CARTA DE JOSEPH DÉJACQUE A PIERRE-JOSEPH PROUDHON (¿Se puede ser Anarquista sin ser Feminista?). «¿Qué es el hombre? Nada. ¿Qué es la mujer? Nada. ¿Qué es el ser humano? Todo».

CARTA DE JOSEPH DÉJACQUE A PIERRE-JOSEPH PROUDHON

 

¿SE PUEDE SER ANARQUISTA SIN SER FEMINISTA?

Caroline Granier 

Le monde libertaire

CARTA DE JOSEPH DÉJACQUE A PIERRE-JOSEPH PROUDHON

 

¿Machista, pero anarquista? Hemos podido leer en un artículo titula «La cadena o las bragas» firmado por el Grupo Libertario de Ivry las siguientes palabras a propósito de Proudhon: «Se puede ser anarquista y defender el peor de los machismos». Es posible, pero lo que no dicen los autores del artículo es si tal declaración es legítima. Joseph Déjacque, hace más de un siglo, era más radical cuando interpelaba así a Proudhon (admirándolo, por otra parte): «No se considere anarquista o séalo hasta el final». Me parece interesante hacer un breve viaje al siglo XIX con el fin de ver cuáles eran por entonces los vínculos entre anarquismo y feminismo. En efecto, si la misoginia de Proudhon ha constituido durante mucho tiempo un referente para la clase obrera, se olvida muy a menudo que en época se elevaron otras voces que fueron comprendidas. Joseph Déjacque o André Léo, respondiendo a las tesis inadmisibles (y no anarquistas) de Proudhon, demostraron hasta qué punto los ámbitos políticos y privados estaban indisociablemente ligados y afirmaron que no se puede uno considerar anarquista si no es feminista. Me parece importante recordar estos viejos debates de hace más de un siglo, porque si con frecuencia nos lamentamos que los anarquistas hayan sido eliminados de la historia oficial, olvidamos también decir que los anarquistas feministas forman parte de la historia del anarquismo… Los vínculos entre feminismo y anarquismo en el siglo XIX

Si sobre la cuestión del feminismo los anarquistas del siglo XIX han estado por detrás de sus ideas revolucionarias, y si, siguiendo a Proudhon, se oyeron numerosas declaraciones antifeministas en los medios revolucionarios, anarquistas o socialistas, existe no obstante una corriente feminista que se opone, en el seno mismo del anarquismo, a la ideología dominante. Se puede considerar que nace con Joseph Déjacque, que se enfrenta a Proudhon en el tema de los derechos de las mujeres.

 

«Sed pues abierta y enteramente anarquistas, y no un cuarto, un octavo o un dieciseisavo de anarquista, del mismo modo que se es un cuarto, un octavo o un dieciseisavo de agente de cambio»

J. Déjacque a P. J. Proudhon

 

Joseph Déjacque (1821-1864) puede ser considerado discípulo de Proudhon y de Fourier. Pierre Leroux ve en él al principal representante del anarquismo en Francia. En un artículo sobre los orígenes de las teorías socialistas (1885) escribió: «Ya no es Proudhon, en efecto, el que puede representar hoy a esta secta, debido a la conclusión final (la mujer esclava de la autoridad marital) a que ha dado lugar. Hacía falta otro. El estandarte de la libertad está hoy en manos de uno de sus discípulos, de un anarquista mucho más en serio que él. Se trata de Déjacque».

En una carta dirigida a Proudhon en mayo de 1857, Déjacque demuestra cómo Proudhon, al negar los derechos de las mujeres, se muestra «igual que sus amos». Déjacque plantea el reto esencial de la igualdad de los sexos: una revolución que hace desaparecer una forma de alienación pero que deja subsistir otra forma de dominación no es tal. La familia que defiende Proudhon, basada en el orden patriarcal, «concede al patriarcado lo mismo que el gobierno representativo es para la mayoría absoluta». La esclavitud de la mujer tiene consecuencias a la vez directamente políticas (hablamos aquí del principio de autoridad absoluta) y morales: del mismo modo que ningún hombre puede ser libre sin que lo sean los demás, ningún ser masculino podrá considerarse independiente mientras mantenga a las mujeres en situación de inferioridad, porque «quien ha sido amamantado por una esclava tendrá sangre de esclavo en sus venas»– Negar los derechos y la inteligencia de la mujer es reproducir lo que hacen los burgueses y aristócratas cuando niegan los derechos y la inteligencia al proletariado. Joseph Déjacque es uno de los primeros, junto a Proudhon, en reivindicar el término anarquista (tras la revolución de 1848); de origen popular y autodidacta elaboró y publicó, él solo, en «Le libertaire» en el exilio.

Pero no fue el único, a finales del siglo XIX, que insistió en la construcción de la igualdad entre hombres y mujeres como condición del anarquismo. En «La conquista del pan» (1892), Kropotkin insiste en la alienación producida por el trabajo doméstico, y se enfrenta explícitamente a los revolucionarios que quieren la liberación del género humano sin trabajar por los derechos de la mujer. Mencionaremos igualmente a André Léo una de las escasas feministas [francesas] cercanas al anarquismo. Ella no sólo lucha en el terreno de las leyes, sino también en el de las mentalidades. Lejos de limitarse a exigir el sufragio universal, se opone sobre todo a los revolucionarios poco consecuentes: los revolucionarios de la calle son muchas veces reaccionario en sus hogares. Ataca, por tanto, al sistema patriarcal en «La mujer y las costumbres». En «Monarquía o libertad» escribe en respuesta a las tesis misóginas de Proudhon, donde denuncia a los llamados partidarios de la libertad que se convierten en déspotas cuando entran en sus casas, y afirma que un Estado en el que la mujer está oprimida no puede ser sino autoritario.

Este género de críticas ha sido largamente recogido en los periódicos de la época, especialmente en los de Jean Grave. en «La Revolté», por ejemplo, reproduce el 17 de febrero de 1889 una carta de un lector que se indigna porque «los peores revolucionarios [ciertos revolucionarios] son soberanos no sólo en el hogar y a la mesa, sino también en la cama, donde transforman a sus mujeres en prostitutas»: En «Le Trimard», en 1896, el escritor anarquista Mécislas Golberg denuncia el hecho de que la mujer haya sido situada en el rango de la propiedad, e invoca a los revolucionarios: «Nosotros, seres sociales y antifamiliares, debemos ante todo hacer a la mujer consciente de su fuerza social». Golberg va más allá al esbozar una visión radicalmente distinta de la sexualidad. A diferencia de otros colectivos poco inclinados a abordar los problemas de la vida sexual, los anarquistas consideran a menudo la liberación sexual como parte de la emancipación integral del individuo. En sus «Cartas a Alexis (historia sentimental de un pensamiento)» podemos leer, en el capítulo titulado «Del amor», lo siguiente: «El amor es el sentimiento que una voluntad extraña nos da de nuestra propia voluntad. A menudo se produce entre personas de sexo distinto, otras veces entre gentes del mismo sexo. Eso importa poco en el fondo […] yo creo que hombre y hombre, o mujer y mujer pueden también formar una unidad. Es ridículo creer que toda división de la materia viva establece contradicciones».

Vemos, pues, que incluso en el siglo XIX, hay suficientes anarquistas conscientes del vínculo entre política y sexualidad, que han comprendido la necesidad de un feminismo anarquista, para poder dispensar de esta tema a Proudhon.

 

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“No es un beso a la libertad, una manifestación natural y fecunda de la pubertad; es una fornicación de la virginidad con la decrepitud, un atentado a la moral, un crimen como el abuso del tutor hacia su alumno”

Joseph Dèjacque

 

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CARTA A PROUDHON (1857): DEL SER HUMANO, MACHO Y HEMBRA

¿Se puede ser anarquista sin ser feminista? Carta de Déjacque a Proudhon (1)

Joseph Dèjacque

“Todo lo que no es la libertad está contra la libertad. La libertad no es cosa que se pueda conceder. No corresponde al capricho de cualquier personaje o comité de salud pública el decretarla o el entregarla como regalo. La dictadura puede cortar las cabezas de los hombres, pero no hacer que vuelvan a crecer y que se multipliquen; puede transformar las inteligencias en cadáveres; puede hacer que los esclavos se arrastren y agiten bajo su bota y su fusta, como si fuesen gusanos u orugas, aplastarlos bajo su dura pisada, pero sólo la libertad puede darles alas”.

 

 

¿QUÉ ES EL HOMBRE? Nada. ¿Qué es la mujer? Nada. ¿Qué es el ser humano? TODO.

Desde el fondo de Luisiana, hasta donde me ha deportado el flujo y el reflujo del exilio, he podido leer en un periódico estadounidense, la Revue de l’Ouest, un fragmento de la correspondencia entre usted, P.-J. Proudhon, y una tal señora d’Héricourt (2). Las pocas palabras de la señora d’Héricourt que cita el periódico me hacen temer que la antagonista femenina no tiene fuerza suficiente -hablando en términos polémicos- para luchar contra su adversario masculino y brutal.

No sé nada de la señora d’Héricourt ni de sus escritos, si es que escribe, ni de su posición en el mundo, ni tampoco de su persona. Pero para argumentar bien sobre la mujer, como para argumentar bien sobre el hombre, no basta el ingenio: hay que haber visto mucho y meditado mucho. Sería preciso, en mi opinión, haber sentido cómo las pasiones personales chocan contra todas las esquinas de la sociedad; desde las cavernas de la miseria hasta las cúspides de la fortuna, desde las cimas plateadas desde las cuales se derrama en una masa compacta la avalancha del vicio dichoso hasta el fondo de los barrancos donde se agita la sufriente depravación. Solo entonces la lógica, esa chispa de verdad, podrá surgir de ese guijarro humano, incandescente a fuerza de topetazos.

Me gustaría que esta cuestión de la emancipación de la mujer fuera tratada por una mujer, por una mujer que haya amado mucho, y amado de forma diversa, y que por su vida anterior tuviese algo de aristócrata y algo de proletaria, sobre todo de proletaria; pues la mujer de la buhardilla está en mejores condiciones para penetrar por la vista y por el pensamiento en la vida lujosa oficial, o secreta, de la gran dama, mientras que la mujer de salón no es capaz de entrever la vida de privación, patente u oculta, de la hija del pueblo.

No obstante, y a falta de una nueva María Magdalena que esparza el fecundo rocío de su corazón a los pies de la Humanidad crucificada y se eleve con el alma hasta un mundo mejor; a falta de esa voz civilizada arrepentida, creyente de la Armonía, hija anárquica; a falta de esa mujer que abjure alto y claro de todos los prejuicios del sexo y de la raza, de las leyes y de las costumbres que nos mantienen atados a un mundo superado; pues bien, a falta de todo eso, yo, ser humano de sexo masculino, trataré de ocuparme, contra y a pesar de usted, aliboron-Proudhon (3), de la cuestión de la emancipación de la mujer, que no es otra cosa que la cuestión de la emancipación del ser humano de ambos sexos.

¿Es posible de verdad, célebre publicista, que bajo su piel de león haya tanta asnería?

Usted, que alberga en sus venas tan poderosas pulsaciones revolucionarias en todo lo que en nuestras sociedades atañe al trabajo de los brazos y del estómago, tiene arrebatos no menos fogosos, pero de una estupidez de todo punto reaccionaria, en todo lo que toca al trabajo del corazón, labor del sentimiento. Su nerviosa y poco flexible lógica en las cuestiones de la producción y del consumo industriales no es más que un débil junco sin fuerza cuando se trata de la producción y el consumo morales. Su inteligencia, viril y completa para todo lo que se refiere al hombre, está como castrada cuando se trata de la mujer. Cerebro hermafrodita, su pensamiento posee la monstruosidad de un doble sexo bajo el mismo cráneo, el sexo-luz y el sexo-oscuridad, que se tuerce y se retuerce sobre si mismo sin llegar a engendrar la verdad social.

Como otra Juana de Arco de sexo masculino que, según se dice, ha guardado intacta su virginidad, las maceraciones del amor han ulcerado su corazón, y de él rezuman rencores henchidos de celos. Usted grita: «¡Guerra a las mujeres!», del mismo modo que la Doncella de Orleans gritaba: «¡Guerra a los ingleses!». Los ingleses la quemaron viva… Las mujeres han hecho de usted un marido, oh santo varón, virgen durante mucho tiempo y siempre mártir.

Pues bien, padre Proudhon, ¿quiere usted que se lo diga? Cuando usted habla de las mujeres me produce el mismo efecto que un colegial que, a voz en cuello, habla de las féminas a diestra y siniestra, y además con impertinencia para darse aires de conocerlas bien, y que, al igual que sus interlocutores adolescentes, no sabe de ellas ni una palabra.

Tras haber profanado su carne en la soledad, usted ha llegado, de polución en polución, a profanar públicamente su inteligencia, a sacar de ella todas sus impurezas y salpicar con ellas a las mujeres.

¿Es esto acaso lo que usted llama, Narciso-Proudhon, la civilidad viril y honesta?

Cito sus palabras:

«No, señora, usted no sabe nada de su sexo; usted no sabe ni una palabra de la cuestión que usted y sus honorables facciosas agitan con tanto ruido y tan poco éxito. Y si no comprende en absoluto dicha cuestión; si en las ocho páginas de respuesta a mi carta hay cuarenta paralogismos, se debe precisamente, como ya le he dicho, a su minusvalía sexual. Con esta expresión, cuya exactitud quizá no sea irreprochable, me refiero a la calidad de su entendimiento, que no le permite a usted comprender la relación entre las cosas a menos que nosotros los hombres se la hagamos tocar con el dedo. Tiene usted en el cerebro y en el vientre cierto órgano incapaz de vencer por sí mismo su nativa inercia y que solo la mente masculina es capaz de hacer funcionar, aunque no siempre lo logre. Tal es, señora, la conclusión de mis observaciones directas y positivas. Es un regalo que le hago a su obstétrica sagacidad. Le dejo calcular las incalculables consecuencias que, para su tesis, se derivan de ella».

Pero -viejo jabalí, que en el fondo no es más que un cerdo- si es cierto, como usted dice, que la mujer no puede engendrar nada en su cerebro ni en su vientre sin la ayuda del hombre- y tal cosa es cierta, es igualmente verdad -el asunto es recíproco- que el hombre no puede producir nada, ni con su carne ni con su inteligencia, sin ayuda de la mujer. Es pura lógica, y además de la buena, maestro-Madelon-Proudhon, que un discípulo, que también ha sido siempre desobediente, le puede arrancar de las manos para arrojársela a la cara.

La emancipación o la no emancipación de la mujer, la emancipación o la no emancipación del hombre: ¿qué significa esto? ¿Es que puede -naturalmente- haber derechos para el uno que no sean derechos para la otra? ¿Es que el ser humano no es el ser humano tanto en plural como en singular, tanto en femenino como en masculino? ¿Es que escindirlo en sexos supone cambiar su naturaleza? Y las gotas de lluvia que caen de las nubes, ¿son menos gotas de lluvia por atravesar el aire en gran cantidad o en una cantidad menor, porque su forma tenga tal dimensión o tal otra, tal configuración macho o tal configuración hembra?

Poner la cuestión de la emancipación de la mujer al mismo nivel que la cuestión de la emancipación del proletario, ese hombre-mujer, o para decir lo mismo de forma diferente, ese hombre-esclavo –carne de serrallo o carne de taller, tanto da-, es lo razonable y revolucionario; pero situarla por debajo del privilegio-hombre es, desde el punto de vista del progreso social, algo carente de sentido y reaccionario. Para evitar todo equívoco, habría que hablar de la emancipación del ser humano. En tales términos, la cuestión está completa, y plantearla así es resolverla. El ser humano, en sus rotaciones diarias, gravita de revolución en revolución hacia su ideal de perfectibilidad: la Libertad.

Pero el hombre y la mujer, caminando así con paso igual e igual corazón, unidos y fortalecidos por el amor, hacia su destino natural, la comunidad-anárquica; todos los despotismos aniquilados, todas las desigualdades sociales niveladas; el hombre y la mujer entrando así -uno del brazo de la otra, la frente de la una inclinada hacia la frente del otro- en ese jardín social de la Armonía; el grupo humano, un sueño de felicidad realizado, imagen viviente del porvenir, todos esos murmullos y todos esos resplandores igualitarios no suenan bien a sus oídos y le hacen guiñar los ojos. Su entendimiento, preñado de pequeñas vanidades, solo le permite a usted imaginar en el futuro al hombre-estatua erigido sobre el pedestal-mujer, igual que ayer el hombre-patriarca se alzaba ante la mujer-sierva.

Escritor azotador de mujeres, siervo del hombre absoluto, Proudhon-Haynau (4), que tiene por knut la palabra, y que, como el verdugo croata, parece usted disfrutar de todas las lubricidades de la concupiscencia cuando desnuda a sus hermosas víctimas sobre el papel del suplicio y las flagela con sus invectivas. Anarquista del justo medio, liberal y no LIBERTARIO (5), desea usted el librecambio para el algodón y la cera, pero preconiza sistemas protectores del hombre contra la mujer en la circulación de las pasiones humanas; clama contra los grandes barones del capital, pero quiere reconstruir la baronía del macho sobre la vasalla femenina; lógico con antiparras, ve usted al hombre a través de la lupa que aumenta los objetos y a la mujer por la lente que las reduce; pensador aquejado de miopía, no logra usted distinguir más que lo que tiene a un palmo de las narices, pero no puede reconocer lo que está en las alturas y a distancia. Carece de toda perspectiva del porvenir: ¡es usted un tullido!

La mujer -sépalo- es el móvil del hombre, del mismo modo que el hombre es el móvil de la mujer. No hay una sola idea en su deforme cerebro, como tampoco la hay en el cerebro de los demás hombres, que no haya sido fecundada por la mujer; ni una acción en sus brazos o en su inteligencia que no se haya realizado con vistas a hacer que la mujer se fijase en usted, con vistas a complacerla, ni siquiera lo que parece más alejado de tal propósito, ni siquiera sus insultos. Todo lo hermoso que ha hecho el hombre, todo lo grande que ha producido, todas las obras maestras del arte y de la industria, los descubrimientos de la ciencia, sus titánicas escaladas hacia lo desconocido, todas las conquistas y todas las aspiraciones del genio masculino se deben a la mujer que, como reina del torneo, se las ha impuesto al caballero a cambio de una cinta de colores o de una dulce sonrisa. Todo el heroísmo del macho, todo su valor físico y moral, proceden de este amor. Sin la mujer, todavía reptaría o se desplazaría a cuatro patas, todavía estaría pastando yerba o alimentándose de raíces; sería semejante en inteligencia a un buey, a una bestia; solo es algo superior porque la mujer le ha dicho: «¡Sé!». Es la voluntad de ella la que lo ha creado, la que ha hecho de él lo que hoy es. Y es por satisfacer las sublimes exigencias del alma femenina por lo que él ha intentado realizar las cosas más sublimes. Esto es lo que la mujer ha hecho del hombre; veamos ahora lo que el hombre ha hecho de la mujer.

Por desgracia, para complacer a su amo y señor no ha precisado de un gran derroche de fuerza intelectual y moral. Que imitase las muecas y los ademanes de un mico; que se colgase del cuello o las orejas abalorios y baratijas; que se emperifollase con trapos ridículos y luciese unas caderas como las de la madre Gigogne o las de la Venus hotentote (6) gracias al miriñaque o el guardainfante; que supiera sujetar el abanico o la espumadera; que se dedicase a aporrear un piano o a poner la cacerola al fuego, era todo lo que su sultán pedía de ella, todo lo que hacía falta para provocar el regocijo del alma masculina, el alfa y el omega de los deseos y las aspiraciones del hombre. Con esto, la mujer conquistaba el pañuelo (7)?

Aquella que, considerando vergonzoso semejante papel y semejante éxito, quiso manifestar su buen gusto y su gracia, unir el mérito a la belleza, mostrar su corazón y su inteligencia, acabó inmisericordemente lapidada por la multitud de Proudhons pasados y presentes, tildada de marisabidilla o víctima de cualquier sarcasmo idiota, y se vio obligada a replegarse sobre sí misma. Para esa multitud de hombres sin corazón y sin inteligencia, había pecado de un exceso de corazón y de un exceso de inteligencia, y empezaron a lloverle las piedras. Y muy rara vez le fue dada la oportunidad de encontrar a un hombre cualquiera que, tomándola de la mano, le dijese: «Mujer, levántate. Eres digna de amor y de la Libertad».

No, lo que el hombre -es decir, ese que usurpa tal nombre- necesita no es la mujer en toda su belleza física y moral, la mujer de formas elegantes y artísticas, de frente aureolada de gracia y amor, de corazón activo y tierno, de pensamiento entusiasta y con el alma enamorada de un ideal poético y humanitario; no, lo que ese estúpido papamoscas, lo que ese donjuán de medio pelo necesita es una figura de cera pintarrajeada y emplumada; ese gastrónomo de la bestialidad, que se extasía ante los escaparates del carnicero, lo que necesita -os lo digo yo- es un cuarto de ternera adornado con encajes. De ahí que, harta del hombre, que se le antojaba un cretino, y hastiada de aquel en quien buscaba en vano el órgano del sentimiento -la historia lo dice; yo quiero creer que es una fábula, un cuento, una biblia-, la mujer -velen, oh, sus castos ojos y sus castos pensamientos-, la mujer habría pasado de bípedo a cuadrúpedo… Asno por asno, después de todo resultaba natural que se dejara seducir por la bestia de mayor calibre. Pues, en fin, como la naturaleza la había dotado de facultades morales demasiado robustas para ser aniquiladas por el ayuno, la mujer se desvió de la Humanidad y fue a buscar en los templos de la superstición, en las religiosas aberraciones del espíritu y el corazón, el alimento para las aspiraciones pasionales de su alma. A falta del hombre por ella soñado, ofreció sus sentimientos de amor a un dios imaginario, y en cuanto a las sensaciones… ¡el sacerdote sustituyó al asno!

¡Ah!, si hay por el mundo tantas abyectas criaturas hembra y tan pocas mujeres, ¿a quién hay que achacárselo, hombres? Dandin-Proudhon (8), ¿de qué se queja usted? Usted lo ha querido…

Y sin embargo, usted, usted personalmente -lo reconozco- es responsable de haber lanzado formidables ataques al servicio de la Revolución. Usted ha hendido hasta la médula el tronco secular de la propiedad y arrojado a lo lejos los pedazos; ha despojado de su corteza a la cosa y la ha expuesto en toda su desnudez a las miradas de los proletarios; como si fueran ramas secas u hojas muertas, ha hecho caer y crujir bajo sus pisadas los impotentes brotes autoritarios y esas teorías tomadas de los griegos y renovadas por socialistas constitucionales, la suya incluida; y ha arrastrado tras de sí, en una carrera a todo galope a través de las sinuosidades del porvenir, a toda la jauría de los apetitos fisicos y morales. Ha recorrido usted un largo trecho, y se lo ha hecho recorrer a los demás. Está usted fatigado y querría descansar, pero las voces de la lógica lo obligan a usted a proseguir sus deducciones revolucionarias, a caminar hacia delante, siempre hacia delante, so pena, al menospreciar la fatal advertencia, de sentir cómo le desgarran los colmillos de los que tienen piernas para correr.

Sea, pues, franca y plenamente anarquista, y no un cuarto, un octavo, un dieciseisavo de anarquista, del mismo modo que uno es un cuarto, un octavo o un dieciseisavo de agente de cambio. Continúe hasta la abolición del contrato, hasta la abolición, no solo de la espada y del capital, sino también de la propiedad y la autoridad bajo todas sus formas. Llegue así hasta la comunidad anárquica, es decir, al estado social en el que cada cual será libre de producir y de consumir a voluntad y según su capricho; en el que el equilibrio entre la producción y el consumo se establecerá naturalmente, no ya por la retención preventiva y arbitraria por parte de estos o de aquellos, sino por la libre circulación de las fuerzas y las necesidades de cada uno. Los torrentes humanos no quieren saber nada de sus diques: deje que las oleadas pasen libremente. ¿Acaso no las devuelven cada día a su nivel? ¿Es que necesito, por ejemplo, tener en propiedad un sol, una atmósfera, un río, un bosque y todas las casas y todas las calles de una ciudad solo para mí? ¿Es que tengo derecho a convertirme en su único detentador, en su propietario, y privar de ellos al resto, sin que siquiera obtenga un beneficio por ello? Y si no poseo tal derecho, ¿tengo mayor motivo para querer, como en el sistema de contratos, determinar lo que -según sus fuerzas accidentales de producción- debe corresponderle a cada cual de todas esas cosas? ¿Cuántos rayos solares deberá consumir, cuántos metros cúbicos de aire o de agua, cuántos metros cuadrados de paseos por los bosques? ¿Cuál será el número de casas o la porción de casa que tendrá derecho a ocupar; la cantidad de calles o de adoquines en los que podrá posar el pie y la cantidad de calles o adoquines que le estará prohibido pisar? ¿Es que, con o sin contrato, consumiré más de todas esas cosas de lo que mi naturaleza o mi temperamento implica? ¿Es que puedo absorber individualmente todos los rayos del sol, todo el aire de la atmósfera, toda el agua del río? ¿Es que puedo invadir y llenar con mi presencia todas las umbrías del bosque, todas las calles de la ciudad y todas las habitaciones de la casa? ¿Y no ocurre lo mismo con todo lo que atañe al consumo humano, ya sea un producto bruto, como el aire o el sol, o un producto elaborado, como una calle o una casa? ¿De qué sirve, pues, un contrato que nada puede añadir a mi libertad, pero que puede atentar contra ella, y sin duda alguna atentará?

Y ahora, en lo que atañe a la producción, es que el principio activo que hay en mí estará más desarrollado porque se le haya oprimido, porque se le hayan impuesto ciertas trabas? Sería absurdo sostener una tesis semejante. El llamado hombre libre en las sociedades actuales, el proletario, produce mucho más y mucho mejor que el llamado hombre negro, el esclavo. ¿Qué ocurriría si fuese real y universalmente libre? Que la producción se centuplicaría. ¿Y los perezosos?, preguntará usted. Los perezosos son un incidente de nuestras sociedades anormales; puesto que en ellas la ociosidad se lleva todos los honores y el trabajo solo cosecha desprecios, no resulta sorprendente que los hombres se cansen de una labor que solo les reporta frutos amargos. Pero en el estado de comunidad anárquica, y con las ciencias tal como se han desarrollado en nuestros días, no podría existir nada semejante. Sin duda, habría, como hoy, seres más lentos produciendo que otros, pero, en consecuencia, también serían más lentos consumiendo; seres más vivos que otros produciendo y, en consecuencia, más vivos consumiendo; la ecuación existe de forma natural. Tome a cien trabajadores al azar y verá que los que más consumen son también los que más producen. ¿Cómo imaginar que el ser humano, cuyo organismo se compone de tantas herramientas preciosas -la herramienta del brazo, del corazón, de la inteligencia-, de cuyo uso deriva para él multitud de goces, cómo imaginar que dejaría voluntariamente que acabasen corroídas por el óxido? ¿Y entonces? ¿Acaso en el estado de la naturaleza libre y las maravillas industriales y científicas, en el estado de exuberancia anárquica en el que todo le recordaría al movimiento, y el movimiento a la vida, el ser humano solo buscaría la felicidad en una inmovilidad idiota? ¡Pero cómo! Solo lo contrario es posible.

En este terreno de la verdadera anarquía, de la libertad absoluta, indudablemente existirá tanta diversidad -diversidad de edad, de sexo, de aptitudes- entre los seres como personas en la sociedad: la igualdad no es uniformidad. Y esta diversidad de todos los seres y de todos los instantes es precisamente lo que hace imposible todo gobierno, constitución o contratación. ¿Cómo comprometerse por un año, un día o una hora, cuando en una hora, un día, un año uno puede pensar de forma completamente diferente que en el instante en el que se comprometió? Con la anarquía radical, habría, pues, mujeres, igual que habría hombres, con mayor o menor valor relativo; habría niños y habría ancianos; pero no por ello dejarían de ser todos, indistintamente, seres humanos, y serían igual y absolutamente libres de moverse en el círculo natural de sus atracciones, libres para consumir y producir como les conviniese, sin que ninguna autoridad, ni paterna ni marital ni gubernamental, sin que ninguna reglamentación legal o contractual, pudiera menoscabar esa libertad.

Entendida así la Sociedad -y así es como debería entenderla, usted, un anarquista que se jacta de su lógica-, ¿qué puede seguir diciendo de la minusvalía sexual del ser humano, hembra o macho? No hable usted de la mujer, maestro Proudhon, o antes de hablar, estúdiela; vaya a la escuela. No se diga usted anarquista o sea anarquista hasta el fondo. Háblenos, si quiere, de lo desconocido y lo conocido, de Dios -que es el mal- o de la propiedad -que es un robo-. Pero, cuando nos hable del hombre, no haga de él una divinidad autocrática, pues yo le responderé: ¡el hombre es el mal! No le atribuya usted un capital de inteligencia que no le pertenece más que por derecho de conquista, por comercio de amor, una riqueza usuraria que le viene toda entera de la mujer, que es producto del expolio de su alma, pues entonces le responderé: ¡la propiedad es un robo!

Alce la voz, más bien, contra la explotación de la mujer por el hombre. Dígale al mundo, con ese vigor argumentativo que ha hecho de usted un atlético agitador, dígale que el hombre no podrá avanzar en la Revolución y sacarla del fangoso y sangriento camino en el que está embarrancada más que con ayuda de la mujer, que él solo es impotente; que necesita el apoyo del corazón y la cabeza de la mujer; que ambos deben caminar a la par, el uno junto al otro, de la mano, por la senda del Progreso social; el que hombre no puede alcanzar la meta ni superar las fatigas del viaje si no tiene las miradas y las caricias de la mujer para sostenerlo y fortalecerlo. Diga al hombre y a la mujer que su destino es acercarse y comprenderse mejor; que no tienen más que un nombre, así como no constituyen más que un solo ser, el ser humano; que son, alternativa y simultáneamente, el uno el brazo derecho y la otra el brazo izquierdo, y que, en la identidad humana, sus corazones solo pueden formar un corazón y sus pensamientos, un solo haz de pensamientos. Dígales además que, solo con esta condición, podrán refulgir el uno en el otro y penetrar, en su marcha fosforescente, las sombras que separan el presente del porvenir, y la sociedad civilizada de la sociedad armónica. Dígales, en fin, que el ser humano -en sus proporciones y manifestaciones relativas- es como la luciérnaga: ¡solo brilla por y para el amor!

Dígales todo esto. Sea más fuerte que sus debilidades, más generoso que sus rencores; proclame la libertad, la igualdad, la fraternidad, la indivisibilidad del ser humano. Dígaselo: es una cuestión de salud pública. Declare a la Humanidad en peligro; llame en masa al hombre y a la mujer a expulsar fuera de las fronteras sociales los prejuicios invasores; provoque un 2 y un 3 de septiembre contra esa alta nobleza masculina, contra esa aristocracia del sexo que quisiera atarnos al antiguo régimen. Dígaselo: ¡es necesario! Dígalo con pasión, con genio, grábelo en bronce, grítelo a los cuatro vientos… y conseguirá usted el reconocimiento de los demás y de usted mismo.

 

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Notas

1 Nueva Orleans, mayo de 1857.

2 Jeanne-Marie Poinsard (1809-1875), conocida como Jenny d’Héricourt, fue una maestra y comadrona que luchó por la emancipación de las mujeres. En diciembre de 1856, publicó un artículo en la Revue philosophique et religieuse, «El señor Proudhon y la emancipación de las mujeres», en el que reprochaba al padre del anarquismo francés su intención de degra dar intelectualmente a las mujeres. La respuesta de Proudhon, despectiva y acerba, se publicó al año siguiente en la misma revista.

3 Nombre del borrico que aparece en la fabula de La Fontaine Los ladrones y el ano. En términos generales, se utiliza para designar a una persona pretenciosa y estúpida.

4 Julius Jacob von Haynau (1786-1853), general austriaco célebre por la extrema violencia que desplegó en 1848 y 1849 contra las minorías italiana y húngara del Imperio Austro-Húngaro. Sus adversarios le pusieron el sobrenombre de la «hiena de Brescia».

5 Esta es la primera vez, que se tenga noticia, que se utilizó este término en lengua francesa.

6 La madre Gignone es un personaje de guiñol de cuyas faldas salen un montón de niños. La Venus hotentote era Sawtche (ca. 1789-1815), rebautizada por sus amos como Saartjie Baartman, una esclava africana que se convirtió en atracción de feria en los zoos humanos de media Europa, debido sobre todo a la hipertrofia de sus caderas y sus glúteos.

7 Referencia a una costumbre otomana: el sultán lanzaba un pañuelo a la mujer de su harem que deseaba en ese momento.

8 Georges Dandin o el marido engañado (1668), ballet cómico de Molière y Lully. El tal Dandin es un campesino rico y ávido de títulos nobiliarios que es continuamente ridiculizado por su entorno y, sobre todo, por su mujer, que le pone los cuernos.

 

Pierre Joseph Proudhon

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Joseph Déjacque (Vida y obra)

Joseph Déjacque (nacido el 27 de diciembre de 1821 en París y fallecido eñ 18 de noviembre de 1864) fue militante y escritor anarquista francés. Fue el creador del neologismo «libertario», por oposición a «liberal» en su panfleto Del ser humano hombre y mujer – Carta a P. J. Proudhon, publicado en 1857 en Nueva Orleans.

 

Joseph Déjacque, (1821-1864). Nació el 27 de diciembre de 1821 en París, Isla de Francia, (Francia) y fallecido el 18 de noviembre de 1864 en Le Kremlin-Bicêtre, Isla de Francia, (Francia).

Fue escritor y anarquista francés. Huérfano de padre, fue criado por su madre, que hacía de costurera.

Frecuentó la escuela Salive el arrabal de Saint-Antoine de Paris, Isla de Francia, (Francia.

En 1834 entró como aprendiz y en 1839 se convirtió en dependiente en una tienda de papeles pintados.

En 1841 a enrolarse en la Marina de Guerra, descubriendo Oriente a la vez que el autoritarismo militar. De vuelta a la vida civil, en 1843 hizo de dependiente de almacén, pero su independencia de espíritu encaja mal en la autoridad patronal.

En 1847 comenzó a interesarse por las ideas socialistas, compuso poemas donde reivindicaba la destrucción de toda autoridad mediante la violencia y colaboró en el periódico obrero «El Atelier», al tiempo que trabajaba de pintor en la construcción y de ‘empapelador.

La insurrección de Paris, Isla de Francia, (Francia), de febrero de 1848 acabó con la monarquía de Luis Felipe, pero pronto la alianza de los burgueses republicanos y del proletariado obrero flaquea.

En marzo de ese año, Déjacque publicó su pieza «Aux ci-devant dyanstiques, aux tartuffes de peuple et de la liberté», donde hará de portavoz de las aspiraciones obreras. Frecuentó el «Club del Atelier» y lo abandonó por militar en el «Club de la Emancipación de las Mujeres», animado por Pauline Roland, una seguidora de Pierre Leroux, y por la falansterià Jeanne Deroin, y muy influenciado por pensamiento de Charles Fourier.

En abril tuvieron lugar los primeros enfrentamientos entre las fuerzas de la burguesía, que habían proclamado «La República razonable», y los obreros revolucionarios. En el paro, se inscribió el 10 de mayo de 1848 en los «Ateliers Nationaux» («Talleres Nacionales»), organización de origen blanquita creada a raíz de la Revolución de 1848 destina a proveer de trabajo a los obreros de Paris, Isla de Francia, (Francia) parados.

El 15 de mayo, la Asamblea Constituyente fue invadida por los obreros, pero los principales responsables socialistas fueron detenidos.

El 22 de junio, los «Atelliers Nationaux» fueron suprimidos, poniendo fin a la tentativa socialista de organización del trabajo. La insurrección obrera estalló a continuación. Los obreros ocuparon, hasta el 25 de junio, la mitad de la ciudad a los gritos de «¡Viva la Revolución social!». La represión fue terrible, el Ejército Republicano usó la artillería, masacrando tres mil insurgentes. Fueron detenidos 15.000 revolucionarios y deportados a los pontones cárceles de los puertos de Cherbourg, Mancha, Normandía, (Francia) y de Brest, Finisterre, Bretaña. (Francia). Déjacque será uno, y aunque no participó directamente en la insurrección, fue condenado a dos años de cárcel en los pontones de Brest, Finisterre, Bretaña. (Francia).

Liberado en 1849, retornó a París, Isla de Francia, (Francia) y en agosto de 1851 publicó «Las Lazaréennes. Fables te poesía social», («Las Lazaréennes. Fábulas de poesía social») que le implicará una condena de dos años de prisión por «incitación al desprecio del Gobierno» y la confiscación de la edición de 1.000 ejemplares.

Pero fue liberado al día siguiente del golpe de Estado de Luis Bonaparte, exiliándose primero en Bruselas, (Belgica) y luego en Londres, Inglaterra, (Reino Unido), donde hizo amistad con Gustave Lefrançais con quien fundó una sociedad de apoyo mutuo obrero, «La Sociale». Al finalizar 1851 se encuentra en la isla de Jersey, en una pequeña comunidad de proscritos franceses, donde no dejó ninguna ocasión de atacar a los republicanos, obligados a exiliarse por Bonaparte.

El 26 de julio de 1853 pronunció un discurso durante el entierro de Louise Julien, una poetisa proscrita del Belleville popular, Paris, Isla de Francia, (Francia) muerta en la miseria de una tisis que cogió en prisión, tomando la palabra después de Víctor Hugo, el orador designado por la asamblea general de los proscritos.

 

Joseph Déjacque

 

En 1854 se estableció en la colonia francesa de Nueva York (EEUU), donde publicó el folleto «La pregunta révolutionnaire», resumen de sus ideas revolucionarias y de su pensamiento libertario.

En 1855 firmó el manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), y se estableció en Nueva Orleans, Luisiana, (Estados Unidos) donde escribió «El Humanisphère. Utopía anarchique» (1857) y «Béranger ave pilori» (1857). Apoyó la defensa de las mujeres en una carta dirigida a Pierre Joseph Proudhon, después de que éste hubiera criticado el feminismo; es en esta carta (Del Être-Humain Mâle te femelle. Lettre à PJ Proudhon), escrita y publicada en 1857 en Nueva Orleans, Orleans, Luisiana, (Estados Unidos), donde usó por primera vez el neologismo «libertario».

En 1858 retornó a Nueva York, (Estados Unidos) donde comenzó el 9 de junio la publicación del periódico «Le Libertaire. Journal du Mouvement social», que publicó 27 números hasta el 4 de febrero de 1861. Este periódico fue el primero de carácter comunista libertario (identificable de esta forma por la línea de la comunidad de bienes, si bien está teoría económica aún no existía formalmente dentro del anarquismo) publicado en Estados Unidos. Además de criticar artículos sobre la revolución y los acontecimientos políticos de Estados Unidos y Francia, también criticó el ahorcamiento del abolicionista John Brown luego de la redada ocurrida en Harpes Ferry en Virginia, (Estados Unidos) e hizo propaganda por la causa abolicionista.

Ese mismo año, desalentado ante la posibilidad de encontrar trabajo a raíz de la derrota económica surgida a raíz de la Guerra Civil estadounidense, regresó a Europa, primero en Londres, Inglaterra, (Reino Unida) y después en Francia, gracias a la amnistía de 1860. Vivió en la miseria en el arrabal parisino de Saint-Honoré, Paris, Isla de Francia, (Francia) y cayó en la demencia pensando que era una nueva reencarnación de Cristo.

El 22 de abril de 1864 Joseph Déjacque fue ingresado en el Hospital de Bicêtre (Le Kremlin-Bicêtre, Isla de Francia, Francia), donde murió el 18 de noviembre de 1864 a causa de una parálisis general.

 

 

ABAJO LOS JEFES (La Autoridad – La Dictadura), por Joseph Dèjacque (1859)

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IMAGEN DE PORTADA: ROSA LUXEMBURG

CARTA DE JOSEPH DÉJACQUE A PROUDHON. «¿Qué es el hombre? Nada. ¿Qué es la mujer? Nada. ¿Qué es el ser humano? Todo».