SPINOZA Y LA INTOLERANCIA EN LA HOLANDA DEL XVII, por Miguel Beltrán.

SPINOZA Y LA INTOLERANCIA EN LA HOLANDA DEL XVII

 

Aquel 25 de febrero

En Holanda se conmemora cada año la huelga de 1941 para recordar la defensa de las libertades

Por José Ramón Villanueva Herrero (Fundación Bernardo Aladrén)

El periódico de Aragón

SPINOZA Y LA INTOLERANCIA EN LA HOLANDA DEL XVII
Retrato de Baruc Spinoza

 

La ciudad de Ámsterdam siempre ha sido un ejemplo de libertad y tolerancia. Es por ello que, cuando en 1579 las entonces llamadas Provincias Unidas de los Países Bajos, esto es, la actual Holanda, lograron la independencia del dominio español, frente a la intolerancia religiosa imperante en tantos lugares, al quedar liberados del asfixiante dominio de la Inquisición, la nueva nación neerlandesa declaró que nadie sería allí perseguido por sus creencias religiosas. Es por ello que allí encontraron refugio desde finales del s. XVI numerosos judíos sefardíes procedentes de España y de Portugal, comunidad cuyos fundadores fueron Jacob Israel Belmonte, Samuel Pallache o Jacob Tirado, contando entre sus miembros a prestigiosos médicos como David Nieto o Josef Bueno, así como con filósofos de la talla de Baruc Spinoza. Más tarde, durante la segunda mitad del s. XVII llegaron a Ámsterdam grupos de judíos askenazíes huyendo de las persecuciones de que eran objeto en Polonia, Lituania y Ucrania. Tal es así que, como señalaba el historiador Cecil Roth, Ámsterdam, la Venecia del Norte, pasó a ser conocida, también como «la Jerusalem holandesa» y, por ello, fue muy importante para la ciudad la aportación económica judía, la cual que favoreció la expansión comercial del imperio holandés, así como su desarrollo cultural. Por todo ello, aludían a Ámsterdam como mokum, que en lengua yiddish quiere decir «lugar seguro», una ciudad donde fueron acogidos, se integraron plenamente y prosperaron durante varios siglos.

Pero todo cambió con el auge del totalitarismo nazi. Durante la II Guerra Mundial, el 10 de mayo de 1940 las tropas hitlerianas invadieron Holanda y, tras el brutal bombardeo de Rotterdam, el país capituló ante Alemania, que quedó sometido bajo las fuerzas de ocupación y la autoridad del Reichskommissar Arthur Seyss-Inquiart. Durante esta negra etapa de la Historia, Holanda, por supuesto dejó de ser mokum, el lugar seguro para los 140.000 judíos residentes en el país. Bien pronto, en junio de 1940, los nazis empezaron a aplicar las primeras medidas antijudías y resulta destacable que, desde el primer momento, la población civil holandesa, se opuso a ellas a la vez que se solidarizaba con sus vecinos y amigos judíos con los que habían convivido desde siempre. Así, en noviembre de 1940, miles de estudiantes de la Universidad de Leiden y del Instituto Politécnico de Delf, protestaron por la destitución de todos los docentes judíos. A partir de finales de 1940 y principios de 1941 se incrementaron las medidas antisemitas de las autoridades nazis y de los colaboracionistas holandeses de Anton Mosset, cuyas milicias provocaban constantes altercados en el barrio judío (Jodenbuurt) destrozando comercios y maltratando a sus habitantes. En una ocasión, el 11 de febrero, los nazis holandeses se enfrentaron a un grupo de jóvenes judíos que salían de un gimnasio, desconociendo que éstos eran boxeadores y, en la pelea murió uno de los atacantes. La reacción de las autoridades hitlerianas no se hizo esperar: al día siguiente, el barrio judío quedó cerrado con alambradas y barreras y unos días después, el 22 y 23 de febrero, 427 jóvenes judíos fueron deportados a Buchenwald y Mauthausen donde morirían.

Esta situación, los constantes ataques sufridos por los judíos en Amsterdam provocaron una gran indignación y el 25 de febrero estalla una huelga general: se produjo una paralización total de todos los transportes públicos y de otros servicios, de los astilleros, estibadores e industrias del acero, de las oficinas y muchos estudiantes de unieron a las movilizaciones dejando de ir a clase, lo que suponía un rechazo masivo a la ocupación nazi y al antisemitismo. La huelga se extendió rápidamente de forma espontánea y solidaria por otras ciudades holandesas como Haarlem o Utrech, teniendo un seguimiento masivo. Las autoridades alemanas estaban sorprendidas porque nunca se habían tenido que enfrentar a una huelga general como protesta por la aplicación de sus medidas antisemitas. Tras dos días de protestas, la reacción de las fuerzas nazis fue brutal: los huelguistas fueron obligados a volver al trabajo y varios centenares de ellos serían arrestados, condenados a largas penas de prisión y algunos, fusilados.

 

 

Es igualmente reseñable que las Iglesias Católica y Reformada holandesas alzaron su voz en protesta por el genocidio judío, lo cual desató la represión de los nazis contra estas y, en particular, sobre todos los católicos de origen judío como fue el caso de Edith Stein, monja de origen judío convertida al catolicismo con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que compartió el fatal destino de su pueblo en las cámaras de gas de Auschwitz.

La huelga del 25 de febrero ha quedado marcada, para siempre, en la conciencia cívica y democrática de los holandeses, pues se ha convertido en una de las acciones de resistencia masiva en la lucha contra el nazismo y el antisemitismo. Cada año se conmemora el 25 de febrero ante el monumento al Dokwerker (el obrero estibador), ejemplo de la resistencia antinazi, como una forma de recordar que es esencial la defensa de la libertad y de los derechos humanos, especialmente en los momentos en que éstos resultan amenazados por la intolerancia y el fascismo.

La huelga del 25 de febrero de 1941 no impidió el genocidio de la comunidad judía holandesa, víctima de las deportaciones masivas producidas a partir de 1942 con destino a los campos de la muerte, dado que las ¾ partes sería exterminada pues más de 104.000 de los mismos murieron durante la ocupación o fueron deportados a Auschwitz y Sobibor de donde nunca volvieron.

Recorriendo Ámsterdam, tan llena de vida, tolerancia y diversidad, visitando la sinagoga portuguesa-israelita, lo que fue el Jodenbuurt, o la emotiva visita a la casa de Ana Frank en Prinsengracht, 263, evoco aquel 25 de febrero, todo un ejemplo de dignidad cívica cuya memoria merece ser conocida y recordada.

 

Michiel de Ruyter, Almirante holandés que, con su incursión por el Támesis, hasta alcanzar Londres, dio lugar a la firma de la «Paz de Breda», en 1667, por el Rey de Inglaterra, Carlos II

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AMSTERDAM EN EL  Siglo XVII: Una forma de gobierno distinta a la monárquica fue la república parlamentaria, que se instauró en las Provincias Unidas en 1648. Los representantes de las 7 provincias que integraban el Estado se reunían en los Estados generales, los cuales elaboraban las leyes comunes. Cada 5 años designaban al Gran Pensionario, quien dirigía la administración pública, y al Gran Estatúder, quien estaba al mando de las milicias.

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SPINOZA Y LA INTOLERANCIA EN LA HOLANDA DEL XVII

Por Miguel Beltrán

Unversita degli studi di Venezia

 

No se me oculta que el título de este artículo puede parecer sorprendente, porque se ha escrito hasta la saciedad que el clima de tolerancia en Holanda durante el siglo XVII era único en la época, y que fue ese clima precisamente el que propició el desarrollo de, entre tantas otras cosas, el pensamiento libre, y la creación de soberbias concepciones del mundo, o que cuando menos ese fue el lugar en el que ciertos grandes pensadores encontraron la seguridad y la tranquilidad que les permitiera gestar esos sistemas, algo que resulta difícil de negar por cuanto ellos mismos expresaron su maravilla ante las condiciones políticas que Holanda les ofrecía. Descartes, por ejemplo, aseguraba que en Amsterdam, y puesto que todos -salvo él- se dedicaban a actividades mercantiles (sin prestar atención a otra cosa que no fueran sus negocios), bien hubiera podido él vivir toda la vida ‘sin ser jamás visto por nadie‘, y Locke, tras su huida de Inglaterra, fue huésped en Holanda del médico Veen, que era pariente de Arminio y remostrante, y que por tanto disentía aparentemente (1) del inglés en una materia tan polémica entonces como lo era la naturaleza del albedrío, discrepancia que en otros lugares de Europa hacía correr la sangre con una facilidad pasmosa. También el propio Spinoza hizo un elogio de la ciudad de Amsterdam, y de la libertad en ella, que a su debido tiempo citaré. Pero en esta intervención quiero mostrar que lo que permitió la tan rápida difusión de los sistemas de esos filósofos desde Holanda no tenía su causa en la tolerancia, si queremos con ello referimos al contenido de su pensamiento (es decir, a la tolerancia con respecto a sus ideas), sino en el hecho económico de que la imprenta era uno de los tantos negocios florecientes de la ciudad (uno de los que más), y que la publicación de obras de pensadores integrados en las tan diversas sectas que poblaban Holanda por aquel entonces tenía al interés dinerario como causa primordial. Más aún, querría probar aquí también que en el caso concreto de la teoría del derecho de Spinoza, pero incluso de su sistema metafísico (que está en la base de la primera), cabe decir, al contrario, que sólo aduciendo las sucesivas manifestaciones de intolerancia que se produjeron sobre la propia persona del filósofo y sus creencias, intolerancia sufrida por él en el ámbito de las distintas comunidades en las que vivió (aunque también desde numerosos lugares de Europa tras la publicación del Tratado Teológico-Político (TTP) (1670)) puede explicarse la formación de su sistema y su peculiaridad, tesis ésta que se opone diametralmente a las de quienes arguyen que sólo por razones opuestas pudo Spinoza desarrollar su concepción del mundo (es decir, por la presunta inexistencia de represión religiosa en las Provincias Unidas).

 

-I-

 

Para probar lo anterior quiero tratar aquí, en primer lugar y brevemente, de la peculiaridad de la filosofía política de Spinoza, y en ese sentido esta primera parte de mi exposición será necesariamente de análisis teórico. Es preciso que así lo haga, máxime cuando el hecho de que la terminología empleada por Spinoza no difiere, por ejemplo, de la de Hobbes, ha inducido a que se supusiera -erróneamente pero con mucha frecuencia- la afinidad de contenido entre las teorías del derecho de ambos. Y en efecto, Spinoza habla de derechos naturales en un estado de naturaleza, recurre al pacto en la parte cuarta de la Ética y en el Tratado Político, y teoriza también sobre la obediencia en el Estado como un presupuesto de la civitas. Pero ya Pufendorf, en dos breves pasajes de la segunda edición (1684) de su De Jure Naturae etGentium referidos a Spinoza, (II, ii, 3 y III, iv, 4) hizo constar las estrictas diferencias de fondo entre la concepción naturalista del judío y el juridicismo del autor del Leviathan (1651) (Cf. Curley, 1991).

Pufendorf, acertadamente en mi opinión, reduce las proposiciones de Hobbes acerca del derecho natural a la siguiente: que antes de que exista acuerdo entre las personas con el fin de dividirse las cosas que les sirven para su preservación, la naturaleza las habría legado al común de los hombres. En cambio para Spinoza-y sigo todavía la interpretación de Pufendorfjus et institutem naturae significan solamente las reglas de la naturaleza, de acuerdo con las cuales concebimos que cada cosa está naturalmente necesitada a existir y a actuar de cierta y determinada manera. Pufendorf nos advierte de que debemos notar que el término jus, en Spinoza, no quiere referirse a una ley con acuerdo a la cual se debería actuar, o a lo que una persona puede o podría hacer sin injuriar a otra ni violar sus derechos, así como que lex significa sólo una facultad o capacidad de actuar.

Ya he dicho que en mi opinión Pufendorf no se equivoca, y en ese sentido existe una inconmensurabilidad de base entre la concepción del derecho natural en Spinoza y la de sus coetáneos, de la que más adelante intentaré dar cuenta. Pero lo que me importa de momento es constatar que en la terminología referida a la creación de lo político, el sentido dado por Spinoza a las nociones de las que se sirve es contrario al que le dan los teóricos del individualismo, que definen el derecho natural en conexión con la noción de obligación, obligación que sobre la actuación de cada uno impondrían las supuestas prerrogativas -naturales o no- de las que gozan los demás. Se da también esa esencial discrepancia en cuanto a la naturaleza del pacto o del contrato, que si en Hobbes, por ejemplo, daba como resultado un portentoso equilibrio entre leyes naturales y positivismo jurídico (en función de la idea de que la palabra dada comporta un compromiso irreversible), en Spinoza, y puesto que los individuos no transfieren sus derechos al Estado -si los entendemos en tanto que soberanía- el contrato no comprende la noción de obligación intemporal. Y esto es así por cuanto «las promesas sólo mantienen su valor mientras no cambie la voluntad de quien las hizo. (Y si alguien) tiene la potestad de romper la promesa, no ha cedido realmente su derecho, sino que sólo ha dado su palabra» (TP, II, 12). El pacto no introduce, pues, una inamovible transferencia de derechos, ni tiene además en Spinoza la función de pensar el origen de la sociedad, ni constituye siquiera un fundamento teórico del orden jurídico como tal. Sirve antes bien, el contrato, para hacer inteligible la conservación de la forma del Estado no desde la legitimación sino por la conveniencia, y da cuenta además de los movimientos internos a través de los cuales aumenta o disminuye su potencia colectiva. Huelga decir que una meridiana divergencia con respecto a Hobbes es el amplio derecho de los súbditos a la rebelión, y cómo la obediencia al Estado se supedita, en las propias palabras del filósofo, a la mucho más real obediencia a sí mismo que se debe, por así decirlo, todo individuo racional. Me parece que estas clarificaciones bastan para mostrar que en efecto la concepción del Estado de Spinoza no puede ser adscrita a una teoría de los derechos como en el individualismo liberal, derechos concebidos y formulados, desde esta perspectiva, en contraposición a lo que pueden reclamamos los demás.

Para entender la raíz de esa oposición esencial entre ambas teorías, habrá que recurrir, por último, a los distintos presupuestos teológicos que se hallan en la base de una y otra formulación. Porque si Grocio (De Iure Belli ac Pacis, 1625) y Pufendorf, para justificar el derecho natural a la propiedad, recurrieron al dogma de que Dios, en la creación, había dado la tierra, con sus plantas y animales, a la entera humanidad, y Locke adicionó la igualdad natural de los hombres, debida a que todos son criaturas de Dios (Cf. Dunn (1969), Olivecrona (1974a y b)), Spinoza estipula un fundamento teológico muy distinto para los derechos naturales de los hombres. Es el siguiente: «A partir del hecho  de que el poder por el que existen y actúan las cosas naturales es el mismísimo poder de Dios, comprendemos ….. con facilidad qué es el derecho natural. Pues, como Dios tiene derecho a todo, y el derecho de Dios no es otra cosa que su misma potencia, considerada en cuanto absolutamente libre, se sigue que cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como potencia tiene para existir y actuar ….» (TP, II, 3) «De ahí que el derecho natural….. de cada individuo se extiende hasta donde llega su potencia» (TP, II, 4 ). Así, hay en Spinoza un presupuesto teológico que, dada su naturalización de Dios como substancia inmanente y causa no transitiva de todas las cosas, describe más bien una fundamentación ontológica de la existencia que una metafísica en el sentido clásico. Yo he sostenido, en otros estudios sobre Spinoza (Cf. Beltrán l992 a y b) que la terminología teológica que el filósofo, forzado por los tiempos, usó, no le comprometió sin embargo con trascendentalismo alguno, ni impidió su alejamiento de una metafísica ultramundana, lo que constituye, a la vez, la razón de la anomalía de su reflexión política, porque la conceptualización que en su tiempo hacen de los derechos los iusnaturalistas clásicos tiene, como ya he dicho, presupuestos teológicos también, pero éstos sí referidos a la igualdad y semejanza del hombre para con un Dios personal, volitivo, juez y providente a la vez, y aún más, referidos a la idea de que el hombre no dista de Dios de un modo categórico y de que existe entre ambos una relación de reciprocidad (Cf. Tuck, 1979).

Presuponen, pues, los teóricos liberales del XVII, la providencia de Dios en la donación de los derechos originales de propiedad, y por lo tanto su intervención en el devenir humano, precondiciones éstas sin las cuales su argumentación, como estoy seguro de que ellos mismos estarían dispuestos a admitir -excepción hecha de Hobbes, por supuesto- se vería abocada a un abismo sin fondo. Bien, baste por ahora de reflexión teórica. Porque el propósito principal de estas páginas es dar cuenta de las claves sociales que permiten entender cómo pudo producirse ese desligamiento de Spinoza con respecto a una fundamentación ultramundana de la legitimación política.

 

-II-

La definición de Dios es, como hemos visto, esencial para comprender la licitud de la acción de todo individuo hasta donde se extienda o alcance su poder, y que lo que hace cada hombre en virtud de las leyes de su naturaleza lo hace con el máximo derecho.

Existe además un gobierno de Dios sobre las cosas, al igual que lo hay en los teóricos liberales, pero Spinoza lo define de modo muy diverso: «Por gobierno de Dios entiendo el orden fijo e inmutable o la concatenación de las causas naturales, puesto que …. las leyes universales de la naturaleza, conforme a las cuales se hacen y determinan todas las cosas, no son más que los eternos decretos de Dios que implican siempre una verdad y una necesidad eternas» (TTP (Gebhardt (ed. 1972) 3, p. 31, 33-34, p. 32, 1-4)). Esta definición, primordial para entender su concepción del derecho natural, resultó intolerable para todos los medios en los que fue viviendo sucesivamente Spinoza (excepción Spinoza hecha de los Colegiantes), y aun para pensadores de otras religiones con los que el filósofo holandés no mantuvo siquiera contacto directo, y así lo prueban las numerosas reacciones que provocó la aparición del TTP en 1670, única obra de Spinoza sobre esas polémicas materias religiosas que publicó en su vida (si no se consideran las elucubraciones acerca de Dios, excesivamente teóricas para representar un peligro, que configuran los Cogitata Metaphysica de 1663). Esas reacciones se produjeron desde Inglaterra a Francia o Alemania, sin olvidar la incisiva puesta en el Indice por el Santo Oficio del nombre de Spinoza, el 13 de Marzo de 1679, algo insólito por cuanto era raro que esta medida se tomara en contra de autores de obras escritas en medios no-católicos, si no se trataba -como es el caso- de textos que combatieran directamente el catolicismo. Las Opera Posthuma fueron condenadas también, por la misma congregación, el 29 de Agosto de 1690. Así, podríamos decir que el TTP resultó intolerable para toda Europa, y que correspondientemente toda Europa aunó su intolerancia en contra de la obra.

Porque ya mucho antes de las condenas referidas, los mismos Estados de Holanda habían prohibido el TTP en 1674, y las autoridades civiles, instadas por el calvinismo dominante, exigieron al editor de éste, el sociniano Rieuwertsz, que impidiera a toda costa la publicación de la Ética.

Y sin embargo, según se sabe, a casi veinte años atrás se remonta la primera gran intolerancia de la que Spinoza fue víctima en su propia persona. Me refiero, claro está, a la exclusión de la sinagoga en 1656 a través del Herem (y de su forma más drástica, la Schamatta, ceremonia de expulsión definitiva acompañada de prescripciones particulares para con los miembros de la comunidad, y de maldiciones (Cf. Méchoulan, 1979- 80)). Otros heterodoxos habían sido sometidos con anterioridad al Herem, en la comunidad judía de Amsterdam, y en el Livro dos Acordos da Naçao (Cf. Albiac, 1987) puede leerse que desde el nacimiento de Spinoza en 1632 esta ceremonia había sido practicada contra algún disidente hasta repetirse quince veces. Se ha dicho en muchas ocasiones que el Herem, en la práctica judío-holandesa del XVII, constituía un castigo cuya imposición la autoridad de la Naçao, ejercida por los Pamassim, se reservaba para preservar la integridad interna de la comunidad. Pero, como refiere Méchoulan ( 1976), la realidad no acaba ahí. Para comprender la intransigencia de las autoridades judías contra los heterodoxos que surgían recurrentemente de su medio, y también para entender el ahínco y el ensañamiento particularmente intensos que se produjeron en el caso de Spinoza, quien fue, como ya he dicho, condenado hasta el máximo grado (cuando por entonces no había publicado nada todavía, y había escrito su Apología para justificar su abdicación de la sinagoga, quizá en ladino, sólo ante la inminencia de su expulsión), debe tenerse en cuenta la supeditación política de la comunidad judía de Amsterdam para con la ortodoxia calvinista dominante, que ejercía una poderosa influencia e incluso coacción sobre las autoridades civiles. La mayoría de integrantes de la comunidad no habían olvidado, como ex-marranos que eran, las atroces persecuciones que sus antepasados y algunos de ellos mismos habían sufrido en España y después, quizá más alevosamente, en Portugal. Tras su esperanzada llegada a la que sería llamada la Jerusalén del Norte, practicaban allí en efecto libremente su culto, se dedicaron sin cortapisas a los negocios, pudieron editar obras que celebraban la cultura judía, practicaban las artes para las que estaban particularmente dotados, y todo ello en un clima de seguridad que, pese a todo, era condicional. Los dirigentes religiosos de la comunidad, los rabinos de Amsterdam, no ignoraban que eran aceptados sólo en la medida en que excluían de entre ellos a quienes ponían en duda las bases espirituales comunes al judaísmo y al cristianismo. Puede dar prueba de ello el que la razón primordial de la condena de gran parte de los heterodoxos excluidos de la comunidad en el XVII, y desde luego la de los predecesores teóricos de Spinoza en la vindicación de la Ley Natural como opuesta a la Ley de Moisés, pusieran en duda con ello ciertos preceptos comunes a aquellas religiones. En particular cabe señalar el golpe de gracia que el Tratado da mortalidade da alma (1623) de Uriel da Costa pretendía infligir sobre ciertos puntos cruciales del decálogo, puntos que Uriel juzgaba contra-natura mantener, y cuya denuncia le había valido ya sendas declaraciones de hereje y la exclusión de la sinagoga en ceremonias que tuvieron lugar, con anterioridad a su llegada a Amsterdam, en Hamburgo y Venecia.

De modo que la comunidad ejercía una estricta vigilancia y reprobación de todo aquello que significara una naturalización secular o mundanización -por así decirlo- de la Ley Divina, no tanto para mantener intacto su credo como por temor a las represalias de la religión dominante. Sabemos incluso (Cf. Méchoulan, 1976) que los calvinistas ortodoxos desplegaron un control directo sobre los actos celebrados en las sinagogas, cuyo fin era advertir si en su transcurso se daban proferencias blasfemas contra los misterios del cristianismo, ya fuese en la liturgia o en los libros de plegarias, que eran además estrictamente supervisados. Así, es claro que toda desviación de un miembro de la comunidad ponía en peligro la estabilidad de la misma, y su ceremoniosa y divulgada expulsión se debía más al temor a represalias políticas que al celo religioso. En cualquier caso toda disidencia aceleraba la unión momentánea en contra del hereje de facciones doctrinalmente opuestas entre sí. Pero, en el caso de Spinoza, ello se produjo incluso mucho más allá del medio al que éste pertenecía, como lo prueba la ulterior correspondencia que a propósito del TTP se extendió con celeridad por toda Europa en el intento de su demolición, y que conciliaba en ese ahínco a jansenistas con luteranos, o a católicos romanos con puritanos, una correspondencia que se propagó como en un incendio desde el momento mismo en que se dio a conocer la obra de Spinoza, si bien el primer texto impreso en el que se hace referencia al TTP se demoraría tres años en aparecer (La Religion des Hollandois, de Stouppe (1673)).

De modo que la primera gran intolerancia ejercida contra Spinoza desde la comunidad a la que perteneció hasta los 23 años –y ésta es una tesis importante que quería desvelar aquí, aunque luego voy a volver un momento sobre ello– respondía claramente a intereses políticos. Pero en cuanto se refiere a la razón de la inmediata reacción europea contra el TTP, calificándolo de, entre otras muchas cosas, apestoso, impío, y de que «tenía como fin principal destruir todas las religiones, en particular la judaica y la cristiana» (Stouppe, pp. 65-66), una observación de Orcibal (1949) referida al odio que despertó el TTP en Bossuet, me parece que puede hacerse extensiva a todos los enemigos doctrinales de Spinoza. Orcibal escribe que el preceptor del delfín de Francia aborrecía el TTP por cuanto en la obra se vislumbra un rechazo radical de la providencia y con éste, de la predestinación, negación solapada que sin embargo ningún teólogo avisado de su tiempo hubiera podido dejar de ver. Yo sostengo -y quizá sea ésta la tesis más importante de la presente exposición~ que el horror que sintió toda Europa ante el TTP fue debido justamente a ese concretísimo punto, a saber, al antipredestinacionismo de Spinoza, pues todas las enfrentadas religiones del continente y facciones de una misma religión podían aliarse en contra del filósofo judío en esa reacción. En efecto, era muy de esperar que tanto molinistas como jansenistas, tanto anglicanos y luteranos como tomistas romanos, desde Oldenburg a Arnauld, desde Bossuet a Leibniz, se pusieran en contra de una teología que negaba la previsión y predestinación de los eventos futuros por parte de una divinidad providente externa al mundo. Pero sobre todo cabía esperar ese rechazo por parte de los calvinistas, porque es sabido que el dogma central del reformador de Ginebra -tal como fue entendido por la rígida ortodoxia calvinista en las Provincias Unidas-, era el doble decreto inmutable de Dios por el cual Éste, al crear a los hombres, lo hace para salvar a algunos y condenar a los otros por una predestinación absoluta, al margen de la previsión de cualesquiera méritos, y desde toda la eternidad. Así que la fe y la conversión de los hombres, según el dogma de Calvino, no son determinantes de su elección, sino a la inversa: Dios ha decidido dar la fe a aquellos a quienes ha escogido de antemano, y negársela a quienes habría decidido condenar aun antes de que nacieran.

No puede dudarse, me parece (habida cuenta de ese dogma), del afán que los calvinistas ortodoxos habrían de tener por silenciar una posición como la de Spinoza. Pero lo que me importa ahora señalar aquí es que el antipredestinacionismo del filósofo, que en mi opinión se demuestra a partir de la identificación de esencia y existencia en Dios, tal y como se da en la Proposición XX de la Parte Primera de la Éthica (Cf. Beltrán 1992b ), viene paradójicamente prefigurada por cierta tradición del pensamiento judío, de la que Spinoza pudo embeberse en sus primeros contactos con la teología. Ahora bien, está claro que la posibilidad de crítica teológico-política de esa tradición tal y como se da en el TTP, se halla determinada e incluso espoleada por la expulsión y el desligamiento de su comunidad a los que Spinoza se vio sometido, lo que es lo mismo que decir que fue la intolerancia que sufrió la que vino a promover su subversiva reflexión y la que motivó su secularizada concepción del mundo, tanto como la gestación de su entero sistema, y no la supuesta tolerancia de la que en esos momentos se gozaba en los Estados de Holanda.

Es de señalar, a ese respecto, que si no la atribución a Spinoza de un antipredestinacionismo teológico, cuando menos las estrictas diferencias entre su Dios y el de la ortodoxia calvinista, han sido apuntadas ya por estudiosos de este siglo. En concreto Mugnier-Pollet (1976) destacó la inconmensurabilidad que se da entre la concepción de Dios que mantenían por un lado Spinoza y por el otro los gomaristas y arminianos que, a principios de siglo, y desde el calvinismo, se habían visto envueltos en un encarnizado debate concerniente al tema de la predestinación. Y Carla Gallicet Calvetti, la gran estudiosa de la cuestión de la tolerancia en el XVII, escribía incluso, ya en 1968, que «la providencia, entendida en el significado tradicional de la palabra, es para Spinoza expresión de la ignorancia humana, enferma de antropomorfismo, equivalente así a una noción infrarracional» (p. 66), y que en el sentido tradicional -compartido por los calvinistas- de «providencia que celebra la acción sobrenatural de una divinidad trascendente (esa noción) no tiene (en Spinoza) razón alguna de ser» (Ibid.).

 

-III-

 

Volviendo atrás en los avatares de las reacciones contra Spinoza, quiero remontarme ahora de nuevo al medio judío. Porque ese abandono de la creencia en la providencia lo comparten los otros teólogos heterodoxos que fueron expulsados de la comunidad en tiempos de Spinoza. Así, el compendio de las acusaciones dirigidas contra Juan de Prado y Daniel Ribera da cuenta de cómo éstos argüían, además de la inobservancia de ciertas prescripciones de la Ley, que no hay más divinidad ni potencia soberana en el mundo que la naturaleza. Lo importante en este caso es que el gran rabino de Amsterdam, Saul Levi Morteira, y con él otros dirigentes del medio judío, no ignoraba que velar por la seguridad política de la comunidad implicaba asimismo mantener teóricamente la integridad del judaísmo ortodoxo desde el punto de vista doctrinal, en contra de esos brotes de disidencia, y así se explica el énfasis con que tanto Morteira, haham indiscutible de la comunidad, como Menasseh ben Israel, rabino también, combatían la opinión de quienes se negaban a creer en un castigo eterno posterior a la muerte, como en el caso de Isaac Aboab da Fonseca (Cf. Revah, 1959. También Altmann, 1972). Y en concreto para el punto que nos ocupa es revelador que Morteira escribiese, entre 1659 y 1660 (es decir, muy poco antes de su muerte), un texto titulado Da Verdade da Ley et Providentia del Dio com seu povo, que empezó a circular en 1666, y que prueba la supeditación de la ortodoxia hebrea para con un Dios que se concibe como un agente causal providente en lo que respecta a los asuntos humanos (2). Leído de modo literal, el Providentia del Dio de Morteira es una respuesta en forma de polémica contra los socinianos, pero a mi parecer se trata sobre todo de un signo de alerta para la comunidad. Es importante, como prueba de mi tesis acerca de que la supeditación política de los judíos para con la Iglesia calvinista está en la base de las expulsiones de ciertos heterodoxos, observar que en el libro se perpetra un muy ingenioso ataque contra los católicos, para cuya realización Morteira se apoya precisamente en argumentos calvinistas, y que, en el intento de no ganarse la enemistad de los dirigentes de esa religión, sólo en último lugar viene el calvinismo tímidamente refutado (ya que Morteira, pese a todo, no puede reconocer la más mínima parcela de divinidad a algo que no sea la Ley de Moisés, la cual es, según su propia palabra, abastada, esto es, suficiente y perfecta).

La carga que Morteira despliega contra los católicos, y en la que denuncia la corrupción temporal de los papas, la prepotencia en los concilios y la crueldad de la inquisición (Cf. Méchoulan, 1976), no parece tener una razón directa de ser si no como medida de halago para con los calvinistas, los cuales, según dice Morteira, han sabido salir de la tiniebla de las imágenes que puebla la religión católica, y han recorrido además etapas importantes en el camino hacia la libertad de conciencia, frente al catolicismo. En el Providentia del Dio…, Morteira llega incluso a afirmar la oposición calvinista a toda suerte de pluralidad interna a la esencia divina, algo que, aunque así fuera, no obsta a mi entender para que algunos textos de la lnstitutio Religiones Christianae (1536), obra capital de Calvino, referidos a las varias personas que residen en la esencia divina, demuestren la clara oposición del reformador de Ginebra a la Unidad de Dios exigida por la religión judía (3).  Y a mi modo de ver esa creencia en la unidad de Dios resulta el punto crucial para esa ortodoxia, tanto como para merecer mucho mayor énfasis en su defensa que la apagada animadversión para con los calvinistas que al final de la obra Morteria no consigue del todo ocultar. Pero mi idea es que en esa reticencia argumentativa se halla el temor a las represalias de los dirigentes políticos de los Estados de Holanda, algo que puede explicar también la razón de por qué el Providentia… «fue propagado clandestinamente  y nunca se editó en su siglo» (4).  Porque el poder del calvinismo era tal -aun en tiempos de Spinoza, pero había sido todavía mayor a principios de siglo- que las iglesias de la tendencia dominante pudieron imponer numerosas formas de represión, a través de las autoridades civiles sobre las que influían poderosamente, una represión que afectó por igual a socinianos, quáqueros, mennonitas, remostrantes, y claro está, también a la comunidad judía.

Todo ello pese a la tan renombrada tolerancia religiosa de la segunda mitad del XVII en Holanda. Tolerancia de la que, como ya he señalado, el mismo Spinoza hace un elogio al final del TTP, la obra que sería denostada allí desde el momento mismo de su aparición, y prohibida por los calvinistas cuatro años después. Pero leamos la cita: «Sirva de ejemplo la ciudad de Amsterdam, la cual experimenta los frutos de esa libertad en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este Estado tan floreciente y en esta ciudad tan distinguida, viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación y secta: y para que confíen a otros sus bienes, sólo procuran averiguar si es rico o pobre, y si acostumbra a actuar con buena fe, o con engaños. Nada les importa, por lo demás, su religión o secta, ya que éstas de nada valen en orden a ganar o a perder una causa ante el juez» (TTP xx, 246). A este respecto, y acto seguido, Spinoza hace una referencia al conflicto ya mencionado que a principios de siglo se produjo entre arminianos y gomaristas, o lo que es lo mismo, entre remostrantes y contraremostrantes, y que condujo al cisma. En ese momento, y según sus propias palabras, «se constató … que las leyes que se dictan sobre la religión, es decir, para dirimir las controversias, más irritan a los hombres que los corrigen, y que otros, además, sacan de ellas una licencia sin límites» (Ibid.). Estas citas de Spinoza nos dan claves preciosas, a mi parecer, para entender el fenómeno de la prosperidad económica de Amsterdam, como en lo que sigue narraré que sucedió.

 


-IV-

La implicación entre comercio y tolerancia, como ha demostrado Méchoulan (1990) recientemente en una investigación magistral, tiene en Holanda una relación de causa-efecto, pero la situación política y geográfica de los Países Bajos era en principio extraordinariamente adversa para que se produjera su prosperidad económica, porque todo parecía obrar en contra de esa posibilidad. Los Países Bajos llegaron a su esplendor en el marco de una organización política poco menos que medieval. Ya en 1576, dos años antes de que los primeros pastores calvinistas hicieran su irrupción en las Provincias Unidas, siete estados habían acordado enviar delegados a unos Estados Generales que se constituyeron nuevamente entonces. Holanda, el estado más importante de entre aquellos, tenía por lo demás una complicada estructura gubernamental. Su principal cuerpo legislativo, los Estados de Holanda, se hallaba constituido por 18 representantes de las distintas ciudades, y por un representante de la nobleza en general. Tampoco había monarca en las Provincias Unidas. Lo más próximo a ello era el cargo de estatúder, que desempeñaron los príncipes de Orange, pero que sin embargo implicaba meramente ejercer el papel de un funcionario provincial. Los de Orange eran normalmente estatúders de varias provincias, aunque no de todas simultáneamente. Parece difícil, me parece, imaginar una estructura en apariencia menos pertinente para un desarrollo económico eficaz. Y sin embargo fue en el interior de esa estructura política que se produjo el progreso mercantil de Holanda, gracias quizá al contrapunto político que, frente a la figura del estatúder, comportaba la de otro funcionario administrativo provincial, que era el abogado del país. Se trataba del pensionario general, conocido como Gran pensionario por los extranjeros, que se convirtió prácticamente, como dice Wallerstein (Cf. 1980), en el primer ministro de las Provincias Unidas, actuando incluso como presidente durante los dos períodos en los que no hubo estatúders.

Pero la aparente desorganización política era tan sólo uno de los problemas de principio para que se produjese la hegemonía de Holanda en la economía-mundo. Puesto que el suelo geográfico de los Países Bajos no era propicio para el cultivo, no puede dudarse del acierto con que la mayoría de estudiosos de su auge económico razonan que fue la pesca el gran motor inicial del esplendor mercantil de las Provincias Unidas (sobre todo la del arenque, al que se llegó a llamar la mina de oro de Europa). Pero, como afirma Wallerstein (1980), ‘el arenque no lo explica todo‘. Los holandeses mostraron idéntica tenacidad y superioridad en la agricultura, lo que no dejó de ser un logro prodigioso, dadas las adversas condiciones del suelo. Y además, Holanda llegó a ser también un principal productor industrial, cuyo progreso fue destacado sobre todo en el sector textil.

Lo importante sin embargo es que en el desarrollo de su economía los habitantes de los Países Bajos del Norte se dieron cuenta de que la afluencia de refugiados político-religiosos, iniciada ya en fecha tan temprana como 1560, representaba beneficios enormes para ellos. Y que éste fue verdaderamente el principal factor en la revolución holandesa. Como he dicho ya al inicio, una industria predominante fue a partir de entonces la producción de libros, porque la Amberes del siglo XVI, ciudad de la que procedían muchos de los refugiados referidos, era el centro de la industria tipográfica del orbe, arte cuyo saber esos exiliados transmitieron a Amsterdam. Se ha olvidado pues, con frecuencia, en el análisis económico de la hegemonía holandesa, la existencia de esos otros factores, en particular la relación causa-efecto entre el interés y la libertad religiosa, relación que Johan De La Court, el estadista holandés más notable en tiempos de Spinoza, no duda en establecer de esta suerte: si el comercio requiere libertad, la libertad de religión es el medio mejor para atraer y conservar a los extranjeros, sin los cuales las empresas de Holanda se verían obligadas a dar un sueldo tan elevado a sus obreros y criados, que éstos se llevarían una parte importante de los beneficios y vivirían mejor que sus amos (Cf. Consideratien van Staat ofte Politike Weegschaal (1662)). Parece claro, por lo anterior, que los holandeses entendieron como un nada despreciable interés económico la promoción de la tolerancia para con los miembros de otras religiones, que llegaban a sus Provincias escapando del campo de batalla que era el resto de Europa, y que la clase comerciante tuvo que tener un gran empeño en impedir que los calvinistas -por decirlo con una feliz expresión de Boxer (1965)- «sacrificaran la ganancia a la piedad‘.

Las razones del desarrollo paralelo del comercio y del calvinismo han fascinado a muchos autores. Pero algunos estudiosos han mostrado en lo reciente (Cf. McKinnon, 1988) que fueron precisas otras circunstancias para la aparición de un capitalismo moderno, más allá del advenimiento a la fe calvinista, circunstancias que no se daban en Holanda y sí en Inglaterra, lo que explica, sea dicho en passant, que los ejemplos considerados por Weber en su obra clásica sobre el espíritu del capitalismo sean en su mayoría teólogos anglosajones (William Perkins, William Ames, sobre todo Richard Baxter). Es cierto que la teología de Calvino sitúa a todo hombre cara a cara frente a su destino individual (Cf. Méchoulan, 1990), estando cada uno determinado, como hemos visto, por toda la eternidad y ante praevisa merita, a la salvación por la gratuidad de una gracia absolutamente ajena a sus obras, o bien a una reprobación igualmente gratuita. De modo que podemos asegurar que el mercader protestante de Amsterdam, al igual que un puritano inglés, nada esperaba de la conversión, como puede probarlo la misma correspondencia de Blyenbergh con Spinoza. Pero el influjo directo del dogma de Calvino sobre la expansión económica es una cuestión muy distinta. Pese a la aprobación, por parte del reformador, del préstamo a interés (sobre el cual la Iglesia Romana no había cesado de anatemizar), y a que, como Méchoulan (1990) ha puesto en claro, Calvino hiciera meritorias precisiones de distinción entre préstamo a interés y usura, reconociendo la necesidad del primero en ciertas circunstancias, no hay que olvidar que, en ese sentido, la pretensión primordial de Calvino era meramente reemplazar la casuística católica en materia de dinero por una regla moral. McKinnon ha recalcado recientemente el modo en que la teología de Calvino renuncia a las obras, y que en efecto su doctrina de la justificación se basa en una nueva alianza dada la cual el hombre es salvado solamente por la libre decisión de Dios de hacerlo (5). Cabe entender que, en ese sentido, Calvino no era en absoluto partidario de la riqueza burguesa, como pueden probarlo además sus violentos ataques contra Venecia y Amberes en su obra Commentarii in Jesaiam (Op. III, 140a, 308a). Y lo que es más importante, en cuanto a Holanda se refiere, los calvinistas ortodoxos eran partidarios de la facción de los estatúders, mientras que los mercaderes pertenecían al bando del pensionario general siempre que se dieron enfrentamientos entre ambos (como en la época del sínodo de Dordrecht ( 1918-19), en el cual los gomaristas estuvieron protegidos por el estatúder Maurice de Nassau mientras que los arminianos contaban con el apoyo político de Oldenbamevelt, el pensionario general, quien fue luego llevado al patíbulo tras el aniquilamiento político, que no doctrinal, de los arminianos en el sínodo; o en tiempos de Spinoza, cuando los mercaderes estaban con De Witt mientras la ortodoxia religiosa seguía apoyando a los Orange). Pero incluso desde un punto de vista práctico, en Holanda la iglesia calvinista condenaba la acumulación capitalista, y los pastores ortodoxos predicaban contra la riqueza, algo que, como acabo de indicar, dio lugar a algo más que a enfrentamientos teológicos, aunque éstos siguieron produciéndose, y es claro reflejo de las contradicciones de la época la célebre controversia entre el intransigente teólogo Voetius y el humanista Saumaise, a propósito de la licitud del interés. En los momentos de máxima tensión los mercaderes, que defendían la libertad de comercio y la tolerancia, eran tenidos por libertinos por una población favorable al clericato calvinista que estaba aliado, como ya he dicho, a la casa de los Orange. Así, no cabe sino aceptar que la impregnación por la ética calvinista de los estamentos mercantiles, en la vida cotidiana holandesa, era relativamente débil, y que el calvinismo no estaba en el origen de la prosperidad económica de Amsterdam. Al contrario, puede decirse que Amsterdam sostuvo financieramente la tolerancia, y que por ello los gobernantes hicieron de ella una virtud y una necesidad, de modo que, engarzadas en el hilo del interés, moral y economía confluyeron en el único lugar de Europa en el que podía ocurrir que lo hicieran, pero todo ello pese a la ortodoxia calvinista, y no gracias a ella. Es el interés, pues. el que está en la base, como causa necesaria, del éxito y la libertad en el comercio marítimo y la expansión industrial, y también en la base de las aptitudes mercantiles de los obreros y comerciantes de la República de las Provincias Unidas. Johan de la Court, a quien ya he citado. es el tratadista que dio teóricamente al interés esa dimensión de necesidad política que fomentó, como un efecto. la libertad religiosa en las Provincias Unidas (lo que es decir, que obligó a los calvinistas a tener que permitir la proliferación de sectas durante la llamada segunda reforma en Holanda).

Junto con su hermano Pieter, Johan era autor de dos libros que se encontraban en la biblioteca de Spinoza: Consideratien van Staatofte Politike Weegschaal ( 1661) y  Politike Discoursen ( 1662). En ellos los De La Court se muestran dignos herederos de los teóricos del disimulo del Cinquecento italiano, y se halla en esas obras la misma concepción del derecho como potencia que encontraremos luego en Spinoza, aunque Mugnier-Pollet (1976) haya argüido que la influencia teórica de esos textos sobre el pensamiento del filósofo judío tuvo que ser mínima. De todos modos, y tal como ha apuntado Angeletti (1991), es de primordial importancia averiguar cuál puede ser la función de la religión en una teoría de los derechos que los define en términos de potencia. A ese respecto, los De La Court afirman que la religión es impotente frente a las luchas por el poder. Y que, siendo el deseo de gobernar sobre los otros una pasión terriblemente absurda, quienes lo ambicionan no pueden dar razón de por qué deberían ellos gobernar sobre sus propios iguales, pero ni siquiera la religión puede detenerlos en ese afán (Cf. Sinryke Fabulen (1663)). La acción política que se sigue de la observancia de una normativa moral, tal y como la prescribe la religión, es substituida, en los De La Court, por la acción fundamentada sobre el concepto de necesidad, que en ellos interpreta, como en Machiavelli, el juego alternativo de fortuna y virtud. Para los De La Court, como para Spinoza después, los políticos no tienen por qué obrar -ni deberían hacerlo, en la mayoría de los casos- según los preceptos de la religión o de la moralidad, sino que tienen que seguir la ley del consenso, pues un buen gobierno no es aquel en el cual la prosperidad o el malestar de los súbditos dependen respectivamente de la buena o mala calidad del gobernante, sino aquel en el cual la buena fortuna o la desgracia del que gobierna se sigue necesariamente de la prosperidad o miseria de los ciudadanos (Cf. Interest van Holland ofte gronden van Hollands welvaren I, 1(1662)).

Pero para concluir, si Guez de Balzac, el amigo de Descartes, puso a los holandeses como ejemplo de pueblo diferente a aquellos que, atropellando el derecho de gentes, obligan a sus súbditos a recurrir al derecho de naturaleza para adquirir su libertad (Cf. Albiac, 1987), es el trasfondo de esa condición el que explica el entroncamiento de las estructuras de reflexión política de los pensadores holandeses con las teorías renacentistas (Cf. Negri, 1981), y que la constitución política de Holanda estuviera imbricada en su economía de tal modo que las formas del poder pudieron ser relativamente neutras, coyunturales casi, y eso es precisamente lo que las hizo ajenas a la crisis del barroco y al absolutismo, al imposibilitar, rindiéndolo superfluo, el mercantilismo. La cita de Spinoza sobre la tolerancia en Amsterdam da cuenta de cómo el interés, distinto y distante en naturaleza y contenido de las imposiciones de la religión reformada, está en la base, como causa, de esa particularísima libertad holandesa. Pero no sólo eso. El calvinismo, en tanto que ortodoxia dominante, al igual que otras sectas o congregaciones supeditadas a éste en lo político -como era el caso de la comunidad judía en la que creció Spinoza– suponían un lastre para esa tolerancia. Y las teorizaciones del derecho que tenían en cuenta los hechos -como la de los De La Court o la de Spinoza– argumentaron con razones concretas la prescindibilidad de la religión en la legitimación del fenómeno político. Porque si en sus inicios la propagación del calvinismo en Holanda fue recibida como un flujo de liberación, puesto que la mayoría de refugiados que, tras la caída de Spinoza y la intolerancia en la Holanda del XVII, llegaron al norte, confundieron la oposición al catolicismo y al opresor español con el advenimiento a la fe calvinista (Cf. Méchoulan, 1990), esa equiparación se fue mostrando cada vez más engañosa, como lo prueba el acto más atroz producto de la represión ejercida por el calvinismo aliado al partido de los Orange, y éste es: el enardecimiento irracional de las masas que las condujo, en 1672, al linchamiento de los hermanos De Witt, y que tuvo consecuencias tan desastrosas para la libertad en Holanda.

 

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CITAS

1. Digo aparentemente porque, y en contra de lo que muchos han argüido los arminianos en Holanda no eran estrictamente librealbedristas, puesto que sus tesis relativas al influjo de la gracia y a la naturaleza del homo lapsus se asemejan más a las consideraciones jansenistas que a las molinistas, sobre todo en cuanto se refiere al vínculo entre predestinación y voluntad humana. Me parece aberrante pues equiparar la concepción de la voluntad en Arminio o en la Remostranza de 1610, así como en las posteriores ramificaciones de esa tendencia durante el XVII en Holanda (aunque no así en Inglaterra), con la incondicionada libertad de indiferencia vindicada por Molina, como lo hace por ejemplo la Scribano al referirse a una libertad ‘arminianomolinista‘ ( 1988, p. 13 ). Con todo, la discrepancia de forma entre el compatibilismo lockeano y las tendencias arminianas, sobre todo tal como se produjeron en el país del autor de los Two Treatises of Government, es, a mi entender, innegable.

2. Miriam Silvera ( 1991) ha hecho hincapié sobre la extrema consideración providencialista que Morteira reclama del influjo de la divinidad, particularmente sobre el pueblo judío: «Como ha sido observado, la expulsión de España en 1492 contribuyó a la ampliación, en el interior de la cultura hebraica, del interés por la disciplina histórica; ello encontró expresión en la reconstrucción de los acontecimientos del pasado, pero sobre todo …. en la reflexión sobre el significado de los eventos históricos, y en la formulación de su impronta providencialista» (p. 1 ).

3. Morteira tiene razón al señalar la insistencia de Calvino en la unidad de Dios pese al dogma de la Trinidad Cf. Institución de la Religión Christiana, traducción castellana de la obra capital de Calvino hecha por Cypriano de Valera en 1596 (versión poseída por Spinoza en su biblioteca): «De donde se sigue claramente que hay tres personas residentes en la esencia divina, en las cuales un Dios es conocido» (Libro 1, cap. xiii, p. 7 4 ). También: «Los vocablos Padre, Hijo y Espíritu Santo denotan sin duda una verdadera distinción, a fin que ninguno se piense ser diversos titulos que se atribuyen a Dios con que el en diversas maneras sea mostrado por sus obras: mas debemos advertir que esta es una distinción, y no división. Los testimonios que ya habernos citado muestran assaz que el ljijo tiene su propiedad distinta del Padre. Porque la Palabra no fuera en Dios, si la Palabra no fuese otra persona que el Padre: ni tuviera su gloria en el Padre, si no fuera distinta del. Así mismo el Hijo se distingue del Padre cuando dice, que hay otro que testifique del. Y conforme a esto es lo que en otro lugar se dice, que el Padre crio  todas las cosas por la Palabra: lo qua! no pudiera si el en cierta manera no fuera distinto del Hijo» (Ibid, p. 75) Pero más adelante: «Pero tanto falta que esta distinción impida la unidad de Dios, que antes por ella se pueda probar el Hijo ser un mismo Dio~ con el Padre, por cuanto entrambos tienen un mismo Espiritu: y que el Espiritu no sea otra diversa substancia que el Padre ni el Hijo, por cuanto es el Espiritu del Padre y del Hijo. Porque en cada una de las personas se de ve entender toda la naturaleza divina juntamente con la propiedad que le compete a tal persona» (lnstitución, 1, cap. xiii, 19, p. 76). Las llamas que acabaron a Servet, con todo, testifican la verdad de la siguiente observación de Jobert (1974, p. 121): «Calvino evitaba emplear el término Trinidad, que no se encuentra en las Escrituras, pero no soportaba que se pusiera en duda la unidad de Dios en tres personas y la divinidad de Jesucristo» (el subrayado es mío).

4. Se conservan varios manuscritos del texto de Morteira. Dos de ellos se hallan en la sección de manuscritos españoles de la Bibliothéque Nationale de París, y uno, portugués, en el British Museum. Éstos han sido en lo usual los más atendidos«(yo he consultado el último)». Tan sólo en 1988 se editó por vez primera el texto de Morteira, con el título Traktaat Betrejfende De Waarheid Van de Wetvan Mozes … (Braga. Tipografía Barbosa & Xavier) de la mano del estudioso del judaísmo holandés del XVII Herman Prins Salomon. Y en edición facsímil: Tratado da verdade da Lei de Moises …. trad. y com. por H. P. Salomon. Coimbra. Actas de la Universidade (1988).

5. Ello no obstante, en cierto sentido la fe (pero no las obras, al menos en el propio texto de Calvino) basta para que sepamos que nos hallamos entre los elegidos. Cf. en este sentido mi ponencia «Spinoza lector de la Institución de la Religión Christiana de Calvino», presentada al Congreso Internacional Relaciones entre Spinoza Y  España, Almagro 5-7 de Noviembre 1992.

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“ULTIMI BARBARORUM”: EL ASESINATO DE LOS HERMANOS DE WITT: Alejandro Dumas, Spinoza, Cornelio y Jan de Witt.

 

 


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