ALBERT CAMUS Y LA FILOSOFÍA DEL LIMITE (y parte II)

 
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ALBERT CAMUS Y LA FILOSOFÍA DEL LIMITE

(LECTURA CASI NIETZSCHEANA DE “EL HOMBRE REBELDE”)
 
PARTE II
 
 
Enrique CEJUDO BORREGA
Profesor del ÍES n.” 1 de Cheste (Valencia)
Revista Éndoxa, nº 117

 

III. Los valores: Dios, vida, libertad

 

LA FILOSOFÍA DEL LIMITESi retomamos el hilo del punto anterior, constataremos que, en la comparación con Sartre respecto al tema de los valores, es donde vamos a hallar más diferencias. En efecto, el existencialismo sartreano parte de la subjetividad: el hombre debe crear, pero no hay criterios absolutos. En esto se asemeja mucho a Nietzsche y su perspectivismo, pues, según el alemán, «no existen fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de fenómenos», Camus, por el contrario, está más cerca de concepciones contemporáneas como las de Apel y Habermas. Veremos que hay algunas similitudes entre la reivindicación que hace Camus de la «filosofía del límite» y eso que se ha dado en llamar recientemente «ética mínima», «mínimos de justicia» o «éticas dialógicas». Estas posturas no asumen la existencia de valores máximos absolutos, al modo de las ideas platónicas, por lo que, si nuestra tesis es correcta, no estaría Camus exactamente en la línea filosófica representada por las palabras de Cesonia antes citadas —cuando mantiene la existencia de ios valores morales y la demarcación entre lo bueno y lo malo—, pero tampoco junto al relativismo de Calígula o la indiferencia de Meursault.

La inadecuación ser/deber ser (falacia naturalista al margen) es el germen de toda filosofía transformadora. Naturalmente, el ser forma parte de la inocencia del mundo, que diría Nietzsche, pero el deber ser es un añadido, una exigencia moral que no está en modo alguno en lo real, sino en nuestra apreciación de ello. Frente a la preexistencia de los valores, su negación o su destrucción en nombre del nihilismo, Camus propone «una filosofía del límite», la creación de un sistema de convivencia y libertades para todos, la delimitación de tales libertades a partir de mínimos de justicia. Desde luego, una justicia humana mínima sin fundamento religioso, aunque con posibles desarrollos vitales de esta índole, pero que excluya un relativismo que sólo es ventajoso para el que manda:

«El hombre en rebeldía es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas».

Podríamos decir incluso que la dialéctica amo/esclavo es una modalidad de la relación divinidad/ser humano. El problema, reelaborado al modo del vitalismo nietzscheano, sería el papel de Dios (del Dios judeo-cristiano) en el fundamento de la moral. La muerte de Dios (también Dostoievski, Sartre…), aunque no es reclamada por Camus con la vehemencia de los autores antes citados, sí es tratada en El hombre rebelde, por ejemplo al citar al escritor ruso:

«Como Dios y la inmortalidad no existen, le está permitido al hombre nuevo convertirse en Dios».

Camus constata que «el reino de la gracia ha sido vencido, pero el de la justicia se desploma también». La sustitución de Dios, tan querida por el grupo vitalista/existencialista no se ha producido, pero sí el hundimiento de la moral con el de su valedor. Parafraseando a Dostoievski/Sartre, podríamos decir que, si Dios ha muerto, los valores no existen. Al fin y al cabo, la lógica de la ausencia de Dios puede conducir tanto al nihilismo de la destrucción como al de la creación. O, como dice un personaje de Los justos, «para los que no creemos en Dios, o tenemos toda la justicia, o la desesperación».

Camus parte del nihilismo resultante de la muerte de Dios, pero para proponer, para construir. No es aceptable que con la gracia se desplome también la justicia. Por ello, el hombre rebelde no dice exactamente no, sino algo más; en realidad busca el sí. El hombre rebelde sabe del absurdo, habita en él, en su paradoja. El absurdo, Camus lo sabe, «en sí mismo es contradicción». Pero al igual que han mostrado otros filósofos en sentidos similares (Kant, Wittgenstein…), frente a lo que no es susceptible de ciencia o de lenguaje, la alternativa del silencio o del no-sentido es una opción, pero no la mejor opción. Si lo racional (en el sentido científico-técnico de la palabra) no es predicable de la acción moral, lo mejor no es lo irracional, sino lo razonable. Con desiguales puntos de llegada, tanto Kant como Wittgenstein sitúan en el corazón de sus preocupaciones a la ética. Si en la vida no podemos dejar de actuar, pues no elegir es también hacerlo, si ante lo ineludible de la acción sólo nos queda el silencio a la hora de su valoración, como el filósofo vienes pretendía, entonces, como a él, sólo nos queda la nostalgia de que se pudiera decir algo sobre los problemas morales. El filósofo de Konigsberg, más próximo a Wittgenstein de lo que suele decirse, empleó sus esfuerzos en la delimitación del ámbito práctico, esto es, de lo pensable. La existencia de la ley moral es tan necesaria (otra cosa es que sus leyes sean necesarias) como la ley científica, más aún, pues contiene los grandes problemas del ser humano.

Pues bien, todas estas apelaciones a la historia de la filosofía vienen a decir que el problema no es nuevo. No son tratadas por Camus, pero se hallan al fondo de su argumentación y de su posicionamiento frente al perspectivismo y relativismo. Camus se alinearía aquí más con Kant que con Nietzsche. Pero les añadiría una dimensión colectiva que no está en ellos o no es tan central. Respecto a este salto a lo social, afirma Camus:

«En la experiencia del absurdo, el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de la rebeldía, cobra conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos».

Ya sabemos que Camus insiste una y otra vez en que su análisis es desde la justicia, precisando muy bien los límites que evitarían el crimen en nombre de la justicia social, como se ha hecho también en nombre de Dios. Por eso insiste en que la libertad inicia la revolución, pero la «justicia» acaba por aboliría. Hablamos, claro, de «justicia» en un sentido ideologizado y rígido, una suerte de «lealtad inquebrantable», de tal modo que el mundo social debe acomodarse al concepto y no al contrario. Camus, en el mismo lugar antes reseñado, califica a estas revoluciones de «rebeldías serviles». No son el lugar donde habita el hombre rebelde. Para explicarlo mejor recurriremos a dos textos sacados de las últimas páginas del ensayo que comentamos:

«La rebeldía no es en modo alguno una reivindicación de libertad total. (…) Discute precisamente el poder ilimitado que autoriza a un superior a violar la frontera prohibida».

«La libertad absoluta es el derecho para el más fuerte a dominar. Mantiene, pues, los conflictos que benefician a la injusticia. La justicia absoluta pasa por la supresión de toda contradicción: destruye la libertad. La revolución para la justicia, por la libertad, acaba enfrentándolas una con otra».

Aunque pueda parecer paradójico, la propuesta de Camus no es la de la libertad absoluta («siempre se es libre a expensas de otro», dice Calígula), sino una libertad para todos, lo cual hace preciso algún tipo de límite. Pero debemos entender bien ese concepto. El límite es orden y justicia. No es falta de libertad, sino su condición.

En dos obras dramáticas se reproduce una discusión similar: en Calígula, el emperador manifiesta que «a partir de hoy y en lo sucesivo, mi libertad dejará de tener límites», mientras que otro personaje califica de «delirio de un loco» a ese juego «que no tiene límites». En Los justos, la disputa entre Dora y Stepan contiene los mismos elementos: Dora argumenta que «hasta en la destrucción hay un orden, hay límites», mientras que Stepan le responde violentamente que «no hay límites. La verdad es que vosotros no creéis en la revolución». Camus proclama, por lo tanto, poniéndolo en boca de alguno de sus personajes, la necesidad del límite. De lo contrario, podríamos asentir a la afirmación de Kaliayev en la discusión anterior cuando replica a Stepan que «detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez se instala, hará de mi un asesino cuando trato de ser un justiciero»

Por ello, frente a lecturas tan alejadas de la vida y obra de Camus, el propio autor se encarga de dejar claro que el hombre rebelde no dice no más que como un paso para decir sí, esto es, para crear o recuperar la justicia. El hombre rebelde no destruye más que para construir lo nuevo o de nuevo. Lo reitera con las siguientes palabras:

«La mesura no es lo contrario que la rebeldía. Es la rebeldía la que es la mesura, la que la ordena, la defiende y la crea de nuevo a través de la historia y sus desórdenes».

Al comienzo de este punto sugeríamos la proximidad de Camus a escuelas y conceptos más actuales como los mantenidos por la Escuela de Francfort sobre esos mínimos de justicia. Cuando los francfortianos hablan de «universalismo dialógico», por ejemplo, están hablando de unas condiciones de racionalidad comunicativa que hacen posible la convivencia y los proyectos particulares de vida feliz. Estas condiciones serían pragmáticas, trascendentales, a menudo contrafácticas. Pues bien, creo que la cita antes expuesta de Camus está en la misma línea. Límite no quiere decir en modo alguno menoscabo de libertades o derechos fundamentales, sino aspiración a unos mínimos de convivencia universal. La «restricción» de la libertad, cuando habla de ella (alguna vez con cierta imprecisión que podría inducir a malinterpretar), no lo es en nombre de otra cosa que la evitación del sufrimiento y la extensión de la justicia. Por ello estaría tan lejos de esa libertad que reclama Calígula en la obra del mismo título, que no es otra cosa que aspiración a la omnipotencia, lo cual deriva en el dominio absoluto. Y quien posee tales privilegios ¿va a ocuparse de la justicia y libertad para todos? El límite del que habla Camus es precisamente su antítesis: la justicia es la condición de posibilidad de la libertad. Si la libertad absoluta gana la batalla, estaremos ante la libertad de los poderosos, que no de los mejores. La justicia habrá perdido: retornará la peste con sus múltiples rostros. El doctor Rieux, Camus, lo saben.

 

-IV- Conclusiones: del nihilismo al sentido

En primer lugar, reitero los avisos iniciales: la lectura de El hombre rebelde es nietzscheana. No fielmente, no sectariamente. Como el propio libro, claro. Por eso, en el subtítulo del artículo se dice «lectura casi nietzscheana». El principal reproche que Camus haría a Nietzsche es el de su perspectivismo, incluso el de su aristocratismo. En este sentido, en el capítulo dedicado al pensador alemán afirma lo siguiente:

«El caos también es una servidumbre (…). Sin ley no hay libertad. Si el destino no está orientado por un valor superior, si el azar es rey, el resultado es la marcha entre las tinieblas, la espantosa libertad del ciego».

En estas tesis no late precisamente el espíritu de Nietzsche, sino al contrario: se hallan en la línea de la hipótesis apuntada con anterioridad, esto es, si nada es verdad, entonces todo esta permitido; pero que todo esté permitido no significa en modo alguno que todo valga lo mismo. Ésta es, seguramente, la diferencia más importante con Nietzsche (también con Sartre). Camus participa de la visión de Dioniso como belleza que ama la vida, con lo que ella conlleva: el gozo y el dolor. Camus es un vitalista, sin duda, como Nietzsche. A veces comparte con Sartre temática, incluso algunos elementos filosóficos de ambos son intercambiables. Sin embargo, los matices son precisos. Así, cuando el existencialismo sartreano define la vida como pasión inútil, Camus podría compartirlo, pero precisando que pasión es el sustantivo, lo sustantivo.

Que sea inútil o no es otra cuestión: lo será en el más allá, pero no es indiferente que lo sea aquí. Por ello, porque en esta filosofía no hay resignación, no puede hablarse de un pensamiento de la tristeza o la desesperación: crear, buscar, es apostar por la alegría de la vida, incluso donde la creación es la única alegría posible. Al respecto, decía Camus:

«… los hombres de mi generación han visto demasiadas cosas para imaginar que el mundo de hoy pueda parecerse a una biblioteca de novelas rosa. Saben que existen las cárceles y las ejecuciones al amanecer; saben que a veces se mata la inocencia y puede triunfar la mentira. Pero eso no es desesperación. Eso es lucidez. ¡La verdadera desesperación es totalmente ciega! La verdadera desesperación es la que consiente el odio, la violencia y el crimen. Yo nunca he cedido a ese tipo de desesperación»

En el mismo sentido, en un artículo publicado en con motivo del 80 aniversario del nacimiento de Albert Camus, Fernando Savater afirmaba lo siguiente sobre el autor francés:

«… le recordamos lo suficientemente bien como para saber que no defendió crímenes, ni justificó masacres, ni se regodeó en el elogio político o esté- tico (¡Sade!) de ninguna forma de crueldad. No padeció la cobardía física que suele empujar a los intelectuales al elogio de la violencia e incluso a lo que Chesterton justamente llamó «el menos viril de los vicios»: la fascinación por la brutalidad. (…) Tampoco se equivocó en su denuncia de la pena de muerte y del terrorismo, extremos simétricos de la inmolación del individuo a la razón de Estado»

Como puede observarse, aunque el punto de partida es el mismo que en Nietzsche, el punto de llegada es sólo similar. Como el alemán, Camus constata que «no son la rebeldía ni su nobleza las que brillan hoy sobre el mundo, sino el nihilismo». Por eso hay que ir más allá; por eso ni Camus ni Nietzsche son nihilistas, sino notarios y hasta debeladores del nihilismo, pues no basta con mostrar las sombras que se ciernen sobre Europa: hay que proponer mensajes positivos para no instalarse en la inacción moral. A veces se evoca a Meursault, pero Camus es, a mi juicio, aún más el doctor Rieux de La peste. La enfermedad está ahí, pero su diagnóstico no basta: hay que vencerla, al menos dar la batalla. Al fin y al cabo, «no es la rebeldía en sí misma la que es noble, sino lo que exige».

Podríamos concluir esta cuestión con las siguientes palabras:

«Hay que construir entonces el único reino que se opone al de la gracia, el de la justicia, y reunir por último la comunidad humana sobre las ruinas de la comunidad divina».

Esta cita posee un inequívoco tono nietzscheano, y es casi una paráfrasis de esta otra del autor alemán:

«Para poder levantar un santuario hay que destruir un santuario: ésta es la ley. (…) ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada – alguna vez tiene que llegar…».

Los ejemplos podrían alargarse hasta el infinito. En las últimas páginas de El hombre rebelde, Camus sostiene bajo el mismo espíritu nietzscheano lo siguiente:

«Más allá del nihilismo, todos nosotros, entre las ruinas, preparamos un renacer, pero pocos los saben».

Está contenido aquí el aristocratismo, Zaratustra, el Superhombre, el hombre del futuro, como queramos llamarlo. No es exactamente mesianismo, como a veces se dice de Nietzsche, pero tal vez sí exista aquí un ápice de lo que Camus reprocha al cristianismo y a los regímenes del marxismo real: su apuesta o esperanza en el futuro (el más allá o la historia). En cualquier caso, y no es coincidente aquí con el filósofo alemán, en Camus la justicia es la brújula que orienta el análisis de todo lo demás. Dicho término es aún más importante en él que el de libertad. Frente a Nietzsche, el perspectivista Nietzsche, Camus es un buscador de la justicia. Frente a Sartre, al que se califica a menudo como «filósofo de la libertad», Camus hace más hincapié en la justicia. Desde luego, ambos conceptos no son disociables: no hay humanidad digna sin ambas, pero no son lo mismo. La justicia, en Camus, es la condición de la libertad, de la libertad genuina, claro, no de la libertad arbitraria y omnipotente, no la libertad de cualquier régimen que, en su nombre, acaba por despreciar la justicia.

Para terminar, sería pertinente recoger un texto que resumiese e hiciese confluir todo lo anterior:

«Cabe decir, pues, que la rebeldía, cuando desemboca en la destrucción, es ilógica. Reclamando la unidad de la condición humana, es fuerza de vida, no de muerte. Su lógica profunda no es la de la destrucción; es la de la creación».

 ¿Nos queda, en definitiva, la falta de sentido o la esperanza de que los valores existan? Carecer de la firmeza de las ideas platónicas o de los asideros de la fe no parece suficiente razón para echarse a un lado. Por ello, aunque sin el lenguaje más contemporáneo de los francfortianos, Camus reclama una moral mínima, unos mínimos de justicia. Si Dios no existe, si no hay fundamento más sólido que la intersubjetividad humana (¿la «unidad de la condición humana» sería el equivalente en el escritor francés?), entonces hay que imaginarse al autor francés como el Sísifo que describe. Muy cerca de él, Camus vive con dramatismo pero con dicha la vida y sus compromisos sin recompensa final, ni en el más allá de la religión, ni en el más tarde de la historia. «No hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza», pero esto es la vida y la búsqueda de la justicia. La roca que Sísifo (Camus) sube a la cima de la montaña vuelve a caer. «Sísifo es el héroe absurdo», sin esperanza pero no desesperanzado. No obstante, Sísifo (Camus) emprende su tarea con alegría: «Su destino le pertenece. Su roca es su cosa»

 

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