Esbozos de una moral sin sanción ni obligación, de Jean-Marie Guyau – PARTE 12

INDICE de CAPITULOS  «ESBOZOS DE UNA MORAL SIN SANCIóN NI OBLIGACIóN», J. M. Guyau

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Esbozos de una moral sin sanción ni obligación

 Jean-Marie Guyau

PARTE 12

Libro tercero

La idea de sanción

Capitulo primero

(…)

3.- Sanción moral y justicia distributiva

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Némesis (Louvre)

3

Sanción moral y justicia distributiva

Bentham, Mill, Maudsley, Fouillée, Lombroso, han atacado ya la idea del castigo moral; han querido quitar a la pena todo carácter expiatorio y han hecho de ella un simple medio social de represión y reparación; para llegar a ello se han apoyado generalmente en las doctrinas deterministas o materialistas, aún discutidas hoy día; también Janet, en nombre del espiritualismo clásico, ha creído deber mantener, a pesar de todo, en su última obra, el principio de expiación reparador de los crímenes libremente cometidos. El castigo, dice, no debe ser solamente una amenaza que asegura la ejecución de la ley, sino una reparación o una expiación que corrige su violación. El orden alterado por una voluntad rebelde es restablecido por el sufrimiento que es la consecuencia de la falta cometida (4). Es, sobre todo, la ley moral, se ha dicho también, la que necesita una sanción (5). Sólo es una ley severa y santa, a condición de que el castigo se halle unido a su violación y la felicidad al cuidado que se pone en observarla. Creemos que esta doctrina de la remuneración sensible, y sobre todo la de la expiación, es insostenible desde cualquier punto de vista que uno se coloque y aún suponiendo que existe una ley moral que se dirige imperativamente a seres dotados de libertad. Es una doctrina materialista inadecuadamente opuesta al pretendido materialismo de sus adversarios.

Investiguemos, fuera de todo prejuicio, de toda idea preconcebida, qué razón moral existiría para que un ser moralmente malo recibiese un sufrimiento sensible, y uno bueno un exceso de goces; veremos que no hay ninguna razón, y que, en lugar de hallarnos frente a una proposición evidente a priori, estamos ante una inducción groseramente empírica y física extraída de los principios del talión o del interés bien entendido. Esta inducción se oculta bajo tres nociones pretendidamente racionales: 1) La del mérito; 2) La de orden; 3) La de Justicia distributiva.

 

 

1.- En la teoría clásica del mérito:

No he merecido, que expresaba en un principio el valor intrínseco del querer, toma el siguiente sentido: He merecido un castigo y expresa en lo sucesivo una relación de dentro a fuera. Ese tránsito brusco de lo moral a lo sensible, de las partes profundas de nuestro ser, a las superficiales, nos parece injustificable. Y aun lo es más en la hipótesis del libre albedrío que en las otras. En efecto, de acuerdo a esta hipótesis, las diversas facultades del hombre no están verdaderamente ligadas y determinadas las unas por las otras: la voluntad no es el producto puro de la inteligencia, salida a su vez de la sensibilidad; la sensibilidad no es, pues, ya el verdadero centro del ser, y resulta difícil comprender cómo puede responder por la voluntad. Si ésta ha querido libremente el mal, la falta no es de la sensibilidad, que ha desempeñado el papel de móvil y no de causa. Agréguese el mal sensible del castigo al mal moral de la falta, con pretexto de expiación, y se habrá duplicado la suma de los males sin reparar nada: resultará semejarse a un médico de Molière que, llamado para curar un brazo enfermo, cortase el otro a su paciente. Sin las razones de defensa social (de las que nos ocuparemos más tarde) el castigo sería tan condenable como el crimen, y la prisión no valdría más que los que la habitan; digamos más: los legisladores y los jueces, al herir a los culpables con propósito deliberado, se convertirían en sus iguales. Si se prescinde de la utilidad social, ¿qué diferencia habrá entre el crimen cometido por el asesino y el cometido por el verdugo? Este último, ni siquiera tiene, como circunstancia atenuante, alguna razón de interés personal o de venganza; el homicidio legal resulta completamente más absurdo que el ilegal. El verdugo imita al asesino, como otros asesinos lo imitarán a él mismo, sufriendo a su vez esa especie de fascinación que ejerce el asesinato y que, prácticamente, hace del cadalso una escuela del crimen. Es imposible ver en la sanción expiadora algo semejante a una consecuencia racional de la falta; es una simple secuela mecánica, o, para decirlo mejor, una repetición material, una copia cuyo modelo es la falta.

 

 

2.- Se invocará con V. Cousin y Janet ese extraño principio del orden que una voluntad rebelde altera y que sólo el sufrimiento puede restablecer? Se olvida distinguir aquí entre la cuestión social y la cuestión moral.

El orden social ha sido, en efecto, el origen histórico del castigo y, al principio, la pena, como lo ha hecho ver Littré, no era más que una compensación, una indemnización material exigida por la víctima o por sus parientes; pero, ¿puede compensar algo la pena cuando uno se coloca fuera del punto de vista social? Sería demasiado cómodo que un crimen pudiera ser reparado físicamente mediante el castigo, y que se pudiera pagar el precio de una mala acción con una cierta dosis de sufrimiento físico, como se compraban las indulgencias de la Iglesia con dinero sonante. No, lo hecho, hecho está; el mal moral persiste pese a todo el mal físico que se le pueda añadir. Tan racional sería, tratar de lograr, con los deterministas, la curación del culpable, como irracional es buscar el castigo o la compensación del crimen. Esta idea es el resultado de una especie de matemática y de balanza infantil. Ojo por ojo, diente; por diente (6).

 

Para quien admite la hipótesis del libro albedrío, uno de los platillos de la balanza está en el mundo moral, el otro en el mundo sensible, uno en el cielo, el otro en la tierra; en el primero está una voluntad libre, en el segundo una sensibilidad completamente determinada; ¿cómo establecer entre ellas el equilibrio? Si el libre albedrío existe, es para nosotros completamente inalcanzable; es un absoluto, y el absoluto no tiene agarradero para nosotros; sus resoluciones son, pues, en sí mismas irreparables, inexplicables; se las ha comparado a relámpagos y, en efecto, brillan y desaparecen; la acción, buena o mala, desciende misteriosamente de la voluntad al dominio de los sentidos, pero después, es imposible volver a subir desde ese dominio al del libre arbitrio para alcanzarla allí y castigarla; el relámpago desciende y no vuelve a subir. Entre el libre arbitrio y los objetos del mundo sensible, no existe otro lazo racional que la propia voluntad del agente; para que el castigo sea posible es preciso,  pues,  que  el  mismo  libre  arbitrio lo quiera y sólo lo puede querer, si se halla ya bastante profundamente mejorado, como para, en parte, haber dejado de merecerlo; tal es la antinomia en que desemboca la doctrina de la expiación cuando se propone, no solamente corregir, sino castigar. Mientras un criminal sigue siendo verdaderamente tal, se coloca, por eso mismo, por encima de toda sanción moral; sería preciso convertirlo antes de castigarlo, y, si se ha convertido ¿por qué castigarlo? Culpable o no, la voluntad dotada de libre arbitrio se sobrepondría hasta tal punto al mundo sensible, que la única conducta posible frente a ella sería la de doblegarse; una voluntad de ese género es un César irresponsable, que podría ser perfectamente condenado por su defecto y ejecutado, en efigie, para satisfacer la pasión popular, pero que, realmente, escapa a toda acción exterior. Durante el Terror blanco, se quemaron águilas vivas a falta de aquel a quien simbolizaban; los jueces humanos, en la hipótesis de una expiación infligida al libre arbitrio, no se fundan en otra cosa, su crueldad es igualmente vana e irracional; mientras el cuerpo inocente del acusado se agita entre sus manos, su voluntad, que es el águila verdadera, el águila soberana de libre vuelo, se cierne, inalcanzable, por encima de ellos.

 

 

3.- Si se trata de profundizar ese principio inocente o cruel del orden propuesto por los espiritualistas, y que recuerda demasiado al orden reinante en Varsovia, se transforma en el de una pretendida justicia distributiva.

A cada uno de acuerdo a sus obras, tal es el ideal social de la escuela sansimoniana, tal es también el ideal moral, según Janet. La sanción no es ya entonces más que un simple caso de la proporción general establecida entre todo trabajo y su remuneración: 1) El que hace mucho debe recibir mucho; 2) El que hace poco debe recibir poco; 3) El que hace el mal, debe recibir el mal. Hagamos notar, ante todo, que este último principio no puede deducirse en absoluto de los precedentes; si un beneficio menor parece exigir un reconocimiento menor, no se sigue de ello que una ofensa deba exigir la venganza como consecuencia. Además, los otros dos principios nos parecen discutibles, por lo menos, como fórmulas del ideal moral.

Todavía aquí se confunden los puntos de vista moral y social. El principio: a cada uno de acuerdo a sus obras, es un simple principio económico; resume muy bien el ideal de la justicia conmutativa y de los contratos sociales, en modo alguno el de una justicia absoluta que daría a cada uno de acuerdo a su intención moral. Quiere decir simplemente esto: independientemente de las intenciones, es preciso que los objetos que se cambian en la sociedad sean del mismo valor, y que un individuo que produce un objeto de precio considerable no reciba en cambio un salario insignificante; es la regla del cambio, es la de toda labor interesada, no la del esfuerzo desinteresado que exigiría como hipótesis a la virtud. En las relaciones sociales, hay y debe haber una cierta tarifa de las acciones, no de las intenciones; todos velamos porque esta tarifa sea observada, para que un comerciante que da mercadería falsificada o un ciudadano que no cumple su deber cívico, no reciban en cambio la cantidad normal de dinero o de reputación. Nada mejor; pero, ¿cómo valuar la virtud que sería verdaderamente moral? Allí donde ya no se consideran los contratos económicos y los cambios materiales, sino la voluntad en sí misma, esta ley pierde todo su valor. La justicia distributiva es, pues, en lo que tiene de plausible, una regla puramente social, puramente utilitaria y que carece de sentido fuera de una sociedad cualquiera. La sociedad reposa por completo en el principio de reciprocidad, que es decir, que, si se produce en ella el bien o lo útil, se aguarda el bien en cambio, y si se produce lo perjudicial es eso mismo lo que se espera; de esta reciprocidad completamente mecánica, y que se halla tanto en el cuerpo social como en los otros organismos, resulta una proporcionalidad grosera entre el bien sensible de un individuo y el bien sensible de los otros, una solidaridad mutua, que toma la forma de una especie de justicia distributiva; pero, una vez más, en lugar de una equidad moral de distribución, hay aquí más bien un equilibrio natural. El bien no recompensado, no valuado, por así decirlo, en su verdadero precio, el mal no castigado, nos disgustan simplemente como una cosa antisocial, como una monstruosidad económica y política, como una relación perjudicial entre los seres; pero, desde un punto de vista moral, no es ya así.

En el fondo, el principio: A cada uno de acuerdo a sus obras, es una excelente fórmula social de estímulo para el trabajador o el agente moral; le impone como ideal una especie de trabajo a destajo que es siempre mucho más productivo que el trabajo a jornal, y, sobre todo, que el trabajo a la intención; es una regla eminentemente práctica, no una sanción. El carácter esencial de una verdadera sanción moral sería, en efecto, el de no constituir jamás un fin, un objeto; el niño que repite correctamente su lección con el simple objeto de recibir confites de inmediato, ya no los merece, desde el punto de vista moral, precisamente porque los ha tomado como fin. La sanción debe, pues, hallarse completamente afuera de las regiones de la finalidad, con mayor razón de las de la utilidad; su pretensión es alcanzar a la voluntad como causa, sin querer dirigirla de acuerdo a un fin. Ningún artificio puede tampoco transformar al principio práctico de la justicia social: Esperad recibir de los hombres en proporción a lo que les deis, en este principio metafísico: Si la causa misteriosa que obra en vosotros es buena en sí misma y por sí misma, produciremos un efecto agradable en vuestra sensibilidad; si es mala, haremos sufrir a vuestra sensibilidad. La primera fórmula -proporcionalidad de los cambios- era racional, porque constituía un móvil práctico para la voluntad y alcanzaba al porvenir: la segunda, que no contiene ningún motivo de acción, y que, por un efecto retroactivo, recae sobre el pasado en lugar de modificar el porvenir, es prácticamente estéril y moralmente vacía. La noción de justicia distributiva sólo tiene, pues, valor, en tanto expresa un ideal completamente social, cuya realización tienden a producir las leyes económicas por sí mismas; se convierte en inmoral si, dándole un carácter absoluto y metafísico, se quiere hacer de ella el principio de un castigo o de una recompensa.

Nada más racional que la virtud tenga a su favor el juicio moral de todos los seres y el crimen lo tenga en contra; pero ese juicio no puede salir de los límites del mundo moral para transformarse en la menor acción coercitiva y aflictiva. Esta afirmación: -Eres bueno, eres malo-, nunca podrá convertirse en esta otra: -Es necesario hacerte gozar o sufrir. – El culpable no podría llegar a tener el privilegio de forzar al hombre de bien a hacerle mal. El vicio como la virtud no son, pues, responsables más que ante sí mismos y, cuando más, ante la conciencia ajena; después de todo, el vicio y la virtud son sólo formas que toma la voluntad y sobre las cuales subsiste siempre la voluntad misma, cuya naturaleza parece consistir en aspirar a la felicidad. No se comprende por qué ese deseo eterno no ha de ser satisfecho en todos. Las bestias feroces humanas deben ser, en absoluto, tratadas con indulgencia y piedad como todos los demás seres; poco importa que se considere su ferocidad como fatal o como libre; moralmente, son siempre dignas de compasión; ¿por qué se ha de querer que lleguen a serlo físicamente? Enseñaban a una niña una gran imagen coloreada que representaba algunos mártires; en la arena leones y tigres se saciaban de sangre humana; separado otro tigre que había quedado en la jaula miraba con aire de tristeza. ¿No compadeces a esos pobres mártires? – preguntaron a la niña. ¿Y ese pobre tigre que no tiene ningún cristiano para comer? – repuso ella. Un sabio desprovisto de todo prejuicio sentiría, seguramente, piedad por los mártires, pero eso no le impediría experimentarla también por el tigre hambriento. Se conoce la leyenda hindú, según la cual Buda dio su propio cuerpo como alimento a una fiera que se moría de hambre. Es ésa la piedad suprema, la única que no encierra ninguna injusticia oculta. Una conducta tal, absurda desde el punto de vista práctico y social, es la única legítima desde el punto de vista de la moralidad pura. Es preciso reemplazar la justicia estrecha y completamente humana, que rehúsa el bien a quien es ya bastante desdichado como para ser culpable, por otra más amplia que dé a todos el bien, y que ignore, no solamente con cual mano lo da, sino también cual lo recibe.

Esta especie de derecho a la felicidad que se reserva únicamente para el hombre de bien, que debería tener como correlativo un verdadero derecho a la desgracia para todos los seres inferiores, es un vestigio de los antiguos prejuicios aristocráticos (en el sentido etimológico de la palabra). La razón puede .complacerse en suponer un cierto lazo entre la sensibilidad y la dicha, porque todo ser sensible desea el goce y odia la pena por su misma naturaleza y definición. La razón puede también imaginar un lazo entre toda voluntad y la felicidad, porque todo ser capaz de voluntad, aspira espontáneamente a sentirse dichoso. Las diferencias entre las voluntades no se introducen más que cuando se trata de elegir los caminos y los medios para alcanzar la felicidad; ciertos hombres creen incompatible su dicha con la ajena; ciertos otros buscan su felicidad en la de los demás: he aquí lo que distingue a los buenos de los malos. A esta divergencia en la dirección de tal o cual voluntad, correspondería, según la moral ortodoxa, una diferencia esencial en su naturaleza misma, en la causa profunda e independiente que pone en manifiesto exteriormente; sea, pero esa diferencia no puede hacer desaparecer la relación permanente entre la voluntad y la dicha. Los culpables conservan hoy mismo, ante nuestras leyes un cierto número de derechos; conservan todos esos derechos en lo absoluto (para quien admite un absoluto); por lo mismo que un hombre no puede venderse a sí mismo como esclavo, no puede tampoco desprenderse él mismo de esa especie de derecho natural que todo ser sensible cree poseer a la felicidad final. Mientras los seres libre o fatalmente malos persistan en querer la felicidad, no veo que razón se puede invocar para quitársela. -Existe -diréis- la razón suficiente por sí sola de que son malos. -¿Es, pues, solamente para hacerlos mejores. que habéis recurrido al sufrimiento? No; eso no es para vosotros más que un fin secundario, que podría ser alcanzado por otros medios; vuestro objeto principal es producir en ellos la expiación, es decir la desdicha sin utilidad y sin objeto. ¡Como si no fuese suficiente para ellos con ser malos! Nuestros moralistas están todavía respecto a esto de acuerdo a la arbitraria distribución que parece admitir el evangelio: A los que ya tienen les será dado todavía, y a los que no tienen nada les será quitado hasta lo poco que poseen. La idea cristiana de gracia sería, sin embargo, aceptable con una condición: la de ser universalizada, extendida a todos los hombres y a todos los seres; se haría así de ella, en lugar de una gracia, una especie de deuda divina; pero lo que lastima profundamente en toda moral más o menos similar al cristianismo, es la idea de una elección, de un favor, de una distribución de la gracia. Un dios no tiene que escoger entre los seres para ver a quienes quiere hacer finalmente felices; hasta un legislador humano si pretendiese dar un valor absoluto y verdaderamente divino a sus leyes, se vería también forzado a renunciar a todo lo que sea semejante a una elección, una preferencia, una pretendida distribución y sanción. Todo don parcial es también necesariamente parcial y en la Tierra, como en el cielo, no puede existir el favor.

 

 

 


Notas: 

Segunda edición cibernética, enero del 2003 Captura y diseño: Chantal López y Omar Cortés

Nueva digitalización desde la página www.antorcha.net Junio de 2009, para formato .pdf, por R.M.

[4] Janet, Tratado de filosofa, pág. 707: La primera ley del orden, había dicho V. Cousin, es ser fiel a la virtud; si se falta a ella, la segunda ley del orden es expiar la falta mediante el castigo … En la inteligencia, a la idea de injusticia corresponde la de pena. Dos de los filósofos que más han protestado en Francia contra la doctrina de que las leyes sociales han de ser expiatorias y no simplemente defensivas, Franck y Renouvier, parecen sin embargo, admitir como evidente el principio de una remuneración unida a la ley moral. No se trata de saber, dice Franck, si el mal merece ser castigado, porque esta proposición es evidente por si misma. (Filosofía del derecho penal, pág. 79). Seria ir contra la naturaleza de las cosas, dice Renouvier, exigir que la virtud no espere ninguna remuneración. (Ciencia de la moral, pág. 286). Caro, va más lejos, y, en dos capitulps de los Problemas de moral social, apoyándose en Broglie, se esfuerza por mantener a la vez el derecho moral y el derecho social de castigar a los

[5] Marion, Lecciones de moral, pág.

[6] Uno de los principales representantes franceses de la moral del deber, Renouvier, después de haber criticado la idea vulgar del castigo, ha hecho, sin embargo, grandes esfuerzos para salvar el principio del talión, interpretándolo en mejor sentido. Tomado en sí mismo y como expresión de un sentimiento del alma ante el crimen, el talión estaría lejos de merecer el desprecio o la indignación con que lo abruman publicistas cuyas teorías penales están con frecuencia, en estricta justicia, peor fundadas. (Ciencia de la moral, tomo II, pág. 296). Según Renouvier, no estaría mal que el culpable sufriese el efecto de su máxima erigida en regla general; lo que es irrealizable es la equivalencia matemática que el talión presupone entre la pena y el delito. Pero responderemos que si esta equivalencia fuese realizable, el talión no sería por ello más justo, porque, diga lo que quiera Renouvier, no podemos erigir en ley general la máxima y la intención moral del que ha provocado el talión, no podemos tampoco erigir en ley general la máxima de la venganza, que devuelve los golpes recibidos; no podríamos generalizar más que el mal físico y el efecto doloroso, pero la generalización de un mal es moralmente, en sí misma, un mal; no quedan, pues, más que razones personales o sociales, de defensa, de precaución o de utilidad.

De acuerdo con Renouvier, el talión, una vez purificado, puede expresarse en esta fórmula que declara aceptable: Todo el que haya violado la libertad ajena, ha merecido sufrir en la suya. Pero esta fórmula misma, es, de acuerdo a nosotros, inadmisible desde el punto de vista de la generalización kantiana de las intenciones. De ninguna forma se debe hacer sufrir al culpable ni restringir su libertad por el hecho de que, en el pasado, haya violado la libertad ajena, sino porque es capaz de violarla nuevamente; no se puede, pues, decir de ningún acto pasado que merezca pena, y la pena sólo se justifica como previsión contra actos semejantes en el futuro; no se aplica a las realidades, sino a simples posibilidades que se esfuerza por modificar. Si el culpable se exilase libremente en una isla desierta de la que el retorno le fuera imposible. la sociedad humana (y, en general, toda sociedad de seres morales), se encontraría desarmada contra él; ninguna ley moral podría exigir que sufriese en su libertad por haber violado la de los otros.

 

 


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