Una de las historias de amor más trágicas de la literatura francesa.
Uno de los académicos más admirados por Arthur Rimbaud durante su tiempo de bachiller fue George Izambard, quien hablaba de él como un soñador tímido, alumno de retórica alterna; de uñas limpias y cuaderno sin manchas; buenas notas en clase y deberes sorprendentemente correctos; encarnación de lo superlativo, intelectual vibrante de pasión lírica y curiosidad interminable.
Verano de 1871. París. Paul Verlaine, la figura intelectual de mayor nombre en la época, espera la llegada del tren que trae a Arthur Rimbaud, un muchacho desconocido que envió algunos versos desde el pueblo de Charleville para pedir su crítica y apoyo para viajar hacia la ciudad.
Un joven de cabello desaliñado desciende del tren, con apenas dos mudas en la maleta y un poema, El barco ebrio. Sus aires pueblerinos casi pasan desapercibidos entre el sombrero, la pipa y el refinamiento que imita. Tiene 16 años y los ojos azules de su madre. Verlaine, de 37 años, “conmovido por su extrema originalidad y misticismo lírico”, lo recibe en su casa.
“Un rincón de mesa” (1972) de Henri Fantin-Latour. Retrato de Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Elzear Bonnier, Leon Valade, Emile Blemont, Jean Aicard y Ernest d’Hervilly.
Paul Verlaine vivía en el número 14 de la calle Nicolet, donde esa noche llevó a Rimbaud para presentarlo con su esposa Mathilde y otros amigos poetas, entre ellos Charles Cros.
“Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético”, confiesa Paul Verlaine en su obra Los Poetas Malditos. “Su rostro tenía el óvalo del de un ángel desterrado, los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietante”, describe.
Durante la cena de aquel primer encuentro, Rimbaud parece más concentrado en el recibimiento culinario del poeta antes que en la fama del gran Verlaine. Responde apenas a las preguntas de Cros sobre cómo llegó a tal idea, por qué empleó ese término y no otro, casi pidiéndole que contara el nacimiento de sus poemas. Pero para el muchacho, llegar al París de la Francia posrevolucionaria fue la entrada para descubrir el mundo y el amor; y escribir desde su personalidad rebelde y sus impulsos.
Soñador
sentiré su fresco bajo mis pies, y dejaré que el viento
me bañe la cabeza desnuda. No hablaré,
no pensaré nada,
pero el amor infinito
me crecerá en el alma.
Me iré lejos
bien lejos
como un bohemio
por los campos dichoso.
(Sensaciones)
Durante aquella estancia de tres semanas, Verlaine salía con Arthur y lo paseaba por París. La postura analítica de Rimbaud, “su personalidad madura, rebelde y curiosa”, pronto convirtió sus conversaciones en un placer indispensable para Verlaine, quien como en episodios, regresa a su antigua vida de juventud a través del muchacho, según revela en Los Poetas Malditos.
Pronto Verlaine ya no tendría los pies sobre la tierra: se rehusaba a creer que tiene una mujer, un hijo, un hogar. Rimbaud nunca aceptó quedarse con lo dicho, ni siquiera en la poesía. Todo lo que perseguía era descubrir el mundo a través de su cuerpo, la poesía, y el amor.
La relación entre los dos amantes se convirtió en un complemento: mientras el muchacho se llenaba de la experiencia que le llevó a París, Verlaine recuperaba el color en su vida, que describía aburrida hasta antes de embriagarse en la juventud de Rimbaud.
Es difícil saber quién sedujo a quién. Arthur ocultaba sus ademanes pueriles y estaba acostumbrado a recibir halagos por sus destellos de escritor joven. No sería la primera vez que provocara gran impresión entre sus admirados.
Intelectuales de todo el mundo retomaron la obra de Rimbaud, entre ellos, el escritor mexicano José Emilio Pacheco quien afirmó en una publicación para la Revista de la Universidad de México: “el adolescente que de los quince a los diecinueve años perfecciona y agota los medios de expresión lírica, pasados, presentes y futuros (del soneto alejandrino al poema en prosa y la escritura automática); dice no a la familia, a la tradición, a la religión, a la sociedad toda de su época, puede ser visto como un heraldo de la Comuna y de las comunas, el profeta, el modelo de la rebelión juvenil”.
Juventud ociosa siempre sometida, por fragilidad perdí hasta mi vida. ¡Que el tiempo no se demore en que el alma se enamore!
(Canción de la más alta torre)
Contrario a su aspiración bohemia, Rimbaud nunca tuvo el aspecto descuidado de la época, no sufrió hambre ni carencias. Junto a Verlaine, vivió entre comodidades burguesas.
Un rincón de la mesa, pintura del artista francés Henri Fantin-Latour, retrata a Rimbaud como miembro de un grupo burgués de seis poetas que disfrutan de vino, cuadros de pintura al fondo y literatura. Entre ellos aparecen Paul Verlaine y Emile Blémont. Todos llevan traje sastre, sombreros, moños o corbatines. Algunos sostienen pipas para fumar o gargantillas.
La esposa de Verlaine pronto comenzó a manifestar sus celos contra Rimbaud y un profundo desagrado ante la sospecha de homosexualidad en su esposo. Entonces los poetas comenzaron una relación eléctrica. Verlaine, alcohólico, depresivo y violento, encontró compañero perfecto en Rimbaud, quien constantemente lo retaba entre arrebatos con sus ganas de explorar la vida.
Juntos decidieron salir de París y viajar hacia Inglaterra, donde vivieron dos años, pero la felicidad fue corta. En Londres frecuentaron los bares del puerto, las bibliotecas y también los cenáculos de los comuneros británicos, pero el ánimo se fue tornando más oscuro en la pareja. La relación que empezó tormentosa, pronto se volvió insoportable. Gritos, golpes, luego el sexo. Al paso de unos meses de amor entre discusiones, Verlaine dejó a Rimbaud para viajar hacia Bruselas, en Bélgica, pero la distancia no traería la calma.
En 1873, Rimbaud escribe a Verlaine:
“Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me he mostrado desagradable contigo, fue tan sólo una broma; me cegué, y me arrepiento de ello más de lo que puedes imaginar. Vuelve, todo estará totalmente olvidado. ¡Qué desgracia que hayas tomado en serio esta broma! No paro de llorar desde hace dos días. Vuelve. Sé valiente, querido amigo. Nada está perdido todavía. (…) no me olvidarás ¿verdad? No, tú no puedes olvidarme. Yo te tengo aquí siempre. Di, contesta a tu amigo ¿acaso no volveremos a vivir juntos los dos? Sé valiente, contéstame pronto. No puedo quedarme aquí por más tiempo. Oye sólo lo que te dicte tu buen corazón. Dime pronto si tengo que reunirme contigo. A ti, para toda la vida. Rimbaud.”
El joven poeta de ahora 18 años regresó a la casa de su madre en Charleville. Verlaine viajó para reencontrarse con su esposa, quien le había pedido el divorcio entre celos desesperados.
Verlaine estaba convencido de que era absolutamente necesario dejar a Rimbaud y la vida violenta que vivieron juntos, y en una profunda depresión decidió que de no recuperar a su esposa en tres días, se entregaría al suicidio.
A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul:
vocales, yo contaré algún día vuestros nacimientos latentes.
(Vocales)
Durante los dos años que pasaron juntos en Londres, Rimbaud construyó el color de las vocales desde su inexperiencia en el vaivén insufrible del amor. Pero no le molestaban ni las peleas, ni los gritos. Quizá se tratara de su propia connotación del sentimiento. «Hay que reinventar el amor», dijo en Una temporada en el Infierno, un poema en prosa que dedicó a Verlaine y a los años que pasaron juntos, su única obra publicada personalmente.
Para Vitalie Rimbaud, su madre, el sufrimiento de Arthur era el castigo de Dios por su desobediencia. El liberalismo de la época, que hasta entonces prometía una ruptura de los esquemas tradicionales, no tocó los valores morales y devotos de la mujer, que desaprobaba la homosexualidad de su hijo. Razón suficiente para detestar incluso su literatura.
Tras el rechazo de su mujer en Bruselas, Verlaine, veinte años mayor que el muchacho, escribió a Rimbaud para invitarle a un reencuentro en la habitación de siempre. El adolescente acudió contrariado.
Verlaine apeló a la reconciliación, pero Rimbaud se negó. Aquellos versos de súplicas y nostalgia parecían morir en la humillación. Nada del sufrimiento pasado importó para Rimbaud. El intercambio de cartas sólo pudo reparar el orgullo, no el abandono. De nuevo llegaron los gritos, los golpes y el sexo. Rimbaud dejó la habitación al tiempo en que la depresión de Verlaine descubría el revólver que llevaba en el bolsillo. Dos disparos y Rimbaud cae. La primera bala lo hirió en la mano izquierda, la segunda no lo alcanzó.
Itiofálicos y soldadinescos
sus chistes sangrientos lo han depravado;
y de noche componen unos frescos
itiofálicos y soldadinescos.
¡Oleajes abracadabrantescos
llevadme el corazón, que sea lavado!
(Corazón robado)
El arrebato y la homosexualidad de Verlaine lo llevaron a pasar dos años en prisión. Durante ese periodo él y Rimbaud no volverían a encontrarse sino en su poesía.
«Se ha dicho que Rimbaud fue una leyenda, lo que seguramente es cierto desde el punto de vista de la literatura, pero para mí Rimbaud es una realidad siempre viva»
Paul Verlaine, Los Poetas Malditos.
* * *
¡No!, ¡no!, ¡ahora me sublevo contra la muerte! El trabajo parece demasiado fácil a mi orgullo; mi traición al mundo sería un suplicio demasiado breve. A último momento, yo atacaría a diestra y siniestra… Entonces —¡oh!—, pobre alma querida, ¡la eternidad estaría perdida para nosotros!
(Relámpago)
Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, Bruselas 1873.
***
Los Poetas Malditos, por Paul Verlaine
Arthur Rimbaud
Caricatura de Rimbaud dibujada por Verlaine en 1872.
Con gozo hubimos de conocer a Arthur Rimbaud. Hoy, muchas cosas nos separan, sin que, claro está, haya nunca faltado o disminuido nuestra profunda admiración por su genio y su carácter.
En aquella época, relativamente lejana, de nuestra intimidad, Arthur Rimbaud era un niño de dieciséis o diecisiete años, ya por entonces afianzado a todo el caudal poético, que sería menester que el público conociera, y del cual ensayaremos un análisis al tiempo que citemos cuanto nos sea posible.
Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético; su rostro tenía el óvalo del de un ángel desterrado; los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietante. Como era de las Ardenas, además de un lindo dejo del terruño, pronto perdido, poseía el don de la asimilación rápida, propio de sus paisanos, y esto puede explicar la pronta desecación de su numen (veine) bajo el sol insulso de París (hablemos como nuestros antepasados, cuyo lenguaje directo y pulcro, al fin y a la postre, no estaba tan mal).
Empezaremos por la primera parte de la obra de Arthur Rimbaud, producto de la más tierna adolescencia –¡sublime erupción, maravillosa pubertad!– y luego, examinaremos las diversas evoluciones de este espíritu impetuoso, hasta su literario fin.
Abramos aquí un paréntesis y, por si estas líneas caen casualmente bajo su mirada, sepa Arthur Rimbaud que nosotros no juzgamos los móviles de los hombres, y tenga por segura nuestra aprobación (y nuestra negra tristeza también) de su abandono de la poesía, supuesto que este abandono haya sido para él lógico, honesto y necesario, lo cual no dudamos.
La obra de Rimbaud, remontándose al periodo de su extrema juventud, es decir, a 1869, 70 y 71, es asaz abundante y formaría un respetable volumen. Se compone de poemas generalmente cortos, letrillas, sonetos, o composiciones de cuatro, cinco o seis versos. El poeta nunca emplea el pareado heroico (rime plate). Su verso, firmemente encajado, usa de pocos artificios; hay en él pocas cesuras literarias y no cabalga. La selección de palabras es siempre exquisita, a veces pedante adrede. El lenguaje es preciso y permanece claro aun cuando la idea suba de color o el sentido se oscurezca. Las rimas son muy honorables.
No podríamos justificar mejor lo que decimos sino presentando al lector el soneto de las
VOCALES A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales, diré algún día vuestros latentes nacimientos. Negra A, jubón velludo de moscones hambrientos que zumban en las crueles hediondeces letales. E, candor de neblinas, de tiendas, de reales lanzas de glaciar fiero y de estremecimientos de umbrelas; I, las púrpuras, los esputos sangrientos, las risas de los labios furiosos y sensuales. U, temblores divinos del mar inmenso y verde. Paz de las heces. Paz con que la alquimia muerde la sabia frente y deja más arrugas que enojos. O, supremo clarín de estridores profundos, silencios perturbados por ángeles y mundos. ¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!
La Musa (¡vivan nuestros padres!), la Musa, decimos, de Arthur Rimbaud toma todos los tonos, pulsa todas las cuerdas del harpa, rasguea en las de la guitarra y acaricia el rabel con el más ágil de los arcos.
Arthur Rimbaud es zumbón y maligno socarronamente como nadie cuando le conviene, sin dejar de ser por ello ese gran poeta que es por la gracia de Dios.
Pruebas son la Oración de la tarde y Los sentados, dignos de que nos arrodillemos.
ORACIÓN DE LA TARDE Como a un ángel que afeitan, vivo siempre sentado, empuñando algún vaso de profundas estrías; doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado del puerto de mi pipa tenues escampavías... Cual cálida inmundicia que un palomar ha hollado, me abrasan dulcemente múltiples fantasías y es mi corazón triste, árbol ensangrentado por los jaldes resinas doradas y sombrías. Cuando agoto mis sueños de bebedor asiduo de cuarenta cuartillos, sin ningún sobresalto me recojo y expulso el ácido residuo. Tierno como el Señor del cedro y los hisopos, meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto, con venia y beneplácito de los heliotropos.
Necesita la composición Los sentados, para su perfecta comprensión, que refiramos un hecho explicativo.
Arthur Rimbaud era por entonces alumno “de segunda” en el liceo de... y era muy aficionado a hacer novillos, fumándose las clases. Cuando –al fin– se cansaba de zancajeardía y noche por montes, bosques y llanos –¡vaya un andarín!–, llegaba a la biblioteca de la ciudad que callo y pedía obras malsonantes para los oídos del jefe bibliotecario, cuyo nombre, poco requerido por la posteridad, baila en la punta de mi pluma. Mas ¿para quénombraría yo a semejante metemuertos en este trabajo maledictino?
El excelente burócrata, que estaba obligado por sus funciones a servir los pedidos de Rimbaud, consistentes en numerosos cuentos orientales y libretti de Favart, alternados con mamotretos científicos raros y antiguos, renegaba al tener que “levantarse” por semejante chicuelo y le recomendaba se atuviera a Cicerón, Horacio y también a algunos griegos. El muchacho, que conocía y, sobre todo, apreciaba a los clásicos mejor que el mismo carcamal, acabó por incomodarse, y así hizo la obra maestra en cuestión:
LOS SENTADOS Picados de viruelas, cubiertos de verrugas, con sus verdes ojeras, sus dedos sarmentosos, la coronilla ornada de costras y de arrugas cual las eflorescencias de los muros ruinosos. En idilio epiléptico han logrado injertar su osamenta a los grandes esqueletos oscuros de las sillas; ni un día han podido apartar los pies de los barrotes raquíticos y duros. Con el temblor doliente de sapos que tiritan, los vejetes están al asiento trenzados, junto al balcón en donde las nieves se marchitan o entra el sol que los pone tan apergaminados. Y con ellos los sórdidos sillones condescienden; cede la paja sucia cuando alguno se sienta; las almas de los idos días de sol se encienden en las trenzas de espigas donde el grano fermenta. Y sus dedos pianistas van ensayando a solas, debajo del asiento, redobles de tambor, mientras oyen gotear las tristes barcarolas y sus chollas oscilan con balances de amor. ¡No hagáis que se levanten! Sucede algo espantoso; se yerguen y enfurruñan cual gatos acosados, y entreabre sus omóplatos el berrinche rabioso que infla sus pantalones con frunces ahuecados. En la paredes dan con sus cabezas mondas y arrastran los torcidos monstruosos piececillos. Llevan unos botones como pupilas hondas que fascinan las nuestras en los negros pasillos. Invisible, su mano se complace, homicida. Se filtra en su mirada el veneno feroz de los ojos pacientes de la perra tundida, y trasudamos, víctimas en el aprieto atroz. Se vuelven a sentar; con los puños crispados piensan en los que llegan y el reposo les quitan, y bajo los mentones secos y desmedrados los racimos de amígdalas se inflaman y se agitan. Y al cerrar sus viseras el austero letargo, en el ensueño abrasan sillas embarazadas y ven proles o crías de asientos a lo largo de mesas de despacho por ellas rodeadas. Flores de tinta escupen comas igual que células
de polen, y los mecen tiernas y acurrucadas,
cual fila de gladiolos a un vuelo de libélulas y excítanles el pene espigas aristadas.
Teníamos afán de reproducir este poema, tan sabia y fríamente extremado, con toda integridad, hasta el último verso, tan lógico y de un atrevimiento tan feliz. Así, el lector puede darse cuenta del poder de ironía, del terrible numen del poeta, cuyos dones más elevados aún no hemos considerado, dones supremos, magnífico testimonio de la Inteligencia, prueba arrogante y francesa, muy francesa –insistimos en ello en estos días de cobarde internacionalismo–, de superioridad natural y mística de raza y casta, incontestables afirmaciones del poderío inmortal del Espíritu, del Alma y del Corazón humanos; a saber: la Gracia, la Fuerza y la gran Retórica, negada por nuestros interesantes, sutiles y pintorescos (estrechos y más que estrechos) Naturalistas limitados de 1883.
En cuanto a Fuerza, he aquí una muestra en las composiciones insertas; pero está todavía tan revestida de paradoja y de temible buen humor, que más bien parece disfrazada.
Volveremos a topar con ella al final del presente trabajo y la hallaremos completamente bella y pura. Por ahora, nos halaga la Gracia, una gracia particular, hasta hoy desconocida, en la que lo extraño y lo insólito salan y encienden con especias la extremada dulzura, o seala simplicidad divina del pensamiento y del estilo.
En ninguna parte, en literatura alguna, hemos hallado algo tan tierno y tan bravío a la vez, tan amablemente caricaturesco y cordial, tan bueno como el raudal franco, sonoro, magistral de
LOS BOQUIABIERTOS Niños mendigos. Ha nevado. Al tragaluz iluminado los pobres van porque les trae al retortero el ver cómo hace el panadero el rubio pan. Miran la masa gris en torno del brazo blanco que del horno es auxiliar. El panadero el buen pan cuece, la sonrisa en su boca mece algún cantar. Apretaditos, ni uno alienta junto al ventano que calienta como un regazo. Cuando al hacer una ensaimada saca el pan áureo de la hornada el fuerte brazo, cuando al cobijo del ahumado techo, el cuscurro perfumado canta muy bajo y a ellos les llega la vaharada está su alma deslumbrada Paul Verlaine Los poetas malditos bajo el andrajo. Sienten que aquello da la vida bajo la escarcha a su aterida faz de angelotes; sus hociquitos como rosas entre las rejas dicen cosas a los barrotes. Y tanto rezan sus plegarias al entrever las luminarias del cielo abierto, que desgarran sus pantalones y hace que tiemblen sus faldones el aire yerto.
¿Qué me decís de esto? Nosotros, al encontrar en otro arte las analogías que la originalidad de este pequeño cuadro nos prohíbe buscar entre todos los posibles poetas, afirmamos que es algo –mejor y peor a un tiempo– como lo que Goya hizo. No os quepa la más leve duda de que, si Goya y Murillo fueran consultados, me darían la razón.
Arte y lienzo y alma de Goya son también Las Espulgadoras, pero de una grotesca luz exasperada, blanco sobre blanco, con efectos azules o rosados y de una pincelada singular rayana en lo fantástico. ¡Mas cuán superior es siempre al pintor el poeta que cuenta con la alta emoción y el canto de las buenas rimas!
LAS ESPULGADORAS Cuando la infantil frente en su roja tormenta implora el blanco enjambre de los sueños borrosos, sus dos hermanas llegan y cada una ostenta las uñas argentinas de sus dedos graciosos. Sientan al niño enfrente de una ventana abierta, al aire azul que baña las abundantes flores y por su pelamesa de rocío cubierta pasan sus dedos crueles, finos, encantadores. Y sus respiraciones furiosas y furtivas con la miel de sus rosas le rozan sin cesar. Solamente su soplo interrumpen salivas chupadas por los labios o ganas de besar. De las negras pestañas escucha las cadencias en las pausas fragantes y, eléctricos y flojos, siente que dan los dedos con grises indolencias entre las regias uñas la muerte a los piojos. Da el vino de la dulce Pereza su delicia con acordes de harmónica que puede delirar y el niño siente, al lento compás de la caricia, cómo nacen y mueren las ganas de llorar.
Hasta la irregularidad de rima de la primera estrofa, hasta la última oración que queda suspendida y cortada a pico, sin conjunción con la anterior y rematada con el punto final, todo contribuye por la ligereza de bosquejo y el temblor de factura al delicado encanto de este trozo. Sobre todo en algunos versos que parecen prolongarse en ensueño y música, ¿no es cierto que su balanceo rítmico es de estirpe lamartiniana? Hasta propia de Racine – osaríamos decir– y también ¿por qué no habríamos de confesar que es a veces virgiliana?
Muchos otros ejemplos de ese donaire exquisitamente perverso o casto con que nos enajenamos y arrobamos nos tientan ahora, pero los límites normales del siguiente ensayo, de por sí extenso, nos obligan a pasar por alto muchos milagros de delicadeza, y de ese modo entraremos en el imperio de la Fuerza esplendida desde donde nos requiere el mágico
BARCO EBRIO Yo sentí al descender los impasibles Ríos que ya no me sirgaban mis conductores rudos; de blanco a pieles-rojas chillones y bravíos sirvieron en los postes, clavados y desnudos. Por las tripulaciones nunca tuve interés y cuando terminó la cruel algarabía, a mí, barco de trigo y de algodón inglés, me dejaron los Ríos ir adonde quería. Bogué en un cabrilleante furor de marejadas más sordo e insensible que meollo de infantes y las viejas Penínsulas por el mar desgajadas no han sufrido vaivenes más recios y triunfantes. La tempestad bendijo mi despertar marino. Diez noches he bailado más leve que un tapón sobre olas que a las víctimas abrían el camino, sin lamentar la necia mirada de un farón. Cual para el niño poma modorra, regodeo fue para el agua verde este casco de pino; dispersando el timón y perdiendo el arpeo me lavó de inmundicias y de manchas de vino. Desde entonces me baña el poema del mar lactascente, infundido de astros; muchas veces, devorando lo azul, en él se va pasar un pensativo ahogado de turbias palideces. Algo tiñe la azul inmensidad y delira en ritmos lentos, bajo el diurno resplandor. Más fuerte que el alcohol, más vasta que una lira fermenta la amargura de las pecas de amor. He visto las resacas, la tormenta sonora, las corrientes, las mangas -y de todo sé el nombre-; cual vuelo de palomas a la exaltada aurora, y alguna vez he visto lo que cree ver el hombre. Yo he visto al sol manchado de místicos horrores, alumbrando cuajados violáceos sedimentos. Cual en dramas remotos los reflujos actores lanzaban en un vuelo sus estremecimientos. Soñé en la noche verde de espuma y nieve ahita -en los ojos del mar, lentos besos de amor
y en la circulación de la savia inaudita que arrastra áureo y azul, al fósforo cantor. Asaltando arrecifes, un mes tras otro mes, seguí a la marejada histérica y vesánica, sin creer que las Marías con sus fúlgidos pies cortaran el resuello a la jeta oceánica. ¡No sabéis... ! Dí con muchas increíbles Floridas, con ojos de panteras y con pieles humanas mezclábanse arcos-iris, tendidos como bridas, al rebaño marino de las verdosas lanas. He visto fermentar las enormes lagunas en cuyas espadañas se pudre un Leviathán y he visto, con bonanza, desplomándose algunas cataratas remotas que a los abismos van... Vi el sol de plata, el nácar del mar, el cielo ardiente, horrores encallados en las pardas bahías y mucha retorcida y gigante serpiente cayendo de los árboles, con fragancias sombrías. Quisiera yo enseñar a un niño esas doradas de la onda azul. pescados cantores, rutilantes... Me bandijo la espuma al salir de las radas y el inefable viento me elevó por instantes... Fui mártir de los polos y las zonas hastiado, el sollozo del mar dulcificó mi arfada; con flores amarillas ventosas fui obsequiado, y me quedé como una mujer arrodillada. Igual que una península llevaba las disputas y el fimo de chillonas aves de ojos melados, y mientras yo bogaba, de entre jarcias enjutas bajaban a dormir, de espaldas, los ahogados. Y yo, barco perdido entre la cabellera de ensenadas, al éter echado por la racha, no merecí el remolque de anseáticas veleras ni de los monitores, nave de agua borracha. Humeante, libre, ornado de neblinas violetas segué el cielo rojizo con brío de segur llevando -almíbar grato a los buenos poetas
mis líquenes de sol y mis mocos de azur. Las lúnulas eléctricas me fueron recubriendo, almadía, escoltada por negros hipocampos. Las ardientes canículas golpearon abatiendo en trombas, a los cielos de ultramarinos lampos. Yo que temblé al oír a través latitudes el rugir de los Behemots y los Maelstroms en celo, eterno navegante de azuladas quietudes, por los muelles de Europa ahora estoy sin consuelo. Yo vi los archipiélagos siderales que el hondo y delirante cielo abren al bogador. ¿Te recoges tú y duermes en las noches sin fondo, millón de aves de oro, venidero Vigor? El acre amor me ha henchido de embriagador letargo. Lloré mucho. Las albas son siempre lacerantes. Toda luna es atroz y todo sol amargo. ¡Que se rompa mi quilla y vaya al mar cuanto antes! Si yo ansío algún agua de Europa es la del charco negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa, en cuclillas y triste, un niño suelta un barco endeble y delicado como una mariposa. Ya nunca más podré, olas acariciantes, aventajar a otros transportes de algodón, ni cruzando el orgullo de banderas flameantes nadar junto a los ojos horribles de un pontón.
¿Y qué opinión formularíamos acerca de Las primeras comuniones, poema demasiado largo para tener lugar aquí, sobre todo después de tanto exceso en las citas, y del cual, por otra parte, detestamos el fondo por parecernos que deriva de un malhadado contacto con el Michelet senil e impío, aquel Michelet de debajo de la ropa sucia de las mujeres, ínfimo Parny (al otro Michelet nadie le adora como nosotros)? Sí, ciertamente, ¿qué parecer emitiríamos acerca de este trozo colosal que no fuera confesar que en él nos placen la sabia disposición y todos los versos sin excepción alguna? Los hay como éstos:
Los cielos veteados de verde, en los finales latinos, de las Frentes bañan el arrebol y manchados con sangres de pechos celestiales los grandes velos níveos caen sobre cada sol.
París se repuebla, composición escrita después de la “Semana sangrienta”, es un hervidero de bellezas:
[...] ¡Tapad palacios muertos con vallas maderas! Los viejos días vuelven ofreciendo a los ojos el rebaño de las que retuercen las caderas. [...] Cuando tan rudamente en las iras danzaras, París, y te asestara tanta herida el puñal; cuando yaces, guardando en tus pupilas claras algo de la bondad de un retoño vernal. [...]
En este orden de ideas, Los que velan, poema que –¡ay!– ya no está en nuestro poder ni nuestra memoria podría reconstituir, nos dejó la impresión más fuerte que en la vida unos versos puedan habernos causado. ¡En ellos hay tanta vibración, amplitud y tristeza sacrosanta! ¡Persiste tal acento de desolación sublime, que nos atrevemos a creer que es lo mejor –y con mucho– de lo que ha escrito Arthur Rimbaud!
Muchas otras composiciones de primer orden han estado en nuestras manos, mas un avieso azar y un torbellino de viajes un tanto accidentados han hecho que las perdamos. Así es que, requerimos es estas líneas a todos los amigos conocidos o desconocidos que poseyeran Los que velan, En cuclillas, Los pobres en la Iglesia, Los despertadores de la noche, Los aduaneros, Las manos de Juana María, Hermanas de la Caridad, y cuantas cosas fueron firmadas por el prestigioso nombre, para que tengan la bondad de proporcionárnoslas por si llegara el caso probable de que el presente trabajo debiera completarse. En nombre del decoro de las Letras les reiteramos nuestra súplica. Los manuscritos serán devueltos religiosamente a sus generosos propietarios, en cuanto se haya tomado copia de ellos.
Y ya es hora de pensar en terminar esto que sólo por las excelentes razones que siguen ha tomado tales proporciones.
El nombre y la obra, tanto de Corbière como de Mallarmé, están asegurados por los siglos de los siglos; el nombre sonará en los labios de los hombres y en la memoria de los que sean dignos de ello también cantará su obra. Corbière y Mallarmé publicaron pequeña cosa inmensa. Rimbaud, harto desdeñoso, más desdeñoso aún que Corbière, quien por lo menos le dio al siglo con su volumen en las narices, nada ha querido publicar de sus versos.
Tan sólo una composición, reprobada y desautorizada por él mismo, fue inserta sin que él lo supiera –cosa bien hecha– en el primer año del Renacimiento, hacia 1873. Se titulaba Los cuervos. Los curiosos podrán saborear algo patriótico, pero con patriotismo del bueno, aunque aquello no es todo. Por nuestra parte nos enorgullecemos de ofrecer a nuestros contemporáneos inteligentes buena ración de una dulce golosina: versos de Rimbaud.
Si le hubiéramos consultado a él (sépase que ignoramos su dirección, inmensamente vaga, además) probablemente nos hubiera desaconsejado de emprender esta tarea por lo que a él le atañe. ¡Así, se maldijo a sí mismo este Poeta Maldito! Pero la amistad y la devoción literarias que siempre le otorgaremos nos han dictado estas líneas induciéndonos a indiscreción. ¡Peor para él! Tanto mejor –¿no es cierto?– para vosotros. Del tesoro olvidado por su poseedor más que frívolo, no se habrá perdido todo, y si es que cometemos en ello un crimen, entonces felix culpa!
Después de alguna permanencia en París y de diversas peregrinaciones más o menos aterradoras, Rimbaud cambió de rumbo y trabajó (él) en lo ingenuo, y ya en el plano de lo muy sencillo adrede, no usó más que asonancias, palabras vagas, frases infantiles o populares. Así consiguió prodigios de tenuidad, de verdadero matiz débil, de encanto inapreciable, a fuerza de ser delgado y sutil.
¡Ha reaparecido! ¿Qué? La eternidad. Con todos los soles se ha marchado el mar.
Pero el poeta desaparecía –nos referimos al poeta correcto, en el sentido un poco especial del vocablo. Se convertía en un prosista sorprendente. Un manuscrito cuyo título no recordamos y que contenía extraños misticismos y agudísimos atisbos psicológicos, cayó en unas manos que le extraviaron sin darse cuenta de lo que hacían.
Una temporada en el Infierno, publicada en Bruselas, en 1873, por la casa Poot y C., calle de las Berzas, num. 37, se hundió totalmente en un monstruoso olvido, por no haber preparado el autor el más insignificante bombo. Tenía que hacer más y mejores cosas.
Recorrió todos los continentes, todos los océanos, pobre y altivamente (rico, además, si hubiera querido, por su familia y su posición) después de haber escrito, también en prosa, una serie de soberbios trozos con el título de Las Iluminaciones, creo que para siempreperdidos. Dijo en su Temporada en el Infierno: “Ya he hecho mi jornada. Me voy de Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los perdidos climas.”
Esto está muy bien, y el hombre cumplió su palabra. El hombre que Rimbaud lleva dentro es libre, bien claro está, y ya se lo concedimos al empezar con una reserva legitima que acentuaremos al resumir. Pero en cuanto a este loco poeta, ¿no tuvo razón al aprisionar a esa águila y ponerla en esta jaula, con la presente etiqueta? ¿Y no podríamos, por añadidura, y supererogación (si es que la Literatura ha de ver consumarse semejante pérfida) exclamar con Corbière, su hermano mayor, no el mayor de sus hermanos, irónicamente?, no; ¿melancólicamente?, sí; ¿furiosamente?, ya lo creo; aquellos versos:
El óleo santo se apagó ya, ¿ya se ha apagado el sacristán?
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