El 14 de noviembre de 1974, justo un año antes de ser asesinado, Pasolini publicó en Corriere della Sera una memorable columna titulada ¿Qué es este golpe de Estado? Yo sé. En ella analizaba la desquiciada política italiana de su tiempo (bien pensado, ¿Cuándo no lo ha sido?) y sin embargo había un poso en sus palabras que trascendía la época y lugar, desde luego aplicable al mundo de nuestros días y también, incluso, a las circunstancias de su posterior muerte, pues expresaba la frustración de tener una intuición exacta acerca de la realidad, pero no poder demostrarla:
«Yo sé. Pero no tengo las pruebas. No tengo siquiera indicios. Lo sé porque soy un intelectual, un escritor, que trata de seguir todo lo que sucede, de conocer todo lo que se escribe acerca de ello, de imaginar todo lo que no se sabe o todo lo que se calla; que coordina hasta los hechos más lejanos, que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un cuadro político íntegro y coherente, que restablece la lógica allí donde reinan la arbitrariedad, la locura y el misterio».
De su propia muerte muchos coetáneos supieron los motivos, pero no tuvieron pruebas. Lo que constaba era que apareció su cadáver destrozado en extrañas circunstancias y un acusado que afirmó haberlo hecho en defensa propia tras una insinuación sexual por parte de Pasolini. Sin embargo, se trataba de un crimen que más bien parecía un ajuste de cuentas desde ciertas facciones políticas, un martillazo del poder al clavo que sobresale, una manera de silenciar al Pepito Grillo que estaba haciendo demasiadas preguntas y agitando a la opinión pública. Cuando las casualidades resultan tan oportunas para quien manda, dejan de parecer casualidades… Tres décadas después aquel acusado se retractó de su confesión, que habría sido según él fruto de amenazas contra su familia, y señaló que los autores reales del crimen tuvieron motivaciones políticas. Claro que para entonces las reclamaciones al maestro armero.
Es lo acostumbrado: pasado el tiempo suficiente aquello que se desdeña inicialmente como mera «teoría de la conspiración» pasa a reubicarse en la categoría «¡anda!, pues era verdad», pero entonces los autores son ya inimputables, las responsabilidades políticas quedan diluidas y lo ocurrido se asume como hechos consumados a aceptar con resignación, una fatalidad sin vuelta atrás. La continua huida hacia adelante, el patapúm parriba de Clemente.
Mientras tanto no queda otra que movernos en un mundo en el que las conspiraciones son la norma (¡las hay hasta en las juntas de vecinos!) y no la excepción, pero por su propia naturaleza se desenvuelven en un entorno de sombras, trampas y mentiras. Es un viejo cliché del cine que el villano se autoinculpe reconociendo estar en el lado del Mal y describa sus pérfidos planes al héroe —momentáneamente capturado, luego escapa— rematándolo todo con una siniestra carcajada. En la realidad todo el mundo cree, o al menos dice, estar del lado del Bien, oculta a la vista ajena intenciones y comportamientos propios que considera reprochables y aún llega a atribuírselos al adversario.
9 maggio 1978 La Renault 4 con lo sportello posteriore aperto e quello posteriore ancora intatto. ANSA
Decía Nietzsche en uno de sus aforismos de La gaya ciencia que la forma más indigna de hacer daño a una causa era defendiéndola intencionadamente con malos argumentos. Se le olvidó añadir que es también la más eficaz. Podemos pasarnos el día escuchando con indiferencia sapos y culebras acerca de tal o cual político, periodista o celebridad, pero basta con oírlo a él o ella explicándose, «straight from the horse’s mouth» que dicen los anglos, para que entonces sí pase a resultarnos insufrible y ponernos en su contra.
La tentación consecuente es manipular sus palabras o endosarle algo que nunca ha sostenido él o su partido/movimiento y como la propaganda es el arte de escuchar el alma de la gente, según inspirada definición de Goebbels, pues estamos entonces ante un recurso más que frecuente. Es lo que se conoce como «propaganda negra», donde la manipulación proviene principalmente de la atribución.
En el ámbito militar el equivalente serían los ataques de falsa bandera, donde se finge o perpetra una acción para achacársela al enemigo y tener así la excusa para iniciar las hostilidades, pretendiendo que uno solo está defendiéndose.
Pues bien, la mencionada columna de Pasolini tuvo el atrevimiento —tal vez es lo que le costó la vida, según dicen— de enmarcar en este ámbito los grandes atentados que en años previos habían sacudido a Italia:
«Lo sé. Yo sé los nombres de los responsables de esto que ha sido llamado golpe (y que en realidad es una serie de golpes infligidos a sistemas de protección del poder). Yo sé los nombres de los responsables del atentado de Milán del 12 de diciembre de 1969. Yo sé los nombres de los responsables de los atentados de Brescia y Bolonia en los primeros meses de 1974 (…) Sé los nombres de quienes han manejado las dos fases distintas, incluso opuestas, de la tensión: una primera fase anticomunista (Milán, 1969) y una segunda fase antifascista (Brescia y Bolonia, 1974)».
Esa «estrategia de la tensión» a la que alude y tal como desde entonces ha sido conocida esa etapa de la historia italiana contemporánea, consistía en promover atentados desde los servicios secretos del Estado que se atribuían a grupos subversivos, con el fin de justificar ante la opinión pública medidas autoritarias o, llegado cierto punto, un golpe de Estado de militares siguiendo el modelo griego. Se trataba de una doctrina que había ido madurándose en los años previos. Así, por ejemplo, podemos leer en el libro Guerras no ortodoxas:
«durante los conflictos armados de descolonización de Indochina y Argelia, los militares franceses habían tenido una gran revelación: la necesidad de librar una guerra ideológica que vinculase la acción militar con el ambiente social del país dentro de un vasto programa de lucha contrasubversiva (…) el campo de batalla debía extenderse hasta abarcar todos los aspectos de una sociedad civil, convertida en ‘frente interno’, donde los servicios de información y seguridad estatales tendrían también un papel estelar».
Aldo Moro y Enrico Berlinger
Paralelamente, en EE.UU. la fundación de la CIA en 1947 incluía en su directiva la «propaganda, guerra económica, acción política preventiva que incluye sabotajes, antisabotajes, subversión contra Estados hostiles» (lo que incluiría la llamada Operación Gladio) y la posterior guerra de Corea trajo consigo la fundación de un departamento de guerra psicológica. Por su parte, la URSS anunció en 1961 que apoyaría todos los movimientos de liberación nacional y, en lo que respecta a Italia, este país contaba con el mayor partido comunista de Europa, haciendo factible si llegaba al poder que terminase pasándose al otro lado del telón de acero. Su sociedad civil era el frente interno donde luchar.
En semejante contexto es donde surge el movimiento Orden Nuevo, nostálgico del régimen de Mussolini y reacio a una sociedad moderna materialista que veía abocada al Kali Yuga o medianoche del mundo (¿visionarios?), en uno de cuyos documentos de 1969 titulado Nuestra acción política, explicaba:
«nuestra creencia es que la primera fase de la actividad política debe ser crear las condiciones que favorezcan la instalación del caos en todas las estructuras del régimen. Esto lleva a una situación de fuerte tensión política, al miedo en el mundo de la industria y a la hostilidad hacia el Gobierno y los partidos políticos (…)
En nuestra opinión, el primer paso que debemos dar es destruir la estructura del Estado democrático, bajo la tapadera de actividades comunistas y prochinas. Por otra parte, tenemos personas que se han infiltrado en estos grupos y, obviamente, tendremos que adaptar nuestras acciones a la ética del medio: propaganda y la acción de una especie que parezca haber surgido de nuestros adversarios comunistas».
Aldo Moro y Andreotti
Ahora bien, algunos miembros de Orden Nuevo eran también agentes de los servicios secretos italianos, y eso es clave para entender el primer gran atentado con el que se puso en práctica tal doctrina ese mismo año, el 12 de diciembre. Tuvo lugar en las oficinas de un banco en Piazza Fontana, en Milán, y causó la muerte a 17 personas. La posterior investigación policial —debidamente dirigida desde arriba— señaló a dos anarquistas como los autores, uno de los cuales murió tras caerse por la ventana de la comisaría mientras era interrogado. Finalmente fueron declarados inocentes. El objetivo del atentado, servir de excusa para ejecutar un golpe de Estado, no terminó de hacerse realidad al año siguiente cuando a última hora figuras clave de la operación se echaron atrás.
Hay una película de 2012 muy recomendable para quien quiera saber más de todo esto, Piazza Fontana: La conspiración italiana, que recoge con detalle tanto el atentado terrorista como las reacciones posteriores. Según esta narración el dirigente Aldo Moro habría sido una figura crucial para atemperar los ánimos, movido por las profundas convicciones católicas que regían su conducta hasta el punto de que la película le dota de un aura de santidad. O quizá de mártir, sería más preciso decir, pues como es sabido las Brigadas Rojas en 1978 lo secuestraron y luego asesinaron para impedir el «Compromiso histórico» entre democristianos y comunistas. Un episodio aún hoy día misterioso de la política italiana (¡otro más!) del que a tenor de la vieja pregunta romana cui bono… muchos ya saben, aunque no tengan pruebas.
Yo sé los nombres de los responsables de lo que se llama «golpe» (y que en realidad es una serie de «golpes» instituidos como sistema de protección del poder).
Yo sé los nombres de los responsables de la masacre de Milán del 12 de diciembre de 1969.
Yo sé los nombres de los responsables de las masacres de Brescia y Bolonia de los primeros meses de 1974.
Yo sé los nombres de la «cúpula» que maniobró, por lo tanto, tanto a los viejos fascistas ideólogos de «golpes«, como a los neofascistas autores materiales de las primeras masacres, como finalmente, a los autores materiales «desconocidos» de las masacres más recientes.
Yo sé los nombres de quienes gestionaron las dos diferentes, es más, opuestas, fases de la tensión: una primera fase anticomunista (Milán 1969) y una segunda fase antifascista (Brescia y Bolonia 1974).
Yo sé los nombres del grupo de poderosos que, con la ayuda de la CIA (y en segundo orden de los coroneles griegos de la mafia), primero crearon (por lo demás, fracasando miserablemente) una cruzada anticomunista para contener el ’68, y luego, siempre con la ayuda y por inspiración de la CIA, se reconstruyeron una virginidad antifascista, para contener el desastre del «referéndum«.
Yo sé los nombres de aquellos que, entre una Misa y otra, dieron las disposiciones y aseguraron la protección política a viejos generales (para mantener en pie, de reserva, la organización de un potencial golpe de Estado), a jóvenes neofascistas, es más, neonazis (para crear concretamente la tensión anticomunista) y, finalmente, a criminales comunes, hasta este momento, y quizás para siempre, sin nombre (para crear la sucesiva tensión antifascista). Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de personajes cómicos como ese general de la Forestal que operaba, de manera bastante operística, en Città Ducale (mientras los bosques italianos ardían), o de personajes grises y puramente organizativos como el generalMiceli.
Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que eligieron las suicidas atrocidades fascistas y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se pusieron a disposición, como sicarios y asesinos.
Yo sé todos estos nombres y sé todos los hechos (atentados a las instituciones y masacres) de los que se hicieron culpables.
Yo sé. Pero no tengo las pruebas. Ni siquiera tengo indicios.
Yo sé porque soy un intelectual, un escritor, que intenta seguir todo lo que sucede, conocer todo lo que se escribe al respecto, imaginar todo lo que no se sabe o que se silencia; que coordina hechos incluso lejanos, que une las piezas desorganizadas y fragmentarias de un cuadro político coherente, que restablece la lógica allí donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio.
Todo esto forma parte de mi oficio y del instinto de mi oficio. Creo que es difícil que mi «proyecto de novela» esté equivocado, es decir, que no tenga relación con la realidad, y que sus referencias a hechos y personas reales sean inexactas. Creo además que muchos otros intelectuales y novelistas saben lo que yo sé en cuanto intelectual y novelista. Porque la reconstrucción de la verdad sobre lo que sucedió en Italia después del ’68 no es tan difícil.
Tal verdad —se siente con absoluta precisión— está detrás de una gran cantidad de intervenciones incluso periodísticas y políticas: es decir, no de imaginación o de ficción como es por su naturaleza la mía. Último ejemplo: es claro que la verdad apremiaba, con todos sus nombres, detrás del editorial del «Corriere della Sera«, del 1 de noviembre de 1974.
Probablemente los periodistas y los políticos también tengan pruebas o, al menos, indicios.
Ahora el problema es este: los periodistas y los políticos, aun teniendo quizás pruebas y ciertamente indicios, no dan los nombres.
¿A quién le corresponde entonces dar esos nombres? Evidentemente a quien no solo tiene el coraje necesario, sino que, además, no está comprometido en la práctica con el poder, y, por definición, no tiene nada que perder: es decir, un intelectual.
¿A quién le corresponde entonces dar esos nombres? Evidentemente a quien no solo tiene el coraje necesario, sino que, además, no está comprometido en la práctica con el poder, y, por definición, no tiene nada que perder: es decir, un intelectual.
Un intelectual, por lo tanto, podría perfectamente hacer públicos esos nombres: pero él no tiene ni pruebas ni indicios.
El poder y el mundo que, aunque no siendo del poder, mantiene relaciones prácticas con el poder, ha excluido a los intelectuales libres —precisamente por la forma en que está constituido— de la posibilidad de tener pruebas e indicios.
Se me podría objetar que yo, por ejemplo, como intelectual e inventor de historias, podría entrar en ese mundo explícitamente político (del poder o en torno al poder), comprometerme con él, y así participar del derecho a tener, con una cierta alta probabilidad, pruebas e indicios.
Pero a tal objeción yo respondería que eso no es posible, porque es precisamente la repugnancia a entrar en un mundo político similar lo que se identifica con mi potencial coraje intelectual para decir la verdad: es decir, para dar los nombres.
El coraje intelectual de la verdad y la práctica política son dos cosas irreconciliables en Italia.
Al intelectual —profunda y visceralmente despreciado por toda la burguesía italiana— se le confiere un mandato falsamente elevado y noble, en realidad servil: el de debatir los problemas morales e ideológicos.
Si él incumple este mandato, es considerado traidor a su papel: se grita de inmediato (como si no se esperara otra cosa) a la «traición de los clérigos«, es una coartada y una gratificación para los políticos y para los siervos del poder.
Pero no existe solo el poder: existe también una oposición al poder. En Italia esta oposición es tan vasta y fuerte que es un poder en sí misma: me refiero naturalmente al Partido Comunista Italiano.
Es cierto que en este momento la presencia de un gran partido en la oposición como es el Partido Comunista Italiano es la salvación de Italia y de sus pobres instituciones democráticas.
El Partido Comunista Italiano es un País limpio en un País sucio, un País honesto en un País deshonesto, un País inteligente en un País idiota, un País culto en un País ignorante, un País humanista en un País consumista. En estos últimos años, entre el Partido Comunista Italiano, entendido en un sentido auténticamente unitario —en un «conjunto» compacto de dirigentes, bases y votantes— y el resto de Italia, se ha abierto una brecha: por lo que el Partido Comunista Italiano se ha convertido precisamente en un «País separado«, una isla.
el Partido Comunista Italiano se ha convertido precisamente en un «País separado«, una isla. Y es precisamente por esto que hoy puede tener relaciones estrechas como nunca antes con el poder efectivo, corrupto, inepto, degradado: pero se trata de relaciones diplomáticas, casi de nación a nación.
Y es precisamente por esto que hoy puede tener relaciones estrechas como nunca antes con el poder efectivo, corrupto, inepto, degradado: pero se trata de relaciones diplomáticas, casi de nación a nación. En realidad, las dos morales son inconmensurables, entendidas en su concreción, en su totalidad. Es posible, precisamente sobre estas bases, plantear ese «compromiso» realista que quizás salvaría a Italia del completo desastre: «compromiso» que sería, sin embargo, en realidad una «alianza» entre dos Estados vecinos, o entre dos Estados incrustados uno en el otro.
Pero precisamente todo lo positivo que he dicho sobre el Partido Comunista Italiano constituye también su momento relativamente negativo.
La división del País en dos Países, uno hundido hasta el cuello en la degradación y la degeneración, el otro intacto y no comprometido, no puede ser una razón de paz y de constructividad.
La división del País en dos Países, uno hundido hasta el cuello en la degradación y la degeneración, el otro intacto y no comprometido, no puede ser una razón de paz y de constructividad.
Además, concebida así como yo la he delineado aquí, creo objetivamente, es decir, como un País dentro del País, la oposición se identifica con otro poder: que sin embargo siempre es poder.
En consecuencia, los hombres políticos de tal oposición tampoco pueden no comportarse como hombres de poder.
En el caso específico, que en este momento tan dramáticamente nos concierne, ellos también han deferido al intelectual un mandato establecido por ellos. Y, si el intelectual incumple este mandato —puramente moral e ideológico— he aquí que es, con suma satisfacción de todos, un traidor.
Ahora, ¿por qué ni siquiera los hombres políticos de la oposición, si tienen —como probablemente tienen— pruebas o al menos indicios, no dan los nombres de los responsables reales, es decir, políticos, de los cómicos golpes y de las espantosas masacres de estos años? Es simple: no los dan en la medida en que distinguen —a diferencia de lo que haría un intelectual— la verdad política de la práctica política. Y por lo tanto, naturalmente, ellos tampoco informan de pruebas e indicios al intelectual no funcionario: ni siquiera lo sueñan, como es por lo demás normal, dada la situación objetiva de hecho.
El intelectual debe seguir ateniéndose a lo que se le impone como su deber, a reiterar su modo codificado de intervención.
Sé bien que no es el caso —en este particular momento de la historia italiana— de hacer públicamente una moción de censura contra toda la clase política. No es diplomático, no es oportuno. Pero estas son categorías de la política, no de la verdad política: aquella que —cuando puede y como puede— el impotente intelectual está obligado a servir.
Pues bien, precisamente porque yo no puedo dar los nombres de los responsables de los intentos de golpe de Estado y de las masacres (y no en lugar de esto) no puedo pronunciar mi débil e ideal acusación contra toda la clase política italiana.
Y yo actúo porque creo en la política, creo en los principios «formales» de la democracia, creo en el Parlamento y creo en los partidos. Y, naturalmente, a través de mi particular óptica que es la de un comunista.
Y yo actúo porque creo en la política, creo en los principios «formales» de la democracia, creo en el Parlamento y creo en los partidos. Y, naturalmente, a través de mi particular óptica que es la de un comunista.
Estoy dispuesto a retirar mi moción de censura (es más, no espero otra cosa) solo cuando un hombre político —no por oportunidad, es decir, no porque haya llegado el momento, sino más bien para crear la posibilidad de tal momento— decida dar los nombres de los responsables de los golpes de Estado y de las masacres, que evidentemente él sabe, como yo, no puede no tener pruebas, o al menos indicios.
Probablemente -si el poder americano lo permite- quizás decidiendo «diplomáticamente» conceder a otra democracia lo que la democracia americana se concedió a propósito de Nixon- estos nombres tarde o temprano serán dichos. Pero quienes los digan serán hombres que han compartido el poder con ellos: como responsables menores contra responsables mayores (y no está dicho, como en el caso americano, que sean mejores). Este sería en definitiva el verdadero Golpe de Estado.
Estoy dispuesto a retirar mi moción de censura (es más, no espero otra cosa) solo cuando un hombre político -no por oportunidad, es decir, no porque haya llegado el momento, sino más bien para crear la posibilidad de tal momento- decida dar los nombres de los responsables de los golpes de Estado y de las masacres, que evidentemente él sabe, como yo, no puede no tener pruebas, o al menos indicios.
Estos nombres tarde o temprano serán dichos.
Pero quienes los digan serán hombres que han compartido el poder con ellos: como responsables menores contra responsables mayores (y no está dicho, como en el caso americano, que sean mejores). Este sería en definitiva el verdadero Golpe de Estado.
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