ANARQUISTAS SIN EMPATÍA: «El Único y su Propiedad», por Max Stirner (1.844). El pupilo de Hegel, que se fue al extremo de la Izquierda Hegeliana y cayó en el olvido, es quien hoy inspira la «Nueva Política». Los «Egoístas».

ANARQUISTAS SIN EMPATÍA: «El Único y su Propiedad», por Max Stirner (1.844). El pupilo de Hegel, que se fue al extremo de la Izquierda Hegeliana y cayó en el olvido, es quien hoy inspira la «Nueva Política». Los «Egoístas».

Si no existe nada trascendente, lo único importante soy yo, el que carece de límites.

Stirner responde a Bentham y a su objetivo de lograr «la mayor felicidad para el mayor número», con un escueto: «¿Porqué

Y ningún Utilitarista, y ningún Liberal, puede responder a esa pregunta y salir airoso, sin echar mano de «Dios«,  haciendo que Hegel se revuelva en su tumba. 

Chus

MAX STIRNER y el Stirnerismo

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Max Stirner, «El Único y su Propiedad» PRESENTACIÓN

Por Chantal López y Omar Cortés

Antorcha.net

Max Stirner

 

Max Stirner, cuyo nombre verdadero era Johann Gaspar Schmidt, nació en 1806 en la ciudad alemana de Bayreuth. Cursaría estudios universitarios en las universidades de Erlangen y Königsberg. Profesionalmente se dedicaría a la docencia impartiendo clases en una escuela para muchachas y, paralelamente, trabajaría también como traductor. Perfeccionaría sus estudios asistiendo a los cursos impartidos por los grandes maestros de ese entonces como Hegel y Michelet.

A Stirner bien se le puede ubicar dentro de la corriente filosófica conocida con el nombre de los jóvenes hegelianos, corriente que pretendía enderezar a la filosofía hegeliana combatiendo al Estado prusiano y su principal sostén: el cristianismo.

En Berlín, Max Stirner participó en una agrupación conocida con el nombre de los libres, en la que también se encontraba Federico Engels.

La obra máxima de Stirner, El único y su propiedad, escrita en 1844, se inscribe en el conjunto de obras filosóficas de los jóvenes hegelianos, como lo fueron, La vida de Jesús de Strauss, La esencia del cristianismo, de Ludwig Feuerbach; y las dos obras del cerebro del grupo de los libres, Bruno Bauer, Crítica de los evangelios y El cristianismo descubierto.

La crítica desarrollada por Stirner del mundo fantasmagórico en el cual, según su opinión, transcurren nuestras vidas, es verdaderamente corrosiva. Analiza, demoliendolas, una a una de las instituciones existentes. Su crítica es tremenda, no se anda, como comunmente se dice, por la ramas, sino que va directo al punto haciendo gala de un realismo escalofriante.

La dureza de sus conceptos y el cinismo de sus argumentos deja helado al lector.

 

obras como la que aquí presentamos necesitan ser leídas con calma y sobre todo, razonadas y comentadas con amigos, familiares o compañeros para que de su lectura se pueda extraer provecho, y sobre todo para prevenir cualquier posibilidad de que al lector se le vuele el coco

 

Ciertamente, obras como la que aquí presentamos necesitan ser leídas con calma y sobre todo, razonadas y comentadas con amigos, familiares o compañeros para que de su lectura se pueda extraer provecho, y sobre todo para prevenir cualquier posibilidad de que al lector se le vuele el coco, ya que, lo repetimos, este libro es bastante espeso, por lo que es sumamente importante ser crítico y reflexivo al abordarlo.

En nuestra opinión Max Stirner se constituye en el antecedente directo del controvertido y afamado filósofo alemán Federico Nietszche, y si bien es por muchos considerado como el padre de la corriente del anarquismo individualista, no concordamos del todo con tal apreciación. Y no concordamos porque si bien Stirner aporta elementos que posteriormente serán acogidos y digeridos en el seno del movimiento anarquista, definitivamente no toda su filosofía puede ser inscrita en la corriente ácrata.

La actualidad de esta obra, de cara a las sociedades contemporáneas, es verdaderamente sorprendente.

 

Max Stirner

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«El Único y su Propiedad» (1844)

«Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; no es general, sino única, como soy único. Nada está, para mí, por encima de mí».

Por Max Stirner

Introducción

Yo he basado mi causa sobre nada

¿Qué causa es la que voy a defender? Ante todo, mi causa es la buena causa, es la causa de Dios, de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; luego, la de mi príncipe, la de mi Pueblo, la de mi Patria; más tarde será la del Espíritu, y después otras mil… ¡Pero la causa que yo defiendo no es mi causa! «¡Abomino del egoísta que no piensa más que en sí!»

¿Pero estos cuyos intereses son sagrados, esos por quienes debemos decidirnos y entusiasmarnos, cómo entienden su causa? Veámoslo.

Vosotros que sabéis de Dios tantas y tan profundas cosas; vosotros que durante siglos habéis «explorado las profundidades de la divinidad» y habéis penetrado con vuestras miradas hasta el fondo de su corazón, ¿podéis decirme cómo entiende Dios la «causa divina» que estamos llamados a servir. No nos ocultéis los designios del Señor. ¿Qué quiere? ¿Qué persigue? ¿Ha abrazado, como a nosotros se nos prescribe, una causa ajena y se ha hecho el campeón de la verdad y del amor? Este absurdo subleva; enseñáis que siendo Dios mismo todo amor y todo verdad, la causa de la verdad y la del amor se confunden con la suya y le son consustanciales. Os repugna admitir que Dios pueda, como nosotros, hacer suya la causa de otro. «¿Pero abrazaría Dios la causa de la verdad, si no fuese él mismo la verdad?» Dios no se ocupa más que de su causa, sólo él es todo en todo, de suerte que todo es su causa. Pero nosotros no somos todo en todo, y nuestra causa es bien mezquina, bien despreciable; así, debemos «servir a una causa superior». Más claro: Dios no se inquieta más que de lo suyo, Dios no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más que en sí mismo y no pone sus miras fuera de sí mismo; ¡ay de lo que contraríe sus designios!. No sirve a nada superior y no trata nada más que de satisface. La causa que defiende es puramente ¡egoísta! Dios es un ególatra.

¿Y la humanidad, cuyos intereses debemos también defender como nuestros, qué causa defiende? ¿La de otro? ¿Una superior? No. La humanidad no se ve más que a sí misma, la humanidad no tiene otro objeto que la humanidad; su causa es ella misma. Con tal que ella de desenvuelva, poco le importa que los individuos y los pueblos sucumban; saca de ellos lo que puede sacar, y cuando han cumplido la tarea que de ellos reclamaba, los echa al cesto de papeles inservibles de la Historia. ¿La causa que defiende la Humanidad no es puramente egoísta? Inútil es proseguir y demostrar cómo cada una de esas cosas, Dios, Humanidad, etc., tratan tan sólo de su bien y no del nuestro. Pasad revista a las demás, y decid si la verdad, la libertad, la justicia, etc., se preocupan de vosotros más que para reclamar vuestro entusiasmo y vuestros servicios. Que seáis servidores celosos, que les rindáis homenaje, es todo lo que os piden.

Mirad a un pueblo redimido por nobles patriotas; los patriotas caen en la batalla o revientan de hambre y de miseria; ¿qué dice el pueblo? ¡Abonado con sus cadáveres se hace «floreciente»! Mueren los individuos «por la gran causa del Pueblo», que se conforma con dedicarles alguna que otra lamentable frase de reconocimiento y que guarda para sí todo el provecho. Eso me parece un egoísmo demasiado lucrativo.

Pues contemplad ahora a ese sultán que cuida tan tiernamente a «los suyos». ¿No es la imagen de la más pura abnegación, y no es su vida un perpetuo sacrificio? ¡Sí, por «los suyos»! ¿Quieres hacer un ensayo? Muestra que no eres «el suyo», sino «el tuyo»; rehúsate a su egoísmo y serás perseguido, encarcelado, atormentado. El sultán no ha basado su causa sobre nada más que sobre sí mismo; es todo en todo, es el único, y no permite a nadie que no sea uno de «los suyos».

¿No os sugieren nada estos ejemplos? ¿No os invitan a pensar que el egoísta tiene razón? Yo, al menos, aprendo de ellos, y en vez de continuar sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré yo mismo el egoísta.

Dios y la humanidad no han basado su causa sobre nada, sobre nada más que sobre ellos mismos. Yo basaré, pues, mi causa sobre mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mi todo, soy el único.

Si Dios y la humanidad son poderosos con lo que contienen, hasta el punto que para ellos mismos todo está en todo, yo advierto que me falta a mí mucho menos todavía, y que no tengo que quejarme de mi «vanidad». Yo no soy nada, en el sentido de que «todo es vanidad«; pero soy la nada creadora, la nada de la que saco todo.

¡Mal haya, pues, toda causa que no es entera y exclusivamente la mía! Mi causa, pensaréis, debería ser al menos la «buena causa». ¿Qué es bueno, qué es malo? Yo mismo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo; ésas no son, para mí, más que palabras.

Lo divino mira a Dios; lo humano mira al hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; no es general, sino única, como soy único.

Nada está, para mí, por encima de mí.

 
Stirner
 
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EL ÚNICO

«Si yo baso mi causa en Mí, el Único, ella reposa sobre su creador efímero y perecedero que se devora él mismo, y Yo puedo decir: Yo he basado mi causa en Nada»

Antorcha.net

Dibujo de Zeichnung von Friedrich Engels en el cual de izquierda a derecha aparecen: Arnold Ruge, Ludwig Buhl, Karl Nauwerck, Bruno Bauer, Otto Wigand, Edgar Bauer, Max Stirner, Eduard Meyen, dos incógnitas y Friedrich Koppen como teniente de más a la derecha que se sienta en la mesa.

 

La época precristiana y la cristiana persiguen fines opuestos. La primera quiso idealizar lo real, y la segunda realizar lo ideal; una buscó al Espíritu Santo, la segunda busca al cuerpo glorificado. Así, la primera conduce a la insensibilidad respecto a lo real, al desprecio del Mundo, mientras que la segunda finalizará con la ruina de lo ideal y el desprecio del Espíritu.

La oposición de lo real y lo ideal es incompatible y lo uno no puede nunca devenir lo otro: si lo ideal se hiciese real, no sería ya lo ideal, y si lo real se hiciese ideal sería lo ideal y no sería lo real. La contradicción de ambos términos no puede resolverse más que si se los destruye. Sólo en este se, en este tercer término, desaparece la contradicción. De lo contrario, ideal y real no se encuentran jamás. La idea no puede ser realizada y seguir siendo idea, es preciso que perezca como idea, lo mismo sucede con lo real que deviene ideal.

Ante Nosotros se presentan los antiguos partidarios de la idea, y los modernos partidarios de la realidad. Ni unos ni otros llegaron a deshacerse de esta oposición; se limitaron a suspirar, los antiguos por el Espíritu, y desde el día en que pareció que el deseo del mundo antiguo estaba satisfecho y que aquel Espíritu parecía llegar, los modernos comenzaron a aspirar por la realización de ese espíritu, realización que debe seguir siendo eternamente un piadoso deseo.

El deseo piadoso de los antiguos era la santidad, el de los modernos es la corporalidad. Pero lo mismo que la antigüedad debía sucumbir el día en que sus votos fuesen colmados (porque no existían más que por ellos), también es alcanzar la corporalidad sin salir del Cristianismo. A la corriente de santificación o de purificación que atraviesa el mundo antiguo (abluciones, etc.) le sigue la corriente de encarnación a través del mundo cristiano: el Dios se precipita en este mundo, se hace carne y quiere rescatar el mundo, es decir, llenarlo de él; como él es la Idea o el Espíritu, se acaba (Hegel, por ejemplo) por introducir la Idea en Todo, en el mundo, y se demuestra que la Idea, la razón está en Todo. A lo que los estoicos del paganismo alaban como el Sabio, responde en la cultura actual el Hombre; uno y otro dos seres sin carne. El sabio irreal, ese santo incorporal de los estoicos, ha venido a ser una persona real y un santo corporal en el Dios encarnado; el hombre irreal, el Yo incorporal llegará a ser real en el Yo corporal que Yo soy.

Al Cristianismo está ligada la cuestión de la existencia de Dios; esta cuestión, siempre y sin cesar repetida y debatida, prueba que el deseo de la existencia, de la corporalidad, de la personalidad, de la realidad, era para los corazones un asunto de constante preocupación, porque no llegaba nunca a una solución satisfactoria. Por fin declinó la cuestión de la existencia de Dios, pero para levantarse inmediatamente bajo una nueva forma, en la doctrina de la existencia de lo divino (Feuerbach). Pero lo divino tampoco tiene existencia, y su último refugio, que lo puramente humano puede ser realizado, pronto no tendrá ya asilo que ofrecerle. Ninguna idea tiene existencia, porque ninguna es susceptible de corporalizarse. La controversia escolástica del realismo y del nominalismo no tuvo otro objeto; en suma, ese problema atraviesa de un extremo a otro la historia cristiana y no puede encontrar en ella su solución.

El mundo cristiano se esfuerza en realizar las Ideas en todas las circunstancias de la vida individual y en todas las instituciones y en las leyes de la Iglesia y del Estado; pero esas Ideas resisten siempre a sus tentativas y siempre les queda alguna cosa que no es posible corporalizar (irrealizable); cualquiera que sea el ardor con que uno se esfuerza en dotarlas de un cuerpo, permanecen siempre sin realidad tangible.

El realizador de ideas se inquieta poco de las realidades, con tal de que esas realidades encarnen una idea; así, examina sin descanso si en lo realizado habita su núcleo, la Idea; al experimentar lo real, experimenta al mismo tiempo la Idea y comprueba si es realizable tal como él la piensa, o bien si la ha comprendido incorrectamente y por tanto es irrealizable.

En cuanto existencias, la familia, el Estado, etc., no interesan ya al cristiano; los cristianos no deben, como los antiguos, sacrificarse por esas cosas divinas, sino interesarse por ellas como realización del Espíritu. La familia real ha venido a ser indiferente, y una familia ideal (verdaderamente real) debe brotar de ella; familia santa, bendita de Dios, o en estilo liberal, racional. Para los antiguos, la familia, la patria, el Estado, etc. son actualmente divinos; para los modernos, aguardan la divinización y no son, bajo su forma existente, inacabados terrenales y deben ser liberados, es decir, deben ser realizados verdaderamente. En otros términos, la familia, etc. no son lo existente y lo real, sino lo divino, la Idea; la cuestión está en saber si tal familia podrá llegar a ser real por obra de lo verdadero real, de la Idea. El individuo no tiene por deber servir a la familia como una divinidad, sino servir a lo divino y elevar hasta él la familia aún no divina; es decir, avasallarlo todo a la idea, enarbolar por todas partes la bandera de la vida, y llevar la Idea a una actividad que sea realmente real y eficaz.

Si bien el Cristianismo y la antigüedad tienen que ver con lo divino, llegan siempre a él por las vías más opuestas. Al fin del paganismo, lo divino se hace extramundano; al fin del cristianismo, intramundano. La antigüedad no consiguió ponerlo completamente fuera del mundo y cuando el cristianismo emprende esa tarea, lo divino tiende a reintegrar el mundo que quiere rescatar. Pero, en el seno del Cristianismo, lo divino como intramundano no se transforma ni puede transformarse en lo mundano mismo, porque lo malo, lo irracional, lo fortuito, lo egoísta, son lo mundano, en el mal sentido de la palabra, y están y permanecen cerrados a lo divino. El Cristianismo comienza con la encarnación del Dios que se hace hombre y prosigue toda su obra de conversión y de redención, con el fin de llevar al Dios a florecer en todos los hombres y en todo lo humano y de penetrarlo todo del Espíritu. Él se atiene a preparar una sede para el Espíritu.

Si se llegó finalmente a detener la atención sobre el Hombre o la humanidad, fue de nuevo la idea lo que se eternizó. ¡El Hombre no muere! Se pensó haber encontrado la realidad de la idea: el Hombre que es el Yo de la historia; es él, ese ideal, el que se desarrolla, es decir, se realiza. Él es verdaderamente real y corporal, porque la historia es su cuerpo, del que los individuos no son más que los miembros. El Cristo es el Yo de la historia del mundo, hasta de la que precede a su aparición sobre la Tierra; para la filosofía moderna, ese Yo es el Hombre. La imagen de Cristo ha venido a ser la imagen del Hombre, y el Hombre como tal, el Hombre, nada más es el centro de la historia. Con el hombre reaparece el comienzo imaginario, porque el Hombre es tan imaginario como el Cristo. El Hombre, Yo de la historia del mundo, cierra el ciclo del pensamiento cristiano.

 

El círculo mágico del cristianismo se quebraría si cesara el conflicto entre la existencia y la vocación, entre Yo tal como soy y Yo tal como debo ser

 

El círculo mágico del cristianismo se quebraría si cesara el conflicto entre la existencia y la vocación, entre Yo tal como soy y Yo tal como debo ser; el Cristianismo no consiste más que en la aspiración de la Idea a la corporalidad, y expira si desaparece la separación entre ambos. El Cristianismo sólo subsiste si la Idea persiste como Idea (y el Hombre y la Humanidad no son todavía más que Ideas sin cuerpo). La idea devenida corporal, el Espíritu encadenado o perfecto, flotan ante los ojos del cristiano y representan a su imaginación el último día o el objetivo de la historia, pero no son para él su presente.

El individuo sólo puede tomar parte en la edificación del reino de Dios, o bien, en su forma moderna, en el desarrollo de la historia y de la humanidad, y esta participación es la que da un valor cristiano, o, en forma moderna, humano; para lo demás no es más que un puñado de ceniza y el pasto de los gusanos.

Que el individuo es para sí una historia universal, y que el resto de la historia no es más que su propiedad, eso va más allá del Cristianismo. Para éste, la historia es superior, porque es la historia del Cristo o del Hombre; para el egoísta, sólo su historia tiene un valor, porque no quiere desarrollar más que a sí mismo y no el plan de Dios, los designios de la Providencia, la libertad, etc. Él no se considera un instrumento de la Idea o un recipiente de Dios, no reconoce ninguna vocación, no se imagina destinado a contribuir al desarrollo de la humanidad, y no cree en el deber de aportar en él su óbolo; vive su vida sin cuidarse de que la humanidad obtenga de ella pérdida o provecho. -¡Y qué! ¿Estoy yo en el mundo para realizar ideas, para realizar con mi civismo la Idea del Estado, o para dar por mi matrimonio una existencia como esposo y padre a la Idea de familia? ¿Qué me quiere esa vocación? Yo no vivo para realizar una vocación, al igual que la flor no nace y exhala perfume por deber.

El ideal Hombre está realizado cuando la concepción cristiana se transforma en la siguiente: Yo, este único, soy el Hombre. La cuestión: ¿Qué es el hombre? se ha convertido en la pregunta personal: ¿Quién es el hombre? Qué es, preguntaba por el concepto a realizar; comenzando por quién es desaparece la cuestión, porque la respuesta existe en quien interroga: la pregunta es su propia respuesta.

Se dice de Dios: Los nombres no te nombran. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de lo que se considera como mi esencia me agota, no son más que nombres. Se dice, además, de Dios, que es perfecto, y no tiene ninguna vocación, no tiene que tender hacia la perfección. También esto es cierto para Mí.

Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la Nada creadora de que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia.

Si yo baso mi causa en Mí, el Único, ella reposa sobre su creador efímero y perecedero que se devora él mismo, y Yo puedo decir:

Yo he basado mi causa en Nada.

 

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