El olor del hambre
Fuera, en la calle, el hambre, el miedo y la desesperación se disimulaba~ cantando «salud, dinero y amor». O hablando de una lechería en la que se trabajaba «más de noche que de día», que Fernández Sanz(23) interpreta como el reconocimiento de que se «bautizaba» generosamente una leche escasa.
El 14 de mayo de 1939 sale una orden estableciendo el racionamiento en todo el territorio nacional: «La necesidad de asegurar el normal abastecimiento de la población y la de impedir que prospere cierta tendencia al acaparamiento de algunas mercancías, movida por el agio y fomentada por las falsas noticias, aconsejan la adopción, con carácter temporal, de un sistema de racionamiento para determinados productos alimenticios».
El artículo 6 de ese decreto del Ministerio de Comercio dice: «Por cada familia habrá dos cartillas de racionamiento: una para carnes y otra para los demás comestibles». Además se fijan las raciones para niños, mujeres y hombres. En esa misma orden se prohíben las colas para evitar altercados: «Señalándose por las Delegaciones de Abastecimientos los días y, si lo considerasen necesario, las horas en que deben realizarse los suministros, queda terminantemente prohibida la formación de colas con tal objeto, ya que serán absolutamente innecesarias».
Con el racionamiento, llegó también el estraperlo. El 13 de noviembre de 1941, un «Informe del Auditor de Brigada, Subdirector General de Prisiones al Director General de Prisiones»(24) da un total de «ciento ochenta individuos» que han ingresado en la Prisión Celular de Barcelona por haber infringido la ley de 26 de octubre de 1939 sobre acaparamiento y elevación abusiva de precios. De ellos, habían sido condenados sesenta y nueve. «Todos ellos», dice el informe, «han sido puestos en prisión atenuada en su domicilio, excepto los hermanos Sánchez Guerra, durante la tramitación del proceso. Una vez dictada sentencia sólo ingresaron en prisión diez».
No era la Justicia ni excesiva ni dura con estos delitos. Incluso cuando las penas subían a los dos años, el informe recoge que se les aplicaba de una forma que califica de «irregularidad» y «verdadero escándalo». El auditor destaca especialmente en este sentido a José Banús y Cándido Solá, condenados a dos años de prisión menor y que rápidamente fueron puestos en libertad «o en prisión atenuada tan extraña»
Pero mientras los estraperlistas, «una clase derrochona [que] se hacía notar allí donde era aparente exhibirse: en la feria taurina, en la tribuna del Barcelona o en la del Madrid, en los estrenos del acartonado y patriótico cine nacional y, por supuesto, en las salas de fiesta», otros españoles, una gran mayoría, «buscaban en las basuras restos comestibles o trozos de carboncillo susceptible de arder y dar calor. Gentes sin hogar acurrucadas en la boca del metro […]. A veces la multitud de peatones nocturnos se arremolinaba: eran los casos de desmayo por inanición»(25)
El torero Félix Colomo cuenta el pequeño estraperlo que muchos españoles, hambrientos y desesperados, se veían obligados a hacer para sobrevivir: los dos litros de aceite, las patatas traídas del pueblo, el café de Portugal:
-Para sacarnos unas perras nos dedicamos a traer café de Portugal. Cruzábamos la frontera por las noches, comprábamos café y nos volvíamos para venderlo en España. Aquí escaseaba de todo, así que el café lo colocábamos con bastante facilidad. Pero, eso sí, el miedo que yo pasaba en esas noches de contrabando jamás lo había conocido en las plazas. Más miedo que un miura me daba la oscuridad, y cada encina del campo me parecía un guardia civil que nos iba a echar la mano encima. Lo mío, desde luego, no era el contrabando. Pero cuando la necesidad aprieta, uno ha de hacer lo que sea para sacar la familia adelante. Además, yo no podia torear.
A Félix Colorno se le prohibió torear. A él y a otros que, con él, habían servido a la República haciendo lo único que sabían: ponerse delante de un toro.
-Se me prohibió torear en cualquier plaza de España. Y la misma suerte que corrí yo la corrieron toreros corno Miguel Palomino, que llegó a alcanzar el rango de comandante del ejército republicano, o Luis Prado, Litri JI, que fue capitán de las tropas rojas.
Y cuenta Colomo que otros, por elección propia o por azar, se quedaron en la zona nacional, corno Marcial Lalanda. Y ejercieron de vencedores.
-Puede que corno diestro fuese una maravilla, pero corno persona dejaba mucho que desear. Fue mi cuchillo. El que me mató corno torero. Después de la guerra tuvo mucho poder. Él elegía quién toreaba y quién no, y actuaba movido por resentimientos y rencores. Mi novia fue un día a ver a Lalanda, e intentó persuadirle de que diese marcha atrás en su decisión de vetarme. Lalanda respondió: «Si tengo que hablar de Félix Colomo, va a ser para perjudicarle». A mí ni se dignó recibirme, aun presentándome en su propia casa acompañado de Indalecio Utrilla, su amigo íntimo. Jamás compren di el porqué del daño que me hizo. Pasados los años, coincidí con Marcial Lalanda junto a Matías Prats y otros periodistas y toreros en el palco de honor de la corrida de la Prensa, hacia 1989. Allí le pregunté: «¿Por qué esa animosidad contra mí? ¿Por qué me hizo tanto mal al acabar la guerra?». Y él lo único que supo decirme fue: «No te quiero dar explicaciones. Se lo preguntas al juez de tu pueblo».
Años duros, dice Colorno, que recuerda los comedores del Auxilio Social. Y el «plato único» de los lunes en todos los hoteles, restaurantes y casas de comidas. Cruel ironía en un país cuya población, en su mayor parte, tenía auténticas dificultades para conseguir llenar el estómago y en el que, sin duda, el plato único hubiera sido motivo de alegría, de tenerlo, claro.(26)
La gasolina estaba racionada y sujeta también a una cartilla oficial. Y para entrar en espectáculos v tabernas había de llevarse en sitio visible la insignia del subsidio del Auxilio Social. Era la España que bosteza de Machado, pero, en este caso, era el estómago lo que tenía vacío.
En Ocaña había en esos primeros años de la victoria 7.000 hombres y 2.000 mujeres, según cuenta Miguel Núñez. El Partido empezaba ya a organizarse dentro de la cárcel. Los paquetes del exterior se administraban teniendo en cuenta las necesidades de cada uno. La vida en el penal estaba relativamente organizada. Se impartían clases de las cosas más inverosímiles: de secretario de ayuntamiento, de milicias, de administración de empresas.
-Miguel Hernández daba clases de poesía. Eramos más de 700 jóvenes y nos daba clases de literatura. A jóvenes con condenas de 20 o 30 años se les daba clase de poesía.
A Ocaña llegó un día el falangista Ernesto Giménez Caballero. Quería hablar con Miguel Hernández para proponerle su puesta en libertad. Quería aprovechar su imagen de poeta para demostrar que el régimen era generoso con el enemigo.
-A nosotros nos lo contó un testigo de aquella conversación. Un preso de confianza que estaba siempre en el despacho del director, lugar donde se celebró la entrevista. Hernández se acercó a la ventana y llamó a Giménez Caballero. Le mostró el patio donde estábamos los presos y le dijo: «Mira. Esos son mis hermanos. Con ellos he luchado y con ellos me quedo». Era un hombre magnífico.
No era a la única cárcel a la que Ernesto Giménez Caballero acudió. Y con la misma intención de atraer a su causa a algunos presos. Apareció un día por el campo de Albatera, también en Alicante. Lo cuenta Heliodoro Sánchez y su testimonio ha sido recogido en el ya citado Libro Blanco de las Cárceles Franquistas: «Un día nos echó un discurso Giménez Caballero. Nos dijo de todo; para terminar, que a pesar de todo entre nosotros había algunos que no eran fusilables».
Miguel Hernández fue trasladado a la prisión de Alicante, donde murió. Iba ya muy enfermo. Había padecido en Ocaña una terrible bronquitis que apenas le dejaba respirar. En una carta dirigida al poeta malagueño Carlos Rodríguez-Spiteri decía: «Ahora acabo de salir de una enfermedad que me ha retenido en la manta, porque cama no tengo, una semana».(27) Florentino Hernández Girbal cuenta así la marcha del poeta: «Al día siguiente, de mañana, después de servirnos la insípida sopa, acudí a la sala 11 para despedirme de Miguel. Con él estaban todos los amigos. Tenía ya atado y listo el petate. Comenzó a repartir abrazos. Cuando me llegó la vez estreché su pecho contra el mío. Al tiempo que le daba una palmadita cariñosa en la mejilla, me entregó un libro.
»-Toma – dijo-, para que tengas un recuerdo mío.
»Era La España del Cid de Menéndez Pidal, en su edición argentina, que a él le había enviado meses atrás José María de Cossío.
»Tras el oficial que le conducía hacia el primer rastrillo para entregarle a la pareja de civiles, le seguimos. Antes de trasponerlo nos dirigió una última mirada y cargado con el petate se alejó. ¡No habríamos de verle más!».
El Cura Verdugo
En el año 1941, según los datos de Prisiones, obtienen la libertad 50.000 reclusos, lo que da idea del número de encarcelados. El año anterior habían sido vistos por la Comisión de Examen de Presos más de 70.000. Y 1.500 mujeres, «que ofendían el pudor público por las calles, fomentaban la corrupción social heredada del dominio rojo y propagaban enfermedades repugnantes, han sido recogidas en reformatorios especiales». Aquel año se inauguró con una terrible nevada. Hasta los elementos se confabulaban contra un pueblo que tiritaba sin carbón en unos hogares en los que Franco había prometido que jamás faltaría la lumbre. Pero faltaba la leña. Y faltaba el pan. Sobraban frío y sabañones. Y miseria. A los abrigos se les daba la vuelta. Y se utilizaban los cartones para tapar los boquetes de los zapatos.
Tal vez fuera esa nieve de 1941, ese frío terrible el que ahora recuerda Miguel Núñez cuando cuenta el horror de las sacas. Y esa tragedia de la muerte que le trae a la memoria los fusilamientos contados por Gila.
-Se daban situaciones que no sé cómo definirlas. A la gente se la llevaban a fusilar a Yepes. Era invierno. Hacía un frío espantoso. Y recuerdo una anécdota tremenda. Una mañana, uno de los que iban a fusilar, en el patio, comentó: «¡Que frío tan grande!». Y el guardia civil que lo custodiaba dijo muy serio: «Ya lo creo. Y yo, encima, tengo que volver». Fíjate. A veces …
Calla un instante Miguel Núñez. Es como si todavía estuviera escuchando aquellas palabras. No hay amargura en su boca. Ríe incluso. Dice, como para sí:
-Qué cosas. La vida … Es imposible pasar por la vida sin hacer alguna reflexión. Cómo podían ocurrir esas cosas …
Y recuerda también a aquel hombre condenado a muerte. Aquel a quien la familia le había ido dando ánimos y esperanza. Primero que la tía fulanita trabajaba con un coronel que intercedería por él… Luego que si el cura, amigo de otro familiar… Y, al fin, allí estaban, en capilla, la última noche. Todos silenciosos. Esperando. Sin esperanza ya. Y la niña pequeña que había entrado aquel día a despedirse del padre que le dice: «No te preocupes, papá, que a lo mejor los que disparan no te dan…».
-Dios mío. Tremendo. Es como de Gila, ¿verdad? Tremendo.
Y aquel capellán al que llamaban «El Cura Verdugo» que acompañaba a los pelotones de ejecución y daba el tiro de gracia al ajusticiado. En esa clase de poesía de Miguel Hernández compusieron un romance que ahora Núñez recita, tal vez cojeando en algún verso:
Muy de mañana, aún de noche,
antes de tocar diana,
como presagio funesto,
cruza el patio la sotana.
Más negro, más que la noche,
menos negro que su alma,
llegó al pabellón de celdas.
Allí oímos sus pisadas.
Y los cerrojos lanzaron
agudos gritos de alarma.
«Valor, hijos míos
que así Dios os lo demanda».
Los civiles, temblorosos,
los ataron por la espalda
por no ver aquellos ojos
que mordían, que abrasaban.
De pronto siete disparos
taladraron la mañana.
Y fueron en nuestros pechos
otras tantas puñaladas.
Los pájaros lugareños
que sus plumas alisaban
se escondieron en sus nidos
esperando la alboTada.
La luna lo veía todo,
lo veía y se tapaba
por no fijar la mirada
en el libro, en la cruz
en la star ya descargada.
Más negro, más que la noche,
menos negro que su alma,
como presagio funesto
el cura verdugo marcha.
-No sé cómo se llamaba aquel hombre. Me lo han preguntado alguna vez. Y no lo recuerdo. ¿Qué más da? A veces la vida te sitúa a un lado o a otro. Eso es así. Pero eso no quiere decir nada. Puedes estar en un lado y ser una magnífica persona. O, como éste: estaba en el otro lado. Pero era un auténtico hijo de puta. ¿Qué importa su nombre? Cuando se desata algo tan terrible como es una guerra civil, aflora el ser humano que hay en cada uno, el auténtico ser humano. Su esencia.
No todos los curas eran así. Es verdad. Curro tiene otro recuerdo del capellán de la cárcel de Huelva, aquel que quiso que muriese en paz de Dios Juan Pinto, el muchacho que no tiene ni un mal callejón que le recuerde. Tiene la idea Curro de que aquel era un cura republicano, condenado a muerte, indultado in extremis y convertido finalmente en melancólico servidor espiritual de los suyos.
-A ése no lo beatificarán nunca, claro, porque era un cura rojo. Me decía: «Yo sé, Currito, que los elegidos de Dios mueren jóvenes. Pero, qué quieres que te diga, yo nunca quise ser elegido».
Así eran las cárceles que vivió Curro López Real. Primero, vencido y derrotado el ejército rojo, conoció del espanto de tres campos de concentración. En el de Los Almendros, en Alicante, inició su andadura de preso republicano. Ni un solo almendro quedó allí.
-Hasta las raíces nos comimos.
También en Alicante, el campo de Albatera: «A más de 6.000 individuos se eleva el número de detenidos rojos (en este campo), entre ellos el ex diputado socialista Molina Conejero, el gobernador civil de Ciudad Real David Antona, ex jefe del Ejército Rojo Cinnamod [sic] Toral, el ex dirigente socialista Javier [sic] Zabalza y el ex auditor general Valdecabras, que firmó la sentencia de muerte de José Antonio».(28) Eso contaban los periódicos de la época.
De estos dos campos, de Albatera y de Los Almendros, donde estuvo el escritor y periodista Eduardo Guzmán, existen testimonios terribles.(29) Heliodoro Sánchez cuenta: «Pude escuchar los lamentos de personas que se metían llaves de latas de conserva y los dedos en el ano para ver de hacer sus necesidades, pues no las habían hecho desde hacía 20 y más días. También vi a hombres en la parrilla, que consistía en un pequeño círculo alambrado de cara al sol, sin agua ni comida y sin poder andar». Rafael Sánchez Guerra cuenta también de ese campo: «En el mes de marzo murieron de hambre setenta y ocho reclusos y a todos nos espantaba la proporción aterradora de la cifra». En Los Almendros había 1.500 personas que, a veces, llegaban a 2.500. El campo estaba diseñado para acoger no más de 500 presos». Continúa Sánchez Guerra: «Era tal el ansia de comer de algunos de los presos, que se hizo preciso nombrar en cada patio un recluso que hiciera guardia permanente al lado de los cajones de basura, para evitar que unos cuantos desgraciados se intoxicaran recogiendo las inmundicias y desperdicios que otros arrojaban. Las cáscaras de las naranjas, muchas veces pisoteadas y sucias, las devoraban los hambrientos con verdadera fruición».(30)
En ese campo estuvo Curro, y estuvo también en Portacoeli, antiguo hospital para tuberculosos, que fue verdaderamente «puerta del cielo» para centenares de derrotados, como ellos mismos comentaban con sorna en medio de las calamidades.
Y de ahí a la cárcel, lo que supuso, dentro de lo que cabe, un cierto alivio. Al menos, en la prisión, los piojos no le comían a uno vivo como en los campos, y en vez de una hogaza de pan para cada cinco reclusos se les alimentaba con un par de ranchos diarios y un café en el desayuno. Y, en vez de amontonarse en infectos barracones o al aire libre, cinco o seis presos compartían celda. Córdoba, Huelva, Riotinto, Huelva otra vez.
Curro López Real se había librado, por poco, de la pena de muerte cuando se le juzgó. Pero pesaba sobre él una cadena perpetua. No quiso cumplirla y se escapó. Aprovechando que le trasladaron a la Colonia Penitenciaria de Dos Hermanas, en Sevilla, un centro de trabajos forzados donde los reclusos redimían sus supuestos delitos, consumó la fuga. Trabajaban los presos en la construcción de un canal para encauzar las aguas del Guadalquivir. Una de las numerosas obras públicas que Franco llevó a cabo en la posguerra con mano de obra roja. En Dos Hermanas penaron unos 1.300 presos.(31)
Allí era el ejército el encargado de la vigilancia. A campo abierto la fuga parecía una posibilidad más cercana. Así que Curro se escapó. Asegura que, un buen día, simplemente, se fue. Aprovechó el despiste de los soldados que custodiaban a su grupo y, afirma muy serio, salió corriendo. Sin más. ¿Y cómo fue eso? La memoria, a veces, no da más de sí. La memoria, en ocasiones, guarda silencios en los que resulta complicado hallar respuesta alguna. Quizá porque, tantos años después, tampoco importan demasiado los detalles. Curro, sencillamente, escapó de allí.
-Lo difícil hubiera sido no fugarse.
Logró tomar un tren hacia Huelva al día siguiente. Y, lo que son las cosas, en el vagón de aquel viejo ferrocarril a carbón donde viajaba tomó asiento, frente a él, uno de los sargentos de la compañía que estaba a cargo de la Colonia Penitenciaria de Dos Hermanas. Para su sorpresa al militarote le dio por pegar la hebra sin sospechar su fuga.
-¡Coño! Yo a ti te conozco. Tú estabas ayer mismo en Dos Hermanas. ¿Cómo es que has salido libre? Y qué decir. Lo primero que se le pasó por la cabeza:
-Pues echándole valor.
Echándole valor. Una frase hecha que al ser repetida hoy, muchos años después, por Curro todavía le sale con un agudo acento andaluz que el exilio casi desvaneció. Echándole valor viajó con su carcelero hasta Huelva, compartiendo vino y viandas («venga a echarle vino», dice Curro), y pensando a cada minuto que en cualquier momento se percataría de lo extraño de su pronta liberación. Pero no. Y así llegaron hasta su destino.
-Pues nada, Currito, a ver si esta noche quedamos y nos tomamos unos vinos para celebrar que ya estás fuera, hombre.
Pero no entraba en sus planes tal cosa, desde luego. De Huelva, López Real se llega hasta Villanueva de los Castillejos, donde permanece escondido un compañero de armas, y con ayuda de gente del Partido cruza la frontera a Portugal clandestinamente. Allí intenta que se le reconozca como refugiado político y lo único que consigue es que la policía lusa le devuelva a España. Otra vez a la cárcel: Badajoz. Entre unas cárceles y otras, entre campos de concentración y trabajos forzados habían pasado seis largos años desde el fin de la guerra. 1945 y Curro preso en Badajoz.
-Había algunos allí condenados a muerte desde el 39. Tardaron en fusilarles, pero les fusilaron.
La Memoria de Prisiones de aquel año señala que presos procedentes de «la rebelión marxista», había en las distintas cárceles españolas 7. 791, condenados de 20 años y un día a 30 años. Y 3.654 que purgaban penas de hasta 20 años.
La II Guerra Mundial había acabado y las esperanzas de los republicanos cautivos pronto se desvanecieron. Nadie vendría a liberarles. Contaban luego los veteranos supervivientes de estas cárceles, cuando entraron en prisión los jóvenes antifranquistas procedentes de la universidad y les encontraron aún allí, entre rejas, que al caer Berlín en manos aliadas ondearon banderas tricolores en los centros penitenciarios, y los carceleros tuvieron miedo, y hubo motines y revueltas. ¿Hubo tal cosa? Así se contaba años después. No lo recuerda Curro López Real. Quizá forme parte de una leyenda elaborada minuciosamente por los presos rojos, quizá ese rumor heroico corrió de cárcel en cárcel y les dio ánimos para seguir viviendo, sobreviviendo en su cotidiana derrota.
De vuelta a Huelva, su provincia natal, trasladada por enésima vez, Curro atisba cierta posibilidad de abandonar su cautiverio. José Tejero es un viejo amigo, acaudalado industrial de recalcitrantes ideales monárquicos, que comparte con Curro su desprecio por un régimen que, si bien no había osado eliminar a un burgués de su fortuna y nombre, sí le había desterrado por un tiempo a Ciudad Real por su fidelidad a la causa regia al acabar la guerra. Dueño de fábricas conserveras en la ciudad, pone en marcha su red de influencias para lograr un indulto. Habla con unos y con otros. Al fin y al cabo, quizá mal que le pese, pertenece al bando de los vencedores. Así que, echando mano de sus contactos, José Tejero, un buen hombre, según recuerda Curro, un buen amigo, le saca de la cárcel. Así funcionaban las cosas entonces: pudrirse en prisión o salir de la cárcel dependía, muchas veces, del arbitrio de un jerarca de turno. Al fin, en 1947 abandona el centro penitenciario de Huelva. Han pasado siete años, dos meses y un día desde que le capturaran. Ahora es libre en la inmensa cárcel de la España franquista. Y pronto decide también huir de esa prisión. Lo hace con quien ha estado esperándole desde los primeros días de la derrota: su esposa Eugenia.
– Ella se fue a Madrid. Huyó de madrugada, casi a la carrera, de Huelva porque querían pelarla y darle aceite de ricino.
Y ella, sin darle importancia, un poco avergonzada de sacar a la luz viejas tragedias personales, apostilla sonriendo:
-Cosas del franquismo.
Y retoma Eugenia el hilo de la memoria, con la cárcel a sus espaldas, para hablar del exilio. Otra historia. Muy larga. Primero pasar los Pirineos a pie, casi con lo puesto. Toulouse, Marsella, una frustrada intentona de llegar a Tánger, donde ni les dejaron bajar del barco, y ya Bruselas. Aquel barco a Tánger:
– No nos dejaron desembarca~ en el puerto. Ni a estirar las piernas siquiera. Éramos parias. No nos querían en ningún lado. Como los que vienen ahora de África. Pobrecitos.
Bruselas, finalmente, les acogió. Bruselas durante treinta años de forzado destierro. Y el regreso a España el 12 de octubre de 1978. Y el pisito en Ciudad Lineal. Y el olvido.
-Nadie sabe si estamos vivos o muertos aquellos que regresamos. Y a nadie le importa ni le tiene por qué importar, supongo.
Eugenia sonríe. Curro asiente. Mejor olvidar, dicen, los años de cárcel. No hay que acordarse de tanta infamia. Y todo por la imbecilidad de una mala guerra.
-La guerra, qué gilipollez -murmura Eugenia- . Me acuerdo muchas veces de ese verso. Es así.
Curro dice que sí, asiente con la cabeza. En la tele hay toros y Curro atiende, de reojo, a la faena.
*******
(24) Citado por José Manuel Sabín Rodríguez. La dictadura franquista (1936-1975). Akal. Madrid, 1977.
(25) Rafael Abella. Por el Imperio hacia Dios. Crónica de una posguerra. Planeta. Barcelona, 1978.
(26) Redactando este libro, murió Félix Colomo, matador de toros, empresario de hostelería de gran éxito, luchador infatigable y, sobre todo, una persona buena. Fue amigo de mi padre, con quien compartió prisión y alguna vez soñamos con publicar su vida, mientras charlábamos sobre su biografía. Sirvan estas líneas como homenaje a uno de tantos vencidos de aquella guerra atroz. (Nota de R. S.).
(27) Florentino Hernández Girbal. Obra citada.
(28) Rafael Abella. Obra citada.
(29) Libro Blanco de las Cárceles Franquistas. 1939-1976. Ruedo Ibérico. París, 1976.
(30) Rafael Sánchez Guerra: Mis prisiones. Claridad. Buenos Aires, 1946. Curiosamente, escenas muy semejantes, pero con niños como protagonistas, ha contado en sus dibujos de la serie Paracuellos Carlos Giménez. Era, además, la misma época. Los niños estaban recluidos en los colegios del Auxilio Social.
(31) José Manuel Sabín: Prisiún y muerte en la España de Postguerra. Anaya&Mario Muchnik. Madrid, 1996.