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Por qué convirtieron la epidemia en una guerra
Las violaciones de los derechos fundamentales parecen temporales, transitorias. Pero algunas se transformarán en permanentes por la fuerza del precedente, de la costumbre
Por Juan M. Blanco
La actual pandemia ha conducido a buena parte de los gobiernos democráticos a declarar estados de emergencia, recurrir a poderes extraordinarios, legislar por decreto y suprimir ciertos derechos y libertades que, hasta hoy, parecían asentados. No sólo se ha restringido la libertad de movimiento; también, en ocasiones, la posibilidad de ganarse la vida, trabajar o gestionar el propio negocio. Algunos gobiernos han quebrado el derecho a la intimidad, imponiendo aplicaciones de vigilancia electrónica que controlan cada movimiento. Y se ha restringido la libertad de expresión, censurando las voces que expresan opiniones críticas con las medidas gubernamentales.
A pesar de su gravedad, estos hechos no parecen preocupar a parte de la ciudadanía que, atrapada en un aparente dilema entre libertad y seguridad, parece decantarse por las medidas que aplaquen sus miedos, pensando quizá que la renuncia a la libertad es pasajera, que las aguas regresarán a su cauce una vez superada la emergencia. Pero la experiencia histórica muestra que la vuelta atrás no siempre es completa, que las emergencias crean precedentes, abren brechas por las que el ejecutivo expande su poder a costa de la sociedad civil. Pasada la alarma, los gobernantes suelen retener algunas de las prerrogativas extraordinarias, convirtiéndolas en permanentes.
La degradación del Estado de derecho se ha acelerado en las últimas décadas pues los gobernantes descubrieron que las alarmas podían generarse a voluntad
Así, la sucesión de emergencias genera un mecanismo que, de forma lenta, paulatina y casi siempre desapercibida, va entregando al ejecutivo un poder creciente a costa de los derechos ciudadanos. Algunos han comparado este fenómeno al funcionamiento de un trinquete, esa pieza mecánica que solo puede girar en un sentido, sin posibilidad de retroceso.
La actual crisis constituye nuevo episodio, eso sí, especialmente severo, del proceso que va borrando lenta y silenciosamente esos límites que las constituciones clásicas establecieron para evitar un ejercicio despótico del poder. La degradación del Estado de derecho se ha acelerado en las últimas décadas pues los gobernantes descubrieron que las alarmas podían generarse a voluntad.
‘Inter arma, silent leges’
Resulta llamativo que la Constitución de los Estados Unidos, la primera de la historia moderna, no contemple cláusula de excepcionalidad que permita limitar derechos fundamentales en caso de emergencia. Conscientes de que se trataba de un arma de doble filo, los padres fundadores descartaron incluirla, aun conscientes de que, en caso de guerra o disturbios graves, el presidente tendría que rebasar seguramente los límites de la Constitución. Inter arma, silent leges (el estruendo de las armas acalla las leyes), había sentenciado muchos siglos antes el pensador y jurista romano Cicerón.
Pero la gran preocupación de los constituyentes norteamericanos era la vuelta atrás una vez finalizada la guerra. ¿Qué fuerza sobre la tierra podría asegurar la devolución al pueblo de esos poderes extraordinarios? Especialmente pesimista se mostraba John Adams, quien no veía fácil reencarrilar el sistema político: “Una vez perdida la libertad, se pierde para siempre”.
La mayoría de constituciones contemplan explícitamente estados de emergencia, la posibilidad de restringir derechos, eso sí, de forma excepcional y provisional, no prolongada y permanente
Aberrante y peligroso, aunque a veces necesario, el estado de emergencia era un concepto difícil de encajar en un sistema constitucional que intentaba garantizar el equilibrio de poderes, los controles y contrapesos. Según Jules Lobel en “Emergency Powers and the Decline of Liberalism”, llevó siglo y medio, y la participación de los Estados Unidos en dos guerras mundiales, para que los poderes extraordinarios del presidente acabaran de asentarse legal y doctrinalmente. Aquella inicial desconfianza en el ejecutivo no se manifestó en otros países y, hoy día, la mayoría de constituciones contemplan explícitamente estados de emergencia, la posibilidad de restringir derechos, eso sí, de forma excepcional y provisional, no prolongada y permanente… al menos sobre el papel.
Sin embargo, en las últimas décadas se ha ido degradando el concepto de emergencia, aumentando notablemente los eventos clasificados como tales. Si no hay guerra… se inventa o, al menos, se recurre a símiles bélicos en un intento deque muchos problemas sociales sean percibidos simbólicamente como conflictos armados.
Así, la “guerra contra el terrorismo” permitió promulgar legislaciones lesivas para los derechos y libertades. Hay un antes y un después del 11-S en Estados Unidos. Igualmente, la guerra contra las drogas, la guerra contra el cambio climático, la guerra contra la violencia machista etc., aportaron excusas para promulgar leyes que difícilmente habrían encajado en un marco de normalidad. El repertorio de problemas que se travisten de conflicto bélico ha crecido de manera exponencial.
Una vez señalada una nueva “guerra”, los gobiernos tienden a reaccionar en exceso, a aplicar medidas que sobrepasan la dimensión del problema, vulnerando con demasiada frecuencia los derechos fundamentales. Finalizada la alarma, parte de la legislación excepcional permanecerá en la “nueva normalidad”, afianzando la preponderancia del ejecutivo. Y la constante sucesión y superposición de conflictos bélicos va contribuyendo a difuminar la frontera que antaño separaba nítidamente emergencia y normalidad, dando lugar a un permanente estado de semiemergencia y a nuevas normalidades.
¡Guerra al virus!
En este sentido, la covid-19 constituye una “nueva guerra”, la primera campaña militar contra un agente microscópico. No es casual, ni inocente, la retórica bélica con la que se abordó la pandemia. Algunos llegaron incluso a emular el famoso discurso de Winston Churchill en 1940 llamando a la resistencia a ultranza como si, en lugar de unos virus, fueran los Panzer del general Heinz Guderian los que aparecerían por la calle en cualquier momento. Naturalmente, el heroísmo no consistía en combatir bravamente en los mares, en las playas, en las trincheras, sino… quedarse en casa encerrado sin hacer nada.
No, no es una guerra, sino una enfermedad, una pandemia como las que han azotado periódicamente a la humanidad. Esas que en el siglo XX se atajaron a base de recomendaciones, sugerencias y acciones voluntarias tomadas responsablemente por los ciudadanos. Ninguna pandemia, hasta hoy, había conducido a semejante restricción de derechos y libertades, ni a tal concentración de poder arbitrario en manos de los gobernantes. Ni siquiera en casos más graves. Las restricciones coactivas pueden aliviar los miedos, conseguir adeptos, promover la demagogia, triturar al disidente… pero difícilmente afectar al curso de la enfermedad.
A finales de los años 80 del siglo XX, ante la enorme expansión del sida, el Gobierno de Cuba estableció análisis de sangre para los mayores de 15 años. Aquellos que mostraron resultado positivo en VIH fueron recluidos en centros especiales, que hacían las veces de sanatorio y prisión, aislados permanentemente del resto de la sociedad para evitar contagios. Por suerte, esta estrategia para contener la epidemia fue rechazada en los países democráticos ya que vulneraba la libertad, los derechos fundamentales. El fin no justificaba los medios.
Una miopía que otorga desmedido valor al alivio presente, minusvalorando los tremendos perjuicios políticos, sanitarios, psicológicos, económicos y sociales que deberemos afrontar en el futuro
Pero los tiempos han cambiado y el péndulo ha oscilado ampliamente hacia la seguridad aparente, alejándose de la libertad. Que gran parte del público acepte de buen grado las actuales restricciones no se debe solo al pánico, ni siquiera al atractivo que el dolce far niente ejerza sobre una minoría. Se debe, sobre todo, a una visión de corto plazo, a una miopía que otorga desmedido valor al alivio presente, a la engañosa tranquilidad de hoy, minusvalorando los tremendos perjuicios políticos, sanitarios, psicológicos, económicos y sociales que deberemos afrontar en el futuro.
Las violaciones de los derechos fundamentales parecen temporales, transitorias. Pero algunas se transformarán en permanentes por la fuerza del precedente, de la costumbre. Una vez aceptados hoy, parte de los abusos excepcionales pasarán a formar parte de la vida cotidiana sin que el público llegue a ser muy consciente de ello. Y serán utilizados como punto de arranque para una nueva vuelta de tuerca en la próxima eventualidad que se pregone como guerra. Lo señalo con especial crudeza Benjamin Franklin: “Aquellos que están dispuestos a renunciar a la libertad para obtener un poco de seguridad temporal, no merecen ni la libertad ni la seguridad”.
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Los países asiáticos están gestionando mejor esta crisis que Occidente. Mientras allí se trabaja con datos y mascarillas, aquí se llega tarde y se levantan fronteras
Byung Chul Han
En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva vidas humanas.
La conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos. Entre tanto China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede llegar a ser muy peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades. Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece el término “esfera privada”.
En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos.
Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso se están usando drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena regresar a su vivienda. Quizá incluso le imprima una multa y se la deje caer volando, quién sabe. Una situación que para los europeos sería distópica, pero a la que, por lo visto, no se ofrece resistencia en China.
Los Estados asiáticos tienen una mentalidad autoritaria. Y los ciudadanos son más obedientes
Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado. No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está muy propagado en Asia.
Al parecer el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud. El Estado sabe por tanto dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas.
En Wuhan se han formado miles de equipos de investigación digitales que buscan posibles infectados basándose solo en datos técnicos. Basándose únicamente en análisis de macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía.
La lección de la epidemia debería devolver la fabricación de ciertos productos médicos y farmacéuticos a Europa
No solo en China, sino también en otros países asiáticos la vigilancia digital se emplea a fondo para contener la epidemia. En Taiwán el Estado envía simultáneamente a todos los ciudadanos un SMS para localizar a las personas que han tenido contacto con infectados o para informar acerca de los lugares y edificios donde ha habido personas contagiadas. Ya en una fase muy temprana, Taiwán empleó una conexión de diversos datos para localizar a posibles infectados en función de los viajes que hubieran hecho. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. En todos los edificios de Corea hay instaladas cámaras de vigilancia en cada piso, en cada oficina o en cada tienda. Es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo. Con los datos del teléfono móvil y del material filmado por vídeo se puede crear el perfil de movimiento completo de un infectado. Se publican los movimientos de todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos secretos. En las oficinas del ministerio de salud coreano hay unas personas llamadas “tracker” que día y noche no hacen otra cosa que mirar el material filmado por vídeo para completar el perfil del movimiento de los infectados y localizar a las personas que han tenido contacto con ellos.
Ha comenzado un éxodo de asiáticos en Europa. Quieren regresar a sus países porque ahí se sienten más seguros
Una diferencia llamativa entre Asia y Europa son sobre todo las mascarillas protectoras. En Corea no hay prácticamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias especiales capaces de filtrar el aire de virus. No son las habituales mascarillas quirúrgicas, sino unas mascarillas protectoras especiales con filtros, que también llevan los médicos que tratan a los infectados. Durante las últimas semanas, el tema prioritario en Corea era el suministro de mascarillas para la población. Delante de las farmacias se formaban colas enormes. Los políticos eran valorados en función de la rapidez con la que las suministraban a toda la población. Se construyeron a toda prisa nuevas máquinas para su fabricación. De momento parece que el suministro funciona bien. Hay incluso una aplicación que informa de en qué farmacia cercana se pueden conseguir aún mascarillas. Creo que las mascarillas protectoras, de las que se ha suministrado en Asia a toda la población, han contribuido de forma decisiva a contener la epidemia.
Los coreanos llevan mascarillas protectoras antivirus incluso en los puestos de trabajo. Hasta los políticos hacen sus apariciones públicas solo con mascarillas protectoras. También el presidente coreano la lleva para dar ejemplo, incluso en las conferencias de prensa. En Corea lo ponen verde a uno si no lleva mascarilla. Por el contrario, en Europa se dice a menudo que no sirven de mucho, lo cual es un disparate. ¿Por qué llevan entonces los médicos las mascarillas protectoras? Pero hay que cambiarse de mascarilla con suficiente frecuencia, porque cuando se humedecen pierden su función filtrante. No obstante, los coreanos ya han desarrollado una “mascarilla para el coronavirus” hecha de nano-filtros que incluso se puede lavar. Se dice que puede proteger a las personas del virus durante un mes. En realidad es muy buena solución mientras no haya vacunas ni medicamentos. En Europa, por el contrario, incluso los médicos tienen que viajar a Rusia para conseguirlas. Macron ha mandado confiscar mascarillas para distribuirlas entre el personal sanitario. Pero lo que recibieron luego fueron mascarillas normales sin filtro con la indicación de que bastarían para proteger del coronavirus, lo cual es una mentira. Europa está fracasando. ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se siguen aglomerando en el metro o en el autobús durante las horas punta? ¿Cómo guardar ahí la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi imposible. En una situación así, las mascarillas protectoras salvarían realmente vidas humanas. Está surgiendo una sociedad de dos clases. Quien tiene coche propio se expone a menos riesgo. Incluso las mascarillas normales servirían de mucho si las llevaran los infectados, porque entonces no lanzarían los virus afuera.
En la época de las ‘fake news’, surge una apatía hacia la realidad. Aquí, un virus real, no informático, causa conmoción
En los países europeos casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos. Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran.
En el pasado, la fabricación de mascarillas, igual que la de tantos otros productos, se externalizó a China. Por eso ahora en Europa no se consiguen mascarillas. Los Estados asiáticos están tratando de proveer a toda la población de mascarillas protectoras. En China, cuando también ahí empezaron a ser escasas, incluso reequiparon fábricas para producir mascarillas. En Europa ni siquiera el personal sanitario las consigue. Mientras las personas se sigan aglomerando en los autobuses o en los metros para ir al trabajo sin mascarillas protectoras, la prohibición de salir de casa lógicamente no servirá de mucho. ¿Cómo se puede guardar la distancia necesaria en los autobuses o en el metro en las horas punta? Y una enseñanza que deberíamos sacar de la pandemia debería ser la conveniencia de volver a traer a Europa la producción de determinados productos, como mascarillas protectoras o productos medicinales y farmacéuticos.
A pesar de todo el riesgo, que no se debe minimizar, el pánico que ha desatado la pandemia de coronavirus es desproporcionado. Ni siquiera la “gripe española”, que fue mucho más letal, tuvo efectos tan devastadores sobre la economía. ¿A qué se debe en realidad esto? ¿Por qué el mundo reacciona con un pánico tan desmesurado a un virus? Emmanuel Macron habla incluso de guerra y del enemigo invisible que tenemos que derrotar. ¿Nos hallamos ante un regreso del enemigo? La “gripe española” se desencadenó en plena Primera Guerra Mundial. En aquel momento todo el mundo estaba rodeado de enemigos. Nadie habría asociado la epidemia con una guerra o con un enemigo. Pero hoy vivimos en una sociedad totalmente distinta.
En realidad hemos estado viviendo durante mucho tiempo sin enemigos. La guerra fría terminó hace mucho. Últimamente incluso el terrorismo islámico parecía haberse desplazado a zonas lejanas. Hace exactamente diez años sostuve en mi ensayo La sociedad del cansancio la tesis de que vivimos en una época en la que ha perdido su vigencia el paradigma inmunológico, que se basa en la negatividad del enemigo. Como en los tiempos de la guerra fría, la sociedad organizada inmunológicamente se caracteriza por vivir rodeada de fronteras y de vallas, que impiden la circulación acelerada de mercancías y de capital. La globalización suprime todos estos umbrales inmunitarios para dar vía libre al capital. Incluso la promiscuidad y la permisividad generalizadas, que hoy se propagan por todos los ámbitos vitales, eliminan la negatividad del desconocido o del enemigo. Los peligros no acechan hoy desde la negatividad del enemigo, sino desde el exceso de positividad, que se expresa como exceso de rendimiento, exceso de producción y exceso de comunicación. La negatividad del enemigo no tiene cabida en nuestra sociedad ilimitadamente permisiva. La represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo.
Umbrales inmunológicos y cierre de fronteras.
Pues bien, en medio de esta sociedad tan debilitada inmunológicamente a causa del capitalismo global irrumpe de pronto el virus. Llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto. Ya no guerreamos contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. El pánico desmedido en vista del virus es una reacción inmunitaria social, e incluso global, al nuevo enemigo. La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente.
Pero hay otro motivo para el tremendo pánico. De nuevo tiene que ver con la digitalización. La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización, toda la cultura del “me gusta”, suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.
La reacción pánica de los mercados financieros a la epidemia es además la expresión de aquel pánico que ya es inherente a ellos. Las convulsiones extremas en la economía mundial hacen que esta sea muy vulnerable. A pesar de la curva constantemente creciente del índice bursátil, la arriesgada política monetaria de los bancos emisores ha generado en los últimos años un pánico reprimido que estaba aguardando al estallido. Probablemente el virus no sea más que la pequeña gota que ha colmado el vaso. Lo que se refleja en el pánico del mercado financiero no es tanto el miedo al virus cuanto el miedo a sí mismo. El crash se podría haber producido también sin el virus. Quizá el virus solo sea el preludio de un crash mucho mayor.
Zizek afirma que el virus asesta un golpe mortal al capitalismo, y evoca un oscuro comunismo. Se equivoca
Žižek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.
El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.
Byung-Chul Han es un filósofo y ensayista surcoreano que imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín. Autor, entre otras obras, de ‘La sociedad del cansancio’, publicó hace un año ‘Loa a la tierra’, en la editorial Herder.
Traducción de Alberto Ciria.
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