Tabla de contenidos
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El anarquismo individualista (parte III)
CAPÍTULO 5
EL ANARQUISTA INDIVIDUALISTA Y LOS REFORMADORES DE LA SOCIEDAD
ÚLTIMAS ARGUCIAS DE LOS REFORMADORES RELIGIOSOS
Puesto que todos los sistemas de renovación social relegan al último término al individuo, es muy natural la indiferencia u hostilidad del anarquista hacia los mismos, puesto que considera los seres y los hechos de modo muy distinto.
En vano los reformadores religiosos afirmarán que los designios supremos de la sabiduría divina son la realización cordial entre los humanos, suprimiendo las desigualdades de fortuna y educación y que las etapas dolorosas de la humanidad son indispensables a su perfección para llegar con fe inquebrantable al reino de Dios, sinónimo de armonía equitativa y fraternal; el anarquista preguntará por qué medios tangibles este Dios todo amor les comunica sus pensamientos, qué nociones científicas tienen de su existencia y cómo la ejercita.
Acosados los últimos representantes del misticismo religioso, acaso contesten que Dios es un sentimiento interior del ser humano, una categoría ideal que avanza, aunque todavía no se haya manifestado completamente. Esta explicación y otras tan nebulosas podrán satisfacer a los creyentes excesivamente piadosos, pero de ningún modo a un espíritu abierto. Para el anarquista, todo ideal es creación de la voluntad humana, una manifestación del pensamiento individual, un fenómeno de la vida interior, una aspiración personal. Luego esta afirmación es a la par negación divina y evidencia de que Dios es un sofisma.
MI ATEÍSMO
Yo soy ateo y enemigo irreconciliable de toda concepción monoteísta y politeísta y lo soy sobre todo en mi calidad de anarquista individualista y no porque los supuestos representantes de Dios sean a veces detestables, pues también hay otros, aunque en minoría, que son superiores a la moralidad media general. Estoy muy persuadido de que los humanos están determinados por su temperamento para dar gran importancia a las inconsecuencias de los cristianos, de los musulmanes o de los budistas, o a las diferencias que la vida diaria de algunos anarquistas puede presentar con las teorías de que hacen gala. Es más fácil abstraerse cerebralmente del medio que triunfar a las solicitudes que éste hace a los sentidos, y cada vez me siento menos inclinado a lanzar la piedra a los que no pueden realizar una teoría que está por encima de las fuerzas humanas. El que un cura no pueda guardar su voto de castidad no me hará dudar de Dios, como tampoco me haría repudiar la anarquía un acceso de celos por parte de un anarquista. Mi conclusión es que ambos han presumido demasiado de sus fuerzas y han hecho intervenir sus teorías en actos completamente extemporáneos, propios del temperamento, que no quitan valor intelectual y social a las ideas. Puede haber deístas voluptuosos o anarquistas celosos y yo no me creo con derecho a condenarlos; lo único que he de desear, si convivo con ellos, es que se manifiesten tal como son.
Tampoco soy ateo a causa de la imposibilidad en que se encuentran los deístas para contestar a las objeciones del librepensamiento vocinglero. Las afirmaciones teológicas proporcionan a éste muchos argumentos para sus bellas declamaciones oratorias. Tomando, por ejemplo, el problema del sufrimiento,se dice que si Dios no lo evita es porque no quiere o no puede y, por tanto, la existencia del dolor sobre la tierra desmiente los atributos de bondad, omnipotencia y de sabiduría de ese ser vertebrado y gaseoso a la vez. Estas razones, que parecen aplastantes, no me impresionarían si fuese deísta y alzaría las espaldas con bastante buen sentido si se me hablase de los atributos divinos, de la creación o de la cuestión del mal. Yo me diría que estas cuestiones son el producto de la imaginación humana y que nada tiene de común con la realidad. Dios, la causa primera inteligente, la causa permanente y consciente, creadora y activa, tendría, a mi modo de ver, si existiese, una concepción de la vida en general muy diferente a la nuestra, pobres parásitos terrestres. No soy, pues, un ateo por razones escolásticas.
Tampoco lo soy científicamente y, para evitar todo equívoco, he de hacer constar que no confundo la ciencia, conjunto de observaciones prácticas, de aplicaciones provechosas y útiles con la Ciencia especulativa (con mayúscula). De la ciencia, Haeckel dice que es imposible sin hipótesis y Henri Poincaré proclama ésta indispensable. De acuerdo con los filósofos contemporáneos eminentes, yo creo que el hecho científico es un fenómeno social, humano, esencialmente relativo, cuya explicación varía según la mentalidad de aquellos a quienes interesa. Si yo me ocupase profundamente de la ciencia, sometería con la misma severidad a la crítica las hipótesis religiosas y las científicas. Reclamo el derecho de dudar de la existencia de Dios, del Átomo y del Éter hasta que los haya contemplado y observado por mí mismo y rehúso a oponer una hipótesis a otra, aunque tuviera la simpatía propia, la de una colectividad o la de la masa.
Mi ateísmo no es más que la consecuencia de mi anarquismo. Puesto que la inteligencia humana no puede concebir a Dios más que como un superhombre dictador, autoritario y despótico, yo no puedo aceptarlo, pues lo mismo me repugna un Patrón del Universo que un Patrón del taller. Bakunin dijo: “Si Dios existe, el hombre es esclavo, y si el hombre es libre, Dios no existe”. No voy a discutir aquí lo que debe entenderse por libertad del hombre, pero sí afirmaré que, aspirando a ser libre, Dios no puede existir para mí. Repito con Proudhon que Dios es el enemigo del hombre y, por tanto, no hay conciliación posible entre mi antiautoritarismo, mi odio a la dominación, mi rebeldía contra la explotación y contra cualquier concepción divina.
No solamente niego a Dios, sino que además no lo necesito. Para tener conciencia de mi vida, para desarrollarme física e intelectualmente, para constatar, meditar, moverme, amar y ejecutar cuanto me atañe, no me es necesario un creador providente y legislador. Puedo conocer una vida interior, profunda, que resista a las desilusiones procedentes del exterior o de mis propios errores, y para perseverar y seguir la ruta individual, cosechando experiencias, apreciando goces, buscando la expansión completa de mi intelecto y de mis sentidos no me es necesaria la creencia en el Todopoderoso, producto efectivo del temor y de la ignorancia ancestrales. No detesto perversa mente al creyente, y digo con Benjamin Tucker: “Aun viendo en la jerarquía divina una contradicción de la anarquía y siendo incrédulos, los anarquistas no dejan de ser partidarios decididos de la libertad de creer; y lo mismo que proclaman el derecho para el individuo de ser o elegir su propio médico, reivindican el de ser o elegir su propio sacerdote. Ni monopolio ni restricción en teología o en medicina”. Añado que me presto a cooperar a una determinada labor con espiritualistas “individuales”, es decir, no perteneciendo a ninguna organización eclesiástica y adversarios profundos de las explotaciones y de las autoridades.
EL CONTRATO SOCIAL
En vano los legalitarios afirmarán que el objeto de la Ley no es el de oprimir al individuo, sino el de asegurarle, según el contrato social, las posibilidades de vivir en sociedad, para lo cual codifica, cataloga y establece los deberes y los derechos que aseguran el buen funcionamiento autoritario. El anarquista, apoyándose en las pruebas históricas, demostrará que el dicho contrato ha sido impuesto siempre por una minoría de fuertes o de astutos, sacerdotes o magos, soldados afortunados o conquistadores, familias célebres o capitalistas poderosos.
Jamás contrato alguno fue propuesto, consentido y aplicado libremente. Lo único que conocemos de la sociedad es su mecanismo de imposiciones y castigos, sus ejecutantes y sostenedores, sus policías y justicieros, sus tribunales y sus presidios, y su enseñanza dogmática, deprimente, intolerante, tanto si se titula laica como si es francamente clerical.
El Estado es la forma laica de la Iglesia, como ésta es la forma religiosa de aquél, y estos dos enemigos siempre se reconcilian sobre el terreno de la dominación. Antes se condenaba a la hoguera a los que osaban negar la divinidad de Jesús, el misterio de la trinidad o cualquier otro dogma y hoy el que ataca violentamente, tan sólo de palabra o por escrito, los intangibles principios de Propiedad, Patria y los demás, en que se basan las instituciones civiles del siglo XX, también se verá fácilmente enredado en las mallas del Código y amenazado de punición. El contrato social no es más que la amalgama de morales trasnochadas y prejuicios ridículos, cuyo respeto se inculca en la escuela, a pesar de que está vacío de sentido en frente de los conocimientos actuales.
PRODUCTORES INÚTILES Y NECESIDADES SUPERFLUAS
Examinando críticamente la cuestión de producción y consumo, el anarquista pretende que es ostensiblemente extremado en nuestra sociedad agrupar a los hombres por profesiones u oficios, que en régimen de exceso productor y explotación capitalista esta clasificación es arbitraria, peligrosa y hasta malsana. Por ejemplo, el productor de trigo o cereales, uno de los más útiles, hace vivir a su costa, y a costa de los consumidores, a los intermediarios y corredores de toda especie.
Exaltar al productor en el estado actual es la consecuencia de un puro sofisma. Muchas veces produce objetos y valores inútiles o perjudiciales individual y socialmente. Los metalúrgicos de los arsenales, de las manufacturas de armas, de las fundiciones de cañones; los carceleros, los aduaneros, los cobradores de contribuciones e impuestos, los cagatintas de la administración oficial; los obreros que fabrican bebidas alcohólicas y toda clase de venenos; los ferroviarios dedicados al transporte de tantos objetos de lujo superfluo, al de las provisiones adulteradas o al de los soldados que van a la matanza, ¿producen acaso todos éstos funciones útiles? En vano los constructores de prisiones, cuarteles e iglesias se agrupan en sindicatos revolucionarios, en vano igualmente los que producen ametralladoras, fusiles y uniformes se adhieren a las bolsas de trabajo, pues no por este hecho dejará de ser funesta su producción.
Es innegable que una gran parte de los productores viven como parásitos de un gran número de consumidores que mantienen las necesidades artificiales en que la humanidad se desequilibra.
LA SOLIDARIDAD Y LA ACTITUD ANARQUISTA
Místicos, legalitarios, socialistas, discurren sobre la solidaridad que unirá a los hombres; los primeros, porque afirman que Dios es el padre del género humano; los segundos, porque atribuyen a la Ley la buena convivencia social y los últimos porque creen que la producción y la consumación tienen mutuos deberes y derechos ineludibles.
El anarquista individualista no se curva ante estas tres abstracciones. Fría y lealmente somete a la crítica este formidable argumento: “Solidaridad obligada no merece tal nombre”. Y añade que, habiendo venido a la sociedad humana por el conjunto de circunstancias de un fenómeno natural, se encontró desde un principio en frente de condiciones morales, intelectuales y económicas impuestas sin discusión. Desde la más tierna infancia las instituciones y los hombres se coaligaron para determinarlo a la resignación y a la solidaridad del medio ambiente. En la familia, la escuela, el cuartel y la fábrica se le predicó la misma virtud hacia sus semejantes. Solidario de los padres, aun en el momento de impedirle por fuerza el correr hacia la joven que despertaba sus sentidos, solidario del maestro que lo retenía en verano largas horas en clase, mientras fuera las flores se abrían y los pájaros trinaban, solidario del superior militar que le imponía humillaciones y ejercicios estúpidos, solidario del patrón, a quien una hora de trabajo de sus obreros venía a aumentar más y más la fortuna y el bienestar… Hay suficiente para comprender que tal solidaridad es sinónimo de esclavitud.
Por mi parte, una más detenida reflexión me enseñó que yo era tan esclavo de los de arriba como de los de abajo. El indigente que aclama la retreta militar; el guardián que retiene en la cárcel al desgraciado; el obrero, soplón de sus camaradas para conseguir una plaza de capataz; el policía, astuto para quitar la poca libertad a los infelices delincuentes; el aldeano, que me mira con desprecio porque prefiero pasearme por el campo mejor que respirar el aire viciado de fábricas y talleres; el sindicalista que con placer me vería despedido del trabajo porque me niego a ser su coasociado, todos estos seres afirman que yo les debo solidaridad y que por ellos y con ellos debo pensar, accionar, producir, es decir, consagrar lo mejor de mis facultades.
He reaccionado, y a este determinismo terrorífico he opuesto el mío propio, no aceptando otra solidaridad que la que yo pueda debatir en previsión de las consecuencias resultantes. En vano los exaltados me objetarán que el agricultor devoto, el sastre radical, el empleado de correos socialista, el panadero conservador, el marino patriota son necesarios a mi vida, puesto que contribuyen directa o indirectamente a proporcionarme lo necesario a mi subsistencia. Yo replicaré que en las condiciones en que actualmente la sociedad evoluciona, estos diferentes miembros de ella no son sólo productores, son también electores, a veces jurados, con frecuencia genitores de jerarquías oficiales y explotadores siempre que pueden; son partidarios de la autoridad y la emplean moral y materialmente en mantener por fuerza el régimen de solidaridad que sufrimos.
La “solidaridad universal” se revela realmente como un fantasma y la historia nos enseña que ha servido sobre todo para edificar dogmas y suscitar dominaciones. Para asociar temperamentos e intereses encontrados ha sido precisa la Religión y la Ley y, para que no fuesen letra muerta las relaciones que ellas determinaban ente los hombres, se erigieron los ejecutores, sacerdotes y magistrados.
En resumen, el anarquista aceptará voluntariamente la solidaridad que le convenga y se aislará siempre que se aperciba que practicándola se afirma más y más la dominación y la explotación en sus múltiples formas. El individualista va más lejos, pues ni siquiera se hace solidario de sus más caros amigos,
cuando realizan actos cuya apreciación no está en el dominio de su juicio o de su temperamento. No sintiendo ninguna afinidad moral e intelectual por la sociedad, procurará rehuir como mejor entienda y pueda las obligaciones que ésta le impone. Su única preocupación consistirá en obtener siempre mayor libertad integral sin estorbar la libertad de pensar y obrar de los demás. Bajo este criterio determinará su vida, todos los actos de su existencia.
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CAPÍTULO 6
LOS CRISTIANOS Y LOS ANARQUISTAS
EL CRISTIANISMO PRIMITIVO Y JESÚS
¿Existe algún lazo de parentesco entre el cristianismo y el anarquismo? ¿Pueden ambos conciliarse? ¿Puede sostenerse quesi el cristianismo no se hubiera cristalizado en fórmulas y ritos y hubiera seguido su evolución normal, los cristianos se hubieran hecho anarquistas?
Nadie, de buena fe, podrá afirmar estas preguntas. Cuando se habla de cristianismo anarquista, social y hasta revolucionario, siempre se hace referencia al primitivo, pues hoy el cristianismo es el sostén del capitalismo y admirador de la violencia gubernamental. La gran dificultad estriba en la falta de documentos serios, testimonio de la iniciación histórica del cristianismo, porque los datos concretos no aparecen hasta que el movimiento cristiano se transforma en una organización religiosa, en una Iglesia que pretende conquistar el mundo, imponiéndole una supremacía espiritual y temporal gracias a una jerarquía formidablemente dispuesta. En los comienzos, la gran preocupación consistía en asimilar las creencias y supersticiones paganas, a fin de evitar las disensiones y las divisiones intestinas que servían de excusa a manejos políticos. Cuanto más se remonta el pasado, mayores son las conjeturas, las leyendas más inconsistentes y contradictorias. Ni siquiera encontramos una prueba indudable de la existencia de Jesús-Cristo, y como el mayor interés de sus biógrafos consiste en favorecer y hacer triunfar las ideas del partido que representan, de ahí que sea difícil apreciar realmente la fisonomía del Redentor a través de sus cronistas.
Jesús, de nacimiento irregular, acaso con sangre griega en sus venas, parece haber tenido mayor resentimiento contra los pseudocreyentes judíos que contra los opresores romanos de la Judea. Empapado en la lectura de los grandes profetas israelitas, interesado acaso en el conocimiento de la filosofía griega, mecido seguramente desde la infancia por los apocalipsis judíos, parece que se creyó llamado a renovar las profecías anteriores, puesto que antes de predicar la rebeldía contra los extranjeros, preconizó una revolución interior, de modo que hizo obra educativa antes que subversiva. Jesús se nos aparece como un hombre de origen modesto, educado en una carpintería, o en una granja, según E. Crosby, pero su propia reflexión y el efecto de los viajes lo hicieron alejarse del contacto inmediato con la vulgaridad. A pesar de participar de muchas supersticiones, adoptando las teorías cosmogónicas de su época, parece haber poseído un alto valor personal y ejercido una seria influencia sobre los que lo rodearon. Se nos presenta dotado de mucho sentimiento, de vivo entusiasmo. Desligado de las concepciones mezquinas y aborreciendo el espíritu mercantil que bacía tan detestables a sus compatriotas.
No habiendo encontrado eco entre las clases acomodadas, excepto en dos o tres burgueses liberales o rabinos, Jesús reclutó sus amigos entre las gentes de mal vivir, caminantes, vagabundos, prostitutas y demás hampa, a los que se agregaron muchos de los judíos que esperaban la llegada del Mesías que los libertase del yugo de las legiones romanas. No tuvo mucho respeto por las leyes civiles y la propiedad, y la libertad de sus costumbres quedó manifiesta en el episodio de las dos hermanas a quienes amó tiernamente. En fin, con este puñado de amigos fanáticos y poco escrupulosos se lanzó al asalto de la imponente fortaleza en que se albergaban el formalismo y la hipocresía israelitas.
Como todos los reformadores religiosos, acusó con vehemencia a los que habían pervertido el sentido primitivo de su religión, abandonando la vida interior y reemplazando el espíritu por la letra, o sea por el texto frío, estéril, que deseca y mata, pues la pretendida austeridad de los tales ocultaba un desenfrenado sensualismo. Y en oposición a la enseñanza oficial de los rabinos, Jesús adoptó probablemente la que se basa en este consejo: “Lo que hagas, no sea por obediencia, sino porque en tu fuero interno te parezca bueno”.
Tal máxima, más nueva que comprendida, suscitó la atención de las gentes, que se apresuraron relativamente a rodear al joven propagandista demagogo, cuyas invectivas contra los poderosos y los ricos halagaban los cándidos oídos de los desheredados.
Sin duda, los sacerdotes y los burgueses se sorprendieron de la audacia de tal personaje, de sus costumbres dudosas y de sus discípulos también sospechosos, que afirmaba que es al individuo interior a quien debe considerarse y no a su apariencia exterior y que al propio tiempo les recriminaba duramente en su posición social.
En la provincia obtuvo tanto éxito como en Jerusalén y se amaba su simplicidad; una barca, una terraza, un montículo le servían de cátedra. Su propaganda no fue ilimitada; se contentaba con sembrar palabras e ideas. “Que el que tenga oídos para escuchar, escuche.” “La semilla puede caer al borde del camino, donde servirá a los pájaros, o en terreno pedregoso y será quemada por el sol, pero si cae en tierra fértil, producirá, centuplicándose.” Su conversación atraía al pueblo; hablaba de campos, flores, cosechas y cielo estrellado. Como no era un asceta, su trato se hacía agradable y con toda clase de gentes se mezclaba en las calles para beber y comer. ¡Qué diferencia con los sacerdotes afectados de la sinagoga!
Uno de los más bellos e imborrables rasgos de Jesús fue su confianza y su paciencia con los que lo seguían. Con su gran voluntad pretendió educarlos, excusándoles su cobardía, su ignorancia, sus mezquinas ambiciones y sus pueriles rivalidades. Nada lo arredró, y aunque sus biógrafos pasan rápidamente sobre este aspecto, que es el mejor de su fisonomía moral, resalta, sin embargo, con tanto vigor, que eclipsa por completo y sin piedad a toda la serie de pretendidos milagros que los evangelistas describen tan prolijamente. El resultado fue que sus partidarios, aun no comprendiéndolo, no se separaron de él hasta el momento exclusivo del peligro.
Un día se produjo la inevitable crisis. Arrastrado por el entusiasmo y esperando probablemente una manifestación en su favor de una potencia extrahumana, Jesús se dirigió a Jerusalén en las fiestas de Pascua, cuando la población era incapaz de albergar tantos israelitas, procedentes de todos los puntos del Imperio Romano. Entró en el Templo, arengando, discutiendo, provocando el tumulto. Bella ocasión para librarse del importuno y de las desagradables consecuencias que hubieran po dido tener sus violentos discursos; pero sabedor Jesús de lo que se tramaba, se ocultó con algunos amigos y acaso traicionado, fue pronto descubierto y detenido, y las autoridades romana y judía, puestas enseguida de acuerdo, decidieron su muerte, que sufrió con cierto desfallecimiento, al ver frustradas sus esperanzas de intervención divina y el abandono de sus discípulos. Para evitar que éstos hiciesen un profeta más, se tuvo buen cuidado de sorprenderlos, ridiculizando a su maestro e infligiéndole un suplicio probablemente reservado de ordinario a los malhechores.
Pero, ejemplo siempre repetido, lejos de abatirse, el sacrificio los electrizó, reanimando su valor. Alucinados por la influencia moral que sobre ellos había ejercido Jesús, que contrastaba más aún con la irregular conducta que ellos seguían, sus adeptos se encontraron, se agruparon y dieron nacimiento al cristianismo. Tal fue probablemente su origen, que se confunde con la personalidad de su iniciador. Que éste fuese un revolucionario, un anarquista, en el sentido de haber repudiado o combatido la autoridad sacerdotal, la moral hipócrita oficial, la ley escrita impuesta, es admisible, pero haciendo constar que su existencia histórica importa poco, aunque nosotros la demos por cierta. El hecho interesante es que en un momento dado de la historia, en Asia Menor, algunos hombres crearon un parecido individuo-tipo. Personalmente hemos oído afirmar a protestantes muy liberales que Jesús era un ideal imaginado por el espíritu humano para responder a sus interiores aspiraciones.
Lo que hace difícil una determinación exacta del carácter social del cristianismo primitivo es que, inmediatamente después de la muerte presumida o real de su iniciador, sufrió la influencia de un hombre muy instruido, judío de nacimiento, griego de educación, dialéctico de primer orden, gran polemista, entusiasta visionario y organizador consumado, que fue Saúl de Tarse, o san Pablo, fundador del catolicismo. Conducido al cristianismo por circunstancias extrañas, bajo el imperio de una alucinación mística, recorrió el mundo romano presentando al Cristo como el Dios desconocido a unos y a los israelitas y judaizantes como una especie de tesis teológica.
El calvario del agitador galileo se hizo el rescate de la humanidad, separada de Dios por el pecado original; la sangre vertida en el Gólgota simbolizó el último y supremo sacrificio exigido por la implacable justicia de Jehová; más tarde, Jesús se elevó hasta el rango de Santo del Señor, Hijo de Dios, persona de la Trinidad. Las comunidades cristianas se extendieron, los místicos se agregaron, y ante tal suceso, los griegos de Alejandría intentaron conciliar el cristianismo con sus ideas filosóficas. Jesús fue la encarnación del Verbo, del Logos, de la Razón.
CRISTIANISMO Y ANARQUISMO IRRECONCILIABLES
Dos principios viciaron al cristianismo en su origen: su odio, no al mundo, sino a la vida y su sumisión ciega a la pretendida voluntad de Dios. “Hágase tu voluntad”, exclamó Jesús en el jardín Getsemani y éste es el abismo infranqueable que separaré siempre de los cristianos a los hombres de iniciativa, independientes, refractarios, rebeldes. Inútil recurrir a los textos; no hay acuerdo posible. No aceptamos un ser sobrenatural, que sabe el número de nuestros cabellos pero que nos niega el derecho de disponer de nuestra voluntad. Si fuese posible su existencia, nuestro primordial e imperioso deber consistiría en sublevarnos contra tal tiranía. Ni amos, ni dioses que reflejen la imagen de aquellos. ¡La actitud del hombre arrodillado es propia de esclavos!
Además, el cristianismo ha valido en su época. Si en la historia de la humanidad tuvo influencia libertadora, sus méritos pasados no lo disculpan de todo el mal que ha causado a los pensadores independientes, a los amantes de la vida. Nos parece ver aún las piras sagradas y oír los desesperados lamentos de los infelices aherrogados en los lóbregos calabozos de las inquisiciones religiosas. Ante el recuerdo desfilan los católicos, los griegos, los protestantes, Torquemada, Calvino, Lutero, Enrique VIII, Loyola, el Santo Oficio, el Sínodo ruso, las dragonadas anglicanas, las misiones…
“Se conoce al árbol por sus frutos”… Éstos son, pues, los frutos amargos del cristianismo, como también son frutos podridos del mismo el pietismo, las mojigaterías, el moraliteísmo, toda la hipocresía, en fin, que no considera más que la apariencia, que no mira más que la respetabilidad, que quiere mutilar al individuo con el pretexto de librarlo de las pasiones sanas que son la vida misma, no consiguiendo, a pesar de su tenacidad dogmática, más que formar seres desequilibrados, malsanos y viciosos.
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