Esbozos de una moral sin sanción ni obligación, de Jean-Marie Guyau – PARTE 13

INDICE de CAPITULOS  «ESBOZOS DE UNA MORAL SIN SANCIóN NI OBLIGACIóN», J. M. Guyau

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Esbozos de una moral sin sanción ni obligación

Jean-Marie Guyau 

PARTE 13

 

Libro tercero

La idea de sanción

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Capitulo Segundo 

Principios de la justicia penal o defensiva en la sociedad

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Capítulo segundo

Principios de la justicia penal o defensiva en la sociedad

 

Nuestra sociedad actual no puede, seguramente, realizar el lejano ideal de la indulgencia universal; pero puede aún menos tomar como tipo de conducta al ideal opuesto de la moral ortodoxa, o sea la distribución de la felicidad y la desdicha de acuerdo al mérito y al demérito. Hemos visto que no existe ninguna razón puramente moral para suponer distribución alguna de penas al vicio y de premios a la virtud. Con mayor razón, es preciso reconocer que no hay, en derecho puro, sanción social, y que, los hechos designados con ese nombre, son simples fenómenos de defensa social (1).

Ahora, desde el punto de vista puramente teórico en que hasta aquí nos hemos colocado, es preciso que descendamos a la esfera más obscura de los sentimientos y de las asociaciones de ideas, en donde nuestros adversarios podrían sacarnos ventaja. La mayoría de la especie humana no comparte en absoluto las ideas de los hindúes y de todo verdadero filósofo acerca de la justicia absoluta idéntica a la caridad universal: tiene fuertes prevenciones contra el tigre hambriento por el que Buda se sacrificó, experimenta naturales preferencias por los corderos. No le resulta satisfactorio que la falta quede impune y que la virtud sea completamente gratuita. El hombre es como esos niños a quienes no les agradan las historias en que los muchachos buenos son devorados por los lobos y que, por el contrario, quisieran ver devorados a los lobos. Hasta en el teatro, se exige generalmente que la virtud sea recompensada, el vicio castigado, y, si no lo son, el espectador se marcha descontento, con el sentimiento de una esperanza burlada. ¿Por qué ese sentimiento tenaz, ese deseo persistente de una sanción en el ser sociable, esa imposibilidad psicológica de descansar en la idea del mal impune?

 

«En primer lugar, porque el hombre es un ser esencialmente práctico y activo, que tiende a sacar una regla de acción de todo cuanto ve y para quien la vida ajena es una perpetua moral en ejemplos; (....) 

En segundo lugar, ese mal ejemplo es como una especie de exhortación personal al mal, murmurada a su oído, contra la que sus más altos instintos se revelan (...)

Existe una tercera razón más profunda todavía para justificar la indignación contra la impunidad: la inteligencia humana sufre al detenerse en la idea del mal moral; se subleva contra ella mucho más que contra una falta de simetría material o por una inexactitud matemática. El hombre, al ser esencialmente un animal sociable, no puede resignarse ante el triunfo definitivo de los actos antisociales; allí donde le parece que tales actos han triunfado humanamente, la naturaleza misma de su espíritu lo lleva a volverse hacia lo sobrehumano para exigir una reparación y una compensación. Si las abejas, encadenadas de improviso, viesen como se destruye el orden de sus células ante sus propios ojos, sin tener esperanza de poder remediarlo jamás, todo su ser se trastornaría y esperarían instintivamente una intervención cualquiera que restableciese un orden tan inmutable y sagrado para ellas, como puede serlo el de los astros para una inteligencia más amplia. El espíritu mismo del hombre se halla imbuido por la idea de sociabilidad; pensamos, por así decirlo, con la categoría a priori de sociedad, como con los a priori tiempo y espacio».

 

En primer lugar, porque el hombre es un ser esencialmente práctico y activo, que tiende a sacar una regla de acción de todo cuanto ve y para quien la vida ajena es una perpetua moral en ejemplos; con el maravilloso instinto social que posee siente de inmediato que un crimen impune es un elemento de destrucción social, tiene el presentimiento de un peligro para él y para la sociedad; es como un ciudadano encerrado en una ciudad sitiada que descubre una brecha abierta.

En segundo lugar, ese mal ejemplo es como una especie de exhortación personal al mal, murmurada a su oído, contra la que sus más altos instintos se revelan. Con esto se relaciona el que el buen sentido popular haga entrar siempre la sanción en la fórmula misma de la ley y mire la recompensa o el castigo como móviles. La ley humana tiene el doble carácter de utilitaria y necesaria; lo que constituye exactamente lo contrario a una ley moral que ordena sin móvil a una voluntad libre.

Existe una tercera razón más profunda todavía para justificar la indignación contra la impunidad: la inteligencia humana sufre al detenerse en la idea del mal moral; se subleva contra ella mucho más que contra una falta de simetría material o por una inexactitud matemática. El hombre, al ser esencialmente un animal sociable, no puede resignarse ante el triunfo definitivo de los actos antisociales; allí donde le parece que tales actos han triunfado humanamente, la naturaleza misma de su espíritu lo lleva a volverse hacia lo sobrehumano para exigir una reparación y una compensación. Si las abejas, encadenadas de improviso, viesen como se destruye el orden de sus células ante sus propios ojos, sin tener esperanza de poder remediarlo jamás, todo su ser se trastornaría y esperarían instintivamente una intervención cualquiera que restableciese un orden tan inmutable y sagrado para ellas, como puede serlo el de los astros para una inteligencia más amplia. El espíritu mismo del hombre se halla imbuido por la idea de sociabilidad; pensamos, por así decirlo, con la categoría a priori de sociedad, como con los a priori tiempo y espacio.

El hombre, por su naturaleza moral (tal como se la ha proporcionado la herencia) se siente, de esta forma, impulsado a creer que el malo no debe pronunciar la última palabra en el universo; se indigna siempre contra el triunfo del mal y de la injusticia. Esta indignación se comprueba hasta en los niños, aun antes de que sepan hablar bien, y se hallarían numerosas señales en los animales mismos. El resultado lógico de esta protesta contra el mal, es la negativa a creer en el carácter definitivo de su triunfo. Completamente dominada por la idea de progreso, no puede soportar que un ser permanezca largo tiempo detenido en su marcha adelante.

Finalmente, hay que hacer valer también consideraciones estéticas inseparables de las razones sociales y morales. Un ser inmoral encierra una fealdad mucho más repugnante que la fealdad física, sobre la que la vista no gusta detenerse. Se quisiera, pues, corregirlo o separarlo, mejorarlo o suprimirlo. Recordemos la precaria posición de los leprosos y de los impuros en la sociedad antigua: eran tratados como hoy día tratamos a los culpables. Si los novelistas o los autores dramáticos no dejan, en general, sin castigo al crimen, demasiado abiertamente, hagamos notar también, que no acostumbran a representar a sus principales personajes, a sus heroínas sobre todo, como francamente feos (con bocio, jorobados, tuertos, etc.); si a veces los presentan así, como Víctor Hugo con Quasimodo, su propósito consiste entonces en hacernos olvidar esa deformidad durante el resto de la obra o usarla como antítesis; más a menudo, la novela termina con una transformación del héroe o de la heroína (como en la Petite Fadette, o en Jane Eyre). La fealdad produce, pues, en menor grado, exactamente el mismo efecto que la inmoralidad,  y  experimentamos  el  deseo  de  corregir tanto la una como  la otra; pero, ¿cómo corregir la inmoralidad desde afuera? La idea de la pena infligida como reactivo, se presenta de inmediato al espíritu; el castigo es uno de esos viejos remedios populares como el aceite hirviendo en que, antes de Ambrosio Paré, se sumergían los miembros de los heridos. En el fondo, el deseo de ver castigado al culpable parte de un natural bueno. Se explica, sobre todo, por la imposibilidad del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para cerrarla o para aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es seducida por esa simetría aparente que nos ofrece la proporcionalidad del mal moral y del mal físico. No sabe que es una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que hicieron excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con un brazo o una pierna de menos, experimentaron esa indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una voluntad mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo tomado de otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y más tímidos, dejamos las obras maestras, tal cual están, soberbiamente mutiladas; nuestra admiración hacia las más bellas obras se produce también con algún sufrimiento; pero preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un mal, ese sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo con mayor fuerza todavía ante el mal moral. Únicamente la voluntad interior puede corregirse eficazmente a sí misma, como sólo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían devolverles esos míembros pulidos y blancos que han sido rotos; nosotros estamos constreñidos a la cosa más dura para el hombre: a aguardar el porvenir. El progreso definitivo casi no puede provenir más que del interior de los seres. Los únicos medios que podemos emplear son todos indirectos (la educación, por ejemplo). En cuanto a la voluntad misma, precisamente debería ser sagrada para aquellos que la consideran libre o, por lo menos, espontánea; no pueden intentar intervenir en ella, sin contradicción y sin injusticia.

De esta forma, el sentimiento que nos obliga a desear una sanción, es, en parte, inmoral. Como muchos otros sentimientos, tiene un principio muy legítimo y malas aplicaciones. Entre el instinto humano y la teoría científica de la moral existe, pues, una cierta contradicción. Vamos a demostrar que esta oposición es provisoria y que el instinto acabará por amoldarse a la verdad científica. Para ello, trataremos de analizar más profundamente cosa que aun no hemos hecho, la necesidad psicológica de una sanción del hombre en sociedad, esbozaremos su génesis y veremos cómo, producida en principio por un producto natural y legítimo, tiende a restringirse, a limitarse cada vez más con la marcha de la evolución humana.

 

«Si en la vida hay una ley general, es la siguiente: Todo animal (podríamos extender la ley hasta a los vegetales) responde a un ataque mediante una defensa que, muy a menudo, es un ataque en respuesta, una especie de choque de vuelta; es éste un instinto primitivo que tiene su origen en el movimiento reflejo, en la irritabilidad de los tejidos vivos, sin la que la vida sería imposible: ¿no tratan aún de morder a quien los pellizca los animales privados de su cerebro? Los seres en que este instinto se hallaba más desarrollado y más seguro han sobrevivido más fácilmente, como los rosales armados  de espinas. En los animales superiores, como el hombre, este instinto se diversifica,  pero existe siempre; hay en nosotros un instinto listo a distenderse contra quien lo  toque, semejante a esas plantas que hacen disparos. Originariamente es un fenómeno mecánico inconsciente; pero este instinto, al volverse consciente, no se debilita como tantos otros (2); es, en efecto, necesario para la vida del individuo. Para vivir en toda sociedad primitiva, es preciso poder morder a quien os ha mordido, golpear a quien os ha golpeado. En nuestros días todavía, cuando un niño, aunque sea jugando, ha recibido un golpe que no ha podido devolver, está descontento; tiene el sentimiento de una inferioridad; por el contrario, una vez que ha devuelto el golpe, acentuándolo aún con más energía, está satisfecho, ya no se siente inferior, desigual en la lucha por la vida.»

 

Si en la vida hay una ley general, es la siguiente: Todo animal (podríamos extender la ley hasta a los vegetales) responde a un ataque mediante una defensa que, muy a menudo, es un ataque en respuesta, una especie de choque de vuelta; es éste un instinto primitivo que tiene su origen en el movimiento reflejo, en la irritabilidad de los tejidos vivos, sin la que la vida sería imposible: ¿no tratan aún de morder a quien los pellizca los animales privados de su cerebro? Los seres en que este instinto se hallaba más desarrollado y más seguro han sobrevivido más fácilmente, como los rosales armados  de espinas. En los animales superiores, como el hombre, este instinto se diversifica,  pero existe siempre; hay en nosotros un instinto listo a distenderse contra quien lo  toque, semejante a esas plantas que hacen disparos. Originariamente es un fenómeno mecánico inconsciente; pero este instinto, al volverse consciente, no se debilita como tantos otros (2); es, en efecto, necesario para la vida del individuo. Para vivir en toda sociedad primitiva, es preciso poder morder a quien os ha mordido, golpear a quien os ha golpeado. En nuestros días todavía, cuando un niño, aunque sea jugando, ha recibido un golpe que no ha podido devolver, está descontento; tiene el sentimiento de una inferioridad; por el contrario, una vez que ha devuelto el golpe, acentuándolo aún con más energía, está satisfecho, ya no se siente inferior, desigual en la lucha por la vida.

El mismo sentimiento en los animales: cuando se juega con un perro, es preciso dejarse agarrar la mano por él de tiempo en tiempo, si no se quiere encolerizarlo. En los juegos del hombre adulto, se halla la misma necesidad de un determinado equilibrio entre las probabilidades; los jugadores desean siempre, de acuerdo a la expresión popular, estar, por lo menos, mano a mano. Sin duda, en el hombre intervienen nuevos sentimientos que se añaden al instinto primitivo: son el amor propio, la vanidad, la preocupación por la opinión ajena; no interesa, bajo todo eso se puede descubrir algo más profundo: el sentimiento de las necesidades de la vida.

En las sociedades salvajes, un ser que no es capaz de devolver, y aún superándolo, un mal que se le ha hecho, es un ser mal dotado para la existencia, destinado, tarde o temprano, a desaparecer. La vida misma, esencialmente, es un desquite, un desquite permanente contra los obstáculos que la dificultan. Por eso el desquite es psicológicamente necesario para todos los seres vivientes, está de tal forma arraigada en ellos, que el instinto brutal subsiste hasta en el momento de la muerte. Conocida es la historia de ese suizo mortalmente herido que, al ver pasar cerca de él a un jefe austríaco, halló fuerzas para agarrar una piedra y romperle con ella la cabeza, agotándose definitivamente por este esfuerzo. Podrían citarse muchos otros hechos de ese género, en que el desquite no se halla ya justificado por la defensa personal, y se prolonga, por decirlo así, hasta más allá de la vida, por una de esas contradicciones numerosas y a veces fecundas que producen en el ser social, ya los malos sentimientos, como la avaricia, ya los sentimientos útiles, como el amor a la gloria.

 

 

Hagamos notar que la noción moral de justicia o de mérito, es aún extraña a todo ese mecanismo. Si un animal sin cerebro muerde a quien lo hiere, la idea de sanción no tiene nada que ver allí; si se pregunta a un niño, o, a un hombre de la calle, por qué golpea a alguien, pensará justificarse plenamente, al decir que él mismo ha sido golpeado con anterioridad. No hay que preguntarle más, en el fondo, para quien no mira más que las leyes generales de la vida, es una razón suficiente.

Estamos aquí en el origen mismo y como en el punto de emergencia físico de esa pretendida necesidad moral de sanción, que no nos ofrece hasta el presente nada de moral, pero que pronto va a modificarse. Supongamos que un hombre, en lugar de ser objeto de un ataque, es simplemente un espectador, y que ve al agresor vigorosamente rechazado; no podrá dejar de aplaudir porque, mentalmente, se colocará en el lugar del que se defiende y, como lo ha demostrado la escuela inglesa, simpatizará con él. Cada golpe dado al agresor le parecerá algo así como una justa compensación, un desquite legítimo, una sanción (3). Stuart Mill tenía, pues, razón al pensar que la necesidad de ver castigado todo ataque contra el individuo se relaciona con el simple instinto de defensa personal; sólo que ha confundido demasiado la defensa con la venganza, y no ha demostrado que este mismo instinto se reduce a una acción refleja excitada directa o simpáticamente. Cuando esta acción refleja es excitada por simpatía, parece revestir un carácter moral, al tomar un carácter desinteresado; lo que llamamos sanción penal no es, pues, en el fondo, más que una defensa ejercida por los individuos en cuyo lugar podemos colocarnos espiritualmente, contra otros en cuyo lugar no queremos ponemos.

La necesidad física y social de sanción tiene un doble aspecto, puesto que la sanción es ya castigo, ya recompensa. Si la recompensa nos parece tan natural como la pena, es porque también ella tiene su origen en una acción refleja, en un instinto primitivo de la vida. Toda caricia requiere y espera otra caricia en respuesta; todo testimonio de benevolencia, provoca en el otro un testimonio análogo: esto es verdad, desde lo más alto hasta lo más bajo de la escala animal; un perro que, moviendo la cola, se acerca dulcemente a un camarada suyo para lamerlo, se indigna si se ve acogido a dentelladas, como puede indignarse un hombre de bien al recibir el mal como pago a su bondad. Extiéndase con la simpatía y generalícese esta impresión, desde luego completamente personal, y se llegará a formular este juicio: es natural que todo ser que trabaja por la felicidad de sus semejantes reciba a su vez, en cambio, los medios para ser feliz. Al considerarnos solidarios nos sentimos obligados por una especie de deuda con todo bienhechor para la sociedad. Al determinismo natural que liga el beneficio al beneficio se agrega así un sentimiento de simpatía y hasta de reconocimiento para el bienhechor; ahora bien, en virtud de una inevitable ilusión, la felicidad nos parece siempre más merecida por quienes nos inspiran más simpatía (4).

 

 

Después de esta rápida génesis de los sentimientos que excitan en el hombre el castigo de los malos o la recompensa de los buenos, se comprenderá cómo se ha formado la noción de una justicia distributiva inflexible, que acuerda el bien al bien, el mal al mal: eso no es más que el símbolo metafísico de un instinto físico vivaz que, en el fondo, se halla comprendido en el de conservación de la vida (5). Nos queda por ver cómo, en la sociedad humana, medio en parte artificial, este instinto se modifica poco a poco, de tal suerte que un día la noción de justicia distributiva perderá hasta el apoyo práctico que le presta, aún hoy, el sentimiento popular.

Sigamos, en efecto, la marcha de la sanción penal a través de la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era mucho más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque. Irritad una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo; os responderá con un rasgo de ingenio, injuriad a un filósofo, no os responderá nada. Es la ley de economía de la fuerza la que produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El animal es un resorte groseramente regulado cuya distensión no es siempre proporcional a la fuerza que la provoca; igual ocurre con el hombre primitivo y también con la penalidad de los primeros pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de castigar tan duramente; tratan de que la reacción refleja sea exactamente proporcional al ataque; es el período resumido en el precepto: ojo por ojo, diente por diente -precepto que expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los primeros hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día, estamos muy lejos de haber llegado completamente, aunque lo superemos desde otros puntos de vista. Ojo por ojo, es la ley física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe regir un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una manera muy regular. Sólo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que los justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo. Si un perro piensa en algún niño que le ha tirado una piedra, un mecanismo natural de imágenes asocia actualmente para él a la idea del niño, la acción de arrojar la piedra: de ahí la cólera y el rechinar de los dientes. El odio ha tenido pues, su utilidad y se justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era un precioso excitante del sistema nervioso y, por intermedio de éste, del muscular. En el estado social superior, en que el individuo no tiene ya necesidad de defenderse por sí mismo, el odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la policía; si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En nuestra época ya no hay más quien pueda experimentar odio, fuera de los ambiciosos, los ignorantes o los tontos. El duelo, esa cosa absurda, desaparecerá; por lo demás actualmente se halla reglamentado en sus detalles como una visita oficial, y, muy a menudo, la gente se bate por fórmula. La pena de muerte o desaparecerá o será conservada sólo como medio preventivo, con el objeto de espantar mecánicamente a los criminales de raza, a los criminales mecánicos. Las cárceles y los presidios serán, probablemente, demolidas, para ser reemplazados por la deportación, que es la más simple forma de eliminación; la prisión misma se ha suavizado ya (6); se deja penetrar más en ella el aire y la luz: los barrotes de hierro que detienen al culpable sin obstruir demasiado el paso de los rayos del sol, representan simbólicamente el ideal de la justicia penal, que se puede expresar con esta fórmula científica: el máximo de defensa social, con el mínimo de sufrimiento individual.

 

«...Sólo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que los justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo....»

 

Así, cuanto más avanzamos, más se impone la verdad teórica, hasta entre las masas, y modifica la necesidad popular de castigo. Cuando la sociedad castiga hoy, no es nunca por el acto que ha sido cometido en el pasado, sino por los que el culpable, u otros siguiendo su ejemplo, podrían cometer en el porvenir. La sanción no vale más que como promesa o como una amenaza que precede al acto e influye mecánicamente en su realización; una vez llevado a cabo éste, pierde todo su valor; es un simple escudo o un simple resorte determinista y nada más. Es por eso que no se castiga a los locos, por ejemplo: se ha renunciado a ello después de haber reconocido que el temor al castigo no ejercía una acción eficaz sobre ellos. Hace apenas un siglo, antes de Pinel, el instinto popular quería que se los castigase como a todos los demás culpables, lo que prueba cuán vagas son las ideas de responsabilidad o de irresponsabilidad en el concepto vulgar y utilitario de la sanción social. El pueblo, cuando reclamaba en otros tiempos castigos crueles, en armonía con sus costumbres, no hablaba en nombre de esas ideas metafísicas, sino más bien en nombre del interés social; los legistas, al trabajar actualmente para reducir la pena a lo estrictamente necesario, no deben seguir preconizando esas ideas. El libre arbitrio y la responsabilidad absoluta por si solos, no legitiman más un castigo social que la irresponsabilidad y el determinismo metafísicos; lo único que justifica la pena, es su eficacia desde el punto de vista de la defensa social (7).

 

 

De la misma manera que los castigos sociales se reducen en nuestro tiempo a lo estrictamente necesario, las recompensas sociales (títulos de nobleza, cargos honoríficos, etc.) se hacen también mucho más raras y más excepcionales. Antaño, cuando un general era vencido, se lo condenaba a muerte y algunas veces se lo crucificaba; cuando vencía, se lo nombraba imperator, o se lo llevaba en triunfo; hoy día, un general no tiene necesidad de esperar tales honores, ni un fin tan lamentable para vencer. Al descansar la sociedad en un conjunto de cambios, el que presta servicio espera recibir, en virtud de las leyes económicas, no una sanción, sino, simplemente, otro servicio: honorarios o un salario que reemplace a la recompensa propiamente dicha; el bien llama al bien a causa de una especie de equilibrio natural. En el fondo, la recompensa, tal como existía, y existe aún hoy en las sociedades no democráticas, constituía siempre un privilegio. Por ejemplo, el autor que el rey elegía en otro tiempo, para darle una pensión, era seguramente un escritor privilegiado, mientras que hoy, el escritor cuyos libros se venden es simplemente un autor leído. La recompensa se consideraba antaño de tal forma como un privilegio, que, muy a menudo, llegaba a ser hereditaria, como los feudos y los títulos; es así que la pretendida justicia distributiva producía de hecho las más chocantes injusticias. Además, el mismo que era recompensado perdía por ello en dignidad moral, porque lo que recibía era visto por él mismo como un don, en lugar de ser una posesión legítima. Cosa notable: el régimen económico que tiende a predominar entre nosotros, tiene, en ciertas partes, un aspecto mucho más moral que el régimen de la pretendida justicia distributiva, porque, en lugar de hacer de nosotros vasallos, nos convierte en legítimos y absolutos poseedores de todo lo que ganamos mediante nuestro trabajo y nuestras obras. Todo lo que en otro tiempo se obtenía por recompensa o por favor, se obtendrá cada vez más por concurso. Los concursos, en los que Renán ve una causa de decadencia para la humanidad, permiten hoy día al hombre de talento crearse una posición propia, y deberse a sí mismo el lugar que llega a alcanzar. Ahora bien, los concursos son un medio de reemplazar la recompensa, y el don gracioso, por un pago exigible. Cuanto más progresamos, más siente cada uno lo que se le debe al concurso, y más lo reclama; pero lo que a cada uno se debe, va perdiendo progresivamente el carácter de sanción, para tomar el de un compromiso que liga a la vez a la sociedad y al individuo.

Del mismo modo que las recompensas sociales determinadas que venimos de recordar, las otras más vagas, como la estimación pública y la popularidad, tienden también a perder su importancia con la marcha misma de la civilización. Entre los salvajes, un hombre popular es un dios o poco menos; en los pueblos civilizados, es todavía un hombre de talla sobrehumana, un instrumento providencial; llegará un momento en que será para todos un hombre y nada más. El delirio de los pueblos por los Césares o los Napoleones desaparecerá gradualmente; ya hoy, el renombre de los hombres de ciencia, nos parece el único verdaderamente grande y perdurable; ahora bien, como éstos son admirados por la gente que los comprende, y sólo pueden ser comprendidos por un pequeño número, su gloria estará siempre restringida a un pequeño círculo. Perdidos en la marea creciente de las cabezas humanas, los hombres de talento se habituarán, pues, a no necesitar, para persistir en sus trabajos, mas que de la estimación de muy pocos y de la suya propia. Se abrirán un camino aquí abajo y lo abrirán para la humanidad, impulsados más por una fuerza interior que por el atractivo de las recompensas. A medida que avanzamos, sentimos con más intensidad que el nombre de un hombre se convierte en poca cosa; sólo nos preocupamos por eso a causa de una especie de puerilidad consciente; pero la obra es, para nosotros mismos, como para todos, lo esencial. Las altas inteligencias, mientras trabajan casi silenciosamente, deben ver con alegría a los pequeños, a los ínfimos, a los que no tienen nombre ni mérito, tener una parte cada vez mayor en las preocupaciones de la humanidad. Nos esforzamos mucho más hoy día por suavizar la suerte de los que son desgraciados, o hasta culpables ya,  que por colmar de beneficios a quienes tienen la dicha de ocupar el primer rango en la escala humana; por ejemplo, una ley nueva que concierna a los pobres o al pueblo, podrá interesarnos más que tal acontecimiento ocurrido a un alto personaje; en otro tiempo era todo lo contrario. Las cuestiones individuales y los beneficios al mérito de  tal o cual individuo desaparecerán para dejar lugar a las ideas abstractas de la ciencia o al sentimiento concreto de la piedad y la filantropía. La miseria de un grupo social atraerá mucho más la atención deseará más todavía aliviar a los que sufren, que recompensar de una manera brillante y superficial a los que han obrado bien. La justicia distributiva -que es una justicia completamente individual, completamente personal, una justicia de privilegio -(¡si ciertas palabras protestasen cuando se las junta con otras!)- debe, pues, reemplazarse por una equidad de un carácter más absoluto y que, en el fondo, no es más que la caridad. Caridad para todos los hombres, cualquiera que sea su valor moral, intelectual o físico, tal debe ser el fin último perseguido hasta por la opinión pública.

 

 

 


Notas

[1] Se nos hará, sin duda, la vieja objeción: Si los castigos no fuesen, por parte de la sociedad, más que medios de defensa, serían golpes y no castigos (Janet, Curso de filosofía, Pág. 30). Por el contrario, cuando los castigos no se hallan justificados por la defensa, son precisamente verdaderos golpes, cualquiera sea el eufemismo con que se los designe: fuera de las razones de defensa social, el acto de administrar, por ejemplo, cien palos en la planta de los pies a un ladrón, para castigarlo, jamás se transformará en un acto moral.

 

[2] Acerca de esto ver: La Moral Inglesa Contemporánea, parte II, t. III. 

 

[3] ¿Por qué se colocará en lugar del que se defiende y no en el del otro? Por muchas razones que no implican todavía el sentimiento de justicia que se trata de explicar: 1) porque el hombre atacado y sorprendido se halla siempre en una situación inferior, más capaz para excitar el interés y la piedad; acaso, cuando somos testigos de una lucha, ¿no tomamos siempre parte por el más débil, aún sin saber si es él quien tiene razón? 2) la situación del agresor, es antisocial, contraria a la seguridad mutua que presupone toda asociación; y, como siempre formamos parte de una sociedad cualquiera, simpatizamos más con aquel de los dos adversarios que se halla en la situación más parecida a la nuestra, la más social. Pero supongamos que la sociedad de la que un hombre forma parte, no sea la gran sociedad humana, y, resulte ser, por ejemplo, una sociedad de ladrones; entonces se producirán en su conciencia hechos bastante extraños: aprobará a un ladrón que se defiende contra otro ladrón y lo castiga, pero no aprobará a un policía que se defienda contra un ladrón en nombre de la gran sociedad; experimentará una repugnancia invencible a colocarse en el lugar del policía y a simpatizar con él, lo que falseará sus juicios morales. Así las gentes del pueblo toman parte en todo motín contra la policía, sin informarse siquiera de lo que se trata, así, en el extranjero, nos inclinaríamos a tomar partido por los franceses, etc.  La conciencia está llena de fenómenos de ese género, complejos hasta el punto de que parecen contradecirse, y que, sin embargo, caen bajo una ley única. La sanción es esencialmente la conclusión de una lucha a la que asistimos como espectadores y en la que tomamos parte por uno u otro de los adversarios: si es un policía o un ciudadano correcto, aprobará las esposas, la prisión y, en caso de necesidad, la horca; sí es ladrón, lazzarone, o, a veces, simplemente, un hombre del pueblo, aprobará el tiro disparado desde una emboscada, el puñal hundido misteriosamente en la espalda de los carabinieri. Bajo todos estos juicios morales o inmorales, no quedará de idéntico más que la comprobación de este hecho de la experiencia: el que golpea, debe esperar, natural y socialmente, ser golpeado a su vez. 

 

[4]  ¿Nos negará algún pesimista este instinto natural de gratitud, y nos objetará que, por el contrario, el hombre es naturalmente ingrato? Nada más inexacto: es olvidadizo, he ahí todo. Los niños y los animales lo son todavía más. Hay una gran diferencia entre esas dos cosas. El instinto de gratitud existe en todos los seres y subsiste mientras el recuerdo del beneficio dura vivo e intacto; pero ese recuerdo se altera con mucha rapidez. Instintos más fuertes, como el interés personal, el orgullo, etc., lo combaten. Es por esto que cuando nos colocamos en lugar de otro, nos sorprende tanto no ver una buena acción recompensada, mientras que nosotros mismos, con frecuencia, experimentamos tan pocos remordimientos al olvidar de corresponder a una buena acción. El sentimiento de gratitud es uno de esos sentimientos altruistas naturales que, estando en contradicción con el egoísmo, igualmente natural, son más fuertes cuando se trata de apreciar la conducta ajena, que cuando se trata de reglamentar la propia.

 

[5] Este instinto, después de haber creado el complejo sistema de las penas y las recompensas sociales, se vio fortificado por la existencia misma de ese sistema protector. No hemos tardado en reconocer que, cuando lesionábamos a alguien de esta u otra manera, debíamos esperar una represión proporcionalmente viva: así se ha establecido una asociación natural y racional (señalada ya por la escuela inglesa) entre tal conducta y cierto castigo. En la Revue philosophique, hallamos un ejemplo curioso de una asociación naciente de ese género en un animal: Hasta ahora, dice Delboeuf, no he visto nunca el relato de ningún hecho con alcance tan significativo. El hecho es un pequeño perrito, cruza de sabueso y perro lobo. Estaba en la edad en que, para su especie, comienza la serie de los deberes de la vida social. Autorizado para elegir domicilio en mi gabinete de trabajo, se portaba con frecuencia, indignamente. Como tutor inflexible, yo siempre le hacía ver lo horrible de su conducta, lo llevaba rápidamente al patio y lo hacia parar sobre las patas de atrás mirando a un rincón. Después de una espera que variaba de acuerdo a la importancia del delito, lo hacia volver. Esta educación le hizo comprender bastante rápidamente ciertos artículos del código de la civilización ... canina, hasta el punto de que pude creer que se había corregido de su costumbre a olvidarse de las conveniencias. ¡Oh decepción! Un día, al entrar en una habitación, me hallo frente a un nuevo desaguisado. Busco a mi perro para hacerle sentir toda la indignidad de su reincidencia: no está allí. Lo llamo, no viene. Bajo al patio ..., estaba allí, parado, en el rincón, con las manos tristemente caídas sobre su pecho, con aire contrito, avergonzado, arrepentido. Me desarmó. J. Delboeuf, Revue philosophique, abril de Ver también en Romanes, hechos más o menos análogos.

 

[6]  Para todos aquellos delitos que no justifican la deportación, Le Bon ha propuesto razonablemente la multa o un trabajo obligatorio (industrial o agrícola) o, en fin, un servicio militar obligatorio con una severa disciplina. (Revue philosophique, mayo de 1881). Se sabe que nuestras prisiones son lugares de perversión más que de conversión. Son lugares de reunión y de asociación para los malhechores, clubs antisociales. Cada año, escribía un presidente del tribunal de casación, cien mil individuos van a hundirse más profundamente en el crimen, o sea un millón en diez años. De allí el aumento considerable de las reincidencia. (Este aumento es, término medio, de más de dos mil por año).

 

[7]  Es preciso aprobar, pues, la nueva escuela de juristas, particularmente brillante y numerosa en Italia, que se esfuerza por colocar al derecho penal fuera de toda consideración moral y metafísica. Notemos, no obstante, que esta escuela está equivocada cuando, después de haber apartado toda idea de responsabilidad metafísica, cree hallarse obligada por sus propios principios a excluir legalmente el elemento intencional y voluntario. De acuerdo a Lombroso, Ferri y Garófalo, el juicio legal sólo debe alcanzar a la acción y a los móviles sociales y, antisociales que la han producido, sin pretender apreciar nunca el poder más o menos grande y la cualidad intrínseca de la voluntad. Garófalo y Ferri se apoyan en un ejemplo que se vuelve contra ellos: citan ese artículo del código italiano y del francés que castiga con prisión y multa el homicidio, los golpes y las lesiones involuntarias (Garófalo, Di un criterio positivo della penalitá, Nápoles, 1880 ; Ferri, Il diritto di punire, Turín. 1882 ). Según ellos, este articulo de la ley, al no tener en cuenta la voluntad del culpable, no considera más que el acto bruto, completamente desligado de la intención que lo ha dictado, esta ley, según ellos, es uno de los tipos a que deben acercarse las leyes del porvenir. Pero no es absolutamente exacto que el artículo en cuestión no tenga en cuenta para nada a la voluntad del culpable; si los golpes y las heridas considerados involuntarios o, más bien, por imprudencia, fuesen absolutamente tales, no se los castigará, porque sería ineficaz; la verdad es que se producen debido a una falta de atención: ahora bien, al ser la atención un producto de la voluntad, puede ser mecánicamente excitada o sostenida a causa del temor por la pena, y es por esto que la pena interviene. La vida de sociedad exige precisamente en el hombre, entre todas las otras cualidades, una cierta dosis de atención, un poder y una estabilidad de la voluntad que el salvaje, por ejemplo, es incapaz de tener. El objeto del derecho penal, entre otros, consiste en desarrollar la voluntad en ese sentido; tampoco tienen razón Carrara y Ferri al no hallar ninguna responsabilidad social en el que ha cometido un crimen sin hacerlo por iniciativa propia y de acuerdo a un móvil antisocial, sino porque otro lo ha obligado a dar la puñalada o a verter el veneno. Un hombre así, piensen lo que quieran los modernos juristas italianos, constituye un cierto peligro para la sociedad, indudablemente, no a causa de sus pasiones y hasta de sus acciones personales, sino simplemente debido a su debilidad de voluntad: es un instrumento en lugar de ser una persona; ahora bien, en un estado es siempre peligroso tener instrumentos en lugar de ciudadanos. Lo antisocial puede existir no solamente en los móviles exteriores que obran sobre la voluntad, sino hasta en la naturaleza de esa voluntad; ahora bien, donde quiera que se encuentre algo antisocial, hay motivo para una sanción legal. No es preciso, pues, considerar la sanción humana como sí fuese absolutamente del mismo orden que la pretendida sanción natural, que extrae las consecuencias de un acto dado, el de caer al agua, por ejemplo, sin preocuparse nunca de la voluntad y la intención que han precedido a ese acto. (E. Ferri. II diritto di punire. Pág. 25). No, el determinismo interior del individuo no puede escapar enteramente a la acción legal, y de que un juez no tenga que preguntarse nunca si un acto es moral o metafísicamente libre, no se deduce que deba en ningún caso descuidar el examen de la dosis de atención y de intención, en fin, con qué grado de voluntad consciente ha sido realizado este acto. 

Gradualmente, el castigo se ha convertido en nuestro tiempo únicamente en una medida de precaución social; pero esta precaución debe atender, además de al acto y a sus móviles, a la voluntad que se oculta atrás: esa voluntad, cualquiera que sea su naturaleza última, es mecánicamente una fuerza cuya intensidad, más o menos grande, debe entrar en los cálculos sociales.

Sería absurdo que un ingeniero que quiere poner un dique a un río se preocupase únicamente por el volumen de sus aguas, sin tener en cuenta la fuerza de la corriente que las arrastra. Hagamos notar, por lo demás, que no hacemos en absoluto de la voluntad una facultad misteriosa colocada atrás de los motivos. La voluntad de que he querido hablar es, simplemente, para nosotros el carácter -el sistema de tendencias de toda clase a las que acostumbra obedecer el individuo, y que constituyen su yo moral-, en fin, la resistencia más o menos grande que ese fondo de energía interior es capaz de presentar a los móviles antisociales. Creemos que la apreciación de los tribunales alcanzará siempre, no sólo a la comprobación de los móviles determinantes de un acto dado, sí no también a la persona misma y al carácter del acusado; será preciso juzgar siempre aproximadamente, no sólo los motivos o móviles, sino las personas (que no son en sí mismas más que complicados sistemas de móviles v motivos que se contrabalancean y forman un equilibrio inestable). En otros términos: no existe más que una responsabilidad social, de ninguna forma moral: pero, añado que el individuo no ha de responder solamente por tal o cual acto antisocial y por los móviles pasajeros que han podido obligarlo a realizar ese acto: debe responder por su carácter mismo, y es sobre todo ese carácter lo que la penalidad debe buscar de corregir. Los jurados quieren siempre juzgar a la persona; se dejan influir por los antecedentes buenos o malos; a veces llevan esto a la exageración pero, en principio, no creo que estén equivocados, porque un acto no está jamás aislado, sino que es simplemente un síntoma y la sanción social debe alcanzar a todo el individuo.

 

 

 

 

 


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