LA REVOLUCIÓN O REBELIÓN VIGILANTE NO PUEDE PRESCINDIR DEL AMOR, por Albert Camus
El fin y los medios
Quienes desprecian el valor de las reglas de la democracia lo único que pueden conseguir es destruir la convivencia
Por Pedro García Cuartango
ABC, 30 AGOSTO 2019
Resulta muy fácil perder el sentido de la orientación en la vida y, por eso, necesitamos maestros. Le estaré eternamente agradecido a Don José María Suso, que guió mis pasos en una escuela católica de Miranda de Ebro cuando yo era niño. Ha habido otras muchas personas, escritores y pensadores de los que yo he aprendido. Sin la lectura de Descartes en mi adolescencia, probablemente nunca me habría interesado por la filosofía. Pero quiero evocar hoy la figura de Albert Camus, cuyo legado va creciendo con el tiempo y que me parece necesario reivindicar en unos momentos tan confusos como éstos.
Me he quedado perplejo al enterarme de que Boris Johnson ha decidido cerrar el Parlamento para acometer un Brexit duro sin la molesta fiscalización de los representantes de la soberanía nacional. Una noticia que se suma en este verano aciago a los infortunios diversos que estamos padeciendo como la destrucción del Amazonas o la incapacidad de nuestros líderes políticos para llegar a acuerdos.
El recuerdo de Camus es hoy tan pertinente como útil porque encarnó mejor que nadie el principio de que no es posible alcanzar ningún objetivo lícito si se hace a través de medios inmorales. Fue el intelectual francés quien dijo que tiranizar, asesinar o negar la identidad a los adversarios en nombre de la Historia, del socialismo o de cualquier otro ideal carece de justificación moral. No hay nada que valga más que la vida o la dignidad de cualquier persona.
«La libertad absoluta es el derecho del que abusan los fuertes para perpetuar la dominación y la injusticia», escribió. Y esto es lo que estamos viendo en muchos líderes políticos de nuestro tiempo, que desprecian los medios con la justificación de unos fines pretendidamente lícitos. Trump, Putin, Salvini, Maduro y Johnson son ejemplos de ello.
Defender esta posición nunca ha sido fácil. Cuando Camus pidió una tregua en la guerra de Argelia y el respeto a la vida de los civiles, fue insultado y denigrado por la derecha y la izquierda. Sartre rompió definitivamente con él. Pero tenía razón. Era la única manera de evitar la catástrofe.
Quienes proponen hoy atajos y soluciones simples para resolver problemas complejos están engañando a la opinión pública. Y quienes desprecian el valor de las reglas de la democracia para lograr la independencia o para imponer sus ideas lo único que pueden conseguir es destruir la convivencia.
No es posible seguir edificando una sociedad libre y respetuosa con los derechos individuales si no se gobierna desde principios éticos como los que propugnaba Camus, que tal vez hubiera defendido que era más valiosa la vida de un perro que un cuadro de Rembrandt. Al menos así lo pienso yo.
Camus, hombre de extraordinaria honestidad que optó por renunciar a la dirección del periódico «Combat» antes que perder su autonomía, siempre mantuvo que el único sentido posible de la existencia era la solidaridad con el prójimo y la lucha contra la opresión. Esa perspectiva la estamos perdiendo. Por eso insisto en la importancia de las referencias morales y de los maestros. A Camus le preguntaron si creía en Dios. «No creo en Dios pero tampoco soy ateo», respondió. Quería decir que se puede prescindir de la fe religiosa, pero no de los valores éticos que deben regir nuestra vida. Y, con una concepción parecida a la de Kant, sostenía que esos valores son una construcción humana, una especie de imperativo categórico que debe guiar nuestra existencia y que constituye el rasgo esencial de nuestra condición.
Albert Camus era un maestro y, por eso, aunque era consciente de que el hombre es un caso perdido, pregonaba que la vida no es posible sin el respeto a la dignidad del otro. Quedémonos con eso.
****
LA REVOLUCIÓN O REBELIÓN VIGILANTE NO PUEDE PRESCINDIR DEL AMOR
«El absoluto no se alcanza ni, sobre todo, se crea a través de la historia. La política no es la religión, o entonces es inquisición. La sociedad y la política están encargadas solamente de arreglar los asuntos de todos para que cada uno tenga el ocio del espíritu y la libertad de esta búsqueda común. La historia no puede ser ya erigida entonces en objeto de culto. No es más que una ocasión, la cual se trata de volver fecunda mediante una rebelión vigilante. Se comprende entonces que la revolución no puede prescindir de un extraño amor. Ella es amor y fecundidad, o no es nada. La revolución sin honor, la revolución del cálculo que, prefiriendo un hombre abstracto al hombre de carne, niega el ser tantas veces como lo cree necesario, pone precisamente el resentimiento en el sitio del amor. Entonces ya no es rebelión ni revolución, sino rencor y tiranía. Al final de estas tinieblas es inevitable, sin embargo, una luz que ya adivinamos y que no necesitamos más que luchar para que exista. Más allá del nihilismo, nosotros todos, entre las ruinas, preparamos un renacer. Pero pocos lo saben.«
Por Albert Camus
Hay, pues, para el hombre una acción y un pensamiento posibles en el nivel medio que le es propio. Toda empresa más ambiciosa se revela como contradictoria. El absoluto no se alcanza ni, sobre todo, se crea a través de la historia. La política no es la religión, o entonces es inquisición.
LA SOCIEDAD Y LA POLÍTICA ESTÁN ENCARGADOS DE ARREGLAR LOS ASUNTOS DE TODOS PARA QUE CADA UNO TENGA EL OCIO ESPIRITUAL Y LA LIBERTAD DE BUSCAR EL ABSOLUTO COMÚN
¿Cómo la sociedad definiría un absoluto? Cada uno busca quizá, para todos, este absoluto. Pero la sociedad y la política están encargadas solamente de arreglar los asuntos de todos para que cada uno tenga el ocio del espíritu y la libertad de esta búsqueda común. La historia no puede ser ya erigida entonces en objeto de culto. No es más que una ocasión, la cual se trata de volver fecunda mediante una rebelión vigilante.
«La obsesión por la cosecha y la indiferencia de la historia -escribe admirablemente René Char– son los dos extremos de mi arco.» Si el tiempo de la historia no está hecho con el tiempo de la cosecha, la historia no es, en efecto, más que una sombra fugaz y cruel donde el hombre no tiene ya su parte. Quien se da a esta historia no se da a nada y a su vez no es nada. Pero quien se da al tiempo de su vida, a la causa que defiende, a la dignidad de los vivos, ése se da a la tierra y recibe de ella la cosecha que produce semilla y que alimenta de nuevo.
Para acabar, los que hacen avanzar la historia son los que saben, en el momento requerido, rebelarse contra ella también. Eso supone una interminable tensión y la serenidad crispada de que habla el mismo poeta. Pero la verdadera vida está presente en el corazón de este desgarramiento. Ella es este desgarramiento mismo, el espíritu que planea sobre volcanes de luz, la locura de la equidad, la intransigencia extenuante de la mesura.
Lo que resuena para nosotros en los confines de esta larga aventura rebelde no son fórmulas de optimismo, con las que nada tenemos que hacer en el extremo de nuestra desgracia, sino palabras de valor y de inteligencia, las cuales, junto al mar, son incluso virtud.
Ninguna prudencia puede hoy pretender dar más. La rebelión choca incansablemente contra el mal, a partir del cual ya no le queda más que tomar un nuevo ímpetu. El hombre puede domeñar en él todo lo que deba serlo. Debe reparar en la creación todo lo que pueda serlo. Después de esto, los niños seguirán muriendo injustamente, incluso en la sociedad perfecta. En su más grande esfuerzo, el hombre no puede más que proponerse disminuir aritméticamente el dolor del mundo. Pero la injusticia y el sufrimiento permanecerán y, por muy limitados que estén, no cesarán de ser el escándalo. El «¿por qué?» de Dimitri Karamazov continuará escuchándose; el arte y la rebelión no morirán más que con el último hombre.
Hay un mal, sin duda, que los hombres acumulan en su forzado deseo de unidad. Pero hay otro mal que está en el origen mismo de este movimiento desordenado. Ante este mal, ante la muerte, el hombre, en lo más profundo de sí mismo, pide justicia. El cristianismo histórico no ha respondido a esta protesta contra el mal más que con el anuncio del reino, después de la vida eterna, que pide la fe.
Pero el sufrimiento desgasta la esperanza y la fe; entonces la fe se queda solitaria y sin explicación. Las multitudes trabajadoras, cansadas de sufrir y de morir, son multitudes sin dios. Nuestro sitio está entonces a su lado, lejos de los doctores antiguos y de los nuevos. El cristianismo histórico aplaza para el más allá de la historia la curación del mal y del crimen, que, sin embargo, son sufridos en la historia.
MÁS ALLÁ DEL CRISTIANISMO, EL MATERIALISMO Y EL NIHILISMO, NOSOTROS PREPARAMOS UN RENACER, PERO POCOS LO SABEN
El materialismo contemporáneo cree también responder a todas las cuestiones. Pero, servidor de la historia, incrementa el terreno del crimen histórico y lo deja al mismo tiempo sin justificación, si no es en el porvenir que sigue pidiendo todavía la fe. En ambos casos hay que esperar y, durante este tiempo, el inocente no deja de morir. Desde hace veinte siglos, la suma total del mal no ha disminuido en el mundo. Ninguna parusía, ni divina ni revolucionaria, ha tenido lugar.
Una injusticia permanece pegada a todo sufrimiento, incluso al más merecido a los ojos de los hombres. El largo silencio de Prometeo ante las fuerzas que le agobian sigue gritando. Pero Prometeo ha visto, entretanto, que los hombres se vuelven en contra suya y se burlan de él. Aprisionado entre el mal humor y el destino, entre el terror y lo arbitrario, no le queda más que su fuerza de rebelión para salvar del crimen lo que todavía puede ser salvado, sin ceder al orgullo del blasfemo.
Se comprende entonces que la revolución no puede prescindir de un extraño amor. Los que no encuentran descanso ni en Dios ni en la historia se condenan a vivir para los que, como ellos, no pueden vivir: para los humillados. El más puro movimiento de la rebelión se corona entonces con el grito angustiado de Karamazov: «¡Si no se salvan todos, para qué sirve la salvación de uno solo!» Así, condenados católicos, en las cárceles de España, se niegan a recibir la comunión, porque los sacerdotes del régimen la han hecho obligatoria en algunas prisiones. Aquellos también, únicos testigos de la inocencia crucificada, rechazan la salvación si tiene que ser pagada con la injusticia y con la tiranía.
Esta loca generosidad es la de la rebelión, la cual da sin tardanza su fuerza de amor y rechaza sin demora la injusticia. Su honor consiste en no calcular nada, en distribuir todo en la vida presente y entre sus hermanos vivos. Es así como ella se prodiga para los hombres que van a venir. La verdadera generosidad hacia el porvenir consiste en darlo todo en el presente.
La rebelión demuestra con ello que es el movimiento mismo de la vida y que no se la puede negar sin renunciar a vivir. Su grito más puro hace cada vez levantarse a un ser. Ella es, pues, amor y fecundidad, o no es nada. La revolución sin honor, la revolución del cálculo que, prefiriendo un hombre abstracto al hombre de carne, niega el ser tantas veces como lo cree necesario, pone precisamente el resentimiento en el sitio del amor.
Tan pronto como la rebelión, olvidadiza de sus generosos orígenes, se deja contaminar por el resentimiento, niega la vida, corre a la destrucción y hace levantarse a la cohorte burlona de estos pequeños rebeldes, semilla de esclavos, que acaban por ofrecerse hoy en todos los mercados de Europa a cualquier clase de servidumbre. Entonces ya no es rebelión ni revolución, sino rencor y tiranía.
Entonces, cuando la revolución, en nombre del poder y de la historia, se convierte en esta mecánica asesina y desmesurada, una nueva rebelión se hace sagrada en nombre de la mesura y de la vida. Estamos en este extremo. Al final de estas tinieblas es inevitable, sin embargo, una luz que ya adivinamos y que no necesitamos más que luchar para que exista. Más allá del nihilismo, nosotros todos, entre las ruinas, preparamos un renacer. Pero pocos lo saben.
EN LA LUZ, EL MUNDO SIGUE SIENDO NUESTRO PRIMERO Y ÚLTIMO AMOR; Y NOS NEGAMOS A APLAZAR LA ALEGRÍA PARA MÁS TARDE
Y ya, en efecto, la rebelión, sin pretender resolverlo todo, puede por lo menos hacer frente. Desde este instante, el mediodía se desliza sobre el movimiento mismo de la historia. Alrededor de esta hoguera devoradora se libran un momento combates en las sombras, y luego desaparecen, y unos ciegos, tocándose sus párpados, gritan que esta es historia. Los hombres de Europa, abandonados a las sombras, se han apartado del punto fijo y radiante.
Olvidan ellos el presente por el porvenir, el premio de los seres por el humo del poder, la miseria de los suburbios por una ciudad radiante, la justicia cotidiana por una vana tierra prometida. Desesperan de la libertad de las personas y sueñan con una extraña libertad de la especie; rechazan la muerte solitaria y llaman inmortalidad a una prodigiosa agonía colectiva. Ya no creen en lo que existe, en el mundo y en el hombre vivo; el secreto de Europa es que ya no ama la vida.
Sus ciegos han creído puerilmente que amar un único día de la vida equivalía a justificar los siglos de opresión. Por ello han querido borrar la alegría de la escena del mundo y aplazarla para más tarde. La impaciencia de los límites, la negación de su doble ser, la desesperación de ser hombre, todo ello los ha arrojada finalmente en una demencia inhumana. Al negar la justa grandeza de la vida, les ha sido necesario apostar por su propia excelencia. A falta de otra cosa mejor, se han divinizado y ha empezado su desgracia: estos dioses tienen arrancados los ojos. Kaliayev, y sus hermanos del mundo entero, rechazan, por el contrario, la divinidad, puesto que rechazan el poder ilimitado de dar muerte. Ellos eligen y nos dan como ejemplo la única regla que hoy sea original: aprender a vivir y a morir, y, para ser hombre, negarse a ser dios.
En el mediodía del pensamiento, el rebelde rechaza así a la divinidad para compartir las luchas y el destino comunes. Nosotros escogemos a Ítaca, la tierra fiel, el pensamiento audaz y frugal, la acción lúcida, la generosidad del hombre que sabe. En la luz, el mundo sigue siendo nuestro primero y último amor. Nuestros hermanos respiran bajo el mismo cielo que nosotros, la justicia está viva. Nace entonces la alegría extraña que ayuda a vivir y a morir y que nos negaremos en adelante a aplazar para más tarde.
Sobre la tierra dolorosa, ella es la incansable cizaña, el amargo alimento, el viento duro venido de los mares, la antigua y la nueva aurora. Con ella, a lo largo de los combates, volveremos a rehacer el alma de este tiempo y una Europa que no excluirá nada. Ni este fantasma, Nietzsche, al cual, durante dice años después de su desmoronamiento, el Occidente iba a visitar como la imagen fulminada de su más alta conciencia y de su nihilismo; ni este profeta de la justicia sin ternura que descansa, por error, en el sitio de los incrédulos, en el cementerio de Highgate; ni la momia deificada del hombre de acción en su féretro de cristal; ni nada de lo que la inteligencia y la energía de Europa han suministrado sin tregua al orgullo de un tiempo miserable.
Todos pueden revivir, en efecto, junto a los sacrificados de 1905, pero con la condición de entender que se corrigen unos a otros y que un límite, en el sol, los detiene a todos. Cada uno dice al otro que no es Dios; aquí se termina el romanticismo. En esta hora en que cada uno de nosotros debe mantener tenso el arco para volver a hacer sus pruebas, conquistar, en la historia y contra la historia, lo que ya se posee, la escasa cosecha de sus campos, el breve amor de esta tierra; en la hora en que finalmente nace un hombre, es preciso dejar la época y sus furores adolescentes.
El arco se tuerce, la madera rechina. En la cima de la tensión más elevada va a brotar el espíritu de una flecha recta, de tiro más duro y más libre.
* * *
ALBERT CAMUS, El hombre rebelde. Obras completas, Aguilar, 1968. Filosofía Digital, 2008
Deja tu opinión