.¿PUEDE HABLAR EL SUBALTERNO?, por GAYATRI C. SPIVAK (Parte 1): «El subalterno no es un sujeto que ocupa una posición discursiva desde la que puede hablar o responder».

 

¿PUEDE HABLAR EL SUBALTERNO?
GAYATRI CHAKRAVORTY SPIVAK

 

NOTA INTRODUCTORIA

ESTA BREVE INTRODUCCIÓN AL TEXTO DE SPIVAK TIENE EL OBJETIVO DE aclarar algunos puntos que pueden facilitar la lectura de «¿Puede hablar el subalterno?».

La pregunta y su consiguiente respuesta no deben ser tomadas de manera literal, ya que el argumento en general apunta al silenciamiento estructural del subalterno dentro de la narrativa histórica capitalista. Es claro que el subalterno «habla» físicamente; sin embargo, su «habla» no adquiere estatus dialógico –en el sentido en que lo plantea Bakhtin–, esto es, el subalterno no es un sujeto que ocupa una posición discursiva desde la que puede hablar o responder. Como indica Spivak, es el espacio en blanco entre las palabras, aunque el que se le silencie no significa que no exista. En su ensayo, Spivak critica y elogia al mismo tiempo el proyecto del Grupo de estudios subalternos de la India, creado por un grupo de historiadores indios en la década de 1980.

Por Santiago Giraldo

Instituto Colombiano de Antropología e Historia

 

Gayatri Spivak nació en Calcuta, Bengal occidental, el 24 de febrero de 1942, en el seno de una familia «de clase media metropolitana» (Spivak, 1990) y hace parte de la primera generación de intelectuales indios del periodo pos-independencia. Hoy en día es profesora de la Fundación Avalon en Humanidades en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, aunque ha sido profesora también en Francia, Alemania, Arabia Saudita e India, además de ser una activista política feminista y de participar en varios movimientos sociales.

Su carrera académica ha estado marcada por una proclividad a traspasar las barreras disciplinarias, por lo que es ampliamente citada por académicos pertenecientes a una variedad de disciplinas. Sin embargo, considera que no es lo «suficientemente erudita para ser interdisciplinaria, pero puedo romper reglas» (Spivak, 1999) y sostiene que su posición suele ser «una de reacción. Soy vista por los marxistas como demasiado codificada, por las feministas como demasiado identificada con lo masculino y por los teóricos indígenas como demasiado comprometida con la teoría occidental. Estoy inquietamente complacida por esto» (Spivak, 1990). Hizo sus estudios de pregrado en la Universidad de Calcuta (1959) y su doctorado en la Universidad de Cornell, produciendo una disertación sobre la obra de Yeats bajo la dirección del crítico literario y teórico de la deconstrucción Paul de Man.

Desde su traducción al inglés de De la gramatología de Jacques Derrida (1974) en la que escribió el prefacio introduciendo la obra de Derrida al mundo académico anglófono, su prosa ha sido calificada como «ilegible«, «incomprensible«, «densa» y «opaca«, resaltando en todo caso su brillantez teórica y rigor analítico. Su trabajo posterior ha estado enmarcado dentro de la crítica literaria posestructuralista, empleando de manera deconstructiva el feminismo, el marxismo, y el poscolonialismo, incluyendo su trabajo dentro del Subaltern Studies Group (Grupo de estudios subalternos) y varias traducciones de poesía y literatura bengalí al inglés. Puede decirse que su ensayo de 1985, «¿Puede hablar el subalterno?» es un clásico dentro de la teoría social contemporánea.

La pregunta y su consiguiente respuesta no deben ser tomadas de manera literal, ya que el argumento en general apunta

Mijaíl Mijáilovich Bajtín (1895-1975),, fue un historiador, crítico literario, teórico y filósofo del lenguaje de la Unión Soviética

al silenciamiento estructural del subalterno dentro de la narrativa histórica capitalista. Es claro que el subalterno «habla» físicamente; sin embargo, su «habla» no adquiere estatus dialógico –en el sentido en que lo plantea Bakhtin–, esto es, el subalterno no es un sujeto que ocupa una posición discursiva desde la que puede hablar o responder. Como indica Spivak, es el espacio en blanco entre las palabras, aunque el que se le silencie no significa que no exista. En su ensayo, Spivak critica y elogia al mismo tiempo el proyecto del Grupo de estudios subalternos de la India, creado por un grupo de historiadores indios en la década de 1980.

Fuertemente influenciados por el trabajo del historiador E. P. Thompson, el Grupo de estudios subalternos surge en respuesta a lo que ellos consideran como la preponderancia de una historiografía nacionalista en la que las luchas de los pobres y desposeídos son vistas como una extensión de la agenda propuesta por la elite nacionalista y subordinadas a una propuesta nacional específica que surge a partir de Gandhi. En este sentido adoptan el concepto de «subalterno» propuesto por Gramsci, volviéndolo un sujeto histórico que responde también a las categorías de género y etnicidad –a diferencia de «clase«–, adoptando, además, las propuestas analíticas posmodernas y posestructurales en su historiografía. El «subalterno» como tal es visto como poseedor de una política de oposición auténtica que no depende de y se diferencia de manera radical del movimiento nacionalista. Para este grupo, «subalterno» se refiere específicamente a los grupos oprimidos y sin voz; el proletariado, las mujeres, los campesinos, aquellos que pertenecen a grupos tribales. Y es sobre este punto en especial que Spivak monta una parte de su crítica al deconstruir «subalterno» como categoría monolítica en la que se presume una identidad y conciencia unitaria del sujeto.

Por último, otro aspecto importante es su crítica al trabajo de los intelectuales poscoloniales –y los intelectuales y académicos en general–, en el que terminan reproduciéndose los esquemas de dominación política, económica y cultural neo-coloniales. Debe tenerse en cuenta que «poscolonial» hace referencia a una época histórica que comienza con la «descolonización» de la India en 1947, y aún no termina, a una orientación crítica hacia el pasado (Bhabha y Comaroff, 1998 [2002]). La crítica de Spivak resalta los peligros del trabajo intelectual que actúa, consciente o inconscientemente, a favor de la dominación del subalterno, manteniéndolo en silencio sin darle un espacio o una posición desde la que pueda «hablar«. De esto se desprende que el intelectual no debe –ni puede–, en su opinión, hablar «por» el subalterno, ya que esto implica proteger y reforzar la «subalternidad» y la opresión sobre ellos. Claro ejemplo de este problema ha sido la relación problemática entre la antropología y los estados y gobiernos coloniales, y el trabajo de antropólogos a favor de entidades como la CIA (cf. Asad, 1973) o el de las historias universales en las que «Europa» ocupa el papel protagónico como único sujeto válido para la historia (cf. Chakrabarty, 1992).

Como indica Ortner (1995: 183) su proyecto está enmarcado de manera general en el análisis del problema de la relación de la persona individual o sujeto, y la dominación, especialmente en lo que tiene que ver con la conciencia, la subjetividad, la intencionalidad y la identidad que emergen de esta relación. Como parte de una corriente analítica posestructuralista, uno de sus objetivos centrales es des-centrar el sujeto, resaltando cómo la idea del individuo –usualmente masculino– dotado de libre albedrío es una construcción ideológica que responde a una situación cultural, política, histórica y social específica que no es aplicable en todos los tiempos, todas las sociedades y todos los lugares (Ibid: 185). Es por esta razón que la pregunta de Spivak en «¿Puede hablar el subalterno?» sigue teniendo tanta vigencia hoy día como hace dieciséis años cuando fue publicado por primera vez, en inglés ya que nos fuerza a repensar nuestras presuposiciones analíticas y nuestra posición política como intelectuales y académicos.

 

 

BIBLIOGRAFÍA ADICIONAL DE GAYATRI CHAKRAVORTY SPIVAK

GUHA, RANAJIT Y SPIVAK, GAYATRI CHAKRAVORTY (eds.). 1988. Selected Subaltern studies. Oxford University Press.

SPIVAK, GAYATRI CHAKRAVORTY. 2003. Death of a discipline. Columbia University Press. Nueva York.

1999. A critique of postcolonial reason. Toward a history of the vanishing present. Harvard University Press. Cambridge, Mass.

1993. Outside in the teaching machine. Routledge. Nueva York.

1992. Thinking academic freedom in gendered postcoloniality. University of Cape Town. Cape Town.

1988. In other worlds, essays in cultural politics. Routledge. Nueva York. c1987.

SPIVAK, GAYATRI CHAKRAVORTY, DONNA LANDRY, GERALD M. MACLEAN. 1996. The Spivak reader, selected works of Gayatri Chakravorty Spivak. Routledge. Nueva York.

SPIVAK, GAYATRI CHAKRAVORTY, SARAH HARASYM. 1990. The post-colonial critic, interviews, strategies, dialogues. Routledge. Nueva York.

DERRIDA, JACQUES. 1976. Of Grammatology. Traducción de Gayatri Chakravorty Spivak. Johns Hopkins University Press. Baltimore. 1997.

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BIBLIOGRAFÍA CITADA

ASAD, TALAL. 1973. «Introduction». Anthropology & the Colonial Encounter. Humanity Books. Amherst.

BHABHA, HOMI Y JOHN COMAROFF. 1998. «Speaking of Postcoloniality, in the Continuous Present: a Conversation». En Relocating Postcolonialism. David T. Goldberg y Ato Quayson. Blackwell. Malden y Oxford. 2002.

CHAKRABARTY, DIPESH. 1992. «Postcoloniality and the Artifice of History: Who Speaks for ‘Indian Pasts'». Representations. 37. Winter. Special Issue: Imperial Fantasies and Postcolonial Histories.

ORTNER, SHERRY B. 1995. «Resistance and the Problem of Ethnographic Refusal». Comparative Studies in Society and History. 37 (1).

RODRÍGUEZ, ILEANA (ed.). 2001. The Latin American Subaltern Studies Reader. Duke University Press. Durham y Londres.

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¿PUEDE HABLAR EL SUBALTERNO?

PARTE 1

GAYATRI CHAKRAVORTY SPIVAK

Rev. colomb. antropol. vol.39  Bogotá Jan./Dec. 2003

 

EL TÍTULO ORIGINAL DE ESTE ENSAYO ERA «PODER, DESEO, INTERÉS» (1).

En efecto, cualquier poder que puedan tener estas meditaciones ha sido ganado por medio de la negación políticamente interesada de empujar hasta el límite las presuposiciones fundamentales de mis deseos, hasta el punto hasta donde están a mi alcance. Esta fórmula vulgar de tres golpes, aplicada igualmente al discurso más comprometido y al más irónico, sigue lo que Althusser (1971: 66) de manera apropiada ha llamado «filosofías de la negación«. He invocado mi posicionalidad de esta manera incómoda para así acentuar el hecho que el cuestionar el lugar del investigador es un acto de piedad sin sentido en muchas de las críticas recientes al sujeto soberano. Así, aunque trataré de hacer obvia la precariedad de mi posición a lo largo del texto, sé que tales gestos nunca son suficientes.

Este texto se moverá, a lo largo de una ruta necesariamente dilatada, de una crítica a los actuales esfuerzos en Occidente de problematizar al sujeto hacia la pregunta de cómo es representado en el discurso occidental el sujeto del tercer mundo. A lo largo del camino tendré la oportunidad de sugerir que un descentramiento aún más radical del sujeto está, de hecho, implícito en Marx y Derrida. Y recurriré, quizá de manera sorprendente, al argumento que la producción intelectual occidental es, de muchas formas, cómplice de los intereses económicos internacionales occidentales. Al final, ofreceré un análisis alternativo de las relaciones entre los discursos de Occidente y la posibilidad de hablar de (o por) la mujer subalterna. Usaré ejemplos específicos del caso de la India, discutiendo detalladamente el estatus extraordinariamente paradójico de la abolición británica del sacrificio de la viuda.

 

-I-

 

PARTE DE LA CRÍTICA MÁS RADICAL QUE PROVIENE HOY DE OCCIDENTE es el resultado de un deseo interesado en conservar al sujeto de Occidente, o al Occidente como Sujeto.

La teoría de «sujetos- efectos» pluralizados da la ilusión de socavar la soberanía subjetiva mientras con frecuencia provee una cubierta para este sujeto de conocimiento. Aunque la historia de Europa como Sujeto es narrativizada por la ley, la economía política y la ideología de Occidente, este Sujeto encubierto pretende «no tener determinaciones geopolíticas«. Y así, la muy publicitada crítica del sujeto soberano inaugura en efecto un Sujeto. Argumentaré esta conclusión considerando un texto de dos grandes practicantes de la crítica: «Intelectuales y poder: conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze» (2).

He escogido este intercambio amigable entre dos filósofos activistas de la historia porque deshace la oposición entre producción teórica autoritaria y la práctica desprevenida de la conversación, permitiendo vislumbrar el rumbo de la ideología. Los participantes de esta conversación enfatizan las contribuciones más importantes de la teoría posestructuralista francesa: primero, que las redes de poder/deseo/interés son tan heterogéneas, que su reducción a una narrativa coherente es contraproducente –se necesita una crítica persistente–; y segundo, que los intelectuales deben tratar de dejar al descubierto y conocer el discurso del Otro de la sociedad. No obstante, los dos ignoran sistemáticamente la cuestión de la ideología y su propia implicación en la historia intelectual y económica.

Aunque uno de sus presupuestos principales es la crítica del sujeto soberano, la conversación entre Foucault y Deleuze está enmarcada por dos sujetos-en-revolución monolíticos y anónimos: «Un maoísta» (FD: 205) y «la lucha obrera» (FD: 217). Los intelectuales, sin embargo, son nombrados y diferenciados; además, un maoísmo chino no es operativo en ninguna parte. El maoísmo aquí simplemente crea un aura de especificidad narrativa, la que sería una trivialidad retórica inofensiva si no fuera por la apropiación inocente del nombre propio «maoísmo» por parte del excéntrico fenómeno del «maoísmo» intelectual francés y la consecutiva creación sintomática de una imagen transparente de «Asia» por parte de la «Nueva Filosofía« (3).

La referencia de Deleuze sobre la lucha obrera es igualmente problemática; es, obviamente, una genuflexión: «Somos incapaces de tocar (el poder) en cualquier punto de su aplicación sin encontrarnos nosotros mismos confrontados por esta masa difusa, así que somos llevados necesariamente… al deseo de hacerla explotar completamente. Cada ataque o defensa parcial de carácter revolucionario está ligado de esta forma a la lucha obrera» (FD: 217). La aparente trivialidad señala una negación. El enunciado ignora la división internacional del trabajo, un gesto que marca frecuentemente la teoría política posestructuralista (4). La invocación de la lucha de los trabajadores es funesta en su propia inocencia; es incapaz de tratar con el capitalismo global: el sujeto-producción del obrero y el desempleado dentro de las ideologías del estado-nación en su centro; con la creciente disminución de la clase trabajadora en la periferia a partir de la realización de excedentes y de la domesticación «humanista» en el consumismo; y con la presencia a gran escala de trabajo paracapitalista así como también el heterogéneo estatus estructural de la agricultura en la periferia.

Ignora también la división internacional del trabajo; creando una imagen transparente –a menos que el sujeto sea ostensiblemente el «tercer mundo«– de «Asia» –y en ocasiones de «África«–; restableciendo el sujeto legal del capital socializado –estos son problemas comunes para muchas teorías tanto posestructuralistas como estructuralistas–. ¿Por qué deberían ser aprobadas tales oclusiones precisamente en aquellos intelectuales que son nuestros mejores profetas de la heterogeneidad y del Otro?

El vínculo con la lucha obrera está localizado en el deseo de hacer volar el poder en cualquier punto de su aplicación. Este punto está basado aparentemente sobre una valoración simple de cualquier deseo destructivo de cualquier poder. Walter Benjamin (1983: 12) comenta sobre la política comparable de Baudelaire por medio de citas de Marx:

Marx continúa su descripción de los conspirateurs de proffesion como sigue: «… No tienen otro objetivo sino el derrocamiento inmediato del gobierno existente, y desprecian profundamente las iluminaciones más teóricas de los trabajadores en lo que se refiere a sus intereses de clase. De esta manera su ira –no proletaria sino plebeya– hacia los habits noirs (chaquetas negras), la gente más o menos educada que representa [vertreten] ese lado del movimiento de quienes nunca pueden llegar a ser enteramente independientes, como ellos tampoco pueden llegar a serlo de los representantes oficiales [Repräsentanten] del partido». Las perspicacias políticas de Baudelaire fundamentalmente no van más allá de las comprensiones de estos conspiradores profesionales… Él tal vez podría haber hecho propia la frase de Flaubert, ‘De política lo único que entiendo es una cosa: la revuelta’.

 

El vínculo con la lucha obrera está localizado, simplemente, en el deseo. En otra parte, Deleuze y Guattari han tratado una definición alternativa de deseo revisando la ofrecida por el psicoanálisis:

El deseo no carece de nada; no carece de su objeto. Es, más bien, el sujeto carente de deseo, o el deseo que carece de un sujeto fijo; no hay sujeto fijo excepto por la represión. El deseo y su objeto son una unidad: es la máquina, como una máquina de una máquina. El deseo es máquina, el objeto de deseo adicionalmente es una máquina conectada, así que el producto es cambiado desde el proceso de producción y algo lo pasa a sí mismo de productor a producto y da un residuo al vagabundo, sujeto nómada.

 

Esta definición no altera la especificidad del sujeto que desea –o sujeto-efecto residuo– adhiriéndose a instancias específicas del deseo o a la producción de la máquina deseante. Mas aún, cuando la conexión entre el deseo y el sujeto es tomada como irrelevante o meramente invertida, el sujeto-efecto que emerge subrepticiamente es más parecido al sujeto ideológico generalizado del teórico. Este puede ser el sujeto legal del capital socializado, ni trabajo ni administración, manteniendo un pasaporte «fuerte«, usando un circulante «fuerte» o «duro«, con acceso supuestamente incuestionable al debido proceso. Ciertamente no es el sujeto que desea como Otro.

La falla de Deleuze y Guattari al considerar las relaciones entre deseo, poder y subjetividad los hace incapaces de articular una teoría de los intereses. En este contexto, su indiferencia por la ideología –una teoría de lo que es necesario para una comprensión de los intereses– es notable pero consistente. El compromiso de Foucault hacia la especulación «genealógica» lo previene de ubicar, en «grandes nombres como Marx y Freud, vertientes en algunas corrientes continuas de la historia intelectual» (5). Este compromiso ha creado una resistencia desafortunada en el trabajo de Foucault a la «mera» ideología crítica. Las especulaciones occidentales sobre la reproducción ideológica de las relaciones sociales pertenecen a esa corriente principal, y es dentro de esta tradición que Althusser escribe:

«La reproducción de la fuerza de trabajo no requiere únicamente una reproducción de sus habilidades, sino también y al mismo tiempo, una reproducción de su sumisión a la ideología dominante por parte de los trabajadores, y una reproducción de la habilidad para manipular la ideología dominante por parte de los agentes de explotación y represión, así que ellos, también, aportarán al dominio de la clase dirigente ‘en y por palabras’» [par la parole] (1971: 132-133).

 

Cuando Foucault considera la heterogeneidad persistente del poder no ignora la inmensa heterogeneidad institucional que Althusser trata de esquematizar aquí. Igualmente, al hablar de alianzas y sistemas de signos, el estado y las máquinas-de-guerra (mille plateaux), Deleuze y Guattari están abriendo ese mismo campo. Foucault no puede, sin embargo, admitir que una teoría desarrollada de la ideología reconozca su propia producción material en la institucionalidad, así como también en los «instrumentos efectivos para la formación y acumulación del conocimiento» (PK: 102). Ya que estos filósofos se vieron obligados a rechazar todo argumento denominando el concepto de ideología como únicamente esquemático antes que textual, están igualmente obligados a producir una oposición mecánicamente esquemática entre interés y deseo. De esta manera se alinean ellos mismos con los sociólogos burgueses que llenan el lugar de la ideología con un «inconsciente» continuista o una «cultura» parasubjetiva. La relación mecánica entre deseo e interés es clara en frases tales como: «Nunca deseamos contra nuestros intereses, porque el interés siempre se sigue y se encuentra a sí mismo donde el deseo lo ha puesto» (FD: 215). Un deseo indiferenciado es el agente, y el poder se desliza en la creación de efectos de deseo: «el poder… produce efectos positivos en el deseo –y también en el conocimiento» (PK: 59).

Esta matriz parasubjetiva, entramada con heterogeneidad, anuncia al Sujeto innombrado, al menos para aquellos trabajadores intelectuales influenciados por la nueva hegemonía del deseo. La carrera por «la última instancia» es ahora entre la economía y el poder. Ya que el deseo es tácitamente definido sobre un modelo ortodoxo, está opuesto unitariamente a «ser engañado«. La ideología como falsa conciencia –ser engañado– ha sido cuestionada por Althusser. Incluso Reich sugería nociones de voluntad colectiva antes que una dicotomía de decepción y deseo desengañado:

«Debemos aceptar el grito de Reich: no, las masas no fueron engañadas; en un momento particular realmente desearon un régimen fascista» (FD: 215).

 

Estos filósofos no admiten la idea de la contradicción constitutiva –que es donde se separan de buen grado de la compañía de la izquierda–. En nombre del deseo reintroducen el sujeto indivisible en el discurso del poder. Foucault a menudo parece fusionar «individuo» y «sujeto» (6); y el impacto sobre sus propias metáforas es tal vez intensificado en sus seguidores. Debido al poder de la palabra «poder«, Foucault admite usar «la metáfora del punto que progresivamente irradia sus alrededores«. Tales deslices se convierten en la regla más que en la excepción, en manos menos cuidadosas. Y ese punto radiante, que anima un discurso eficazmente heliocéntrico, llena el espacio vacío del agente con el sol histórico de la teoría, el Sujeto de Europa (7).

Foucault articula otro corolario de la negación del rol de la ideología en la reproducción de las relaciones sociales de producción: una valoración incuestionable del oprimido como sujeto, el «ser objeto«, como Deleuze subraya admirablemente, «establecer condiciones donde los prisioneros serían capaces de hablar por sí mismos«. Foucault añade que «las masas saben perfectamente bien, claramente» –una vez más la temática del ser desengañado– «saben mejor que [el intelectual] y ciertamente lo dicen muy bien» (FD: 206, 207).

¿Qué le sucede a la crítica del sujeto soberano en estos pronunciamientos? Llegamos a los límites de este realismo representacionalista con Deleuze: «La realidad es lo que de verdad sucede en una fábrica, en una escuela, en las barracas, en una prisión, en una estación de policía» (FD: 212). Esta exclusión de la necesidad de la difícil tarea de hacer producción ideológica contrahegemónica no ha sido saludable. Ha ayudado al empirismo positivista –el principio justificante del neocolonialismo capitalista avanzado– a definir su propia arena como «experiencia concreta«, «lo que ocurre realmente«. Por supuesto, la experiencia concreta que es la garante de la apelación política de prisioneros, soldados y escolares es revelada por medio de la experiencia concreta del intelectual, que diagnostica la episteme (8). Ni Deleuze ni Foucault parecen conscientes de que el intelectual dentro del capital socializado, esgrimiendo la experiencia concreta, pueda ayudar a consolidar la división internacional del trabajo.

La contradicción no es reconocida dentro de una posición que valora la experiencia concreta del oprimido, mientras que siendo tan acríticos sobre el rol histórico de los intelectuales, es mantenida por medio de un desliz verbal. De esta manera Deleuze hace este pronunciamiento notable: «Una teoría es como una caja de herramientas. Nada que hacer con el significante» (FD: 208). Considerando que el verbalismo del mundo teórico y su acceso a cualquier mundo definido contra sí como «práctico» es irreducible, tal declaración sólo ayuda al intelectual ansioso de probar que el trabajo intelectual es tal como el trabajo manual. El desliz verbal ocurre cuando los significantes son dejados de lado cuidándose a sí mismos. El significante «representación» es un caso claro. En el mismo tono descalificante que rompe el lazo entre la teoría y el significante, Deleuze declara, «No hay más representación; no hay nada sino acción» (…) «acción de la teoría y acción de la práctica que relaciona a cada una con la otra como relevos y forman sistemas de redes» (FD: 206-207). Sin embargo, aquí se está estableciendo un punto importante: la producción de teoría es también una práctica; la oposición entre teoría «pura» abstracta y práctica «aplicada» concreta es demasiado fácil y rápida (9).

Si este es, de hecho, el argumento de Deleuze, su articulación de este es problemática. Dos significados de representación están operando al mismo tiempo: representación como «hablar en favor de«, como en la política, y representación como «re-presentación«, como en arte o en filosofía. Dado que la teoría es así mismo sólo «acción«, el teórico no representa («habla en favor de«) al grupo oprimido. Por supuesto, el sujeto no es visto como una conciencia representativa –un re-presentar la realidad adecuadamente–. Estos dos significados de representación –dentro de la formación estatal y de la ley, por un lado, y en sujeto-predicación, por otro– están relacionados pero son irreductiblemente discontinuos. Encubrir la discontinuidad con una analogía que es presentada como una prueba refleja otra vez un paradójico sujeto-privilegiado (10). Puesto que «la persona que habla y actúa… es siempre una multiplicidad«, ningún «teorizante intelectual… [o] partido o… unión» puede representar «a aquellos quienes actúan y luchan» (FD: 206). ¿Son mudos quienes actúan y luchan, en oposición a quienes actúan y hablan (FD: 206)? Estos problemas inmensos están sepultados en las diferencias entre las «mismas» palabras: conciousness conscience –ambas conscience en francés y conciencia en español–, representación y re-presentación. La crítica de la constitución ideológica del sujeto dentro de las formaciones estatales y los sistemas de economía política puede borrarse ahora, de la misma manera que la práctica teórica activa de la «transformación de la conciencia«. Queda revelada entonces la banalidad de las listas producidas por intelectuales de izquierda nombrando subalternos políticamente astutos que se conocen a sí mismos; representándolos, los intelectuales se representan a sí mismos como transparentes.

Si tal crítica y tal proyecto no han de ser abandonados, las distinciones cambiantes entre representación en la economía política y estatal, por un lado, y dentro de la teoría del Sujeto, por el otro, no deben ser erradicadas. Consideremos el desempeño de vertreten («representar» en el primer significado) y darstellen («representar» en el segundo significado) en un pasaje famoso del Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, donde Marx se refiere a «clase» como un concepto descriptivo y transformador de una manera un poco más compleja que lo que permitiría la distinción de Althusser entre instinto de clase y posición de clase.

La argumentación de Marx es que la definición descriptiva de clase puede ser diferencial –su separación y diferencia de todas las otras clases–: «en cuanto millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que separan su modo de vida, sus intereses, y su formación de aquellas de otras clases y las ubican en confrontación antagónica [feindlich gegenüberstellen], ellas forman una clase» (Marx: 1974: 239). No hay tal cosa como un «instinto de clase» trabajando aquí. De hecho, la colectividad de la existencia doméstica, la cual puede ser considerada la arena del «instinto» es discontinua con, aunque operada por, el aislamiento diferencial de clases. En este contexto, uno mucho más pertinente para la Francia de la década de 1970 que lo que puede ser para la periferia internacional, la formación de una clase es artificial y económica, y el organismo económico o interés es impersonal porque es sistemático y heterogéneo. Este organismo o interés está ligado a la crítica hegeliana del sujeto individual, ya que marca el lugar vacío del sujeto en ese proceso sin sujeto que es la historia y la economía política. Aquí el capitalista es definido como el portador consciente [Träger] del ilimitado movimiento de capital (Marx, 1977: 254). Mi punto es que Marx no trabaja para crear un sujeto indivisible donde deseo e interés coinciden. La conciencia de clase no opera con ese fin. Tanto en el área económica –capitalista– como en la política –agente histórico-mundial–, Marx está obligado a construir modelos de un sujeto dividido y dislocado cuyas partes no son continuas o coherentes unas con otras. Un pasaje célebre tal como la descripción del capital como el monstruo faustiano trae esto a colación lúcidamente (Marx, 1977: 302).

El siguiente pasaje, continuando la cita del Dieciocho de Brumario, trabaja también sobre el principio estructural de un sujeto de clase disperso y dislocado: la conciencia –colectiva ausente– de clase del pequeño propietario campesino encuentra su «portador» en un «representante«, quien aparenta trabajar en interés de otros. Aquí la palabra «representante'» no es «darstellen«; esto agudiza el contraste que Foucault y Deleuze dejan de lado, el contraste, supongamos, entre un apoderado y un retrato. Hay, claro, una relación entre ellos, una que ha recibido una exacerbación política e ideológica en la tradición europea al menos desde que el poeta y el sofista, el actor y el orador han sido vistos como nocivos. Bajo la apariencia de una descripción posmarxista de la escena del poder, encontramos de esta manera un debate mucho más antiguo: entre representación o retórica como tropología y como persuasión. La darstellen pertenece a la primera constelación, la vertreten –con sugestiones más fuertes de sustitución– a la segunda. De nuevo, ambas están relacionadas, pero operarlas conjuntamente, en especial con el propósito de decir que más allá de ambas es donde los sujetos oprimidos hablan, actúan y conocen por sí mismos, conduce hacia una política utópica y esencialista.

Aquí hay un pasaje de Marx, usando «vertreten» donde el inglés usa «representar«, discutiendo un «sujeto» social cuya conciencia y Vertretung –usado como sustitución y como representación– son dislocados e incoherentes: los pequeños propietarios campesinos 

no pueden representarse ellos mismos; deben ser representados. Su representante debe aparecer simultáneamente como su señor, como una autoridad sobre ellos, y como irrestricto poder gubernamental que los protege de las otras clases y que les envía el sol y la lluvia desde lo alto. La influencia política [en lugar del interés de clase, toda vez que no hay un sujeto de clase unificado] de los pequeños propietarios campesinos por consiguiente encuentra su última expresión [la consecuencia de una cadena de sustituciones –Vertretungen– es fuerte aquí] en la fuerza ejecutiva [Exekutivegewalt –personal inferior en alemán–] subordinando la sociedad a sí misma.

 

Tal modelo de oblicuidad social –brechas necesarias entre la fuente de la «influencia» (en este caso los pequeños propietarios campesinos), el «representante» (Luis Napoleón), y el fenómeno histórico-político (control ejecutivo)– no solo implica una crítica del sujeto como agente individual sino una crítica incluso de la subjetividad de una agencia colectiva. La máquina de la historia necesariamente dislocada se mueve porque «la identidad de los intereses» de esos propietarios «falla al producir un sentimiento de comunidad, de lazos nacionales, o de organización política«. El caso de representación como Vertretung –en la constelación de la retórica-como-persuasión– se comporta como un Darstellung o retórica como-tropo–, tomando su lugar en la brecha entre la formación de una clase (descriptiva) y la noformación de una clase (transformativa): «En cuanto millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que separan su modo de vida… ellas forman una clase. En cuanto… la identidad de sus intereses falla en producir un sentimiento de comunidad… ellas no forman una clase«. La complicidad entre Vertreten Darstellen, su identidad-en-diferencia como su lugar de práctica –puesto que esta complicidad es precisamente lo que los marxistas deben exponer, como lo hace Marx en El Dieciocho de Brumario– solo puede ser apreciada si no es desdibujada por un artificio de la palabra.

Sería meramente tendencioso argumentar que esto textualiza mucho a Marx, haciéndolo inaccesible al «hombre» común, quien, víctima del sentido común, está tan profundamente arraigado en una herencia positivista que el énfasis irreductible de Marx en el trabajo de lo negativo, en la necesidad de des-fetichizar lo concreto, le es arrebatado persistentemente por un adversario más fuerte, la incierta «tradición histórica» (11). He estado tratando de señalar que el «hombre» no común, el filósofo contemporáneo de la práctica, a veces exhibe el mismo positivismo.

La gravedad del problema es evidente si uno está de acuerdo en que el desarrollo de una «conciencia» transformativa de clase a partir de una «posición» descriptiva de clase no es en Marx una tarea que empeñe el nivel básico de conciencia. La conciencia de clase permanece con el sentimiento de comunidad que pertenece a lazos políticos y organizaciones políticas, no a esos otros sentimientos de comunidad cuyo modelo estructural es la familia. Aunque no identificada con la naturaleza, la familia aquí está constelada en lo que Marx llama «intercambio natural«, lo cual es, filosóficamente hablando, un «asidero» para el valor de uso (12). El «intercambio natural» contrasta con el «trato con la sociedad«, donde la palabra «trato» (Verkehr) es la palabra usual de Marx para «comercio«. Este «trato» mantiene el lugar del intercambio dirigiéndolo a la producción de valores excedentes, y es en el área de este intercambio que el sentimiento de comunidad dirigido a la agencia de clase debe ser desarrollado. La agencia plena de clase –si hubiera tal cosa– no es una transformación ideológica al nivel básico de la conciencia, una identidad deseante de los agentes y su interés –la identidad cuya ausencia angustia a Foucault y Deleuze–. Es un reemplazo contestatario tanto como una apropiación –un suplemento– de algo que es «artificial» para comenzar –»condiciones económicas de existencia que separan su modo de vida«–. Las formulaciones de Marx muestran un cauto respeto por la naciente crítica de la agencia subjetiva individual y colectiva. Los proyectos de conciencia de clase y de transformación de la conciencia son asuntos discontinuos para él. Inversamente, invocaciones contemporáneas de la «economía libidinal» y el deseo como los intereses determinantes, combinados con la práctica política de los oprimidos – bajo capital socializado– «hablando por ellos mismos«, restablecen la categoría del sujeto soberano dentro de la teoría que parece cuestionarla más.

Sin duda la exclusión de la familia, a pesar de una familia perteneciente a una formación de clase específica, es parte del marco masculino dentro del cual se enmarca el nacimiento del marxismo (13). Históricamente y al igual que en la política global de hoy, el papel de la familia en las relaciones sociales patriarcales es tan heterogéneo y controvertido que simplemente reemplazando a la familia en esta problemática no se va a romper ese marco. Ni lo hará la solución situada en la inclusión positivista de una colectividad monolítica de «mujeres» en la lista de los oprimidos cuya inquebrantable subjetividad les permite hablar por ellas mismas contra un igualmente monolítico «mismo sistema«.

En el contexto del tipo de desarrollo de una «conciencia» de segundo nivel, estratégica y artificial, Marx usa el concepto del patronímico, siempre dentro del concepto más amplio de representación como Vertretung: «los pequeños propietarios campesinos son por consiguiente incapaces de hacer válido su interés de clase a nombre propio [im eigenen Namen], tanto como por medio de un parlamento o de una convención«. La ausencia del nombre propio colectivo, artificial y no familiar, es suplida por el único nombre propio que la «tradición histórica» puede ofrecer –el patronímico mismo– el Nombre del Padre: «la tradición histórica produjo que los campesinos franceses creyeran que un milagro podría ocurrir, que un hombre llamado Napoleón restauraría toda su gloria. Y un individuo apareció» –el intraducible ‘es fand sich‘ (¿se encontró un individuo allí?) demuele todas las cuestiones de agencia o la conexión de los agentes con su interés– «quien se proclamó a sí mismo para ser ese hombre» –esta pretensión es por contraste, su única agencia propia– «porque portaba [trägt, la palabra usada para la relación del capitalista con el capital] el Código napoleónico, el cual mandaba que «investigar la paternidad es prohibido«. Mientras aquí Marx parecería estar trabajando dentro de una metafórica patriarcal, uno debería notar la sutileza textual del pasaje. Es la Ley del Padre –el Código napoleónico– la que paradójicamente prohíbe la búsqueda el padre natural. De este modo, es conforme a la estricta observancia de la Ley histórica del Padre que la formada pero inmadura fe de la clase en el padre natural es contradicha.

Si me he demorado tanto en este pasaje de Marx es porque aclara las dinámicas internas de la Vertretung, o representación en el contexto político. Representación en el contexto económico es Darstellung, el concepto filosófico de representación como escenificación o, en efecto, significación, lo cual se relaciona con el sujeto dividido de una forma indirecta. El pasaje más obvio es bien conocido:

«En la relación de intercambio [Austauschverhältnis] de mercancías su valor de cambio se nos muestra totalmente independiente de su valor de uso. Pero si sustraemos su valor de uso del producto del trabajo, obtenemos su valor, como si fuera determinado [bestimmt]. El elemento común que se representa a sí mismo [sich darstellt] en la relación de intercambio, o el valor de cambio de la mercancía, es de tal manera su valor» (Marx, 1977: 128).

 

De acuerdo con Marx, bajo el capitalismo, el valor, como producido por trabajo necesario y excedente, es computado como la representación/signo del trabajo objetivado –el cual se diferencia rigurosamente de la actividad humana–. Inversamente, en ausencia de una teoría de la explotación como la extracción –producción–, apropiación y realización del valor –excedente– como representación de la fuerza de trabajo, la explotación capitalista debe ser vista como una variedad de dominación –la mecánica del poder como tal–. «El empuje del marxismo«, sugiere Deleuze, «fue determinar el problema [que el poder es más difuso que la estructura de explotación y la formación estatal] esencialmente en términos de intereses –el poder está sustentado por una clase dominante definida por sus intereses–» (FD: 214).

Uno no puede objetar este sumario minimalista del proyecto de Marx, tal como uno no puede ignorar que, en partes del Anti-Edipo, Deleuze y Guattari construyen su caso sobre una brillante aunque «poética» comprensión de la teoría de Marx de la forma del dinero. Sin embargo, debemos consolidar nuestra crítica en el siguiente sentido: la relación entre capitalismo global –explotación en lo económico– y las alianzas de los estados-nación –dominación en lo geopolítico– es tan macrológica que no puede derivarse de ella la textura micrológica del poder. Para moverse hacia tal explicación uno debe moverse hacia las teorías de la ideología –de formaciones del sujeto que micrológica y a menudo erráticamente operan los intereses que solidifican las macrologias–. Tales teorías no pueden facilitar el pasar por alto la categoría de la representación en sus dos sentidos. Ellas deben notar cómo la escenificación del mundo en representación –su escena de escritura, su Darstellung– disimula la escogencia y la necesidad de «héroes«, de delegados paternales, agentes de poder – Vertretung–.

Mi perspectiva es que la práctica radical debería atender a esta doble sesión de representaciones más que reintroducir al sujeto individual mediante conceptos totalizantes de poder y deseo. Mi punto de vista también es que, al mantener el área de ejercicio de clase en un segundo nivel de abstracción, Marx estaba en efecto manteniendo abierta la crítica –kantiana y– hegeliana del sujeto individual como agente (14). Esta visión no me obliga a ignorar que, por definir implícitamente la familia y la lengua materna como el nivel básico donde cultura y convención parecen como la propia forma de la naturaleza de organizar «su» propia subversión, Marx mismo practica un antiguo subterfugio (Marx, 1973: 162-163). En el contexto del clamor posestructuralista por una crítica práctica, esto parece más recuperable que la restauración clandestina del esencialismo subjetivo.

La reducción de Marx a una figura benevolente pero vetusta sirve más frecuentemente al interés de lanzar una nueva teoría de la interpretación. En la conversación entre Foucault y Deleuze, el tema parece ser que no hay representación, ni significante –¿es presumible que el significante haya sido ya despachado? ¿No hay, entonces, un signo/estructura operando la experiencia, y de ese modo puede uno mandar la semiótica a descansar?–; la teoría es un relevo de la práctica –mandando así los problemas de teoría práctica a descansar– y los oprimidos pueden conocer y hablar por sí mismos. Esto reintroduce al sujeto constitutivo en al menos dos niveles: el Sujeto de deseo y poder como una presuposición metodológica; y el yo-próximo, si no auto-idéntico, sujeto de los oprimidos. Aún más, los intelectuales, quienes no son ninguno de estos S/sujetos, se vuelven transparentes en la competencia de relevos, ellos simplemente se informan sobre el sujeto no representado y analizan –sin analizar– los trabajos del –Sujeto innombrado irreductiblemente presupuesto por– el poder y el deseo. La «transparencia» producida marca el lugar de «interés«; se mantiene por la negación vehemente: «Ahora este rol de árbitro, juez y testigo universal es uno que me rehúso absolutamente a adoptar«. Una responsabilidad del crítico puede ser leer y escribir a fin de que la imposibilidad de tales negativas interesadas individualistas de los privilegios institucionales de poder otorgados al sujeto se tomen seriamente. El rechazo del signo-sistema bloquea el camino para el desarrollo de una teoría de la ideología. Aquí, también, se escucha el tono peculiar de la negación. A la sugerencia de Jacques-Alain Miller de que «la institución es discursiva en sí misma«, Foucault responde, «Sí, si usted quiere, pero no tiene mucha importancia para mi noción del aparato el ser capaz de decir que este es discursivo y ese no lo es… dado que mi problema no es lingüístico» (PK: 198). ¿Por qué esta fusión de lenguaje y discurso por parte del maestro del análisis del discurso?

La crítica de Edward Said al poder en Foucault como una categoría cautivante y mistificante que le permite «obliterar el rol de las clases, el rol de la economía, el rol de la insurgencia y la rebelión«, es más pertinente aquí (Said, 1983: 243). Yo añado al análisis de Said la noción de sujeto subrepticio de poder y deseo marcado por la transparencia del intelectual. Curiosamente, Paul Bové le echa en cara a Said el enfatizar la importancia del intelectual, toda vez que el proyecto de Foucault es un desafío al rol destacado de los intelectuales tanto hegemónicos como opositores (Bové, 1983: 44). Yo he sugerido que este «desafío» es engañoso precisamente porque ignora lo que Said enfatiza –la responsabilidad institucional de la crítica–.

Este S/sujeto, zurcido conjuntamente a una transparencia mediante negaciones, pertenece al lado de los explotadores de la división internacional del trabajo. Es imposible para los intelectuales franceses contemporáneos imaginar la clase de Poder y Deseo que habitaría el sujeto innombrado del Otro de Europa. No es sólo que todo lo que leen, crítico o acrítico, esté atrapado dentro del debate de la producción del Otro, apoyando o criticando la constitución del Sujeto como Europa. Es también que, en la constitución de tal Otro de Europa, se ha tenido mucho cuidado en obliterar los ingredientes textuales con los que tal sujeto pudiera categorizar, pudiera ocupar –¿invertir?– su itinerario –no sólo mediante producción científica e ideológica, sino también por medio de la institución de la ley–. No importa cuán reduccionista pueda verse un análisis económico, los intelectuales franceses se arriesgan a olvidar que esta iniciativa sobredeterminada era del interés de una situación económica dinámica que requirió que los intereses, motivos –deseos– y poder –de conocimiento– fueran despiadadamente dislocados. Invocar ahora esa dislocación como un descubrimiento radical que debería hacernos diagnosticar la economía –condiciones de existencia que separan nuestras «clases» descriptivamente– como una pieza vetusta de maquinaria analítica, puede bien ser el continuar el trabajo de esa dislocación e involuntariamente ayudar a asegurar «un nuevo balance de relaciones hegemónicas» (Carby et al., 1982: 48). Regresaré en breve sobre este argumento. De cara a la posibilidad de que el intelectual sea cómplice en la persistente constitución del Otro como la sombra del Yo, una posibilidad de práctica política para el intelectual sería poner la economía «bajo borrón«, para ver el factor económico tan irreductible como se reinscribe en el texto social, e incluso aún como es borrado, sin embargo de manera imperfecta, cuando se clama que es el determinante final o el significado trascendental (15).

 

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NOTAS

* Este artículo fue publicado originalmente en Cary Nelson y Larry Grossberg (eds.). Marxism and the interpretation of Culture. University of Illinois Press. Chicago. 1988. Además, en el libro, A critique of poscolonial reason. Toward a history of vanishing present. Harvard University Press. Cambridge. Existe otra traducción al castellano publicada en Orbis Tertius. VI. 1998: 175-235 (Argentina). Traducción del inglés de Antonio Díaz G., estudiante de antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Revisada por Santiago Giraldo y María Teresa Salcedo, investigadores del ICANH

** Instituto Colombiano de Antropología e Historia.

***. Ranajit Guha, Partha Chatterjee, Gayatri Spivak y Dipesh Chakrabarty son algunos de los miembros más conocidos de este grupo, el cual influenció la creación del Grupo latinoamericano de estudios subalternos conformado, entre muchos otros, por Florencia Mallon, Ileana Rodríguez, José Rabasa y John Beverley (véase Rodríguez, 2001).

1.. Estoy agradecida con Khachig Tololyan por su detallada primera lectura a este ensayo.

2. Michel Foucault.Language, Counter- Memory, Practice: Selected essays and interviews. Traducción de Donald F. Bouchard y Sherry Simon. Cornell University Press. Ithaca, N.Y. 1977: 205-17 (de aquí en adelante citado como FD). He modificado la versión inglesa de estas y otras traducciones, donde lo demanda la fidelidad al original.  

Es importante observar que la «influencia» más importante de los intelectuales de Europa occidental sobre profesores y estudiantes de Estados Unidos se da más por medio de colecciones de ensayos que mediante libros extensos traducidos. Y, en estas colecciones, es comprensible que los trabajos de interés actual sean los que más circulan -es el caso de «Structure, sign and play» de Derrida-. En consecuencia, desde la perspectiva de la producción teórica y de la reproducción ideológica, la conversación considerada no ha sido necesariamente sustituida.

3. Aquí hay una referencia implícita a la ola de maoísmo pos-1968 en Francia. Véase Michel Foucault. «On popular Justice: a discussion with Maoists». EnPower/ Knowledge: Selected interviews and other writings1972 77 . Traducción de Colin Gordon et al Nueva York 134 (de aquí en adelante citado como PK). La explicación de la referencia fortalece mi punto dejando expuestas las mecánicas de apropiación. El estatus de China en esta discusión es ejemplar. Si Foucault se aclara a sí mismo persistentemente diciendo: «No sé nada sobre China», su interlocutor muestra hacia China lo que Derrida llama «el prejuicio chino».

4 Esto es parte de un síntoma mucho más amplio, como lo discute Eric Wolf, 1982.

5. El intercambio con Jacques-Alain Miller en PK («The Confession of the Flesh») es revelador en este aspecto.

6. Para un ejemplo entre muchos, véase PK: 98.

7. No es sorprendente, entonces, que el trabajo de Foucault, temprano y avanzado, sea apoyado por una noción muy simple de represión. Aquí el antagonista es Freud, no Marx. «Tengo la impresión de que [la noción de represión] es totalmente inadecuada para el análisis de los mecanismos y efectos de poder que es tan penetrantemente usado hoy para categorizar» (PK: 92). La delicadeza y sutileza de la sugerencia de Freud -que bajo represión la descomunal identidad de los afectos es indeterminada porque algo desagradable puede ser deseado como placer, de este modo se reinscribe radicalmente la relación entre deseo e «interés»- se ve aquí totalmente desvalorizada. Para una elaboración de esta noción de represión, véase Jacques Derrida. 1988.Of Grammatology. Traducción de Gayatri Chakravorty Spivak. Johns Hopkins University Press. Baltimore, MD: 88 (de aquí en adelante citado como OG); y Derrida. 1977.Limited inc.: abc. Traducción de Samuel Weber. Glyph. 2: 215.

8. La visión de Althusser sobre esta situación particular puede ser muy esquemática, pero sin embargo se ve más cauto en su programa que el argumento estudiado. «El instinto de clase», escribe Althusser, «es subjetivo y espontáneo. La posición de clase es objetiva y racional. Para llegar a las posiciones de clase proletarias, el instinto de clase de los proletarios sólo necesita ser educado; el instinto de clase del pequeño burgués, y consecuentemente de los intelectuales, tiene, por el contrario, que ser revolucionalizado» (Op: 13).

9. La explicación posterior de Foucault (PK: 145) sobre este enunciado deleuziano está más cerca de la noción de Derrida de que la teoría no puede ser una taxonomía exhaustiva y está siempre formada por la práctica.

10. Cf. Las nociones de representación sorprendentemente acríticas recreadas en PK: 141, 188. Mis comentarios en la conclusión de este párrafo, criticando las representaciones de grupos subalternos de los intelectuales, deben ser distinguidos rigurosamente de una coalición política que tiene en cuenta su encuadre dentro del capital socializado y une a la gente no porque ellos sean oprimidos sino porque son explotados. Este modelo trabaja mejor dentro de una democracia parlamentaria, donde la representación no sólo no es proscrita sino que es elaboradamente escenificada.

11. Véase la excelente definición corta y la discusión de sentido común en Errol Lawrence 1982. «Just plain common sense: the «roots» of racism». En Hazel V. Carby.The Empire Strikes Back: Race and racism in70s Britain. Hutchinson. Londres: 48.

12. El «valor de uso» en Marx puede ser mostrado como una «ficción teórica» -tanto de un oximoron potencial como de «intercambio natural»-. He tratado de desarrollar esto en «Scattered speculations on the question of value», un manuscrito puesto a consideración deDiacritics.

13. El «Linguistic circle of Geneva» de Derrida, especialmente pp 143 y siguientes, puede ofrecer un método para evaluar el irreductible lugar de la familia en la morfología de la formación de clase de Marx. En Margins of Philosophy. Traducción de Allan Bass. University of Chicago Press. Chicago. 1982.

14. Soy consciente de que la relación entre marxismo y neokantismo está políticamente cargada. Yo misma no veo cómo puede establecerse una línea entre los propios textos de Marx y la ética kantiana del momento. Me parece, sin embargo, que el cuestionamiento de Marx del individuo como agente de la historia debería ser leído en el contexto de la desintegración del sujeto individual inaugurada por la crítica de Kant a Descartes.

15. Este argumento es desarrollado más adelante en Spivak, «Scattered speculations». Una vez más, el Anti-Oedipus no ignora el texto económico, aunque el tratamiento fue tal vez muy alegórico. A este respecto, el movimiento de esquizo- a rizo-análisis en Mille Plateaux. Seuil. París. 1980, no ha sido saludable.

 

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