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Capítulo VIII: La ayuda mutua en la Sociedad Moderna. (Continuación)
Sabido es que, prácticamente, cuando las ciudades medievales fueron sometidas, en el siglo XVI, al dominio de los estados militares que nacían entonces, todas las instituciones que asociaban a los artesanos, los maestros y los mercaderes en guildas y en comunas ciudadanas fueron aniquiladas por la violencia. La autonomía y la jurisdicción propia, tanto en las guildas como en la ciudad, fueron destruidas; el juramento de fidelidad entre hermanos de las guildas comenzó a ser considerado como una manifestación de traición hacia el estado; los bienes de las guildas fueron confiscados del mismo modo que las tierras de las comunas aldeanas; la organización interior y técnica de cada ramo del trabajo cayó en manos del estado.
Durante algún tiempo se permitió, por ejemplo, la existencia de las guildas comerciales, bajo condición de que otorgarían subsidios generosos a los reyes; se toleró también la existencia de algunas guildas de artesanos, a las qué utilizaba el estado como órganos de administración. Algunas de las guildas del último género todavía arrastran su existencia inútil. Pero lo que antes era una fuerza vital de la existencia y de la industria medievales, hace va mucho que ha desaparecido bajo el peso abrumador del estado centralizado.
La intromisión constante de los funcionarios no permitía a los oficios vivir y desarrollarse, y llevó a la mayoría de ellos a una decadencia completa; y por ello, los economistas, ya en el siglo XVIII, rebelándose contra la regulación de la producción por el estado, expresaron un descontento plenamente justificado y extendido entonces. La destrucción hecha por la revolución francesa de este género de intromisión de la burocracia en la industria fue saludada corno un acto de liberación; y pronto otros países siguieron el ejemplo de Francia.
La Convención revolucionaria francesa, que dictó en 1793 una ley draconiana contra las coaliciones obreras; los acuerdos entre un determinado número de ciudadanos eran considerados por esta asamblea revolucionaria como un atentado contra la soberanía del estado, del que se suponía que protegía en igual medida a todos sus súbditos.
Durante todo el siglo XVIII, el estado emitió leyes dirigidas contra las uniones obreras, y en el año 1799, finalmente, prohibió todo género de acuerdo de los obreros, bajo amenaza de los castigos más severos.
De tal modo fue terminada la obra de la destrucción de las uniones medievales. Ahora, tanto en la ciudad como en la aldea, el estado reinaba sobre los grupos, débilmente unidos entre sí, de personas aisladas, y estaba dispuesto a prevenir, con las medidas más severas, todas sus tentativas de restablecer cualquier unión especial.
En el transcurso del siglo XVIII. las uniones obreras se reconstituían constantemente. No pudieron detener su nacimiento y desarrollo ni siquiera las crueles persecuciones que comenzaron en virtud de las leyes de 1797 y 1799. Los obreros aprovechaban cada advertencia de la ley y de la vigilancia establecida, cada demora de parte de los maestros, obligados a informar de la constitución de las uniones, para ligarse entre sí.
Bajo la apariencia de sociedades amistosas (friendly societies), de clubs de entierros, o de hermandades secretas, las uniones se extendieron por todas partes.
Se formaron también poderosas organizaciones federales para apoyar a las uniones locales durante las huelgas y persecuciones.
Los unionistas fueron perseguidos en masa y detenidos bajo la acción de la ley «Sobre los amos y sus servidores«, en virtud de la cual era suficiente la simple declaración del patrono de la fábrica sobre la supuesta mala conducta de sus obreros para arrestarlos en masa y juzgarlos.
Mientras la parte reaccionaria de la prensa suele estar siempre inclinada a declarar las huelgas como una «intimidación«, los hombres que viven entre huelguistas hablan con admiración de la ayuda del apoyó mutuo practicado entre ellos.
Observando la vida cotidiana de la población rural de Europa he visto que, a pesar de todos los esfuerzos de los estados modernos para destruir la comuna aldeana, la vida de los campesinos está llena dé hábitos y costumbres de ayuda mutua y apoyo mutuo; hemos encontrado que se han conservado hasta ahora restos de la posesión comunal de la tierra que están ampliamente difundidos y tienen todavía importancia; y que apenas fueron suprimidos, en época reciente, los obstáculos legales que embarazaban el resurgimiento de las asociaciones y uniones rurales; en todas partes surgió rápidamente entre los campesinos una red entera de asociaciones libres con todos los fines posibles; y este movimiento juvenil evidencia indudablemente la tendencia a restablecer un género determinado de unión, semejante a la que existía en la comuna aldeana anterior. Tales fueron las conclusiones a que llegamos en el capítulo precedente; y por eso nos ocuparemos ahora de examinar las instituciones de apoyo mutuo que se forman en la época presente entre la población industrial.
Durante los tres últimos siglos, las condiciones para la elaboración de dichas asociaciones fueron tan desfavorables en las ciudades como en las aldeas. Sabido es que, prácticamente, cuando las ciudades medievales fueron sometidas, en el siglo XVI, al dominio de los estados militares que nacían entonces, todas las instituciones que asociaban a los artesanos, los maestros y los mercaderes en guildas y en comunas ciudadanas fueron aniquiladas por la violencia. La autonomía y la jurisdicción propia, tanto en las guildas como en la ciudad, fueron destruidas; el juramento de fidelidad entre hermanos de las guildas comenzó a ser considerado como una manifestación de traición hacia el estado; los bienes de las guildas fueron confiscados del mismo modo que las tierras de las comunas aldeanas; la organización interior y técnica de cada ramo del trabajo cayó en manos del estado. Las leyes, haciéndose gradualmente más y más severas, trataban de impedir de todos modos que los artesanos se asociaran de cualquier manera que fuese. Durante algún tiempo se permitió, por ejemplo, la existencia de las guildas comerciales, bajo condición de que otorgarían subsidios generosos a los reyes; se toleró también la existencia de algunas guildas de artesanos, a las qué utilizaba el estado como órganos de administración. Algunas de las guildas del último género todavía arrastran su existencia inútil. Pero lo que antes era una fuerza vital de la existencia y de la industria medievales, hace va mucho que ha desaparecido bajo el peso abrumador del estado centralizado.
En Gran Bretaña, que puede ser tomada como el mejor ejemplo de la política industrial de los estados modernos, vemos que ya en el siglo XV el Parlamento inició la obra de destrucción de las guildas; pero las medidas decisivas contra ellas fueron tomadas sólo en el siglo siguiente, Enrique VIII no sólo destruyó la organización de las guildas, sino que en el momento oportuno confiscó sus bienes «con mayor desconsideración -dijo Toulmin Smith– que la demostrada en la confiscación de los bienes de los monasterios» Eduardo VI terminó su obra. Y ya en la segunda mitad del siglo XVI hallamos que el Parlamento se ocupó de resolver todas las divergencias entre los artesanos y los comerciantes que antes eran resueltas en cada ciudad por separado. El Parlamento y el rey no sólo se apropiaron del derecho de legislación en todas las disputas semejantes, sino que teniendo en cuenta los intereses de la corona, ligados a la exportación al extranjero, enseguida comenzaron a determinar el número necesario, según su opinión, de aprendices para cada oficio, y a regularizar del modo más detallado la técnica misma de cada producción: el peso del material, el número de hilos por pulgada de tela, etc. Se debe decir, sin embargo, que estas tentativas no fueron coronadas por el éxito, puesto que las discusiones y dificultades técnicas de todo género, que durante una serie de siglos fueron resueltas por el acuerdo entre las guildas estrechamente dependientes una de otra y entre las ciudades que ingresaban en la unión, están completamente fuera del alcance de los funcionarios del estado. La intromisión constante de los funcionarios no permitía a los oficios vivir y desarrollarse, y llevó a la mayoría de ellos a una decadencia completa; y por ello, los economistas, ya en el siglo XVIII, rebelándose contra la regulación de la producción por el estado, expresaron un descontento plenamente justificado y extendido entonces. La destrucción hecha por la revolución francesa de este género de intromisión de la burocracia en la industria fue saludada corno un acto de liberación; y pronto otros países siguieron el ejemplo de Francia.
El estado no pudo, tampoco, alabarse de haber obtenido mejor éxito en la determinación del salario. En las ciudades medievales, cuando en el siglo XV comenzó a marcarse cada vez más agudamente la distinción entre los maestros y sus medio oficiales o jornaleros, los medio oficiales opusieron sus uniones (Geseilverbande), que a veces tenían carácter internacional, contra las uniones de maestros y comerciantes.
Ahora, el estado se encargó de resolver sus discusiones, y según el Estatuto de Isabel, del año 1563, se confirió a los jueces de paz la obligación de establecer la proporción del salario, de modo que asegurara una existencia «decorosa» a los jornaleros y aprendices. Los jueces de paz, sin embargo, resultaron completamente impotentes en la obra de conciliar los intereses opuestos de amos y obreros, y de ningún modo pudieron obligar a los maestros a someterse a la resolución judicial. La ley sobre el salario, de tal modo, se convirtió gradualmente en letra muerta, y fue derogada al final del siglo XVIII.
La ley sobre el salario, de tal modo, se convirtió gradualmente en letra muerta, y fue derogada al final del siglo XVIII
Pero, a la vez que el estado se vio obligado a renunciar al deber de establecer el salario, continuó, sin embargo, prohibiendo severamente todo género de acuerdo entre los jornaleros y los maestros, concertados con el fin de aumentar los salarios o de mantenerlos en un determinado nivel. Durante todo el siglo XVIII, el estado emitió leyes dirigidas contra las uniones obreras, y en el año 1799, finalmente, prohibió todo género de acuerdo de los obreros, bajo amenaza de los castigos más severos. En suma, el Parlamento británico sólo siguió, en este caso, el ejemplo de la Convención revolucionaria francesa, que dictó en 1793 una ley draconiana contra las coaliciones obreras; los acuerdos entre un determinado número de ciudadanos eran considerados por esta asamblea revolucionaria como un atentado contra la soberanía del estado, del que se suponía que protegía en igual medida a todos sus súbditos.
Durante todo el siglo XVIII, el estado emitió leyes dirigidas contra las uniones obreras, y en el año 1799, finalmente, prohibió todo género de acuerdo de los obreros, bajo amenaza de los castigos más severos.
De tal modo fue terminada la obra de la destrucción de las uniones medievales. Ahora, tanto en la ciudad como en la aldea, el estado reinaba sobre los grupos, débilmente unidos entre sí, de personas aisladas, y estaba dispuesto a prevenir, con las medidas más severas, todas sus tentativas de restablecer cualquier unión especial.
Tales fueron las condiciones en que tuvo que abrirse paso la tendencia a la ayuda mutua en el siglo XIX. Es comprensible, sin embargo, que todas estas medidas no tuvieran fuerza como para destruir esa tendencia perdurable. En
el transcurso del siglo XVIII. las uniones obreras se reconstituían constantemente. No pudieron detener su nacimiento y desarrollo ni siquiera las crueles persecuciones que comenzaron en virtud de las leyes de 1797 y 1799. Los obreros aprovechaban cada advertencia de la ley y de la vigilancia establecida, cada demora de parte de los maestros, obligados a informar de la constitución de las uniones, para ligarse entre sí.
Bajo la apariencia de sociedades amistosas (friendly societies), de clubs de entierros, o de hermandades secretas, las uniones se extendieron por todas partes: en la industria textil, entre los trabajadores de las cuchillerías de Sheffield, entre los mineros: y se formaron también poderosas organizaciones federales para apoyar a las uniones locales durante las huelgas y persecuciones. Una serie de agitaciones obreras se produjeron a principios del siglo XIX, especialmente después de la conclusión de la paz de 1815, de modo que finalmente hubo que derogar las leyes de 1797 y 1799.
La derogación de la ley contra las coaliciones (Combinations Laws), en 1825, dio un nuevo impulso al movimiento. En todas las ramas de producción se organizaron inmediatamente uniones y federaciones nacionales y cuando Robert Owen comenzó la organización de su «Gran Unión Consolidada Nacional» de las uniones profesionales, en algunos meses alcanzó a reunir hasta medio millón de miembros. Verdad es que este período de libertad relativo duró poco. Las persecuciones comenzaron de nuevo en 1830, y en el intervalo entre 1832 y 1844 siguieron condenas judiciales feroces contra las organizaciones obreras, con destierro a trabajos forzados a Australia. La «Gran Unión Nacional» de Owen fue disuelta, y éste hubo de renunciar a su ensayo de Unión Internacional, es decir, a la Internacional. Por todo el país, tanto las empresas particulares como igualmente el estado en sus talleres, empezaron a obligar a sus obreros a romper todos los lazos con las uniones y a firmar un «document«, es decir, una renuncia redactada en este sentido. Los unionistas fueron perseguidos en masa y detenidos bajo la acción de la ley «Sobre los amos y sus servidores«, en virtud de la cual era suficiente la simple declaración del patrono de la fábrica sobre la supuesta mala conducta de sus obreros para arrestarlos en masa y juzgarlos.
Las huelgas fueron sofocadas del modo más despótico, y condenas asombrosas por su severidad fueron pronunciadas por la simple declaración de huelga, o por la participación en calidad de delegado de los huelguistas, sin hablar ya de las sofocaciones, por vía militar, de los más mínimos desórdenes durante las huelgas, o de los juicios seguidos por las frecuentes manifestaciones de violencias de diferentes géneros por parte de los obreros. La práctica de la ayuda mutua, bajo tales circunstancias, estaba bien lejos de ser cosa fácil. Y, sin embargo, a pesar de todos los obstáculos, de cuyas proporciones nuestra generación ni siquiera tiene la debida idea, ya desde el año 1841 comenzó el renacimiento de las uniones obreras, y la obra de la asociación de los obreros se prolongó incansablemente desde entonces hasta el presente; hasta que, por fin, después de una larga lucha que duraba ya más de cien años, fue conquistado el derecho de pertenecer a las uniones. En el año 1900 casi una cuarta parte de todos los trabajadores que tenían ocupación fija, es decir, alrededor de 1.500.000 hombres, pertenecían a las uniones obreras (trade unions), y ahora su número casi se ha triplicado.
En cuanto a los otros estados europeos, es suficiente decir que hasta épocas muy recientes todo género de uniones era perseguido como conjuración; en Francia, la formación de las uniones (sindicatos) con más de 19 miembros sólo fue permitida por la ley en 1884. Pero a pesar de esto, las uniones obreras existen por doquier, si bien a menudo han de tomar la forma de sociedades secretas; al mismo tiempo, la difusión y la fuerza de las organizaciones, en especial de los «caballeros del trabajo» en los Estados Unidos y de las uniones obreras de Bélgica, se manifestó claramente en las huelgas del 90.
Las uniones obreras existen por doquier, si bien a menudo han de tomar la forma de sociedades secretas
Sin embargo, es necesario recordar que el hecho mismo de pertenecer a una unión obrera, aparte de las persecuciones posibles, exige del obrero sacrificios bastante importantes en dinero, tiempo y trabajo impago, o implica riesgo constante de perder el trabajo por el mero hecho de pertenecer a la unión obrera. Además, el unionista tiene que recordar continuamente la posibilidad de huelga, y la huelga cuando se ha agotado el limitado crédito que da el panadero y el prestamista, la entrega del fondo de huelga no alcanza para alimentar a la familia trae consigo el hambre de los niños. Para los hombres que viven en estrecho contacto con los obreros, una huelga prolongada constituye uno de los espectáculos que más oprimen el corazón; por esto, fácilmente puede imaginarse qué significa, aún ahora, en las partes no muy ricas de la Europa continental. Continuamente, aun en la época presente, la huelga termina con la ruina completa y la emigración forzosa de casi toda la población de la localidad y el fusilamiento de los huelguistas por a menor causa, y hasta sin causa alguna, aun ahora constituye el fenómeno más corriente en la mayoría de los estados europeos.
Y sin embargo, cada año, en Europa y América, se producen miles de huelgas y despidos en masa, y las así llamadas huelgas «por solidaridad«, provocadas por el deseo de los trabajadores de apoyar a los compañeros despedidos del trabajo o bien para defender los derechos de sus uniones, son las que se destacan por su esencial duración y severidad. Y mientras la parte reaccionaria de la prensa suele estar siempre inclinada a declarar las huelgas como una «intimidación«, los hombres que viven entre huelguistas hablan con admiración de la ayuda del apoyó mutuo practicado entre ellos.
Probablemente, muchos han oído hablar del trabajo colosal realizado por los trabajadores Voluntarios para organizar la ayuda y la distribución de comida durante la gran huelga de los obreros de los docks de Londres en el 80, o de los mineros que habiendo estado ellos mismos sin trabajo durante semanas enteras, en cuánto volvieron al trabajo de nuevo empezaron inmediatamente a pagar cuatro chelines por semana al fondo de huelga; o de la viuda del minero que durante los disturbios obreros de Yorkshire, en 1894, aportó todos los ahorros de su difunto esposo al fondo de huelga; de cómo durante la huelga los vecinos se repartían siempre entre sí el último trozo de pan; de los mineros de Redstoc, que poseían vastos huertos e invitaron a 400 camaradas de Bristol a llevarse gratuitamente coles, patatas, etc. Todos los corresponsales de los diarios, durante la gran huelga de los mineros de Yorkshire, en 1894, conocían un cúmulo de hechos semejantes, a pesar de que bien lejos estaban todos ellos de atreverse a escribir sobre semejantes «bagatelas» inconvenientes en las páginas de sus respetables diarios.
La unión de los obreros profesionales no constituye, sin embargo, la única forma en que se encauza la necesidad del obrero de ayuda mutua.
Además de las uniones obreras existen las asociaciones políticas, cuya acción, según consideran muchos obreros, conduce mejor al bienestar público que las uniones profesionales, que ahora se limitan, en su mayor parte, a sus solos estrechos fines. Naturalmente, no es posible considerar el simple hecho de pertenecer a una corporación política como una manifestación de la tendencia a la ayuda mutua. La política, como es sabido, constituye precisamente el campo donde los hombres egoístas entran en las más complicadas combinaciones con los hombres inspirados por tendencias sociales. Pero todo político experimentado sabe que los grandes movimientos políticos, todos, surgieron teniendo justamente objetivos amplios y, a menudo, lejanos, y los más poderosos de estos movimientos fueron aquellos que provocaron el entusiasmo más desinteresado.
Todos los grandes movimientos históricos tenían este carácter, y el socialismo brinda a nuestra generación un ejemplo de este género de movimientos. «Es obra de agitadores pegados» tal es el estribillo corriente de aquellos que nada saben de estos movimientos. Pero, en realidad -hablando sólo de los hechos que conozco personalmente- si durante los últimos treinta y cinco años hubiera llevado un diario y anotado en él todos los ejemplos por mí conocidos de abnegación y sacrificio con que he tropezado en el movimiento social, la palabra «heroísmo» no abandonaría los labios de los lectores de ese diario. Pero los hombres de que tendría que hablar en él estaban lejos de ser héroes; eran gente mediocre, inspirada solamente por una gran idea. Todo diario socialista -y en Europa solamente existen muchos centenares- representa la misma historia de largos años de sacrificio, sin la más mínima esperanza de venta a material alguna, y en la inmensa mayoría de los casos, casi sin la satisfacción de la ambición personal, si es que ésta existe.
He visto cómo familias que vivían sin saber si tendrían un trozo de pan al día siguiente -boicoteado el esposo en todas partes, en su pequeña ciudad, por su participación en un diario, y la esposa manteniendo a la familia con su trabajo de aguja- prolongaban semejante situación meses y años, hasta que, por, último, la familia, agotada, se retiraba, sin una palabra de reproche, diciendo a los nuevos compañeros: «Continuad, nosotros ya no tenemos fuerzas para resistir«. He visto hombres que morían de tisis y que lo sabían, y, sin embargo, corrían bajo la llovizna helada y la nieve para organizar mítines, y ellos mismos hablaban en los mítines hasta pocas semanas antes de su muerte, y por último, al ir al hospital, nos decían: «Bueno, amigos, mi canción ha terminado: los médicos han decidido que me quedan sólo pocas semanas de vida. Decid a los camaradas que me harán feliz si alguno viene a visitarme«. Conozco hechos que serían considerados «una idealización» de parte mía si los refiriera a mis lectores, y hasta los nombres mismos de estos hombres apenas son conocidos más allá del círculo estrecho de sus amigos, y serán pronto olvidados cuando éstos también dejen de existir.
La política, como es sabido, constituye precisamente el campo donde los hombres egoístas entran en las más complicadas combinaciones con los hombres inspirados por tendencias sociales
En suma, no sé qué admirar más: si la ilimitada abnegación de estos pocos o la suma total de las pequeñas manifestaciones de abnegación de las masas conmovidas por el movimiento. La venta de cada decena de números de un diario obrero, cada mitin, cada centenar de votos ganados en favor de los socialistas en las elecciones, son el resultado de una masa tal de energía y de sacrificios de que los que están fuera del movimiento no tienen siquiera la menor idea. Y así como obran los socialistas, obraba en el pasado todo partido popular y progresista, político y religioso. Todo el progreso realizado por nosotros en el pasado es el resultado del trabajo de unos hombres de una abnegación semejante.
A menudo se presenta, especialmente en Gran Bretaña, a la cooperación como un «individualismo por acciones«, y es indudable que en su aspecto presente puede contribuir fácilmente a desarrollar el egoísmo cooperativista, no solamente, con respecto a la sociedad general, sino entre los mismos cooperadores. Sin embargo, es sabido de manera cierta que al principio tenía este movimiento un carácter profundo de ayuda mutua. Aun en la época presente, los más ardientes partidarios de dicho movimiento están firmemente convencidos de que la cooperación conducirá a la humanidad a una forma armoniosa superior, de relaciones económicas; y después de haber estado en algunas localidades del norte de Inglaterra, donde la cooperación se halla muy desarrollada, es imposible no llegar a la conclusión de que un número importante de los participantes de este movimiento sostienen justamente tal opinión. La mayoría de ellos perdería todo interés en el movimiento cooperativo si perdiera la fe mencionada. Es necesario decir también que en los últimos años comenzaron a evidenciarse, entre los cooperadores, ideales más amplios de bienestar público y de solidaridad entre los productores. Imposible es negar también la inclinación manifestada en ellos, que tiende a mejorar las relaciones entre los propietarios de las cooperativas productoras y sus obreros.
La importancia del cooperativismo en Inglaterra, Holanda y Dinamarca es bien conocido, y en Alemania, especialmente en el, Rhin, las sociedades cooperativas, en la época presente, son ya una fuerza poderosa de la vida industrial
Pero quizá Rusia constituya el mejor campo para el estudio del cooperativismo en su infinita variedad de formas. En Rusia, la cooperativa, es decir, el artiel, ha crecido de manera natural; fue una herencia de la Edad Media, y mientras que la sociedad cooperativa constituida oficialmente habría tenido que luchar contra un cúmulo de dificultades legales y contra la suspicacia de la burocracia, la forma de cooperativa no oficial -el artiel– constituye la esencia misma de la vida campesina rusa. Toda la historia de la «creación de Rusia» y de la organización de Siberia se presenta en realidad corno la historia de los artiéli de cazadores y de industriales, inmediatamente después de los cuales se extendieron las comunas aldeanas. Ahora hallamos el artiél por todas partes: en cada grupo de campesinos que de una misma aldea va a ganarse la vida a la fábrica, en todos los oficios de la construcción, entre los pescadores y cazadores, entre los presos que van en viaje a Siberia y los fugitivos de Siberia, entre los mozos de cuerda de los ferrocarriles, entre los miembros de los artiéli de la bolsa, de los obreros de la aduana, en muchas de las industrias artesanos (que dan trabajo a siete millones de hombres), etcétera. En una palabra, de arriba a abajo, en todo el mundo trabajador, hallamos artiéli: permanentes y temporales, para la producción y para el consumo, y en todas las formas posibles. Hasta la época presente las secciones de las pesquerías, en los ríos que afluyen al mar Caspio, son arrendadas por artiéli colosales; el río Ural pertenece a todo el Ejército de cosacos del Ural, que divide y reparte sus secciones de pesquerías -quizá las más ricas del mundo- entre las aldeas cosacas, sin intromisión alguna por parte de las autoridades. En el Ural, el Volga y en todos los lagos del norte de Rusia, la pesca es realizada por los artiéli.
La forma de cooperativa no oficial -el artiel– constituye la esencia misma de la vida campesina rusa
Junto con estas organizaciones permanentes existe también una multitud innumerable de artiéli temporales, constituidos con todos los fines posibles. Cuando de diez a veinte campesinos de una localidad se dirigen a una ciudad grande a ganarse la vida; sea en calidad de tejedores, carpinteros, albañiles, navegantes, etc., siempre constituyen un artiél, alquilan un alojamiento común y toman una cocinera (muy a menudo la esposa de uno de ellos se ocupa de la cocina), elijen a un stárosta, comen en común y cada uno paga al artiél el alojamiento y la comida. La partida de presos en viaje a Siberia obra siempre del mismo modo, y el stárosta elegido por ellos es el intermediario, reconocido oficialmente, entre los presos y el jefe militar del convoy que acompaña a la partida. En los presidios, los presos tienen la misma organización.
Los mozos de cuerda de los ferrocarriles, los mandaderos de la bolsa, los miembros de los artiéli de la aduana, y los mandaderos de la ciudad, unidos por canción solidaria, gozan de tal reputación que los comerciantes confían a un miembro del artiél de los mandaderos cualquier suma de dinero. En la construcción se forman artiéli que cuentan, a veces decenas de miembros, a veces también unos pocos, y los grandes contratistas de la construcción de casas y ferrocarriles prefieren siempre tratar con el artiél antes que con los obreros contratados separadamente.
Las tentativas hechas por el Ministro de la Guerra, en 1890, para negociar directamente con los artiéli de productores, formados para producciones especiales entre artesanos, y encargarles zapatos y todo género de artículos de cobre y hierro para los uniformes de los soldados, a juzgar por los informes, dieron resultados enteramente satisfactorios; y la entrega de una fábrica fiscal (Votkinsk) en arriendo a los artiéli de obreros viose coronada, un tiempo, por un éxito positivo. De tal modo, podemos ver en Rusia cómo las antiguas instituciones medievales, que habían evitado la intromisión del estado (en sus manifestaciones no oficiales) sobrevivieron íntegras hasta la época presente, y tomaron las formas más diferentes, de acuerdo, con las exigencias de la industria y el comercio modernos. En cuanto a la península balcánica, en el imperio turco y el Cáucaso, las viejas guildas se conservaron allí con plena fuerza. Los esnafy servios conservaron plenamente el carácter medieval: en su constitución entran tanto los maestros tomo los jornaleros; regulan la industria y son los órganos de apoyo mutuo, tanto en el campo del trabajo cómo en un caso de enfermedad, mientras que los amkari georgianos del Cáucaso, y en especial en Tiflis, no sólo cumplen los deberes de las uniones profesionales, sino que ejercen una influencia importante sobre la vida de la ciudad.
Relacionado con la cooperación, debería, quizá, mencionar la existencia en Inglaterra de las sociedades amistosas de apoyo mutuo (friendly societies), las uniones de los «chistosos» (oddfellows), los clubs de las aldeas de las ciudades para pagar la asistencia médica, los clubs para entierros o para la adquisición de ropas, los pequeños clubs organizados a menudo entre las muchachas de las fábricas, que abonan algunos peniques semanales y luego sortean entre sí la suma de una libra, que les da la posibilidad de realizar alguna compra más o menos importante, y muchas otras sociedades de género semejante. Toda la vida del pueblo trabajador de Inglaterra está impregnada de tales instituciones En todas estas sociedades y clubs se puede observar no poca reserva de alegre sociabilidad y camaradería, a pesar de que se lleva cuidadosamente el «crédito» y el «débito» de cada miembro. Pero aparte de estas instituciones, existen tantas uniones basadas en la disposición a sacrificar, si necesario fuera, el tiempo, la salud y la vida, que podemos extraer de su actividad ejemplos de las mejores formas de apoyo mutuo.
En primer lugar es menester citar aquí la sociedad de salvamento marítimo en Inglaterra, e instituciones semejantes en el resto de Europa, La sociedad inglesa tiene más de 300 botes de salvamento a lo largo las orillas de Inglaterra, y tendría dos veces más si no fuera por la pobreza de los pescadores, quienes no siempre pueden comprar por si mismos los caros botes de salvamento. La tripulación de estos botes se compone siempre de voluntarios, cuya disposición a sacrificar la vida para salvar a hombres que les son completamente desconocidos, es sometida todos los años a una prueba dura, cada invierno, y en realidad algunos de los más valientes perecen en las aguas. Y si preguntáis a estos hombres qué fue lo que los incitó a arriesgar la vida, a veces en condiciones tales que, según parecía, no había posibilidad alguna de éxito, os contestarán probablemente con un relato, del género del siguiente, que yo, escuché en la costa meridional. Una furiosa tormenta, de nieve soplaba sobre el Canal de la Mancha; rugía sobre las llanas orillas arenosas donde se hallaba una pequeña aldehuela, y el mar arrojó sobre las arenas próximas a ella, una embarcación de un solo mástil, cargada de naranjas. En aguas tan poco profundas sólo se mantiene el bote salvavidas de fondo chato, de tipo simplificado, y salir con él de tal tormenta significaba, ir a un verdadero desastre, y sin embargo, los hombres se decidieron y fueron. Horas enteras lucharon contra la tormenta de nieve; dos veces el bote se volcó. Uno de los remeros se ahogó, y los restantes fueron arrojados a la playa. A la mañana siguiente, hallaron, a uno de los últimos -un guarda aduanero inteligente- seriamente herido y medio helado en la nieve. Yo le pregunté cómo habían decidido a hacer aquella tentativa desesperada.
«Yo mismo no lo sé -respondió-. Allí, en el mar, la gente perecía; toda la aldea estaba en la orilla, y decían todos que hacerse a la mar hubiera sido una locura y que nunca venceríamos la rompiente. Veíamos que había en el barco cinco o seis hombres que se aferraban al mástil y hacían señales desesperadas. Todos sentíamos que era necesario emprender algo, pero, ¿qué podíamos hacer? Pasó una hora, otra, y permanecíamos aún en la playa, teníamos todos el alma oprimida. Luego, de repente, nos pareció oír que a través de los aullidos de la tempestad nos llegaban sus lamentos … Había un niño con ellos. No pudimos resistir más la tensión: todos juntos dijimos: ¡Es necesario salir! Las mujeres decían lo mismo; nos hubieran considerado cobardes si nos hubiéramos quedado, a pesar de que ellas mismas nos llamaban locos el día siguiente, por nuestra tentativa. Como un solo hombre, nos arrojamos al bote salvavidas y partimos. El bote volcó, pero conseguimos volver a enderezarlo. Lo peor de todo fue cuando el desdichado N. se ahogó, aferrado a una cuerda del bote, y nada pudimos hacer por salvarlo. Luego nos azotó una ola enorme, el bote voló de nuevo y nos arrojó a todos a la playa. Los hombres del buque náufrago fueron salvados por un bote de Dungenes, y nuestro bote fue recogido muchas millas al oeste. A mí me hallaron a la mañana siguiente sobre la nieve.«
El mismo sentimiento movía también a los mineros del valle de Ronda cuando salvaron a sus camaradas de un pozo de la mina que había sufrido una inundación. Tuvieron que atravesar una capa de carbón de 96 pies de espesor para llegar hasta los compañeros enterrados vivos. Pero cuando sólo les faltaba perforar en total nueve pies, los sorprendió el gas grisú. Las lámparas se extinguieron y los mineros hubieron de retirarse. Trabajar en tales condiciones significaba correr el riesgo de ser volado en cualquier momento y, finalmente, perecer todos. Pero se oían todavía los golpes de los enterrados; estos hombres estaban vivos y clamaban ayuda, y algunos mineros voluntariamente se propusieron salvar a sus camaradas, arriesgando sus vidas. Cuando descendieron al pozo, las mujeres los acompañaban con lágrimas silenciosas, pero ninguna pronunció una palabra para detenerlos.
Tal es la esencia de la psicología humana. Mientras los hombres no se han embriagado con la lucha hasta la locura, no «pueden oír» pedidos de ayuda sin responderles. Al principio se habla de cierto heroísmo personal, y tras del héroe sienten todos que deben seguir su ejemplo. Los Artificios de la mente no pueden oponerse al sentimiento de ayuda mutua, pues este sentimiento ha sido educado durante muchos miles de años por la vida social humana y por centenares de miles de años de vida prehumana en las sociedades animales.
Sin embargo, quizá todos preguntarán: Pero, «¿cómo es que pudieron ahogarse recientemente los hombres en el Serpentine, el lago que se halla en medio del Hyde Park, en presencia de una multitud de espectadores y nadie se arrojó en su ayuda?» 0 bien; «¿cómo pudo ser dejado sin ayuda el niño que cayó al agua en el Regent’s Park, también en presencia de una multitud numerosa de público dominguero, y sólo fue salvado gracias a la presencia de ánimo de una niña jovencita, criada de una casa vecina, que azuzó al perro Terranova de un buzo?» La respuesta a estas preguntas es simple. El hombre constituye una mezcla no sólo de instintos heredados, sino también de educación. Entre los mineros y marinos, gracias a sus ocupaciones comunes y al contacto cotidiano entré si, se crea un sentimiento de reciprocidad, y los peligros que los rodean educan en ellos el coraje y el ingenio audaz. En las ciudades, por lo contrario, la ausencia de intereses comunes educa la indiferencia; y el coraje y el ingenio, que raramente hallan aplicación, desaparecen o toman otra dirección.
Entre los mineros y marinos, gracias a sus ocupaciones comunes y al contacto cotidiano entré si, se crea un sentimiento de reciprocidad, y los peligros que los rodean educan en ellos el coraje y el ingenio audaz. En las ciudades, por lo contrario, la ausencia de intereses comunes educa la indiferencia
Además, la tradición de las hazañas heroicas en los pozos de las minas y en el mar vive en las aldehuelas de los mineros y de los pescadores, rodeada de una aureola poética. Pero, ¿qué tradición puede existir en la abigarrada multitud de Londres? Toda tradición, que es en ellos patrimonio común, hubo de ser creada por la literatura o la palabra; pero apenas si existe en la gran ciudad una literatura equivalente a las leyes de las aldeas. El clero, en sus sermones, tanto se empeña en demostrar lo pecaminoso de la naturaleza humana y el origen sobrehumano de todo lo bueno en el hombre, que, en la mayoría de los casos, pasa en silencio aquellos hechos que no se pueden exhibir en calidad de ejemplo de una gracia divina enviada del cielo. En cuanto a los escritores «laicos«, su atención se dirige principalmente a un aspecto del heroísmo, a saber, el heroísmo del pescador casi sin prestarle atención alguna. El poeta y el pintor suelen ser impresionados por la belleza del corazón humano, es verdad, pero sólo en raras ocasiones conocen la vida de las clases más pobres; y si pueden aún cantar o representar, en un ambiente convencional, al héroe romano o militar, demuestran ser incapaces cuando tratan de representar al héroe que actúa en ese modesto ambiente de la vida popular que les es extraño. No es de asombrar, por esto, si la mayoría de tales tentativas se destacan invariablemente por la ampulosidad y la retórica.
La cantidad innumerable de sociedades, clubs y asociaciones de distracción, de trabajos científicos e investigaciones, y con diferentes fines educacionales, etc., que se constituyeron y se extendieron en los últimos tiempos, es tal que se necesitarían muchos volúmenes para su simple inventario. Todos ellos constituyen la manifestación de la misma fuerza, enteramente activa que incita a los hombres a la asociación y al apoyo mutuo. Algunas de estas sociedades, como las asociaciones de las crías jóvenes de aves de diferentes especies, que se reúnen en el otoño, persiguen un objetivo único, el goce de la vida en común. Casi todas las aldeas de Inglaterra, Suiza, Alemania, etc., tienen sus sociedades de juego de cricket, football, tennis, bolos o clubs de palomas, musicales y de canto.
Existen luego grandes sociedades nacionales que se destacan por el número especial de sus miembros, como, por ejemplo, las sociedades de ciclistas, que en los últimos tiempos se desarrollaron en proporciones inusitadas. A pesar de que los miembros de estas asociaciones no tienen nada en común, excepto su afición de andar en velocípedo, han conseguido formar entre ellos un género de francmasonería con fines de ayuda mutua, especialmente en los lugares apartados, libres todavía del aflujo de velocípedos. Los miembros consideran al club de ciclistas asociados de cualquier aldehuela, hasta cierto punto, como si fuera su propia casa, y en el campamento de ciclistas, que se reúne todos los años en Inglaterra, a menudo se entablan sólidas relaciones amistosas. Los Kegelbruder, es decir, las sociedades de bolos, de Alemania, constituyen la misma asociación; exactamente lo mismo las sociedades gimnásticas (que cuentan hasta 300.000 miembros en Alemania), las hermandades no oficializadas de remeros de los ríos franceses, los clubs de yates, etc. Semejantes asociaciones, naturalmente, no cambian la estructura económica de la sociedad, pero especialmente en las ciudades pequeñas ayudan a nivelar las diferencias sociales, y puesto que ellas tienden a unirse en grandes federaciones nacionales e internacionales, ya por esto contribuyen al desenvolvimiento de las relaciones amistosas personales entre toda clase de hombres diseminados en las diferentes partes del globo.
A pesar de que los miembros de estas asociaciones no tienen nada en común, excepto su afición de andar en velocípedo, han conseguido formar entre ellos un género de francmasonería con fines de ayuda mutua
Los clubs alpinos, la unión para la protección de la caza (Jagdpschutzverlein) de Alemania, que tiene más de 100.000 miembros -cazadores, guardabosques y zoólogos profesionales, y simples amantes de la naturaleza- y, del mismo modo, la Sociedad Ornitológica Internacional, cuyos miembros son zoólogos, criadores de aves y simples campesinos de Alemania, tienen el mismo carácter. Consiguieron, en el curso de unos pocos años, no sólo realizar una enorme obra de utilidad pública que está al alcance únicamente de las sociedades importantes (el trazado de cartas geográficas, la construcción de refugios y apertura de caminos en las montañas; el estudio de los animales, de los insectos nocivos, de la migración de aves, etc.), sino que han creado también nuevos lazos entre los hombres. Dos alpinistas de diferentes nacionalidades que se encuentran, en una cabaña de refugio, construida por el club en la cima de las montañas del Cáucaso, o bien el profesor y el campesino ornitólogo, que han vivido bajo un mismo techo, no han de sentirse ya dos hombres completamente extraños. Y la «Sociedad del Tío Toby«, de New Castle, que ha persuadido a más de 300.000 niños y niñas que no destruyan los nidos de pájaros y a ser buenos con todos los animales, es indudable que ha hecho bastante más en pro del desarrollo de los sentimientos humanos y de la afición al estudio de las ciencias naturales que el conjunto de predicadores de todo género y que la mayoría de nuestras escuelas.
Ni siquiera en nuestro breve ensayo podemos pasar en silencio los millares de sociedades científicas, literarias, artísticas y educativas.
Naturalmente, necesario es decir que, hasta la época presente, las corporaciones científicas, que se encuentran bajo el control del estado y que con frecuencia reciben de él subsidios, generalmente se han convertido en un círculo muy estrecho, ya que los hombres de carrera a menudo consideran a las sociedades científicas como medios para ingresar en las filas de sabios pagados por el estado, mientras que, indudablemente, la dificultad de ser miembro de algunas sociedades privilegiadas sólo conduce a suscitar envidias mezquinas. Pero, con todo, es indudable que tales sociedades nivelan hasta cierto punto las diferencias de clases, creadas por el nacimiento o por pertenecer a tal o cual capa, a tal o cual partido político o creencia. En las pequeñas ciudades apartadas, las sociedades científicas, geográficas, musicales, etc., especialmente aquellas que incitan a la actividad de un círculo de aficionados más o menos amplios, se convierten en pequeños centros y en un género de eslabón que une a la pequeña ciudad con un mundo vasto, y también en el lugar en que se encuentran en un pie de igualdad hombres que ocupan las posiciones más diferentes en la vida social. Para apreciar la importancia de tales centros es necesario conocerlos, por ejemplo, en Siberia.
Por último, una de las manifestaciones más importantes del mismo espíritu lo constituyen las innumerables sociedades que tienen por fin la difusión de la educación, y que sólo ahora comienzan a destruir el monopolio de la iglesia y del estado en esta rama de la vida, importante en grado sumo. Puede osar decirse que, dentro de un tiempo extremadamente breve, estas sociedades adquirirán una importancia dominante en el campo de la educación popular. Debemos ya a la «Asociación Froebel» el sistema de jardines infantiles, y a una serie entera de sociedades oficializadas y no oficializadas debemos el nivel elevado que ha alcanzado la educación femenina en Rusia. En cuanto a las diferentes sociedades pedagógicas de Alemania, como es sabido, les corresponde una enorme parte de influencia en la elaboración de los métodos modernos de enseñanza en las escuelas populares. Tales asociaciones son también el mejor sostén de los maestros. ¡Cuán infeliz se sentiría sin su ayuda el maestro de aldea, abrumado por el peso de un trabajo mal retribuido!.
Durante casi tres siglos se ha impedido que el hombre se tendiera mutuamente las manos, ni aun con fines literarios, artísticos y educativos. Las sociedades podían formarse solamente con el conocimiento y bajo la protección del estado o de la Iglesia, o debían existir en calidad de sociedades secretas semejantes a las francmasonas
¿Todas estas asociaciones, sociedades, hermandades, uniones, institutos etcétera, que se pueden contar por decenas de miles en Europa solamente, y cada una de las cuales representa una masa enorme de trabajo voluntario, desinteresado, impagado o retribuido muy pobremente no son todas ellas manifestaciones, en formas infinitamente variadas, de aquella necesidad, eternamente viva en la humanidad, de ayuda y apoyo mutuos? Durante casi tres siglos se ha impedido que el hombre se tendiera mutuamente las manos, ni aun con fines literarios, artísticos y educativos. Las sociedades podían formarse solamente con el conocimiento y bajo la protección del estado o de la Iglesia, o debían existir en calidad de sociedades secretas semejantes a las francmasonas; pero ahora que esta oposición del estado ha sido, quebrantada, surgen por todas partes, abarcando las ramas más distintas de la actividad humana. Empiezan a adquirir un carácter internacional, e indudablemente contribuyen -en grado tal que aún no hemos apreciado plenamente- al quebrantamiento de las barreras internacionales erigidas por los estados. A pesar de la envidia, a pesar del odio, provocados por los fantasmas de un pasado en descomposición, la conciencia de la solidaridad internacional crece, tanto entre los hombres avanzados como entre las masas obreras, desde que ellas se conquistaron el derecho a las relaciones internacionales; y no hay duda alguna de que este espíritu de solidaridad creciente ejerció ya cierta influencia al conjurar una guerra entre estados europeos en los últimos treinta años. Y después de esa cruel lección recibida por Europa, y en parte por América, en la última guerra de cinco años, no hay duda alguna que la voz del sano juicio, poniendo freno a la explotación de unos pueblos por otros, hará imposible por mucho tiempo otra guerra semejante.
Por último, es menester mencionar aquí también las sociedades de beneficencia que, a su vez, constituyen todo un mundo original, ya que no hay la menor duda de que mueven a la inmensa mayoría de los miembros de estas sociedades los mismos sentimientos de ayuda mutua que son inherentes a toda la humanidad. Por desgracia, nuestros maestros religiosos prefieren atribuir origen sobrenatural a tales sentimientos.
Muchos de ellos tratan de afirmar que el hombre no puede inspirarse conscientemente en las ideas de ayuda mutua, mientras no esté iluminado por las doctrinas de aquella religión especial de la cual son los representantes, y junto con San Agustín, la mayoría de ellos no reconocen la existencia de esos sentimientos en los «salvajes paganos«.
Además, mientras el cristianismo primitivo, como todas las otras religiones nacientes, era un llamado a un sentimiento de ayuda mutua y de solidaridad, ampliamente humano, que le es propio, como hemos visto, de todas las instituciones de ayuda y apoyo mutuo que existían antes, o se habían desarrollado fuera de ella. En lugar de la ayuda mutua que todo salvaje consideraba como el cumplimiento de un deber hacia sus congéneres, la Iglesia cristiana comenzó a predicar la caridad, que constituía, según su doctrina, una virtud inspirada por el cielo, una virtud que por obra de tal interpretación atribuye un determinando género de superioridad a aquél que da sobre el que recibe, en lugar de reconocer la igualdad común al género humano, en virtud de la cual la ayuda mutua es un deber. Con estas limitaciones, y sin intención alguna de ofender a aquellos que se consideran entre los elegidos, mientras cumplen una exigencia de simple humanitarismo, nosotros podemos considerar, naturalmente, al enorme número de sociedades diseminadas por todas partes como una manifestación de aquella inclinación a la ayuda mutua.
Todos estos hechos demuestran que la búsqueda irrazonada de la satisfacción de intereses personales, con olvido completo de las necesidades de los otros hombres, de ningún modo constituye el rasgo principal, característico, de la vida moderna
Todos estos hechos demuestran que la búsqueda irrazonada de la satisfacción de intereses personales, con olvido completo de las necesidades de los otros hombres, de ningún modo constituye el rasgo principal, característico, de la vida moderna. Junto a estas corrientes egoístas, que orgullosamente exigen que se les reconozca importancia dominante en los negocios humanos, observamos la lucha porfiada que sostiene la población rural y obrera con el fin de reintroducir las firmes instituciones de ayuda y apoyo mutuos. No sólo eso: descubrimos en todas las clases de la sociedad un movimiento ampliamente extendido que tiende a establecer instituciones infinitamente variadas, más o menos firmes, con el mismo fin. Pero, cuando de la vida pública pasamos a la vida privada del hombre moderno, descubrimos todavía otro amplio mundo de ayuda y apoyos mutuos, a cuyo lado pasan la mayoría de los sociólogos sin observarlo, probablemente porque está limitado al círculo estrecho de la familia y de la amistad personal.
Bajo el sistema moderno de vida social, todos los lazos de unión entre los habitantes de una misma calle o «vecindad» han desaparecido. En los barrios ricos de las grandes ciudades, los hombres viven juntos sin saber siquiera quién es su vecino. Pero en las calles y callejones densamente poblados de esas mismas ciudades, todos se conocen bien y se encuentran en continuo contacto. Naturalmente, en los callejones, lo mismo que en todas partes, las pequeñas rencillas son inevitables, pero se desarrollan también relaciones según las inclinaciones personales, y dentro de estas relaciones se practica la ayuda mutua en tales proporciones que las clases más ricas no tienen idea. Si, por ejemplo, nos detenemos a mirar a los niños de un barrio pobre, que juegan en la plazuela, en la calle, o en el viejo cementerio (en Londres se ve esto a menudo) observaremos en seguida que entre estos niños existe una estrecha unión, a pesar de las peleas que se producen, y esta unión preserva a los niños de numerosas desgracias de todo género.
Basta que algún chico se incline curiosamente sobre el orificio abierto de un sumidero para que su compañero de juego le grite: «¡Sal de ahí, que en ese agujero está la fiebre!» «¡No trepes por esta pared; si caes del otro lado el tren te destrozará!» «¡No te acerques a la zanja!» «¡No comas de estas bayas: es veneno, te morirás!» Tales son las primeras lecciones que el chico recibe cuando se une con sus compañeros de, calle.
«¡Cuántos niños a quienes sirven de lugar de juego, las calles de las proximidades de las viviendas modelo para obreros recientemente construidas, o las riberas y puentes de los canales, perecerían bajo las ruedas de los carros o en el agua turbia de la corriente si entre ellos no existiera este género de ayuda mutua!» Si a pesar de todo algún chiquillo cae en un foso sin parapeto, o una niña resbala y cae en el canal, la horda callejera arma tal griterío que todo el vecindario torre a ayudarlos. De todo esto hablo por experiencia personal.
Viene luego la unión de las madres: «No puede usted imaginarse -me escribe una doctora inglesa que vivía en un barrio pobre de Londres, y a la cual rogué que me comunicara sus impresiones, no puede usted imaginarse cuánto se ayudan entre sí. Si una mujer no ha preparado, o no puede preparar, lo necesario para el niño que espera -¡y cuán a menudo sucede esto!- todas las vecinas traen algo para el recién nacido. Al mismo tiempo, una de las vecinas se hace cargo en seguida del cuidado de los niños, y otra del hogar, mientras la parturienta permanece en cama«.
Es éste un fenómeno corriente que mencionan todos los que tuvieron que vivir entre los pobres de Inglaterra, y en general entre la población pobre de una ciudad. Las madres se apoyan mutuamente haciendo miles de pequeños servicios y cuidan de los niños ajenos. Es menester que la dama perteneciente a las clases ricas tenga una cierta disciplina -para mejor o para peor, que lo juzgue ella misma- para pasar por la calle al lado de niños que tiritan de frío y están hambrientos, sin notario.
Pero las madres de las clases pobres no poseen tal disciplina. No pueden soportar el cuadro de un chico hambriento: deben alimentarlo; y así lo hacen. Cuando los niños que van a la escuela piden pan, raramente, o más bien nunca, reciben una negativa: «me escribe otra amiga, que trabajó durante algunos años en White-Chapel, en relación con un club obrero. Pero mejor será transcribir algunos fragmentos de su carta:»
«Es regla general entre los obreros cuidar a un vecino o una vecina enfermos, sin buscar ninguna clase de retribución. Del mismo modo, cuando una mujer que tiene niños pequeños se va al trabajo, siempre se los cuida una de las vecinas.«
«Si los obreros no se ayudaran mutuamente, no podrían vivir en absoluto. Conozco familias obreras que se ayudan constantemente entre sí, con dinero, alimento, combustible, vigilancia de los niños, en caso de enfermedad y en casos de muerte.»
«Entre los pobres, lo «mío» y lo «tuyo» se distingue bastante menos que entre los ricos. Botines, vestidos, sombreros, etc. -en una palabra, lo que se necesita en un momento dado-, se prestan constantemente entre sí, y del mismo modo todo género de efectos del hogar.
«Durante el invierno pasado (1894), los miembros del United Radical Club reunieron en su medio una pequeña suma de dinero y empezaron después de Navidad a suministrar gratuitamente sopa y pan a los niños que concurrían a la escuela. Gradualmente, el número de niños que alimentaban alcanzó hasta 1.800. Las donaciones llegaban de fuera, pero todo el trabajo recaía sobre los hombros de los miembros del club.»
Algunos de ellos -aquellos que entonces estaban sin trabajo- venían a las cuatro de la mañana para lavar y limpiar legumbres: cinco mujeres venían a las nueve o diez de la mañana (después de haber terminado el trabajo de su hogar) a vigilar el cocimiento de la comida, y se quedaban hasta las seis o siete de la tarde para lavar la vajilla. Durante la hora del almuerzo, entre las doce y doce y media, venían de 20 a 30 obreros a ayudar a repartir la sopa; para lo cual habían de robar tiempo a su propia comida. Tal trabajo se prolongó dos meses, y siempre fue hecho completamente gratis.
En los barrios ricos de las grandes ciudades, los hombres viven juntos sin saber siquiera quién es su vecino. Pero en las calles y callejones densamente poblados de esas mismas ciudades, todos se conocen bien y se encuentran en continuo contacto
Mi amiga cita también diferentes casos particulares, de los cuales menciono los más típicos:
«La niña Anita W. fue entregada, en pensión, por su madre a una anciana de la calle Wilmot. Cuando murió la madre de Anita, la anciana, que vivía ella misma en la mayor indigencia, crió a la niña a pesar de qué nadie le pagaba un centavo. Cuando murió también la anciana, la niña, que tenía entonces cinco años quedó, durante la enfermedad de su madre adoptiva, sin cuidado alguno, e iba en andrajos; pero le ofreció asilo entonces la esposa de un zapatero, que tenía ya seis varones. Más tarde, cuando el zapatero cayó enfermo, todos ellos tuvieron que sufrir hambre.»
«Hace unos días, M., madre de seis niños, atendía a la vecina Mg. durante su enfermedad, y llevó a su casa al niño más grande… Pero, ¿son necesarios a usted estos hechos? Constituyen el fenómeno más corriente… Conozca a la señora D. (en dirección tal) que tiene una máquina de coser. Continuamente cose para los otros, no aceptando retribución alguna por el trabajo, a pesar de que debe cuidar a cinco niños y al esposo…, etc. «
Para todo aquél que tiene siquiera una pequeñísima idea de la vida de las clases obreras, resulta evidente que si en su medio no se practicara en grandes proporciones la ayuda mutua, no podrían, de modo alguno, vencer las dificultades de que está llena su vida. Solamente gracias a la combinación de felices circunstancias la familia obrera puede pasar la vida sin atravesar por momentos duros como los que fueron descritos por el tejedor de cintas Joseph Guttridge en su autobiografía. Y si no todos los obreros caen, en tales circunstancias, hasta los últimos grados de miseria, se lo deben precisamente a la ayuda mutua practicada entre ellos. Una vieja nodriza que vivía en la pobreza más extrema ayudó a Guttridge en el instante mismo en que su familia se avecinaba a un desenlace fatal: les consiguió a crédito pan, carbón y otros artículos de primera necesidad. En otros casos era otro el que ayudaba, o bien los vecinos se unían para arrebatar a la familia de las garras de la miseria.
Pero, si los pobres no acudieran en ayuda de los pobres, ¡en qué proporciones enormes aumentaría el número de aquellos que llegan a la miseria espantosa ya irreparable!
Samuel Plimsoll, conocido en Inglaterra por su campaña en contra el seguro de las naves podridas e inútiles que eran enviadas al mar con la esperanza de que se hundieran para cobrar la prima de seguro, después de haber vivido algún tiempo entre pobres gastando solamente siete chelines seis peniques (tres rublos cincuenta copecas) por semana viose obligado a reconocer que los buenos sentimientos hacia los pobres que tenía cuando comenzó este género de vida «se cambiaron en sentimientos de sincero respeto y admiración, cuando vio hasta dónde las relaciones entre los pobres están imbuidas de ayuda y apoyo mutuos, y cuando conoció los medios simples con que se prestan este género de apoyo. Después de muchos años de experiencia llegó a la conclusión de que si bien se piensa, resulta que semejantes hombres constituyen la inmensa mayoría de las clases obreras«.
En cuanto a la crianza de huérfanos practicada hasta por las familias más pobres de los vecinos, es un fenómeno tan ampliamente difundido que se puede considerar regla general; así, después de la explosión de gases de las minas de Warren Vale y Lund Hill, revelose que «casi un tercio de los mineros muertos, según las investigaciones de la comisión,- mantenía, aparte de sus esposas e hijos, también a otros parientes pobres«. «¿Habéis pensado – agrega a esto Plimsoll– qué significa este hecho? No dudo de que semejante fenómeno no es raro entre los ricos o hasta entre personas pudientes. Pero, pensad bien en la diferencia.»
Y, realmente, vale la pena pensar qué significa, para el obrero que gana 16 chelines (menos de ocho rublos) por semana y que alimenta con estos módicos recursos a la esposa y a veces cinco o seis hijos, gastar un chelín en ayudar a la viuda de un camarada o sacrificar medio chelín para el entierro de uno tan pobre como él mismo. Pero semejantes sacrificios son un fenómeno corriente entre los obreros de cualquier país, aun en ocasiones considerablemente más de orden común que la muerte, y ayudar por medio del trabajo es la cosa más natural en su vida.
La misma práctica de ayuda y apoyo mutuos se observa, naturalmente, también entre las clases más ricas, con la misma sedimentación en capas que señala Plimsoll. Naturalmente, cuando se piensa en la crueldad que los empleadores más ricos muestran hacia los obreros, siéntese uno inclinado a tratar la naturaleza humana con suma desconfianza. Muchos probablemente recuerdan todavía la indignación provocada en Inglaterra por los dueños de las minas durante la gran huelga de Yorkshire, en 1894, cuando empezaron a procesar a los viejos mineros por recoger carbón en un pozo abandonado. Y aun dejando de lado los períodos agudos de lucha y de guerra civil cuando, por ejemplo, decenas de miles de obreros prisioneros fueron fusilados después de la caída de la Comuna de París, «¿quién puede leer sin estremecerse las revelaciones de las comisiones reales sobre la situación de los obreros en 1840 en Inglaterra, o las palabras de Lord Shaftesbury sobre -el espantoso despilfarro de vida humana en las fábricas donde trabajan niños tomados de los hospicios, si no simplemente comprados en toda Inglaterra para venderlos después, a las fábricas».
¿Quién puede leer todo esto sin sorprenderse por la bajeza de que es capaz el hombre en su afán de lucro? Pero necesario es decir que sería erróneo atribuir tal género de fenómeno exclusivamente a la criminalidad de la naturaleza humana. ¿Acaso hasta una época reciente los hombres de ciencia, y hasta una parte importante del clero no difundían doctrinas que inculcaban desconfianza y desprecio, y casi odio a las clases más pobres? ¿Acaso los hombres de ciencia no decían que desde que la servidumbre quedó abolida sólo pueden caber en la pobreza los hombres viciosos? ¡y qué pocos representantes de la Iglesia se ha hallado que se atrevieran a vituperar estos infanticidios, mientras que la mayoría del clero enseñaba que los sufrimientos de los pobres y hasta la esclavitud de los negros eran cumplimiento de la voluntad de la Providencia Divina! ¿Acaso el cisma (non conformism) mismo en Inglaterra no era en esencia una protesta popular contra el cruel trato que la iglesia del estado daba a los pobres?
Con tales guías espirituales no es de extrañar que los sentimientos de las clases pudientes, como observó M. Plimsoll, debían no tanto embotarse cuanto tomar tinte de clase. Los ricos raramente se rebajan hasta los pobres, de quienes están separados por el mismo modo de vida y de quienes ignoran por completo el lado mejor de su existencia cotidiana. Pero también los ricos, dejando de lado por una parte la mezquindad y los gastos irrazonables por otro, en el círculo de la familia y de los amigos se observa la misma práctica de ayuda y apoyo mutuos que entre los pobres. Ihering y Dargun tenían plena razón al decir que si se hiciera un resumen estadístico del dinero que pasa de mano en mano en forma de préstamo amistoso y de ayuda, la suma general resultaría colosal, aun en comparación con las transacciones del comercio mundial. Y si se agrega a esto -y necesario es agregarlo- los gastos de hospitalidad, los pequeños servicios mutuos prestados entre sí, la ayuda para arreglar asuntos ajenos, regalo y beneficencia, indudablemente nos asombraremos de la importancia que tales gastos tienen en la economía nacional. Aun en el mundo dirigido por el egoísmo comercial existe una frase corriente: «Esta firma nos ha tratado duramente«, y está frase demuestra que hasta en el ambiente comercial existen relaciones amistosas, opuestas a las duras, es decir a las relaciones basadas exclusivamente en la ley. Todo comerciante, naturalmente, sabe cuántas firmas se salvan por año de la ruina gracias al apoyo amistoso prestado por otras firmas.
En cuanto a la beneficencia y a la masa de trabajos de utilidad pública realizados voluntariamente, tanto por los representantes de la clase acomodada como de las obreras y, en especial, por los representantes de las diferentes profesiones, todos saben qué papel desempeñan estas dos categorías de benevolencia en la vida moderna. Si el carácter verdadero de esta benevolencia a menudo suele ser echada a perder por la tendencia a adquirir fama, poder político o distinción social, a pesar de todo es indudable que en la mayoría de los casos el impulso proviene del mismo sentimiento de ayuda mutua. Muy a menudo, los hombres, adquiriendo riquezas, no hallan en ellas las satisfacciones que esperaban. Otros empiezan a sentir que a pesar de cuanto han difundido los economistas de que la riqueza es la recompensa de sus capacidades, su recompensa es demasiado grande. La conciencia de la solidaridad humana se despierta en ellos; a pesar de que la vida social está constituida como para sofocar este sentimiento con miles de métodos astutos, a pesar de todo, a menudo se sobrepone, y entonces los hombres del tipo arriba indicado tratan de hallar una salida para esta necesidad alojada en la profundidad del corazón humano, entregando su fortuna o sus fuerzas a algo que según su opinión contribuirá al desarrollo del bienestar general.
Si el carácter verdadero de esta benevolencia a menudo suele ser echada a perder por la tendencia a adquirir fama, poder político o distinción social, a pesar de todo es indudable que en la mayoría de los casos el impulso proviene del mismo sentimiento de ayuda mutua
Dicho más brevemente, ni las fuerzas abrumadoras del estado centralizado, ni las doctrinas de mutuo odio y de lucha despiadada que provienen, ordenadas con los atributos de la ciencia, de los filósofos y sociólogos obsequiosos, pudieron desarraigar los sentimientos de solidaridad humana, de reciprocidad, profundamente enraizados en la conciencia y el corazón humanos, puesto que este sentimiento fue criado por todo nuestro desarrollo precedente. Aquello que ha sido resultado de la evolución, comenzando desde sus más primitivos estadios, no puede ser destruido por una de las fases transitorias de esa misma evolución. Y la necesidad de ayuda y apoyo mutuos que se ha ocultado quizá en el círculo estrecho de la familia, entre los vecinos de las calles y callejuelas pobres, en la aldea o en las uniones secretas de obreros, renace de nuevo, hasta en nuestra sociedad moderna y proclama su derecho, el derecho de ser, como siempre lo ha sido, el principal impulsor en el camino del progreso máximo.
Tales son las conclusiones a las cuales llegamos inevitablemente después de un examen cuidadoso de cada grupo de hechos enumerados brevemente en los dos últimos capítulos.
Fin del Capítulo VIII
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