INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
***
POR QUÉ GRAN BRETAÑA ADQUIRIÓ EGIPTO EN 1882
I. El imperialismo
Lord Cromer, miembro de la famosa familia de banqueros Baring, se dedicó a la administración colonial e inició su carrera en la India. En 1879 llegó a Egipto como integrante de una comisión que se hizo cargo del control de las finanzas del país para asegurar el pago de la deuda externa. Cuando Gran Bretaña impuso su protectorado sobre Egipto, fue nombrado cónsul general.
Texto escrito por Lord Cromer en 1908
“Puede decirse que ahora Egipto casi forma parte de Europa. Está en la principal ruta hacia el Lejano Oriente. Nunca dejó de ser un objeto de interés para todas las potencias de Europa, y especialmente para Inglaterra. Un numeroso e inteligente grupo de europeos y de orientales no egipcios ha hecho de Egipto su hogar. Ha sido invertido capital europeo en una gran cantidad en el país. Los derechos y privilegios de los europeos son guardados celosamente, y, sin embargo, han dado lugar a cuestiones complejas que requieren para su resolución un monto nada pequeño de ingenio y conocimiento técnico. Las instituciones extranjeras se han arraigado y echado raíces en el país. Las capitulaciones amparan esos derechos de soberanía interna que son gozados por los gobernantes o legislaturas de la mayoría de los estados. La población es heterogénea y cosmopolita en un grado casi desconocido en parte alguna. A pesar de que la fe predominante es el islam, en ningún país del mundo hay una variedad más grande de credos religiosos que los que se encuentran en importantes sectores de la comunidad.
En adición a estas peculiaridades, que son de un carácter normal, tiene que tenerse en mente que, en 1882, el ejército egipcio estaba en estado de motín; la tesorería estaba en bancarrota; cada rama de la administración había sido dislocada; el antiguo y arbitrario método bajo el cual el país había sido administrado durante siglos había recibido un severo golpe, mientras, al mismo tiempo, no había sido instrumentado ningún orden ni ley nuevo que tomara su lugar. ¿Es probable que un gobierno compuesto por los rústicos elementos descritos más arriba, y liderado por hombres de tan pobre capacidad como Arabi y sus adjuntos, hubiera sido capaz de controlar una máquina compleja de esta índole? ¿Habrían triunfado los sheiks de la mezquita de Al Azhar donde Tewfik Pashá y sus ministros, que eran hombres de relativa educación e ilustración, actuando bajo la guía e inspiración de una potencia europea de primera clase, solo habían alcanzado un mediocre éxito luego de años de paciente labor? Solo puede haber una respuesta a estas preguntas. No está en la naturaleza de las cosas que cualquier movimiento similar pudiera, bajo las condiciones presentes de la sociedad egipcia, encontrarse con ningún éxito mejor. La completa e inmediata ejecución de una política de “Egipto para los egipcios”, tal como fue concebida por los seguidores de Arabi en 1882, era, y todavía es, imposible.
La historia, de hecho, registra algunos cambios radicales en las formas de gobierno a las que un Estado ha sido sujeto sin que sus intereses naufragaran absoluta y permanentemente. Pero sería dudoso que pudiera citarse una instancia de una súbita transferencia de poder en cualquier comunidad civilizada o semicivilizada hacia una clase tan ignorante como los egipcios puros, tal como eran en el año de 1882. Estos últimos han sido, durante siglos, una raza sometida. Han dominado sucesivamente Egipto los persas, griegos, romanos, árabes de Arabia y Bagdad, circasianos, y finalmente turcos otomanos, pero tenemos que retroceder hacia los dudosos y oscuros precedentes de los tiempos faraónicos para encontrar una época en la que, posiblemente, Egipto fue gobernado por egipcios. Tampoco en el presente, parecen tener las cualidades que harían deseable, en su propio interés o en el del mundo civilizado en general, elevarlos a la categoría de gobernantes autónomos con todos los derechos de soberanía interna.
Si, en consecuencia, era inevitable o casi inevitable una ocupación extranjera, debe ser considerado hasta qué punto era preferible una ocupación británica a cualquier otra. Desde el punto de vista puramente egipcio, la respuesta a esta pregunta no puede ser dudosa. La intervención de cualquier potencia europea era preferible a la de Turquía. La intervención de una potencia europea era preferible a la intervención internacional. La especial aptitud mostrada por los ingleses en el gobierno de las razas orientales señalaba a Inglaterra como el instrumento más efectivo y benéfico para la introducción gradual de la civilización europea en Egipto. Una ocupación anglo-francesa o una anglo-italiana, de las que escapamos estrecha y también accidentalmente, habría sido en detrimento de los intereses egipcios y habría finalmente causado fricción, sino seria disensión, entre Inglaterra, por una parte, y Francia o Italia, por la otra. La única cosa que puede decirse a favor de una intervención turca es que habría relevado a Inglaterra de la responsabilidad de intervenir.
Mediante el proceso de agotar todos los otros expedientes, llegamos a la conclusión de que la intervención armada británica era, bajo las especiales circunstancias del caso, la única solución posible de las dificultades que existían en 1882. Probablemente también era la mejor solución. Los argumentos en contra de la intervención británica, de hecho, eran bastante obvios. Era fácil prever que, con una guarnición británica en Egipto, sería dificultoso que las relaciones de Inglaterra tanto con Francia como con Turquía fueran cordiales. Con Francia, especialmente, existía el peligro de que nuestras relaciones se volvieran muy tirantes. Además, perdíamos las ventajas de nuestra posición insular. La ocupación de Egipto empujó a Inglaterra hasta cierto punto dentro de la arena de la política continental. En caso de guerra, la presencia de una guarnición británica en Egipto sería posiblemente una fuente de debilidad más que de fuerza. Nuestra posición en Egipto nos ubicaba en una posición diplomática desventajosa. Cualquier potencia con la que tuviéramos una diferencia de opinión acerca de alguna cuestión no egipcia era ahora capaz de venganza mediante la oposición a nuestra política egipcia. Los complicados derechos y privilegios de las variadas potencias de Europa en Egipto facilitaban acciones de esta naturaleza.
No puede haber duda de la fuerza de estos argumentos. La respuesta a ellos es que era imposible para Gran Bretaña permitir a las tropas de cualquier otra potencia ocupar Egipto. Cuando se volvió claro que alguna ocupación extranjera era necesaria, que el sultán no actuaría a no ser bajo condiciones que eran imposibles de aceptar y que ni la cooperación de Francia ni la de Italia estaban aseguradas, el gobierno británico actuó con prontitud y vigor. Una gran nación no puede dejar de lado las responsabilidades que su historia y su lugar en el mundo han impuesto sobre ella. La historia inglesa muestra otros ejemplos del pueblo y gobierno inglés llevados por accidente a hacer lo que no solamente era correcto, sino que era también más acorde a los intereses británicos.
The Earl of Cromer, Modern Egypt, 2 Vols., Nueva York, Macmillan, 1908.Traducción: Luis César Bou.
♦♦♦♦♦
LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 16
*Traducción del francés por Remee de Hernández
VIII
EL CONGRESO DE BERLIN
Un Congreso internacional es la más perfecta de las ferias de las vanidades. En primer lugar, en cada país se produce la eliminación e vanidades locales. Cada primer ministro se figura que él es el único capaz de representar su política. Cada ministro de Estado piensa que el presidente es un lego en diplomacia. Cada embajador profesional tiene la misma opinión de su ministro. Reunida la asamblea, se enfrentan los grandes hombres. Orquesta de primeros violines.
El principie de Bismarck confiaba en que los grandes actores no acudirían. De Rusia esperaba a Schouvalov, a quien apreciaba y con quien determinó parte del programa. Pero Gortchakov pensó que no podía confiar a nadie tan importante asunto y llegó a convencer a su emperador. Bismarck prometió desquitarse de todo el pasado. <No volverá a montarse sobre mis hombros para convertirme en pedestal.> también el primer ministro de Inglaterra deseaba asistir al Congreso. ¿Quién, aparte de él, en su país comprendía a Oriente? Lord beaconsfield y lord Salisburry fueron nombrados plenipotenciarios. Se pusieron en marcha los trenes especiales. Bismarck pensaba: <El Congreso soy yo.> Ancianos impotentes, tendidos sobre los cojines de los vagones que desde Bruselas y San Petersburgo convergían hacia Berlín. Beaconsfield y Gortchacok tenían la misma pretensión.
Todos los estados acudían previstos de convenios secretos a aquella Conferencia, en la cual se había de discutir libremente un tratado. Inglaterra tenía con Rusia el acuerdo de Londres. Turquía había cedido Chipre a Inglaterra, pero ignoraba el convenio anglorruso. Austria tenía promesas de Alemania e Inglaterra, quienes le cedían sin más dilaciones Bosnia y Herzegovina. Francia exigió la certeza de que Egipto y Siria quedarían fuera de la discusión. El publico inglés, que se representaba con admirativo terror a lord Beaconsfield afrontando al oso moscovita, estaba lejos de imaginarse cuan ensayado estaba ya aquel espectáculo.
Al llegar a su hotel, el Jaiserhorv, lord Beaconsfield encontró la mesa del salón completamente cubierta de flores y una gran caja de deliciosas fresas rodeadas de flor de azahar y de rosas. Era el regalo de bienvenida de la Kronprinzessin, hija de la reina Victoria.
Carta a la reina:
<El príncipe y la princesa colman de bondades a lord Beaconsfield. Estas le son tanto más agradables, cuanto que las sabe inspiradas por una persona a quien todo lo debe.>
Visita del secretario de Bismarck:
<El canciller desea ver a lord Beaconsfield lo antes posible.>
Los dos hombres se conocían y se apreciaban. Se encontraron en Londres dieciséis años antes. Cada uno adivinó en el otro una inteligencia y una voluntad. Beaconsfield encontró muy variado a Bismarck. El pálido gigante con cintura de avispa que vio en 1862 había engordado y dejaba crecer su barba blanca sobre un rostro rudo; pero encontró el tono que le agradaba, sencillo y realista, un poco brusco, de bruta franqueza, y aquellas terribles cosas expresadas con una voz tan dulce, que extrañaba oírlas salir de aquel cuerpo inmenso. Bismarck le dijo que tenía intención de conducir rápidamente los debates; pero que juzgaba necesario el dedicar los primero días, aprovechando la tranquilidad de los espíritus, a los asuntos más importantes, es decir los que podían ser motivo de guerras. Se comenzaría, pues, por Bulgaria.
Al día siguiente, a las dos, el Congreso se reunió por vez primera en un salón de noble aspecto que armonizaba con los uniformes bordados en oro, las estrellas las placas de Órdenes y las espaldas de los diplomáticos. Antes de comenzar se bebió oporto y se comieron bizcochos. Beaconsfield se hizo dar los nombres personal internacional: el turco Caratheadory bajá muy joven, barba negra, aspecto demasiado bondadoso; el anciano Gortchakov, decrepito; el italiano Corti, de facciones japonesas; el francés Waddington, medio inglés; el austriaco Andrassy…Muy bien; descontando a Bismarck y a él, ningún gran carácter. El canciller procedió con una precipitación militar. Se aprobó sin discusión la división de Bulgaria en dos partes, separadas por los Balcanes; pero ya después, todo se enredó. Los rusos, que habían concedido a los turcos la frontera de los Balcanes, pretendieron negarles el derecho de defenderla y sostener tropas en la parte de Bulgaria que les había sido cedida. Aquello era destruir indirectamente todos los efectos del convenio de Londres.
De nuevo aquella Bulgaria sin ocupar estaba a merced de Rusia, y, por consiguiente, ésta tenía acceso al Mediterráneo.
Beaconsfield estalló. San Petersburgo había de renunciar a la ilusión de que la voluntad inglesa podía ser burlada. Gortchacov, molesto, se obstinó, y lord Beaconfield declaró solemnemente que las condiciones inglesas constituían un ultimátum. Consternados, los rusos enviaron un emisario a su emperador.
BEACONSFIELD A LA REINA No abrigo ningún temor sobre el resultado, porque he dicho a quien corresponde que abandonaré el Congreso si las proposiciones de Inglaterra no son adoptadas. La mañana del día en que expiraba el plazo del ultimátum, paseándose por la Unter den Linden del brazo de Corry, le ordenó encargar un tren especial para trasladar la Mision británica a Calais. Corry transmitió la orden a los ferrocarriles alemanes. No se hizo desear el resultado. A las cuatro menos cuarto, el príncipe de Bismark acudió al Kaiserhov: -Introdúzcame cerca de lord Beaconfield -le dijo a Corry- y avíseme cuando sean las cuatro menos cinco, porque tengo una cita a las cuatro. Preguntó si se podía encontrar una fórmula de arreglo. -Esa fórmula se encontró cuando el acuerdo de Londres, y no es imposible volver a ella. -¿Debo considerar ésta como un ultimátum? -Desde luego. -Entonces he de ir a ver al Kronprinz; pero convendría que hablásemos de nuevo de todo esto. ¿Dónde cenará usted esta noche? -En la Embajada de Inglaterra. -Quisiera que cenase conmigo… |
BEACONSFIELD A LA REINA Acepté su invitación. Después de la cena nos retiramos a una habitación, donde él se puso a fumar y yo imité su ejemplo… creo que he dado un mazazo a mi salud; pero era necesario. En esos casos, el hombre que no fuma parece estar espiando las palabras del otro… He gozado durante hora y media de la más interesante de las conversación, enteramente política. Se convenció de que el ultimátum no era una ficción, y antes de irme a acostar tuve la satisfacción de saber que San Petersburgo capitulaba. |
Al día siguiente pudo telegrafiar a Londres: <Rusia acepta el proyecto inglés sobre frontera europea del Imperio turco, las prerrogativas militares y la política del sultán.><De nuevo tenemos una Turquía europea>, dijo Bismarck. <Hemos sacrificado cien mil soldados y cien millones para nada>, suspiró Gortchakov.
Aquel episodio aumentó la estima de Bismark por lord Beacondsfield: Der alte Jede das ist der Man (El viejo judío: he ahí el hombre), decía. Estrecharon su amistad, encontrando un verdadero placer en hablar de su profesión. Les agradaba cambiar impresiones sobre sus relaciones con los príncipes, los ministros, el Parlamento. Es tan raro encontrar un compañero cuando se es primer ministro, que inconscientemente se siente uno arrastrado hacia él. Sin embargo, Bismark se juzgaba superior, porque se sabía con más desenfado y más cinismo. Lord Beaconsfield tenía algunos puntos más débiles, era vulnerable; en cuanto se le combatía con ciertas asociaciones de ideas románticas, se defendía mal. Bismarck estudiaba las vanidades, se divertía en oponerlas y explotaba los desfallecimientos. Por su parte, Beaconsfield adivinaba las lejanas miras del canciller. Como en pie ante un gran mapamundi discutieran sobre política internacional, el dedo de Beaconsfield se detuvo sobre las provincias balcánicas:
-¿No opina usted que existe aquí un hermoso campo de colonización?
Bismark lo miró sin responder.
***
Tras aquel gran día, el Congreso se convirtió en una rutina. Vida de Parlamento más excitante, que le hubiera agradado mucho a Beaconsfield si no lo hubiera molestado la gota. No solamente quería a Bismarck, sino que Gortchakov se contó entre sus amigos. <Es muy penoso el tener que rehusarle algo a ese zorro viejo, que parece bañado por la leche de la bondad>. El compás era el del Sueño de una noche de verano. Una noche era una excursión a Potsdam, capital del reino del Rococó; al día siguiente, una cena en la Embajada de Turquía, la mejor de todas las cenas, con un pilaff delicioso, del cual tomó dos veces el señor Waddington, y más tarde, una cena en casa de Bleichrode, el banquero, donde sólo tocaron música de Wagner. Por las calles, todo el mundo se fijaba en lord Beaconsfield. Los libreros habían de telegrafiar a Inglaterra pidiendo nuevos ejemplares de sus novelas. Los gabinetes de lectura compraron en casa de Tauchnitz las ediciones completas.
En la tercera semana del Congreso estalló una bomba. El acuerdo Schouvalov sobre Armenia fue divulgado por el periódico inglés del Foreign Office. La emoción fue enorme en Inglaterra. La adquisición de Chipre era secreta aun. No se veía ninguna compensación a las conquistas de Rusia en Asia. La prensa hizo tanto ruido, que los plenipotenciarios ingleses trataron de anular sus concesiones. <Bismarck promovía incidentes para tener el placer de arreglarlos.> Para su espíritu positivo, preciso y perfectamente informado, las querellas solemnes de aquellos personajes anticuados resultaban cómicas. Ni Gortchakov ni Beaconsfield eran geógrafos. A Gortchakov le agradaba, como él decía, planear,<trazar magistrales>, es decir, hacer frases; pero ante un mapa no sabía encontrar Batum; por eso Schouvalov quedó petrificado cuando su jefe le dijo que se reservaba la cuestión de la frontera asiática, que discutía directamente con Beaconsfield.
-¿Cómo? -dijo lord Salisbury cuando Schouvalov le participó la noticia-. Querido conde, lord Beaconsfield no puede negociar; no ha visto en su vida un mapa de Asia Menor…
Unas horas después, los miembros del Congreso supieron con alegría que el acuerdo era perfecto. El príncipe de Bismarck convocó una sesión plenaria. Beaconsfield y Gortchakov tomaron asiento, uno junto al otro, para explicar los términos de su acuerdo. Los dos presentaron un mapa de la nueva frontera; pero los dos mapas eran diferentes. Nunca se supo lo que había sucedido. Schouvalov pretendió que, habiendo recibido Gortchakov del Estado Mayor ruso el trazado de dos fronteras, una deseada y otra señalando el límite extremo a que podían llegar las concesiones, cometió la torpeza de entregar la última a Beaconsfield. Corry suponía que el canciller ruso había tratado, después del acuerdo, de engañar a la delegación inglesa. Los dos ancianos, enfermos los dos, comenzaron a desmentirse de un modo tan violento y ridículo, que Bismarck, irónico, propuso suspender la sesión durante media hora. Durante ese entreacto, Schouvalov, Salisbury y el príncipe de Honenlohe intentarían resolver la cuestión. Así se hizo, y se llegó a un acuerdo en una línea intermedia. Al día siguiente, los ingleses hicieron público el acuerdo sobre Chipre, la opinión británica se entusiasmo.
Aquella plaza fuerte en Levante y aquel Mediterráneo ingles encantaron a todos; hasta en el extranjero se alabó la valentía, muy disraelina, de tal golpe. <Las tradiciones de Inglaterra -escribía Le Journal des Débats- no han muerto; viven en el espíritu de una mujer y de un viejo político.>
***
Se organizó una recepción magnifica para el retorno a Londres de los negociadores. La estación de Charing Cross fue adornada con banderas de todos los países que tomaron parte en las negociaciones; palmeras, macizos de geranio, ornaban los muelles y los alrededores. Cuando descendió del vagón el primer ministro, fue saludado por los duques de Northumberland, de Sutherland, de Abecorn, de Bedford, por el lord alcalde y los sheriffs de Londres. También estaba allí John Manners y Peel, el hijo del gran hombre, apoyado en el brazo de Salisbury, pasó anciano entre dos filas de lores y pares con sus esposas y de miembros del Parlamento.
A la salida de la estación, las aclamaciones fueron formidables. Trafalgar Square era una alfombra de cabezas. Se agitaban los sombreros y los pañuelos. Las mujeres arrojaban flores a su coche. En Dowing Street, todo tapizado de rojo, encontró lord Beaconsfield un inmenso ramo de flores enviado por la reina. Como no cesaban las aclamaciones, hubo de asomarse al balcón con Salisbury y dijo, dirigiéndose a la multitud:
-Creo haberos traído la paz y el honor.
Unos días después, en Osborne, arrodillado ante la reina, recibió de sus manos el cordón azul de la orden de la Jarretiera.
<Grandes y chicos -le escribió la soberana-, todo el país está encantado, salvo Gladstone, que está loco furioso.>
IX
AFGANOS, ZULUES, DILUVIOS
Si al día siguiente del Congreso de Berlín lord Beaconsfield hubiese hecho unas elecciones se habría asegurado el Poder por seis años más; pero aún le quedaban dos años de la vida al Parlamento, y como era fiel al Gabinete, decidió dejarlo morir de muerte natural. Aquello fue un exceso de confianza en los favores del Destino. Un país se cansa pronto de las glorias que ha creado; hay que consultarlo cuando se le agrada.
Unas semanas después de aquel triunfo, el cielo se oscureció. Hacía tiempo que los rusos coqueteaban con el emir del Afganistán, cuyo territorio montañoso domina las puertas de la India. De acuerdo con el emir, enviaron una misión a Cabul, que era la capital en que éste residía. Lytton, virrey de las Indias, sintió celos por aquel éxito. El primer ministro eligió para aquel puesto al hijo de su amigo porque tenía imaginación, ambición y mucha voluntad. Los acontecimientos demostraron que de todo ello tenia de sobra. En contra del parecer del jefe que se comprometía a conseguir de Rusia, con amables negociaciones, la retirada de la misión, tomó él mismo la iniciativa de enviar una misión inglesa a Cabul. El emir detuvo a los enviados de Lytton en las puertas del territorio afgano, y Beaconsfield se vió obligado a inclinarse vergonzosamente ante un reyezuelo semisalvaje, so pena de ser abocado a una guerra peligrosa. Esto le causó mucho disgusto: «Cuando un virrey o un comandante en jefe desobedece las órdenes recibidas, debe, por lo menos, estar seguro de su victoria». De nuevo Gladstone y sus amigos clamaron contra una guerra injusta, protestando contra la politica francamente agresiva de Baconsfield, y algunos observadores imparciales advirtieron a éste que el país se hacía eco de ella. ¿Sería conveniente desenmascarar a Lytton y demostrar la inocencia de un Gobierno a la merced de su subordinado? Esto era contrario a todas las ideas del Primer Ministro. Lytton fue recriminado, pero sostenido en su puesto. El General Robert batió a las tropas del emir. La oposición se disipó, como ocurre siempre con la vitoria, y el país recobró su confianza.
Mas cuando se ha despertado la envidia de los dioses, no se calma fácilmente. Desde hacía dos años, la industria estaba muy próspera. Estalló una crisis. Son accidentes periódicos; unas cosechas malas durante varios años seguidos fueron la causa de aquella; pero había que censurar al Gobierno. La oposición se lamentaba de la inercia de los ministros, cuando a éstos les hubiera sido muy difícil intervenir la cosecha o hacerles pedidos a los industriales. Sin embargo, como eran ministros, habían de hacer algo: «Tiene usted razón -le escribía lord Beaconsfield a ladi Bradford- al pensar que el asunto que en este momento ocupa gran parte de mi tiempo es la crisis general; pero no se sabe qué hacer. Hay tantas razones, tantos planes y proyectos, que no es posible tener ni proyectos ni planes. Lo que temo es que la oposición, que tiene pocos escrúpulos, adopte ese tema para necsidades del partido. Si no sostenemos sus proyectos seremos estigmatizados como malos patriotas, y si los sostenemos, ellos se llevarán la gloria.». En esos momentos de soledad recordaba las patatas de Peel.
Lo malo era que al administrar un Imperio tan inmenso podían surgir en todo momento serios conflictos en cualquier rincón del mundo. Aun no se había disipado el humo de la pólvora del Afganistán, cuando se incendió ésta en el Africa del Sur. Tres poderes hostiles vivieron allí juntos durante mucho tiempo: los ingleses, en el Cabo; los bóers holandeses, en el Transvaal, y los negros, en Zululandia. El ministro de Colonias, Carnarvon, que consiguió en el Canadá confederar a unos estados rivales creando un Dominio único, estaba convencido, como todos los hombres que han logrado un gran éxito, de la eficacia de su receta para todos los males. Se creía capaz de confederar al Universo. Para preparar la confederación del África del Sur comenzó anexionando el Transvaal. Ello suprimió el adversario favorito de los zulúes, que se volvieron contra los ingleses. Lord Chelmsford, que mandaba las tropas, pecó por exceso de confianza, y bruscamente una opinión pública sin preparación alguna supo que se había sufrido un desastre, que había sido sitiado el cuartel y que los negros habían matado o hechos prisioneros a mil quinientos hombres. Entonces el país se indignó. Mientras que el ministro conservador mantuvo la paz con el honor, se aplaudió; pero cuando John Bull se vio comprometido en guerras ridículas y difíciles, en los cuatro extremos del mundo se dijo que acaso Gladstone no anduviera descaminado al señalar el peligro de las colonias y la política local de su rival.
Para colmo de desgracia, el hijo de Napoleón III, el joven príncipe imperial francés, quiso partir a batirse en el África del Sur. Beaconsfield hizo cuanto pudo por disuadirlo; pero la reina y la emperatriz Eugenia insistieron tanto, que hubo de ceder. <¿Qué hacer contra dos mujeres obstinadas?> En los comienzos de 1879, el príncipe fue muerto por los zulúes en un puesto de vanguardia. La reina que lo quería mucho, tuvo un profundo pesar. Creyéndose un tanto culpable de esta muerte, quiso acallar su conciencia haciendo al joven príncipe caído solemnes funerales. El primer ministro protestó. ¿Qué diría el Gobierno republicano de Francia si honores correspondientes tan sólo a soberanos se aplicaban también a un Bonaparte? La reina se molestó.¡Ay, qué mal andaba todo! Beaconsfield, irritado, maldijo al hada, a lord Chelmsford, a los zulúes. ¡Admirable pueblo! -dijo amargamente-. Derrotan a nuestros generales, convierten a nuestros obispos y escriben la palabra FIN al pie de la historia de la dinastía francesa…> Trataba de sonreír; pero la reina le ponía mala cara, y no lo recibía sino con una frialdad oficial. Aquello le dolía, porque <mi modo de ser exige, o perfecta soledad o total simpatía…> Escribió a la marquesa de Ely, dama de honor, una carta atrevida y sincera, que, bien lo sabia él, había de serle enseñada a la reina. <Me da mucha pena el pensar que mis palabras o mis actos puedan desagradar a su majestad. Amo a la reina; acaso sea ella la única persona en el mundo a quien me sea permitido amar. Ya puede comprender cuanto me inquieta cuando veo entre nosotros la menor nube. Es acaso candidez de mi parte; pero mi corazón, por desgracia, no ha envejecido con mi cuerpo, y cuando está enternecido me hallo tan abatido como hubiera podido estarlo hace cincuenta años.>
Recibió un telegrama llamándolo a Windsor. El hada estuvo graciosa y dulce: no volvió a hablar de sus quejas; evidentemente, había leído su carta. No le había sido, pues, del todo inútil su titulo de novelista…Bien es verdad que amaba a la reina.
En fin, hacia agosto de 1879 todo parecía placarse. No quedaba ya ni un soldado en los estados del sultán; en las Indias, una misión inglesa había sido recibida en Cabul; en África del Sur, Wolseley había capturado al jefe de los zulúes. El único peligro para el Ministerio era ahora el mal tiempo, que ni Robert ni Wolseley podían vencer. Se preparaba la quinta mala cosecha. En Hughenden llovía día y noche. Beaconsfield se paseaba bajo este diluvio deslizándose sobre un fango espeso, para preguntar a sus granjeros:<¿Ha salido ya la paloma del arca?> Los pavos reales, medio hundidos en el lodo, habían perdido casi todas sus plumas y persistían en pasearse con aire glorioso, orgullosos de una belleza desvanecida.
En esto, de pronto, el primer ministro recibió una nueva terrible. ¡Toda la misión inglesa había sido asesinada! ¡Verdaderamente, los astros eran adversos!…
Había en Inglaterra, una vez más, un hombre por lo menos que no consideraba estos asesinatos, estos fracasos y este diluvio como los profundos huecos inevitables de las olas del tiempo, sino como castigo enviado por el Señor, Dios de los ejércitos, porque su pueblo había excitado su cólera haciendo sacrificios ante un dios extranjero. Para Gladstone, el beaconsfieldismo era una espantosa herejía que había mancillado el alma del pueblo ingles. Que lo había impulsado a combatir a todas las naciones de la tierra y que había atraído sobre si una justa reproducción. Ahora, el país empezaba a comprender que había seguido a un falso profeta. Muchos detalles daban a entender que habrían de sentirlo en las siguientes elecciones. ¿No sería entonces el deber de Gladstone el volver a empuñar el timón y virar hacia otro rumbo? Muchos corresponsales suyos expresaban sus más fervientes votos porque así fuera. Un profesor escocés copiaba para él máximas de Goethe: <¿Cómo puede un hombre lograr el conocimiento de sí mismo? ¿Por la contemplación? Cierto que no, sino por las acción. Tratad de cumplir con vuestro deber, y sabréis para qué habéis sido creados. Pero ¿Cuál es vuestro deber? Lo que exige el momento presente.> Otro le escribía <que sus hijos llamaban al señor Gladstone San Guillermo>.
En efecto, comprendía que su misión era volver a ser una vez más primer ministro. Pero ¿Cómo? Había declarado con gran ruido que abandonaba la dirección del partido. Había cometido la imprudencia de decirlo y de repetirlo a la reina, que, por cierto, había tomado nota de ello. Había dejado a Hartington y a Granville ocupar los primeros puestos. ¿Cómo echarlos de ellos sin ridículo en el momento de su éxito? Por otra parte, ¿es que él lo deseaba? ¿No había deseado retirarse para aguardar tranquilo la muerte? Mas ya su conciencia, sutil e inquieta, entreveía caminos desviados y seguros.
Había elegido para presentarse una circunscripción escocesa, Midlothian, y en 1879, aunque no se hubiera anunciado ninguna elección, fue a hacer por ella una torunée. Aquella fue una procesión triunfal. En las estaciones de parada, miles de pueblerinos, acudidos de lejanas poblaciones, trataban de ver al gran anciano. Por las nevadas colinas veíanse ejércitos de curiosos en movimiento. En las ciudades, había cincuenta mil peticiones de ellas. Gladstone pronunciaba tres, cuatro, cinco discursos diarios. Parecía como si la cinta continua de sus largas frases oscuras y melodiosas se desarrollara sin detención de sol a sol. Los pueblos escuchaban encantados, el les decía que ya no se trataba de aprobar tal o cual medida política, sino de escoger entre dos morales. Desde hacía cinco años, sólo se les hablaba del interés del Imperio británico, de fronteras científicas, de nuevo Jibraltar, y todo ello, ¿con que resultado? Rusia, engrandecida y hostil; Europa, perturbada; India, en guerra, y en África, una extensa mancha de sangre. ¿Por qué? Porque existe otra cosa en el mundo, a más de las necesidades políticas: las necesidades morales. <Acordaos de que la sanidad de la vida en las aldeas del Afganistán entre las nueves invernales, es tan inviolable a los ojos del Todopoderoso como en nuestras ciudades.>
Aquel hermoso rostro de ave de rapiña, aquellos ojos penetrantes y fuertes, aquella voz, cuyo vigor continuo parecía un milagro; aquella alta y religiosa moral, llenaban a los aldeanos escoceses, y aun mas a los hombres, de una admiración casi temerosa; les parecía oír la palabra divina y contemplar a un profeta.
La campaña de Midlothian agitó a todo el país. Los gigantescos discursos de Gladstone ocupaban las columnas de los periódicos. Toda Inglaterra puritana tan poderosa, seguía esta peregrinación de pasión. Parecía como si el debate estuviera en lo futuro entre Midlothian y Maquiavelo, entre Gladstone y Satanás. Los conservadores se chanceaban; uno de ellos contaba que Gladstone había pronunciado ochenta y cinco mil palabras.
En cuanto al Señor de las Tinieblas, realizaba penosamente en Londres su cotidiana tarea como primer ministro.
Las nieblas y las heladas de diciembre lo dejaban replegado en sí mismo. Todo aquel ruido que hacia Gladstone, aquella afectación moral, aquella pretensión impía y orgullosa de representar la voluntad divina, todo ello cansaba a Beaconsfield. La salud física de su rival, la fuerza despiadada de aquella voz irritante…Cuando se acabó aquello dijo a uno de sus ministros:
-Esta lluvia retorica ha escampado ya. Ello es ciertamente un respiro; pero yo no he leído ni una palabra de cuando ha dicho. Satis eloquentia sapientia parum.
Cuando en el banquete anual del lord alcalde -en el que los mercaderes de la ciudad tienen derecho, consagrado por la tradición, de recibir, tras una sopa de tortuga, las confidencias del primer ministro- tuvo ocasión de hablar, afirmó orgullosamente la excelencia de su política:
<En tanto que el poder de Inglaterra se haga sentir en los consejos de Europa, la paz continuará mantenida, según creo, y mantenida por largo tiempo. Si nos abstenemos, la guerra me parece inevitable. Es asunto sobre el que hablo en confianza a los ciudadanos de Londres, porque se ve que no se avergüenzan de un sentimiento muy noble, pero actualmente desacreditado por los filósofos: el sentimiento del patriotismo; porque sé que no se dejarán persuadir de que por mantener su Imperio arriesgan su libertad. Uno de los más grandes romanos dijo, cuando le preguntaron lo que era la política: Imperium et libertas. Y eso no sería un mal programa para un ministro británico. Y es de aquellos ante el cual ningún consejero de su majestad retrocede.>
Deja tu opinión