Esbozos de una moral sin sanción ni obligación, de Jean-Marie Guyau – PARTE 3

INDICE de CAPITULOS  «ESBOZOS DE UNA MORAL SIN SANCIóN NI OBLIGACIóN», J. M. Guyau

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Esbozos de una moral sin sanción ni obligación

Jean-Marie Guyau

PARTE 3

 

Capítulo II.

Moral de la certidumbre práctica.

Moral de la fe. 

Moral de la duda 

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CAPITULO SEGUNDO 

MORAL DE LA CERTIDUMBRE PRACTICA 

La moral de la certidumbre práctica es aquella que admite que nos hallamos en posesión de una ley moral verdadera, absoluta, apodíctica e imperativa. Unos se representan esta ley como encerrando una materia, un bien en sí que aprendemos mediante la intuición y cuyo valor es, para nuestra razón, superior a todo. Otros, con Kant, la suponen puramente formal, y sin que contenga en sí misma ninguna materia, ningún bien en sí, ningún fin determinado, sino solamente un carácter de universalidad que permite distinguir los fines conformes o no conformes a la ley. Así, de acuerdo a los intuicioncitas, aprendemos mediante una intuición inmediata el valor y la dignidad de las acciones, de las facultades, de las virtudes, como la templanza, el pudor, etc. Según los kantianos, por el contrario, el carácter moral de una acción, sólo está probado, cuando se puede generalizar la máxima de esta acción y mostrar así su naturaleza desinteresada.

 

El viejo argumento escéptico acerca de las contradicciones de los juicios morales, su relatividad, su incertidumbre, vale, más que nada, contra la primera concepción de la certidumbre moral. Este argumento ejerce una influencia disolvente sobre la concepción misma de la ley, en lo referente a las imposiciones absolutas de realizar tal o cual acto, tal o cual virtud. Es difícil permanecer fiel a los ritos de una religión absolutista, cuando esos ritos comienzan a parecer soberanamente indiferentes y cuando ya no se cree en el dios particular que ella adora.

 

El viejo argumento escéptico acerca de las contradicciones de los juicios morales, su relatividad, su incertidumbre, vale, más que nada, contra la primera concepción de la certidumbre moral. Este argumento ejerce una influencia disolvente sobre la concepción misma de la ley, en lo referente a las imposiciones absolutas de realizar tal o cual acto, tal o cual virtud. Es difícil permanecer fiel a los ritos de una religión absolutista, cuando esos ritos comienzan a parecer soberanamente indiferentes y cuando ya no se cree en el dios particular que ella adora.

El problema planteado por Darwin acerca de la variabilidad del deber, no deja, pues, de ser inquietante para todo el que admite un bien absoluto, imperativo, cierto, universal.

¿Cambiaría absolutamente para nosotros la fórmula del deber si fuésemos descendientes de las abejas?

Hay en toda sociedad trabajos de diversas clases y que, en general, suponen  una división de la tarea común, gremios de trabajadores; ahora bien, de un gremio a otro, los deberes pueden cambiar mucho, y llegar a ser tan extraños como lo sería la moral de los hombres abejas. Existen, aun en nuestra sociedad actual, seres neutros como entre las abejas y las hormigas; tales son los sacerdotes, cuya moral no estaba en la edad media, ni quizás lo está absolutamente aún ahora, de acuerdo con la del resto de la sociedad. Bajo el reinado de Carlos VII, se realizó un acto similar al exterminio de los machos después de la fecundación: exterminaron las compañías mercenarias que se habían vuelto inútiles; se creía hacer bien. En el planeta Marte, podrían existir gremios de trabajadores completamente diferentes de los nuestros, que tuviesen deberes recíprocos muy contrarios a los nuestros, pero impuestos por una obligación igualmente categórica en la forma. En nuestra Tierra misma, vemos a menudo producirse un cambio en la dirección de la conciencia. Hay casos en que el individuo experimenta contrariamente un sentimiento de obligación, sintiéndose obligado hacia lo que ordinariamente se considera como actos inmorales. Entre gran cantidad de ejemplos, citemos la observación de Darwin respecto a la concepción de ciertos deberes en Australia. Los australianos atribuyen la muerte de uno de los suyos a un maleficio lanzado por alguna tribu vecina; de la misma forma consideran una obligación sagrada, vengar la muerte de todo pariente yendo a matar a un miembro de las tribus vecinas.

El doctor Laudor, magistrado en Australia occidental, cuenta que un indígena empleado en su granja perdió una de sus mujeres a consecuencia de una enfermedad; anunció al doctor su intención de partir de viaje con el objeto de ir a matar una mujer en una tribu alejada. Le respondí que, si cometía ese acto, lo metería en la cárcel para toda su vida. Entonces no partió, y se quedó en la granja. Pero, de mes en mes, decaía: el remordimiento lo atormentaba; no podía comer ni dormir; el espíritu de su mujer se le aparecía, le reprochaba su negligencia. Un día desapareció; al cabo de un año volvió en perfecto estado de salud: había cumplido su deber. Se ve, por consiguiente, extenderse hasta los actos malos o simplemente instintivos un sentimiento que es, más o menos, análogo al de la obligación moral. Los ladrones y los asesinos pueden tener el sentimiento del deber profesional, los animales pueden experimentarlo vagamente. El sentimiento de que debe hacer una cosa, penetra tan profundamente en toda la creación como lo hacen la conciencia y el movimiento voluntario.

Se sabe lo que ocurrió a A. de Musset en su juventud (se cuenta el mismo caso de Merimée). Un día en que, después de haber sido severamente reprendido por una travesura infantil, se marchaba llorando, muy arrepentido, oyó a sus padres, a través de la puerta, que decían: El pobre niño se cree muy criminal. El pensamiento de que su falta no tenía nada de serio y que sus remordimientos eran una chiquillada, lo hirió vivamente. Ese pequeño hecho se grabó en su memoria para no borrarse jamás. Lo mismo le ocurre hoy a la Humanidad; si llega a imaginarse que su ideal moral es infantil, variable según el capricho de las costumbres, que el fin y la materia de gran cantidad de deberes son pueriles, supersticiosos, se verá obligada a reírse de sí misma, a no poner más en la acción esa seriedad sin la cual desaparece el deber absoluto. Es una de las razones por las que el sentimiento de obligación pierde, en nuestros días, su carácter sagrado. Lo vemos aplicarse a demasiados objetos, hablar a demasiados seres indignos -quizás a los mismos animales. Esta variabilidad de los objetos del deber, prueba el error de toda moral intuicionista, que pretende poseer absolutamente una materia inmutable del bien. Esta moral, que fue adoptada en otro tiempo por V. Cousin, los escoceses y los eclécticos, se puede considerar como insostenible en el estado actual de la ciencia.

Queda la moral normal y subjetiva de los kantianos, que no admite otro absoluto que el imperativo y mira como secundaria a la idea que resulta de su objeto y de su aplicación. Contra una moral de ese género, toda objeción deducida de los hechos parece perder su valor. ¿No se puede responder siempre distinguiendo la intención del acto? Si el acto es prácticamente perjudicial, la intención ha podido ser moralmente desinteresada, y eso es todo lo que exige la moral de Kant. Se plantea solamente un nuevo problema: ¿Va  unido a la buena intención, como lo quiere Kant, un sentimiento de obligación verdaderamente suprasensible y supraintelectual?

 

Si se considera el sentimiento de obligación exclusivamente desde el punto de vista de la dinámica mental, se liga al sentimiento de una resistencia que experimenta el ser siempre que quiera tomar tal o cual dirección. Esta resistencia, que es de naturaleza sensible, no puede provenir de nuestra relación con una ley moral que, por hipótesis, sería absolutamente inteligible e intemporal; procede de nuestra relación con las leyes naturales y empíricas. El sentimiento de obligación no es, entonces, propiamente moral, es sensible.

 

Si se considera el sentimiento de obligación exclusivamente desde el punto de vista de la dinámica mental, se liga al sentimiento de una resistencia que experimenta el ser siempre que quiera tomar tal o cual dirección. Esta resistencia, que es de naturaleza sensible, no puede provenir de nuestra relación con una ley moral que, por hipótesis, sería absolutamente inteligible e intemporal; procede de nuestra relación con las leyes naturales y empíricas. El sentimiento de obligación no es, entonces, propiamente moral, es sensible. El mismo Kant se ve obligado a convenir que el sentimiento moral es, como cualquier otro, patológico; solamente que cree que ese sentimiento es excitado por la sola forma de la ley moral, haciendo abstracción de su materia; de ahí resulta a sus ojos ese misterio que él confiesa: una ley inteligible y sobrenatural que sin embargo, produce un sentimiento patológico y natural, el respeto. Es absolutamente imposible comprender a priori como una idea pura, que no contiene en sí misma nada sensible, produce un sentimiento de placer o de pena ...; es absolutamente imposible para nosotros los hombres, explicar por qué y cómo la universalidad de una máxima como tal, y por consecuencia la moralidad, nos interesa. Habría, pues, aquí mucho misterio; la proyección de la moralidad en el dominio de la sensibilidad bajo la forma de sentimiento moral, se produciría sin causa (por qué) posible, y Kant, sin embargo, afirma que es evidente a priori. Estamos obligados, dice, a conformarnos con poder todavía ver a priori que ese sentimiento (producido por una idea pura), está inseparablemente ligado a la representación de la ley moral en todo ser racional finito (1). La verdad, creemos nosotros, es que a priori no percibimos realmente ninguna razón, para unir un placer o una pena sensibles a una ley que, por hipótesis, sería suprasensible y heterogénea con la naturaleza. El sentimiento moral no se puede explicar racionalmente y a priori. Además es imposible tomar del acto, la conciencia humana, el respeto para una forma pura. Ante todo, un deber indeterminado y puramente formal no existe: evidentemente, no podemos ver aparecer el sentimiento de la obligación más que cuando hay una materia para el deber, y los kantianos mismos se ven obligados a reconocerlo. El deber, pues, no está nunca asegurado en la conciencia, más que en cuanto se aplica a un contenido, del cual no se lo puede separar; no hay deber independientemente de la cosa debida, de la representación de la acción. Mucho más: no hay deber sino hacia alguien; los teólogos sólo se equivocaban a medias al representar al deber como dirigiéndose a la voluntad divina: al menos se sentía a alguien atrás. El sentimiento de obligación, ahora, en esta síntesis realmente indisoluble de la materia y la forma, ¿no se liga, sin embargo, más que a la forma? -Creemos, de acuerdo a la experiencia, que el sentimiento de obligación no está ligado a la representación de  la ley como ley formal, sino en razón de su materia sensible y de su fin. La ley como tal no tiene nada de aprehensible para el pensamiento, más que su universalidad; pero a este precepto: obra de tal forma que tu máxima pueda convertirse en ley universal, no se agregará ningún sentimiento de obligación, en tanto no se trate de alguna cuestión de la vida social y de las obligaciones profundas que despierta en nosotros, en tanto no concebimos la universalidad de alguna cosa, de algún fin, de algún bien que sea el objeto de un sentimiento. Lo universal para lo universal sólo puede producir una satisfacción lógica, que es todavía una satisfacción del instinto lógico en el hombre, y este instinto lógico es una tendencia natural, una expresión de la vida en su forma superior, o sea la inteligencia, amiga del orden, de la simetría, de la similitud, de la unidad en la variedad, de la ley, y, consecuentemente, de la universalidad-. ¿Se dirá que la forma universal, tiene en sí misma, como último contenido, la voluntad, el querer puro? -La reducción del deber a una voluntad de la ley que fuese aún por sí misma una voluntad puramente formal, lejos de fundar la moralidad, nos parece producir un efecto disolvente sobre esta misma voluntad. No se puede querer una acción en vista de una ley, cuando esta ley no se funda en valor práctico y lógico de la acción misma. La antigua doctrina da Ariston, por ejemplo, no admitía ninguna diferencia de valor, ninguna gradación de las cosas; pero un ser humano no se resignará jamás a perseguir un fin diciéndose que ese fin es, en el fondo, indiferente, y que sólo su voluntad de perseguirlo tiene un valor moral: esta voluntad se desvanecerá de inmediato y la indiferencia pasará de los objetos a ella misma. El hombre tiene siempre necesidad de creer que hay algo bueno, no solamente en la intención, sino también en la acción. Es cosa desmoralizadora la concepción de una moralidad exclusivamente formal, separada de todo; es análogo a ese trabajo que se hace realizar a los prisioneros en las cárceles inglesas, y que no tiene objeto. ¡Hacer girar una manivela por hacerla girar! No hay quien se resigne a ello. Es preciso que la inteligencia apruebe el imperativo y que un sentimiento se una a su objeto. 

 

 

Recientemente, una niña a quien su madre había confiado una moneda de cinco céntimos para hacer una compra, fue aplastada en la calle. No dejó su moneda; al reaccionar de un desvanecimiento, moribunda, abrió su mano muy apretada y tendió a su madre la humilde moneda cuyo escaso valor no se imaginaba, diciéndole: No la be perdido. Es una puerilidad sublime: para esta criatura, la vida tenía menos importancia que esa moneda que le había sido confiada. Y bien, cualquiera que sea el mérito moral que un estoico o un kantiano puede descubrir con razón en este rasgo, será absolutamente incapaz de imitarlo, filósofo y conocedor del valor de un óbolo, le faltará la fe -quizás no la fe en su mérito posible, pero sí en la moneda de cinco céntimos.

En el mérito moral, es preciso, pues, transformar absolutamente ante los propios ojos la materia de la acción meritoria, atribuirle a menudo un valor superior a su valor real. Es necesario una comparación no solamente entre la voluntad y la ley, sino también entre  el esfuerzo moral y el precio del fin que persigue. Si el mismo mérito nos parece aún bueno, cualquiera que sea el objeto, es porque vemos allí una fuerza capaz de aplicarse  a un objeto superior; vemos una reserva de fuerza viva que es siempre preciosa, basta cuando esta fuerza, en la especie, puede ser mal empleada. Lo que aprobamos en el empleo actual, es, pues, el empleo posible; pero es siempre el empleo, y no la fuerza por la fuerza, la voluntad por la voluntad. El águila, al elevarse hasta el sol, acaba por ver nivelarse todas las cosas sobre la Tierra; supongamos que, desde un punto de vista suficientemente alto, viéramos nivelarse en el universo todas nuestras acciones: gran número de intereses y desintereses humanos nos parecerían entonces igualmente cándidos; su objeto no nos resultaría superior a la moneda de la niña. A pesar de Zenón y Kant, no tendríamos ya más el coraje de querer y de merecer: no se quiere por querer y en balde.

Es, pues, muy difícil admitir que el deber, variable e incierto en todas sus aplicaciones, permanezca cierto y apodíctico en su forma, en la universalidad para la universalidad o, si se prefiere, en la voluntad para la voluntad, en la voluntad como fin en sí. El sentimiento que, según Kant, se agrega ya sea a la razón pura o a la voluntad pura, es el interés completamente natural que ponemos en nuestras facultades o funciones superiores, en nuestra vida intelectual: no podemos ser indiferentes al racional ejercicio de nuestra razón, que, después de todo, es un instinto más complejo, ni al ejercicio de la voluntad, que es finalmente una fuerza más rica y una virtualidad de efectos presentidos en su causa. El árbol, es precioso para nosotros porque pensamos en sus variados frutos; a menos que no nos parezca ya el árbol precioso por sí mismo, pero entonces aparece ya él como una producción, una obra, un fruto viviente; satisface ciertas tendencias nuestras, nuestro amor a la unidad en la variedad, nuestro instinto estético. Todos esos elementos, lo agradable, lo bello, lo útil, se vuelven a hallar en la impresión producida por la razón pura o la voluntad pura. Si la pureza fuese llevada hasta el extremo, resultaría de ello la diferencia sensible e intelectual, de ninguna forma ese estado determinado de la inteligencia y la sensibilidad que se llama afirmación de una ley y el respeto a una ley: no habría nada a que pudiera asirse nuestro juicio y nuestro sentimiento.

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I. Moral de la fe

Después del dogmatismo moral de Kant, para quien la forma de la leyes apodícticamente cierta y práctica por sí misma, hallamos un kantismo alterado que hace del deber mismo un objeto de la fe moral, no ya de certidumbre. Kant recién hacía comenzar la fe con los postulados que siguen a la afirmación cierta del deber; hoy se la ha hecho remontar hasta el deber mismo.

Si, en nuestros días, la fe religiosa propiamente dicha tiende a desaparecer, está reemplazada en gran cantidad de espíritus por una fe moral. Lo absoluto se ha desplazado, ha pasado del dominio de la religión al de la ética; pero no ha perdido allí todavía nada del poder que ejerce sobre el espíritu humano. Sigue siendo capaz de sublevar a las masas, un ejemplo de ello se ha visto en la revolución francesa; puede provocar el más generoso entusiasmo; puede producir también cierta especie de fanatismo, mucho menos peligroso que el fanatismo religioso, pero que, sin embargo, tiene sus inconvenientes. En el fondo, no hay diferencia esencial entre la fe moral y la religiosa; se contienen mutuamente; pero, no obstante el prejuicio contrario, demasiado generalizado aún en nuestros días, la fe moral tiene un carácter más primitivo y universal que la otra. Si la idea de dios ha tenido siempre un valor metafísico y una utilidad práctica, ha sido porque aparecía como uniendo la fuerza y la justicia; en el fondo, la afirmación reflexiva de la divinidad contenía esta otra: la fuerza suprema es la fuerza moral. Si no adoramos ya a los dioses de nuestros antepasados, los Júpiter, los Jehová, los Jesús mismo, es, entre otras razones, porque nos encontramos moralmente, en muchos aspectos, superiores a ellos; juzgamos a nuestros dioses, y, al negarlos, no hacemos, a menudo, más que condenarlos moralmente. La irreligión que parece dominar en nuestros días es, pues, en muchos aspectos; el triunfo, al menos provisorio, de una religión más digna de ese nombre, de una fe más pura. Al convertirse en exclusivamente moral, la fe no se altera; por el contrario, se despoja de todo elemento extraño. Las antiguas religiones, no hacían sólo un llamado a la creencia interior, invocaban el temor, la engañosa evidencia del milagro y la revelación; pretendían apoyarse sobre algo positivo, sensible, grosero. Todos esos medios de ganar, de estafar la confianza, como diría Montaigne, han llegado a ser ahora inútiles. Todo se simplifica. Esta fórmula que ha tenido tanta influencia en el mundo: es un deber creer en un dios, viene a convertirse en esta otra que presuponía: es un deber creer en el deber. Así ha sido hallada la expresión simple y definitiva de la ley, y, al mismo tiempo, se ha fundado una nueva religión. Al perder sus ídolos los templos, la fe se refugia en el santuario de la conciencia. El Gran Pan, Dios-naturaleza, ha muerto; Jesús, Dios-humanidad ha muerto; queda el dios interior e ideal, el Deber, que, quizás, está también destinado a morir un día.

 

La irreligión que parece dominar en nuestros días es, pues, en muchos aspectos; el triunfo, al menos provisorio, de una religión más digna de ese nombre, de una fe más pura. Al convertirse en exclusivamente moral, la fe no se altera; por el contrario, se despoja de todo elemento extraño. Las antiguas religiones, no hacían sólo un llamado a la creencia interior, invocaban el temor, la engañosa evidencia del milagro y la revelación; pretendían apoyarse sobre algo positivo, sensible, grosero. Todos esos medios de ganar, de estafar la confianza, como diría Montaigne, han llegado a ser ahora inútiles. Todo se simplifica. Esta fórmula que ha tenido tanta influencia en el mundo: es un deber creer en un dios, viene a convertirse en esta otra que presuponía: es un deber creer en el deber. Así ha sido hallada la expresión simple y definitiva de la ley, y, al mismo tiempo, se ha fundado una nueva religión. Al perder sus ídolos los templos, la fe se refugia en el santuario de la conciencia. El Gran Pan, Dios-naturaleza, ha muerto; Jesús, Dios-humanidad ha muerto; queda el dios interior e ideal, el Deber, que, quizás, está también destinado a morir un día.

 

Si tratamos de analizar esta fe en el deber, tal como se manifiesta en los discípulos de Kant y aún en los Jouffroy, notamos muchas observaciones diferentes, aunque ligadas entre sí, que por otra parte se encuentran en toda clase de fe y constituyen los caracteres distintivos de la religión con respecto a la ciencia: 1) Afirmación plena y completa de una cosa que no puede ser objeto de una prueba positiva (el deber, con la libertad moral como principio y con todas sus consecuencias); 2) Otra afirmación que corrobora a la primera, a saber: que es moralmente mejor creer en esta cosa que creer en otra o en nada; 3) Nueva afirmación por la que se coloca la creencia por sobre la discusión, porque sería inmoral dudar un instante entre lo mejor y lo menos bueno. Al mismo tiempo, se declara inmutable la creencia porque está por encima de toda discusión. La fe moral así definida reposa en este postulado: hay principios que es preciso afirmar no porque estén lógicamente demostrados o sean materialmente evidentes, sino porque son moralmente buenos; en otros términos, el bien es un criterio de verdad objetiva. Tal es, en el fondo, el postulado que contiene la moral de los neo-kantianos como Renouvier y Secretan.

 

 

Para justificar ese postulado, se hace notar que lo característico del bien es aparecer como inviolable, no solamente para tal acción, sino para el pensamiento mismo: ¿No es una injusticia, no sólo ejecutar el mal, sino hasta pensarlo? Ahora bien, se piensa en el mal a partir del momento en que se duda del bien. Es preciso, pues, creer en el bien más que en ninguna otra cosa, no porque sea más evidente que el resto, sino porque no creer en él sería cometer una mala acción. Entre una proposición simplemente lógica y su contraria se plantea siempre una alternativa: el espíritu permanece libre entre las dos, y elige; aquí la alternativa está suprimida; la elección sería una falta. Lo verdadero no puede ser buscado indiferentemente en ambos lados. Todo problema desaparece, porque un problema implicaría múltiples soluciones que exigen comprobación; ahora bien, el deber no se verifica; hay preguntas que uno no debe dirigirse a sí mismo; hay cuestiones que no es preciso plantear. ¿En qué se convertirían, por ejemplo, las doctrinas de los moralistas utilitarios, de los evolucionistas, de los partidarios de Darwin, frente a la fe en el deber absoluto? Son rechazadas con toda la energía posible, a veces, sin ser siquiera seriamente examinadas. La conciencia moral se pone siempre de una parte; representa en el alma humana el partido ciegamente conservador. Un creyente verdaderamente convencido no querrá jamás plantearse a sí mismo esta cuestión. ¿Es el deber sólo una generalización empírica? Le parecerá que eso sería poner en duda su conciencia de hombre honrado; dirá de antemano que la ciencia es impotente para tratar ese problema. El espíritu científico, que está siempre dispuesto a examinar el pro y el contra, que ve por todos lados un doble camino, una doble salida para el pensamiento, debe, pues, hacer lugar para el creyente a un espíritu completamente distinto: para él, el deber es en sí sagrado y ordena con tal fuerza que el mismo pensador no puede hacer otra cosa que obedecer. La fe en el deber se coloca, pues, una vez más, sobre la región en que se mueven la ciencia y la naturaleza misma; aquel que cree en el deber es siempre tal como lo cantaba Horacio: Impavidum ferient ruinae. La fe moral se hallaría así salvaguardada por su esencia misma, que consiste en obligar al individuo a inclinarse ante ella.

La fe moral, cuando se la ataca, trata, sin embargo, de apoyarse en diversos motivos: los motivos más superficiales, invocan una especie de evidencia interior, otros un deber moral, otros una necesidad social.

1) Existe, desde luego la evidencia interior,  el oráculo de la conciencia, que no admite réplica ni duda; sentimos al deber hablar en nosotros como si fuese una voz; creemos en el deber como en algo que vive y palpita en nosotros, como una parte de nosotros, mucho más: como en lo mejor de nosotros. Hace pocos años todavía, los escoceses y los eclécticos habían tratado de fundar una filosofía en el sentido común, es decir, en el fondo, en el prejuicio. Esta filosofía de apariencia, ha sido enérgicamente combatida por los neo-kantianos; sin embargo, todo su sistema reposa también en un simple hecho de sentido común, en la simple creencia de que el impulso llamado deber es otro orden distinto al de los impulsos naturales. Esas frases que aparecen con tanta frecuencia en Cousin y sus discípulos y que hoy día nos hacen sonreír un poco: la conciencia proclama, la evidencia demuestra, el buen sentido quiere prueban mucho menos por sí mismas y en su generalidad que estas otras: el deber manda, la ley moral exige, etc. Esta evidencia interior del deber no prueba nada. La evidencia es un estado subjetivo, del que, a menudo, se puede dar cuenta mediante razones subjetivas también. La verdad, no es solamente lo que se siente o lo que se ve, es lo que se explica, lo que se relaciona. La verdad es una síntesis: es eso lo que la distingue de la sensación, del hecho tosco; es un manojo de hechos. No extrae su evidencia y su prueba de un simple estado de conciencia, sino del conjunto de los fenómenos que se juntan y se sostienen recíprocamente. Una piedra no puede formar una bóveda, ni dos; son necesarias muchas; es preciso que se apoyen unas sobre las otras; y cuando arranquéis algunas piedras de la bóveda construida, todo se hundirá: la verdad es así; consiste en una solidaridad de todas las cosas. No basta que una cosa sea evidente, es preciso que pueda ser explicada para adquirir un carácter verdaderamente científico.

2) En cuanto al deber de creer en el deber es una pura tautología o un círculo vicioso. Se podría decir también: es religioso creer en la religión, moral creer en la moral, etc.; sea, pero ¿qué se entiende por deber, por moral, por religión? ¿Es verdadero todo esto, es decir, corresponde a una realidad ? He aquí la cuestión, y es preciso examinarla bajo pena de girar eternamente en el mismo círculo. ¿En qué se convertiría el pretendido deber cuando yo creo que es mi libertad soberana y autónoma la que me ordena tal o cual acción, fuese el instinto hereditario, el hábito, la educación? ¿No soy, según la observación de Darwin, más que un perro corredor que ahuyenta la caza en lugar de detenerla? ¿No tiene mi deber más importancia, pese a que yo le acuerdo tanta, que la del deber del perro, guardando la proporción, de dar o retirar la pata? ¿Podéis permanecer indiferente a los análisis que la ciencia hace del objeto al cual se refiere vuestra fe?

Quizás es penoso para la ciencia fundar por su cuenta una ética en el sentido estricto de la palabra, pero puede destruir toda fe moral que se crea cierta y absoluta. Insuficiente a veces para edificar, posee una fuerza disolvente incalculable. Los partidarios de la fe moral ni siquiera hubieran probado todavía su tesis, si llegasen a demostrar que su ética es la más completa, la que mejor responde a todos los interrogantes del agente moral, la que menos tiene que temer a las excepciones, a las sutilezas de la casuística, la que puede llevar al agente moral, con la cabeza baja a los sacrificios más absolutos. Cuando los partidarios de la fe moral hubiesen demostrado todo eso, no tendrían aún nada hecho, no más que los partidarios de tal o cual religión, si pudiesen demostrar que la suya es la mejor; los apologistas que defienden un sistema particular de moral o religión no han probado jamás nada, porque existe siempre una cuestión que olvidan, y es la de saber si hay una religión cualquiera que sea verdadera, alguna moral que sea cierta.

Toda fe históricamente -cualquiera que sea el objeto al que se aplica- ha parecido siempre obligatoria al que la poseía. Es porque la fe marca cierta dirección habitual del espíritu, y se experimenta una resistencia cuando se quiere cambiar bruscamente esta dirección. La fe es un hábito adquirido y una especie de instinto intelectual que pesa sobre nosotros, nos sujeta y, en cierto sentido, produce un sentimiento de obligación.

Pero la fe no puede ejercer ninguna acción obligatoria sobre el que no la posee todavía: no se puede ser obligado a afirmar lo que, a la vez, no se sabe y no se cree. El deber de creer no existe, pues, más que para aquellos que ya creen: en otros términos, la fe, cuando se ha originado, produce como todo hábito potente y arraigado, el sentimiento de obligación que parece ser ajeno a ella; pero la obligación no precede a la fe, no la ordena, por lo menos cuando se habla racionalmente. Nunca se puede mandar a la razón más que en nombre de una ciencia o una creencia ya formada; creer fuera de lo que se sabe, no puede tener, por consiguiente, nada de obligatorio.

Por otra parte, una simple duda bastaría para desligar de una obligación que solo proviniese de la fe. Y esa duda, al tomar conciencia de sí misma, crearía un deber, el de la conciencia con ella, el de no truncar ciegamente un problema incierto, de no cerrar una cuestión abierta, de tal manera que al deber de creer en el deber que supone el que tiene la fe, se le puede oponer el deber de dudar del deber, que se impone al que niega. Si se puede decir que le fe obliga, digamos también que la duda obliga.

3) Se ha tratado aun de motivar la fe mediante la necesidad social, motivo bien exterior; yo creo en el deber, porque sin el deber la sociedad no podría subsistir. Es el mismo argumento de que se valen los que van a misa porque una religión es necesaria para el pueblo y hay que predicar con el ejemplo.

Hay en el fondo de la fe así entendida un cierto escepticismo. Tal marido, al tener sospechas, estima mejor no profundizarlas, prefiere la tranquilidad de la costumbre a la posible angustia de la verdad. De esta forma obramos a veces con la naturaleza: preferimos dejar engañarnos por ella y seguirla; le exigimos la paz moral antes que la verdad. Pero la verdad se abre siempre un camino en nosotros; se le puede aplicar lo que Cristo decía de sí mismo: He venido a traer la guerra a las almas.

Ese semiescepticismo de la fe, requiere y justifica las objeciones de un escepticismo más completo y más lógico. Necesidad, en general, no es verdad, dirán los escépticos; una necesidad interior puede ser una ilusión necesaria, con mayor razón una necesidad social. La moral práctica puede estar fundada en un sistema de errores útiles, que la moral teórica explica y corrige. Así, la óptica explica matemáticamente las ilusiones que explotan cada día la pintura, la arquitectura y todas las artes. El arte se halla en parte fundado en el error, lo emplea como un elemento indispensable: arte y artificio son la misma cosa. El arte constituye un término medio entre lo subjetivo y lo real; trabaja con métodos científicos para producir la ilusión, se sirve de la verdad para engañar y agradar al mismo tiempo; el espíritu despliega todas sus habilidades para seducir a los ojos.

¿Quién nos dice que la moralidad no es, de la misma forma, un arte bello y útil a la vez? Quizás nos encanta engañándonos también. El deber puede ser sólo un juego de colores interiores. Hay en los cuadros de Claude Lorraín perspectivas lejanas, puntos de vista que se pierden entre los árboles, que dan la idea de un infinito real -un infinito de algunos centímetros cuadrados.. Hay en nosotros mismos, perspectivas análogas que pueden ser sólo aparentes. En cuanto a la vida social, reposa en gran parte en el artificio; y por artificio no entendemos nada opuesto a la naturaleza. De ningún modo: nada nos engaña mejor que la naturaleza. En ella está el gran arte, es decir, el gran engaño, la conspiración inocente de todos contra uno. Las relaciones recíprocas de los seres son una serie de ilusiones: los ojos nos engañan, los oídos nos engañan, ¿por qué ha de ser  el corazón el único que no lo haga? La moral que trata de formar las relaciones más numerosas y más complejas que existen entre los seres de la naturaleza, está, quizás, fundada también sobre el número mayor de errores. Muchas creencias que la historia nos cita, y que han inspirado sacrificios, son comparables a esos mausoleos magníficos elevados en honor a un hombre: cuando se abren esas tumbas, no se encuentra nada; están vacías; pero su belleza sola basta para justificarlas, y, al pasar uno se inclina ante ellas. No se pregunta si el muerto desconocido merecía esos honores; se piensa que era amado, y este amor es el verdadero objeto de nuestro respeto. De esta forma, hay héroes a quienes la fe hace a menudo realizar grandes acciones por pequeñas causas. Son pródigos sublimes; esas prodigalidades han sido, sin duda, uno de los elementos indispensables del progreso.

La necesidad social de la moral y de la fe, agregarán los escépticos, puede ser sólo provisoria. Hubo un tiempo en que la religión era absolutamente necesaria: ya no lo es más, al menos, para un gran número de hombres. Dios se ha convertido, y se convertirá cada vez más, en inútil. ¿Quién sabe si no ocurrirá lo mismo con el imperativo categórico? Las primeras religiones fueron imperativas, despóticas, duras, inflexibles; eran disciplinas de hierro: Dios era un jefe violento y cruel, que mataba a sus súbditos a sangre y fuego: se doblaba la rodilla, se temblaba ante él. Ahora las religiones se dulcifican. En nuestros días; ¿quién cree en el infierno? Es un espantajo gastado. Parejamente se dulcifican las diversas morales. El mismo desinterés quizás no tenga siempre el mismo carácter de necesidad social que parece tener hoy día. Hace mucho tiempo que se ha notado la existencia de ilusiones provisoriamente útiles, supersticiones liberadoras. Si Decio no hubiera sido tan supersticioso como sus soldados, Si Codro hubiera sido librepensador, Atenas y Roma, hubiesen sido probablemente vencidas. Las religiones, que para el filósofo no son más que un conjunto de supersticiones organizadas y sistematizadas, están hechas también para un tiempo, para una época: sus dioses no son más que las diversas formas de una divinidad griega, la utilidad de un momento. La humanidad necesita adorar alguna cosa, y después quemar lo que ha adorado. Los espíritus más elevados, ahora, entre nosotros, adoran el deber. ¿No desaparecerá como los otros, este último culto, esta última superstición? El ídolo de bronce al cual sacrificaban sus hijos los cartagineses, es para nosotros un objeto de horror; quizás tenemos guardado en nuestro corazón algún ídolo de bronce a cuya dominación escaparán nuestros descendientes. En nuestro siglo se sospechó ya fuertemente del derecho, los socialistas han sostenido que no existía derecho contra la piedad, y en nuestros días es muy poco posible mantener el derecho, si no es a condición de darle una nueva extensión y confundirlo casi con el principio de fraternidad. Quizás, por una evolución contraria, el derecho deba transformarse y confundirse cada vez más con el desarrollo normal y regular del yo. ¿No hacemos todavía el deber a imagen de nuestra imperfecta sociedad? Nos lo imaginamos bañado en sangre y lágrimas. Esta noción aun bárbara, necesaria para nuestra época, está quizás destinada a desaparecer. El deber responderá entonces a una época de transición.

Tales son las dudas que un escéptico absoluto puede oponer a ese semiescepticismo oculto bajo la fe que invoca las necesidades sociales. La cuestión queda pendiente y la fe no puede surgir más que por una especie de apuesta. En efecto, la doctrina de la fe moral -del deber libremente aceptado por la voluntad, de la incertidumbre despejada mediante un golpe de energía interior- recuerda, como se ha dicho, la apuesta de Pascal. Únicamente que esa apuesta no puede tener ya móviles como los de Pascal. En nuestra época estamos seguros de que, si Dios existe, no es en absoluto el ser negativo y cruel que se imaginaba Port-Royal; su existencia sería necesariamente para mi una ventaja, y la deseo de todo corazón, aun apostando en contra; aunque a mis ojos es improbable, sigue siendo infinitamente deseable: lo que no es una razón para sacrificarle toda mi vida.

 

 

Durante largo tiempo se ha acusado a la duda de inmoralidad de la fe dogmática. Creer, es afirmar como real para mí, lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces, hasta como imposible; es, pues, querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, es, al mismo tiempo, cerrarse a la verdad objetiva que se rechaza de antemano, sin conocerla. El más grande enemigo del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar, no las soluciones más o menos dudosas que cada uno puede proponer, sino los problemas mismos, es detener absolutamente el movimiento de avance; la fe, desde ese punto de vista, se convierte en pereza espiritual. La indiferencia misma es, a menudo, superior a la fe dogmática. El indiferente dice: no me empeño en saber, pero agrega: no quiero creer, el creyente quiere creer sin saber. El primero sigue siendo, al menos, perfectamente sincero consigo mismo, mientras que el otro trata de dejarse engañar. Con respecto a cualquier cuestión que sea, la duda es, pues, siempre mejor que la afirmación categórica, que el renunciamiento a toda iniciativa personal que se llama fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo que es todavía más extraño  es pretender justificarlo, como se hace habitualmente, invocando razones morales. La moral debe ordenar al espíritu investigar sin reposo, es decir, precisamente, precaverse de la fe. Dignidad de creer, repetid vosotros. En todo el curso de la historia, el hombre ha puesto demasiado a menudo su dignidad en los errores, y la verdad le ha parecido ante todo una disminución de sí mismo. La :verdad no vale siempre, lo que el sueño, pero tiene la ventaja de ser verdadera; en el dominio del pensamiento no hay nada más moral que la verdad, y cuando no se la posee a ciencia cierta, lo más moral es la duda. La duda es la dignidad del pensamiento. Es preciso, pues, expulsar, de nosotros el respeto ciego para ciertos principios, para ciertas creencias, es preciso poder discutirlo todo, escrutar, penetrar todo: la inteligencia no debe cerrar los ojos, ni aún ante lo que adora. Sobre una tumba de Ginebra se lee esta inscripción: La verdad tiene la faz imperturbable y los que la hayan amado la tendrán como ella.

Pero es irracional, se dirá, afirmar en el pensamiento como verdadero lo que es dudoso, sin embargo, en la acción es muy necesario afirmarlo. Sea, pero es siempre una situación provisoria y una afirmación condicional: yo hago esto, suponiendo que eso sea mi deber, y hasta que tengo un deber absoluto. Mil acciones de ese género no pueden establecer una verdad. La multitud de mártires ha hecho triunfar el cristianismo, un pequeño razonamiento puede bastar para derribarlo. ¡Cómo ganaría la humanidad si todos los sacrificios fueran hechos por la ciencia y no por la fe, si se muriese, no por defender una creencia, sino por descubrir una verdad, por mínima que ella fuese! Así hicieron Empédocles y Pilinio, y en nuestros días, tantos sabios, médicos, exploradores:

¡Cuántas existencias perdidas antaño para afirmar objetos de una falsa fe, hubieran podido ser utilizadas por la humanidad y la ciencia!

 

 


NOTAS: 

*Segunda edición cibernética, enero del 2003 Captura y diseño: Chantal López y Omar Cortés

Nueva digitalización desde la página www.antorcha.net Junio de 2009, para formato .pdf, por R.M.

(1) Crítica de la Razón Práctica.

 

 

 

 


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