Esbozos de una moral sin sanción ni obligación, de Jean-Marie Guyau – PARTE 9

INDICE de CAPITULOS  «ESBOZOS DE UNA MORAL SIN SANCIóN NI OBLIGACIóN», J. M. Guyau

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Esbozos de una moral sin sanción ni obligación

Jean-Marie Guyau

PARTE 9

 

Libro segundo

Últimos equivalentes posibles del deber para el sostenimiento de la moralidad.

 

 

Capítulo 1

Cuarto equivalente del deber obtenido de los placeres del riesgo y de la lucha

 

El problema

1

Recordemos el problema capital que se plantea a toda moral exclusivamente científica: ¿Hasta qué punto puede sentirse ligada la conciencia reflexiva por un impulso, por una presión interna que, por hipótesis, no tiene más que un carácter natural, no místico, ni aún metafísico, y que, además, no se halla completada mediante la perspectiva de alguna sanción extra-social? ¿En qué medida la conciencia reflexiva debe obedecer racionalmente a una obligación de ese género?

Hemos dicho que, una moral positiva y científica, sólo puede dar al individuo esta orden: Desarrolla tu vida en todas direcciones, sé un individuo todo lo rico posible en energía intensiva y extensiva; para esto, sé el ser más social y más sociable. En nombre de esta regla general, que constituye el equivalente científico del imperativo, una moral positiva puede prescribir al individuo ciertos sacrificios parciales y mesurados, puede formular toda la serie de deberes medios, entre los cuales se halla encerrada la vida ordinaria. Bien entendido que en todo esto nada hay de categórico, de absoluto, sino excelentes consejos hipotéticos: si tú persigues ese objeto, la más alta intensidad de la vida, haz esito; en suma, es una buena moral media.

¿Cómo se arreglará esta moral para obtener del individuo, en ciertos casos, un sacrificio definitivo, no sólo parcial y provisorio? La caridad nos obliga a olvidar lo que ha dado nuestra mano derecha, nada mejor; pero la razón nos aconseja que vigilemos lo que da. Los instintos altruistas, invocados por la escuela inglesa, están sujetos a toda clase de alteraciones y restricciones; apoyarse sólo en ellos para exigir el desinterés, es provocar una especie de lucha entre ellos y las inclinaciones egoístas; ahora bien, las últimas están seguras de vencer el mayor número de veces, porque tienen una raíz visible y tangible, mientras los otros aparecen a la razón individual como el resultado de influencias hereditarias mediante las que la raza pretende engañar al individuo. El razonamiento egoísta está siempre pronto a intervenir para paralizar los primeros movimientos espontáneos del instinto social.

El papel de los centros nerviosos superiores consiste, en efecto, en moderar la acción de los centros inferiores, en regular los movimientos instintivos. Si yo marcho por un sendero de montaña, con un abismo a mi lado, y un ruido o un temor repentino me hace estremecer, la simple acción refleja me llevará a echarme a un lado; pero entonces, la razón moderará mi movimiento al advertirme que hay un principio al lado mío. El hedonista se halla en una situación casi análoga cuando se trata de realizar ciegamente un sacrificio: el papel de la razón, consiste en mostrarle el abismo, en impedir que se arroje a él a la ligera, movido por el impulso del primer movimiento instintivo; y la acción inhibitoria de la razón será, en ese caso, tan lógica, tan potente respecto a las inclinaciones altruistas, como puede serlo respecto a la simple acción refleja. Esto es lo que hemos objetado en otra parte a la escuela inglesa.

El yo y el no yo están, pues, uno en presencia de otro, parecen, en efecto, dos valores  sin medida común; hay en el yo algo sui generis, irreductible. Si el mundo es, para el hedonista, cuantitativamente superior a su yo, éste debe parecerle siempre cualitativamente superior al mundo, consistiendo la cualidad para él en el goce. Yo existo, dice, y vosotros no existís más que en tanto yo existo y mantenga mi existencia: tal es el principio que, a la vez, domina a la razón y a los sentidos. Mientras se entregue al hedonismo, no puede pues, lógicamente ser obligado a desinteresarse de sí. Ahora bien, el hedonismo, desde el punto de vista de los hechos, es irrefutable en su principio, fundamental, que es la conservación obstinada del yo. Únicamente la hipótesis metafísica, puede tratar de hacer franquear a la voluntad el paso del yo al no yo. Desde el punto de vista positivo, y, haciendo abstracción de toda hipótesis, el problema que ahora planteamos parece, de primera intención, teóricamente insoluble.

Y, sin embargo, ese problema puede ser resuelto, al menos aproximadamente, en la práctica.

 

 

2

Cuarto equivalente del deber obtenido del placer del riesgo y de la lucha

Es raro que los sacrificios definitivos se presenten como seguros en la vida: el soldado, por ejemplo, no está seguro, lejos de ello, de caer en el combate: sólo hay aquí una simple posibilidad. En otros términos, hay peligro. Ahora bien, es preciso ver si el peligro, aun independientemente de toda idea de obligación moral, no es un medio útil al desarrollo de la vida misma, un excitante poderoso de todas las facultades, capaz de llevarlas a su máximo de energía, y capaz también de producir un máximo de placer.

La humanidad primitiva ha vivido en medio del peligro; debe pues encontrarse aún hoy en muchos hombres una predisposición natural para afrontarlo. El peligro era, por así decirlo, el juego de los hombres primitivos, como éste es hoy día para mucha gente una especie de simulacro del peligro. Ese gusto al peligro, afrontado por si mismo, se encuentra hasta en los animales. Respecto a eso hallamos una curiosa narración de un viajero en el Cambodge: Un grupo de monos acaba de descubrir a un cocodrilo con el cuerpo oculto en el agua y la gran boca abierta a fin de atrapar al que pase a su alcance; parecen ponerse de acuerdo, se aproximan poco a poco y comienzan su juego, siendo por turno actores y espectadores. Uno de los más ágiles, o de los más imprudentes, llega, de rama en rama, hasta una respetuosa distancia del cocodrilo, se suspende por una pata, y, con la destreza de su raza, avanza, se retira, tan pronto golpeando con una pata a su adversario, como simulando hacerlo. Otros, divertidos por ese juego, quieren tomar parte; pero, como las otras ramas estaban demasiado elevadas, forman la cadena, sosteniéndose unos a otros suspendidos por las patas; de esta forma se balancean, mientras el que está más próximo al anfibio, lo atormenta a su gusto. A veces, la terrible mandíbula se cierra, pero sin atrapar al audaz mono; entonces se producen gritos de alegría y brincos, pero a veces, una de las patas es alcanzada por la boca del cocodrilo, y el volantinero es arrastrado bajo las aguas con la velocidad del rayo. Entonces toda la bandada se dispersa lanzando gritos y gemidos, lo que no les impide volver a comenzar el juego algunos días, y, quizás, hasta algunas horas después (1).

El placer del peligro tiende, sobre todo, al placer de la victoria. Se ama el placer de vencer, aún sin que importe a quién, hasta a un animal. Uno goza al probarse la propia superioridad. Un inglés que fue al África con el solo objeto de cazar, Baldwin, se planteó un día este problema, después de haber estado a punto de ser derribado por un león: ¿por qué arriesga el hombre su vida inútilmente? Es una cuestión que no trataré de resolver, contesta. Todo lo que puede decir es que se halla en la victoria una satisfacción interior tal, que vale la pena correr todos los riesgos, aun cuando no haya nadie para aplaudirnos. Mucho más: aun después de haber perdido la esperanza de vencer, se obstina uno en la lucha. Cualquiera que sea el adversario, todo combate degenera en duelo encarnizado. Bombonel habiendo rodado con una pantera hasta el borde de un barranco, retira su cabeza de la boca abierta del animal, y, mediante un esfuerzo prodigioso, lo lanza al barranco. Se levanta, cegado, escupiendo una gran cantidad de sangre, sin darse perfecta cuenta de su situación; no piensa más que en una cosa: que probablemente deba morir a causa de sus heridas y antes de morir quiere vengarse de la pantera. No pienso en mi mal. Completamente dominado por un furor que me transporta, extraigo mi cuchillo de caza, y, sin saber lo que ha sido de la fiera, la busco por todos lados para volver a comenzar la lucha. Ocupado en esto me hallaron los árabes a su llegada.

Esa necesidad del peligro y de la victoria que arrastra al soldado y al cazador, se halla también en el viajero, en el colono, en el ingeniero.. Una fábrica francesa de dinamita envió un ingeniero a Panamá que murió a su llegada. Otro ingeniero partió, llegó a puerto felizmente y murió ocho días después. Un tercero se embarcó de inmediato. La mayoría de las profesiones, como la de los médicos, proporcionarían gran cantidad de ejemplos del mismo género. El atractivo invencible del mar está formado en gran parte por el peligro constante que ofrece. Seduce sucesivamente a todas las generaciones que nacen en sus costas, y si el pueblo inglés ha conquistado una intensidad vital y una fuerza de expansión tal que le ha permitido extenderse por el mundo entero, se puede decir que lo debe a su educación marítima, es decir, a su educación en el peligro.

Hagamos notar que el placer de la lucha se transforma sin desaparecer, ya se trate de la lucha contra un ser animado (guerra o caza), contra obstáculos visibles (mar, montaña) , o contra cosas invisibles (enfermedades que sanar, dificultades de todo género a vencer). La lucha toma siempre el mismo carácter de duelo apasionado. El médico que parte para el Senegal está comprometido a una especie de duelo con la fiebre amarilla. La lucha pasa del dominio de las cosas físicas al intelectual sin perder nada de su ardor y de su exaltación. Puede pasar también al dominio propiamente moral: hay una lucha interior de la voluntad contra las pasiones tan cautivante como cualquier otra, y en la que la victoria produce una alegría infinita, perfectamente comprendida por nuestro Corneille.

En suma, el hombre tiene necesidad de sentirse grande, de tener por instantes conciencia de la sublimidad de su voluntad. Esta conciencia la adquiere en la lucha; lucha contra sí mismo y contra sus pasiones, o contra obstáculos materiales e intelectuales. Ahora bien, esta lucha, para satisfacer la razón, debe tener un objeto. El hombre es un ser demasiado racional como para aprobar plenamente a los monos del Cambodge que juegan por placer con la boca de los cocodrilos, o al inglés Baldwin que llega al centro del África para cazar; la embriaguez del peligro existe por momentos en cada uno de nosotros, aún en los más tímidos, pero este instinto del peligro exige ser puesto en acción más razonablemente. Aunque, en muchos casos, no haya más que una diferencia superficial entre la temeridad y el valor, el que, por ejemplo, cae por su patria, tiene conciencia de no haber realizado una obra vana. La necesidad del peligro y de la lucha, a condición de ser utilizados en esta forma por la razón, adquiere una importancia moral tanto más grande cuanto que es uno de los raros instintos que no tienen dirección fija: puede ser empleado sin resistencia para todos los fines sociales.

Había, pues, en la apuesta de Pascal un elemento que él no aclaró. Casi no vio más que el temor al riesgo, no vio el placer del riesgo.

Para comprender bien el atractivo del riesgo, aun cuando las posibilidades de desgracia son muy numerosas, se pueden invocar múltiples razones psicológicas.

1) En el cálculo no hay que tener en cuenta solamente las probabilidades de éxito y desgracia, sino también el placer de tentar esas posibilidades, de aventurarse.

2) Un dolor simplemente posible y lejano, sobre todo cuando todavía no se ha experimentado nunca, corresponde a un estado completamente distinto de aquel en que nos hallamos actualmente, mientras que un placer deseado está más en armonía con nuestro estado presente y toma así para la imaginación un valor considerable. Para ciertos caracteres, el recuerdo de un dolor puede ser tan penoso, como indiferente la posibilidad vaga e indeterminada de otro; así es raro -sobre todo en la juventud, la edad optimista por excelencia- que una probabilidad de pena nos parezca equivalente a una de gran placer. Esto es lo que explica, por ejemplo, la audacia que han demostrado siempre los amantes al afrontar toda clase de peligros para reunirse. Se halla esta audacia hasta en los animales. La pena, vista de lejos, sobre todo cuando no ha sido experimentada ya varias veces, nos parece, en general, negativa y abstracta, el placer. positivo y palpable. Además, siempre que el placer corresponde a una necesidad, la representación del goce futuro está acompañada por la sensación de una pena actual: el goce aparece entonces, no solamente como algo superfluo, sino como el cese de un dolor real, y su valor aumenta todavía.

Estas leyes psicológicas son la condición misma de la vida y la actividad. Como la mayoría de las acciones encierra a la vez una probabilidad de pena y otra de placer, es la abstención quien, desde el punto de vista matemático, debería triunfar más a menudo, pero son la acción y la esperanza quienes, en efecto, triunfan, tanto más, cuanto que la acción misma constituye el fondo del placer.

 

 

3) Otro hecho psicológico: el que escapa veinte veces a un peligro, por ejemplo a una bala de fusil, deduce de ello que continuará teniendo la misma suerte. Se produce así una habituación al peligro que el cálculo matemático no podría justificar, y que, sin embargo, entra como elemento en la bravura de los veteranos. Y aún más: la habituación al peligro produce un acostumbramiento a la muerte misma, una especie de familiaridad admirable con esta vecina que ha sido, como suele decirse, vista de cerca (2).

Al placer del riesgo se agrega con frecuencia el de la responsabilidad. Ama uno el responder no sólo de su propio destino, sino del de los otros; el guiar al mundo por su parte. Esta embriaguez del peligro mezclado con la alegría del mando, esta intensidad  de vida física e intelectual aumentada hasta la exageración por la presencia misma de la muerte, ha sido expresada con místico salvajismo por un general alemán, Von Manteuffel, en un discurso pronunciado en AIsacia-Lorena: ¡La guerra! ¡Sí señores! Yo soy soldado: la guerra es el elemento del soldado y yo gozaría mucho gustando de ella. Ese sentimiento elevado de mandar en una batalla, de saber que la bala del enemigo puede llamaros a cada instante ante el tribunal de Dios, de saber que la suerte de la batalla, y, en consecuencia, los destinos de la patria, pueden depender de las órdenes que uno da: esa tensión de los sentimientos y del espíritu es divinamente grande.

El placer del peligro o del riesgo, más o menos degenerado, desempeña su papel en gran cantidad de circunstancias sociales. Tiene una importancia considerable en la esfera económica. Los capitalistas que arriesgaban sus economías en la empresa del canal de Suez, imitaban a su manera a los ingenieros que arriesgaban en él su vida. La especulación tiene sus peligros, y son esos peligros mismos los que la impulsan. El simple comercio del tendero de la esquina encierra aún cierto número de peligros: si se compara el número de quiebras con el de los establecimientos, se verá que ese riesgo tiene su importancia. De esta forma el peligro, disminuído y degenerado hasta el infinito, desde el peligro de perder la vida hasta el peligro de perder el dinero, sigue siendo uno de los rasgos importantes de la existencia social. No hay un solo movimiento en el cuerpo social que no implique un riesgo. Y la audacia razonada de correr ese riesgo se identifica, desde cierto punto de vista, con el instinto mismo del progreso, con el liberalismo, mientras que el temor al peligro se identifica con el instinto conservador que, en suma, está destinado a ser siempre vencido, mientras el mundo viva y marche.

No hay, pues, en el peligro corrido por el interés de alguien (el mío o el de otro), nada contrario a los instintos profundos y a las leyes de la vida. Lejos de ello, exponerse al peligro, es una cosa normal en el individuo moralmente bien constituído; exponerse por otro, es sólo dar un paso más en el mismo camino. El sacrificio entra por ese lado en las leyes generales de la vida, a las que, al principio, parecía escapar enteramente. El peligro afrontado por sí mismo o por otro -intrepidez o abnegación- no es una negación pura del yo y de la vida personal: es esta misma vida llevada hasta lo sublime. Lo sublime, en moral como en estética, parece al principio en contradicción con el orden, que constituye la belleza con más propiedad; pero no hay aquí más que una contradicción superficial: lo, sublime tiene las mismas raíces que lo bello, y la intensidad de sentimientos que presupone no impide una cierta racionalidad interior.

Cuando se ha aceptado el riesgo, se puede también aceptar la muerte posible. En toda lotería es preciso tomar los malos números tanto como los otros. De la misma forma el que ve llegar a la muerte en esas circunstancias, se siente, por así decirlo, ligado a ella: la había previsto, y había deseado, a pesar de su espera, escapar a ella; no retrocederá, pues, a menos que haya una inconsecuencia, una pobreza de carácter que se designa habítualmente con el nombre de cobardía. Sin duda el que haya abandonado su patria para evitar el servicio militar, no será necesariamente para todos un objeto de horror (hagámoslo notar lamentándolo); pero el que, resignado a servir como soldado, ha aceptado su tarea y huye ante el peligro, volviendo la espalda en el momento supremo, ese será considerado cobarde e indigno. Con más razón, será igualmente considerado el oficial que, de antemano, había aceptado, no solamente marchar a la muerte., sino hacerlo antes que todos, dar el ejemplo. De la misma forma, un médico no puede moralmente negar sus cuidados durante una epidemia. La obligación moral toma la forma de una obligación profesional, de un contrato libremente aceptado, con todas las consecuencias y los riesgos que implica (3).

 

 

A medida que avancemos, la economía política y la sociología se reducirán cada vez más a la ciencia de los riesgos y de los medios de compensarlos, en otros términos, a la ciencia de la seguridad. Y la moral social se convertirá en el arte de emplear ventajosamente para el bien de todos, esa necesidad de arriesgarse, que experimenta toda vida individual medianamente poderosa. En otros términos, se tratará de hacer seguros y tranquilos a los ecónomos para sí mismos, mientras que se convertirá en útiles a los que son, por así decirlo, pródigos para sí mismos.

Pero vayamos más lejos. El agente moral puede ser colocado, no frente al simple riesgo, sino ante la certidumbre del sacrificio definitivo.

En ciertas comarcas, cuando el labrador quiere fecundar su campo, emplea algunas veces un medio enérgico: toma un caballo, le abre las venas y, látigo en mano, lo lanza por los surcos; el caballo sangrante se arrastra a través del campo que se extiende bajo sus patas vacilantes; la tierra enrojece bajo él, cada surco bebe su porción de sangre. Cuando, agotado, cae con el estertor de la agonía, se lo obliga aún a volver a levantarse, a dar el resto de su sangre a la tierra ávida, sin retener nada para él. Finalmente se desploma por última vez; se lo entierra en el campo aún rojo; toda su vida, todo su ser pasa a la tierra rejuvenecida. Esta simiente de sangre se convierte en riqueza: el campo, así nutrido, abundará en trigo, en beneficios para el labrador. Las cosas no ocurren de otra forma en la historia de la humanidad. La legión de los grandes infortunados, de los mártires ignorados o gloriosos, todos esos hombres cuya propia desgracia hace el bien de otros, todos esos que han sido obligados al sacrificio o que lo han buscado ellos mismos, han ido a través del mundo sembrando su vida, derramando la sangre por sus costados entreabiertos como de una fuente viva; han fecundado el porvenir. A menudo se han engañado, y la causa que defendían no valía sus sacrificios: nada más triste que morir en vano. Pero para quien considere los medios y no los individuos, el sacrificio es uno de los resortes más preciosos y potentes de la historia. Para hacer dar un paso ala humanidad, ese gran cuerpo perezoso, ha sido preciso hasta ahora una sacudida que triturase individuos. El más humilde, el más mediano de los hombres puede, pues, hallarse ante la alternativa del sacrificio seguro de su vida o de una obligación a cumplir; puede ser, no sólo soldado, sino guardia cívica, bombero, etc., y esas situaciones que llamamos modestas, son de las que, a veces, pueden exigir actos sublimes. Ahora bien, ¿cómo exigir a alguien el sacrificio de su vida, si no se ha fundado la moral más que en el desarrollo de esta misma vida? Hay contradicción en los términos. Es la objeción capital que en otra parte hemos hecho a toda moral naturalista, y ante la que volvemos a ser llevados por la necesidad de las cosas.

Desde el punto de vista naturalista en que nos colocamos, el acto mismo de velar por los simples intereses de los demás, sólo es superior al acto de velar por los propios intereses, en tanto indica una mayor capacidad moral, un exceso de vida interior. Sin esto no sería más que una especie de monstruosidad, como esas plantas que no tienen hojas y casi tampoco raíces, nada más que una flor. Para ordenar el sacrificio sería menester algo más precioso que la vida; ahora bien, empíricamente no hay nada que lo sea, esta cosa no tiene medida común con el resto de las cosas, el resto la presupone y toma prestado su valor. No se puede convencer al utilitario inglés de que la moralidad conservada mediante el sacrificio de la vida, no sea el avaro muriendo para salvar su tesoro. Nada más natural que exigir a alguien que muera por vosotros o por una idea, cuando tiene fe absoluta en la inmortalidad y siente ya moverse sus alas de ángel pero, ¿y si no cree en ella? Si tenemos fe, ninguna dificultad; es una cosa tan cómoda como una venda sobre los ojos. Se grita: yo veo, yo sé, yo creo; no se ve nada, se sabe menos aún, pero se tiene la fe que reemplaza todo, se hace lo que ella ordena, se marcha al sacrificio con la cabeza levantada hacia el cielo, se hace uno aplastar alegremente entre las ruedas de la gran máquina social, y hasta, algunas veces, sin un fin justificado, por un sueño, por un error, como los hindúes que se arrojaban bajo las ruedas ensangrentadas del carro sagrado, felices de morir bajo los pies de sus ídolos gigantescos y vacíos. ¿Cómo pedir un sacrificio definitivo al individuo que no tiene fe, sin apoyarse en otro principio que no sea el desarrollo de esa misma vida que se trata de sacrificar en parte o completamente?

Comencemos por reconocer que, en ciertos casos extremos -muy raros por otra parte- el problema no tiene solución racional y científica. En esos casos en que la moral es impotente, debe dejar obrar espontáneamente al individuo. El error de los jesuítas consistió, mucho más que en haber querido ampliar la moral; en haber introducido en ellas ese detestable elemento que es la hipocresía. Ante todo, es preciso ser franco consigo mismo y con los demás; la paradoja no tiene nada de peligroso cuando se presenta audazmente ante todas las miradas. Toda acción moral puede ser considerada como una ecuación a resolver; ahora bien, en una decisión práctica, siempre hay términos conocidos y un término desconocido que se trata de despejar; ciertas ecuaciones son, pues, irresolubles, o, por lo menos, no ofrecen una solución indiscutible y categórica. El error de los moralistas, consiste en pretender resolver de una manera definitiva y universal problemas que pueden tener gran cantidad de soluciones singulares.

Agreguemos que la incógnita fundamental, la que se halla en determinado número de problemas, es la muerte. La solución de la ecuación planteada depende entonces del valor variable que se acuerde a los otros términos que son: 1) la vida a sacrificar; 2) la acción moral cualquiera a cumplir. Examinemos esos dos términos:

La solución depende, ante todo, decimos, del valor que se acuerda a la vida. La vida es, sin duda, para cada uno el más precioso de los bienes, porque es la condición de los otros; pero desde luego, cuando los otros se reducen casi a cero, la misma vida pierde su valor: se convierte entonces, en un objeto despreciable. Sean dos individuos, uno que haya perdido lo que amaba, el otro que posea una familia numerosa cuya suerte depende de él: ambos no son iguales ante la muerte.

Para plantear perfectamente este problema capital del desprecio a la vida, es preciso relacionarlo con otra cuestión importante: el sacrificio tiene más de una analogía con el suicidio, puesto que en los dos casos es la muerte consentida y hasta querida por un individuo que sabe lo que es la vida. Para explicar el suicidio, es preciso admitir que la duración de los goces medios de la vida, vale poco en comparación con la intensidad de ciertos sufrimientos; y la recíproca será igualmente verdadera, a saber: que la intensidad de ciertos goces parece preferible a la duración de la vida. Berlioz pone en escena un artista que se mata después de haber experimentado el más alto placer estético que cree que le depara su vida; no hay en esta acción tanta locura como pudiera creerse. Imaginar que, por un instante, se os conceda ser un Newton al descubrir su ley o un Jesús predicando amor en la montaña; el resto de vuestra vida os parecerá descolorido y vacío; podréis cambiar ese momento por todo el resto. Dadle a cualquiera la alternativa de escoger entre revivir la monótona duración de su vida entera o el pequeño número de horas completamente felices que recuerda: pocas personas dudarán. Extendemos la cosa al presente y al porvenir; hay horas en que la intensidad de la vida es tan grande que, comparadas con toda la serie posible de los años, los superan. Se tarda tres días para subir a un elevado pico de los Alpes; esos tres días de fatiga valen el corto instante pasado en la blanca cima, en la tranquilidad del cielo. Hay también instantes en la vida en que parece que se está sobre una cima y que se domina; ante esos instantes el resto resulta indiferente.

La vida -aun desde el punto de vista positivo en que aquí nos colocamos- no tiene, pues, ese valor inconmensurable que parecía tener al principio. A veces, sin ser irracional, se puede sacrificar la totalidad de la existencia por uno de esos momentos, como se puede preferir un solo verso a todo un poema.

Mientras haya suicidas en la humanidad, sería inexplicable que no existiesen sacrificios definitivos y sin esperanza. Sólo se puede lamentar una cosa, y es que la sociedad no trate de transformar lo más posible los suicidios en sacrificios (4). Se debería ofrecer siempre un determinado número de empresas peligrosas a los que están desalentados por la vida. El progreso humano, tendrá necesidad de tantas vidas para realizarse que se debería velar para que ninguna se perdiese en vano. En la institución filantrópica denominada de las damas del calvario, se observan viudas consagradas a cuidar a los atacados por enfermedades repugnantes o contagiosas; este empleo, en beneficio de la sociedad de las vidas que la viudez ha quebrantado hasta cierto punto, y convertido en inútiles, es un ejemplo de lo que se podrá hacer; de lo que ciertamente se hará en la sociedad futura. Hay millares de personas para quienes la vida ha perdido la mayor  parte de su valor; esas personas pueden hallar un verdadero consuelo en el sacrificio; sería preciso emplearlos; ahora bien, hay capacidades especiales para los oficios peligrosos y desinteresados: temperamentos hechos para olvidarse de sí mismos y arriesgarse. Esta capacidad para el sacrificio tiene su fuente en una superabundancia de vida moral; siempre que la vida moral es detenida, comprimida, sería preciso descubrirle de inmediato otro medio en el que volviese a encontrar la posibilidad de extenderse indefinidamente, de llevar a cabo su infatigable empleo para la humanidad.

 

A más de no ser siempre la vida un objeto de preferencia, puede llegar a ser en ciertos casos, un objeto de disgusto y horror. Hay un sentimiento, peculiar del hombre, que no se ha analizado perfectamente hasta ahora: lo hemos llamado ya sentimiento de intolerancia. Debido a la influencia de la atención y la reflexión, ciertos sufrimientos físicos y, sobre todo, morales se agrandan en la conciencia hasta el punto de obscurecer todo el resto. Una sola pena basta para borrar todos los placeres de la vida. Probablemente el hombre tiene ese privilegio de poder ser el animal más desgraciado de toda la creación, a causa de la tenacidad que puede comunicar a sus penas. Ahora bien, uno de los sentimientos que posee en más grado ese carácter de íntolerancia es el de la vergiienza, el del desfallecimiento moral, la vida comprada, por ejemplo, al precio de la deshonra, puede parecer insoportable. Se nos objetará que un verdadero filósofo epicúreo o utilitario puede mirar desde lo alto esos sentimientos de pudor moral que son mucho menos convencionales que algunos otros, como el culto del dinero; todos los días se ven personas arruinadas que no pueden soportar más la vida, sin que la filosofía les sirva aquí para gran cosa. Ahora bien, hay una especie de bancarrota moral más temible aún que la otra en todos los aspectos. Lo que es simplemente agradable como  tal o cual placer de la vida, y aun la suma de los placeres de ésta, no puede jamás compensar a lo que, sin razón o con ella, aparece como intolerable

 

A más de no ser siempre la vida un objeto de preferencia, puede llegar a ser en ciertos casos, un objeto de disgusto y horror. Hay un sentimiento, peculiar del hombre, que no se ha analizado perfectamente hasta ahora: lo hemos llamado ya sentimiento de intolerancia. Debido a la influencia de la atención y la reflexión, ciertos sufrimientos físicos y, sobre todo, morales se agrandan en la conciencia hasta el punto de obscurecer todo el resto. Una sola pena basta para borrar todos los placeres de la vida. Probablemente el hombre tiene ese privilegio de poder ser el animal más desgraciado de toda la creación, a causa de la tenacidad que puede comunicar a sus penas. Ahora bien, uno de los sentimientos que posee en más grado ese carácter de íntolerancia es el de la vergiienza, el del desfallecimiento moral, la vida comprada, por ejemplo, al precio de la deshonra, puede parecer insoportable. Se nos objetará que un verdadero filósofo epicúreo o utilitario puede mirar desde lo alto esos sentimientos de pudor moral que son mucho menos convencionales que algunos otros, como el culto del dinero; todos los días se ven personas arruinadas que no pueden soportar más la vida, sin que la filosofía les sirva aquí para gran cosa. Ahora bien, hay una especie de bancarrota moral más temible aún que la otra en todos los aspectos. Lo que es simplemente agradable como  tal o cual placer de la vida, y aun la suma de los placeres de ésta, no puede jamás compensar a lo que, sin razón o con ella, aparece como intolerable.

 

Ciertas esferas particulares de la actividad acaban por adquirir una importancia tal en la vida, que no se puede, en modo alguno, herirlas sin herir a ésta misma en su fuente. Uno no se figura a Chopin sin su piano: prohibirle la música hubiera sido matarlo. De la misma forma, la existencia no hubiera sido probablemente soportable para Rafael sin las formas, los colores y un pincel para reproducirlos. Cuando el arte adquiere así tanta importancia como la vida misma, no hay nada de sorprendente en que la moralidad, a los ojos del hombre valga más aún, es ésta, en efecto, una esfera de actividad más vasta que el arte. Si el escéptico halla algo de vanidad e ilusión en el sentimiento moral, encontrará más todavía en el sentimiento artístico; aquellos que ha matado el arte, están muertos de una manera más absoluta que si hubiesen caído por la humanidad, y son, sin embargo, numerosos los que el arte ha matado o matará: más numerosos deben ser los que se sacrifiquen por un ideal moral. Imaginad un árbol, una de cuyas ramas adquiere un enorme desarrollo y echa raíces en la tierra circundante, como ocurre con el árbol gigante de la India; a la larga, la rama ocultará al tronco mismo; parecerá que es ella quien lo sostiene y le da la vida. La vida moral e intelectual es así, una especie de retoño, una poderosa rama de la vida física; se desarrolla hasta tal punto en el medio social que un individuo muerto, por así decirlo, en su vida moral, parece debido a ello aniquilado en forma más absoluta; es un tronco que ha perdido toda su fuerza y lozanía, un verdadero cadáver. Perder, para vivir, los motivos mismos de vivir. El verso de Juvenal es siempre cierto, aún para quien rechaza las doctrinas estoicas. El escéptico más despreocupado se impone todavía una determinada regla de conducta que rige su vida, un ideal por lo menos práctico; la vida, en ciertos momentos puede parecerle indigna de ser conservada por la renuncia a ese último vestigio de ideal.

Si, en ninguna doctrina, el sentimiento moral puede dar por sí solo a la sensibilidad la verdadera felicidad positiva, es, sin embargo, capaz de hacer imposible la felicidad  fuera de él, y esto prácticamente basta. Para los seres que han llegado a un cierto grado de la evolución moral, la felicidad ya no es deseable fuera de su ideal mismo.

El sentimiento moral vale, pues, aún más por su fuerza destructiva que por la creadora. Se lo podría comparar a un gran amor que extingue todas las otras pasiones; sin ese amor la vida nos resulta intolerable e imposible; por otra parte, sabemos que no será correspondido, que no puede ni debe serlo. Habitualmente se compadece a los que nutren su corazón con tales amores, amores sin esperanza, que nada pueden satisfacer; y, sin embargo, todos nosotros alimentamos uno tan poderoso hacia nuestro ideal moral, del que racionalmente no podemos aguardar ninguna sanción. Este amor parecerá siempre vano, desde el punto de vista utilitario, puesto que no debe contar con ninguna satisfacción, con ninguna recompensa, desde un punto de vista más elevado, esas satisfacciones y esas pretendidas recompensas pueden aparecer a su vez como una vanidad.

En resumen, el valor de la vida es una cosa completamente variable y que a veces puede reducirse a cero, a menos de cero. La acción moral, por el contrario, tiene siempre un cierto precio; es raro que un ser haya descendido tan bajo como para realizar, por ejemplo, un acto de cobardia con la más perfecta indiferencia, o hasta con placer.

Para hacerse ahora una idea del valor que la acción moral puede adquirir en ciertos casos, es preciso considerar que el hombre es un animal pensante, o, como lo hemos dicho en otra parte, un animal filosófico. La moral positiva no puede tener en cuenta las hipótesis metafísicas que el hombre se complace en hacer sobre el fondo de las cosas. Por otra parte, una moral exclusivamente científica, no puede dar una solución definitiva y completa al problema de la obligación moral. Es preciso siempre sobrepasar la experiencia pura. Las vibraciones luminosas del éter se transmiten de Sirio hasta mi ojo, he aquí un hecho; pero, ¿es preciso abrir o cerrar los ojos para recibirlas? No se puede, respecto a esto, extraer una ley de las vibraciones mismas de la luz. Igualmente, mi conciencia llega a concebir a otro, pero, ¿es preciso abrirme completamente a él, cerrarme a medias …? Es éste un problema cuya solución práctica dependerá de la hipótesis personal que me haya forjado sobre el universo y sobre mi relación con los otros seres … Únicamente que esas hipótesis deben seguir siendo absolutamente libres y personales, es imposible sistematizarlas en una doctrina metafísica que se impondría universalmente a la razón humana. Vamos a ver como, gracias a la fuerza de la hipótesis individual, no existe sacrificio absoluto que no pueda llegar a ser, no solo posible, sino casi fácil en determinados casos.

 

 


Notas

* Segunda edición cibernética, enero del 2003 Captura y diseño: Chantal López y Omar Cortés

Nueva digitalización desde la página www.antorcha.net Junio de 2009, para formato .pdf, por R.M.

[1] Moubot, Viaje por los reinos de Siam y de Cambodge.

[2] Aun en el fondo de la mayoría de los criminales, se halla un instinto precioso desde el punto de vista social y que sería preciso utilizar: el instinto de aventura. Este podría hallar su empleo en las colonias, en el retorno a la vida salvaje.

[3] Los riesgos pueden ir así multiplicándose sin cesar e ir envolviéndonos en una red cada vez más cerrada, sin que se pueda, lógica y moralmente, retroceder. La exaltación de los sentimientos de cólera y generosidad crece en igual proporción que el peligro, hace observar con razón Espinas en las objeciones que nos ha dirigido, sin saber, que, en el fondo, éramos de la misma opinión en todos esos puntos. (Revue philosophique, año 1882, t. II).

[4] Recientemente, en la plaza de los Inválidos, en el momento en que un perro rabioso iba a arrojarse sobre unos niños, un hombre corrió hacia él, lo derribó, le partió la columna vertebral y lo arrojó al Sena; como se pretendierra curar las numerosas mordeduras que este hombre había recibído, escapó a la multitud diciendo que quería morir porque su mujer le había destrozado el corazón. No debería haber otra clase de suicidios. 

 

 

 

 


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