DOS CARTAS DE KROPOTKIN
DOS CARTAS DE KROPOTKIN: (Parte 1: Biografía de Piotr Kropotkin)
DOS CARTAS DE KROPOTKIN: (y Parte 3: Las dos Cartas de Kropotkin)
DOS CARTAS DE KROPOTKIN: Biografía de Kropotkin (2): Últimos años
La primera de las cartas que publicamos es enteramente de la mano de Kropotkin. Como se puede apreciar, el revolucionario ruso contesta a una pregunta que se le bacía, desde San José, acerca de su’ opinión sobre la guerra. ¿Quiénes, además de Elías Jiménez Rojas, eran los «queridos compañeros» a los que Kropotkin se dirige? Notemos la alusión hecha a la Revista Renovación. Era una revista quincenal «de Sociología, Arte, Ciencia y Pedagogía racionalista«, según se titulaba a sí misma, publicada en San José a partir de enero de 1911 hasta una fecha que no hemos podido determinar. La dirigían Anselmo Lorenzo y José Ma. Zeledón, y la editaba Ricardo Falcó Mayor. Elías Jiménez Rojas colaboraba en cada número. En los números que pudimos consultar, y que van hasta el Nº 84, de 30 de junio de 1914, encontramos varios artículos de Kropotkin, y es de subrayar una carta personal de Pedro Kropotkin a Ricardo Falcó Mayor, agradeciendo las felicitaciones que éste había enviado al primero, con motivo de su 70º aniversario (28).
Basta hojear la mencionada revista para percatarse de la simpatía, si no de la analogía, que había entre las ideas de los animadores de la misma y las de Kropotkin. Parece, pues, lícito pensar que los destinatarios de las cartas que vamos a analizar eran los que tan buena acogida reservaban en su revista a las tesis de Kropotkin.
En esta carta, el viejo revolucionario no hace más que esbozar su opinión sobre la primera guerra mundial. Para mayor información, remite a sus amigos otra carta, que va adjunta, en la que desarrolla ampliamente el tema.
Esta segunda carta se nos ofrece a la vez como una especie de circular y de borrador. Lo de circular no debe extrañar. Lo que sabemos de la vida de Kropotkin en aquella época nos permite ver en él uno de los patriarcas, si no el patriarca por excelencia, del pensamiento anarquista, a quien se le consultaba desde muy lejos (a pesar del malestar provocado, entre sus compañeros de lucha y muchos simpatizantes de la anarquía por su actitud misma frente a la guerra que había estallado tres meses antes). El grupo de amigos costarricenses no debía ser la excepción. Por ello, es probable que el exilado de Brighton había tomado la costumbre de redactar semejantes cartas circulares que enviaba a los grupos de simpatizantes deseosos de conocer su opinión sobre tal o tal problema del momento.
En cuanto a lo de borrador, tampoco parece ser cosa original en Kropotkin. Tenemos a este respecto un testimonio fehaciente: el de uno de sus colaboradores ingleses de aquella época, precisamente, Nevinson.
«La manera de trabajar [de Kropotkin], escribe, era muy particular y molesta para un inglés acostumbrado al orden … El orden era para él una molestia. Sabía tantas cosas, tenía tantas ideas, tantos sentimientos, que le parecía imposible mantenerse en los límites fijados. Escribiendo a toda velocidad, producía páginas y páginas de manuscrito incoherente. Luego, se olvidaba de ciertas cosas, docenas de cosas. Trataba de recuperarlas, empleando extrañas líneas adicionales, hebillas, paréntesis y círculos. Modificaba constantemente la posición, sin estar jamás seguro del párrafo en que sus exposiciones y reflexiones debían colocarse. Introducía no importa cómo en el manuscrito hojas sueltas, garrapateadas con prisa» (29).
Este descuido de la presentación afecta también el estilo. El francés de estas cartas es más bien hablado que escrito i encierra torpezas y repeticiones, pleonasmos, sobre todo cuando la pasión arrastra al autor. Notemos, por ejemplo, que la segunda carta va dirigida al singular en el principio («querido camarada«) y al plural en el final («He aquí, queridos camaradas ... «).
Hemos respetado, en la medida de lo posible, la libertad de este estilo (Empleamos corchetes para intercalar las frases escritas en los márgenes o entre líneas).
Para comprender lo paradójico de la actitud de Kropotkin frente a la primera guerra mundial -problema al cual solamente hemos aludido en nuestra exposición de la vida del pensador anarquista, pues precisamente constituye el asunto de nuestras cartas-, conviene partir de la posición tradicional del anarquismo frente a la guerra en general.
Esta posición «ha sido siempre de oposición a la organización militar, por la razón de que ésta siempre ha sido el sostén principal de la autoridad, y que el servicio militar, en sí mismo, es la negación de la libertad individual. Esta actitud no implica necesariamente el rechazo de la violencia o de toda clase de guerra. En efecto, muchos anarquistas, con Bakunin, tomaron partido por guerras revolucionarias basadas en la rebelión de un país contra un opresor extranjero o indígena» (30).
Por su parte, la Enciclopedia Anarquista afirma, bajo la firma de Sebastien Faure, que la causa de la guerra «es el principio de Autoridad: principio que, por una parte, hace surgir los conflictos y, por otra parte, los resuelve y, además, solamente puede resolverlos por la fuerza, la constricción, la violencia, la Guerra, indispensables corolarios de la Autoridad« (31).
Kropotkin estaba, pues, en la línea correcta de la tradición anarquista, cuando, años antes, apoyaba a los serbios sublevados contra los turcos:
«Comprendo este ímpetu. Es imposible leer diariamente los relatos de las matanzas y saber que las poblaciones exterminadas contaban con el apoyo de Rusia, y no sentirse arrebatado» (32).
Pero al mismo tiempo, protesta contra la explotación que el gobierno británico hace de la indignación popular «a favor de sus intereses egoístas«.
Del mismo modo, al hablar de la guerra ruso-turca de 1877, expresaba su sentimiento en la siguiente forma:
«No podemos tener simpatía ni por los ejércitos turcos ni por los ejércitos rusos. Ambos se hacen exterminar en beneficio de los intereses de sus respectivos déspotas. Pero deseamos la emancipación completa de las provincias eslavas y griegas; en consecuencia, manifestamos toda nuestra simpatía por la insurrección de las mismas, mientras permanezcan populares. Creemos también que la revolución social no será posible mientras las diferentes nacionalidades de la península no hayan sido liberadas de todo yugo extranjero. Por esto, desearíamos que toda península arda, se subleve sin esperar la llegada de los ejércitos rusos, la población agruparse libremente, sin esperar que le sean impuestas las leyes de sus salvadores, y llevar a feliz término, una vez para todas, ese preámbulo necesario de la revolución social en la península: el desmembramiento del imperio otomano» (33).
En ambos casos, Kropotkin, pues, admite la guerra cuando es el único modo de lucha para un pueblo que busca su liberación. Se puede comparar esta actitud de Kropotkin con la que ostentaba respecto al terrorismo. Por principio, rechazaba la acción violenta, pero jamás tuvo palabras de condena hacia los compañeros que empleaban aquel medio para hacer triunfar sus ideas: lamentaba el hecho, pero veía en él una dramática consecuencia de la desesperación a que llevaba la opresión.
Ahora bien, a nadie escapa que el conflicto que estalla en agosto de 1914, difícilmente podía ser comparado con aquellas luchas de liberación libradas por pueblos oprimidos. Bien al contrario, en la perspectiva anarquista -y lo advierte claramente la Enciclopedia-, se trata del típico «choque de imperialismos que tratan de imponer su hegemonía a sus rivales» (34).
Para entender la posición de Kropotkin, es imprescindible analizar sus sentimientos respecto a Alemania y Francia; en ellos encontramos, si no la clave, al menos un elemento determinante de este «belicismo» que la mayoría de sus compañeros le reprocharía severamente.
En primer lugar, debemos recordar que Alemania siempre tuvo mala fama entre los revolucionarios rusos. Ello se debía inicialmente al papel que la influencia alemana había desempeñado en la formación y el desarrollo de la autocracia de los Romanov. Más tarde, la vecindad de Prusia apareció siempre a los liberales rusos como «un mal ejemplo, e incluso un baluarte para el absolutismo ruso» (35).
En cuanto a Kropotkin, un artículo escrito en 1882 demuestra que, ya en aquella época, empezaba a considerar a Alemania como el peligro grave de Europa, y a manifestar sus simpatías para los pueblos latinos:
«Bismarck sabe que el día en que se produzca la alianza de los pueblos de raza latina, la supremacía germánica tocará a su fin. Comprende que el principio de la omnipotencia del Estado habrá sucumbido en el mismo momento, este principio del que Alemania es actualmente la expresión fiel y la vanguardia suprema, que sea monárquica, republicana o social demócrata. ( … ) Si el imperio alemán no logra salir victorioso de una guerra, esto no significará solamente la derrota de la reacción en Europa, será también la derrota del principio del Estado» (36).
Simultáneamente, Kropotkin desarrolla respecto a Francia una especie de verdadero patriotismo, poco compatible con el ideal anarquista que debe desconocer las patrias. Sus biógrafos ven en la admiración de Kropotkin para la Revolución francesa (estudiada por él, como sabemos, en uno de sus libros más importantes), la causa de su amor hacia aquel país. La Francia de 1789 había abolido el absolutismo y la servidumbre. «Sobre estas realizaciones y sobre las ideas «comunistas» que él consideraba que la Revolución francesa había engendrado, edificó aquella admiración desordenada por la Francia republicana, que se elevó más tarde hasta una manera de patriotismo» (37).
Las debilidades de la Tercera República no lograban empañar sus sentimientos:
«Podía denunciar enérgicamente la corrupción del gobierno francés y de la sociedad francesa; a pesar de todo, consideraba a la misma Tercera República como algo mejor que cualquier sociedad en el mundo. Aunque no haya dejado de afirmar que ninguna clase de gobierno era mejor que otra, hacía prácticamente una excepción para ella, y las fechorías de ciertos ministros o gabinetes, las dejaba él de lado como errores individuales que mancillaban la tradición revolucionaria, más que síntomas de vicios del propio Estado republicano» (38).
Es así como Kropotkin, poco a poco, se va apartando de sus compañeros. En 1907, tuvo lugar en Amsterdam un Congreso anarquista internacional, el mayor de los de su clase. Kropotkin no participó en el evento, y es probable que no hubiera estado conforme con la decisión adoptada respecto al militarismo, y que rezaba así:
«Los anarquistas, deseando la emancipación integral de la humanidad y la libertad absoluta del individuo, se declaran naturalmente enemigos de todas las fuerzas armadas entre las manos del Estado: ejército, marina o policía.
«Intiman a sus camaradas, en conformidad con las circunstancias y el temperamento individual de ellos, a rebelarse y negarse al servicio militar (sea individual, sea colectivamente), desobedecer pasiva y activamente y tomar parte en toda huelga militar con vista a la destrucción de todos los instrumentos de dominación.
«Expresan la esperanza de que los pueblos de todos los países interesados contestarán por la insurrección a una declaración de guerra» (39).
Más claro no podía ser. Sin embargo, el anarquista italiano Bertoni, que encontró a Kropotkin seis años más tarde, cuenta que éste mantenía su punto de vista:
«La última vez que ví a Kropotkin en Locarno, tuve con él una conversación particular de alrededor de seis horas (_ .. ) sobre un tema terrible: la guerra. Nos separamos profundamente conmovidos por la divergencia de nuestras opiniones. Kropotkin tenía el sentimiento de que la mayoría de nuestros camaradas compartían mis ideas, y yo tenía una pena indecible al pensar en la influencia que seguramente él ejercía sobre algunos de nosotros, y en las graves consecuencias que su manera de pensar tendría para nuestro movimiento. Por otro parte, era difícil entrar en conflicto con un hombre al que yo quería y respetaba profundamente» (40).
Al estallar la contienda, en agosto de 1914, Kropotkin permaneció fiel a su actitud. El ya citado Nevinson dice que, al llegar la guerra,
«Kropotkin la acogió ciertamente con favor. Esperaba y creía que ella pondría fin para siempre al despotismo y al Estado militar. Quizás era el único hombre distinguido que creyese sinceramente en la guerra para poner fin a la guerra. Su fe en la humanidad era inagotable» (41).
Tales eran las convicciones del viejo revolucionario ruso en el momento en que contestaba a las preguntas de sus amigos costarricenses. Al recordar su actitud en aquel instante trágico, la Enciclopedia Anarquista cita un texto de Kropotkin que traemos a continuación, pues ofrece un paralelismo notable con los temas desarrollados en las cartas que nos ocupan. El hecho de que el mencionado texto es un poco anterior (Kropotkin lo publicó durante su última estancia en París, en 1913), es buena prueba de, que sus convicciones estaban profundamente arraigadas en él. Decía entonces:
«Para toda la civilización europea sería un retroceso el triunfo del militarismo alemán, militarismo modelo, que los militarismos rivales se esfuerzan en imitar y que es, si no la razón de ser de los mismos, al menos la razón de su fuerza y de su esplendor. El triunfo del militarismo alemán sería el de la Autoridad y del predominio del espíritu de obediencia y de disciplina, que reina en Alemania, hasta entre los social-demócratas. Alemania es la ciudadela de la reacción en Europa. Su progreso técnico encubre una verdadera servidumbre moral; las conquistas morales de la gran Revolución por así decirlo la han apenas rozado. Ahora bien, el factor moral tiene una importancia enorme para el progreso humano. Por eso, Francia debe ser defendida. El zarismo, tan reaccionario como la autocracia alemana, es mucho menos terrible, pues solamente dispone de una civilización técnica muy atrasada, y sólo puede vencer con la ayuda de las democracias occidentales. Incluso victorioso, será fuertemente sacudido y no podrá imponer nada. Pero sería un peligro inmenso para Europa si Rusia pasase bajo la tutela alemana. La victoria germánica restauraría la autoridad zarista y el régimen de los bobereaux con una administración más estrecha, más estricta, más metódica, con una organización técnica moderna al servicio de la reacción feudal, que sellarían por siglos la servidumbre de los mujik y el silencio espantado del mundo entero» (42).
Sin embargo, Kropotkin no logró convencer a los militantes revolucionarios. Los bolcheviques aprovecharon la ocasión para desacreditar a los anarquistas en conjunto (a pesar de la desaprobación encontrada entre ellos por la actitud de Kropotkín) y son innumerables los sarcasmos de Lenin, Stalin y Trotski contra el «senil Kropotkín«, el «pequeño burgués«, «viejo loco«. Pero mucho más dolorosa para él fue la reacción de sus compañeros. Ya en setiembre de 1914, el «belicismo» de Kropotkin los consternaba.
Reconoce, de una manera neta, aquellas divergencias en la primera de las cartas que publicamos. Llegó el momento de la ruptura inevitable con la mayoría del movimiento anarquista, empezando en el mismo grupo Freedom, fundado por el propio Kropotkin cuando se había establecido definitivamente en Inglaterra. El periódico publicó protestas contra los artículos de Kropotkin, en particular la de su amigo íntimo, el anarquista italiano Enrico Malatesta. En minoría entre los suyos, Kropotkin reaccionó violentamente. Aquello fue indudablemente el momento más amargo de su vida (1915).
La carta a que acabamos de aludir nos dice que los anarquista s franceses compartían su punto de vista y que incluso en Italia existía un grupo de voluntarios partidarios de la intervención en la guerra
A pesar de todo, sabemos que el viejo luchador no estaba completamente aislado. La carta a que acabamos de aludir nos dice que los anarquista s franceses compartían su punto de vista y que incluso en Italia existía un grupo de voluntarios partidarios de la intervención en la guerra. Christian Comelissen, influyente anarquista holandés, apoyaba también a Kropotkin.
En 1916, los más destacados elementos de esta tendencia cruzaron el mar para entenderse con él. De esta reunión, salió una declaración común, netamente inspirada por Kropotkin, y firmada por quince anarquistas conocidos. Dicha declaración es conocida históricamente bajo el nombre de Manifiesto de los Dieciséis, «porque Husseín-Dey, localidad donde vivía uno de los participantes argelinos, fue tomado erróneamente por el nombre de uno de los firmantes» (43).
El manifiesto no hizo sino confirmar la ruptura en el seno del movimiento anarquista. Como lo notan sus biógrafos, «los actos de Kropotkin lo habían aislado del principal movimiento anarquista, y no volvió nunca a restablecer el contacto con él» (44). Su vida de lucha parecía terminada: pero en aquel momento retumbó el aldabonazo en Rusia.
¿Qué valían los argumentos de Kropotkin? Dejaremos de lado aquí su simpatía para Francia y su desconfianza hacia Alemania. En su lucha contra la guerra, los anarquistas confiaban esencialmente (Cf. el Congreso de Amsterdam de 1907) en la huelga insurreccional «de los pueblos interesados«.
Esta idea de la huelga general, «la idea fuerza» de Georges Sorel, se había difundido mucho en los medios libertarios y apolíticos. En 1868, Bakunin había sugerido el empleo de la misma contra la guerra. En 1909, una huelga en Barcelona impidió el embarco de tropas para Marruecos; a consecuencia de lo cual el libertario Francisco Ferrer fue fusilado.
Pero los marxistas la consideran utópica. El propio Jaurés, en Francia, requiere un «ejército nuevo, verdaderamente democrático y popular, capaz de defender la Patria«. En cuanto a la social-democracia alemana, en víspera de la guerra, ella votará los créditos militares (45).
Frente a tales ambigüedades, puede comprenderse el escepticismo de Kropotkin: para él, la clase obrera alemana era tan mala como sus dirigentes. La actitud asumida por la social-democracia, una vez declarada la guerra, fue de total apoyo a la causa nacional: el episodio (contado por Kropotkin en su segunda carta) ‘de la misión encabezada por el diputado social-demócrata Dr. Sudekum, parece una confirmación a posterior; del desprecio en que tenía a los socialistas alemanes antes de estallar la guerra.
En Francia, los socialistas se mostraban más divididos. Pese a las afirmaciones de Jaurés, el socialista Hervé decía: «No somos patriotas, y no podemos serlo, siendo socialistas» (45 bis).
En su célebre novela Los Hombres de Buena Voluntad, Jules Romains ha descrito de una manera inolvidable aquellas esperanzas colocadas por muchos socialistas en la intervención decisiva de las masas obreras para impedir la guerra. En París, un grupo de socialistas, maestros, obreros, empleados, recibe, una noche, en el apartamiento de uno de ellos, al socialista alemán Robert Michels. Se le pregunta:
«Señor Michels, hay una cosa que nos preocupa mucho a todos aquí: la guerra. Sobre todo después de los últimos acontecimientos. ¿Usted no querrá decir que estos tres millones y medio de socialistas [alemanes] organizados no harían nada, o no podrían nada para impedir la guerra?-. Michels se recogió un instante. Luego se puso de pie, abrió los brazos. Y fue un hombre gigantesco, cuyo cráneo rubio avecinaba el cielo raso, el que dejó caer. -Debo sin embargo tener el valor de decirles: no. Un silencio consternado le rodeó. Un círculo de pupilas tristes que, después de haberse levantado hacia él, miraban vagamente delante de sí mismas» (46).
Sea lo que fuese, es cierto que nada, o bien poco, justificaba las esperanzas que los libertarios ponían en la huelga general para impedir la guerra.
En cuanto al optimismo de Kropotkin respecto a la evolución de su propia patria (no olvidemos que las cartas son bien anteriores a 1917), inútil decir que no contribuyó poco a complicar la ambigüedad de su situación. Sus compañeros le acusaron de renegarse a sí mismo y de transigir con su peor enemigo. En realidad, aquí como en otras ocasiones, Kropotkin tenía demasiada fe en sus propios ideales: convencido de la necesidad de una descentralización progresiva del Estado para llegar a la liberación total del individuo, no parece haberse dado cuenta de que la otra tendencia, la marxista -con la cual, sin embargo, había tropezado desde su primer viaje a la Europa occidental– podría vencer. Lo demuestra el entusiasma sin restricción con el cual se embarcó en Aberdeen para volver a Rusia. Pero aquí también los mentís infligidos por la realidad no amedrentaban su fe y su energía, y sabemos que hasta el fin luchó en este sentido con los medios cada vez más reducidos que le dejaban sus adversarios.
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Notas (Biografía de Kropotkin, 2ª parte)
(28) La carta aparece en la primera página del N° 53-54 (10 de marzo de 1913), en francés, enmarcada bajo el título: «Honrosa distinción a nuestro editor». He aquí la traducción de la misma, como aparece al pie de la página:
«Querido compañero: Mil gracias por sus buenos votos con motivo de mi 70° aniversario. No es fácil que yo diga a usted cuánto me ha afectado esta muestra de simpatía, que nace, lo sé, en las inspiraciones de una lucha común contra los obstáculos impuestos a la sociedad por el Capital y el Estado. Hermoso es sentir que se pertenece a una familia cuyos miembros están diseminados por todos los puntos del globo. ¡Gracias de todo corazón! De usted fraternalmente. Pedro Kropotkin. – 9 Chesham Str. Brighton. 10 febrero 1913».
Además de esta carta, encontramos, en el citado período, otras colaboraciones de Kropotkin a Renovación. En el N° 14 (30 de julio de 1911) un artículo titulado «El trabajo agradable». Y en el N° 55 (10 de abril de 1913), bajo el título «Una generación juzgada por otra: la juventud actual», la contestación de Kropotkin a una encuesta realizada sobre este tema, en Londres, por F. Tarrida del Mármol, acerca de «veteranos ilustres de la intelectualidad europea».
También es interesante apuntar, en el N° 50 (20 de enero de 1913), un artículo de Ramiro de Maeztu sobre Kropotkín, en el que, con motivo del ya citado aniversario, el autor hace una crítica de las ideas del viejo teorizante de la anarquía.
(29) Citado por WOOOKOCK y AVAKUMOVICH, op. cit., p. 194.
(30) os. cit., p. 220.
(31) Encyclopédie Anarchiste, Oeuvre Internationale des Editions Anarchistes. Paris, sin fecha (pero posterior a 1926). Artículo Guerre.
(32) WOOOKOCK y AVAKUMOVICH, op. cit., p. 104.
(33) Op. cit., p. 113.
(34) Encyclopédie Anarchiste, arto cit.
(35) WOODKOCK y AVAKUMOVICH, op, cit., p. 283.
(36) Op. cit., p. 134.
(37) Op. cit., p. 256.
(38) Op. cit., p. 284.
(39) Op. cit., p. 220.
(40) Op. cit., p. 225.
(41) Op. cit., p. 287_
(42) Encyclopédie Anarchiste, art. cit.
(43) Op. cit., p. 292.
(44) Op. cit., p. 293.
(45) Y (45 bis). Sobre esta cuesti6n, d. R SCHNERB, op. cit., p. 536 ss.
(46) JULES ROMAIN, Ees :Hommes de Bonne ‘Polonté, Paris, Flammarion, Tomo IV, p. 92.
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