¿SEGURO QUE HAS TOMADO LA PASTILLA ROJA? «La Disonancia Cognitiva, o cómo el ser humano se convierte en esclavo de sí mismo», por Miguel A. Vadillo

¿Por qué es tan difícil cambiar de opinión?

Estar dispuesto a cambiar de opinión muestra que nuestro cerebro es todavía plástico, que aceptamos la premisa de que el discrepante no lo es por vicio moral sino por diferencia en el conocimiento.
 
Por Elena Alfaro
Letras Libres

 

Hace muchos años regalé a mi octogenario padre dos libros de Santiago Ramón y Cajal: El mundo visto a los ochenta años y Charlas de café. Este último se publicó por primera vez en 1941; conseguí comprar la publicada en 1966. Era la novena edición. Me ha venido a la memoria porque hace unos días en el podcast de Freakonomics el psicólogo y lingüista Steven Sloman, el primatólogo Robert Sapolsky y la economista Julia Shvets, entre otros, abordaron un asunto fascinante: cómo cambiar de opinión. Pero antes de pensar en el cómo, deberíamos preguntarnos por qué.

Estar dispuesto a cambiar de opinión muestra que nuestro cerebro es todavía plástico, que aceptamos la premisa de que el discrepante no lo es por vicio moral sino por diferencia en el conocimiento. Corregir visiones erróneas o incompletas del mundo nos permite acercarnos un poco más a la verdad, lo que, señala Sloman, también nos aproxima al éxito individual y como especie.

Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto hacerlo? ¿Por qué llegamos al extremo de confundir coherencia con empecinamiento o flexibilidad con falta de criterio? “No pensamos solos”, sostiene Sloman: el pensamiento no es algo individual sino compartido con otras personas de una comunidad. Colectivamente sabemos mucho, individualmente fallamos de manera estrepitosa. Nuestra vida se apoya constantemente en el conocimiento y experiencia de los otros miembros de la comunidad en la que estamos inmersos. También en el pensamiento somos una especie con una formidable habilidad cooperativa. Salta a la vista la primera gran dificultad a la que nos enfrentamos: cambiar de opinión a veces implica disociarte de esa comunidad.

Pero no acaban ahí los obstáculos ni todas las ideas presentan la misma dificultad. Según apunta Julia Shvets, cuando la visión que tenemos de algún asunto complejo conecta directamente con la imagen que tenemos de nosotros mismos, cambiarla puede implicar un precio demasiado alto.

Quizás este es el motivo de que sean tan magnéticas y tan difíciles de modificar las ideas políticas y culturales ligadas a la identidad. Hace unos meses, en una entrevista con Carlos Alsina, Joaquim Torra insistía una y otra vez en su voluntad férrea de dialogar en pos de la autodeterminación de Cataluña: “no se nos puede negar (pedir) a nosotros que dejemos de ser quienes somos. Esto España tiene que entenderlo”.

Negociar o ceder sobre algo que consideras parte de tu esencia es traicionarte. Por eso este tipo de diálogos acaban conduciendo, tantas veces, a la melancolía. Si tu autoimagen depende estrechamente de algo exterior que puede ser cambiado, el momento de crisis supondrá necesariamente un vacío de identidad. La resistencia al cambio resulta entonces una evidencia. Escribía Ramón y Cajal en Charlas de café: “Lo que entra en la mente por vía de razonamiento, cabe ser corregido. Lo admitido por fe, casi nunca”. ¿Es entonces solo una cuestión de cantidad y calidad de información? Parece que desgraciadamente tampoco.

En sus experimentos, el economista Matthew Jackson ha comprobado que no extraemos las mismas conclusiones de los mismos hechos. Dependemos mucho de nuestras experiencias e ideas previas a la hora de interpretar los datos. Más información en ocasiones significa más polarización, no menos, porque utilizamos los datos como arma para reforzar los propios prejuicios. Al escucharlo me vino a la memoria la visualización espacial del voto, casi calle por calle, que se ha hecho con los resultados de las recientes elecciones. Dónde vives, tal votas. Fascinante y útil, sí. Inquietante también. Unos días después, unartículo en el periódico nacionalista vasco Deia preguntaba: ¿duermes con el enemigo?

La conclusión inmediata –¿renunciamos a la información? ¿Desistimos de modificar una idea que ahora vemos equivocada para no desvincularnos de nuestra comunidad cognitiva?– es desoladora. Como indica Sloman, no hay soluciones únicas y definitivas, pero eso no significa que no haya cosas que podamos hacer. Él sugiere obligarnos a explicar cómo funcionan las cosas en lugar de describir qué nos parecen. Eso nos haría ser más conscientes de la limitación de nuestro propio conocimiento y por lo tanto más abiertos a aceptar argumentos distintos.

Respecto al uso de los datos, en el año 2011 la revista Edge preguntó a una serie de personas por un concepto científico que pudiera contribuir a mejorar el instrumental cognitivo de las personas. Lisa Randall, física de la Universidad de Harvard, respondió a la pregunta explicando el significado de la palabra “ciencia” y haciendo hincapié en algo que los no científicos no solemos tener presente cuando manipulamos datos sofisticados: la solidez y límites de lo que la ciencia establece, su fiabilidad pero también el carácter relativo de sus conclusiones y predicciones. Es la disposición permanente a ser refutado por algo mejor, más verdadero.

Pensándolo bien, el aprendizaje que extraigo es de la misma cualidad que el que persigue Sloman con el cambio de pregunta: que seamos conscientes de la consistencia de nuestro conocimiento real individual cuando sostenemos una opinión sobre un asunto complejo. Nuestros apriorismos, el confundir persona e idea y la moralización sistemática de cada asunto (el binomio bien-mal) nos ponen muy difícil cambiar de opinión. Casi tanto como nos empuja a tratar de convencer a otros de que lo hagan.

En definitiva, citando de nuevo a don Santiago, “consideremos a los hombres de espíritu sistemático y rígido como a los libros: se leen si interesan; mas nadie discute con ellos”.

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DISONANCIA COGNITIVA

El concepto de disonancia cognitiva, en psicología, hace referencia a la tensión o desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones (cogniciones) que percibe una persona que tiene al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias. Es decir, el término se refiere a la percepción de incompatibilidad de dos cogniciones simultáneas, todo lo cual puede impactar sobre sus actitudes.

El concepto fue formulado por primera vez en 1957 por el psicólogo estadounidense Leon Festinger en su obra A theory of cognitive dissonance. La teoría de Festinger plantea que al producirse esa incongruencia o disonancia de manera muy apreciable, la persona se ve automáticamente motivada para esforzarse en generar ideas y creencias nuevas para reducir la tensión hasta conseguir que el conjunto de sus ideas y actitudes encajen entre sí, constituyendo una cierta coherencia interna.

La manera en que se produce la reducción de la disonancia puede tomar distintos caminos o formas. Una muy notable es un cambio de actitud o de ideas ante la realidad.

 

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La disonancia cognitiva, o cómo el ser humano se convierte en esclavo de sí mismo

Por Miguel A. Vadillo

Artículo publicado en Psicoteca, 2004
 
Muchas de las aparentes contradicciones en las que a menudo nos vemos involucrados en nuestra vida cotidiana cuentan desde hace tiempo con interesantes explicaciones propuestas por diversos psicólogos sociales. De entre ellas, tal vez la más famosa sea la teoría de la disonancia cognitiva, cuya influencia ha superado ya con creces el ámbito de la propia psicología social, llegando a tener impacto incluso en estudios de tipo neurológico.
 

 

Es más que probable que usted esté familiarizado con la siguiente situación: está charlando tranquilamente con sus amigos y de repente unos comentarios sobre política hacen que el ambiente empiece a cargarse. Pronto comienza una discusión en la que cada uno defiende a un determinado partido, exponiendo a los demás sus razones. Todos conocemos más o menos cómo terminan estas cosas: al final de la discusión nadie ha logrado su objetivo, convencer a los demás. Lo más triste es que uno no puede evitar tener la sensación de que los argumentos expuestos por cada bando sólo trataban de convencer a sus propios partidarios. O al menos así lo parece.

En estas situaciones siempre da la impresión de que, en realidad, no defendemos cierta postura por una serie de razones (las que ofrecemos a los demás), sino que damos esas razones porque defendemos cierta postura. Dicho de otra forma, no nos molestamos en pensar lo que hacemos, pero sí que nos molestamos en pensar cómo vamos a justificar (ante los demás y ante nosotros mismos) lo que hemos hecho.

Y es que el ser humano tal vez no sea un animal muy racional, pero de lo que no hay duda es de que es un animal un poco obsesionado por la coherencia. Y también por la apariencia. Una vez tomada una decisión, nos cuesta reconocer que tal vez nos hayamos equivocado. Nos resulta más fácil ponernos a defender la alternativa elegida con uñas y dientes, porque así podemos percibirnos a nosotros mismos como personas coherentes, y porque, además, defendiendo nuestra elección, nos convencemos de que hemos elegido bien (si no ¿por qué iba a haber tantas razones para actuar como hemos actuado?), de que somos personas sabias, con convicciones sólidas… y un largo etcétera. Siempre tratando de quedar bien con los demás y de ser capaces de dormir con la conciencia tranquila.

Este tipo de fenómenos han sido bien estudiados por los psicólogos y cuentan desde hace tiempo con explicaciones interesantes, como la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger. Según este autor, las personas nos sentimos incómodas cuando mantenemos simultáneamente creencias contradictorias o cuando nuestras creencias no están en armonía con lo que hacemos. Por ejemplo, si normalmente votamos al partido A pero resulta que nos gusta más el programa electoral del partido B, es posible que sintamos que algo no marcha bien en nosotros. Según la teoría de la disonancia cognitiva, las personas que se ven en esta situación se ven obligadas a tomar algún tipo de medida que ayude a resolver la discrepancia entre esas creencias o conductas contradictorias. En el ejemplo del partido político, podemos optar por cambiar nuestro voto en las próximas elecciones, o bien podemos dar menos valor a los contenidos del programa del partido B (por ejemplo, recordando que en realidad pocos partidos cumplen con todo lo que prometen en sus programas).

De la misma forma, cuando en una discusión una persona deja clara su postura, a continuación se ve obligado a dar argumentos a favor de la misma. Si no lo hiciera, se vería obligado a reconocer que la alternativa contraria también es válida, lo que entraría en contradicción con sus creencias previas, o tendría que admitir que en realidad no tiene ninguna razón para sostener tal postura, lo que entraría en contradicción con una creencia aún más importante: «soy una persona inteligente y con fundamento».

La teoría de la disonancia cognitiva es una hipótesis sugerente que nos permite entender de forma sencilla muchas de las aparentes paradojas y sinrazones del comportamiento humano, algunas de las cuales (como las anteriores) se muestran en cada detalle de nuestra vida cotidiana. Y, frente a otras explicaciones muy atractivas pero poco rigurosas de la interacción social, cuenta con la ventaja de estar respaldada por numerosos experimentos.

Al famoso científico cognitivo Michael Gazzaniga le debemos algunos de los más interesantes. Este investigador se preocupó por estudiar los efectos que una intervención quirúrgica, la comisurectomía, podía tener sobre los pacientes en los que se realizaba. La operación se lleva a cabo en casos excepcionalmente graves de epilepsia y consiste en seccionar el cuerpo calloso, un haz de fibras que conecta los dos hemisferios cerebrales, de modo que los ataques epilépticos no puedan pasar de un hemisferio a otro. Contrariamente a lo que cabría esperar, los pacientes sometidos a esta intervención llevan una vida completamente normal y en raras ocasiones es posible percibir efecto negativo alguno de la operación. Michael Gazzaniga trató de encontrar una situación en la que se pudieran observar los efectos secundarios de esta intervención.

En un experimento famoso, Gazzaniga expuso a varios de estos pacientes a una situación en la que a cada hemisferio cerebral se le presentaba una imagen distinta. Por ejemplo, al hemisferio izquierdo se le presentaba la imagen de una pata de pollo y al hemisferio derecho se le presente un paisaje con nieve. Como en estos pacientes el cuerpo calloso estaba seccionado, la información no podía pasar de un hemisferio al otro. Esto implicaba que el hemisferio izquierdo sólo «veía» la pata de pollo y el hemisferio derecho sólo «veía» el paisaje con nieve. Después de ver estás imágenes, los participantes tenían que elegir entre otros dos dibujos aquél que tuviera alguna relación con lo que acababan de ver. Por ejemplo, se les daba a elegir entre el dibujo de una gallina y el dibujo de una pala para quitar nieve. En esta ocasión la respuesta correcta dependía por supuesto del hemisferio del que se tratase. Si era el hemisferio izquierdo el que hacía la elección, entonces la respuesta correcta era la gallina; pero si elegía el hemisferio derecho, entonces la respuesta correcta era la pala.

Una paciente que participaba en este experimento eligió la pala con la mano izquierda y la gallina con la mano derecha. Obviamente, lo que había pasado es que cada hemisferio había elegido y ejecutado la respuesta correcta. Lo interesante sucedió cuando a la paciente se le preguntó por su elección. La respuesta la tuvo que elaborar su hemisferio izquierdo, que es el que se encarga del lenguaje. Pero, como este hemisferio no tenía acceso a toda la información necesaria para dar una explicación (en concreto, este hemisferio no tenía constancia de que se hubiera presentado la escena con nieve), se inventó una explicación de lo más particular: «Muy fácil. La pata de pollo corresponde a la gallina y necesito una pala para limpiar el gallinero».

Tal vez esta sea la muestra más clara de hasta qué punto las personas necesitamos ser congruentes con nosotras mismas y justificar nuestras acciones incluso cuando las hemos realizado sin razón alguna o cuando desconocemos los motivos. Lo peor es que esta tendencia a dar explicaciones de lo que hacemos acaba convirtiéndonos en esclavos de lo que ya hemos hecho, de unas elecciones que, de haberlo pensado, tal vez no hubiésemos realizado. Una vez elegida la pala, preferimos ponernos a limpiar el gallinero antes que reconocer que no sabemos por qué la elegimos. Y dado que, ya sea por ser impulsivos o por no pararnos a pensar lo suficiente, rara vez sabemos por qué hacemos las cosas, gran parte de nuestra vida se convierte en una actuación para nosotros mismos.

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Lecturas recomendadas:

Festinger, L. (1957). A theory of cognitive dissonance. Evanston, IL: Row and Peterson.

Gazzaniga, M. S. (1985). The social brain. Nueva York: Basic Books. [Traducción castellana: El cerebro social, Alianza, Madrid, 1993.]

 

 

 

 

 

 


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