¿Qué es la vida?, de Erwin Schrödinger (Parte IX)

 

Universo Mecánico 44 Energía, Cantidad De Movimiento y Masa HD720p H 264 AAC

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Indice

 

¿Qué es la vida?(Parte IX)

 

EPÍLOGO

Sobre el determinismo y el libre albedrío.

 

Como recompensa por las molestias que me causo el exponer sine ira et studio el aspecto puramente científico de nuestro problema, solicito ahora anuencia para añadir mi propia, y necesariamente subjetiva, visión de las simplificaciones filosóficas del mismo.

De acuerdo con la evidencia expuesta en las páginas precedentes, los acontecimientos espacio-temporales del cuerpo de un ser vivo que corresponden a la actividad de su mente, a su autoconciencia y otras acciones, son, si no estrictamente deterministas, en todo caso estadístico-terministas (teniendo en cuenta su estructura compleja y la aceptada explicación estadística de la Fisicoquímica). Frente al físico, deseo resaltar que, en mi opinión, y contrariamente a lo defendido en algunos círculos, la indeterminación cuántica no desempeña en esos acontecimientos un papel biológicamente importante, excepto, tal vez, el de que acentúa su carácter puramente accidental en fenómenos como la meiosis, la mutación natural y la inducida por los rayos X, etc. En todo caso, esto es obvio y bien reconocido.

En apoyo a mi argumento, permítaseme considerar esto como un hecho, como creo lo haría cualquier biólogo imparcial, si no fuera por esa bien conocida y desagradable sensación de tener que declararse a uno mismo un mecanismo puro. Pues se supone que semejante declaración se opone al libre albedrío, tal como lo garantiza la introspección directa. Pero las experiencias inmediatas, por variadas y dispares que sean, no pueden lógicamente de por si contradecirse entre ellas. Veamos pues, si es posible llegar a la conclusión correcta, y no contradictoria, de las dos premisas siguientes:

  1. I) Mi cuerpo funciona como un mecanismo puro que sigue las leyes de la Naturaleza.
  2. II) Sin embargo, mediante experiencia directa incontrovertible, sé que estoy dirigiendo sus movimientos, cuyos efectos preveo y cuyas consecuencias pueden ser fatales y de máxima importancia, caso en el cual me siento y me hago enteramente responsable de ellas.

La única conclusión posible de estos dos hechos es que yo (es decir, yo en el sentido más amplio de la palabra, o sea, toda mente consciente que alguna vez haya dicho o sentido Yo) soy la persona, si es que existe alguna, que controla el movimiento de los átomos, de acuerdo con las leyes de la Naturaleza.

Dentro de un ambiente cultural (Kulturkreis), donde ciertas concepciones (que alguna vez tuvieron o tienen todavía un significado más amplio entre otra gente) han sido limitadas y especializadas, resulta osado dar a esta sencilla conclusión la expresión que requiere. Decir en la terminología cristiana: Por lo tanto, yo soy Dios Todopoderoso, resulta a la vez blasfemo y extravagante. Pero dejemos a un lado este aspecto, por el momento, y consideremos si la deducción anterior no es acaso la más aproximada que un biólogo pueda alcanzar para comprobar a la vez la existencia de Dios y la inmortalidad.

Esta penetración no es nueva. Las primeras noticias referentes a ella que conozco datan de hace unos 2500 años o más. A partir de las primeras grandes Upanishad, la identificación ATHMAN = BRAHMAN (el yo personal equivale al eterno Yo omnipresente que lo abarca todo), lejos de constituir una blasfemia, era considerada en el pensamiento hindú como representación de la quintaesencia de la más honda penetración en los acontecimientos del mundo. El anhelo de todos los discípulos del Vedanta era similar en sus mentes, después de haber aprendido a pronunciarlo con sus labios, este pensamiento supremo.

Más tarde, los místicos de todos los siglos, cada uno en forma independiente pero en completa armonía entre sí (algo así como las partículas de un gas perfecto), han descrito su experiencia única en términos que pueden condensarse en la siguiente frase: DEUS FACTUM SUM (me he convertido en Dios).

Para la ideología occidental, esta noción ha seguido siendo extraña, a despecho de Schopenhauer y de otros que la defendieron, y a pesar, también, de aquellos verdaderos amantes que, al contemplarse uno en los ojos del otro, se dan cuenta de que su pensamiento y su alegría son numéricamente uno, no meramente similares o idénticos. Sin embargo, suelen estar demasiado ocupados emocionalmente para dedicarse a pensar con claridad, con lo cual, en este aspecto, se parecen mucho a los místicos.

Séame permitido añadir unos pocos comentarios. La conciencia nunca ha sido experimentada en plural, sino solo en singular. Hasta en los casos patológicos de conciencia desdoblada o doble personalidad, las dos personas alternan; nunca se manifiestan simultáneamente. En sueños, desempeñamos varios papeles al mismo tiempo, pero no en forma indistinta: nosotros somos uno de ellos; en él, actuamos y hablamos de manera directa, mientras que a menudo esperamos con ansia la contestación de otra persona, sin darnos cuenta de que somos nosotros mismos los que dominamos sus movimientos y su lenguaje tanto como el nuestro propio.

¿Cómo puede formarse entonces la idea de pluralidad (a la que con tanta energía se oponen los escritores Upanishad)? La conciencia se encuentra en íntima conexión con el estado físico de una región limitada de materia, el cuerpo, del cual depende. (Considérense los cambios de la mente durante el desarrollo del cuerpo, como la pubertad, el envejecimiento, la decrepitud, o bien los efectos de la fiebre, la intoxicación, la narcosis, las lesiones del cerebro, etc.) Ahora bien, existe una gran pluralidad de cuerpos similares. Por lo tanto, la pluralización de conciencias o mentes parece ser una hipótesis muy sugestiva. Es probable que la hayan aceptado todos los pueblos simples, al igual que la gran mayoría de los filósofos occidentales.

Esto conduce casi inmediatamente a la invención de almas, tantas como cuerpos, y al problema de si ellas son mortales como el cuerpo, o bien inmortales y capaces de existir por sí mismas. La primera alternativa es desagradable, mientras que la segunda olvida, ignora o niega deliberadamente los hechos en los cuales está basada la hipótesis de la pluralidad. Todavía se han hecho preguntas mucho más estúpidas como ¿tienen alma los animales? Hasta se ha llegado a preguntar si también las mujeres, o solo los hombres, poseen almas.

Tales conclusiones, aunque solo sean tentativas, deben hacernos sospechosa la hipótesis de la pluralidad, común a todos los credos occidentales oficiales. Pero ¿no nos inclinamos a disparates mucho mas grandes si, al descartar las supersticiones de los mismos, mantenemos su ingenua idea de la pluralidad de almas, aunque remediándola declarando que las almas son perecederas, que serían aniquiladas con los cuerpos respectivos?

La única alternativa posible es sencillamente la de atenerse a la experiencia inmediata de que la conciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (la palabra hindú: MAJA). La misma ilusión se produce en una galería de espejos y, en forma análoga, el Gaurisankar y el Monte Everest parecen ser una misma cima vistos desde valles diferentes.

Por supuesto, existen historias de espíritus, cuidadosamente elaboradas, que nos fueron grabadas en la mente con el fin de entorpecer nuestra aceptación de un reconocimiento tan sencillo. Entre otras cosas, se ha dicho que fuera de mi ventana hay un árbol pero que, en realidad, no estoy viendo ese árbol. Mediante algún artificio astuto del que solo se han explorado las simples etapas iniciales, el verdadero árbol proyecta su imagen sobre mi conciencia, y esto es lo único que yo percibo. Si alguien está a mi lado mirando el mismo árbol, este también llegara a proyectar una imagen sobre su alma. Yo veo mi árbol, y la otra persona el suyo (notablemente parecido al mío), pero ambos ignoramos lo que es el árbol en sí. Kant es el responsable de esta extravagancia. En el orden de ideas que considera la conciencia como un singulare tantum, conviene reemplazar esa extraña idea por la afirmación de que, evidentemente, no hay más que un solo árbol y que todo el asunto de las imágenes es un cuento de hadas.

Sin embargo, cada uno de nosotros tiene la indiscutible impresión de que la suma total de su propia experiencia y memoria forma una unidad, muy distinta de la de toda otra persona. Nos referimos a ella con la palabra yo. ¿Qué es ese Yo?

Analizándolo minuciosamente, se verá que no es más que una colección de datos aislados (experiencias y recuerdos), o sea, el marco en el cual están recogidos. En una introspección detenida, se encontrará que lo que en realidad se quiere decir con Yo es ese material de fondo sobre el cual están coleccionados. Puede usted llegar a un país lejano, perder de vista a sus amigos, olvidarlos casi del todo; gana nuevos amigos y comparte la vida con ellos con tanta intensidad como jamás lo había hecho con los anteriores. Cada vez será menos importante que, mientras usted vive su nueva vida, se acuerde todavía de la antigua. El joven que yo fui puede usted decir de él en tercera persona. El protagonista de la novela que usted está leyendo probablemente este más cerca de su corazón, y con seguridad viva para usted con más intensidad y le resulte más familiar. Sin embargo, no se ha producido una ruptura inmediata, ni muerte alguna. Incluso si un hábil hipnotizador consiguiera borrar todas las reminiscencias anteriores, usted no tendría la impresión de que le han matado a usted. En ningún caso habría que deplorar la pérdida de una existencia personal.

Ni jamás habrá que deplorarla.

 

Nota al epílogo:

El punto de vista expresado aquí se empareja con el que Aldous Huxley ha denominado, de forma muy apropiada, Filosofía perenne. Su bello libro (Perennial Philosophy, Londres, Chatto and Windus, 1946) es adecuado para explicar no solo la situación del tema, sino también por qué es tan difícil captarlo y tan fácil encontrar oposición al plantearlo.

 

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ERWIN RUDOLF JOSEF ALEXANDER SCHRÖDINGER

Nació en 1887 en Viena, donde estudió y fue profesor de física en la universidad hasta 1927, año en que fue llamado a Berlín para reemplazar a Max Planck en la cátedra de física. En 1933, al acceder Hitler al poder, decide abandonar Alemania.

Ese mismo año le conceden el Premio Nobel, que compartió con P. A. M. Dirac, por la formulación matemática de la mecánica cuántica. Dedicado a la investigación de la física atómica, física del estado sólido y mecánica estadística, se mostró siempre muy sensible a las implicaciones sociales de la tecnología y preocupado por el aspecto humanístico de la ciencia y la ética científica.

Falleció en Viena en 1961, a los 73 años, de tuberculosis. Fue enterrado en Alpbach (Austria).

 

 

 

 


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