“ULTIMI BARBARORUM”: EL ASESINATO DE LOS HERMANOS DE WITT: Alejandro Dumas, Spinoza, Cornelio y Jan de Witt.

“ULTIMI BARBARORUM”

SPINOZA Y EL ASESINATO DE LOS HERMANOS DE WITT

 

“Los testimonios de Leibniz y de su biógrafo, J. N. Colerus, están acordes en afirmar que el asesinato de los hermanos De Witt impresionó tan vivamente a este defensor de la libertad, la paz y la humanidad, que, si la noche de los hechos estuvo a punto de salir a la calle y poner un cartel con la inscripción “ultimi barbarorum”, en 1673 aún se mostraba dispuesto a dar la vida por defender, como “esos buenos señores De Witt”, la causa republicana, y en 1676 ese recuerdo seguía vivo en su memoria”.

Atilano Domínguez, “Intro­duc­ción” al Tra­ta­do Polí­ti­co.

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«Mientras De Witt estuvo en el poder Spinoza contó con su apoyo y respaldo. De hecho, en 1672, cuando ya era inminente la caída de Jan de Witt, aparecieron panfletos en los que se le hacía directamente responsable de la publicación y difusión del TTP. Esto da cuenta de la protección estatal de la que disfrutó Spinoza al escribir su primer tratado, protección que sería reemplazada por hostilidad hacia sus ideas una vez que el gobierno de los Orange volviera al poder».

ULTIMI BARBARORUM
Cornelis e Johan de Witt (Dordrecht), Wikipedia

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«El Tratado Político (TP) es iniciado en 1675 y queda inacabado por la muerte del autor en 1677. Su contexto de producción difiere en gran medida del de Tratado Teológico Político (TTP). En primer lugar, el príncipe de Orange encuentra finalmente la posibilidad de tomar el poder en julio de 1672, obteniendo el mando militar de Holanda. Éste restaura una monarquía luego de varios años de aristocracia liberal. Unos meses después, en agosto de 1672, son asesinados Jan De Witt y su hermano en manos de los partidarios de los Orange. Este hecho impresiona grandemente a Spinoza, quien había defendido a ultranza el régimen republicano que había imperado con De Witt. De hecho, para él la sustitución del liberal por el militar G. de Orange significa la ruina para Holanda».

Atilano Domínguez.

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Spinoza, partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»).

Episodio narrado por Alejandro Dumas en «El Tulipán Negro».

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Alejandro Dumas, «El Tulipán Negro».

El tulipán negro: Capítulo I: Un pueblo agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pensionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.

Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.

Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.

Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.

Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.

Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del estatuderato.

Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.

El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.

Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coac tus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»

Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.

En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.

No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, e intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.

Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre elegido, y lo recomienda a la posteridad.

Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la tarea.

Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.

Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la derogación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.

Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.

Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de «Justum et tenacem» de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.

No por ello los jueces exoneraron menos a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.

Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.

Los atenienses, que han dejado una hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses. Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.

Jean de Witt, a los primeros rumores de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.

Durante este tiempo, Guillermo de Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.

Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.

Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían había sido mal realizado.

Nos referimos al trabajo del verdugo.

Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.

Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya debía tomar parte?

Y, además, se decían los agitadores orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha querido hacerlo asesinar?

Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.

En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.

En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cristiana.

Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.

Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt. El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.

Y algunos instigadores repetían en voz baja:

-¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!

A lo que otros respondían:

-Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.

-¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! -gritaba la muchedumbre a coro.

-Sin contar -decía una voz- conque durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.

-Y los dos bribones se comerán en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.

-¡Impidámosles partir! – gritaba la voz de un patriota más avanzado que los otros.

-¡A la prisión! ¡A la prisión! -repetía el coro.

Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.

Sin embargo, no se había cometido todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.

Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:

-¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!

La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.

Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.

-¡Eh, señores de la guardia burguesa! -les increpó-. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?

Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:

-¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!

-¡Viva Orange, sea! -dijo el señor De Tilly-. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré -y volviéndose hacia sus soldados, gritó- : ¡Arriba las armas, soldados!

Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de caballería.

-¡Vaya, vaya! -exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas-. Tranquilizaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.

-¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mosquetes? -replicó furioso el comandante de los burgueses.

-Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes -dijo De Tilly-. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.

-¡Muerte a los traidores! -gritó la compañía de los burgueses exasperada.

-¡Bah! Siempre decís lo mismo -gruñó el oficial-. ¡Resulta fatigante!

Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.

Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.

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Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.

Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:

-¡Vivan los burgueses!

En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.

-¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? – gritaban los orangistas.

-¡Ah! -respondió el señor De Tilly-. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

-¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

-Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro -respondió De Tilly.

-Pero ¿quién ha dado esta orden?

-¡Los Estados, pardiez!

-Los Estados nos traicionan.

-En cuanto a eso, yo no sé nada.

-Y vos mismo nos traicionáis.

-¿Yo?

-Sí, vos.

-¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.

-Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.

-Si tal hicierais -gritaron los burgueses-, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

-Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquellos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

-Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

-En primer lugar, yo no soy un ciudadano -dijo De Tilly-, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

-¡Sí, sí! -gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más-. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! ¡Vamos, vamos!

-Eso es -murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos-. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

-Estará bien, capitán -dijo al oído del conde su primer teniente-, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.

La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.

Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.

Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.

El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.

Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.

Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.

Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.

Pensaba también en su hermano.

Probablemente, era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.

Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.

-Corneille, mi pobre hermano -dijo-, sufrís mucho, ¿verdad?

-No sufro ya, hermano mío, porque os veo.

-¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.

-Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?

-Sí.

-Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.

-No tendréis que caminar mucho tiempo, hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.

-¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?

-¡Ah! Es que se supone -dijo el ex gran pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual- que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.

-¿Un tumulto? -repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano-. ¿Un tumulto?

-Sí, Corneille.

-Entonces, esto es lo que oía hace un momento -dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose hacia su hermano-: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad? -preguntó.

-Sí, hermano mío.

-Pero entonces, para venir aquí…

-¿Y bien?

-¿Cómo os han dejado pasar?

-Sabéis bien que no somos muy queridos, Corneille -explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura-. He venido por las calles apartadas.

-¿Os habéis ocultado, Jean?

-Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.

En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Corneille-. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.

-Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos -respondió Jean-. Mas, primero, una palabra.

-Decid.

Los clamores ascendieron de nuevo.

-¡Oh! ¡Oh! -continuó Corneille-. ¡Qué encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?

-Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos reprochan en medio de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.

-Sí, nos lo reprochan.

-¡Los necios!

-Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.

-Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.

-Hermano mío -respondió Corneille-, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.

-Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal -comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la ventana.

-No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.

-¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?

-Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.

-¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido e inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius, está perdido, hermano mío!

-¿Perdido?

-Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día u otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno u otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos deprisa, si todavía estamos a tiempo.

Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.

-¿Acaso no conozco a mi ahijado? -dijo-. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.

Jean se volvió sorprendido.

-¡Oh! -continuó Corneille con su dulce sonrisa-. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.

-¡De prisa, entonces! -exclamó Jean-. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

-¿Con quién le damos esa orden?

-Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

-Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.

-Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

-¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.

-Sí, sí -dijo Corneille-, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

Jean abrió la ventana.

-¡Muerte a los traidores! -aullaba el populacho.

-¿Oís ahora, Corneille?

-¡Y los traidores, somos nosotros! -exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

-Somos nosotros -repitió Jean de Witt.

-¿Dónde está Craeke?

-Al otro lado de esta puerta, imagino.

-Hacedle entrar, entonces.

Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

-Venid, Craeke, y retened bien lo que mi hermano va a deciros.

-Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

-¿Y por qué?

-Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

-Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.

-¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille.

-Aquí hay un lápiz, por lo menos.

-¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

-Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

-Bien.

-Pero vuestra escritura ¿será legible?

-¡Adelante! -dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas. El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

Corneille escribió:

20 de agosto de 1672
Querido ahijado:

Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

-Ahora -explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.

Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

-Y ahora -dijo- partamos, Corneille.

*****

 

 
 

El tulipán negro: Capítulo III: El discípulo de Jean De Witt

Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.

No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

Con la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

La serenidad o la inquietud.

Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

-¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

-Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.

-¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

-Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:

-Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.

-Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

-¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

-Al grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.

El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

-Si ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

-Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D’Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.

-¡La orden! ¡La orden! – gritaron varios millares de gargantas.

El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples y desesperados.

Pero viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D’Asperen.

D’Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D’Asperen.

-Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.

-¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

-¿A qué?

-Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.

-Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

-Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

-¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.

-Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.

-Ya veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció. Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.

Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D’Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada. Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas. La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

Era el cirujano Tyckelaer.

-¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.

-¡Tienen la orden! – murmuró el oficial estupefacto.

-¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.

Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

-Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.

Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.

Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas resplandecientes.

-¡Eh! -exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada-. Creo que los miserables han conseguido su orden.

-¡Cobardes bribones! -gritó el teniente.

Era en efecto la orden, que la compañía de burgueses recibió con rugidos de alegría. Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.

Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.

-¡Alto! -gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.

-¡Aquí está la orden! -respondieron cien voces insolentes.

La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:

-Los que han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden -y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió-: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.

Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca. Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:

-¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!

Luego, a media voz, y no obstante, de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:

-Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.

Un grito furioso compuesto de todos los odios sedientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida. Los jinetes desfilaron lentamente.

El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apremiaba a salir.

Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio. Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.

-¡Oh, Mynheer Jean! -exclamó-. ¡Qué desgracia!

-¿Qué ocurre, hija mía? -preguntó De Witt.

-Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Jean-. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.

-Si me atreviera a daros un consejo… -aventuró la joven temblando.

-Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?

-¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.

-¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su puesto?

-Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.

-Sin duda.

-¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?

-No.

-¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.

-Pero ¿y la guardia burguesa?

-¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.

-¿Qué hacer, entonces?

-En vuestro lugar, Mynheer Jean -continuó tímidamente la joven-, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.

-Pero mi hermano no podrá caminar -objetó Jean.

-Lo intentaré -respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.

-Pero ¿no tenéis vuestro coche? -preguntó la joven.

-El coche está en el umbral de la gran puerta.

-No -replicó la joven-. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a esperaros en la poterna.

Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su reconocimiento, se concentró sobre la joven.

-Ahora -dijo el ex gran pensionario- queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.

-¡Oh, no! -exclamó Rosa-. No querrá.

-¡Y bien! ¿Entonces?

-Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.

-¿Y la tienes?

-Aquí está, Mynheer Jean.

-Hija mía -dijo Corneille-, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.

-Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás -respondió la joven.

Luego para sí misma y suspirando, añadió:

-¡Qué desgracia que no sepa leer!

-Los clamores se están redoblando, hija mía – dijo Jean-. Creo que no hay un instante que perder.

-Venid, pues – invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.

Siempre guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños, atravesaron un pequeño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.

-¡Eh! De prisa, de prisa, mis amos, ¿los oís? – gritó el cochero asustado.

Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.

-Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.

Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó respetuosamente.

-Marchaos -apremió-, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.

Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gritando:

-¡A la Tol-Hek!

La Tol-Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.

El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos. Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle. Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.

Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pueblo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.

Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.

Se volvió y vio a Rosa.

-¿Oyes a esos furiosos? -dijo.

-Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar…

-Abrirías, ¿verdad?

-No, les dejaría hundir la puerta.

-Pero van a matarme.

-Sí, si os ven.

-¿Cómo quieres tú que no me vean?

-Escondeos.

-¿Dónde?

-En el calabozo secreto.

-Pero ¿y tú, hija mía?

-Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.

-Tienes razón, pardiez -exclamó Gryphus-. Resulta asombroso -añadió- cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.

Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.

-Venid, venid, padre mío -apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.

-Pero ¿y nuestros prisioneros? -preguntó Gryphus.

-Dios velará por ellos, padre mío -contestó la joven-. Permitidme velar por vos.

Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.

Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a veces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.

El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

-¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

*****
 
 

El tulipán negro: Capítulo IV: Los asesinos.

El joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la Buytenhoff, perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el espectáculo que le ofrecía aquel populacho furioso, que parecía aproximarse a su desenlace.

-¡Oh! -le dijo al oficial-. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente? ¡Decididamente, señor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!

-En verdad -replicó el oficial- yo nunca he oído clamores parecidos.

-Es de suponer que han hallado la celda de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde ha sido encerrado el señor Corneille?

En efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez minutos.

-¡Eh! ¡Eh! – gritaba aquel hombre-. ¡No está aquí!

-¿Cómo que no está? -preguntaron desde la calle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como estaba la prisión.

-¡No! ¡No! -repetía el hombre, furioso-. No está, debe de haber huido.

-¿Qué dice ese hombre? -preguntó palideciendo Su Alteza.

-¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese verdad.

-Sí, sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad -asintió el joven-. Desgraciadamente, no puede serlo.

-Sin embargo, mirad… -señaló el oficial.

En efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:

-¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.

Y el pueblo que quedaba en la calle, repetía con espantosas imprecaciones:

-¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, persigámosles!

-Monseñor, parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente -observó el oficial.

-Sí, de la prisión, tal vez -respondió aquél-, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.

-¿Ha sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad, monseñor?

-No, no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?

-¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer…?

-Existen fatalidades -respondió negligentemente Su Alteza- y los más grandes hombres han caído a veces víctimas de estas fatalidades.

Ante esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió que, de una forma o de otra, el prisionero estaba perdido.

En aquel momento, los rugidos de la muchedumbre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.

En efecto, Corneille y Jean, después de haber pasado el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la Tol-Hek, mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus caballos para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.

Pero llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda precaución y puso la carroza al galope.

De repente, se detuvo.

-¿Qué ocurre? -preguntó Jean sacando la cabeza por la portezuela.

-¡Oh, mis amos! -exclamó el cochero -. Es que…

El terror sofocaba la voz del animoso hombre.

-Vamos, acaba -dijo el ex gran pensionario.

-Es que la verja está cerrada.

-¿Cómo que la verja está cerrada? No es costumbre cerrar la verja durante el día.

-Pues, vedlo vos mismo.

Jean de Witt se inclinó fuera del coche y vio que, en efecto, la verja estaba cerrada.

-Sigue adelante -ordenó Jean-. Llevo la orden de conmutación encima; el portero abrirá.

El vehículo reemprendió su carrera, pero era evidente que el cochero no azuzaba ya a sus caballos con la misma confianza.

Porque, al sacar su cabeza por la portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido por un cervecero que, con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para reunirse con ellos en la Buytenhoff. Lanzó un grito de sorpresa, y siguió en pos de otros dos hombres que corrían delante de él.

Al cabo de cien pasos se les unió y les habló; los tres hombres se detuvieron, mirando alejarse el coche, pero todavía no muy seguros de lo que en él se encerraba.

El coche, durante ese tiempo, llegaba a la Tol-Hek.

-¡Abrid! – gritó el cochero.

-Abrir -replicó el portero apareciendo en el umbral de su casa-. Abrir, ¿y con qué quieres que abra?

-¡Con la llave, pardiez! -exclamó el cochero.

-Con la llave, sí; mas para ello sería preciso tenerla.

-¿Cómo? ¿No tenéis la llave de la puerta? -preguntó el cochero.

-No.

-¿Qué habéis hecho de ella, pues?

-¡Cáspita! Me la han quitado.

-¿Quién?

-Alguien que probablemente desea que nadie salga de la ciudad.

-Amigo mío -dijo el ex gran pensionario, sacando la cabeza del coche y arriesgando el todo por el todo-, amigo mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al exilio.

-¡Oh, señor De Witt! Estoy desesperado -contestó el portero precipitándose hacia el coche-, mas por mi honor que me han quitado la llave.

-¿Cuándo?

-Esta mañana.

-¿Quién?

-Un joven de veintidós años, pálido y delgado.

-¿Y por qué se la habéis entregado?

-Porque traía una orden debidamente firmada y sellada.

-¿De quién?

-De los señores del Ayuntamiento.

-Vaya -comentó tranquilamente Corneille-, parece que decididamente estamos perdidos.

-¿Sabes si se ha tomado la misma precaución en todas partes?

-No lo sé.

-Vamos -dijo Jean al cochero-. Dios ordena al hombre que haga todo lo que pueda por conservar su vida; llégate a otra puerta.

Luego, mientras el cochero hacia girar el carruaje, saludó al portero:

-Gracias por tu buena voluntad, amigo mío. La intención se considera como el hecho; tú tenías la intención de salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras conseguido.

-¡Ah! -exclamó el portero-. ¿Veis ese grupo allá abajo?

-Crúzalo al galope -ordenó Jean al cochero- y toma la calle de la izquierda: es nuestra única esperanza.

El grupo del que hablaba Jean había tenido por núcleo los tres hombres a los que vimos seguir con los ojos al coche, y que desde entonces y mientras Jean parlamentaba con el portero; se había engrosado con siete u ocho nuevos individuos.

Aquellos recién llegados tenían evidentemente intenciones hostiles con respecto a la carroza. Así, viendo a los caballos venir hacia ellos a galope tendido, se cruzaron en la calle agitando sus brazos, armados de garrotes y gritando:

-¡Deteneos! ¡Deteneos!

Por su parte, el cochero se inclinó hacia ellos y los fustigó con el látigo. El coche y los hombres chocaron al fin.

Los hermanos De Witt no podían ver nada, encerrados como estaban en el coche. Pero sintieron encabritarse a los caballos, y luego experimentaron una violenta sacudida. Hubo un momento de vacilación y de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo redondo y flexible que podía ser el cuerpo de un hombre derribado, y se alejó en medio de blasfemias.

-¡Oh! -exclamó Corneille-. Temo que hayamos causado alguna desgracia.

-¡Al galope! ¡Al galope! -gritó Jean.

Mas, a pesar de esta orden, el cochero se detuvo de repente.

-¿Y bien? -preguntó Jean.

-Mirad -dijo el cochero.

Jean miró.

Todo el populacho de la Buytenhoff aparecía en la extremidad de la calle que debía seguir el coche, y avanzaba aullante y rápida como un huracán.

-Detente y sálvate tú -ordenó Jean al cochero-. Es inútil ir más lejos; estamos perdidos.

-¡Aquí están! ¡Aquí están! -gritaron conjuntamente quinientas voces.

-¡Sí, aquí están los traidores! ¡Los asesinos! ¡Los criminales! -respondieron a los que venían por delante del coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado de uno de sus compañeros, que habiendo querido saltar a la brida de los caballos, había sido derribado por ellos.

Era sobre aquel por quien los dos hermanos habían sentido pasar el coche.

El cochero se detuvo; mas a pesar de las instancias que le hizo su amo, no quiso ponerse a salvo. En un instante, la carroza se halló cogida entre dos fuegos: los que corrían a su alcance y los que venían por delante.

Por un momento, el coche dominó a toda aquella muchedumbre agitada como una isla flotante.

Mas de pronto, la isla flotante se detuvo. Un herrero acababa de matar, de un mazazo, a uno de los caballos, que cayó entre las varas del tiro.

En ese momento se entreabrió el postigo de una ventana y se pudo ver los ojos sombríos del joven, de rostro lívido, clavándose sobre el espectáculo que se adivinaba. Tras él apareció el rostro del oficial, casi tan pálido como el de aquél.

-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, monseñor! ¿Qué va a suceder? -murmuró el oficial.

-Algo terrible, evidentemente -respondió el joven.

-¡Oh! Ved, monseñor, sacan al ex gran pensionario del coche, le golpean, le desgarran.

-En verdad, es preciso que esas gentes estén animadas por una violenta indignación -comentó el joven con el mismo tono impasible que había conservado hasta entonces.

-Y ahora sacan a su vez a Corneille de la carroza, a un Corneille ya roto, mutilado por la tortura. ¡Oh! Mirad, mirad.

-Sí, en efecto, es realmente Corneille.

El oficial lanzó un débil gemido y volvió la cabeza.

Es que en el último escalón del estribo, incluso antes de que hubiera tocado el suelo, el Ruart acababa de recibir un golpe con una barra de hierro, que le quebró la cabeza. Se levantó, sin embargo, mas para caer enseguida.

Luego, unos hombres, cogiéndole por los pies, lo arrojaron al gentío, en medio del cual se pudo seguir el rastro sangriento que trazaba en él y que se cerraba por detrás con grandes gritos de alegría.

El joven palideció más -todavía, lo que se hubiera creído imposible, y sus ojos se velaron un instante bajo sus párpados.

El oficial vio ese movimiento de piedad, el primero que su severo compañero había dejado escapar y queriendo aprovecharse de este enternecimiento, dijo:

-Venid, venid, monseñor, porque van a asesinar también al ex gran pensionario.

Pero el joven ya había abierto los ojos.

-¡En verdad! -comentó-. Este pueblo es implacable. No resulta bueno traicionarlo.

-Monseñor -dijo el oficial-, ¿es que no se podría salvar a ese pobre hombre, que ha educado a Vuestra Alteza? Si hay algún medio, decidlo, y estaré dispuesto a perder ahí la vida…

Guillermo de Orange, porque era él, plegó su frente de una forma siniestra, apagó el relámpago de sombrío furor que centelleaba bajo sus párpados y respondió:

-Coronel Van Deken, id, os lo ruego, a buscar a mis tropas, con el fin de que tomen las armas por lo que pueda ocurrir.

-Pero… dejaré entonces a monseñor solo aquí, frente a esos asesinos…

-No os inquietéis por mí más de lo que yo mismo me inquieto -contestó bruscamente el príncipe-. Partid.

El oficial partió con una rapidez que testimoniaba menos su obediencia que el alivio de no asistir al horroroso asesinato del segundo de los hermanos.

No había aún cerrado la puerta de la habitación, cuando Jean, quien con un supremo esfuerzo había alcanzado la escalinata de una casa situada frente a aquélla donde estaba oculto su discípulo, se tambaleó bajo las acometidas del populacho.

-Mi hermano, ¿dónde está mi hermano? -imploró.

Uno de aquellos enfurecidos le arrancó el sombrero de un puñetazo.

Otro, que acababa de destripar a Corneille, le mostró la sangre que tenía sus manos, y corrió para no perder la ocasión de hacer otro tanto con el ex gran pensionario, mientras arrastraban a la horca lo que quedaba del muerto.

Jean lanzó un gemido lastimero y se tapó los ojos con las manos.

-¡Ah! Cierras los ojos -dijo uno de los soldados de la guardia burguesa-. ¡Pues bien, yo te los voy a reventar!

Y le lanzó al rostro una lanzada con la pica.

-¡Mi hermano! -clamó De Witt intentando ver lo que había sido de Corneille, a través de la oleada de sangre que le cegaba-. ¡Mi hermano!

-¡Ve a reunirte con él! -aulló otro asesino aplicándole su mosquete en la sien y soltando el gatillo.

Pero el disparo no salió.

Entonces, el asesino invirtió su arma, y cogiéndola con las dos manos por el cañón, asestó a Jean de Witt un culatazo. Jean de Witt vaciló y cayó a sus pies.

Pero enseguida, volviéndose a levantar con un supremo esfuerzo, gritó con voz tan lastimera que el joven cerró la contraventana ante él.

-¡Mi hermano!

Por otra parte, quedaba poca cosa que ver, porque un tercer asesino le disparó a Jean de Witt a bocajarro un pistoletazo que le hizo saltar el cráneo.

Jean de Witt cayó para no levantarse más.

Entonces, cada uno de aquellos miserables, enardecido por esta caída, quiso descargar su arma sobre el cadáver. Cada uno quiso darle un golpe con la maza, con la espada o con el cuchillo; cada uno quiso obtener su gota de sangre, arrancar su jirón del traje.

Luego, cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron por los pies.

Tras éstos acudieron los más cobardes, que no habiéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de Corneille a diez sous1 el trozo.

No podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momento en que colgaban a los dos mártires en la horca, él atravesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocupada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol-Hek, siempre cerrada.

-¡Ah, señor! -exclamó el portero-. ¿Me traéis la llave?

-Sí, amigo mío, aquí está -respondió el joven.

-¡Oh! Es una gran desgracia que no me hayáis traído esta llave solamente media hora antes -dijo el portero suspirando.

-¿Y por qué? -preguntó el joven.

-Porque hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta cerrada, se han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.

-¡La puerta! ¡La puerta! -exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.

El príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.

-¿Sois vos, coronel? -dijo-. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.

-Monseñor -respondió el coronel-, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado cerradas.

-¡Pues bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío -ordenó el príncipe al portero que se había quedado pasmado ante el título de monseñor que acababa de darle el coronel Van Deken a aquel joven tan pálido al que había tratado tan familiarmente.

Así, para reparar su falta, se apresuró a abrir la Tol- Hek, que giró chirriando sobre sus goznes.

-¿Monseñor quiere mi caballo? -preguntó el coronel a Guillermo.

-Gracias, coronel, tengo una montura que me espera a unos pasos de aquí.

Y cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrumento, que en aquella época servía para llamar a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a caballo, llevando una segunda montura de la brida.

Guillermo saltó sobre el caballo sin utilizar los estribos, y picando espuelas tomó el camino de Leiden. Cuando estuvo en él, se volvió.

El coronel le seguía a un largo de caballo. El príncipe le hizo señal de que se pusiera a su lado.

-¿Sabéis -dijo sin detenerse- que aquellos bribones han matado también al señor Jean de Witt al igual que acababan de matar a Corneille?

-¡Ah, monseñor! -exclamó tristemente el coronel-. Preferiría por vos que todavía quedasen esas dos dificultades a franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.

-Evidentemente, hubiese sido mejor -dijo el joven- que lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido. Pero en fin, lo hecho, hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos, coronel, para llegar a Alphen antes que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme al campamento.

El coronel se inclinó, dejó pasar a su príncipe delante, y tomó a continuación el lugar que tenía antes de que él le dirigiera la palabra.

-¡Ah! Me gustaría -murmuró siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas, apretando sus labios y hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo-, me gustaría ver la cara que pondrá Luis el Sol, cuando sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos amigos los señores De Witt. ¡Oh! Sol, sol, como me llamo Guillermo el Taciturno; ¡sol, guarda tus rayos!

Y galopó sobre su buen caballo ese joven príncipe, el encarnizado rival del gran rey, ese estatúder tan poco firme todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La Haya acababan de ponerle un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos nobles príncipes tanto delante de los hombres como ante Dios.

 

Alexandre Dumas, hijo de una viuda pobre y de un general forzudo, mimado, indómito, soñador, generoso hasta la prodigalidad, aprendió a leer y a escribir, nada de aritmética y un poco de latín con el cura del pueblo. Con estas bases, su pasión por Shakespeare y sus abundantísimas lecturas, consiguió llenar más teatros que Víctor Hugo y más lectores que cualquier otro novelista.
 

 
EL TULIPÁN NEGRO (RESEÑA):

Los hermanos De Witt, protegidos del gran rey Luis de Francia, encuentran la muerte a manos de la enloquecida población de La Haya, que les cree culpables de conspiración. Pero antes de morir dejarán a su ahijado Cornelius unos comprometedores documentos. Mientras el joven botánico holandés Cornelius Van Baerle recibe la carta de su padrino De Witt en la cual se muestra partidario de la republica. Por la posesión de esa carta Cornelius es detenido y sólo la intervención de Guillermo de Orange le salva de la muerte. Pero el joven botánico tendrá que pasar toda su vida en la cárcel, donde, en compañía de la joven Rosa, se afanarán en conseguir lo que más desea en el mundo: el bulbo del tulipán negro.

 
 
 
 

 


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