Los conceptos y las cosas
Los conceptos y las cosas. Evolución y alcance de la teoría vitalista del concepto. Parte I
Los conceptos y las cosas. Evolución y alcance de la teoría vitalista del concepto. Parte II
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Los conceptos y las cosas. Evolución y alcance de la teoría vitalista del concepto
Axel Cherniavsky
Universidad de Buenos Aires
– Parte III –
En cierta medida, Diferencia y repetición puede leerse como una movilización deleuziana de Bergson contra Hegel. En efecto, Deleuze intenta pensar un concepto de la diferencia que no requiera de un pasaje por las nociones de negación, oposición o contradicción. Hay una clase de diferencia que captamos con facilidad, y que constituye un concepto indispensable para todas las operaciones prácticas de nuestra vida cotidiana. Es el que se expresa en una proposición del tipo “a es diferente de b”, una casa es diferente de un auto, un golpe es diferente de una caricia; esta idea de diferencia implica de alguna manera la idea de una negación y la idea de una exterioridad: un auto es diferente de una casa en tanto no es una casa; una cosa es la casa, otra el auto, lo uno no es igual o idéntico a lo otro (admitamos por un momento que una identidad de este tipo sería posible), por lo tanto, son diferentes.
Bergson ha dedicado buena parte de sus esfuerzos filosóficos a pensar otra clase de diferencia, una diferencia que no requiera ni de la negación ni de la exterioridad, una diferencia interior a una cosa que en cierta medida parece ser la misma. Quizá, el caso más ilustrativo sea el del envejecimiento. Cuando una persona envejece decimos que ha cambiado, que es diferente. No nos referimos, al menos en este caso a que es otra persona: es la misma pero diferente. Tal es la durée y todos los fenómenos que de ella dependen: cuantitativamente una y cualitativamente diferente.
He aquí una nueva clase de diferencia, una diferencia que no se da entre a y b sino en el interior de a, una diferencia de a respecto de sí misma. A la relación de oposición o negación dialéctica, Deleuze va a oponer entonces, de manera no dialéctica, un concepto diferente de la diferencia, una diferencia intrínseca y positiva.
Ahora bien, al buscar un nuevo concepto de la diferencia, un concepto que no la subordine a la negación, a la oposición, Deleuze va a dar al mismo tiempo con un nuevo concepto de concepto. Para crear un nuevo concepto de la diferencia, hay que crear un concepto diferente de concepto, esto es, un concepto que pueda él mismo llevar la diferencia, cargar con la diferencia. Eso que es diferente de sí, también es el concepto mismo. Así, mientras Deleuze descarta las concepciones de la diferencia que pueda ofrecer la historia de la filosofía, como Platón con las Ideas o Aristóteles con los géneros y especies, porque siempre subordinan la diferencia a la identidad o mismidad, inventa un nuevo concepto, distinto de la Idea, del género, de la especie, pues lejos de ser idéntico a sí, lleva en sí mismo la diferencia. Es por este motivo que creemos que Deleuze conserva una propiedad de la intuición bergsoniana, la singularidad. Las divergencias en el léxico no deben despistarnos. Lo que muchas veces Deleuze llama idea en Diferencia y repetición, es lo que llamará concepto en ¿Qué es la filosofía?, y no corresponde al concepto bergsoniano, sino al contrario, a la intuición. Sin embargo, en sus declaraciones explícitas, Deleuze no atribuye este descubrimiento a Bergson, sino a Leibniz y a los teóricos del concetto: “el concepto no es un simple ser lógico, sino un ser metafísico; no es una generalidad o una universalidad, sino un individuo” (Deleuze, 1988: 56).
La cita anterior, proveniente de El pliegue, muestra en segundo lugar que Deleuze permanece bergsoniano en relación a la representatividad o no representatividad del concepto. “No es un ser lógico, sino un ser metafísico”.
Por un lado, esto significa que es un individuo, una singularidad, un particular, pero también desvía nuestra atención de la pretendida capacidad representativa del concepto, de orden lógico, a su plena existencia como ser en sí. Es que, en efecto, el concepto deleuziano no refiere a nada más que a sí mismo, no representa nada sino que se presenta él mismo: “el concepto se define por su consistencia, endo-consistencia y exo-consistencia, pero no tiene referencia: es autoreferencial, se plantea a sí mismo y plantea su objeto, al mismo tiempo que es creado” (Deleuze y Guattari, 1991: 27)[3].
La endo-consistencia remite a la conexión interna de los elementos que componen al concepto; la exo-consistencia, a la conexión externa del concepto con otros conceptos. Poco importan estas precisiones aquí, pues con la noción general de consistencia Deleuze quiere redirigir la atención del objeto del concepto al concepto mismo, de su pretendida representatividad a su presencia. El concepto deleuziano entonces, como la intuición bergsoniana pero a diferencia de la idea spinozista, no representa a nada más que a sí mismo. O mejor, ni siquiera consigo mismo está en una relación de representación, sino de plena afirmación.
Ahora bien, en tercer lugar, la noción deleuziana de concepto recupera una característica de la idea spinozista que la intuición bergsoniana había perdido: su terrenalidad o inmanencia. Vimos que la intuición bergsoniana, como la idea cartesiana, estaba, por así decirlo, encerrada en la cabeza de los hombres. Sin devolvernos a la trascendencia de la Idea platónica, Deleuze vuelve a conferirle al concepto una terrenalidad no humana, la capacidad de transitar por el mundo sin entrar necesariamente en conexión con la cabeza de los hombres.
En efecto, si bien Deleuze insiste en que la filosofía es la actividad que crea conceptos, se cuida de no hacer depender esta creación de un autor entendido como un sujeto, res cogitans, en total dominio de sí que un buen día se determina voluntariamente a crear conceptos. Es allí donde interviene la teoría del personaje conceptual.
El personaje conceptual es una suerte de heterónimo del filósofo por medio del cual éste crea sus conceptos. Remite a la cuarta persona del singular de Blanchot y funciona como el on impersonal del que dispone la lengua francesa.
Del concepto deberemos decir que crea o se crea de la misma manera que decimos llueve (Deleuze y Guattari, 1991: 62-63). Ahora bien, la creación del concepto podría estar en manos de un sujeto desposeído que no por ello sería menos un sujeto. El concepto bajaría a tierra por una especie de pararrayos, pero ese pararrayos seguiría siendo un hombre. Por eso debemos remitirnos a lo que dice Deleuze de las creaciones artísticas en general y luego trasladarlo al arte filosófico.
Las producciones del arte son los afectos y perceptos. Deleuze utiliza estas palabras para distinguir lo que quiere decir de las afecciones y percepciones. “Los perceptos ya no son percepciones, son independientes de un estado de los que los experimentan; los afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de esos que pasan por ellos. Las sensaciones, perceptos y afectos, son seres que valen por sí mismos y exceden toda vivencia.” (Deleuze y Guattari, 1991: 154).[4] De hecho, el objetivo del arte es extraer el percepto a la percepción y el afecto a la afección. El artista debe lograr que una tristeza flote en el aire, entre la obra, el artista y el espectador, independiente de los tres, capaz de atravesar las fronteras del triángulo. Quizá por eso la música, tan movediza y tan invisible, tan volátil y tan incorpórea a los ojos de los hombres, sea en tantas ocasiones el caso límite de las reflexiones de Deleuze sobre el arte. De todos modos, es esto mismo lo que debemos pensar del concepto. Terreno e inhumano, encuentra a los hombres pero también todo lo demás que los hombres encuentran, y tal vez incluso cosas que no.
Por último, ahora sí en una línea que une los nombres de Spinoza, Bergson y Deleuze, este último le confiere al concepto una plena realidad que más que nunca querremos llamar materialidad o corporalidad. Al igual que sus predecesores no duda en admitir un ámbito distinto del de la materia y los cuerpos que llamará virtual.
En efecto, lo virtual debe ser alineado con el atributo pensamiento de Spinoza y con el espíritu de Bergson. Pero al igual que sus predecesores, Deleuze estará en lucha constante con un dualismo radical e intentará por todos los medios fundir sin confundir este ámbito con el de los cuerpos, el de la materia, que Deleuze llama actual. [5] Por eso, utilizando la frase de Proust dirá de lo virtual que es “real sin ser actual” y, comentando a Spinoza, podrá afirmar “cuanto más matemático, más concreto”. [6]
Ahora bien, desde el punto de vista lexical existe una diferencia importante entre Deleuze y Bergson, que en realidad es indicio de una diferencia más importante, de un movimiento de radicalización. A la hora de escribir o de hablar, Bergson se encuentra con un problema discursivo que podría expresarse así: ¿cómo expresar el tiempo o el espíritu que es cambiante y sucesivo con una lengua que es homogénea y simultánea?
Bergson entiende que esa lengua admite luego expresiones disímiles: la de la ciencia, la del sentido común, en síntesis, la del espacio, que nunca podrá expresar las verdades de la intuición, y la de los poetas, la de los novelistas, la del arte, que estará mucho más cerca de lograrlo. El discurso filosófico deberá ser entonces, en alguna medida, poético para expresar los descubrimientos de la metafísica. Y es así que, tanto Bergson como sus comentaristas, constatan el poder y la utilidad de la metáfora. Por un lado Bergson va a separar y reservar algunos términos para el ámbito espiritual (heterogéneo, continuo, ligero…) y otros para el espacial (homogéneo, divisible, pesado…); y por otro, va a utilizar distintas metáforas para expresar la durée (la musical es las más célebre de todas).
A diferencia de Bergson, Deleuze, cuando tenga que expresar la naturaleza del acontecimiento por ejemplo, o de algún fenómeno virtual, se referirá a él como una temperatura, una velocidad un color, una intensidad. Los términos no podrían ser más materiales: todos tienen su origen en la física o en la óptica. Y como si fuese poco, Deleuze va a insistir en que no se trata de metáforas. Sin duda, un autor y otro entienden de manera distinta la metáfora. Para Deleuze, la metáfora remite a lo imaginario, a lo irreal, y tiene en tal caso el defecto de quitarle realidad a eso que más la necesita. Este es el motivo por el que Deleuze elige el vocabulario más material posible para hablar del espíritu, más físico posible para hablar de la metafísica: para fundir sin confundir.
En efecto, es la confusión del principiante el riesgo de esta expresión, pero la máxima concreción de lo espiritual, su mérito. Después de todo, “la geografía también es mental” (Deleuze y Guattari, 1991: 91). Deleuze se ubica así en un linaje que podemos llamar materialismo espiritual, y que después de todo no es más que la proyección en un plano ontológico de lo que él mismo llama empirismo trascendental. Esta pertenencia es la que nos permite afirmar que conserva y radicaliza la consistencia del concepto hasta el punto de prácticamente dotarlo de, ahora sí, una cierta corporalidad.
Resulta de la yuxtaposición de las características enumeradas, una exhaustiva descripción del concepto en el capítulo primero de ¿Qué es la filosofía? “El concepto se define por la inseparabilidad de un número finito de componentes heterogéneos recorridos por un punto en sobrevuelo absoluto, a velocidad infinita” (26). Ante todo, el concepto no es simple sino complejo, se compone por una multiplicidad de elementos, sus componentes. Un concepto puede perder componentes, ganar componentes y quizá hasta, con el correr del tiempo, reemplazar todos sus componentes. La movilidad de los componentes del concepto define su historia. Ahora bien, estos componentes son “heterogéneos”, diferentes entre sí y, sin embargo, “inseparables”. Se funden sin confundirse.
Por eso, además de una historia, el concepto tiene un devenir. Muchas veces, como en el devenir-animal por ejemplo, el devenir no consiste en un proceso temporal, sino en una alianza espacial no recíproca de elementos heterogéneos. Tal es el caso con el concepto. El devenir concierne a la alianza de sus componentes, la endo-consistencia del concepto. El concepto, posee luego una exo-consistencia, que es la conexión que entabla con otros conceptos. La exo-consistencia es la estructura del sistema filosófico, una multiplicidad de conceptos. Es importante entender que no es un nexo lógico ni cronológico, sino una relación no siempre lógica que los conceptos entablan en el espacio filosófico.
El concepto, en cuarto lugar, es “el punto de condensación o de acumulación de sus propios componentes” (1991: 25). Sin ser una unidad o una totalidad, sin ser pensado como un organismo, el concepto es una multiplicidad, múltiple y una, una multiplicidad cuya unidad no es más que la conexión, el “sobrevuelo a una velocidad infinita” de sus componentes. Velocidad o condensación, es de naturaleza virtual: es lo que de Deleuze entiende por velocidad infinita. Ninguna velocidad es infinita en el ámbito material: un cuerpo puede viajar rápido, muy rápido, increíblemente rápido, pero sólo el pensamiento alcanza una velocidad infinita, una velocidad que, por ser infinita, no es estrictamente una velocidad. “El concepto es un incorpóreo” (26). Para terminar, “el concepto no es discursivo” (27), no es una proposición. La proposición tiene como objeto un estado de cosas, un referente, mientras que el concepto no refiere a nada más que a sí mismo.
Spinozista y bergsoniano, Deleuze agrupa y a veces exacerba las características previas: consistencia o materialidad, inmanencia o terrenalidad, singularidad o movilidad, no representatividad. Pero si Deleuze sostiene que la filosofía es creación de conceptos, debe ser ante todo deleuziano y es su propio deleuzianismo lo que debe decidir cómo hacer funcionar la historia de la filosofía. Lo cual nos conduce a la determinación del aporte irreduciblemente deleuziano a la constitución de un concepto vitalista: la funcionalidad. Un libro de filosofía, para Deleuze, es una herramienta, un instrumento, una máquina; ante todo, debe funcionar (Deleuze y Guattari, 1980: 10).
Una filosofía debe funcionar y, por lo tanto, sus componentes, los conceptos, deben funcionar, servir, deben ser útiles, eficaces, resistentes. Como todo instrumento, deben servir para hacer algo con algo que no es él mismo, debe ajustar algo, cortar algo, pegar algo. Por eso insiste tanto Deleuze sobre la conexión de la filosofía con los otros ámbitos, ciencia o arte, en la aptitud de la filosofía para ofrecer el concepto de una función o de una sensación (Deleuze y Guattari, 1991: 188).
El concepto debe ser una cosa entre las cosas, herramienta entre las herramientas y, como tal, su naturaleza es eminentemente práctica o, más que práctica, funcional. “Podríamos decir que las otras filosofías se ocupan de las cuestiones del mundo, de todo tipo de cuestiones, mientras que esta no se ocupa estrictamente de nada: no juzga ni transforma el mundo, lo efectúa de otra manera, como universo virtual de los conceptos” (Nancy, 1998: 119). Tal es la vuelta de tuerca entre un mecanicismo como el de Spinoza y un maquinismo como el de Deleuze que nos lleva bien lejos de la vida contemplativa aristotélica y que nos hace pasar de una experiencia de la eternidad a una experiencia de lo intempestivo, de la divinidad a la tierra y por último a la mundanidad.
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El monismo de Spinoza, de Bergson y de Deleuze realiza un esfuerzo por fundir en un único plano, sustancia o tendencia, el alma y el cuerpo. El concepto filosófico es arrastrado por el mismo movimiento. Recibe así un tenor de realidad, una carga ontológica que denominamos consistencia. Existían antecedentes de ello en la Idea platónica o en la realidad formal escolástica. Pero nada parecido a una velocidad, una intensidad o una textura del concepto, adjetivación propia a Deleuze pero que no hace más que exacerbar una operación que comienza con Spinoza.
Por otra parte, la Idea platónica planeaba en los cielos. El concepto vitalista, satánico o adánico, ha descendido desde lo alto para transitar la superficie terrestre. Singular, único e irremplazable, ha ido conquistando los atributos que otrora le correspondían al hombre, al sujeto, al ser humano, para luego liberarse incluso de las coordenadas personológicas y subjetivas para adquirir las propias. Flujo y no reflejo, presencia y no representación, el concepto ha devenido cosa entre las cosas, útil entre los útiles, habitante del mundo y engranaje de la vida.
Resignar el carácter representativo del concepto presenta dos ventajas de orden metafilosófico. En primer lugar, el concepto se vuelve autónomo. Al dejar de asumir la responsabilidad de representar contenidos ajenos, la filosofía no debe responder más que por sí misma. Ni clarificación de un enigmático lenguaje artístico, ni refinamiento de reclamos de clase, la filosofía podría atender sus propios problemas.
En efecto, este movimiento va de la mano con la resignificación de la figura del intelectual. Tanto para Deleuze como para Foucault (Deleuze, 2002: 290), el intelectual contemporáneo ya no se constituye, como en la época de Sartre, como el portavoz de una clase incapaz de expresar sus propios reclamos; sólo lleva la misma lucha en otro terreno, pues la fuerza que se enfrenta presenta muchas formas y se despliega en distintos terrenos. Al mismo tiempo, en segundo lugar, el resto de las actividades ganan en dignidad cuando el concepto filosófico ya no pretende estar en el lugar de otra cosa. Ciencia madre, árbol de la sabiduría u ontología fundamental, de Aristóteles a Heidegger la filosofía se autoasignó el privilegio de fundamentar las ciencias o de explicar al arte, cuando las primeras no necesitan fundamentación y el segundo no necesita explicación. Al no hablar el concepto más que de sí mismo, no es sólo que la filosofía gana en humildad, sino que a la vez el resto de las disciplinas conquistan su especificidad, su singularidad.[7]
¿Es sin embargo correcto afirmar que el concepto habla de sí mismo? Resignada su función representativa, parece imposible sostener que hable de cualquier cosa. ¿Y en qué medida podrá afirmarse que dos filósofos hablan de lo mismo? En efecto, abandonar la representatividad del concepto implica una redefinición de los objetivos de la filosofía. Por un lado, ya no se esperarán de ella explicaciones, sino acciones.
En cuanto a la comunicación, será reemplazada por la creación. Las preguntas mismas cambiarán de valor: ¿cómo habrían de comunicar dos filósofos si son dos seres empeñados en crear conceptos? En otras palabras, ¿para qué hacer filosofía si podemos comunicar, es decir, si consideramos que un determinado andamiaje conceptual es suficiente y adecuado para resolver los problemas planteados? La filosofía, al contrario, comenzaría allí donde termina la comunicación, allí donde nuevos conceptos —nuevas herramientas— sean necesarios. En el fondo, una concepción performativista del concepto aspira a una mayor injerencia de la filosofía en el mundo, a una verdadera intervención, a una real inserción. Incluso habría que definir la explicación antes de resignarla y hacer de la representación su condición. En efecto, si admitimos que el concepto tiene una función constituyente de lo real, que su acción consiste, entre otras cosas, en constituir la experiencia, al menos recibe ya una función epistémica.
Es cierto que el mundo contemporáneo presenta formas, tal vez no más eficaces, pero más inmediatas y veloces de constituir de lo real. A nuestro juicio, esta es la primera dificultad que afronta una metafilosofía pragmatista. Desde el momento en que el concepto ya no habla por muchos y ni siquiera por algunos, desde el momento que no habla, sino que sólo actúa por sí, ¿cómo enfrentará el aluvión de imágenes y la tormenta de sonidos que confeccionan nuestra actualidad?, de manera microfísica o molecular, podríamos pensar con Guattari (1977: 14, 26 y 36).
El concepto operará secretamente en nuestras maneras de pensar y su eficacia será la de una milicia incorpórea. Tal vez por eso devenga necesaria una alianza con otras fuerzas, una colaboración entre las disciplinas, los grupos, un esfuerzo colectivo para alcanzar una constitución multidimensional de lo real.
Bibliografía
Alliez, Éric, 1998, “Sur la philosophie de Gilles Deleuze: une entrée en matière”, en Gilles Deleuze. Immanence et vie, París, PUF.
Bergson, Henri, 2003, La pensée et le mouvant, París, PUF.
_____, 2003b, L’énergie spirituelle, París, PUF.
_____, 2003c, L’évolution créatrice, París, PUF.
Deleuze, Gilles, 1968, Différence et répétition, París, PUF.
_____, 1988, Le pli. Leibniz et le baroque, París, Minuit.
_____, 2002, L’île déserte, París, Minuit.
_____ y Guattari, Félix, 1980, Mille plateaux. Capitalisme et Schizophrénie 2, París, Minuit.
_____ y Guattari, Félix, 1991, Qu’est ce que la philosophie?, París, Minuit. Descartes, René, 1979, Méditations métaphysiques, París, Flammarion.
_____, 1996, Règles pur la direction de l’esprit, París, Vrin.
Foucault, Michel, 1994, “Theatrum philosophicum”, en Dits et écrits I, París, Gallimard.
Guattari, Félix, 1977, La révolution moléculaire, París, Recherches.
Guéroult, Martial, 1968, Spinoza II. L’âme, París, Aubier.
Jankélévitch, Vladimir, 1959, Henri Bergson, París, PUF.
Nancy, Jean-Luc., 1998, “Pli deleuzien de la pensée”, en Alliez, E., Gilles Deleuze. Une vie philosophique, París, Synthélabo (Les empêcheurs de penser en rond).
Platón, 1967, Cratyle, París, Flammarion.
_____, 1993, Le sophiste, París, Flammarion.
_____, 1965, Phédon, París, Flammarion.
Spinoza, Baruch, 1999, Éthique, París, Seuil.
Notas:
[3] El verbo que traducimos por plantear es poser. En francés, poser significa literalmente ‘apoyar’, lo cual en este caso le da un sentido mucho más material al concepto, que el verbo plantear no logra traducir.
[4] El subrayado es del original.
[5] Esta consideración del espíritu en términos materialistas condujo a ciertos comentadores a expresarse, no sin timidez, sin introducir las palabras que el filósofo evitó, en términos de una materialidad de lo virtual (Alliez, 1998: 49) o de una materialidad incorpórea (Foucault, 1994: 947).
[6] Es la clase consagrada a Spinoza en la Universidad de Vincennes, el 24 de enero de 1978. Disponible en el webdeleuze: http://www.webdeleuze.com/php/texte. php?cle=11&groupe=Spinoza&langue=1.
[7] No por ello debemos deducir que las disciplinas se cierran sobre sí mismas y que se vuelve imposible sostener un discurso filosófico sobre el arte o la ciencia. Pero es cierto que deben reformularse tanto la epistemología como la estética dentro de los límites de la nueva metafilosofía. Deleuze y Guattari, por ejemplo, les asignarán la función de crear conceptos de afectos o conceptos de funciones respectivamente (Deleuze y Guattari, 1991, p. 188).
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