CONTRA AQUELLOS QUE NOS GOBIERNAN
LEÓN TOLSTOI
Al saber esto (y no podemos no saberlo) nosotros, los que nos aprovechamos del trabajo que cuesta vidas humanas – deberíamos, así lo pensaríamos (al menos que seamos bestias), ser incapaces de disfrutar un momento de paz. Pero el hecho es que – gente rica, liberales y humanitarios, muy sensibles a los sufrimientos no sólo de la gente sino también de los animales – continuamente hacemos uso de tal trabajo, y tratamos de hacernos cada vez más y más ricos, esto es de aprovecharnos más de su trabajo. Y permanecemos tranquilos. Por ejemplo, después de saber del trabajo de treinta y siete horas de los cargadores del ferrocarril y de su inapropiado salón, enviamos inmediatamente un inspector (que recibe buen salario), y le prohibimos a la gente trabajar más de doce horas; y dejamos a los trabajadores (a quienes se les priva de un tercio del salario) que se alimenten lo mejor que puedan; y obligamos a la Compañía ferroviaria a construir un salón adecuado. Entonces con conciencias perfectamente satisfechas continuamos recibiendo y despachando mercancías por ese ferrocarril, y continuamos recibiendo nuestros salarios, dividendos, y alquileres de casas y tierras, etc. Y después de saber que las mujeres y chicas en la fábrica de sedas, que viven lejos de sus familias, arruinan sus vidas y las de sus hijos; y que más de la mitad de las lavanderas que almidonan y aplanchan nuestras camisas, y que los que arman los bloques e imprimen los libros y periódicos que nos hacen gastar el tiempo adquieren tuberculosis –nosotros sólo nos encogemos de hombros y decimos que sentimos mucho que las cosas sean así, pero que no podemos hacer nada para alterarlo; y continuamos con nuestras conciencias tranquilas comprando artículos de seda, usando camisas almidonadas, y leyendo nuestro periódico de la mañana. Nos preocupan las horas de los empleados de almacén, y más aun las horas de nuestros hijos en la escuela; y prohibimos estrictamente a los cocheros arrastrar cargas pesadas y hasta organizamos el sacrificio de ganado en mataderos para que los animales sientan lo menos posible. Pero qué tan maravillosamente ciegos nos volvemos tan pronto como se trata de esos millones de trabajadores que perecen lentamente, y a menudo con dolor, alrededor de nosotros, en ocupaciones el fruto de las cuales usamos para nuestra conveniencia y placer.
CAPÍTULO III – JUSTIFICACIÓN DEL SISTEMA EXISTENTE POR LA CIENCIA
Esta maravillosa ceguera que cae sobre la gente de nuestro círculo puede explicarse sólo por el hecho que cuando la gente se comporta mal siempre inventan una filosofía de la vida que representa sus malas acciones no como malas del todo, sino únicamente como resultado de inalterables leyes lejos de nuestro control. En los tiempos antiguos tal punto de vista de la vida se hallaba en la teoría de que existía un deseo inescrutable e inalterable de Dios que ordenaba a unos hombres una posición humilde y de duro trabajo, y a otros una posición elevada y con disfrute de las cosas buenas de la vida. Sobre este tema se escribió una cantidad enorme de libros y se predicó una innumerable cantidad de sermones. El tema se trataba desde todo ángulo posible. Se demostró que Dios había creado diferentes clases de gente: esclavos y amos; y que ambos debían estar satisfechos con su posición. Se demostró además que sería mejor para los esclavos en el otro mundo; y luego se mostraba que aunque los esclavos eran esclavos, y debían permanecer así, su condición no sería tan mala si sus amos fueran bondadosos con ellos. Luego vino la última explicación, después de la emancipación, que la riqueza era encomendada por Dios a algunos para que usaran parte en obras buenas; y así no era perjudicial que algunos fueran ricos y otros pobres. Estas explicaciones satisficieron a los ricos y a los pobres (especialmente a los ricos) por mucho tiempo. Pero el día llegó cuando las explicaciones no eran satisfactorias, especialmente para los pobres, que empezaron a entender su posición. Entonces se necesitaban nuevas explicaciones. Y fueron producidas exactamente cuando se necesitaban. Estas nuevas explicaciones vinieron en forma de ciencia; la economía política declaró que había descubierto las leyes que regulan la división del trabajo y la distribución de los productos del trabajo entre los hombres. Estas leyes, de acuerdo a esa ciencia son: que la división del trabajo y el disfrute de sus productos depende de la oferta y la demanda, del capital, renta, salarios, valores, utilidades, etc.; en general, en leyes inalterables que gobiernan las actividades económicas del hombre. Pronto se escribieron numerosos libros y panfletos sobre este tema y se dictaron conferencias y se han publicado tratados y predicado sermones sobre el tema anterior; y todavía, sin cesar, se escriben montañas de panfletos y libros, y se dictan conferencias; y todos estos libros y conferencias son tan oscuros e ininteligibles como los tratados y sermones teológicos; y todos ellos, como los tratados teológicos, completamente logran su objetivo; esto es, dan una explicación tal del orden de las cosas existentes que justifica a algunos el abstenerse de trabajar y de vivir del trabajo de otros. El hecho es que la investigación de esta pseudo-ciencia ha sido llevada a mostrar el orden general de las cosas, no la condición de las gentes en un pequeño país bajo circunstancias excepcionales – Inglaterra al final del siglo XVIII y comienzos del XIX – y este hecho no aminoró en lo más mínimo la aceptación como válida de los resultados a los cuales llegaron los investigadores, ni la similar aceptación aminora las disputas y desacuerdos interminables entre los que estudian dicha ciencia y son incapaces de ponerse de acuerdo en cuanto al significado de renta, plusvalía, ganancias, etc. Sólo se ha reconocido una posición fundamental para todos, y esta es que las relaciones entre los hombres están condicionadas, no por lo que la gente considera correcto o incorrecto, sino por lo que es ventajoso para los que están en posición ventajosa. Se admite como verdad sin duda, que si en una sociedad aparecen muchos ladrones que quitan a los trabajadores el fruto de su trabajo esto sucede no porque los ladrones actúen incorrectamente sino porque así son las inevitables leyes económicas, que sólo pueden modificarse lentamente por un proceso evolucionario indicado por la ciencia; y por lo tanto ,de acuerdo a la guía de la ciencia, los que pertenecen a la clase de ladrones, o reducidores de mercancías robadas, pueden calmadamente continuar usando las cosas obtenidas por medio del robo. Aunque la mayoría de las gentes de nuestro mundo no conocen los detalles de estas tranquilizadoras explicaciones científicas, como tampoco conocieron los detalles de las explicaciones teológicas, que justificaban su posición, sin embargo saben que hay una explicación, que los científicos, los sabios, han comprobado muy convincentemente, y continúan comprobándolo, que el orden existente es el que debe ser, y que por lo tanto debemos vivir bajo este orden sin tratar de alterarlo. Solamente de esta manera puedo explicar la extraordinaria ceguera de la gente de bien de nuestra sociedad, que sinceramente desea el bienestar de los animales, pero que con conciencia tranquila devoran las vidas de sus hermanos.
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LEÓN TOLSTOI, “La esclavitud de nuestro tiempo”, 1.900
Reeditado en castellano en 2014, con el título “Contra aquellos que nos gobiernan” (errata naturae)
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PALABRAS DE UN REBELDE
Se va dando cuenta de que lo que ayer se consideraba una cosa equitativa no es sino una irritante injusticia: la moralidad de ayer es reconocida hoy como una inmoralidad insufrible. El conflicto entre las ideas nuevas y las viejas tradiciones estalla en todas las clases de la sociedad, en todos los medios, hasta en el seno de la familia. El hijo entra en lucha contra su padre, y encuentra escandalosos lo que su padre durante toda su vida juzgó muy natural; la hija se rebela contra los principios que su madre le transmite como fruto de una larga experiencia.
La conciencia popular se insurrecciona cada día contra los escándalos que se producen en el seno de la clase de los privilegiados y de los ociosos, contra los crímenes que se cometen en nombre del derecho del más fuerte o para perpetuar los privilegios.
En las épocas de competencia desenfrenada hacia el enriquecimiento, de especulaciones febriles y de crisis, de repentino derrumbamiento de grandes industrias y de efímera expansión de otras ramas de producción, de caudalosas fortunas amontonadas en pocos años y disipadas del mismo modo, se concibe que las instituciones que presiden a la producción y al cambio están bien lejos de garantizar a la sociedad el bienestar que pretenden garantizarle; ya se va observando que dan precisamente un resultado contrario.
La máquina gubernamental, encargada de mantener el orden existente, funciona todavía. Pero a cada vuelta que da su engranaje se deprime, se desvía y se para. Su funcionamiento se hace cada día más difícil; el descontento provocado por sus defectos va siempre creciendo. A cada momento surgen nuevas exigencias, “Reformad esto, reformad aquello”, gritan por todos lados.
Incapaces de internarse en la vía de las reformas, puesto que sería encaminarse a la revolución, y al mismo tiempo demasiado impotentes para arrojarse con franqueza en la reacción, los gobiernos se limitan a aportar paliativos que no satisfacen a nadie y no hacen más que suscitar nuevos descontentos.
En estas épocas, la revolución se impone. Resulta una necesidad social. La situación es puramente revolucionaria.
¿Qué formas tomará la agitación? La agitación tomará todas las formas: y serán tan variadas como las circunstancias que las impulsan.
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En la vida de las sociedades se presentan épocas en que la Revolución se vuelve una necesidad imperiosa y se impone de un modo absoluto. Ideas nuevas que germinan por doquier tratan de salir a la luz, de buscar una aplicación en la vida; pero se estrellan continuamente contra la fuerza de inercia de los que tienen interés en mantener el antiguo régimen; se ahogan en la atmósfera sofocante de los viejos prejuicios y de las tradiciones.
Las ideas recibidas sobre la constitución de los Estados, sobre las leyes de equilibrio social, sobre las relaciones políticas y económicas de los ciudadanos entre sí, no resisten ya la crítica severa que las zarandea constantemente tanto en el salón como en la taberna, tanto en las obras del filósofo como en la conversación diaria. Las instituciones políticas, económicas y sociales se derrumban, convirtiéndose en edificio inhabitable que molesta e impide el desarrollo de los gérmenes que se producen en sus muros agrietados y nacen en su derredor.
Una necesidad de vida nueva se hace sentir. El código de moralidad establecido, el código que gobierna a la mayor parte de los hombres en su vida normal no parece ya suficiente. Se va dando cuenta de que lo que ayer se consideraba una cosa equitativa no es sino una irritante injusticia: la moralidad de ayer es reconocida hoy como una inmoralidad insufrible. El conflicto entre las ideas nuevas y las viejas tradiciones estalla en todas las clases de la sociedad, en todos los medios, hasta en el seno de la familia. El hijo entra en lucha contra su padre, y encuentra escandalosos lo que su padre durante toda su vida juzgó muy natural; la hija se rebela contra los principios que su madre le transmite como fruto de una larga experiencia.
La conciencia popular se insurrecciona cada día contra los escándalos que se producen en el seno de la clase de los privilegiados y de los ociosos, contra los crímenes que se cometen en nombre del derecho del más fuerte o para perpetuar los privilegios. Aquellos que desean el triunfo de la justicia, aquellos que quieren poner en práctica las ideas nuevas se ven obligados a reconocer que la realización de sus ideas generosas, humanitarias, regeneradoras no puede verificarse en una sociedad como la constituida actualmente; comprenden la necesidad de una tormenta revolucionaria que barra toda esta putrefacción, vivifique con su soplo los corazones entorpecidos y lleve a la humanidad a la abnegación y al heroísmo sin los cuales una sociedad se envilece, se degrada y se descompone.
En las épocas de competencia desenfrenada hacia el enriquecimiento, de especulaciones febriles y de crisis, de repentino derrumbamiento de grandes industrias y de efímera expansión de otras ramas de producción, de caudalosas fortunas amontonadas en pocos años y disipadas del mismo modo, se concibe que las instituciones que presiden a la producción y al cambio están bien lejos de garantizar a la sociedad el bienestar que pretenden garantizarle; ya se va observando que dan precisamente un resultado contrario. Engendran, en vez del orden, el caos; en vez del bienestar, la miseria, la inseguridad del mañana; en vez de la armonía de los intereses, la guerra, una guerra perpetua del explotador contra los productores y de éstos entre sí. Se ve a la sociedad dividirse cada día más en dos campos hostiles y subdividirse al mismo tiempo en millares de pequeños grupos que se hacen una guerra encarnizada. Cansada de estas guerras, fatigada por las miserias que éstas engendran, la sociedad se lanza en busca de una nueva organización y pide a gritos un cambio completo del régimen de propiedad, de la producción, del cambio y de todas las relaciones económicas que son su secuela.
La máquina gubernamental, encargada de mantener el orden existente, funciona todavía. Pero a cada vuelta que da su engranaje se deprime, se desvía y se para. Su funcionamiento se hace cada día más difícil; el descontento provocado por sus defectos va siempre creciendo. A cada momento surgen nuevas exigencias. “Reformad esto, reformad aquello”, gritan por todos lados. “Guerra, finanzas, impuestos, tribunales, policía, todo debe ser retocado, reorganizado, establecido sobre nuevas bases”, dicen los reformadores. Y, sin embargo, todos comprenden que es imposible rehacer, retocar cualquiera de estas cosas; porque todo está ligado: habría que rehacerlo todo a la vez y ¿cómo rehacer algo cuando la sociedad queda dividida en dos campos abiertamente hostiles? Satisfacer a los descontentos sería crear otros tantos nuevos disgustados.
Incapaces de internarse en la vía de las reformas, puesto que sería encaminarse a la revolución, y al mismo tiempo demasiado impotentes para arrojarse con franqueza en la reacción, los gobiernos se limitan a aportar paliativos que no satisfacen a nadie y no hacen más que suscitar nuevos descontentos. Las medianías que se encargan en esas épocas transitorias de dirigir el barco gubernamental no sueñan, por otra parte, sino en una sola cosa: enriquecerse en vista del desastre próximo. Atacados por todos lados, se defienden torpemente; titubean, cometen torpeza tras torpeza, y bien pronto concluyen por romper la última tabla de salvación, ahogando el prestigio gubernamental en el ridículo de su propia incapacidad.
En estas épocas, la revolución se impone. Resulta una necesidad social. La situación es puramente revolucionaria.
Cuando estudiamos en nuestros mejores historiadores la génesis y desarrollo de los grandes sacudimientos revolucionarios, encontramos generalmente bajo el siguiente título: “Las causas de la Revolución”, un cuadro sorprendente de la situación en la víspera de los acontecimientos. La miseria del pueblo, la inseguridad general, las medidas vejatorias del gobierno, los escándalos odiosos que muestran los grandes vicios de la sociedad, las ideas nuevas que tratan de abrirse camino y tropiezan contra los secuaces del antiguo régimen; nada falta a dicho cuadro. Al contemplarlo, se llega a la convicción de que la revolución era, en efecto, inevitable; que no quedaba otra salida que la vía de los hechos insurreccionales.
Tomemos por ejemplo al situación antes de 1789, tal cual nos la dan a conocer los historiadores. Creéis oír al campesino quejarse de la gabela, del diezmo, de los impuestos feudales, y abrigar en su corazón un odio implacable al señor, al monje, al acaparador, al intendente. Os parece ver a los burgueses quejarse por haber perdido sus amplias prerrogativas, y abrumar al rey bajo el peso de sus maldiciones. Oís al pueblo criticar a la reina, rebelarse a la relación que hacen los ministros, y por todos lados oís decir que los impuestos son intolerables y los diezmos, exorbitantes; que las cosechas son malas y el invierno demasiado riguroso; que los víveres son carísimos y los acaparadores demasiado voraces; que los abogados del villorrio devoran la cosecha del campesino y que el guardabosque quiere meterse a señorón; que el correo está mal organizado y que los empleados son una turba de haraganes: En una palabra: nada anda bien, todos se quejan. “Esto no puede durar así, esto concluirá mal”, se dice por todos lados.
Pero entre estos raciocinios pacíficos y la insurrección existe un abismo profundo, un abismo que separa, en la mayor parte de la humanidad, el raciocinio del acto, el pensamiento de la voluntad, de la necesidad de obrar. ¿Cómo ha sido franqueado ese abismo? ¿Cómo esos hombres, que ayer aún se quejaban temerosamente de su suerte, fumando con tranquilidad su pipa, y que, momentos después, saludaban con suma humildad a ese mismo guardabosque del cual acaban de hablar, cómo, digo, unos días más tarde, esos mismos hombres han podido agarrar su guadaña y sus picos e irse a atacar en su propio castillo al señor, al señor que ayer les inspiraba terror? ¿Por qué esos hombres a los que sus mujeres trataban con razón de cobardes han podido transformarse en héroes que corren, bajo lluvia de balas y metralla, a la conquista de sus derechos? ¿Cómo esas palabras, tantas veces proferidas y que se repetían en el aire como el vago sonido de las campanas, cómo esas palabras han podido por fin traducirse en actos?
Fácil es la contestación. Es a la acción continua, siempre renovada, de las minorías a las que se debe esta transformación. El valor, la abnegación, el espíritu de sacrificio, son tan contagiosos como la cobardía, la sumisión y el pánico.
¿Qué formas tomará la agitación? La agitación tomará todas las formas: y serán tan variadas como las circunstancias que las impulsan. Ora lúgubre, ora satírica, pero siempre audaz; ora colectiva, ora simplemente individual, la agitación no despreciará ninguno de los medios a su alcance, ninguna circunstancia de la vida pública para mantener siempre el espíritu despierto, para propagar y formular el descontento, para excitar el odio contra los explotadores, ridiculizar a los gobernantes, demostrar la debilidad de las autoridades y, más que todo y ante todo, para despertar la audacia y el espíritu de rebeldía, predicando con el ejemplo.
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PIOTR KROPOTKIN, Palabras de un rebelde (1.885). PUNTO CRÍTICO, 2016.
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