A PROPÓSITO DE UNA CARTA DE SPINOZA A HUGO BOXEL
(márgenes para una lectura materialista de Spinoza)
PARTE 1
Por Juan Pedro García del Campo
Este artículo fue publicado originalmente en Er, revista de Filosofía (número 17-18; invierno, 1995)

-I-
En la carta LVI de Spinoza, dirigida a Hugo Boxel, sin fecha, pero cuya redacción puede datarse entre los meses de Septiembre y Noviembre de 1.674 -plena madurez, por tanto, del pensamiento spinoziano– se encuentran unas frases sobre cuya lectura suele pasarse rápidamente pero que, en nuestra opinión, suponen un elemento crucial a tener en cuenta a la hora de delimitar el sentido y la filiación de la filosofía de Spinoza; en otros términos, a la hora de fijar los acuerdos teóricos de los que parte su pensamiento. El curioso tema que la carta aborda, planteado por Boxel, es el de la existencia de los fantasmas; lo que nos interesa, sin embargo, es que el pulidor de lentes afirma en ella, con aparente ingenuidad, lo que supone la más clara toma de posición que puede encontrarse en toda su obra:
«No es, para mi, de mucho peso la Autoridad de Platón, de Aristóteles o de Sócrates. Me habría llamado la atención que hubierais citado a Epicuro, Demócrito, Lucrecio o alguno de los Atomistas o partidarios de los Átomos: no es de extrañar, en cambio, que los que hablan de Cualidades ocultas, Especies intencionales, Formas substanciales y mil otras necedades, hayan inventado Espectros y Lemures dando fe a las viejas, para quitarle autoridad a Demócrito, cuya fama envidiaban tanto que, entregaron sus libros, de tan merecido renombre, al fuego» (1).
De todos los autores citados en este texto, Spinoza sólo poseía la traducción latina de los textos de Aristóteles (2). De ello, sin embargo, no puede deducirse – como se ha sugerido – el desconocimiento de las doctrinas del resto de los autores; tampoco, mucho menos, puede soslayarse la importancia de la singular afirmación spinoziana.
Acerca de lo primero, hay que señalar que en la biblioteca de Spinoza había textos de Cicerón, Séneca, Horacio o Virgilio, así como otros de Bacon, Descartes o Hobbes que, al menos de segunda mano, le habrían permitido tanto el conocimiento de las concepciones filosóficas más antiguas como el de sus discusiones modernas; igualmente hay que tener en cuenta las referencias que, sin duda, Spinoza ha hecho suyas a partir de sus estudios en la Sinagoga, de los textos escolásticos, tanto hebreos como cristianos, o de lo leído de las bibliotecas de sus muchos y eruditos amigos. Acerca de lo segundo, no puede ser tomada a la ligera una afirmación semejante de un autor que, como Spinoza, puso tanto cuidado en mantener oculto su pensamiento, que llegó (3) a considerar imprudente que Leibniz leyera alguno de sus escritos. El prudente Spinoza, en este texto, ha roto la máxima del silencio acerca de su propia filosofía que tanto ha cultivado y, al poner sobre el papel los nombres malditos, ha debido rememorar la eterna condenación que La Misna anuncia a los epicúreos.
Para explicar la afirmación que aparece en este texto no puede ser aducido un simple descuido o una licencia literaria. Teniendo en cuenta, además, el papel que durante el XVII juega la correspondencia como auténtico medio de comunicación pública, una afirmación de «atomismo» tan clara, debe ser considerada, más que imprudente, peligrosa. Esta circunstancia nos hace pensar que no estamos simplemente ante una forma provocadora de dar por finalizada una relación epistolar incómoda; es preciso considerar, más bien, que Spinoza ha debido calibrar el alcance de su «confesión» antes de realizarla y que, por tanto, tiene el valor de una fijación explícita de principios.
Hugo Boxel no es para Spinoza un loco desconocido que le plantea una cuestión – la existencia de los fantasmas – inútil y ridícula. Desde 1.655 a 1.659 ha sido Secretario de la villa de Gorkum y desde ese año Pensionario de la misma hasta que en 1.672 es depuesto de su cargo por el príncipe de Orange (4) es, por tanto, como él mismo, uno de los derrotados en la controversia civil que sacude Holanda hasta la caída del régimen de los de Witt. La primera carta que Spinoza le envía, además, atestigua que ambos eran conocidos (5), y muy probablemente habían puesto en común sus respectivos puntos de vista ante la nueva situación política. Boxel es, pues, un conocido y aliado en el bando republicano; alguien «de confianza» con quien no son precisas las precauciones habitualmente tomadas.
Por otra parte, y quizá precisamente por el tema en torno al que gira la correspondencia que cruzan, las cartas del jurista tienen la virtud de plantear las cosas sobre un terreno tal que viene exigida una respuesta clara y directa. En las cartas anteriores, ante las preguntas de Boxel, Spinoza ha rechazado la existencia de esos entes imaginarios, y lo ha hecho pese a la autoridad de Plutarco, Plinio el Joven o Suetonio. En este punto, dando un giro argumentativo, el jurista abandona las referencias literarias e introduce en la discusión una consideración gnoseológica que se convierte en fundamental: puesto que no puede ser justificada la verdad absoluta de ninguno de nuestros conocimientos y, sin embargo, es preciso admitir algún tipo de validez para la actividad cognoscitiva, debe ser adoptado como cierto lo probable y, en todo caso, aquello que «los Filósofos» han afirmado o, al menos, no han negado totalmente. La autoridad de Platón, Aristóteles o Sócrates es, entonces, puesta en juego como apoyo a la tesis de la existencia de los lemures y los espectros. Pues bien, es ésta la cuestión que no puede quedar sin respuesta. Y ello es así porque lo que está en juego es la especificidad y la eficacia de esa peculiar manera de acceder al conocimiento de la verdad que es la ciencia. Spinoza, planteadas así las cosas, no puede permanecer callado por más tiempo.
Mientras los argumentos han sido -sólo – por la autoridad, Spinoza ha contemporizado con la cuestión; una vez planteados con un fondo gnoseológico, es preciso entrar en ella. Así, frente al «escepticismo» de su corresponsal, Spinoza apuesta por una defensa de las demostraciones geométricas: del hecho de que en las ciencias divinas y humanas abunden las controversias no puede concluirse la imposibilidad de establecer demostraciones apodícticas; puede sólo decirse que algunos, llevados por su amor a la contradicción, se han autoexcluido de la posibilidad efectiva de conocer. Respecto de los fantasmas, los espectros y lemures, no es posible establecer ninguna propiedad inteligible – algo muy distinto de lo que sucede, por ejemplo, con la idea de triángulo o con Dios mismo, de los que es perfectamente posible un conocimiento cierto y demostrativo – y sobre ellos, por tanto, nada puede ser dicho; además, puesto que la noción que de ellos forma la imaginación es claramente contradictoria y nada verosímil, cabe señalar, más bien, que su consideración es cosa de necios. ¿Qué decir, entonces, de «los Filósofos» cuya autoridad ha sido puesta sobre la mesa? Nada es de extrañar que en este asunto hayan «dado fe a las viejas» cuando en la cuestión fundamental, la del conocimiento del verdadero ser de las cosas, han hablado de «Cualidades ocultas, Especies intencionales, Formas substanciales y mil otras necedades» (6).
Tal como Boxel ha terminado por plantear la cuestión, como un caso en torno al que hacer jugar diferentes concepciones acerca del conocimiento, Spinoza ha debido tomar partido por las condiciones en las que el XVII está gestando la ciencia nueva; frente a las cualidades ocultas, es afirmado el proceder inmanente del pensamiento que entiende los movimientos físicos como diversos modos de manifestarse la mecánica con que está signada la «res extensa«, y su conocimiento como demostrativo y cierto.
Puesto que de «Filósofos» se trata, Spinoza -frente a los que le son mentados- cita el nombre de aquellos cuya explicación de lo físico se mantiene en el ámbito de la inmanencia de los choques necesarios entre los átomos. Nuestro autor, de este modo, se está proclamando partidario de aquella manera de pensar que en la filosofía griega los atomistas encarnan, la única que establece una explicación inmanente de lo físico, y desde la que el mundo viene entendido como expresión de una conexión necesaria; Spinoza se está proclamando, en defensa del verdadero conocimiento y de la auténtica ciencia, un pensador materialista. El texto de la carta que comentamos, así lo pensamos, ha de ser tomado en serio, porque es algo serio lo que Spinoza, en esas líneas, ha puesto en juego.

-II-
Efectivamente, si algo puede decirse – en términos generales – de la nueva construcción científica que se está gestando en el XVII es su clara pretensión de alejamiento respecto a los esquemas en que la tradición escolástica había entendido la captación cognoscitiva del Ser. Ya desde las primeras décadas del XVI el pensamiento renacentista había roto, al menos en la práctica, con el modelo de pensamiento «aristotélico«, y lo había sustituido por una concepción del conocer que no comprende su actividad como la mera reproducción especular de la configuración entitativa de la realidad.
Bacon, Descartes, el propio Galileo -bien que formulando explicaciones diferentes del funcionamiento de «lo físico«- constituyen otros tantos momentos en la gran revolución científica que terminará constituyendo un discurso que entenderá lo físico como un campo en que diversas fuerzas, cuyas leyes nos son accesibles, interactúan configurando el orden que nuestros sentidos nos muestran. La propia idea de Extensión, tal como Descartes la formula, no es sino el más claro ejemplo de los resultados de esta nueva práctica científica. Y justamente –Descartes es, en ello también, paradigmático- la comprensión del mundo físico como un orden de relaciones no puede hacerse sin identificarlo como mecanismo, como agrupamiento productivo de diversas porciones de «materia» que desarrollan un funcionamiento «maquínico«.
Spinoza es, en esto, un personaje de su tiempo; también la suya es una concepción «mecanicista«; sucede que lo es más radicalmente aún que la de sus coetáneos.
La hipótesis mecanicista había llevado a Descartes, en la segunda parte del Tratado del Mundo a intentar incluso una explicación «automática» del funcionamiento del cuerpo humano. Como si de un mecanismo hidráulico se tratase, el cuerpo del hombre podría ser pensado como una tupida red de canales por los que la impresión causada en los sentidos por los cuerpos exteriores iría comunicándose al interior llegando a provocar los movimientos que «en la sede del alma» darían lugar a la formación de las ideas y, con ellas, al conocimiento. Se trata, por lo demás, del mismo procedimiento que es puesto en juego para explicar, en las partes 2ª, 3ª y 4ª de los Principios de la Filosofía el funcionamiento del universo. Sin embargo, la hipótesis mecanicista no es llevada por Descartes hasta sus últimas consecuencias desde el momento en que – por ceñirnos a la cuestión que planteamos – es afirmada la radical diferencia del autómata respecto del hombre porque éste último posee una fuerza interna, el espíritu, en virtud de la cual puede realizar las mismas operaciones que aquél y, además, conocer, de manera no pasiva. El hombre posee alma, y ésta es una fuerza interna del hombre que escapa a la explicación mecánica. Puede así establecerse la libertad de la voluntad humana y, con ella, ponerse entre paréntesis el movimiento de lo físico que se constituye de este modo en un campo en el que tiene sentido la actividad moral y la intervención divina. El alma humana, entendida como espíritu, rompe la inmanencia de la explicación mecánica del mundo que es construida en la física cartesiana.
Pues bien, cualquier lector de la Ética spinoziana conoce lo lejos que ésta se encuentra de semejante planteamiento y, sin lugar a dudas, ha reparado en esa escandalosa expresión, varias veces repetida, que, de manera paradigmática, se refiere a la fábrica del cuerpo humano.
Pensar la Ética spinoziana como una ética «mecánica» no sólo es posible sino que, en rigor, viene exigido por el propio desarrollo de un pensamiento para el que la ética «debe fundamentarse en la Metafísica y en la Física» (7) y que afirma que «el hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones, y que sigue el orden común de la naturaleza, obedeciéndolo, y acomodándose a él cuanto lo exige la naturaleza de las cosas» (8).
Desde las primeras proposiciones del libro II – y esto es algo que permanecerá invariable hasta el final del texto – la Ética se nos presenta como una reflexión que, para poder explicar tanto el conocimiento cuanto las afecciones o las posibilidades de actuación «libre» del alma, ha de partir necesariamente de la consideración del cuerpo y de las diversas maneras en que el cuerpo es afectado por cuerpos exteriores. El conjunto de axiomas, lemas, definiciones y postulados que siguen a la proposición XIII de este libro II es, a este respecto, el punto nodal en torno al cual se articulan todos los desarrollos posteriores.
Sin tomar en consideración la naturaleza de los cuerpos (9) no puede determinarse lo que diferencia el alma humana de las demás, ni, por tanto, en qué consiste su excelencia. La actuación del hombre en el mundo, así, no puede ser pensada como la autonomía derivada de una fuerza interna o espiritual: siendo el alma (10) la idea de una cosa singular existente en acto – la idea de un cuerpo -, y siendo el objeto de esa idea (11), necesariamente, un cuerpo, lo único que puede hacer distinta la naturaleza del alma humana de la del resto de las cosas singulares existentes, habrá de ser la diferente manera en que el cuerpo del hombre está constituido, de modo que
«cuanto más apto sea un cuerpo para obrar o padecer muchas cosas a la vez, y cuanto más dependen las acciones de un cuerpo de ese sólo cuerpo, y cuando menos cooperan otros cuerpos con él en la acción, tanto más apta es su alma para entender distintamente» (12).
Por lo demás, los diferentes cuerpos se componen entre sí y se determinan como una singularidad concreta en función de la diferente relación de movimiento y reposo en que cada uno se constituye a partir de los choques y encuentros que entre ellos se producen; y de la necesidad mecánica con que estos choques se efectúan, toma su forma y potencia determinada cuanto en la naturaleza hay. De modo que, cuando varios cuerpos son compelidos por los demás a aplicarse los unos a los otros, comunicándose sus movimientos según una cierta relación, decimos que componen un sólo cuerpo que se distingue de los demás por esa determinada unión, y que actúa sobre los demás, y es afectado por los demás, como si de un cuerpo simple se tratase. Y este proceso de composición es afirmado por Spinoza como apto para dar cuenta de toda la realidad:
«Y si continuamos así hasta el infinito, concebiremos fácilmente que toda la naturaleza es un sólo individuo, cuyas partes -esto es, todos los cuerpos- varían de infinitas maneras, sin cambio alguno del individuo total» (13).
La filosofía de Spinoza, la construcción discursiva que la Ética materializa, es la expresión de un saber entorno a «lo ético» que hace jugar un papel central al modo de funcionamiento del cuerpo, y que no abandona la inmanencia del «mecanicismo corporeista» para explicar la manera en que el hombre actúa en el mundo. Nada extravagante, se nos antoja, atendiendo a estas consideraciones, la afirmación con que iniciábamos estas páginas según la cual lo escrito en la carta a Boxel deba ser tomado en serio. Nada extravagante, pues, intentar una aproximación a la filosofía spinoziana desde el presupuesto de su determinación como una apuesta materialista en línea con el «mecanicismo» y el «atomismo» (14) cientifista.
La mayor parte de los que han tratado acerca de los afectos y la conducta humana, comienza afirmando el prefacio del libro III, conciben al hombre como un imperio dentro de otro imperio y, así, parecen tratar de cosas que están fuera de la naturaleza y que no siguen las leyes ordinarias de la misma. Frente a ellos, al tratar de esclarecer cual es el origen y la naturaleza de los afectos, es muy otra la manera de actuar del pulidor de lentes: «la naturaleza es siempre la misma, y es siempre la misma, en todas partes, su eficacia y potencia de obrar; es decir, son siempre las mismas, en todas partes, las leyes y las reglas naturales según las cuales ocurren las cosas y pasan de una formas a otras» (15). Siendo esto así, la manera en que debe emprenderse su estudio no es en absoluto distinta de la que podría calificarse como una física de lo ético: «trataré de la naturaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con que el las Partes anteriores he tratado de Dios y del alma, y consideraré los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos» (16). Esta consideración metodológica, y sus necesarias consecuencias prácticas, traen aparejado el rechazo de la voluntad libre y, con ella, de toda consideración trascendente de la ética.
El discurso ético, así, no podrá versar sobre las determinaciones de la voluntad en cuya virtud debe ésta someterse a la trascendencia de una norma moral absoluta; el discurso ético será el que clarifique las diversas maneras en que la «fábrica del cuerpo humano» responde ante la múltiple incidencia de los afectos. No más nociones de bien y mal absolutas – las nociones de bien y mal, señala el prefacio del libro IV, no aluden a nada positivo en las cosas y no son otra cosa que modos de pensar -; no más «sueños con los ojos abiertos» en torno a las supuestas decisiones libres del alma; no más prejuicios acerca del ser del hombre. Cada cosa, y el hombre como una más, se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser, y ese esfuerzo, ese conatus, enfrentado necesariamente a todo conatus ajeno, es lo que constituye la esencia de la cosa misma (17).
Frente a la consideración cartesiana, que cifra en el alma y en su voluntad libre la especificidad humana, para Spinoza, la esencia del hombre no es otra cosa que el deseo (18):
«Este esfuerzo, cuando se refiere al alma sóla, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo, se llama apetito; por ende, éste no es otra cosa que la esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente aquellas cosas que sirven para su conservación, cosas que, por tanto, el hombre está determinado a realizar. Además, entre ‘apetito‘ y ‘deseo’ no hay diferencia alguna, si no es la de que el ‘deseo’ se refiere generalmente a los hombres, en cuanto que son conscientes de su apetito, y por ello puede definirse así: el deseo es el apetito acompañado de la conciencia del mismo. Así pues, queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos».
Frente a las nociones de bien y mal Spinoza propone las de bueno y malo, que servirían para referirse a todo aquello que hace aumentar o disminuir, respectivamente, nuestra virtud, tanto como decir nuestra potencia, tanto como decir nuestra posibilidad efectiva de perseverar en el ser. Y nuevamente aquí es preciso señalar que estas nociones han de ser necesariamente referidas a la potencia para perseverar en el ser de la cosa singular que somos, de nuestro cuerpo.
El análisis de los efectos de las acciones humanas sustituye, así, a la consideración de su bondad. «Bueno» y «malo» no son conceptos morales, sino la expresión de la utilidad para los hombres – y para cada uno de los hombres considerado de manera individual – de las acciones que realizan. Quien contrae la rabia mordido por un perro (19), ciertamente, ha de ser excusado, «pero se tiene derecho a estrangularlo«.
El hombre está, pues, necesariamente sujeto a las pasiones, y sigue en todo el orden común de la naturaleza, «obedeciéndolo y acomodándose a él cuanto lo exige la naturaleza de las cosas«. La Ética, así, en tanto que descripción de las maneras en que se desarrolla la actividad del hombre en el mundo, viene a ser entendida como una suerte de etología referida a lo humano: la vida de los hombres es caracterizada como el intento de aumentar la potencia propia como momento ineludible del deseo en que consiste su esencia, como única forma de supervivencia. Y todas las acciones del hombre, todas las construcciones humanas, son – y no otra cosa – el resultado de esa necesidad natural en que consiste la ley del deseo en virtud de la cual cada hombre entra en relación con el mundo.
Así, el cuarto de los postulados que aparecen en el grupo de lemas y axiomas «físicos» intercalados en el libro II, por ejemplo, plantea esta cuestión en términos bastante claros y, efectivamente, bien poco «metafísicos«:
«el cuerpo humano necesita, para conservarse, de muchísimos otros cuerpos, y es como si éstos lo regenerasen continuamente».
Pero no sólo rige la ley del deseo a los efectos puramente alimenticios: la vida social, la sociedad, es el resultado natural (tanto como decir, en este contexto, «mecánico») del mismo proceso: «si, por ejemplo, dos individuos que tienen una naturaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente potente que dada uno de ellos por separado» (20). La cooperación entre los hombres, su agrupamiento en forma de sociedad es, así, entendido como el resultado necesario de la búsqueda de la utilidad en que consiste nuestra esencia.
El modelo inmanente del mecanismo que signa, pues, el funcionamiento de todo lo real, es también el modelo explicativo válido para la construcción de una física de lo humano, y el anhelo expresado en el prefacio del libro III – líneas, superficies, cuerpos – se reencuentra en los primeros párrafos del Tratado Político; allí (21), señala Spinoza:
«Cuando me puse a estudiar la política, no me propuse exponer algo nuevo o inaudito, sino demostrar de forma segura e indubitable o deducir de la misma condición humana sólo aquellas cosas que estén perfectamente acordes con la práctica. Y, a fin de investigar todo lo relativo a esta ciencia con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar los temas matemáticos, me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas. Y por eso he contemplado los afectos humanos, como son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la misericordia y las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo a la naturaleza del aire».

-III-
Spinoza, por tanto, frente a la autoridad de Platón, Aristóteles o Sócrates, confiesa su preferencia por las malditas figuras de Epicuro, Demócrito, Leucipo, o alguno de los partidarios de los átomos. Y esta preferencia, decimos, es el más claro síntoma de la opción materialista que anima su filosofar.
Pero ¿qué es lo que a nuestro autor le parece tan acertado en la concepción atomista? ¿en vista de qué cuestión es preferible la opción atomista a la de Platón o Aristóteles? ¿qué es lo que Spinoza reivindica como correcto en la filosofía de los atomistas, en función de lo cual, además, decimos que la suya es una filosofía materialista?. En la respuesta a estas cuestiones, posiblemente, deba buscarse la clave de la comprensión spinoziana de la especificidad de su propia actividad teórica. Y ello es así, precisamente, porque, como es sabido, el pulidor de lentes ha escrito, negro sobre blanco, lo absurdo que es sostener los elementos básicos en torno a los que se articula la física de los atomistas.
Lo que, habitualmente, se considera como decisivo de la concepción atomista, y como su más original aportación a la historia del pensamiento, son las teorías físicas que explican el movimiento a partir de la coexistencia de infinitas partículas indivisibles, de las que estaría compuesta la realidad material, entre las que se intercalarían espacios de no-ser material o vacío.
Pues bien, son varios los lugares en los que Spinoza rechaza estos presupuestos sin los que la explicación atomísta de lo físico no puede llevarse a efecto. Así, en la correspondencia que cruza con Oldenburg a propósito de los experimentos de Boyle (22), aparece explícitamente negada la existencia del vacío; en la Etica (23) vuelve a ser negada, al tiempo que se rechaza también la interpretación según la cual la substancia corpórea, en tanto substancia, está compuesta de partes.
No es, pues, la concepción de la materia – la ontología, si en los atomistas cabe hablar de tal cosa – lo que Spinoza da por bueno; no es tampoco la explicación física del movimiento que a partir de la misma se construye lo que es aceptado. ¿Qué es – preguntamos de nuevo – aquello en función de lo cual el atomismo es preferible a la concepción elaborada por Platón o Aristóteles?.
En nuestra opinión, lo que hace preferible el atomismo es el modo de enfrentarse a la explicación de lo físico.
Como en la práctica totalidad de sus coetáneos, la explicación del universo físico que es aceptada por Spinoza (24), básicamente, sigue las líneas maestras de la concepción expuesta por Descartes (25), a la que aplica diversos correctivos (26): fundamentalmente el rechazo de la identificación cartesiana de la Extensión como «mole inerte«, id est, como pura extensión de tres dimensiones.
De la sola consideración de la substancia extensa no puede seguirse – así lo entiende Spinoza – el movimiento. La extensión, entendida por Descartes como espacio geométrico (alto, ancho y profundo), sólo puede concebirse desde el punto de vista de la geometría y, por ello, de su consideración se siguen sólo razones geométricas. Siendo la geometrización del espacio uno de los elementos básicos que articulan la nueva Física, no es, sin embargo, suficiente para que la nueva ciencia lo sea (27). Es por eso que el propio Descartes, ya en el Tratado del Mundo, termina construyendo su hipótesis física desde esa consideración de la extensión, entendida además como materia organizada según diferentes densidades y tamaños, que tendría unas leyes de movimiento (28) establecidas por un acto de la voluntad divina. Para Descartes, es la acción creadora-conservadora de Dios la que establece el movimiento en la materia, regula sus leyes de composición y permite, finalmente, la armonía de lo físico.
La intervención spinoziana en este asunto se dirige en dos direcciones fundamentales: ciertamente, de la extensión considerada por sí sola no se sigue el movimiento, y es preciso, por tanto, para explicarlo, partir de un terreno distinto; por eso, para él, la deducción de las leyes físicas no se hace a partir de la noción del atributo extensión, y por eso también señala la inconmensurabilidad existente entre la extensión, en tanto substancia, y los cuerpos físicos, inconmensurabilidad que trae implícita la negativa a considerarla, en tanto que substancia, como materia, y la necesidad de entender como distintos (29) un modo y una cosa singular.
Pero, por otra parte, puesto que es preciso admitir la existencia del movimiento, y puesto que es preciso dar una explicación del mismo – en eso consiste la Física -, su realidad es afirmada como axioma (30) y, además, es afirmada de tal manera que su efectiva consumación es lo que distingue – y no otra cosa – unos cuerpos de otros. Así (31)
«los cuerpos se distinguen entre sí en razón del movimiento y el reposo, de la rapidez y la lentitud, y no en razón de la substancia».
Es sabido que, desde estos presupuestos, la Física spinoziana, articulada desde la noción de conatus, termina por explicar los movimientos físicos y la composición de individuos, de una manera que no presupone la armonía ni el orden en el ámbito de la extensión, y que presenta el entramado de los cuerpos como el de una tensión constante, como ocursus, en el que la teleología no tiene ya cabida. No hay fuerza exterior a lo físico que fije sus leyes de funcionamiento o que establezca los fines a los que tiende.
La intervención spinoziana en el ámbito de la explicación Física propuesta por Descartes, así, en la práctica, es el resultado de una manera distinta de entender la tarea del conocimiento: frente al establecimiento constitutivo del acto creador, frente a la explicación que precisa una previa justificación por la trascendencia, es afirmada la exigencia de no establecer presupuesto alguno: la tesis que afirma el movimiento de las cosas es, ni más ni menos, un axioma; frente a una explicación que instaura la armonía del universo, como correlato de una «legislación» del movimiento entendida como efecto de la voluntad divina, es afirmado el inmanente mundo de los encuentros – ocursus – que no da por supuesto orden alguno. Así (32)
«puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra imaginación; y dicen que Dios ha creado todo según un orden, atribuyendo de ese modo, sin darse cuenta, imaginación a Dios…».
Pues bien, precisamente a partir de estas consideraciones, podemos empezar a intuir lo que Spinoza encuentra de acertado en la obra de los atomistas. La afirmación de la existencia de los átomos y del vacío es, en Leucipo y Demócrito, el resultado de una doble exigencia teórica: por un lado, y respetando las características básicas del Ser, tal como han sido formuladas por Parménides, dar cuenta del movimiento exige rechazar la consideración unitaria del mismo y postular un vacío por el que pudieran moverse los átomos; por otra parte, la necesidad de no dar por supuesta una inteligencia rectora trascendente – al modo del nous de Anaxágoras – exige entender el movimiento de los átomos como no signado por razón alguna y, por tanto, explicar la composición y la formación de los diversos cuerpos como consecuencia del azaroso movimiento de los inesperados torbellinos.
Lo que Aristóteles critica a Demócrito (33), el principal déficit explicativo de la teoría atomista, habría de ser cifrado en la imposibilidad de explicar el origen del movimiento. Para Aristóteles, los atomistas, en todo caso, han explicado cómo se mueven los átomos, pero no porqué se mueven; y sin embargo, esta es, precisamente, la gran novedad introducida por Demócrito; así, en lugar de considerar – como Empédocles – al Amor y a la Discordia o – como Anaxágoras – al Nous, fuentes y normas del moverse de los átomos, entiende al movimiento como realidad primigenia y generadora de efectos. Las infinitas partículas que flotan en el vacío son partículas en movimiento; el movimiento eterno de los átomos es considerado como autosuficiente.
Esta «suficiencia» del movimiento supone una inversión absoluta del supuesto que animará posteriormente la Física aristotélica, puesto que un origen para el mismo sólo puede ser encontrado «fuera» de él y, así, la explicación del movimiento vendría constituida desde un principio que le sería trascendente. El movimiento es una verdad indudable, y explicarlo exige hablar de átomos y de vacío: tal es la exigencia lógica de la que parten los atomistas. El azaroso movimiento, no signado por razón alguna que le sea exterior y preexistente, niega así plan prefijado y objetivo teleológico alguno.
Otro tanto cabe decir de la matización epicúrea a la teoría de los choques: Epicuro, frente a la Física aristotélica, pretende salvar la explicación «inmanente» construida por Demócrito. Y este proyecto se cifra en la necesidad de justificar la potencialidad constitutiva de los encuentros. La influencia de la Física aristotélica ha establecido como indiscutible el movimiento de lo pesado hacia abajo – su lugar natural – y, así, por tanto, frente al «flotar» democríteo, Epicuro tiene que aceptar que los átomos «caen» todos en la misma dirección y con la misma velocidad; pero este supuesto, como es obvio, impediría que se produjeran los choques, y es por eso que se impone el clinamen: debe pensarse que, en su caída, los átomos experimentan una desviación de la vertical. Los átomos se mueven, y lo hacen sin sometimiento a causa alguna que sería trascendente al movimiento mismo; además, con esta matización son salvados los choques (y con ellos la consideración mecánica de lo físico) en su azaroso producirse, frente a la explicación aristotélica que entiende a los individuos, en tanto que substancias, como signados por la potencia que se encuentra dormida en su forma.
El rechazo de cualquier trascendencia como supuesto explicativo es, de este modo, lo más propio del pensamiento atomista, y así, la suya es una filosofía que apuesta por el rigor de la explicación sin supuestos extra-explicativos (34): tal es -independientemente de la construcción teórica concreta que de tal posicionamiento se derive- el proceder de la ciencia, tal el verdadero conocimiento. Y esto es, justamente, lo que Spinoza encuentra en los atomistas frente a «los que hablan de Cualidades ocultas, Especies intencionales, Formas substanciales y mil otras necedades«. Como Demócrito ante Anaxágoras, como Epicuro ante Aristóteles, Spinoza está rechazando la suposición de una causa trascendente para el movimiento: todo cuerpo, o se mueve o está en reposo; y ésto es un axioma.
A partir de esta coincidencia – y pese al rechazo spinoziano del vacío – otras muchas vienen en cascada. Sería, aquí, ocioso recorrer su gestación; baste con señalarlas: de la inmanencia de la explicación a la inmanencia del ser y de su actividad; la composición de los individuos como consecuencia de los encuentros producidos por el propio movimiento; la extensión del proceso «compositivo» a la explicación de cualquier tipo de realidad, incluida la del hombre; el tránsito a la ética desde la inmanencia de la acción y desde la centralidad del cuerpo; el rechazo, por tanto, de los ensueños del vulgo acerca de los dioses y de su poder sobre los hombres; la crítica del sometimiento por lo imaginario; en fin, el proyecto de liberación del hombre por el aumento de su potencia, id est, por el recto conocimiento de sus posibilidades de actuación en el mundo.

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Notas
1.- Carta LVI, Spinoza Opera (ed. Carl Gebhardt) vol. IV, pag. 260 (trad. cast. J.D. Sánchez Estop de la Correspondencia Completa, Madrid, Hiperión, 1.988, pp. 151-152).
2.- Se trata de las Opera…, Basileae, J. Oporinus, 1.548. Véase la relación de textos de la biblioteca de Spinoza en ALER, J.M.M. Catalogus van de Bibliotheek der Vereniging «Het Spinozauis» te Rijnsburg, Leiden, Brill, 1.965.
3.- Cfr. carta LXXII, Opera, IV, pp. 305-306 (trad. cit., pp. 181-182).
4.- MEINSMA, K.O.- Spinoza et son cercle (trad. francesa del texto de 1.896), París, Vrin, 1.983, pp. 434-435.
5.- Este conocimiento, seguramente, data del año 1.673, cuando Spinoza pasó por la villa de Gorkum durante el viaje en que – según la leyenda – habría de entrevistarse – o intentarlo – con Condé. Cfr. Meinsma, op. cit., pag. 425.
6.- Carta LVI, loc. cit.
7.- Carta XXVII; Opera, IV, pp. 160-161 (Trad. cit., pag. 96).
8.- Ética IV, prop. IV, corolario.
9.- Ética, II, prop. XIII, escolio.
10.- Ética, II, prop. XI.
11.- Ética, II, prop. XIII.
12.- Ética, II, prop. XIII, escolio.
13.- Ética, II, escolio del Lema VII situado tras la prop. XIII
14.- Hablamos, evidentemente, de «atomismo» y de «mecanicismo» en un sentido amplio. No pretendemos – no lo hemos pretendido, desde un principio – establecer una etiqueta para una forma de pensamiento ni fijar una identidad con alguna filosofía del pasado. Utilizamos ambos términos como referencias que sitúan la práctica cognoscitiva de la explicación por la inmanencia.
15.- Ética, II, prefacio.
16.- Ibidem.
17.- Véanse las proposiciones IV a VII del Libro III.
18.- Ética, III, prop. IX, escolio.
19.- Carta LXXVIII, Opera, IV pag. 327 (trad. cit., pag. 191. La traducción que citamos difiere en este texto de la realizada para la ed. Alianza por Atilano Dominguez; la de Sánchez Estop nos parece más acertada).
20.- Ética, IV, prop. XVIII, escolio.
21.- Tratado Político, I, 4; Opera, III, pag. 274.
22.- En la Carta VI (Opera, IV, pag. 32) se señala que nada hay más absurdo que conceder la existencia del vacío, y en la Carta XIII (Opera, IV, pag. 65) se insiste en que la imposibilidad del vacío no es sólo una hipótesis, puesto que es fácil colegir que la nada carece de propiedades.
23.- Cfr. Etica, I, prop. XV, escolio.
24.- Véase al respecto el artículo de A. Lecrivain, «Spinoza et la physique cartésienne», publicado en el nº 1 de los Cahier Spinoza. Véase también la explicación de M. Gueroult en el cap. 6 de su Spinoza. Ethique, II, y en los apéndices 4º y 8º de esta misma obra.
25.- Spinoza ha presentado un resumen de la física cartesiana en sus Principios de la Filosofía de Descartes.
26.- La física cartesiana es el origen de todas las discusiones teóricas durante casi un siglo entre todos aquellos autores – desde Huygens a Leibniz pasando por Hobbes – que se enfrentan a la construcción de la nueva explicación del mundo físico. Todos estos autores introducen correctivos, e incluso llegan (el caso de Huygens o Leibniz es paradigmático) a rechazarla como totalmente inútil, pero todos parten de ella.
27.- Precisamente esta consideración es la que lleva a Descartes a abandonar el proyecto de las Regulae para, desde una perspectiva nueva, acometer el estudio de lo Físico. El resultado será el Tratado del Mundo.
28.- Cfr. el cap. VII del Mundo; in Oeuvres de Descartes (13 vols.) ed. Ch. Adam et P. Tannery. Reed. 12 vols., Paris, Vrin, 1.973- 1.978; Vol. XI, pp. 36-48.
29.- Ver Ética, II, definiciones I y VII.
30.- Ética, II, axioma I que sigue a la prop. XIII.
31.- Ética, II, Lema I que sigue a la prop. XIII.
32.- Etica, I, Apéndice.
33.- Aristóteles, De caelo, 300b8: «Pues éstos que dicen que los átomos se mueven por colisiones y choques mutuos, sin embargo, del principio del movimiento natural no hablan, ya que el movimiento por colisión es forzado, no natural, y el forzado es posterior al natural».
34.- Sucede que el rigor explicativo sin supuestos extra-explicativos trae aparejado, necesariamente, el rechazo de cualquier hipóstasis del Ser. Occam lo decía claramente: «Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem». Pero eso, si es ontología, lo es sólo de forma «reactiva».

SOBRE LOS ESPÍRITUS Y FANTASMAS, por Baruch de Spinoza (Carta a Hugo Boxel)


