso, aun antes de admitirlas, probar al menos su verosimilitud. Además, si aceptable es que los brazos del hombre han podido servirle de piernas en caso de necesidad, también es cierto que ésta es la única observación favorable a tal sistema, sobre un gran número de otras que le son contrarias. Las principales son: que la manera como está colocada la cabeza del hombre, en vez de dirigir su vista horizontalmente, como lo hacen los demás animales y como él mismo andando de pie, la habría tenido, caminando a gatas, constantemente fija en la tierra, situación muy poco favorable a la conservación del individuo; que la cola de que carece, de ningún servicio, al andar como anda, en dos pies, es útil a los cuadrúpedos, y de la cual ninguno de ellos esté privado; que el seno de la mujer, muy bien situado para un animal bípedo, que lleva el hijo en sus brazos, lo está tan mal para un cuadrúpedo, que ninguno de ellos lo tiene en esta forma; que siendo de una altura excesiva la parte posterior, en proporción a las piernas delanteras, al estar en cuatro pies, estaríamos obligados a andar con las rodillas, resultando un animal, en conjunto, mal proporcionado y con muy poca comodidad para caminar; que si hubiese colocado el pie plano, como la mano, habría tenido en la pierna posterior una articulación de menos que los otros animales, o sea la que une el peroné con la tibia, y que colocando sólo la punta del pie, como habría estado, sin duda, constreñido a hacer; el tarso, sin hablar de la pluralidad de huesos que lo componen, parecería demasiado grueso para reemplazar el peroné, y sus articulaciones con el metatarso y la tibia demasiado unidas para dar a la pierna humana, en esta situación, la misma flexibilidad que tienen las de los cuadrúpedos. El ejemplo de estos niños, tomados en una edad en que las fuerzas naturales no están todavía desarrolladas ni los miembros fortalecidos, no prueba nada absolutamente, ya que equivaldría lo mismo decir que los perros no están destinados a andar, porque durante algunas semanas después de haber nacido no hacen más que arrastrarse. Los hechos particulares tienen poca fuerza contra la práctica universal de los hombres, y aun de las naciones que, no habiendo tenido ninguna comunicación con las otras, no pudieron imitar nada de ellas. Un niño abandonado en una selva antes de poder caminar, y alimentado por una bestia, seguirá el ejemplo de su nodriza ejercitándose a andar como ella, dándole la costumbre facilidades que no había adquirido de la naturaleza, y de la misma manera que los mancos llegan, a fuerza de ejercicios, a hacer con los pies todo cuanto nosotros hacemos con las manos, así el niño llega a poder emplear las manos como los pies.

 

 

 

(d) Si se encontrase entre mis lectores algún físico bastante malo para hacerme objeciones respectó a la suposición de esta fertilidad natural de la tierra, le contestaré con el siguiente párrafo:

«Como los vegetales absorben para su sustento mayor cantidad de substancias del aire y del agua que de la tierra, resulta que al podrirse devuelven a la tierra más de la que han extraído; además, una selva determina o atrae la lluvia deteniendo los vapores. Así, en un bosque que se conservase por mucho tiempo intacto y bien, la capa de tierra que sirve para la vegetaci6n aumentaría considerablemente, pero como los animales devuelven a la tierra menos de lo que de ella extraen, y los hombres consumen cantidades enormes de madera y de plantas, ya para el fuego, ya para otros usos, resulta que la capa de tierra vegetal de un país habitado debe constantemente disminuir hasta convertirse al fin como el terreno de la Arabia Petrea y como el de tantas otras provincias del Oriente, en cuyos climas siendo, en efecto, el más antiguamente habitado, no se encuentra más que sal y arena, pues todas las demás partes o componentes se volatilizan.» (Hist. Nat., Pruebas de la teoría de la tierra, art. 7.)

Puede añadirse a lo anterior la prueba irrefutable de la cantidad de árboles y de plantas de toda especte de que estaban llenas casi todas las islas desiertas que se han descubierto en estos últimos siglos, y la que la historia nos presenta respecto de las inmensas selvas que ha sido preciso derribar en toda la tierra a medida que se ha poblado y civilizado. Con relación a esto podría hacer aún las tres observaciones siguientes: la primera, que si hay una especie de vegetales que pueden compensar la merma de dicha materia ocasionada por los animales, según el razonamiento de Buffon, son particularmente los bosques cuyas cimas reúnen y se apropian mayor cantidad de agua y de vapores que las demás plantas; la segunda, que la destrucción del suelo, es decir, la pérdida de la substancia propia a la vegetación, debe acelerarse a medida que la tierra es más cultivada y que los habitantes, más industriosos, consumen en mayor abundancia sus diferentes productos, y la tercera y más importante, es que los frutos de los árboles proporcionan al animal una alimentación más abundante que los otros vegetales; experiencia llevada a cabo por mí mismo, comparando los productos de dos terrenos iguales en extensión y en calidad, cubierto el uno de castañas y el otro sembrado de trigo.

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(e) Entre los cuadrúpedos, las dos distinciones más universales de las especies voraces consisten: la una, en la forma o figura de los dientes, y la otra, en la conformación de los intestinos. Los animales que sólo se alimentan con vegetales tienen todos los dientes planos, como el caballo, el buey, el carnero, la liebre; en tanto que los carnívoros los tienen puntiagudos, como el gato, el perro, el lobo, el zorro. En cuanto a los intestinos, los animales frugívoros tienen algunos como el colón, de que carecen los voraces. Parece, pues, que el hombre teniendo los dientes y los intestinos como los tienen los animales frugívoros, deberían naturalmente ser incluidos en esta clasificación, confirmando esta opinión no solamente las observaciones anatómicas, sino también las obras o escritos de la antigüedad, las cuales le son muy favorables.

«Dicearco, dice San Jerónimo, narra en sus libros sobre Antigüedades griegas, que bajo el reinado de Saturno, cuando la tierra era todavía fértil por sí misma, ningún hombre comía carne, sino que todos vivían de las frutas y legumbres que crecían espontáneamente.» (Lib. II, adv. Jovinian.) Esta opinión puede ser apoyada por las relaciones de varios viajeros modernos. Francisco Correal, entre otros, afirma que la mayor parte de los habitantes de las Lucayas, que los españoles transportaron a las islas de Cuba, de Santo Domingo y otras, murieron a consecuencia de haber comido carne. Por esto puede verse que paso por alto muchas razones que podría hacer valer en comprobación de mi aserto, ya que, siendo la presa el único motivo de lucha entre los animales carnívoros y viviendo los frugívoros en continua paz, si la especie humana perteneciese a este último género, es claro que habría tenido muchas más facilidades para subsistir en el estado primitivo y muchas menos necesidades y ocasiones de salir de él.

 

 

(f) Todos los conocimientos que exigen reflexión, todos los que no se adquieren sino por medio del encadenamiento de las ideas y que sólo se perfeccionan sucesivamente, parecen estar enteramente fuera del alcance o comprensión del hombre salvaje, falto de comunicación con sus semejantes, es decir, falto del instrumento que sirve para esta comunicaci6n y de las necesidades que la hacen indispensable. Su saber y su industria se limitan a saltar, a correr, batirse, lanzar piedras y escalar los árboles. Pero si no conoce más que estas cosas, en cambio las conoce mucho mejor que nosotros que no tenemos la misma necesidad de ellas que él; y como las mismas dependen únicamente del ejercicio del cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicación ni de ningún progreso de un individuo a otro, el primer hombre pudo ser tan hábil como el último de sus descendientes.

Las narraciones de los viajeros están llenas de ejemplos de la fuerza y del vigor de los hombres en las naciones bárbaras y salvajes en las cuales hacen no poco alarde de su destreza y agilidad; y como no es preciso más que tener ojos para observar estas cosas, nada impide que se dé crédito a lo que certifican, al respecto, testigos oculares. Presento al azar algunos ejemplos sacados de los primeros libros a la mano.

«Los hotentotes, dice Kolben, entienden mejor la pesca que los europeos del Cabo. Su habilidad es igual a la de una red, a la del anzuelo, a la del dardo, lo mismo en las ensenadas que en los ríos. Cogen con no menos habilidad los peces con la mano. Tienen una destreza incomparable para la natación. Su manera de nadar tiene algo de sorprendente y que les es enteramente peculiar. Nadan conservando el cuerpo recto y las manos extendidas fuera del agua, de tal suerte, que parece que anduvieran en tierra. Cuando más agitado se halla el mar, cuando el flujo y reflujo forman como una especie de montaña, danzan, hasta cierto punto, sobre la superficie de las ondas, subiendo y descendiendo como un pedazo de corcho.

«Los hotentotes, continúa el mismo autor, tienen una destreza maravillosa en la caza, y su ligereza para correr, traspasa los límites de lo creíble.» Se extraña que no hagan más a menudo mal uso de su agilidad, aunque así acontece algunas veces, como puede juzgarse por el siguiente ejemplo que presenta. «Un marinero holandés, al desembarcar en el Cabo, encargó, dice, a un hotentote de seguirle a la ciudad con un rollo de tabaco de unas veinte libras aproximadamente. Cuando estuvieron ambos a alguna distancia del sitio donde había gente, el hotentote preguntó al marinero si sabía correr. ¿Correr? -respondió el holandés-, sí y muy bien. -Veamos -replicó el africano-, y huyendo con el tabaco, desapareció casi instantáneamente. El marinero, confundido de tan maravillosa rapidez, no pensó siquiera en perseguirle, no volviendo a ver más ni al hotentote ni a su tabaco

«Tienen una vista tan perspicaz y la mano tan certera, que los europeos no le semejan en nada. A cien pasos de distancia harían blanco con una piedra en un objeto del tamaño de un medio centavo; y lo que hay de más sorprendente aún es que, en vez de fijar como nosotros los ojos en el blanco, ejecutan movimientos y contorsiones continuos. Parece como que su piedra fuese dirigida por una mano invisible

El padre del Tertre dice, más o menos, acerca de los salvajes de las Antillas, lo mismo que acabo de citar con relación a los hotentotes del cabo de Buena Esperanza. Pondera sobre todo su precisión en disparar sus flechas sobre los pájaros volando y sobre los peces, que cogen en seguida zambulléndose. Los salvajes de la América septentrional no son menos célebres por su fuerza y destreza que los anteriores. He aquí un ejemplo que servirá para juzgar las de los indios de la América meridional.

Habiendo sido condenado a galeras en Cádiz, el año 1746, un indio de Buenos Aires, propuso al gobernador comprar su libertad exponiendo la vida en una fiesta pública. Prometió que atacaría solo, sin otra arma en la mano que una cuerda, al toro más furioso, que lo echaría por tierra, que lo amarraría con ella por la parte del cuerpo que se le indicara, que lo ensillaría, lo embridaría, lo montaría y que montado, combatiría con otros dos toros de los más valientes que hicieran salir del toril, matándolos todos uno después de otro en el instante que le fuese ordenado y sin auxilio de nadie; lo cual le fue acordado. El indio sostuvo su palabra cumpliendo todo cuanto había prometido. Respecto a la manera como lo hizo y demás detalles del combate, puede consultarse el tomo primero de las Observaciones sobre la Historia Natural, de M. Gautier, de donde se ha copiado este hecho, pág. 262.

 

 

(g) «La duración de la vida de los caballos, dice Buffon, es, como en todas las demás especies de animales, proporcional a la duración del tiempo de su crecimiento. El hombre, que crece hasta los catorce años, puede vivir seis o siete veces otro tanto, es decir, noventa o cien años; el caballo, cuyo crecimiento se efectúa en cuatro, puede vivir también seis o siete veces más, es decir, veinticinco o treinta años. Los casos contrarios a esta regla son tan raros, que no debe siquiera considerárseles como una excepción, de la cual puedan deducirse razonadas consecuencias; y como los caballos corpulentos crecen en menos tiempo que los de raza fina viven también menos, siendo viejos a la edad de quince años.» (Hist. Nat., del caballo).

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(h) Creo observar entre los animales carnívoros y los frugívoros, otra diferencia más general aún que la señalada en la nota (e), puesto que ésta se hace extensiva hasta a los pájaros. Ella consiste en el número de los pequeñuelos, que no excede jamás de dos en cada nidada en las especies que sólo viven de vegetales, y que ordinariamente traspasa ese número en los animales voraces. Es fácil conocer a este respecto, el destino dado por la naturaleza a cada especie, el cual es sólo de dos en las hembras frugívoras, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y de seis u ocho siempre en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba, la ti re, etc. La gallina, la pata, la ánade, que son aves voraces, como el águila, el gavilán, la lechuza, ponen y empollan un gran número de huevos, lo que jamás ocurre a la paloma, a la tórtola ni a los pájaros que no comen absolutamente más que granos, que sólo ponen y empollan dos a la vez. La razón que puede darse de esta diferencia, es que los animales que sólo viven de hierbas y de plantas, permaneciendo casi todo el día dedicados a buscarse la comida y obligados, por consiguiente, a emplear más tiempo para alimentarse, no podrían dar abasto para amamantar muchos pequeñuelos; en tanto que los voraces, comiendo casi en un instante, pueden más fácilmente y más a menudo ir y volver de la caza, y reparar las pérdidas de tan gran cantidad de leche.

Podrían hacerse acerca de estas cuestiones multitud de observaciones y reflexiones especiales, mas no es éste el lugar apropiado y me basta haber demostrado en esta parte el sistema que sugiere un nuevo argumento para afirmar que al hombre no debe clasificársele entre los animales carnívoros y sí contarlo entre los de la especie frugívora.

 

 

(i) Un autor célebre, calculando los bienes y los males de la vida humana y comparando las sumas de ambos, ha encontrado que la última sobrepuja o excede en mucho a la primera, y que bien examinado todo, ésta es para el hombre un presente suficientemente desagradable. No me sorprende su conclusión; ya que ella es la consecuencia de investigaciones hechas acerca de la constitución del hombre civilizado, pues si se hubiese remontado hasta el hombre primitivo, sin duda alguna que los resultados obtenidos habrían sido muy diferentes. Habríase dado cuenta de que el hombre no sufre otros males que aquellos que él mismo se proporciona, y de los cuales la naturaleza es irresponsable. No sin gran pena hemos llegado a hacernos tan des- graciados. Cuando se considera de un lado los inmensos trabajos del hombre, tantas ciencias profundizadas, tantas artes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos salvados, montañas arrasadas, peñascos destruidos, ríos hechos navegables, tierras descuajadas, lagos excavados, pantanos cegados, construcciones enormes elevadas sobre la tierra, el mar cubierto de navíos y de marinos, y del otro investigase con meditación acerca de las verdaderas ventajas obtenidas en beneficio de la especie humana, mediante tantos esfuerzos realizados, no puede uno menos que sorprenderse de la extraordinaria desproporción que reina en tales cosas y deplorar la ceguedad del hombre, el cual, por alimentar y satisfacer su loco orgullo y no sé qué vana admiración de sí mismo, corre impetuosamente tras de tantas miserias de que es susceptible, y de las cuales la bienhechora naturaleza había procurado alejarle.

Los hombres son malos: una triste y continuada experiencia no exime de la prueba; sin embargo, el hombre es naturalmente bueno, según creo haberlo demostrado. ¿Qué puede entonces haberlo depravado a tal punto, sino lo cambios o modificaciones efectuados en su constitución, los progresos realizados y los conocimientos adquiridos?

Admírese tanto como se quiera la sociedad humana, no por ello será menos cierto que ella lleva necesariamente a los hombres a odiarse mutuamente a medida que sus intereses aumentan todos los males imaginables. ¿Qué puede pensarse de un comercio en el cual la razón de cada individuo le dicta máximas directamente opuestas a las que la razón pública predica en el seno de la sociedad, y en donde cada cual busca y encuentra su provecho en el infortunio o en el detrimento de los demás? No hay quizás un solo hombre acomodado a quien herederos ávidos y a menudo sus propios hijos, no le deseen en secreto la muerte, ni un buque en el mar cuyo naufragio no venga a constituir una agradable noticia para algún comerciante; ni una casa cuyo deudor de mala fe no quisiera verla arder con todos los documentos que contiene; ni un pueblo que no se regocije de los desastres de sus vecinos. Así resulta que nuestras ventajas son en perjuicio de nuestros semejantes y que la pérdida del uno hace casi siempre la prosperidad del otro.

Pero lo que hay de más peligroso aún, es que en las calamidades públicas fundan su esperanza y porvenir multitud de particulares: los unos desean enfermedades, otros mayor mortalidad; éstos el hambre, aquéllos la guerra. Yo he visto hombres execrables llorar de dolor ante las probabilidades de un año fértil. El terrible y funesto incendio de Londres, que costó la vida y los bienes a tantos desgraciados, hizo tal vez la fortuna de más de diez mil personas. Sé que Montaigne vitupera al ateniense Demades por haber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy caros los ataúdes, ganaba mucho con la muerte de los ciudadanos; mas la razón que Montaigne alega, diciendo que sería preciso castigar a todo el mundo, no hace más que confirmar las más. Penétrese, pues, a través de nuestras frívolas demostraciones de benevolencia a lo más íntimo de los corazones y reflexiónese acerca de lo que debe ser un estado de cosas en el cual todos los hombres se hallan obligados a acariciarse y a destruirse mutuamente, y en donde nacen enemigos por deber y embusteros por interés. Si se me responde que la sociedad está de tal suerte constituida que cada hombre se beneficia sirviendo a los demás, replicaré que ello sería muy aceptable si no ganase mucho más aun perjudicándolos. No hay ningún beneficio legítimo que no sea excedido por el que puede hacerse ilegítimamente, así como el mal ocasionado al prójimo es siempre más lucrativo que los servicios que pueda proporcionársele. No se trata, pues, más que de encontrar los medios de asegurar la impunidad, en persecución de lo cual, los poderosos emplean todas sus fuerzas y los débiles todas sus astucias.

El hombre salvaje cuando ha comido, hállase en paz con la naturaleza y es amigo de todos sus semejantes. Si alguna vez se trata de disputar los alimentos, no se viene jamás a las manos sin haber antes comparado la dificultad de vencer con la de procurarse en otra parte su subsistencia; y como el orgullo no interviene en lo más mínimo en la pelea, ésta termina con algunos puñetazos: el vencedor come, el vencido se marcha en busca de fortuna, y todo queda pacificado. En el hombre civilizado las circunstancias son otras: trátase primeramente de suministrar lo necesario, después lo superfluo; en seguida vienen los placeres; luego inmensas riquezas, más tarde súbditos, y por último esclavos. Ni un solo momento de descanso. Y lo más singular es que cuanto menos naturales y urgentes son las necesidades, tanto más se aumentan las pasiones y más difícil es poder satisfacerlas; de suerte que después de largas prosperidades, después de haber absorbido multitud de tesoros y arruinado a una gran cantidad de hombres, nuestro héroe acabará por destruir todo, hasta convertirse en un único amo del universo. Tal es en compendio el cuadro moral, sino de la vida humana, al menos de las secretas aspiraciones del corazón de todo hombre civilizado.

 Comparad sin prejuicios el estado del hombre civilizado con el del hombre salvaje, e investigad, si podéis, aparte de su maldad, de sus necesidades y de sus miserias, cuán. tas puertas ha abierto el primero hacia el dolor y hacia la muerte. Si consideráis los sufrimientos del espíritu que nos consumen, las violentas pasiones que nos aniquilan y nos desolan, los trabajos excesivos que oprimen al pobre, la molicie más peligrosa aún a que los ricos se abandonan, que hacen morir al uno de necesidad y a los otros de exceso; si pensáis en las monstruosas mezclas de alimento, en sus perniciosos condimentos, en los artículos dañados, en las drogas falsificadas, en las bribonadas de los que las venden, en los errores de los que las administran, en el veneno contenido en las vasijas en que se preparan; si ponéis atención y tenéis en cuenta las enfermedades epidémicas engendradas por el aire malsano que despiden las multitudes de hombres hacinados, en las que ocasionan la delicadeza de nuestra manera de vivir, los cambios alternativos de temperatura al salir de nuestras casas, el uso de vestidos puestos o quitados sin tomar la suficiente precaución, y todos los cuidados que nuestra excesiva sensualidad ha convertido en necesidades habituales y cuya negligencia o privación nos cuesta la pérdida de la salud o de la vida; si adicionáis los incendios y los temblores de tierra que, consumiendo o arruinando ciudades enteras, hacen perecer millares de habitantes; en una palabra, si reunís los peligros que todas estas causas sostienen continuamente levantados sobre nuestras cabezas, comprenderéis cuán caro nos hace pagar la naturaleza el desprecio con que hemos recibido sus lecciones.

No repetiré aquí lo que acerca de la guerra he dicho en otra parte; pero quisiera que las personas instruidas en la materia se atreviesen a dar al público los detalles de los horrores que se cometen en el ejército por los empresarios de víveres y de hospitales; veríase cómo sus maniobras, no muy ocultas, son causa de que los más brillantes ejércitos queden reducidos a nada, haciendo perecer más soldados que los que mata el fuego enemigo. Otro cálculo no menos sorprendente es el de los hombres, que el mar se traga todos los años, ya por efecto del hambre, del escorbuto, de los piratas, del fuego o de los naufragios. Es evidente que debe también hacerse responsable a la propiedad establecida, y por consecuencia a la sociedad, de los asesinatos, los envenenamientos, los robos en los caminos, y los castigos mismos de estos crímenes, castigos necesarios para prevenir mayores males pero que no por eso dejan de constituir una doble pérdida para la especie humana, toda vez que la muerte de un hombre cuesta la vida a dos o más. Cuántos medios vergonzosos se emplean para impedir el nacimiento de hombres y engañar la naturaleza, ya mediante esos brutales y depravados gustos que son un insulto a la más encantadora de sus obras, gustos que ni los salvajes ni los animales conocieron jamás, y que sólo son propios de países civilizados e hijos de imaginaciones corrompidas, ya por esos abortos secretos, dignos frutos del libertinaje y de la deshonra, ya por la exposición o muerte de una multitud de niños, víctimas de la miseria de sus padres o de la bárbara vergüenza de sus madres; ya, en fin, por la mutilación de estos desgraciados ti quienes se sacrifica parte de su existencia y toda su posteridad ejercitándolos en vanos cantos, o lo que es peor aún, entregándolos a la brutal concupiscencia de ciertos hombres, mutilación que, en este último caso, constituye un doble ultraje a la naturaleza, tanto por el trato que reciben los que la sufren, cuanto por el uso a que son destinados.

Pero, ¿no existen miles de casos que se repiten con frecuencia y que son más peligrosos todavía, en donde los derechos paternales ofenden arbitrariamente a la humanidad? ¡Cuántos talentos enterrados y cuántas inclinaciones forzadas por la imprudente violencia de los padres! ¡Cuántos hombres que se habrían distinguido viviendo en un medio adecuado, mueren desgraciados y deshonrados al vivir en otro por el cual no tenían la menor inclinación! ¡Cuántos matrimonios dichosos, pero desiguales, han terminado siendo desgraciados y cuántas castas esposas deshonradas, por esas mismas causas siempre en contradicción con la naturaleza! ¡Cuántas raras y extravagantes uniones realizadas, cuyo sólo móvil ha sido el interés no obstante ser rechazadas por el amor y por la razón! ¡Cuántos esposos nobles y virtuosos ven convertida su existencia en un suplicio a causa de la falta de armonía! ¡Cuántas jóvenes y desgraciadas víctimas de la avaricia de sus padres se hunden en el vicio o pasan sus tristes días entregadas al llanto y gimiendo bajo el yugo de lazos indisolubles que el corazón rechaza! ¡Felices las que con valor y virtud prefieren la muerte a inclinarse ante la bárbara violencia que les obliga a vivir en el crimen o en la desesperación! ¡Perdonadme, padres nunca bien sentidos, si exaspero a mi pesar vuestro dolor, mas ojalá puedan ellas servir de eterno y terrible ejemplo a todo el que ose, en nombre de la naturaleza, violar el más sagrado de sus derechos!

Si no he hablado más que de esas uniones mal formadas, obra de nuestra civilización, no por ello se piense que las que el amor y la simpatía han presidido estén exentas también de inconvenientes. ¡Qué sería si emprendiese la tarea de demostrar que la especie humana atacada desde su base u origen hasta el más santo de los lazos, no escucha la voz de la naturaleza sin haber antes consultado la fortuna, y que el desorden originado por la civilización, confundiendo la virtud con el vicio, ha convertido la continencia en precaución criminal y la negativa de dar la vida a su semejante en el acto de humanidad! Pero sin desgarrar el velo que cubre tantos horrores, contentémonos con señalar el mal al cual otros deben aportar el remedio.

Añádase a todo esto la gran cantidad de oficios malsanos que abrevian la existencia o destruyen el organismo, tales como los trabajos de minas, las diversas preparaciones de metales, de minerales, particularmente la del plomo, la de cobre, la del mercurio, la del cobalto, la del arsénico, la del rejalgar, etc., etc.; y los demás peligrosos que ocasionan la muerte a un considerable número de obreros, entre ellos a los plomeros, a los carpinteros, a los albañiles y a otros que trabajan en las canteras; reúnanse, digo, todas estas causas, y podrá descubrirse en el establecimiento y perfección de las sociedades las razones que motivan la disminución de la especie, observada ya por más de un filósofo.

El lujo imposible de evitar entre los hombres ávidos de comodidades y ansiosos de alcanzar la consideración de los demás, perfecciona en breve el mal comenzado por las sociedades; y so pretexto de aliviar las necesidades de los pobres, que no deberían existir, arruina a todos despoblando tarde o temprano el Estado.

El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar; o más bien, es el peor de todos los males que puedan sobrevenir a cualquiera nación, grande o pequeña, pues para sostener o alimentar turbas de servidores y de miserables por él creadas, abruma y arruina al labrador y al ciudadano, a semejanza de esos ardientes vientos del Mediodía que, cubriendo la hierba y la verdura de voraces insectos, arrebatan la subsistencia a animales útiles y llevan el hambre y la muerte a todos los sitios en donde su presencia se hace sentir.

De la sociedad y del lujo que ésta engendra nacen las artes liberales y las mecánicas, el comercio, las letras y todas esas inutilidades que hacen florecer la industria, enriqueciendo y perdiendo a los Estados. La razón de esta decadencia es muy sencilla. Es fácil comprender que, por su naturaleza misma, la agricultura debe ser la menos lucrativa de todas las artes, porque siendo el uso de sus productos el más indispensable para todos los hombres, su precio debe ser también proporcional a los recursos de los más pobres. Del mismo principio puede sacarse esta regla: que en general las artes son lucrativas en razón inversa de su utilidad, y que las más necesarias deben llegar a ser al fin las más descuidadas. Por lo dicho, puede juzgarse de las verdaderas ventajas de la industria y del efecto real que resulta de sus progresos.

Tales son las causas sensibles de todas las miserias a que la opulencia arrastra y precipita al fin a las naciones más admiradas. A medida que la industria y las artes se extienden y florecen, el agricultor es despreciado, cargado de impuestos necesarios para el sostenimiento del lujo, y condenado a pasar su vida entre el trabajo y el hambre, abandona al fin sus campos para ir las ciudades en busca del pan que debería traer a ellas. Mientras más admiración causen las capitales a los ojos estúpidos del pueblo, más tendremos que sufrir viendo las campiñas abandonadas, las tierras sin cultivo y los caminos inundados de desgraciados ciudadanos convertidos en mendigos o en ladrones, destinados a terminar un día su miseria bajo el suplicio de la rueda o en un estercolero. Así escomo el Estado, enriqueciéndose de un lado, se debilita y despuebla del otro, y es así como las más poderosas monarquías después de grandes trabajos para hacerse opulentas, acaban por ser presa de naciones pobres que sucumben a la funesta tentación de invadir a las demás, enriqueciéndose y debilitándose a su vez, hasta que son ellas mismas invadidas y destruidas por otras.

Desearíamos que se nos explicasen las causas que hayan podido producir esas invasiones de bárbaros que durante tantos siglos inundaron la Europa, el Asia y el África. ¿Fue a la industria de sus artes a la sabiduría de sus leyes, a la excelencia de su civilización, a lo que se debió esa prodigiosa población? Dígnense nuestros sabios decirnos por qué, lejos de multiplicarse, esos hombres feroces y brutales, sin conocimientos, sin freno, sin educación, no se degollaban a cada instante para disputarse el alimento o la caza. Que nos expliquen cómo esos miserables tuvieron siquiera el atrevimiento de mirarnos cara a cara, a nosotros hábiles como éramos, con una admirable disciplina militar, con magníficos códigos y sabias leyes, y por qué, en fin, desde que la sociedad se ha perfeccionado en los países del Norte y cuando tanto trabajo ha costado enseñar a los hombres el cumplimiento de sus deberes mutuos y el arte de vivir en agradable y apacible compañía, no se ha visto más salir de ellos multitudes semejantes a las que en otros tiempos surgían. Temo que alguien se decida al fin a responderme que todas estas grandes cosas, sabiduría, artes, ciencias y leyes, han sido hábil y prudentemente inventadas por los hombres como una peste saludable tendiente a impedir la excesiva multiplicación de la especie, por temor de que este mundo, a nosotros destinado, resultase al fin demasiado pequeño para contener sus habitantes.

¡Cómo! ¿será preciso destruir las sociedades, consumir lo tuyo y lo, mío y volver de nuevo a vivir en las selvas con los osos? Consecuencia es ésta propia de mis adversarios, la cual prefiero anticiparles a dejarlos en la vergüenza de deducirla. Vosotros, a quienes la voz del cielo no se ha dejado oír y que no reconocéis para vuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta corta vida; vosotros que podéis dejar en el centro de las ciudades vuestras funestas adquisiciones, vuestros inquietos espíritus, vuestros corrompidos corazones y vuestros desenfrenados deseos, recobrad, puesto que de vosotros depende, vuestra antigua y primitiva inocencia; internaos en los bosques y apartad la vista y la memoria de los crímenes de vuestros contemporáneos sin temor de envilecer vuestra especie renunciando a sus conocimientos al renunciar a sus vicios. En cuanto a los hombres como yo, cuyas pasiones han destruido para siempre la original sencillez, que no pueden alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de leyes y de jefes; los que fueron honrados por sus primeros padres con lecciones singulares; los que juzguen, con la intención de dar a las acciones humanas una moralidad de que carecen desde tiempo ha, la razón de un precepto indiferente por sí mismo e inexplicable en todo otro sistema; los que, en una palabra, están convencidos de que la voz divina llama a todo el género humano hacia las luces y hacia la dicha de que gozan las grandes inteligencias, tratarán por el ejercicio de las virtudes que se obligan practicar, aprendiendo a conocerlas, de merecer el premio eterno que deben esperar; respetarán los sagrados lazos de la sociedad, de la cual son miembros; amarán a sus semejantes, sirviéndoles en todo cuanto puedan; obedecerán escrupulosamente a las leyes y a sus autores y ministros; honrarán, sobre todo, a los príncipes buenos y sabios que sepan prevenir, suprimir o aminorar esa serie de abusos y de males que nos consumen; excitarán el celo de esos dignos jefes, mostrándoles sin temor ni adulación, la grandeza de su misión y lo estricto de su deber, mas no por ello dejarán de despreciar una constitución que sólo puede sostenerse mediante el contingente de tantas gentes respetables más a menudo deseadas que obtenidas, y del cual, a pesar de todos sus esfuerzos, nacen, siempre más calamidades reales que ventajas.

 

 

 

 

 

 


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