Baruch Spinoza: filósofo y tratadista político
Una filosofía del miedo: «Hay opciones políticas que extraen rédito del miedo. Necesitan demonizar los impulsos de colaboración»
El vuelo de la lechuza, 01 ABRIL 2020
Bernat Castany Prado, escritor y profesor en la Universidad de Barcelona, publicó en 2022 uno de los libros más relevantes en el panorama editorial hispanohablante de los últimos años: Una filosofía del miedo, obra finalista del Premio Anagrama de Ensayo en la que investiga una de las emociones más primarias del ser humano: ¿qué puede y tiene que decirnos el miedo en términos filosóficos?
El miedo es una amalgama de pasiones tristes, que nos sume en la más profunda de las impotencias. Es el alfa y el omega de la impotencia. Su primera dentellada se llama autoodio. Tememos no ser o no llegar a ser lo suficientemente buenos o dignos.
Escribió Baruch Spinoza que no podemos luchar de modo frontal contra las pasiones tristes, sino más bien sustituirlas por afectos alegres. Por eso, señala Bernat Castany en su último libro, «al miedo sólo se lo combate con el conocimiento, la curiosidad, la empatía y la solidaridad». A través de un ensayo de muy agradable y atractiva lectura, Una filosofía del miedo se propone ahondar en la densa niebla que, como un «aguijón invisible» (al decir del poeta latino Lucrecio), se apodera de nosotros, nos hace egoístas e incluso despiadados. El miedo es una experiencia transformadora que puede llegar a incapacitarnos o, en terminología psicológica, hacernos disfuncionales.
Castany Prado se ocupa del miedo en sus muy diversas facetas: individual y subjetiva, social y política, psicológica y antropológica, y de todo ello extrae consecuencias y recursos filosóficos para acercarse al miedo, a esa Némesis que no nos deja disfrutar, «pues altera nuestro conocimiento, nos aparta del mundo, reduce el placer, nos hace crueles, nos impide ser lo que hemos decidido ser y erosiona el tejido social». Es esta última faceta una de las que más preocupa al autor. Cuando el tejido social se rompe, cuando el miedo se filtra por los ánimos humanos, el caldo de cultivo más proclive para el totalitarismo y la manipulación está servido.
El miedo nos hace indolentes, nos debilita y hace pensar que nada se puede, que compartir nuestras inquietudes y nuestros pensamientos no sirve para nada: nos convence, en fin, de que el pensar es inoperante. Como apunta Castany Prado, «El miedo es una redundancia, pues quien teme morir ya está muerto de miedo».
La gran estrategia del miedo es «reducir al máximo el conjunto de las cosas que dependen de nosotros». Todo lo contrario de lo que exigía Epicteto con su moderado estoicismo. El miedo coarta las posibilidades vitales, nos ahoga existencial y afectivamente, nos aísla del mundo y de nuestros semejantes. Como propuso Carl Jung, «la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir», una cita que Bernat Castany apuntala de este modo:
No es la nostalgia de lo no vivido, es el dolor de lo no hecho. Porque no son las circunstancias las que nos han impedido hacerlo, sino nuestro apocamiento.
El miedo se sirve de la (posible) frustración y del (posible) fracaso para empequeñecernos, para situarnos frente al abismo de la libertad no como agentes, como sujetos activos, sino como seres pasivos que se resignan, sin más, a no caer, a permanecer en el lado seguro de las cosas. Lo que nadie nos dice es que, quizá, esa presunta seguridad nos aliena, no nos protege.
Porque, como sostuvo Spinoza y Castany recuerda en diversas ocasiones, el miedo es la más triste de las pasiones, «es la que más reduce nuestra sensación de potencia». Por eso, escribe de manera muy bella el autor de este ensayo, “el miedo es una niebla que no se puede atacar sino sólo dispersar con el viento del deseo”.
Frente a la desconfianza en el mundo, que suele traducirse en una ansiedad debilitante, la confianza en él nos ofrece la serenidad que, aunque al final pueda revelarse equivocada, es beneficiosa desde el primer momento, y contribuye, de ese modo, a coronar nuestros esfuerzos. Así es como las buenas perspectivas generan nuevas energías.
El miedo crea grietas insuperables, permea la realidad de posibilidades oscuras y funestas, pues para el miedo el mundo «es una resistencia absoluta ante la cual no podemos nada». Al contrario, sostiene Bernat Castany, para la confianza «es un lugar favorable a nuestros esfuerzos». La clave del asunto es que el miedo es el creador de aquello que se teme, lo que nos infunde un desánimo triste, mientras que «la confianza crea lo que desea, al liberar y movilizar nuestra energía».
No se trata de un dictado de autoayuda. Nada más lejos. Castany Prado también critica abiertamente en las páginas de Una filosofía del miedo las prácticas de la psicología positiva en sus formas más despóticas, es decir, como dictadura de la felicidad, a la que denomina «positivismo tóxico». Se trata, más bien, de defender un afecto alegre, una emocionalidad esperanzada (es decir, proyectada) hacia el futuro. Un conatus, un anhelo de más, lleno de confianza en uno mismo y, por qué no, en el mundo.
Toda la ética spinoziana consiste, pues, en evitar los afectos trostes, como el odio, la envidia, la vergüenza, la tristeza, la melancolía, el arrepentimiento, la desesperación, la decepción, la venganza, el sometimiento y el miedo, y fomentar afectos alegres, como el orgullo, la seguridad, la admiración, la confianza, la risa, la curiosidad, el reconocimiento, la creatividad, la esperanza, la misericordia o la alabanza.
Un libro de enriquecedora lectura y de muy hondas consecuencias antropológicas, psicológicas, filosóficas y sociales. La tesis que defiende el autor no es tanto la de ahuyentar el miedo como la de cuestionar qué se esconde tras él, desenterrar sus razones para hacerlas patentes y poder pertrecharnos de armas intelectuales y emocionales que nos reconcilien con la acción, con nuestra condición de agentes y nos aleje de un estado de introspección impotente en el que el miedo nos introduce en una vorágine de incomprensión ante cuanto sucede.
El problema es que hay opciones políticas que extraen rédito del miedo. Por eso necesitan demonizar y reprimir los impulsos de colaboración, que asocian a la ingenuidad, a la pretenciosidad o a la traición, y excitar los de desconfianza y agresión, que presentan como más realistas, honestos y patrióticos.
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Baruch Spinoza: filósofo y tratadista político
La coacción de un Estado puede venir no sólo por las pasiones de sus ciudadanos, sino también por fuerzas externas, como otros Estados o desastres naturales
Baruch Spinoza es uno de los autores más polémicos de la tradición occidental. Excomulgado del judaísmo por sus declaraciones acerca de la autoría de la Biblia (cfr. a este respecto La sinagoga vacía, Gabriel Albiac), condenado al ostracismo por su concepción radicalmente distinta de Dios y el hombre, Spinoza es un filósofo que ha sobrevivido a lo largo del tiempo, a pesar del constante rechazo que ha sufrido su teoría por los grupos religiosos más dogmáticos. Su noción «naturalista» del universo, cercana a concepciones paganas, se refleja en todas las aristas de su pensamiento. El presente artículo trata de exponer los pilares de su teoría política desde su Tratado político.
El Tratado político de Baruch Spinoza tiene como fundamental propósito «demostrar solamente aquellas cosas que están muy de acuerdo con la práctica, por razón cierta e indudable, y deducirlas de la condición misma de la naturaleza humana» (Tratado político, Gredos, p. 343). Es decir, el filósofo holandés, en su obra política, no busca imaginar un Estado perfecto, como hiciera Tomás Moro en su Utopía, sino describir el funcionamiento de los diversos modelos de gobierno y discernir por qué funcionan y por qué fracasan.
Frente a aquellos que «creen que hacen una cosa divina, y que alcanzan la cumbre de la sabiduría, cuando han aprendido a alabar de muchos modos la naturaleza humana que no está en ninguna parte, y a acosar con palabras a aquella que en verdad existe» (Tratado político, ed. cit., p. 341), Spinoza parte de su concepción de la naturaleza humana para ver en qué modo se articulan los Estados, que no son sino las formas de agrupamiento sumo de los seres humanos.
Spinoza parte de su concepción de la naturaleza humana para ver en qué modo se articulan los Estados, que no son sino las formas de agrupamiento sumo de los seres humanos
Así pues, ¿qué es para Spinoza el ser humano? Para este pensador, como podemos ver a lo largo de su Ética, el ser humano es un ente del cúmulo infinito que existen en la naturaleza, y que se diferencia del resto por su razón. La razón es la virtud que tiene el ser humano para conocer las causas que le afectan y controlarlas. Por ejemplo, si conozco que el azúcar perjudica mi salud, tendré la capacidad de reducir su consumo si sé en qué medida me afecta y cómo puedo desembarazarme de su poder.
Sin embargo, aunque el ser humano se distinga del resto por su esencia racional, esto no implica que siempre obre guiado por ésta. La naturaleza, o Dios, es infinita, y hay infinitos entes en ella, por lo que muchos de ellos son más potentes que la razón humana. Además, como el alma humana es limitada, depende de infinitas cosas para existir (p. e. del agua, del aire, de la comida, etc.).
Por ello, «como el principio de existencia de las cosas naturales no puede concluirse a partir de la definición de éstas, así también, la perseverancia de ellas en existir no puede concluirse a partir de su definición» (Tratado político, ed. cit., p. 349); esto significa, aplicado al ser humano, que, aunque se defina por su esencia racional, la causa de gran parte de sus acciones no será su razón, sino otras cosas.
Para Spinoza, cuando una cosa externa al ser humano le condiciona a actuar de una manera, ésta produce en él lo que se denomina un afecto, una pasión.
Para Spinoza las acciones humanas se distinguen entre las que hacemos guiados por nuestra razón, en la que somos causa de nosotros mismos, y las que llevamos a cabo motivados por los afectos, en las que son otras cosas las causas de nuestro obrar
Para Spinoza, cuando una cosa externa al ser humano le condiciona a actuar de una manera, ésta produce en él lo que se denomina un afecto, una pasión. Por ejemplo, al observar un animal, podemos sentir miedo y huir. La causa de esta huida no está en nosotros mismos, sino en el animal, que nos ha producido el afecto del miedo y nos ha hecho escapar. Por ello,
… llamo a un hombre enteramente libre en tanto que es guiado por la razón, porque entonces es determinado para actuar por las causas que pueden adecuadamente ser entendidas solamente a través de su propia naturaleza.
Tratado político, ed. cit., p. 349
Por lo tanto, para Spinoza las acciones humanas se distinguen entre las que hacemos guiados por nuestra razón, en la que somos causa de nosotros mismos, y las que llevamos a cabo motivados por los afectos, en las que son otras cosas las causas de nuestro obrar. Desde esta distinción, podemos entender a qué se refiere el filósofo cuando dice que
«por ‘derecho de la naturaleza’ entiendo las leyes mismas o bien las reglas de la naturaleza según las cuales todas las cosas llegan a ser, esto es, la potencia misma de la naturaleza» (Tratado político, ed. cit., p. 351).
Es decir, el derecho natural de cada ser es el modo en que obra por sí mismo, impelido por su propia esencia. Así pues, el derecho natural de cada ente será distinto tanto como lo sean sus esencias entre sí. El derecho natural de un pez, por ejemplo, será el de nadar y vivir en el agua, y sería para él «naturalmente ilegal» respirar aire, básicamente porque su naturaleza se lo impide.
Aplicado a los seres humanos, el derecho de natural sería todo aquello que por su propia esencia puedan obrar. Por lo tanto, el derecho natural no establece como ilegales aquellas cosas que percibimos como malas, sino las que por nuestra propia esencia nos son imposibles, como respirar debajo del agua. En el estado de naturaleza, donde todos los humanos tienen derecho a obrar tanto como su esencia les permita, «llegan a enfrentamientos, y se esfuerzan cuanto pueden por oprimirse recíprocamente» (Tratado político, ed. cit., p. 345), porque todos ellos desean ser cada vez más poderosos y estar en una situación mejor.
Para Spinoza, el temor producido por esta situación de conflicto perpetuo es la causa de que los seres humanos establezcan alianzas entre sí, donde se comprometen a colaborar y obedecer a una voluntad común a fin de evitar dicho conflicto. Surge así el derecho civil, que
«suele ser llamado Estado. Y lo detenta enteramente aquel que tiene el cuidado de la república por consenso común» (Tratado político, ed. cit., p. 361).
Así pues, Spinoza entiende como derecho civil aquellas acciones que están determinadas por la potestad suprema, es decir, el Estado. Por ejemplo, el ser humano puede por derecho natural matar y violar, pero puede que un Estado prohíba tales acciones, lo cual las hace civilmente ilegales. Por lo tanto, para Spinoza no hay disyunción ontológica entre el derecho civil y el derecho natural, sino que el primero es una unión de diversos entes naturales (los múltiples seres humanos que viven bajo un estado) que buscan con su unión de fuerzas cumplir mejor sus deseos y desarrollar en mayor medida su esencia.
Por ello, «las reglas y las causas del miedo y del respeto que una ciudadanía está obligada a observar no se refieren a los derechos civiles sino al derecho natural» (Tratado político, ed. cit., p. 379), es decir, el Estado actúa bajo las normas de la naturaleza, intentando usarlas del modo más favorable para sus ciudadanos.
Por este motivo, Spinoza se distancia radicalmente del pensamiento utopista, ya que el pensador racionalista no entiende el estado civil como una interrupción del estado de naturaleza, sino como su continuación humana más fructífera. Del mismo modo que los otros animales se asocian bajo un solo mando, los seres humanos se someten a un solo poder racional.
Sin embargo, aunque el poder al que aquéllos se someten en la situación civil es uno, este poder unitario no se da de una sola forma, sino que hay tantos modos de establecerlo como tipos de Estado existen. La división principal que establece Spinoza es entre los Estados en que la potestad suprema la ostenta uno, varios o todos los ciudadanos de la república. Aunque la potestad suprema recaiga en manos de uno o de varios ciudadanos, el poder del gobierno existe por la obediencia de los ciudadanos al mismo. Es decir,
«el derecho del estado o de las potestades supremas no es ninguna otra cosa que el derecho mismo de la naturaleza, que es determinado por la potencia, no ciertamente de cada uno, sino de la multitud que es guiada como por una sola mente» (Tratado político, ed. cit., p. 367).
El Estado existe gracias a que todos los ciudadanos unen sus fuerzas y se someten a una sola potestad. No cree Spinoza, por lo tanto, que el poder monárquico, por ejemplo, nazca de la divinidad del rey, o de decreto de Dios, sino que siempre tiene su causa en el conjunto de la ciudadanía, y el gobernante puede mandar en tanto que los ciudadanos estén dispuestos a obedecer. Del mismo modo, aunque todos los ciudadanos formen parte de la potestad suprema, siguen estando obligados a obedecer los decretos del Estado, porque las leyes del gobierno representan la voluntad común, no las voluntades particulares. Aunque sean muchos los gobernantes, sólo es una la potestad suprema.
Aunque todos los ciudadanos formen parte de la potestad suprema, siguen estando obligados a obedecer los decretos del Estado, porque las leyes del gobierno representan la voluntad común, no las voluntades particulares. Aunque sean muchos los gobernantes, sólo es una la potestad suprema
A la hora de comparar los diversos Estados existentes, Spinoza aplica sus conclusiones ontológicas al campo de la política. Si un ente es más potente en tanto que obra por sí mismo y no impelido por otros,
«es óptimo todo aquello que un hombre o una ciudadanía hace en la medida en que es máximamente independiente» (Tratado político, ed. cit., p. 381).
Es decir, será mejor el Estado que puede obrar con mayor libertad, ya que es el que podrá estar guiado en mayor medida por la razón.
Así pues, como el Estado no es más que la conjunción de sus ciudadanos, concluimos que un Estado será más libre cuanto más libres sean sus miembros. Si los ciudadanos de un Estado están sometidos constantemente al miedo, incluidos sus gobernantes, al final no será sino un estado irracional, que dependerá de agentes externos y será, por lo tanto, impotente.
La coacción de un Estado puede venir no sólo por las pasiones de sus ciudadanos, sino también por fuerzas externas, como otros Estados o desastres naturales.
La coacción de un Estado puede venir no sólo por las pasiones de sus ciudadanos, sino también por fuerzas externas, como otros Estados o desastres naturales
Evidentemente, un Estado que esté sometido a otro en sus decisiones no será ni mucho menos libre, y obrará en pos de los intereses de su dominador. El Estado debe garantizar, por lo tanto, la libertad de sus ciudadanos, tanto de sus pasiones como de los agentes externos, en la medida de lo posible. Y es que, retomando el realismo spinozista, la realidad está en gran medida alejada de este objetivo, ya que
«la multitud no quiere ser guiada por el dictado de la razón, sino que quiere estar de acuerdo naturalmente en algún afecto común» (Tratado político, ed. cit., p. 385).
Por ello, aunque un Estado es más libre cuanto más guiado esté por la razón, en aquellas ocasiones en que sea imposible hacer que los ciudadanos obedezcan por la vía de su razón, se ha de hacer que lo hagan empujados por sus pasiones, principalmente por su miedo a una situación peor si desobedecen y por su esperanza de una situación mejor si acatan los mandatos. La conclusión aquí es que
«el Estado debe ser necesariamente organizado de modo tal que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no, con todo hagan aquello que interesa al bienestar común» (Tratado político, ed. cit., p. 386).
Esto es así porque es mejor obedecer a un Estado, aunque no se esté de acuerdo con sus leyes, que vivir fuera de cualquier gobierno, donde se seguiría un mayor peligro e inseguridad para los seres humanos que en casi cualquier tipo de estado. Aunque pueda parecer lo contrario, Spinoza no defiende cualquier tipo de gobierno, o mejor dicho, no dice que funcione cualquier tipo de gobierno, y afirma contundentemente que
«si la esclavitud, la barbarie y la soledad han de ser llamadas paz, nada más deplorable para los hombres que la paz» (Tratado político, ed. cit., p. 387).
Además de nefasto, un Estado que oprima y esclavice a sus ciudadanos es, a la larga, inviable. Si los ciudadanos perciben que están en una situación tan perjudicial para ellos que nada les queda que perder, la insurrección ocurrirá con casi toda necesidad, porque actuarán guiados por un odio mayor hacia su gobernante que por el miedo a las represalias. El motor principal de las actuaciones humanas es, como ya hemos explicado, los afectos, y los afectos son también el motivo de que un gobierno sea apoyado o atacado por sus ciudadanos. Finalmente, debemos explicar cuáles son los límites de la potestad de un estado. En palabras de Spinoza,
«todas aquellas cosas a las que nadie puede ser inducido a hacer por recompensas o amenazas no pertenecen a los derechos de la ciudadanía» (Tratado político, ed. cit., p. 370).
Es decir, el poder del Estado, en tanto que es la agrupación de los poderes naturales de sus ciudadanos, se limita a aquellos campos a que un ser humano puede ser naturalmente obligado. Del mismo modo que nadie puede obligar a su cuerpo a desarrollar alas, un Estado no puede obligar por ley a sus ciudadanos a hacer otro tanto.
El caso más importante en que se aplica esta limitación del poder gubernamental es en lo referente a la libertad de pensamiento. En el Tratado teológico-político, donde aborda la relación entre el Estado y la religión, el autor afirma que
«si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades» (Tratado teológico-político, Alianza Editorial, p. 410).
Spinoza habla aquí de la libertad de pensamiento, no de acción o de expresión, porque un Estado sí que tiene la capacidad de limitar las acciones o el discurso de sus ciudadanos, pero es imposible conocer qué está pensando una persona.
Por ello, el filósofo opina que aquellos gobiernos que intentan controlar el pensamiento de sus ciudadanos hacen un esfuerzo inútil, y que es mucho más provechoso permitir la libertad de expresión, con tal de que aquellos que disientan de las decisiones del estado no sientan la frustración de verse perseguidos.
«de los fundamentos del Estado (…) se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y obrar sin daño suyo ni ajeno» (Tratado teológico-político, ed. cit., pp. 410-411).
«por vida humana no la que se define por la sola circulación de la sangre y por otras cosas que son comunes a todos los animales, sino la que se define principalmente por la razón, verdadera virtud de la mente y vida» (Tratado político, ed. cit., p. 383).