“Cuando un cuerpo representativo ha perdido la confianza de sus constituyentes, cuando han puesto públicamente en venta sus más valiosos derechos, cuando han asumido como suyos poderes que el pueblo jamás ha depositado en sus manos, entonces, ciertamente, su continuidad en el cargo deviene peligrosa para el Estado y exige el ejercicio del poder de disolución. Por la naturaleza misma de las cosas, toda sociedad debe poseer en sí y en todo momento el soberano poder de legislación. Mientras existan los cuerpos en quienes el pueblo ha delegado los poderes de legislación, sólo ellos poseen y pueden ejercitar dichos poderes. Mas cuando son disueltos el poder revierte al pueblo, que puede usarlo sin limitación alguna, sea reuniéndose personalmente, sea enviando diputados o en cualquier otra forma que le parezca oportuna. ¿O desea verdaderamente Su Majestad que sus súbditos renuncien al glorioso derecho de representación, con todos los beneficios que de él se derivan, para someterse, como esclavos absolutos, a su voluntad soberana? ¿O es su intención limitar los cuerpos legislativos a su número actual de miembros, para que la ganga sea mayor cuando merezca la pena comprarlos? Los grandes principios del bien y del mal son legibles para todo lector; perseguirlos no exige la asistencia de muchos consejeros. El arte de gobernar no es otra cosa que el arte de ser honesto. Pretended tan solo cumplir con vuestro deber, y la humanidad os perdonará si errarais. El Dios que nos dio la vida nos dio al mismo tiempo la libertad; la mano armada podrá destruirlas, pero jamás separarlas.”
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Tengan la esperanza de que esta alocución conjunta, redactada en el idioma de la verdad y desprovista de expresiones que persuadirían a Su Majestad de que solicitamos favores cuando reclamamos derechos, obtendrá de Su Majestad una aceptación más respetuosa; y Su Majestad tendrá nuestra esperanza por justificada si considera que él no es sino el primer dignatario del pueblo, designado por las leyes y circunscrito por poderes definidos para cooperar al funcionamiento de la gran maquinaria del gobierno, erigida para uso del pueblo y, por consiguiente, sujeta a su supervisión. Recuérdesele:
Que América fue conquistada, y su colonización realizada y firmemente establecida a expensas de individuos, no del público británico. Ellos fueron quienes derramaron su sangre para adquirir tierras donde asentarse, ellos quienes derrocharon sus fortunas para hacer efectivo dicho asentamiento. Por sí mismos lucharon, por sí mismos conquistaron, y por sí mismos tienen derecho a poseer.
LA HISTORIA NOS INFORMA DE QUE NO SÓLO LOS INDIVIDUOS, SINO TAMBIÉN LAS CORPORACIONES, SON ASEQUIBLES AL ESPÍRITU DE LA TIRANÍA
Que habiéndose realizado de tal guisa la colonización de los territorios vírgenes americanos, los emigrantes consideraron oportuno adoptar el sistema de leyes bajo el cual habían vivido hasta entonces en su madre patria, y persistir en su unión con la misma sometiéndose al mismo soberano común.
Ocupaba entonces el trono británico una familia de príncipes cuyos execrables crímenes contra su pueblo habrían de acarrearles posteriormente el ejercicio de los sagrados y soberanos derechos punitivos reservados al pueblo para casos de necesidad extrema y que la Constitución considera inseguro delegar en cualquier otra judicatura. Cuando cada nuevo día aportaba algún nuevo e injustificable abuso de poder sobre sus súbditos de aquel lado de los mares, no cabía espera que los de este lado, por entonces mucho menos capaces de oponerse a los designios del despotismo, pudieran quedar libres de perjuicios.
En efecto, este país, que había sido adquirido a costa de las vidas, trabajos y fortunas de aventureros particulares, fue dividido en sucesivas ocasiones por aquellos príncipes y repartido entre sus favoritos y los acogidos a sus fortunas; medida que, creemos, la prudencia y comprensión de Su Majestad evitarán que se repita en estos días.
La historia nos informa que no sólo los individuos, sino también las corporaciones de hombres, son asequibles al espíritu de la tiranía. Que, para dar una idea aún más elevada de la “justicia” parlamentaria, y para mostrar la moderación en el uso del poder de que dan prueba cuando ellos mismos no se ven obligados a soportar su peso, nos permitimos mencionar a Su Majestad varias disposiciones del parlamento británico, a tenor de las cuales éste pretende prohibirnos manufacturar, para nuestro propio uso, los artículos que obtenemos en nuestras propias tierras con nuestro propio trabajo.
A tenor de una disposición aprobada en el quinto año del reinado de Su Majestad el rey Carlos II, a un súbdito americano le está prohibido hacerse él mismo un sombrero con la piel que quizá ha obtenido en sus propias tierras; un ejemplo de despotismo sin parangón en las eras más arbitrarias de la historia británica. A tenor de otra disposición, se nos prohibe manufacturar el hierro que hacemos…
La verdadera razón por la que declaramos inválidas estas disposiciones es que el parlamento británico no tiene derecho de ejercer autoridad sobre nosotros. Que este ejercicio de un poder usurpado no se ha limitado únicamente a materias de su propio interés, sino que han interferido en la regulación de asuntos internos de las colonias. Apenas son capaces nuestras mentes de emerger del asombro en que nos sume un trueno parlamentario, cuando otro más poderoso y alarmante cae ya sobre nosotros.
Los actos singulares de tiranía pueden adscribirse a la opinión accidental de un día; pero una serie de opresiones, iniciadas en un período determinado y continuadas inalterablemente durante sucesivos cambios de ministros evidenciaban con claridad meridiana un plan deliberado y sistemático para reducirnos a la esclavitud.
LOS COBARDES QUE CONSIENTEN QUE UN CONCIUDADANO SEA ARRANCADO DE LAS ENTRAÑAS DE LA SOCIEDAD, Y SACRIFICADO A LA TIRANÍA LEGISLATIVA, MERECEN LA ETERNA INFAMIA
He aquí que un legislativo, libre e independiente, decide suspender los poderes de otro, tan libre e independiente como él mismo, exhibiendo así un fenómeno desconocido por la naturaleza, creadora y criatura de su propio poder. Habrá que renunciar no sólo a los principios del sentido común, sino también a los sentimientos comunes de la naturaleza humana… De admitirse tal cosa, en lugar de gentes libres, como hasta ahora supusimos ser y pretendemos seguir siendo, nos encontraríamos súbitamente reducidos a la condición de esclavos no de uno, sino de ciento sesenta mil tiranos, distintos, por cierto, de todos los demás, por la singular circunstancia de encontrarse lejos del alcance del temor, único medio restrictivo capaz de sujetar la mano de un tirano.
Supongamos un instante que se suspende la cuestión del derecho y examinemos esta disposición a la luz de principios de justicia. El parlamento británico había aprobado una ley imponiendo en América el pago de derechos sobre el té, y los americanos habían protestado contra dicha ley por considerarla sin autoridad… Hay situaciones extraordinarias que requieren medidas extraordinarias. Un pueblo exasperado y que se siente en posesión del poder no puede ser fácilmente restringido a límites estrictamente regulares. Un cierto número de personas se congregaron en el pueblo de Boston, tiraron el té al océano y se dispersaron sin más violencia. Aunque hicieran mal, eran conocidos, y sometibles a las leyes de la tierra, de las que no podía decirse que jamás hubieran sido obstruidas o desviadas de su curso normal en favor de delincuentes populares…
Pues ¿a quién cree Su Majestad que puede convencerse de cruzar el Atlántico con el solo fin de dar prueba de un hecho? […] Y el desdichado criminal, si ha delinquido en el lado americano, despojado de su privilegio de ser juzgado por pares de su vecindad, desplazado del único lugar donde pueden obtenerse todas las pruebas, sin dinero, sin consejo legal, sin amigos, sin pruebas exculpatorias, es sometido a juicio ante jueces predispuestos a condenar. ¡Los cobardes que permitan que un conciudadano sea arrancado de las entrañas de su sociedad y de tal forma ofrecido en sacrificio a la tiranía parlamentaria merecerían la eterna infamia que ahora recae sobre los autores de la ley!
Que seguidamente procedemos a considerar la conducta de Su Majestad, detentador de los poderes ejecutivos de las leyes de estos Estados, y señalamos su desviación de la linea del deber. A tenor de la Constitución de Gran Bretaña, así como de los diversos Estados americanos, Su Majestad tiene el poder de negarse a sancionar como ley cualquier proyecto que haya pasado por las otras dos ramas legislativas. Lo que no justifica, sin embargo, el caprichoso ejercicio de este poder que hemos visto practicar a Su Majestad en relación con las leyes del legislativo americano.
Uno de los objetivos más deseados por estas colonias es la abolición de la esclavitud doméstica, lamentablemente introducida en ellas cuando se encontraban en estado de infancia. Mas antes de proceder a la manumisión de los esclavos que tenemos es necesario terminar con nuevas importaciones de África. Sin embargo, nuestros repetidos intentos para lograrlo, mediante prohibiciones o aranceles que equivaldrían a prohibiciones, han tropezado hasta el momento con la negativa de Su Majestad, quien manifiesta así preferencia por los beneficios inmediatos de unos pocos corsarios ingleses frente a los intereses duraderos de los Estados americanos y los derechos de la naturaleza humana, profundamente heridos por tan infamante práctica.
Mas ¿en qué términos compatibles con la majestad, y al mismo tiempo con la verdad, podemos mencionar una reciente instrucción al gobernador de Su Majestad en la colonia de Virginia, prohibiéndole sancione toda ley de división de un condado salvo que el nuevo condado consienta en no tener representante en la Asamblea? ¿O desea verdaderamente Su Majestad, y no le importa publicarlo al mundo entero, que sus súbditos renuncien al glorioso derecho de representación, con todos los beneficios que de él se derivan, para someterse, como esclavos absolutos, a su voluntad soberana? ¿O es su intención limitar los cuerpos legislativos a su número actual de miembros, para que la ganga sea mayor cuando merezca la pena comprarlos?
Cuando un cuerpo representativo ha perdido la confianza de sus constituyentes, cuando han puesto públicamente en venta sus más valiosos derechos, cuando han asumido como suyos poderes que el pueblo jamás ha depositado en sus manos, entonces, ciertamente, su continuidad en el cargo deviene peligrosa para el Estado y exige el ejercicio del poder de disolución.
EL DIOS QUE NOS DIO LA VIDA, NOS DIO AL MISMO TIEMPO LA LIBERTAD; LA FUERZA ARMADA PODRÁ DESTRUIRLAS, PERO JAMÁS SEPARARLAS
Por la naturaleza misma de las cosas, toda sociedad debe poseer en sí y en todo momento el soberano poder de legislación. Los sentimientos propios de la naturaleza humana se rebelan ante la mera suposición de un Estado imposibilitado, en caso de emergencia, de precaverse contra peligros que quizá amenacen inmediatamente ruina. Mientras existan los cuerpos en quienes el pueblo ha delegado los poderes de legislación, sólo ellos poseen y pueden ejercitar dichos poderes. Mas cuando son disueltos por la poda de una o más de sus ramas, el poder revierte al pueblo, que puede usarlo sin limitación alguna, sea reuniéndose personalmente, sea enviando diputados o en cualquier otra forma que le parezca oportuna.
Que aprovecharemos la ocasión para referirnos a un error en la naturaleza de la propiedad de nuestras tierras, error que se introdujo en tiempos muy tempranos de nuestra colonización. Nuestros antepasados, los que emigraron aquí, eran trabajadores, no letrados. No tardaron en ser persuadidos del principio ficticio de que todas las tierras pertenecen originariamente al rey y, en consecuencia, aceptaron el otorgamiento de sus propias tierras por la Corona. Es hora, por consiguiente, de que expongamos este asunto a Su Majestad, declarando que no tiene el derecho de otorgar tierras.
Por la naturaleza y fin de las instituciones civiles, todas las tierras circunscritas por los límites que cualquier parte en particular haya fijado para sí son asumidas por esa sociedad y quedan sometidas a su reparto; éste pueden hacerlo ellos mismos reunidos colectivamente, o por el legislativo en quien hayan delegado la autoridad soberana; y si no fueran repartidas de ninguna de estas dos maneras, cada individuo de la sociedad podrá apropiarse de cuantas tierras encuentre vacantes, y la ocupación será su título.
Para agigantar aún más el crimen contra nuestras leyes que tales procedimientos entrañan, Su Majestad, lejos de someter el poder militar al civil ha subordinado expresamente el civil al militar. Mas ¿puede Su Majestad pisotear de tal manera toda ley? ¿Puede erigir un poder superior al que le erigió a él mismo? Lo ha hecho, ciertamente, por la fuerza; mas debe recordar que la fuerza no constituye derecho.
Tales son nuestras quejas, que hemos expuesto ante Su Majestad con la libertad de lenguaje y sentimiento que conviene a un pueblo libre que reclama sus derechos como derivados de las leyes de la naturaleza y no como regalos de su primer magistrado. Que adulen quienes teman: no es un arte americano. La alabanza no merecida puede ser propia del hombre venal, pero mal compete a quienes afirman los derechos de la naturaleza humana. Estos últimos saben y, en consecuencia, dirán que los reyes son los servidores, no los propietarios del pueblo. Abrid vuestro pecho, señor, a pensamientos generosos y amplios. No permitáis que el nombre de Jorge III sea un borrón en la página de la historia.
Los grandes principios del bien y del mal son legibles para todo lector; perseguirlos no exige la asistencia de muchos consejeros. El arte de gobernar no es otra cosa que el arte de ser honesto. Pretended tan solo cumplir con vuestro deber, y la humanidad os perdonará si errarais. No perseveréis en sacrificar los derechos de una parte del Imperio a los desordenados deseos de otra; repartid, antes bien, derechos iguales e imparciales. No permitáis que un legislador apruebe leyes que puedan perjudicar los derechos y libertades de otro. La fortuna os ha situado en elevado lugar, manteniendo el equilibrio de un imperio grandioso si bien plantado.
Este, señor, es el consejo de vuestro concilio americano, de cuya observancia puede quizá depender vuestra felicidad y fama futura. El Dios que nos dio la vida nos dio al mismo tiempo la libertad; la mano armada podrá destruirlas, pero jamás separarlas. Esta, señor, es nuestra última, nuestra irreductible decisión.
* Escrito de Jefferson, dirigido a los delegados de Virginia en el primer Congreso de las Colonias, para que lo propusieran como una exposición de quejas de la América británica al rey Jorge III de Gran Bretaña. El documento no se aprobó y, como observó Jefferson muchos años más tarde, “se prefirieron actitudes más amansadas”.
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THOMAS JEFFERSON, Visión sucinta de los derechos de la América británica (extractado). Autobiografía y otros escritos. Editorial Tecnos, 1987. Traducción de A. Escohotado y M. Sáenz de Heredia. Filosofía Digital 2008