Derecho de resistencia en la teoría política
Confusión entre tiranía, dictadura y despotismo
Por José Fernández Santillán
Cuando se habla de política y, en especial de regímenes autoritarios, es común tomar a la tiranía, la dictadura y el despotismo como sinónimos; sin embargo, no lo son. Cada uno de esos regímenes tiene una historia y una definición diferente. En consecuencia, conviene distinguirlos y aclarar su naturaleza y alcance.
El más antiguo de ellos es la tiranía que los griegos incluían dentro de las formas de gobierno. La clasificación que los helenos hacía se basaba en dos criterios: ¿quién gobierna? ¿cómo gobierna? Primero, pueden gobernar: uno solo, pocos o muchos. Segundo, se puede gobernar bien o mal. Para distinguir el buen gobierno del mal gobierno hay dos criterios: 1) si gobierna de acuerdo con la ley (eunomía) o sin respetar la ley (disnomía); 2) si se ejerce el poder para el interés de todos o tan sólo para el interés de una parte.
Así tenemos que la monarquía es el régimen de una sola persona que gobierna bien, su contra parte es la tiranía; la aristocracia como constitución buena de pocas personas, su opuesto es la oligarquía; la democracia es el gobierno de muchas personas que ejerce el poder para beneficio de todos, mayoría y minorías incluidas, su reverso es la demagogia que es el gobierno de la mayoría que excluye a las minorías (por eso también se le conoce como la tiranía de las mayorías). Es el actual populismo.
El libro canónico sobre la tiranía fue escrito por Hubert Languet (1518-1581) bajo el seudónimo de Sthephanus Junius Brutus, «Vindiciae contra Tyrannos» (1579). Allí hace una distinción importante: Pueden haber tiranos por defecto de título (Tyranno ex defectu tituli), es el caso del usurpador, quien carece de legitimidad; puede darse el caso de que habiendo llegado legítimamente el poder, el gobernante lo ejerza arbitrariamente (Tyranno ex parte exerciti), atropella la legalidad. Frente a estos dos tipos de tiranos, Brutus justifica el derecho de resistencia.
Hoy la dictadura tiene una connotación negativa: trae a la memoria sistemas opresivos como el de Augusto Pinochet en Chile, Rafael Leónicas Trujillo en República Dominicana, La familia Somoza en Nicaragua o, para dar ejemplos actuales, el de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua. Sin embargo, en la república romana la dictadura era una institución constitucionalmente establecida. Se recurría a ella en caso de necesidad, es decir, en situaciones de emergencia como una rebelión o una guerra. Uno de los cónsules nombraba al dictador a quien se le conferían poderes extraordinarios: para que hiciera frente a la emergencia. Su encargo cesaba cuando era resuelta la eventualidad o a los seis meses de haber sido nombrado. Un dictador ejemplar fue Cincinato (519 a.C.-430 a.C.).
Sin embargo, la “dictadura comisaria” como la llama Carl Schmitt (1888-1985) (La Dictadura, Madrid, Alianza Universidad, 1985, p. 33) desapareció junto con la república cuando se impuso la tiranía de Julio César (Caesar Dict in Perpetuo) (48 a.C-44 a.C.). Es así como la tiranía pasa a nuestro tiempo con el nombre de dictadura soberana con el propósito de asumir el poder indefinidamente y ejercerlo de manera arbitraria.
Para entender el despotismo es conveniente leer la obra de Montesquieu (1689-1755) Del Espíritu de las Leyes (1748). Allí escribe: “el gobierno republicano es aquel en que el pueblo, o una parte del pueblo tiene el poder soberano; el gobierno monárquico es aquel en que uno solo gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y establecidas; el gobierno despótico, también está en uno solo, pero sin leyes ni frenos, pues gobierna según su voluntad y sus caprichos.” (Del espíritu de las leyes, México, Porrúa, 2018, p. 19).
Es evidente que los Padres Fundadores de los Estados Unidos tomaron en cuenta la obra de este pensador francés. Por eso establecieron una república constitucional que evitara la concentración del poder.
Montesquieu, introdujo en el análisis político factores de tipo social, climático, geográfico, religioso y cultural. Esto lo llevó a concluir que las monarquías y repúblicas son más comunes en Europa; en contraste el despotismo es propio de lugares como Asia y el mundo árabe. De allí que se hable del “despotismo oriental.”
Norberto Bobbio (1909-2004), reconoce que, efectivamente, suele haber una confusión entre la tiranía, la dictadura y el despotismo. Para despejar esa confusión el filósofo turinés señala:
“La tiranía es monocrática, tiene poderes extraordinarios, pero no es legítima y tampoco es necesariamente temporal; el despotismo es monocrático, tiene poderes excepcionales, es legítimo, pero no temporal (al contrario, es un régimen de larga duración). Estas tres formas tienen en común la índole monocrática y el carácter absoluto del poder; pero la tiranía y la dictadura se diferencian con base en la legitimidad (la dictadura tiene una plataforma de legitimidad de la que la tiranía adolece); despotismo y dictadura se distinguen respecto del fundamento de legitimidad (que es histórico-geográfico para el despotismo, el estado de necesidad para la dictadura). Por último, la dictadura se distingue tanto de la tiranía como del despotismo por la temporalidad” (La teoría de las formas de Gobierno, México, FCE, 2014, p. 183).
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DERECHO DE RESISTENCIA EN LA TEORÍA POLÍTICA
De la “Vindiciae contra Tiranos” a la Teoría de la Guerra Justa en los siglos XVI Y XVII (1)
El siglo XVI se inscribió inevitablemente en el cambio de racionalidad política aparejado a la aparición del Estado Moderno y a diversas transformaciones en las concepciones del mundo, de las ciencias naturales y del hombre. La religión, motor articulador de estas concepciones hizo parte de dicho cambio. Teólogos protestantes y católicos formularon tesis que derivaron en la legitimación de una nueva forma de entender la política: el ejercicio del nudo poder en aras de conservarlo y mantenerse en el mismo.
En este artículo, derivado de la monografía del pregrado, se abordarán algunas ideas del escritor político francés Stephanus Junius Brutus, quien sostuvo vehementemente en el siglo XVI la existencia de un legítimo ejercicio de la resistencia a la autoridad política; posteriormente, se presentará el término guerra justa en los autores escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII Francisco de Vitoria y Francisco Suárez.
La tiranía en el pensamiento del hugonote se clasifica en dos tipos. De un lado, como aquella ejercida por quien se apodera del reino por la fuerza, y de otro modo, como aquella de quien ejerce el gobierno del reino contra el derecho y la justicia; la primera, una tiranía sin título, y la otra una tiranía de ejercicio, y quienes estén a la cabeza, ladrones y poseedores de mala fe.
La Vindiciae defiende la posibilidad de reprimir por la fuerza al soberano que incumple sus promesas. Para esta justificación su autor no duda en apelar al derecho natural, en razón del cual creyó válida la protección de la vida y la libertad contra todo ataque y violencia.
La destrucción del Estado, mediante el desprecio de sus leyes, supone una desestabilización tal que las acciones del tirano superan en maldad a las del ladrón o del asesino.
Con respecto a Dios, el soberano se obliga a una obediencia piadosa; con respecto al pueblo, a gobernarle justamente, es decir, conforme a las leyes. El incumplimiento por parte del pueblo haría que este quedara como sedicioso, mientras el incumplimiento del soberano haría que este quedara como un tirano.
Sólo el pueblo, entendido como «el conjunto de esos individuos representados por otros», puede tener iniciativa de resistir al tirano de ejercicio. No sucede lo mismo, de acuerdo a lo expuesto, frente al tirano sin título porque estos no han suscrito ningún pacto o alianza —cualquiera puede resistir su poder.
Por Susana Valencia Cárdenas (Universidad de Buenaventura)
Diálogos de Derecho y Política; Número 17, Año 7.
“[…] La tragedia de la modernidad es la disensión íntima del hombre proyectada en el tiempo, la lucha permanente de las dos ciudades que siempre ha existido y existirá. La guerra es concebida como un medio necesario para resolver la crisis […]”.
Luciano Pereña y Vicente. Estudio preliminar (2).
1. Legitimidad teórica de la resistencia al soberano. La obra del monarcómaco francés Phillipe Duplessis Mornay (Stephanus Junius Brutus)
“[…]. Si el príncipe persiste y no rectifica […], sino que tiende a cometer impunemente todo el mal que le plazca, entonces es en verdad culpable declarado de tiranía, y es lícito ejercer contra él cuanto el derecho o una justa violencia permita contra un tirano […]” (3).
Stephanus Junius Brutus.
La Matanza de San Bartolomé, en Francia, —comenzada en agosto de 1572— acaeció en el fragor de la disputa religiosa que llevó a la monarquía católica francesa a perseguir a los protestantes de su país que adoptaron la doctrina calvinista, también conocidos como hugonotes.
A propósito de la matanza, un hugonote considerado rebelde por la realeza católica francesa, Phillipe Duplessis Mornay o Stephanus Junius Brutus, según se le ha atribuido, publicó en 1579 la «Vindiciae contra tyrannos«, un texto de carácter ideológico que se insertó en el combate religioso de la época. En esta obra no se retoman directamente los supuestos de la teoría de la guerra justa a la manera como lo hicieron los escolásticos españoles Francisco de Vitoria y Francisco Suárez algunos años después de la Vindiciae, pero sí se trazan las cuestiones o preocupaciones de los principales autores monarcómacos, como Theodore de Bèze y François Hotman, en cuanto al mejor gobierno de los reinos. Se trataba de reflejar una preocupación medieval aún presente a pesar de la convulsión generada por los maquiavelistas, y de la preocupación por el gobierno en el cual el poder habría de tener fijadas o establecidas claramente sus potestades, y en el que el pueblo sería titular de derechos.
En Junius Brutus la idea de alianza o pacto de fundación del Estado que acoge la ley del Dios judeocristiano permite entender que, si bien la autoridad del soberano proviene de Dios, ella no ha de ser ilimitada. Sin embargo, el autor sugiere que de los hechos de la época podría inferirse un constante abuso del poder por parte de los príncipes al pretender disponer sobre las conciencias de los súbditos en lo atinente a la fe que profesaban. Un príncipe que se dice cristiano no habría de ordenar a sus súbditos la obediencia de preceptos contrarios a Dios; sin embargo, si esa orden tuviera lugar, ella habría de ser injusta, y sería legítimo que quienes están llamados a obedecerla ejercieran resistencia.
El precepto injusto constituiría así una violación a la alianza entre Dios, el pueblo y los reyes, a quienes no les estaría dado regular los asuntos divinos, v. gr. la creencia en una determinada religión, sino sólo los asuntos humanos o enteramente terrenales, v. gr. el cuerpo y los bienes de los súbditos; mas si sucediera que un príncipe también buscara ejercer un dominio sobre el alma, transgrediría el juramento hecho ante Dios y su pueblo y, por ello, podría perder su reino a manos de sus vasallos.
Porque todos los reyes son vasallos de Dios, están sujetos a las leyes eternas e inmutables que Éste profiere en su potestad, y por consiguiente sería más que una necedad considerar rebeldes a quienes se niegan a obedecer un precepto injusto: «no sólo no estamos obligados a obedecer al rey que ordene algo contrario a la ley de Dios, sino, al contrario, somos rebeldes a Dios si obedecemos”;(4) así, el referente de legitimidad en el ejercicio del poder son las leyes divinas e inmutables proferidas por Dios, plasmadas en los diez mandamientos contenidos en las dos tablas entregadas por Dios a Moisés.
La Vindiciae plantea que los mandamientos de la primera tabla, atinentes a aquellas conductas de sumisión a Dios, son límites inamovibles a los príncipes y también a la autoridad superior de los mismos, mientras los mandamientos de la segunda tabla contienen los preceptos de conducta para con el prójimo y la obediencia al poder político. Éstos no son tanto o más relevantes que los primeros, puesto que: “[…]. Si el príncipe ordena matar a un inocente, expoliar, extorsionar, nadie que conserve un poco de conciencia querrá obedecer tal mandato. […]”.(5) Aquí aparece también el asunto de la conciencia como referente de la obediencia al poder en un reclamo moral que dirige Junius Brutus, quien no duda de que efectivamente, en su tiempo, la pena infligida a quien lesiona la persona del rey habría de ser más grave en derecho que la de aquel que atenta contra un monumento construido para él; pero pretende además que, no sólo en conciencia sino también en derecho, quienes vulneren las leyes de la primera tabla reciban igual castigo, atroz y severo —v.gr. los reyes católicos de su tiempo.
Se niega, entonces, que la obediencia al poder político, que había sido entendida hasta el momento en términos de sumisión estricta a la autoridad, según las ideas protestantes, sea incondicionada o absoluta: en lugar de doblar la rodilla ante esos príncipes que prescriben conductas injustas, dice Junius Brutus, habría de rendírsele culto a Dios desobedeciendo sus mandatos (6).
La alianza se entiende en un primer momento como el pacto entre Dios y el pueblo por el cual aquél le otorgó a este los reyes, del cual resultaría que éstos se obligan por igual a salvaguardar la fe cristiana; por esto se otorga validez a la posibilidad de que el pueblo haga resistencia frente al rey cuando este pretenda abolir la fe protestante, si es necesario, combatiendo con la guerra y con la astucia (7). La noción de pueblo al que le estaría dado resistir no refiere a la totalidad de la muchedumbre desenfrenada, sino sólo a aquéllos que ostentan autoridad y reconocimiento dentro del reino (8). Esta parte conformaría un conjunto que es superior al mismo rey; y porque se da por sentado que a esta parte le ha sido conferida la representación universal del pueblo, se acepta que puede conspirar y conjurar en secreto para el éxito de la resistencia a un rey que ya no observa la ley de Dios.
La resistencia sería así la manifestación por antonomasia de que se observa estrictamente la alianza realizada con Dios: convendría más apartarse del rey que de Aquél, y quienes resisten sólo se apartarían de los mandatos del rey considerado impío porque pretende usurpar lo que corresponde a Dios.
Los reyes son sólo gobernantes del pueblo, previa elección de Dios. Por ese motivo, aquéllos también habrían de rendirle cuentas y reconocer que le deben su autoridad. De existencia previa a los reyes, la Vindiciae anticipa que el pueblo es su razón de ser; de hecho, recuerda a los reyes que: “[…] reinan sin duda por Dios, pero a través del pueblo y a causa del mismo; y […] no deben el reino sólo a Dios y a su espada, porque el pueblo fue quien primero les ciñó esa espada” (9) y que el pueblo podía existir por sí, mientras ellos sólo podían ser reyes si existía un pueblo.
Asimismo, el texto plantea un germen importante para la posterior modernidad política: la ficción de la representación universal del pueblo por parte de sus estamentos, que están por encima del rey, quien sólo es un administrador de la república, y únicamente es reconocido como tal una vez el conjunto del pueblo o sus estamentos, investidos de majestad, hayan dado su aprobación.
En cuanto a la delimitación y definición del tirano, la Vindiciae sostiene que lo era el soberano que se ubicaba fuera de la ley, que desdeñaba de ella y se creía exento de su cumplimiento; asimismo era tirano el soberano que pretendía ejercer el poder de vida y muerte sobre sus súbditos de manera arbitraria y movido por su solo capricho
De otro modo, en la Vindiciae tiene lugar la metáfora de la nave del Estado. La república, sostuvo, semejaría un barco cuyo piloto es el rey, pero cuyo propietario —que no ya tripulante— es el pueblo, representado por los estamentos (10). En ese sentido, el único fin del gobierno consiste en velar por el bien del pueblo, siendo la dignidad regia, más que un honor, una carga estatuida para poner fin a las disputas entre los ciudadanos por la propiedad de los bienes, administrando justicia y defendiendo al pueblo de los ataques externos mediante el ejercicio de la guerra.
Ahora bien, si el príncipe ejercía esas dos funciones con su puro capricho devenía verdaderamente un tirano, por lo que no sólo los súbditos eran sujetos a las leyes; sujetos o destinatarios irremediables de las mismas eran asimismo sus reyes, quienes se encontraban por debajo de ellas, negándose la posibilidad de que su validez resultara relativizada por interpretaciones influenciadas por pasiones como la ira o el odio. El rey recibía las leyes del pueblo, que son justas en sí mismas, y “debe ser tenido por injusto lo que realice en contra o en fraude de ellas” (11). Las tesis del hugonote son una reivindicación de tinte aristotélico de que sólo las leyes debían gobernar y no los hombres, todos los cuales, incluso los reyes, se hallaban sujetos a las mismas, situación ya ideal o considerada difícilmente realizable en la práctica de la política, pero entendida asimismo como condición o supuesto de la libertad política.
y también era tirano el soberano que, sin atender al bien público, para atender a su interés privado, malgastara el dinero correspondiente al patrimonio público
En cuanto a la delimitación y definición del tirano, la Vindiciae sostiene que lo era el soberano que se ubicaba fuera de la ley, que desdeñaba de ella y se creía exento de su cumplimiento; asimismo era tirano el soberano que pretendía ejercer el poder de vida y muerte sobre sus súbditos de manera arbitraria y movido por su solo capricho: era una facultad reservada únicamente frente a quien fuera condenado según las leyes, las únicas que poseían el poder de vida y muerte; y también era tirano el soberano que, sin atender al bien público, para atender a su interés privado, malgastara el dinero correspondiente al patrimonio público: sobre él el rey es sólo su administrador, no su propietario ni su usufructuario.
la institución del rey supone la existencia previa del pueblo
El segundo momento de la idea de la alianza es el correspondiente al pacto entre el rey y el pueblo, asunto transversal en la Vindiciae, porque su objetivo consistía en resaltar que la institución del rey supone la existencia previa del pueblo.
Se afirma que no sólo existía un pacto entre Dios de un lado, y el pueblo y los reyes de otro, sino también entre los reyes y el pueblo (12). Con respecto a Dios, el soberano se obliga a una obediencia piadosa; con respecto al pueblo, a gobernarle justamente, es decir, conforme a las leyes. El incumplimiento por parte del pueblo haría que este quedara como sedicioso, mientras el incumplimiento del soberano haría que este quedara como un tirano.
Con respecto a Dios, el soberano se obliga a una obediencia piadosa; con respecto al pueblo, a gobernarle justamente, es decir, conforme a las leyes. El incumplimiento por parte del pueblo haría que este quedara como sedicioso, mientras el incumplimiento del soberano haría que este quedara como un tirano
La tiranía en el pensamiento del hugonote se clasifica en dos tipos. De un lado, como aquella ejercida por quien se apodera del reino por la fuerza, y de otro modo, como aquella de quien ejerce el gobierno del reino contra el derecho y la justicia; la primera, una tiranía sin título, y la otra una tiranía de ejercicio, y quienes estén a la cabeza, ladrones y poseedores de mala fe (13).
La Vindiciae defiende la posibilidad de reprimir por la fuerza al soberano que incumple sus promesas. Para esta justificación su autor no duda en apelar al derecho natural, en razón del cual creyó válida la protección de la vida y la libertad contra todo ataque y violencia. La defensa contra el ejercicio tiránico del poder era considerada de esa manera indudablemente legítima, lo que se explica así:
Si alguien intenta quebrantar este derecho mediante la violencia o el fraude, todos estamos obligados a oponernos, porque ataca a la sociedad a la que debe todo, porque socava los cimientos de la patria, a cuya [defensa] estamos vinculados por naturaleza, por las leyes y por juramento; de tal modo que, si no lo hacemos, en verdad somos traidores de la patria, desertores de la sociedad humana y gentes que desprecian el derecho (14).
Y sostiene firmemente, contra las afirmaciones de Lutero, que el derecho natural, el derecho de gentes y el derecho civil sí permiten que esa defensa contra el tirano sin título sea ejercida mediante las armas, y por cualquier particular, llamado a repeler la fuerza del tirano sin título mediante la fuerza; quien resiste, de ningún modo podría asumirse como rebelde, ni como sedicioso pues, dice: “[…] es sedicioso quien intenta sublevar al pueblo contra la constitución política. Y no promueve la sedición, sino que al contrario la impide, quien reprime al destructor de la patria y el orden público […]” (15).
quien resiste, de ningún modo podría asumirse como rebelde, ni como sedicioso; “es sedicioso quien intenta sublevar al pueblo contra la constitución política. Y no promueve la sedición, sino que al contrario la impide, quien reprime al destructor de la patria y el orden público”
Así entonces se entiende que la tiranía es la causa de los peores males. La destrucción del Estado, mediante el desprecio de sus leyes, supone una desestabilización tal que las acciones del tirano superan en maldad a las del ladrón o del asesino. Precisamente por esto se afirma:
[…] el tirano que comete felonía contra el pueblo —que es el señor del feudo— y lesiona la sagrada majestad del reino o del imperio, es rebelde; cae por eso bajo las mismas leyes, y merece penas mucho más graves. Por eso […] podrá ser depuesto por su superior […]. Y superior es todo el pueblo o quienes lo representan […] (16).
Con respecto a la tiranía de ejercicio se niega que cada uno de los individuos pueda resistir: no pudiendo los individuos protegerse por sí mismos, no están obligados a proteger la república mediante la oposición armada al tirano de ejercicio. Sólo el pueblo, entendido como se mencionaba antes «el conjunto de esos individuos representados por otros«, puede tener iniciativa de resistir al tirano de ejercicio. No sucede lo mismo, de acuerdo a lo expuesto, frente al tirano sin título porque estos no han suscrito ningún pacto o alianza —cualquiera puede resistir su poder.
Las cuestiones abordadas en la Vindiciae pretendieron asumirse como verdades apoyadas en testimonios aportados por las Sagradas Escrituras; sin embargo, luego de pretender ejercer sobre ellas una «recta interpretación«, ejercicio propio del pensamiento protestante, esos testimonios se acompañaron de preceptos y enseñanzas propios de la moral, de la filosofía política, de la ley natural, entre otros, pero con el propósito de aducir que una rigurosa justificación al ejercicio de la rebelión amparado en causas religiosas era necesaria para considerarla un ejercicio legítimo y justo en sí mismo, siempre que resultara encaminado a salvaguardar la fe cristiana protestante, la «verdadera religión«. Esta devino así una causa a defender y a extender a todos los territorios objeto de disputa.
Por supuesto no ha de perderse de vista que esto no da cuenta de la existencia de continuidades discursivas: las ideas, por ser extraídas de los hechos de la época no sirvieron más que a necesidades concretas. Esto es lo que explica Harold J. Laski, a propósito de la contienda religiosa de la época y la búsqueda de los límites de la obediencia política como cometido intelectual, la cual se concreta después en las aspiraciones de las religiones encontradas en el campo de batalla del reconocimiento estatal del valor de la tolerancia religiosa (17).
la idea de la soberanía popular se abre paso, sugerida en el escrito de acuerdo a la concepción del ejercicio del poder por parte del soberano como una función o carga y no una dignidad, y al reconocimiento del pueblo como el sustento de ese ejercicio
Así se presenta el momento en que la idea de la soberanía popular se abre paso, sugerida en el escrito de acuerdo a la concepción del ejercicio del poder por parte del soberano como una función o carga y no una dignidad, y al reconocimiento del pueblo como el sustento de ese ejercicio. Pronto se la advirtió como una idea tremendamente conveniente que comenzó a servir a intereses particulares de quienes, como Catalina de Médicis, antes que la libertad religiosa, pretendían conservar el poder; asimismo la idea sirvió a los hugonotes, miembros del brazo político del protestantismo, para defender, en ocasiones, a la corona francesa, y en otras, para ejercerle resistencia mediante la fuerza o rebelión en el momento en que los católicos, haciendo lo propio mediante el fanatismo, optaron por perseguirlos.
Los escritos de los autores hugonotes —Theodore de Bèze, F. Hotman y Junius Brutus o Duplessis Mornay, entre otros—, son panfletos, no exposiciones organizadas que den cuenta de la filosofía de una doctrina religiosa, aunque sugieren numerosas pistas sobre la negación del absolutismo de Estado. Este se consideraba incompatible con la reivindicación de libertad religiosa entendida en ese momento político como supuesto de la libertad política. También dieron claves sobre su afirmación de los derechos del pueblo a ser reivindicados de cara a las intromisiones del príncipe, y sobre la idea de un contrato social suscrito entre el príncipe y el pueblo, idea presente durante aproximadamente un siglo, influenciando a John Locke y principalmente a Jean Jacques Rousseau.
En suma, la protesta contenida en la Vindiciae tuvo importantísimo valor a pesar de haberse dado precisamente en un momento de auge de la centralización despótica del poder por parte del Estado, propugnada por quienes, como Jean Bodin, defendieron la existencia de un poder regio ilimitado, absoluto y no sujeto a un posible orden abstracto de naturaleza superior a él mismo (18), y también en un momento de estricta diferenciación de las nacionalidades europeas debida a una estratificación de la sociedad burguesa, iniciada en la Edad Media, inconstante en diversos momentos, pero acentuada ya en los albores de la modernidad.
Harold Laski afirma acertadamente que el propósito de la protesta no tuvo que ver con la libertad religiosa, con la admisión o la tolerancia del culto protestante o del católico, sino con las pretensiones de establecer una nueva forma de gobierno de tinte hugonote, a fin de cuentas, otra tiranía, y que igualmente los católicos, al aspirar de manera clara a la persecución eran tan ajenos a la idea de libertad como los hugonotes. Por esto, Laski sostiene: “[…] los dos estaban realmente perplejos ante el problema específico de la lealtad. Intentaron negar el deber de obediencia cuando implicaba resultados desfavorables para una religión determinada […]” (19).
2. Teoría de la guerra justa, una tradición medieval. Sus repercusiones respecto a la resistencia.
Es importante retomar en este punto algunos aspectos señalados por Alex J. Bellamy sobre la contienda que comenzó en los siglos XII y XIII consistente en la lucha de fuerzas en la constitución política de Europa: a quienes pretendían su unidad en el Sacro Imperio Romano se contraponían quienes buscaban establecer una sociedad de soberanos iguales (20). En líneas anteriores se ha intentado una breve aproximación al asunto.
Interesa destacar en este punto las elaboraciones que permitieron concretar, en ese periodo de tiempo, la teoría de la guerra justa entendida según la idea romana como aquella que sólo debía tender al restablecimiento de una situación de paz (simplemente vista en sentido negativo, como aquella en que no había guerra) y que, además, habría de satisfacer tres requisitos.
El primero de ellos era el inicio de la guerra con el fin de recuperar bienes robados, de vengar injurias o (una comunidad podía iniciar una guerra) en defensa propia. Estos requisitos suponían entonces una agresión ajena (21).
El segundo, que la guerra se declarara y fuera emprendida por una autoridad legítima, es decir, con plena facultad para realizar ese tipo de declaraciones, a pesar de que en dicho momento no se tenía claridad sobre qué autoridad podía hacerlo, en ocasiones se atribuía dicha facultad al Emperador, a los príncipes o a los nobles de inferior autoridad a éstos; la disputa misma por la autoridad no permitía dilucidar esta cuestión teórica de importantes repercusiones prácticas.
El tercer supuesto se refería a los medios para adelantarla. Según Bellamy, autores como los decretalistas (comentaristas medievales del Decretum, escrito que versaba específicamente sobre la teoría de la guerra justa) señalaban que podía utilizarse cualquier medio necesario para que la victoria resultara asegurada.
Ahora bien, el método escolástico seguido por Tomás de Aquino, poco valorado en su época, según Bellamy, le permitió separarse de algunas proposiciones de Agustín, principalmente puesto que no consideraba que toda guerra fuera justa (22). Las tres condiciones propuestas por De Aquino eran: la autoridad legítima, la existencia de una justa causa y de una intención correcta.
Sólo la autoridad que tuviera entre sus facultades la de declarar la guerra podía adelantarla, no los individuos particulares, quienes frente a aquélla no poseen derechos de mayor rango ni la posibilidad de movilizar y armar al pueblo, a la manera de quien constituye un ejército.
La causa justa tenía que ver con que la guerra se emprendiera para: «vengar un mal, castigar a alguien que no había reparado un mal o recobrar algo que había sido tomado de manera ilegítima» (23).
La defensa legítima por parte de la comunidad de cara a la tiranía no se menciona como causa justa en sí misma, circunstancia que Bellamy explica en que para De Aquino quienes inferían un daño, y entre ellos había que contar a los gobernantes tiránicos, no contaban con un derecho inherente a defenderse contra atacantes potencialmente legítimos (24). Finalmente, la intención correcta debía consistir solamente en hacer un bien o evitar un mal.
No es baladí que las tesis de Tomás de Aquino resultaran problemáticas en su época. La interpretación que ofreció sobre la guerra justa resultó ser más «terrenal» que la realizada por Agustín; su disquisición fue la concreción de una combinación y recíproca fundamentación de la teología y la filosofía, y de la interpretación teológica de asuntos humanos a través de la razón humana. A pesar de la injusticia inferida a sus tesis, A. Bellamy destaca la importancia de reconocer en los aportes de De Aquino una intención de justificar filosóficamente una limitación de la guerra según el criterio de la proporcionalidad. Este principio, referido a que la guerra se ejercía de modo legítimo si se valoraba que el hecho de no hacerla era más grave que hacerla, continuó resonando hasta la aparición de la tradición de la guerra justa interpretada en el siglo XVI, momento en que ya se había dado sepultura a la estructura del gobierno medieval en el marco del cual la teoría de la guerra justa había comenzado.
El descubrimiento de la Razón de Estado supuso la finalización o decadencia de la estructura del gobierno medieval y la aparición de una contingencia histórica aparejada a la concreción de la temprana modernidad política, en lo que hoy se conoce como el Renacimiento. Sin embargo, los preceptos teológicos medievales sobre la guerra justa continuaron presentes en las obras de autores preocupados por el asunto de la guerra, cuya complejidad en la época — finales del siglo XVI y principios del XVII— quizá había determinado que el ejercicio bélico llegara a ser una «lucha de razas«, en términos de M. Foucault (25), o por lo menos un combate entre grupos de personas llevado a cabo de acuerdo a criterios de identidad nacional.
Así pues, uno de los teólogos inquietos por el asunto de la guerra fue el fraile dominico español Francisco de Vitoria, preocupado principalmente por la legitimidad de la conquista española aquí, en América. Sostiene, con Tomás de Aquino, que ninguna guerra es justa, ni siquiera la iniciada por los españoles para «convertir a los indios«, y que a éstos les era dado usar la fuerza en defensa propia contra aquéllos (26).
Las preocupaciones del fraile De Vitoria tuvieron que ver, entre otros asuntos, con cuáles podían y debían ser las causas de una guerra justa, quién podía declararla y qué actos podía lícitamente cometer contra su enemigo quien se encontrara en una guerra justa (27).
La guerra defensiva era indudablemente lícita, así como la guerra ofensiva, aquella en ejercicio de la cual no sólo pretendía reclamarse o defender cosas o derechos, sino también reclamar la satisfacción por una injuria recibida. Ambas, dice Vitoria siguiendo a Agustín, habrían de emprenderse para preservar la paz y la seguridad de la república y mantener al enemigo en su sitio. Con estos únicos fines bastaría para emprenderlas sin problemas teológicos y/o éticos.
De Vitoria pretendía probar que todo el orbe saldría beneficiado con una guerra justa del pueblo contra sus enemigos, sean éstos tiranos y/o ladrones; y parecería ofrecer una justificación, desde el punto de vista moral, sobre la licitud de que incluso quienes padecen una tiranía puedan repelerla mediante la fuerza y escarmentar a quien la ejerce:
[…] cualquiera, aunque sea un simple particular, puede emprender y hacer la guerra defensiva. Esto es manifiesto porque es lícito repeler la fuerza con la fuerza […] por consiguiente, cualquiera puede hacer una guerra de este género sin necesidad de recurrir a la autoridad de otro, no sólo para la defensa de su persona, sino también para la de sus cosas y bienes (28).
Así, Vitoria atribuiría licitud a un posible ejercicio de la resistencia a los tiranos en cabeza de los súbditos. No obstante, esta afirmación merece atención y no puede dar lugar a distracciones porque a renglón seguido acude a Agustín (a quien se sigue atribuyendo toda autoridad en la interpretación del derecho natural, casi diez siglos después de haber escrito sobre la guerra justa) para sostener que sólo en el príncipe legítimo, que es el que ha sido elegido por la república, reside la autoridad para emprender la guerra. Así, no se trata de que cualquiera pueda resistir, sino que puede hacerlo cualquiera que tenga autoridad o rango dentro de la comunidad sin necesidad de acudir a otra autoridad. Asimismo, F. de Vitoria argumenta en defensa de los inocentes, sin distinguir si para el ejercicio legítimo de la fuerza —con la satisfacción de los requisitos de la teoría de la guerra justa— éstos habrían de ser simples súbditos que padecieran una situación de injusta opresión, o personas con cierto rango entre la república.
Por último, Vitoria reserva el ejercicio de la guerra para la reparación de un mal previo, aunque no todo mal debía servir de causa para una guerra: “la guerra sólo era justificable si el daño que intentaba reparar era mayor que el probable mal que ella desencadenaría” (29).
En fin, el fraile español expuso extensamente sus preocupaciones sobre la guerra según criterios de derecho natural, de razón y de justicia para intentar delimitar cada detalle de lo que habría de realizarse antes, durante y después de la guerra e igualmente sostuvo la obediencia a la autoridad a la que atribuía un origen divino. No obstante, no se trataba ya de una obediencia incondicionada, a la manera en que había predicado Martín Lutero. El contexto político en que el escolástico español vivió y escribió devino diferente y las guerras se intensificaron aún más; así, los intelectuales y escritores se ocupaban más de limitar la guerra entre estados apenas nacientes, que de estudiar la posibilidad de que los súbditos pudieran resistir un ejercicio tiránico del poder.
Así a Vitoria se le haya atribuido —con error considera Bellamy— el origen teórico del derecho internacional, ha de destacarse que sus tesis, hilvanadas sobre la teoría de la guerra justa (30), abrieron la posibilidad teórica de que los súbditos o, en general, los inocentes e inermes frente a la tiranía o ejercicio injusto e ilegítimo del poder, pudieran armarse contra él para intentar eliminar sus ignominiosos efectos.
Es de ese modo como otro autor escolástico y seguidor de Vitoria, Francisco Suárez, propuso un enfoque similar en cuanto a la teoría de la guerra justa.
En su obra Guerra, intervención y paz internacional (31), Suárez se pregunta si la sedición —o ejercicio de resistencia como una forma de disidencia política—, es intrínsecamente mala. Entendida como «toda lucha colectiva que se da dentro del mismo estado [y que] puede entablarse entre dos partidos o entre el soberano y su pueblo” (32), Suárez responde que la sedición en que llegara a expresarse la lucha emprendida por un partido contra otro, al que le está dada una legítima defensa de la agresión, es ilícita; pero reconoce que en la guerra del pueblo contra el soberano no hay maldad intrínseca aunque se desarrolle de manera agresiva — no pudiendo ser de otro modo— porque sólo con el cumplimiento de las condiciones de una guerra justa la sedición es honesta, debiendo ser ejercida además contra un tirano.
El matiz introducido por Suárez a esa afirmación tiene que ver con su identificación de dos clases de tiranía: aquella en que el soberano ejerce una dominación —habiendo accedido al poder mediante usurpación—, y la otra, atinente a la manera de gobernar. Sólo frente a la primera tiranía, considera, cualquiera de los miembros del Estado y aun otras instituciones del mismo tienen derecho a levantarse contra el tirano, un agresor que inicuamente mediante su actuación emprende una guerra injustificada a la república y sus miembros.
La segunda forma que podría revestir la tiranía, que tiene que ver con el ejercicio del poder, no conlleva en sí misma una injusticia tal que pudiera resistírsele legítimamente: el príncipe que realiza un ejercicio injusto del poder, considera, es propiamente un soberano y no realiza una verdadera agresión a los súbditos. En consecuencia, éstos no podrían declararle una guerra de agresión y si lo hicieren ella devendría una verdadera sedición: a los súbditos sólo les estaría dado hacer lo necesario para asegurar su propia defensa de la insoportable dominación de quien ha usurpado el poder (33).
CONCLUSIONES.
No puede perderse de vista que precisamente porque las ideas: “[…] tienen una historia más duradera que sus patrocinadores. [y que] Nacidas de una circunstancia concreta, siguen viviendo hasta engendrar acontecimientos muy diferentes de lo que su época de origen pudo prever o desear” (34), conforme a las tesis del monarcómaco francés, luego de ser retomadas por jesuitas y puritanos ingleses, se gestó luego una tradición que consideró que los asuntos políticos se derivaban de hechos sociales, que podrían ser corregidos por la razón eterna y la ley natural, y que amparaban dentro de múltiples posibilidades el derecho de resistencia a la tiranía.
Por eso, mereció la pena ver cómo estas mismas ideas sobre el poder político y la posibilidad de ejercerle resistencia trascendieron teóricamente, con éxito en las obras de los escolásticos españoles Francisco de Vitoria y Francisco Suárez elaboradas a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, quienes retomaron también los planteamientos de la teoría de la guerra justa formulada desde la Edad Media.
Finalmente, podría considerarse que el asomo de derecho que Suárez reconoce conforme a la teoría de la guerra justa no tiene completa naturaleza insurreccional en el sentido de que no resulta atribuido exclusivamente al pueblo conformado por cada uno de los súbditos. Antes bien, estos están llamados a defender al Estado de la dominación ejercida por el príncipe. La superioridad del poder del Estado sobre el poder delegado por éste al príncipe no admite duda para Suárez, quien defiende la idea de Estado-nación que ya había hecho aparición en Europa en el siglo anterior al cual escribe. No es para menos, pues el autor asiste a una Europa totalmente fragmentada, a un tiempo de tragedia en que el Estado surgió como forma política absoluta (35).
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BIBLIOGRAFÍA
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FOUCAULT, Michel. Defender la sociedad (curso en el collége de France). Trad. Por Horacio Pons. Buenos Aires. Fondo de cultura económica. 2ª reimpresión. 2001. 281 pp.
JUNIUS BRUTUS, STEPHANUS (Seudónimo de DUPLESSIS- MORNAY, Phillipe). Vindiciae contra Tyrannos o poder legítimo del príncipe sobre el pueblo y del pueblo sobre el príncipe. Introducción histórica de Harold J. Laski. Estudio preliminar y notas de Benigno Pendás. Traduccion de Piedad García- Escudero. Editorial Tecnos, colección clásicos del pensamiento. Madrid, 2008. 294 pp.
LASKI, Harold J. La Vindiciae en su contexto: introducción histórica. Parte de: JUNIUS BRUTUS, STEPHANUS (Seudónimo de DUPLESSIS- MORNAY, Phillipe). Vindiciae contra Tyrannos o poder legítimo del príncipe sobre el pueblo y del pueblo sobre el príncipe. Estudio preliminar y notas de Benigno Pendás. Traducción de Piedad GarcíaEscudero. Editorial Tecnos, colección clásicos del pensamiento. Madrid, 2008. 294 pp. P. 215-294.
SUÁREZ, Francisco. Guerra, intervención y paz internacional. Estudio, traducción y notas por Luciano Pereña y Vicente. 1ª Edición autorizada. Madrid. Editorial Espasa-Calpe, colección austral. 1956. 205 pp.
WALZER, Michael. La revolución de los santos. Estudio sobre los orígenes de la política radical. Buenos Aires. Katz Editores. 354 pp. P. 45- 81; 185-198; 285-317.
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NOTAS
1 Artículo de difusión. Fruto de investigaciones personales de la autora.
2 En: SUÁREZ, Francisco. Guerra, intervención y paz internacional. Estudio, traducción y notas por Luciano Pereña y Vicente. 1ª Edición autorizada. Madrid. Editorial Espasa-Calpe, colección austral. 1956. 205 pp. P. 10
3 JUNIUS BRUTUS, STEPHANUS (Seudónimo de DUPLESSIS- MORNAY, Phillipe). Vindiciae contra Tyrannos o poder legítimo del príncipe sobre el pueblo y del pueblo sobre el príncipe (1579). Introducción histórica de Harold J. Laski. Estudio preliminar y notas de Benigno Pendás. Traducción de Piedad GarcíaEscudero. Editorial Tecnos, colección clásicos del pensamiento. Madrid, 2008. 294 pp.
4 Ibíd. P. 35.
5 Ibíd. P. 36. En este punto el hugonote podría estar retomando lo que sus contemporáneos calvinistas franceses consideraban respecto a que la obediencia a la autoridad también habría de ser un asunto de conciencia. Cfr. WALZER, Michael. La revolución de los santos. Estudio sobre los orígenes de la política radical. Buenos Aires. Katz Editores. 354 pp.
6 Ibíd. P. 37.
7 Ibíd. P. 54.
8 Ibíd. P. 55. El pueblo, que podría resistir, sería conformado por: ―[…] los magistrados inferiores al rey, elegidos por el pueblo o nombrados de otra forma como copartícipes del poder […] que representan al conjunto. Entendemos también la asamblea […], a la que se someten todos los asuntos públicos”.
9 Ibíd. P. 83.
10 Ibíd. P. 89. “[…] el mismo pueblo atiende y obedece a aquél mientras cuida del bien público; sin embargo no es ni debe ser considerado menos siervo de la república, como cualquier juez o jefe militar […]”.
11 Ibíd. P. 115.
12 Esta afirmación de Junius Brutus se contrapone a lo que afirmara Lutero algunos años antes en el sentido de que los príncipes sólo tenían obligación con respecto a Dios de acoger los mandatos de su fe, y que con respecto al pueblo no se encontraban vinculados por ninguna obligación. Cfr. LUTERO, Martín.Escritos políticos. Madrid. Editorial Tecnos. 2°edición.1990. 170 pp.
13 El hugonote considera que la tiranía de ejercicio es más injusta, lo que difiere de lo sostenido por Francisco Suárez para quien la segunda forma de concebir la tiranía no sería nada reprochable o reprobable. Cfr. SUÁREZ, Francisco. Ob. Cit. P.126, ya citado en líneas anteriores.
14 Ibíd. P. 168. Subraya propia.
15 Ibíd. P. 169. Subraya propia. Podría considerarse que el concepto orden público es entendido por el hugonote, en su contexto, finales del siglo XVI, como aquella categoría que comprende la observancia de las leyes naturales, y del derecho de gentes y el derecho civil, en fin, como aquello que implica el respeto por parámetros de justicia inscritos en el referente jurídico y moral del gobierno de la comunidad política. Por su parte se destaca el comienzo de la reivindicación de un concepto de patria, propia de la conformación de la sociedad europea estratificada, en estados nacionales.
16 Ibíd. P. 176. Subraya propia.
17 LASKI, Harold J. La Vindiciae en su contexto: introducción histórica. En: JUNIUS BRUTUS, STEPHANUS (Seudónimo de DUPLESSIS- MORNAY, Phillipe). Vindiciae contra Tyrannos o poder legítimo del príncipe sobre el pueblo y del pueblo sobre el príncipe. Estudio preliminar y notas de Benigno Pendás. Traducción de Piedad García- Escudero. Editorial Tecnos, colección clásicos del pensamiento. Madrid, 2008. 294 pp. P. 215-294.
18 Ibíd. P. 273- 278. A quien interese profundizar las tesis de Bodin, puede ver: BODIN, Jean. Los seis libros de la república. España, Tecnos. 1986. 307 pp. No interesa hacer aquí esa profundización dado que el supuesto transversal hasta el momento ha sido el del ejercicio de la resistencia como posibilidad teórica. Si bien la contrastación con las tesis de Bodin puede ser interesante ha de suponer su negación absoluta a la posibilidad de resistir el poder político. No obstante debe destacarse que Laski sí realiza esa contrastación y explica que las tesis de Bodin dejan entrever que el Estado debía ser obedecido únicamente por ser tal, dado que su sola voluntad es ley. Mientras, las tesis de los hugonotes se encargan más bien de construir un derecho abstracto al poder regio, determinado por la voluntad divina, y al cual los reyes se encontrarían sujetos de manera irremediable: sólo por ser tal, por provenir de la voluntad de Dios ese derecho es justo y legítimo, fuente del poder soberano, y todo cuanto pudiera vulnerarlo devendría ilegítimo y susceptible de ser repelido por la fuerza —de las armas—. Laski no identifica en la Vindiciae algo que pueda parecerse a una teoría de la soberanía, pero sí una idea del contrato social, lo que expone al texto a numerosas críticas. Al respecto de esas críticas, véase el texto de Laski citado en esta nota, P. 277 y 278.
19 Ibíd. P. 282. Subraya propia.
20 BELLAMY, Alex J. Guerras justas, de Cicerón a Irak. Trad. Por Silvia Villegas. Madrid. Fondo de Cultura económica. 2009. 412 pp.
21 Ibíd. P. 67. Bellamy sostiene que esta formulación fue realizada por el autor escolástico Graciano siguiendo el modelo de Agustín. No obstante para éste era necesaria también la existencia de una intención correcta.
22 Ibíd. P. 74.
23 Ibíd. P. 76.
24 Ibíd. P. 76.
25 FOUCAULT, Michel. Defender la sociedad (curso en el collége de France). Trad. Por Horacio Pons. Buenos Aires. Fondo de cultura económica. 2ª reimpresión. 2001. 281 pp. De acuerdo a la perspectiva de Foucault en los siglos XVI y principios del siglo XVII no se hace evidente ya el discurso histórico de la soberanía, sino el discurso de las razas, “de la lucha de las razas a través de las naciones y de las leyes”. Asimismo se destaca que ese nuevo discurso constituye una historia de la lucha de razas en la que no todos aparecen como vencedores, tal como aparecían en la historia romana, sino que también se hace evidente la derrota de otros. Por eso se la caracteriza como contrahistoria. Ob. Cit. P. 70 y siguientes. Subraya propia.
26 BELLAMY, Alex J. Ob. Cit. P. 94.
27 DE VITORIA, Francisco. Relecciones del Estado, de los indios y del derecho de guerra (1557). Editorial Porrúa. México, 1974. 101 pp. P. 76.
28 Ibíd. P. 78. Subraya propia.
29 Ibíd. P. 95.
30 BELLAMY, Alex J. Ob. Cit. P. 99.
31 SUÁREZ, Francisco (1548 – 1617). Guerra, intervención y paz internacional. Estudio, traducción y notas por Luciano Pereña y Vicente. 1ª Edición autorizada. Madrid. Editorial Espasa-Calpe, colección austral. 1956. 205 pp.
32 Ibíd. P. 125.
33 Ibíd. P. 126.
34 Ibíd. P. 236.
35 El autor del estudio preliminar de su obra considera que la construcción del Estado realizada por Suárez tiene el fin de legitimar la política del Imperio Español, que es la antítesis a la construcción del Estado atribuida desde el siglo XVI a Maquiavelo o una forma de reacción a lo que las tesis del florentino, bien o mal interpretadas, habían suscitado. Cfr. Luciano Pereña y Vicente. Estudio preliminar. En: Suárez, Francisco. Guerra, intervención y paz internacional. 1ª Edición autorizada. Madrid. Editorial Espasa-Calpe, colección austral. 1956. 205 pp. P. 9-46.
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