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[1] INFORME PETRAS: EL HORIZONTE DE UNA GENERACIÓN PERDIDA
Año 2016, despiertas, tienes de 20-30 años y una resaca que no puedes con ella. Otra cosa no, pero anoche lo diste todo, normal, toda la semana pringando como un condenado o estudiando chorradas en la uni motiva a cualquiera para echarse unos cubatillas con los colegas. Y sin embargo, todo ha cambiado, ya nada es como te habías imaginado. Miras al horizonte y se ve tan oscuro, tan desmotivador… Esta puede ser tu historia, o la de un amigo, o la de un familiar, pero en general es a día de hoy la historia de muchos jóvenes de este país que se ven sin futuro, navegan a la deriva a bordo de lo que llaman la GENERACIÓN PERDIDA.
¿Qué me dirías si te digo que esto no es de actualidad, que esta generación perdida ya fue predicha? Retrocedamos algo en el tiempo. Año 1994, gobierna el presidente Felipe González, y le va muy bien, hace ya diez años que nos unimos a la Unión Europea. Acabamos de superar un bache económico y las perspectivas son geniales. Entonces se le ocurre encargar al Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) un estudio sobre el futuro de la joven clase trabajadora. El CSIC decide contratar a un experto externo, el elegido será James Petras, no olvides el nombre porque lo va a cambiar todo. Este es un sociólogo americano de talla mundial, de él se dice que nunca falla, era el hombre.
Así con este encargo, James aterriza en Barcelona y se pone manos a la obra. Pero es un tipo raro, no se limita a pedir los típicos datos del ministerio, todo lo contrario, pisa la calle, va a los bares, entrevista a trabajadores sindicados y a sus hijos. Siempre va diciendo que el test definitivo de las medidas adoptadas es ver cómo afectan a la vida de las personas. Bueno él sabrá, el caso es que en 1996 entrega el trabajo a tiempo, se le paga lo acordado, y se lee el informe. El siguiente paso será guardarlo en un cajón, nadie absolutamente nadie del Gobierno o la Administración lo mencionará, jamás.
Por suerte la revista Ajoblanco lo publicaría en 1996. ¿Quieres saber que decía el dichoso informe? Básicamente, las conclusiones eran dos. Que estábamos ante la primera generación de nuestra historia que iba a vivir peor que sus padres y que además esa generación iba a estar indefensa mentalmente para luchar por su trabajo o calidad de vida. Y sin vaselina ni nada eh, pero vayamos por partes. Petras va a describir una juventud desconectada de su futuro que vive de fin de semana en fin de semana sin colaborar con los gastos familiares y que se gasta su dinero en discotecas, equipos electrónicos y lo sobrante en unas posibles vacaciones. Por otro lado los mayores tratan a esta generación entre algodones pues arrastran un sentimiento de privilegio, y no quieren que sus niños y niñas pasen por los males que ellos tuvieron que pasar. Irónicamente tantas atenciones no sirven para nada y una mayor educación o ambiente familiar estable no evitan que los jóvenes no puedan lograr siquiera el nivel de seguridad e ingresos de sus padres. Ambas generaciones asisten a los cambios del mercado laboral, donde entre los años 74-85 se va a multiplicar por 7 el desempleo juvenil, llegando a un máximo que se mantiene hasta el día de hoy. Además los contratos temporales muestran una tendencia a la alza, pasando de un 17% a un 26%.
Poniendo ya sobre la mesa la existencia de una generación con peores perspectivas que sus padres llegamos ahora a la conclusión que más nos ha de alarmar. No es sólo que esta generación esté en unas peores condiciones sino que esto se ve agravado por una pasividad de la propia juventud respecto al problema. Por esto hablamos de una generación perdida y no de una generación más pobre. El informe describe con nitidez como estos jóvenes criados entre algodones no han encontrado movimiento ideológico o político que les atraiga, puesto que han llegado en un periodo de corrupción política masiva que lo ha impregnado todo, expresan desconfianza general, cuando no repugnancia, a los partidos y los políticos, al tiempo que se centran en actividades privadas. Esto se agrava cuando los jóvenes, insertos en un mundo de competición sin recursos ideológicos o una memoria histórica de las luchas antifranquistas u obreras, son vulnerables a los mensajes individualistas, nacionalistas o incluso racistas (que culpa a los emigrantes). Y es precisamente la contradicción entre haberse criado entre algodones y un futuro incierto la que genera un miedo y frustración social en los jóvenes trabajadores que puede degenerar en violencia individualizada. Lo que muestra claramente el estudio es que la mayoría de los trabajadores de ambas generaciones se sienten víctimas pasivas más que protagonistas de los cambios a los que se enfrentan. No hay conexión entre su descontento privado y lo público. El resultado es una generación mayor de trabajadores, frustrada y ansiosa, y una generación joven marginada y apolítica.
20 años nos separan de estas palabras, de estos datos que nos aportó James Petras. Triste es el pensar que en esos 20 años la situación sigue siendo exactamente igual, sino peor. Recordemos que debido a la crisis actual ya no solo los jóvenes de este país sino también sus padres tienen que vivir las consecuencias de un empleo malo, inestable y eventual. Estamos hablando de vidas, nunca se nos olvide esto, vidas arruinadas, destinadas a un fracaso. Petras no sólo se limitó a describir la situación sino que dio un motivo a todo esto: “la centralidad del mercado como el principal mecanismo para la modernización ha reforzado los lazos entre los negocios y el Estado, y ha fomentado los valores mercantiles dentro de la clase política. El resultado ha sido que la corrupción a gran escala ha impregnado el sistema político, minando la ciudadanía”. No nos pueden chirriar más estas palabras ¿Verdad? Corrupción, mercado, clase política…
Sin embargo, es con este último detalle cuando todo empieza a cuadrar y uno se da cuenta de porque un presidente, o gobierno guarda en un cajón el futuro de una generación. Futuro relegado a polvo, con olor a olvido. Escenario horrible es el que se plantea dónde quien nos gobierna considera el horizonte de una generación como una causa perdida.
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SUMARIO:
[1] Informe Petras: el Horizonte de una Generación perdida, por Luis Cánovas Sánchez
[2] Informe Petras: El Diagnóstico que hace 20 años predijo la ruina de la juventud contemporánea, por Pijamasurf
[3] El Informe Petras (Informe completo elaborado por James Petras )
[4] DESCARGA: El Informe Petras
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[2] INFORME PETRAS: EL DIAGNÓSTICO QUE HACE 20 AÑOS PREDIJO LA RUINA DE LA JUVENTUD CONTEMPORÁNEA
Por pijamasurf.com
LA REALIDAD DETRÁS DE LA FANTASÍA: HACE 20 AÑOS, EL SOCIÓLOGO JAMES PETRAS OBSERVÓ CON AGUDEZA Y PRECISIÓN EL EFECTO QUE PROVOCARÍAN LAS POLÍTICAS NEOLIBERALES EN EL TEJIDO SOCIAL
Desde hace un tiempo circulan en Internet alusiones a el “Informe Petras”, un estudio elaborado por el sociólogo estadounidense James Petras en 1995, luego de pasar medio año en Barcelona. Petras era entonces ya un científico social reconocido por su especialización en el dominio hispánico (especialmente América Latina) y sus estudios sobre la relación entre economía, política y bienestar social. Ahora es profesor emérito de la Universidad de Binghamton, en Nueva York.
De acuerdo con la información que circula en torno a dicho informe, el Centro Superior de Investigaciones Científicas del gobierno de España llamó a Petras para que elaborara una investigación general y sustentada sobre el efecto del proceso de modernización política y económica que se había iniciado en el país algunos años antes, para conocer asimismo las tendencias.
Recordemos brevemente que tras la muerte de Francisco Franco en 1975, la vuelta de la monarquía pero también la transición a un sistema democrático-liberal, España vivió un par de décadas convulsas, pues estos movimientos políticos estuvieron acompañados de una apertura casi total a las directrices económicas del neoliberalismo, con las salvedades del caso español. El “éxito” de esta modernización quedó simbolizado en la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona.
El panorama que encontró Petras fue, sin embargo, un tanto distante a esos relatos de abundancia y bienestar. Si bien al principio parecía que la realidad concordaba con las estadísticas del entonces promisorio gobierno socialista de Felipe González, conforme transcurrieron los días el sociólogo comenzó a ver que fuera del ámbito de la universidad, las bibliotecas y los intercambios con colegas, en la otra vida, las cosas parecían ser diferentes. En prácticamente todos los lugares que frecuentaba en sus actividades ajenas a la investigación –el gimnasio, el bar, el videoclub (era una época sin Netflix)– encontraba una constante: jóvenes en empleos de tiempo completo, sueldos apenas suficientes para cubrir las necesidades básicas de la vida cotidiana y, lo más notable, contratos temporales y carentes casi por completo de prestaciones sociales (dos de los elementos, estos últimos, que habían detonado la huelga general en 1988, el célebre 14-D).
Petras se dedicó entonces a observar más de cerca la realidad de a pie y encontró indicios del efecto de las políticas neoliberales –que, entonces, se estaban aplicando como dogmas en todos los países occidentales– en la sociedad española .
Entre los varios descubrimientos, Petras vio pronto uno de los fenómenos más preocupantes: el futuro parecía haber sido cancelado para los más jóvenes. Mientras que apenas en la generación anterior casi cualquiera podía tener un trabajo y a partir de éste tener una vida digna, en cierto sentido despreocupada incluso (pues la pensión aseguraba la tranquilidad en su vejez), las reformas del neoliberalismo habían despojado de esa perspectiva a los hijos de esas personas.
Los más jóvenes estaban ahora orillados a trabajar más y ganar menos, a la incertidumbre del despido, a la casi imposibilidad para ahorrar y a enfrentar por cuenta propia, privada, gastos que antes cubría la seguridad social.
La importancia de esta situación no se debía sólo a que tocaba a una buena parte de la población española, sino también a que tenía consecuencias en otros ámbitos, tanto en lo individual como en lo social (que no pueden entenderse por separado nunca). Personas deprimidas o angustiadas, atrapadas en cierta parálisis emocional, y también eso que Petras identificó como una “movilidad intergeneracional descendente”, es decir, que la vida de los jóvenes tenía ahora un menor grado de bienestar en comparación a la de sus padres: podía ser que fueran más pobres, menos escolarizados, con menos bienes de los cuales disponer o que nunca tuvieran un trabajo estable, etc. Dice Petras, en uno de los pasajes mas inquietantes de su informe:
La ironía es que los padres esperaban que, con ingresos añadidos, más educación y un ambiente de familia estable, los hijos conseguirían más, alcanzarían un estatus más alto y empleos mejor pagados. En lugar de eso, los hijos de los trabajadores no pueden lograr siquiera el nivel de seguridad e ingresos de sus padres.
Y no sólo eso. Al mirar aún con más detalle, Petras se dio cuenta de que, a la par de una incertidumbre social y ante el futuro, los contratos temporales también estaban provocando un efecto devastador en la solidaridad laboral: los trabajadores con contrato definitivo miraban de soslayo a los de contrato temporal; los de contrato temporal sostenían una actitud de rivalidad permanente con sus compañeros de condición y, además, evitaban unirse a un sindicato, tanto por temor a que el patrón después no los quisiera contratar como por la percepción misma de que su paso por ese empleo era transitorio. Dice Petras:
Los jóvenes trabajadores temporales de hoy no tienen seguridad en el empleo y apenas organizaciones colectivas o apoyo: están atomizados y son vulnerables a los dictados del empresario, que tiene el sostén legal del Estado, el cual apoya sus acciones arbitrarias. Hoy la dictadura del mercado es un enemigo más formidable de los trabajadores temporales que el régimen represivo de Franco […]
Un “sentido de aislamiento” reforzado tanto en lo positivo como en lo negativo por la cultura circundante, cada vez más individualista: con aparatos electrónicos, “rock mercantilizado” y vacaciones por un lado, adquiridos con el poco dinero que sobra a final mes, y por el otro con vergüenza por confesar que se gana un sueldo miserable.
El sociólogo, en este sentido, ofreció un diagnóstico preciso sobre una situación desastrosa para las personas y las sociedades contra la cual, casi 20 años después, se alzan cada vez más voces. Entre otros, pensadores como Slavoj Zizek y Byung-Chul Han han señalado en varios lugares de su obra la maniobra efectiva con que el capitalismo contemporáneo ha dividido a la sociedad, ha roto los lazos afectivos, cooperativos y comunitarios que hace no mucho todavía podían percibirse, palpables en la superficie del tejido, dejando como resultado subjetividades altamente individualizadas, flotando a solas en este mar neoliberal de goces y despojos en el que vivimos.
En ese aspecto, Petras también fue lúcido en sus recomendaciones finales: esperaba que su investigación contribuyera a mostrar la importancia de esos lazos, la vitalidad que podía surgir de que las viejas generaciones enseñaran a las nuevas no a disfrutar, sino a luchar; no sólo a preocuparse por su propio bienestar, sino a darse cuenta de que el bienestar personal es resultado del bienestar colectivo.
Petras vio hace 20 años esta situación, y ahora mismo hay no sólo intelectuales sino organizaciones y expresiones sociales que demuestran la necesidad de hacer algo al respecto. La pregunta que hizo Zizek hace algunos años parece que sigue sin respuesta, aunque la debacle no se detiene: ¿por qué es más fácil imaginar una catástrofe planetaria, un apocalipsis general, etc., que un cambio, así sea modesto, en el orden económico en que vivimos?
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[3] EL INFORME PETRAS
PADRES – HIJOS
Dos generaciones de trabajadores españoles
POR JAMES PETRAS
PRÓLOGO
Comencé mi investigación sobre el impacto de las políticas del partido socialista en la sociedad española a principios de enero de 1995… visitando ministerios, hablando con profesores universitarios y con cuadros sindicales. Estaba atareado recogiendo estadísticas y leyendo documentos eruditos y oficiales sobre desempleo, modernización, integración, etc. Al mismo tiempo, en mi vida cotidiana, en el gimnasio, en el videoclub, en el supermercado, en los bares de la Zona Franca de Barcelona, estaba experimentando una realidad diferente.
La monitora de aerobic, de 29 años, trabajaba 50 horas a la semana por 60.000 pesetas. Nos hicimos amigos, y un día «desapareció»: su contrato laboral de 6 meses expiró y, lo que ella más temía, fue inevitablemente despedida. Otro empleado temporal la sustituyó. En el videoclub, un licenciado en Historia vendía vídeos, trabajando 48 horas por 70.000 pesetas… y se sentía afortunado. En Hospitalet, una chica de 19 años ensobraba por 1.000 pesetas al día trabajando 10 horas diarias… Al principio pensé que eran casos «extremos», así que empecé a ir a los distritos de clase obrera, como la Zona Franca, y encontré los bares repletos en pleno día. Ésta era la nueva España moderna: trabajadores retirados jugando al dominó de lunes a viernes y bailando pasodobles el fin de semana en los clubs de la tercera edad, y sus hijos trasegando cervezas en el margen de una vida sin futuro.
Dejé de ir a la universidad y a los ministerios. Lo más importante para mi investigación era el rostro humano de la «modernización» de Felipe… Descubrí otro mundo que las estadísticas del gobierno y la investigación académica pasaban por alto: los millones de jóvenes trabajadores españoles que quedaban marginados del empleo estable y bien pagado… de por vida.
Volví a conceptualizar mi estudio para dar un rostro humano y una voz a los trabajadores jóvenes; a su frustración, su rabia, sus miedos. Comencé a pasar tiempo hablando con ellos en los bares y cafés de sus barrios, y durante paseos por la Rambla y el Barrio Chino.
Al mismo tiempo, empecé a entrevistar a trabajadores mayores, mi generación de los 60 y los 70. En algunos casos compartíamos un lenguaje común, de política de clase; con otros, las luchas eran historia pasada. Visité el puerto de Barcelona, intercambié ideas en pequeños restaurantes de la Barceloneta, en cocinas de Hospitalet, en la cafetería de la planta de Seat. Era una experiencia educativa, pero también política y personal, conmovedora. Sentí los «altos» y «bajos» de padres que lucharon y ganaron contra la dictadura, enfrentados una vez más a un terrible dilema: cómo ocuparse de su seguridad ante los salvajes ataques del gobierno socialista y la patronal… mientras se angustian por las condiciones del empleo marginal de sus hijos e hijas.
Había dramas callados de la vida cotidiana tras las puertas cerradas de dormitorios atiborrados. Aunque los jóvenes tienen pocas ilusiones y sus padres ninguna, hay una especie de energía vital que encuentra su expresión de innumerables maneras. Las periódicas huelgas generales que rompieron los límites impuestos por los patrones, los políticos y los burócratas sindicales. La movilización en la calle por la Guerra del Golfo, las manifestaciones antirracistas y contra la mili… pero sobre todo hay ahora mismo un gran depósito de desesperación oculta que puede dar una sorpresa a aquéllos que han escrito a vuelapluma sobre la generación joven. Éste es el principio, y no el capítulo final, de la lucha de los trabajadores españoles por una vida decente. Este estudio es una pequeña contribución, esperanzada, a la construcción de esos lazos generacionales que puedan volver a crear aquel espíritu de solidaridad y generosidad por el que los trabajadores españoles son tan justificadamente conocidos.
James Petras
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INTRODUCCIÓN
Este estudio comenzó como un análisis de las relaciones entre la estrategia de modernización del Gobierno socialista y su impacto sobre la estructura social. A medida que avanzaba la investigación, iba quedando claro que se había llevado a cabo poco trabajo de campo en el impacto sobre la clase trabajadora, especialmente sobre la joven generación de los 90. Las precarias y abominables condiciones a las que los jóvenes trabajadores tenían que hacer frente en el mercado laboral se convirtieron en la principal preocupación. Decidí cambiar la estrategia de mi investigación del macro al micronivel, y centrarme en los costes humanos y los destructivos efectos sociales de la modernización a través de la estrategia de liberalización. El resultado es un estudio de casos de 20 trabajadores de generaciones pasadas y presentes, y de los efectos en la vida cotidiana derivados de la estrategia de liberalización.
Desearía expresar mi agradecimiento al Ministerio de Educación y Ciencia que ha hecho posible este estudio.
Igualmente desearía dar las gracias al profesor Salvador Giner, del Instituto de Estudios Sociales Avanzados de Barcelona, y al profesor Benjamín Bastida, de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, por su amable apoyo, aliento y espíritu crítico.
También desearía agradecer a Rosa Canadell, Antonio García, Antonio Gil, Caries Vallejo, Joaquim Novella, Ramón Alós, Emilio Cortavitarte, Antonia García y Paco Aroca las perspicaces discusiones y la ayuda en la organización de las entrevistas.
Nuestra investigación se basa en una serie de preguntas biográficas semi-estructuradas. Las entrevistas se llevaron a cabo en Barcelona entre 20 trabajadores, divididos a partes iguales entre trabajadores jóvenes y trabajadores mayores. El grupo de veteranos incluía trabajadores que habían entrado en el mercado laboral durante los años 60 y 70; los jóvenes lo habían hecho a finales de los 80 y mediados de los 90. Los trabajadores pertenecían al sector del automóvil, la electrónica, portuario, maquinaria, ferroviario, eléctrico y autónomos. Las entrevistas se llevaron a cabo du- rante el invierno y la primavera de 1995.
LA ESTRATEGIA DE LA MODERNIZACIÓN
La modernización de la economía española entre 1982 y 1995 (el período de gobierno del partido socialista) involucró fundamentalmente tres estrategias interrelacionadas: liberalizar la economía, ahondar la inserción de España en la división internacional del trabajo (integración en la CE) y configurar un nuevo «régimen regulador».
La liberalización tuvo lugar a lo largo de un marco prolongado de tiempo y fue de naturaleza global. Abarcó todo el período que consideramos y afectó profundamente a todos los sectores, regiones y clases de la población. Las medidas clave incluían la liberalización de los mercados, privatización de empresas públicas y bancos, libre convertibilidad y la flexibilización del mercado laboral. La aplicación de cada una de las medidas difirió en el tiempo: algunas se produjeron a mitad de los 80 (privatizaciones). Otras, de un modo poco sistemático, comenzaron en la última parte de la década y se prolongaron hasta mitad de los 90.
A la estrategia de liberalización la acompañó (siendo causa tanto como consecuencia) la creciente inserción de España en la división internacional del trabajo, en particular como miembro a todos los efectos de la CE. La integración implicaba fundamentalmente especialización, desde el momento que España sólo era capaz de competir con éxito en un número limitado de áreas. En particular, la inserción de España en la división europea del trabajo tuvo por resultado la expansión de los servicios, especialmente del turismo, y un declive relativo de la industria.
Inserción e integración implicaron básicamente dos procesos asimétricos interrelacionados: una transferencia desproporcionada de fondos de inversión de la CE a España (en relación con los pagos) y una balanza comercial muy desfavorable para el país. La entrada creciente de España en el mercado internacional condujo también a flujos desproporcionados de préstamos, inversiones y beneficios: más préstamos y inversiones hacia España que viceversa; como consecuencia hubo mayor salida de beneficios e intereses devengados a inversores extranjeros que afluencias derivadas de los inversores extranjeros en España.
Las relaciones asimétricas caracterizaron también la «intemacionalización del capital». La práctica común del capital foráneo (europeo, en la mayoría de los casos) fue adquirir empresas españolas, mientras no hubo apenas participación española en compañías extranjeras. El resultado en muchos casos fue la conversión de España en una plataforma de exportación de mano de obra a compañías multinacionales de capital extranjero.
Esta inserción creciente de España en la división internacional del trabajo vino acompañada de la emergencia de un nuevo «régimen regulador». El post-1982 fue un período de transición desde una industria nacional hacia un régimen internacional basado en los servicios. Kl «régimen regulador» son las reglas y los actores sociales que dan forma al proceso de acumulación. En esencia, las «reglas» se refieren al campo de acción y al método de la intervención estatal en la economía, las fronteras entre actividad económica pública y privada, capital nacional y extranjero, la distribución de los ingresos del Estado entre el capital privado y el bienestar social, la promoción de «mercados nacionales» y las exportaciones. Los actores sociales son los principales decisores (estatales y privados) que establecen las reglas y dirigen el proceso de acumulación.
Durante el régimen regulador «industrial-nacional», los principales actores sociales eran funcionarios públicos nacionales (electos y no electos) y líderes empresariales, sindicales y cívicos. Bajo el nuevo régimen regulador, los actores principales son prestamistas extranjeros, directores de bancos multinacionales, altos funcionarios de la CE y funcionarios públicos (elegidos o no) vinculados a las redes internacionales.
El nuevo régimen regulador y el proceso de acumulación que éste dirige ha tenido dos impactos principales: (1) ha facilitado la desindustrialización de la economía y la ascendencia de la «economía de servicios»; (2) ha fomentado la desnacionalización de la economía y la ascendencia del capital de propiedad extranjera.
En el contexto español, «liberalización» no significa «desregulación» o ausencia de «reglas» que go- biernen la economía, ni significa tampoco la eliminación de la intervención estatal. Lo que implica más bien es un cambio en las reglamentaciones, que facilita la expansión del capital extranjero, el crecimiento de los servicios y mayores prerrogativas del personal directivo en el puesto de trabajo.
Paradójicamente, la intervención estatal aumenta; pero cambian tanto la naturaleza de los actores sociales que dirigen el Estado como la dirección de la intervención estatal. El nuevo régimen regulador amplía el papel del Estado a la hora de financiar, subvencionar y sacar de apuros al capital privado, multinacionales extranjeras incluidas. Bajo el nuevo régimen regulador, el predominio de los servicios y de los actores sociales de orientación internacional reemplaza a los anteriores «tecnócratas nacionales», empresarios y actores sociales con vocación local.
Hay una lógica coherente en la estrategia de modernización que adoptó el gobierno socialista. La liberalización de la economía en los primeros 80 era una condición necesaria para profundizar la inserción en la división internacional del trabajo. La inserción en Europa, a su vez, dio como resultado la consolidación de un nuevo régimen regulador basado en los «actores internacionales». La ascendencia del nuevo régimen regulador prolongó el proceso de liberalización en los 90 y abrió las puertas a ulteriores tomas de poder extranjeras de la economía (internacionalización asimétrica y mayor especialización en los servicios).
El carácter mutuamente reforzador de los componentes de la estrategia de modernización hace di- fícil cambiar o reformar alguna parte por separado. La consolidación de la inserción en Europa dificulta los cambios en las políticas de liberalización, a causa de las nuevas reglas y decisores. La estrategia de modernización se mantiene en pie o se desploma como un todo.
Una advertencia es de rigor. Cualquier análisis de la historia económica asiática o euroamericana deja claro que la liberalización no es el único método para aumentar o profundizar la participación en el mercado mundial. El proteccionismo estatal selectivo y las estrategias de exportación han sido prácticas muy extendidas y de éxito. En segundo lugar, los regímenes industriales nacionales han tenido éxito al formular estrategias económicas globales y fomentar estrategias económicas liberales, especialmente para sus dependencias de ultramar.
En resumen, mientras que hay una «lógica interna» en la estrategia española de modernización, sus componentes particulares no son ni los únicos, ni los más comunes, ni los de más éxito.
Este ensayo tiene en cuenta la coherencia y la lógica de la estrategia de modernización, pero nuestra preocupación de base es su impacto en la estructura social y política. En sus términos más amplios, la cuestión principal es si la estrategia de modernización ha conducido a unas mayores equidad social y libertad política o a unas más hondas desigualdades y a un debilitamiento de la democracia política. En este sentido, la «modernización» y sus componentes interrelacionados son medios, no fines en si mismos. Es útil tomar nota del grado de éxito que ha tenido el régimen socialista al liberalizar la economía, integrar más a España en el mercado europeo y desarrollar un nuevo régimen regulador, pero el test definitivo de estas medidas radica en cómo afectan a la vida de las personas. Las cifras económicas globales. ya sea en términos de aumento de la productividad, volumen e ingresos de las exportaciones, número de turistas o transferencias de la CE en ecus, son pertinentes ante todo en términos de cómo afectan a la vida de la gente.
En este sentido, descartamos el supuesto de muchos economistas liberales de que un funcionamien- to favorable del mercado se traduce necesariamente en mayores niveles de vida y en más libertad política. Para nosotros, las consecuencias socio-politicas de la modernización son tema de análisis empírico. No algo comprensible por lógica deductiva a partir de los supuestos a priori de la teoría neoliberal.
EL IMPACTO EN LA ESTRUCTURA SOCIAL
Nuestro ensayo se centra en el impacto de la estrategia de modernización en dos dimensiones especificas de la estructura social: la calidad de la vida social y de la organización social de dos generaciones de trabajadores. Ambas dimensiones brindan una comprensión básica del aumento de la equidad social y de la fuerza de la sociedad civil. Nos fijamos no sólo en los resultados materiales de la política de modernización, sino en la manera en que la sociedad se organiza.
Al examinar el impacto de la modernización en la calidad de vida de la clase trabajadora, consideramos vanas arcas generales: ingresos, empleo, vivienda y ocio. Para comprender el impacto de la estrategia de la modernización. era fundamental determinar si había causado un efecto «homogeneizador» o «diferenciador» sobre dos generaciones de trabajadores.
En otras palabras, si la distribución de bienes y servicios aumentaba o disminuía, y cómo se habían distribuido. Un modelo, que llamaremos «tecnocrático», se concentraría en la producción global de bienes sociales. El otro, el «optimizador social», examinaría la distribución de bienes y servicios entre diferentes segmentos de la clase trabajadora. En otras palabras, un aumento de los gastos sociales en educación puede tener diferentes consecuencias para diferentes grupos sociales: Mayores gastos en la educación superior, en un sistema donde predomina la clase media, y gastos relativamente más bajos en la formación profesional, los cuales afectan a la clase trabajadora, podrían incrementar las desigualdades, mejorar la calidad de la educación de la clase media, y tener un efecto contrario sobre la clase trabajadora.
En este ensayo, el análisis se centra en los efectos específicos de la estrategia de modernización en dos generaciones de trabajadores.
Al examinar los niveles de vida intergeneracionales de la clase trabajadora, revisamos la estabilidad de los niveles de renta, salarios sociales e ingresos en metálico, y si éstos han crecido o disminuido a lo largo del tiempo. Sometemos a examen las diferencias de ingresos entre generaciones para determinar si las diferencias entre los grupos de más edad y los más jóvenes aumentan o disminuyen.
Al hablar de empleo en la clase trabajadora, nos centramos en varias dimensiones: empleo versus paro, empleo eventual versus empleo estable, y empleo en trabajos bien remunerados versus empleo en trabajos mal pagados. El estudio muestra que la estrategia de modernización ha incrementado el empleo en los trabajos inestables y mal pagados para la gente joven y emplea a los trabajadores por debajo de sus niveles educativos.
Un segundo tema de nuestro análisis es el impacto de la modernización en la organización social. La modernización modera el discurso y debilita la organización de la sociedad civil. Las organizaciones del lugar de trabajo, cívicas y comunitarias han decaído en número de miembros, autonomía y capacidad para formular y aplicar políticas, especialmente entre los trabajadores jóvenes. La modernización ha debilitado el sentido de compromiso comunitario en los asuntos sociales y ha creado mayor atomización social y desarticulación de las organizaciones sociales, especialmente entre la gente joven. La formación y articulación de organizaciones sociales, así como su influencia política y social, eran más fuertes entre la generación mayor de trabajadores, que entró en el mercado laboral antes de que el régimen socialista diera comienzo a la «modernización». Nuestro estudio muestra que una mayor dependencia de «el mercado» se acompaña de un papel creciente del Estado versus la sociedad civil, de modo que esta última se debilita. La «sociedad civil» está dividida por clases y por generaciones. El proceso de modernización tiene un efecto diferenciador sobre la organización social de las generaciones de trabajadores jóvenes/mayores.
En resumen, el estudio se centra en la naturaleza cambiante de la clase trabajadora y en los efectos a largo plazo y a gran escala de la modernización en los niveles de vida, en la política y en la cultura de diferentes segmentos generacionales de la clase trabajadora.
La estrategia de modernización, con su énfasis en el sector privado, una más honda integración en el mercado europeo y un régimen regulador basado en actores internacionales, tiene un efecto profundo sobre un cierto estilo de toma de decisiones políticas y sobre el concepto de ciudadanía, de los que a su vez depende. La rama ejecutiva del gobierno ha determinado cada vez más el proceso de toma de decisiones; el decreto ley se ha usado mucho en el proceso de modernización. Debido a la ruptura radical con el anterior régimen regulador y al coste social que implican la liberalización y la integración, el énfasis en el poder ejecutivo se convierte en un acompañamiento «natural» de la modernización.
Distinguimos tres tipos de liderazgo: (a) concentrado en el ejecutivo, (b) con reparto del poder, y (c) consultivo.
El liderazgo concentrado en el ejecutivo implica en esencia la restricción a un número limitado de confidentes cercanos, cuyo poder discrecional es estrechamente supervisado por el Presidente, bajo cuya dirección actúan. El flujo de influencia y poder combina las vinculaciones «horizontales» (entre jefes de Estado, funcionarios de la CE, las principales instituciones de préstamo, y grupos empresariales y financieros de orientación internacional) y los vínculos «verticales» (entre los parlamentarios, el partido y las organizaciones cívicas y sociales). El liderazgo con reparto del poder se centra en la difusión del poder entre distintas ramas del gobierno (Parlamento-Presidente), el partido y el Estado, y organizaciones sociales. Aunque no todos los grupos comparten el poder equitativamente, hay un proceso de regateo y negociación sobre diversas áreas temáticas. La fragmentación del poder y la necesidad de formar coaliciones facilita la defensa de intereses sectoriales, al tiempo que limita la capacidad del Ejecutivo de imponer cambios estructurales básicos.
El liderazgo consultivo cuenta en gran medida con los flujos de influencia, ideas y propuestas, que van de abajo arriba. Está estrechamente ligado a una sociedad civil fuerte, en la cual las organizaciones sociales autónomas juegan un papel determinante en la formación y articulación de las cuestiones. La capacidad del Ejecutivo para aplicar políticas con un alto coste social se ve restringida. Los partidos, el Parlamento y los funcionarios de la Administración quedan bajo un estrecho escrutinio público. La opinión pública se configura mediante intercambios horizontales entre las organizaciones sociales. La influencia de fuentes de información centralizadas e impersonales como los medios de masas se ve disminuida. Los decisores extranjeros y los funcionarios no electos, que desempeñan un papel central en el liderazgo ejecutivo, y que son influyentes en un esquema de reparto del poder, quedan relegados a una posición marginal bajo los modelos de liderazgo consultivo.
El liderazgo concentrado en el Ejecutivo es, según la teoría democrática clásica, el más elitista y restrictivo, aunque es probablemente el más eficaz para llevar a cabo una modernización al estilo de la española.
El liderazgo con reparto del poder es menos elitista, en la medida en que se incluye a un conjunto más amplio de fuerzas políticas y sociales, pero es menos capaz de aplicar la estrategia de modernización, y excluye o margina a sectores significativos de la sociedad civil. El liderazgo consultivo es prácticamente incompatible con la estrategia de modernización (al menos tal como se ha elaborado en el contexto español), pero es el más inclusivo y democrático, en la medida en que consulta activamente a sectores importantes de la sociedad civil.
CULTURA CÍVICA
La estrategia de modernización ha tenido un grave impacto en la cultura cívica. Por cultura cívica nos referimos a las relaciones entre la sociedad civil y el Estado, al nivel y calidad de la actividad ciudadana, al acceso a la clase gobernante y a la influencia del gobierno sobre los ciudadanos.
Una democracia viable depende de la capacidad de los ciudadanos de sentirse libres para ejercer sus derechos, sin las amenazas o la intimidación de aquellos que ejercen el poder en el régimen o el Estado. Los regímenes autoritarios exigen que los movimientos sociales subordinen sus demandas a las prioridades de las élites (inversores extranjeros, prestamistas, la CE, etc.). En una cultura cívica, los líderes políticos incitan a los ciudadanos a actuar como los agentes del cambio social. En una cultura política autoritaria (haya elecciones o no) los líderes políticos fomentan la creencia de que los movimientos sociales «amenazan la estabilidad democrática», siembran el miedo y la inseguridad entre los ciudadanos y promueven la creencia de que sólo la élite política puede decidir cuándo, dónde y cómo hay que proceder para poner en práctica el cambio social.
En el terreno jurídico, la igualdad ante la ley y la subordinación a ella de los funcionarios públicos (incluyendo la policía y el ejército) es un ingrediente esencial para la creación de una cultura cívica. Ésta excluye, por definición, el uso por parte el Estado de cualquier organización paramilitar que se involucre en actividades fuera de la ley. Por ejemplo, la creciente evidencia de la implicación del Gobierno en la organización y financiación de una organización paramilitar como los GAL es totalmente incompatible con cualquier noción de cultura cívica.
La opción política, el libre acceso a la información y la libertad para organizarse son variables significativas a la hora de medir el grado de cultura cívica. La opción política no se basa sólo en el número de partidos sino en el grado de apertura del sistema político a debatir estrategias alternativas de desarrollo. El libre acceso a la información no se basa sólo en la libertad para publicar o leer cualquier cosa que se desee, sino también en el acceso equitativo a los media para presentar ideas al público. La libertad para organizarse implica «bajo coste» al unirse a una organización: los trabajadores eventuales pueden ser legalmente libres de afiliarse a un sindicato, pero los empresarios son igualmente libres de negarse a renovarles el contrato, lo cual socava en la práctica el derecho de asociación.
Los programas de empleo subvencionados por el Estado y vinculados a clientes políticos, en los que se ligan las preferencias del empresario con la consecución del empleo, son incompatibles con la cultura cívica.
El acceso a la clase gobernante de una minoría restringida, que tiene como resultado el enriquecimiento personal, es incompatible con una cultura cívica. La integridad política vincula la responsabilidad del gobierno con una ciudadanía activa y autónoma, organizada en sociedad civil.
Hay dos culturas políticas bien determinadas. Una cultura cívica, donde las leyes se aplican por igual a todos los ciudadanos, y donde los funcionarios políticos electos fortalecen la participación ciudadana y fomentan el crecimiento de los movimientos sociales. La actividad gubernamental se rige por la ley y no se usa el cargo público para imponer preferencias políticas a los ciudadanos ni para el enriquecimiento personal. Una cultura política autoritaria es aquélla donde la corrupción es desenfrenada y el enriquecimiento personal es endémico al sistema político.
Las organizaciones paramilitares extra-legales violan los derechos humanos y la política estatal se encamina a limitar la participación ciudadana, dominar las cadenas de comunicación y concentrar la actividad política en el liderazgo personal de la élite política. La «ciudadanía» se reduce a votar por un menú político de élite, en vez de ser orientada activamente a formular los contenidos del menú. En este sentido, los votantes no son ciudadanos, en la medida en que no son miembros de una comunidad política. Aunque votar es un ingrediente necesario de la ciudadanía, resulta claramente insuficiente. La cultura política gobernante puede debilitar tan gravemente la posibilidad de crear una cultura cívica, que la ciudadanía se vea efectivamente socavada.
Se ha argumentado a menudo que la modernización es la condición sine qua non para la consolidación de la democracia en España. Han surgido suficientes evidencias como para poner en tela de juicio ese supuesto. Nos gustaría presentar algunas contratesis como punto de partida de nuestra investigación.
La modernización a través de la liberalización de la economía se ha consumado en gran parte vía decreto ley, cosa que ha favorecido las estructuras estatistas-autoritarias, a expensas de la sociedad civil y la consulta pública.
La centralidad del mercado como el principal mecanismo para la modernización ha reforzado los lazos entre los negocios y el Estado, y ha fomentado os valores mercantiles dentro de la clase política. El resultado ha sido que la corrupción a gran escala ha impregnado el sistema político, minando la ciudadanía. La liberalización, con su énfasis en la privatización y en la flexibilidad laboral, conduce al aumento del trabajo eventual, a un declive de la organización social, y a mayores disparidades de renta entre el capital y el trabajo.
La liberalización y el nuevo régimen regulador fortalecen a los empresarios sobre los trabajadores, al capital extranjero sobre el nacional, a los «servicios» (banca, especulación, bienes inmobiliarios y turismo) sobre el capital productivo (industria, agricultura, minería).
El nuevo régimen regulador es «inclusivo» por lo que se refiere a multinacionales y banqueros extranjeros, y excluyente con respecto a los trabajadores y productores locales.
La inserción de España en la división europea del trabajo aumenta el desempleo porque la industria española no es competitiva. Al tiempo que la especialización en el sector de los servicios incrementa las desigualdades entre el capital financiero y los trabajadores mal pagados de los servicios. Aumenta el turismo, junto con el empleo estacional mal pagado, lo que ensancha las disparidades entre regiones y clases.
El aumento de industrias de propiedad extranjera está directamente relacionado con la liberalización y la inserción de España en la división europea del trabajo. El incremento del capital controlado por extranjeros aumenta la influencia política de actores políticos no electos, que configuran más y más la agenda política.
La inserción de España en la división europea del trabajo incrementa el flujo de pagos por transferencia hacia España, al tiempo que aumenta su deuda.
LA BRECHA GENERACIONAL
La clase trabajadora española está profundamente dividida entre una menguante minoría de trabajadores fijos y sindicados, con un salario llevadero y beneficios complementarios, y una masa creciente de trabajadores eventuales que trabajan por el mínimo (o por debajo del salario mínimo) con horarios irregulares (que oscilan de unas pocas horas a la semana a cincuenta o más), sin beneficios complementarios y totalmente sujetos a los dictados del empresario. Esta división social corresponde en gran parte a una diferencia generacional, que a su vez coincide con los cambios en las estrategias económicas globales. La mano de obra fija y mejor pagada son normalmente los «padres» o las «madres» que entraron en el mercado laboral a finales de los 60 y a principios de los 70, durante la estrategia de industrialización nacional del tardofranquismo. La mano de obra eventual son los «hijos» e «hijas» que entraron en el mercado laboral a finales de los 80 y principios de los 90, en plena aplicación a gran escala, por parte del régimen socialista, de una estrategia económica neoliberal.
Las diferencias intergeneracionales dentro de la clase trabajadora son profundas y duraderas, y afectan a todos y cada uno de los aspectos de la vida política, social, cultural y familiar. Las diferencias socio-económicas están profundamente ligadas a la brecha comunicativa entre generaciones, que ha sido materia de numerosos analistas. Los valores culturales que chocan, los discordantes estilos de vida y el impacto de la cultura de masas a través de los media son factores importantes en si mismos, pero también reflejan y son producto de diferentes «situaciones vitales».
Para la generación mayor, el empleo no era un problema grave; y una vez se estaba empleado aquello era, si uno quería, de por vida, siempre que uno no infringiera las reglas políticas del régimen de Franco.
De este modo, la estabilidad en el empleo proporcionaba una base para la continuidad y un grado relativo de certidumbre a la hora de hacer proyectos para tu ciclo vital. Por supuesto, el trabajo era duro, las horas eran muchas y los salarios bajos pero había, especialmente a principios de los 70, un montón de oportunidades para presionar y luchar por sustanciales incrementos salariales y por un ensanchamiento de la red social. Empleo, matrimonio, montar la «casa», alquilar, luego ahorrar, un pago al contado y la compra de un piso… hijos… visitas a la familia el domingo… la adquisición de un coche barato… educar a los niños… para algunos incluso un pequeño apartamento en una urbanización popular o una casa de campo para las vacaciones de verano… Mirar al futuro con tranquilidad, la jubilación, las pensiones seguras, alguna que otra excursión a paises vecinos.
Para la nueva generación, el empleo es el problema número uno. No hay prácticamente empleos estables, la mayoría son eventuales, sin porvenir y mal pagados, «bajo mano». Es imposible de imaginar el «mudarse»… Jóvenes adultos con veintimuchos y treintaipocos acaban viviendo en casa con sus hermanos adolescentes. El empleo eventual crea una gran incertidumbre en lo concerniente a ingresos, al futuro, al presente. El miedo a un despido súbito y a que te sustituyan está siempre presente. Un fuerte sentimiento de ser vulnerable y mal pagado crea inseguridad personal y una falta de autoestima, una reticencia a hablar de lo mal que te pagan, de las muchas horas, de lo «obediente» que tienes que ser… para conservar un empleo de miseria. La vida no tiene la continuidad que te permite hacer amigos íntimos en el trabajo y planes para el futuro. Las relaciones estables, a largo plazo, con posibles compañeros ni se plantean. ¿Cuándo y dónde podrían consumarse? De modo que una serie de relaciones transitorias, construidas en tomo al fin de semana, se vuelven la norma. Cualquier otra cosa es un arreglo «complicado», que implica visitas a la casa y pasar las noches con padres intrusos, o escapadas ocasionales de fin de semana.
Los «placeres de la familia extensa» se ven, en tales circunstancias, muy constreñidos. Los padres se quejan de que los hijos se limitan a «ir y venir», no contribuyen en nada cuando trabajan (a menos que se les presione). Mientras que los hijos se gastan todos sus ingresos en equipos electrónicos, fines de semana en bares y discotecas, y lo que sobre para unas eventuales vacaciones.
Si los padres son ? veces demasiado indulgentes, quizá es por la mala conciencia de que son «privilegiados», o como una autoayuda a su propia seguridad laboral. La mayoría de los trabajadores de edad, sin embargo, tienen un fuerte sentimiento de que se «sacrifican» para dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron al crecer pobres. La ironía es que los padres esperaban que, con ingresos añadidos, más educación y un ambiente de familia estable, los hijos
conseguirían más, y alcanzarían un más alto estatus, y empleos mejor pagados. En lugar de eso, los hijos de los trabajadores no pueden lograr siquiera el nivel de seguridad e ingresos de sus padres. La gran paradoja del último cuarto del siglo XX es que las mayores inversiones de la familia en los hijos no pudieron contrarrestar los efectos retrógrados del sistema económico neoliberal, lo cual ha tenido como resultado una tendencia general a la movilidad intergeneracional hacia abajo. Hace casi setenta años, durante los años 30, tuvo lugar un proceso similar, durante la Gran Depresión.
La movilidad intergeneracional descendente no es un fenómeno únicamente español. En diversos grados se está dando entre los trabajadores en toda Norteamérica y Europa, especialmente allí donde el modelo neoliberal ha reemplazado al Estado de bienestar. Un artículo reciente en el estadounidense New York Times señalaba:
La movilidad social no ha aumentado, como demuestran los últimos estudios, por mucho que los conservadores afirmen que aún abundan los Horatio Algers. En efecto, la movilidad social ha disminuido para muchos, en especial para los pobres. Y lo más preocupante de todo: las tendencias al ensanchamiento de las desigualdades de renta y a la reducción de oportunidades re- sultan ser más pronunciadas hoy entre los jóvenes, lo cual sugiere que el país se dirige hacia una sociedad más estratificada.
Al comparar los años 80 y los primeros 90 con los últimos 60 y los 70, los investigadores comprobaron que cada vez es más probable que los pobres sigan siendo pobres, y los ricos, ricos. Vieron también que la clase media, definida como familias con ingresos, después de impuestos, entre $24.000 y $72.000 (entre tres y nueve millones de pesetas), se va rompiendo: las probabilidades de volverse rico o pobre habían aumentado, mientras que las probabilidades de permanecer en la clase media habían menguado.
El estudio comprobó también que las oportunidades de los jóvenes de alcanzar unos ingresos de clase media hacia los 30 años están disminuyendo. Mientras que el 60% de aquéllos que cumplían los 30 antes de 1989 lo conseguían, sólo el 42% lo han logrado desde entonces. La pauta se cumple independientemente de la raza, los ingresos de los padres o la educación.
«Lo impresionante es el modo tan uniforme en que se ha producido esta caída de la movilidad ascendente, a lo largo y ancho de todos los grupos demográficos del mercado laboral», dice el profesor Duncan.O
Además el fenómeno ya no se limita a la clase obrera o a los jóvenes. Cada vez más la clase media, los profesionales y los técnicos cualificados, incluyendo a individuos de media edad, se ven afectados por la «reducción de tamaño» de las empresas y la subcontratación. El trabajo eventual afecta cada vez más a los empleados de clase media.
Lo que está claro, sin embargo, es que España representa un especial caso «avanzado». Sus niveles de desempleo y paro juvenil son los más altos de Europa Occidental y Norteamérica. Además, ha sido España quien se ha encaminado más lejos y más rápido hacia un sistema laboral de dos tercios, donde las ordenanzas laborales establecen abiertamente por ley desigualdades de renta sustanciales y salarios por debajo del límite de pobreza; con escasas, cuando las hay, reglamentaciones en lo que concierne a abusos patronales. Lo que está pasando en España es tal vez un espejo de lo que podríamos esperar en otros países en el futuro.
EMPLEO / PARO
Entre mediados de los 70 y final de los 80, el índice de desempleo en España ha empeorado en relación a su propio pasado y en relación a Europa.
Mientras que en 1974, antes de las políticas socialistas de liberalización, el índice de desempleo era más o menos el mismo que en Europa, a mediados de los 80 se había multiplicado por siete y casi doblaba la tasa europea. Una tendencia que continuó hasta el final de la década y más allá, como veremos. La ironía es que la retórica «europeista» del régimen de González, el argumento de que la liberalización era la vía para volverse europeos, encubría el hecho de que la distancia entre España y Europa en realidad se había ensanchado durante su presidencia, al menos en el indicador básico de los índices de paro. En términos reales, el índice de paro en España aumentó hasta aproximarse al de las crisis que sacudieron Europa en los años 30, o al de los actuales países del Tercer Mundo, antes que al de la Europa moderna.
Con uno de cada cinco trabajadores desempleado, la estrategia de liberalización no está dirigida a aumentar el empleo, sino a facilitar la adquisición extranjera de industrias locales y a incrementar la presión a la baja sobre los salarios para facilitar la acumulación de capital.
Los datos en secuencia temporal, que atienden a las cohortes de edad y al desempleo, ilustran el hecho de que el aumento del paro ha tenido impacto sobre todo en la gente joven.
En 1975 sólo el 8,1% de los hombres y el 6,3% de las mujeres entre 20 y 24 años estaban desempleados. Hacia 1985 las cifras eran el 42,2% y el 47,8%, respectivamente. En 1988 los índices eran de cuatro a ocho veces más altos que antes de la introducción de las reformas liberales. Cuanto más jóvenes son los grupos de edad, más alto es el paro, lo cual refleja el hecho de que la generación mayor entró en el mercado de trabajo antes de la liberalización. Esto se ve claro si comparamos las diferencias en desempleo entre los grupos de edad antes y después del período de liberalización. En 1975, en el grupo de edad entre 16 y 24 años, el índice de desempleo era del 9%; para aquellos por encima de 24, era del 2,9%, una diferencia de 6 puntos porcentuales. En 1985 la diferencia variaba entre 40 y 30 puntos porcentuales. En términos absolutos, el número de parados aumentó de 150.000 en 1974 a 2.750.000 en 1988. Durante este período, el porcentaje de personas que percibían el subsidio del paro bajó del 69% en 1976 al 42,5% en 1988. El grueso de los parados estaban en los sectores industrial, de la construcción y agrícola, todos ellos duramente golpeados por las políticas de liberalización y la entrada de España en el Mercado Común. Igualmente desastroso es el hecho de que e! número de parados de larga duración (aquéllos que están fuera del trabajo durante más de dos años) creció con la prolongación y profundización de las políticas económicas de libre mercado.
En 1977, sólo el 15,6% de los parados habían quedado fuera del trabajo dos años o más; hacia 1984 la cifra se elevó hasta el 31,7% y en 1988 casi la mitad de los parados eran de larga duración.
Los altos índices de desempleo se han mantenido en los 90, lo cual demuestra que el problema tiene sus raíces en las estructuras profundas de la economía liberal. Mientras que hubo una leve caída del desempleo entre las cohortes de menor edad (16-24) durante los últimos años 80, las cifras volvieron a elevarse incluso para este grupo hasta rozar el 50%.
Entre 1984 y 1993, el índice de desempleo se incrementó para casi todos los grupos, excepto para los más jóvenes, los cuales ya habían alcanzado los niveles máximos.
Para los jóvenes trabajadores de entre 25 y 29 años, el paro aumentó del 23,9% al 29,7%. Para los que tenían entre 30 y 34 años, el incremento fue del 15,1 % al 21,6%. Aquellos trabajadores por encima de los 40 años, que entraron en el mercado laboral antes de las políticas de liberalización, tenían los índices de paro más bajos en los dos períodos de tiempo. Sin embargo, es interesante hacer notar que incluso entre los trabajadores maduros, los índices de desempleo fueron aumentando con la profundización de las políticas de libre mercado:
Las imponentes diferencias en los índices de paro entre los jóvenes trabajadores por debajo de los 25 años (40% y más) y aquéllos por encima de los 40 (14,5%) es uno de los factores clave que explican las diferencias «generacionales».
CONTRATOS DE TRABAJO
Parte de la estrategia de libre mercado del régimen socialista para reforzar el poder de las empresas consistió en una serie de leyes laborales aprobadas a mediados de los 80 que socavaron el empleo estable de los trabajadores. Se fue permitiendo cada vez más a los empresarios emplear a los trabajadores con contratos eventuales, que en la mayoría de los casos sólo eran de seis meses de duración y estaban sujetos a cancelación a discreción de los empresarios y sin indemnización por despido.
Un estudio en el área metropolitana de Barcelona ilustra el incremento de los nuevos contratos laborales.
Otro estudio a nivel nacional mostraba una pauta similar:
Junto al aumento del paro masivo entre los jóvenes trabajadores, está la creciente inestabilidad y discontinuidad del empleo entre los que lo encuentran. Los altos índices de paro se dan en todos los niveles de educación. Las pautas de alto nivel de paro han persistido durante casi una década. A pesar de los crecientes logros educativos, la economía de libre mercado muestra poca flexibilidad o interés por la creciente mano de obra cualificada.
Los trabajadores cualificados y educados hoy hacen frente a índices de desempleo que sobrepasan un cuarto de la mano de obra. La escolarización puede parecer cada vez más fuera de lugar para unos jóvenes trabajadores con pocas perspectivas de empleo.
La formación técnica y profesional parece fuera de lugar para una economía cada vez más basada en el turismo, la administración pública y las plantas de montaje. Los nuevos contratos de trabajo temporales, que proveen a los empresarios de una poderosa ventaja sobre los jóvenes trabajadores, son los preferidos por los empresarios en Cataluña.
Está claro que la abrumadora mayoría de los contratos laborales para la gente joven son hoy inseguros, mal pagados y temporales, un fenómeno que crece con el tiempo y que está empezando a afectar a todos los grupos de edad en mayor o menor medida.
De persistir la tendencia actual, está claro que los trabajadores fijos, bien pagados y sindicados van a ser una clara minoría. El gobierno provincial en Cataluña de Jordi Pujol es uno de los arquitectos y promotores clave de los contratos de trabajo temporales y es probable que estimule y apoye su prolongación en el tiempo. En este sentido, las políticas nacionalistas son estrictamente «lingüistico-culturales» y se combinan con un contenido social profundamente antitrabajo. De hecho, a nivel económico, el «nacionalismo» no existe, en la medida en que Pujol es un ardiente partidario del libre mercado y promotor de las tomas de posesión extranjeras de la economía nacional.
La centralidad del mercado como principal mecanismo de modernización ha reforzado los lazos entre el mundo de los negocios y el gobierno central y los regímenes autónomos, particularmente en Cataluña. La liberalización, con su énfasis en la flexibilidad laboral, ha estimulado altos índices de paro y de empleo eventual, el declive de la organización social y una mayor desigualdad de rentas.
Lo importante no son sólo las negativas consecuencias objetivas sino las respuestas subjetivas a estos procesos económicos. ¿Cómo viven los trabajadores jóvenes y mayores estas experiencias? ¿Cómo afectan las políticas económicas liberales a los trabajadores mayores, que entraron en el mercado laboral antes del proceso de liberalización, y a los trabajadores más jóvenes que intentan conseguir empleos? ¿Qué diferencias en los ciclos vitales, valores y actitudes frente al trabajo surgen de estos cambios en el mercado laboral? ¿Cómo se experimenta la liberalización desde abajo? ¿Cuáles son las consecuencias humanas de las abstractas doctrinas económicas liberales? En las próximos epígrafes, analizaremos la respuesta de dos generaciones de trabajadores y luego presentaremos algunas de las entrevistas a los trabajadores que participaron en el estudio.
LA GENERACIÓN MAYOR
La «generación mayor» aquéllos que entraron en el mercado de trabajo entre mediados de los 60 y mediados de los 70- está marcada por varias experiencias importantes. Lo primero y crucial:
Era un tiempo de expansión capitalista, rápida industrialización y fuerte demanda de trabajo. En segundo lugar, era una época en que la normativa laboral estipulaba un empleo prácticamente de por vida, siempre que uno acatara el régimen político. En tercer lugar, era una época donde los sindicatos autónomos se estaban organizando, muy subordinados a la militancia de base, con una marcada orientación de clase y un mínimo de funcionarios «a tiempo completo». En cuarto lugar, las luchas en el lugar de trabajo estaban ligadas a las luchas políticas contra la dictadura de Franco. Por último, debido a la naturaleza expansiva de la economía, a la seguridad en el empleo y a los sindicatos autónomos de reciente composición, los sustanciales aumentos salariales se volvieron la norma a lo largo de los años 70. Cada una de estas experiencias reforzó el sentimiento de formar parte de una cultura del trabajo cohesionante, donde la organización colectiva era aceptada como una forma de vida en común, y la solidaridad de clase se volvió de rutina en oposición a la clase empresarial y al régimen de Franco.
El miedo al régimen represivo y a los despidos estaba suavizado por las oportunidades para trabajar en otro sitio, por el apoyo de los compañeros del trabajo o incluso de los vecinos, si los artículos de primera necesidad escaseaban temporalmente. El problema era el mal sueldo, no la inseguridad en el empleo. Y la concentración de trabajadores y la subsiguiente organización en el lugar de trabajo podían, y de hecho así lo hacían con frecuencia, corregir los bajos salarios en una medida que a los trabajadores eventuales, mal pagados y dispersos de hoy, les resultaría difícil de imaginar. Las divergencias entre la generación mayor y más joven de trabajadores empiezan sin embargo mucho antes, en casa y en el barrio.
CRECER EN LA ESPAÑA DE POSGUERRA
Crecer en los últimos 40 y en los 50 en la España de la posguerra significaba tiempos difíciles. Casi todos los trabajadores mayores de hoy eran hijos o hijas de inmigrantes de otras regiones de España. Sus padres eran campesinos pobres o trabajadores mal pagados de Andalucía, Murcia, Castilla. Al principio, solían vivir en bloques dormitorio, en barrios degradados del centro de la ciudad, o en barracas improvisadas. Como niños, normalmente dejaban el colegio al completar la enseñanza primaria, sobre los 13 ó 14 años, y encontraban colocación en pequeños talleres como aprendices o de dependientes con salarios de subsistencia. La mayor parte del cual se entregaba a la familia. Sus padres normalmente trabajaban muchas horas y la mayor parte de la «vida familiar» giraba en torno a la madre.
El padre era en gran parte la figura autoritaria ausente. Muchos de ellos sabían hasta cierto punto del papel de sus padres en la Guerra Civil, casi exclusivamente en el lado de la República. Pocos de ellos, si es que había alguno, continuaron su militancia en el período de posguerra a causa del miedo, la represión o porque procuraban «normalizar» su vida después de haber pasado varios años en campos de concentración o de trabajos forzados. Aunque alguno de los padres de hoy recibieron su primera introducción «política» o «social» a la política de clases en conversaciones con sus padres, esto no era un caso común. Parece haber habido poca comunicación intergeneracional, especialmente en casa. Casi siempre la identidad de clase se transmitía de un modo menos formal, a través de las experiencias cotidianas de «sufrimiento» y «cohabitación» en barrios de obreros que vivían y compartían circunstancias sociales similares y adversarios comunes. Los abuelos de los trabajadores de hoy procuraban en muchos casos olvidar las derrotas, la persecución, las rivalidades entre partidos de la Guerra Civil y del período de posguerra. En parte, la necesidad de olvidar venía de un sentimiento de impotencia y porque la lucha por la supervivencia dominaba la vida. Más tarde, con los incrementos en los niveles salariales, y los ahorros de la familia, la preocupación predominante no era la política sino reunir recursos para comprarse un piso. Más que una «unidad afectiva», la familia era una institución económica que aseguraba la vivienda y otros logros materiales.
Los lazos sociales básicos de los padres de hoy se forjaron entre los amigos del barrio. Los barrios eran entidades homogéneas, pues la segregación de clase era la norma. Dentro de estos barrios predominantemente de obreros inmigrantes, se daba una especie de «solidaridad espontánea» una cohesión informal a base de niveles de vida compartidos y de pasatiempos recreativos comunes que estaban arraigados en el barrio. No sería pretencioso hablar de una «cultura de la clase obrera». Había determinadas experiencias comunes entre los amigos del barrio, de deportes, bailes, cultura inmigrante y unas condiciones económicas compartidas que brindaban un sustrato de «identidad de clase». Como muchos de nuestros entrevistados dijeron: «todos nosotros éramos anti-Franco… como una cuestión que caía por su propio peso… por el hecho de ser obreros, estar en alojamientos precarios, divorciados de las cosas agradables de la vida social…». Si el barrio, la calle, era el primer contacto real con la cohesión social (más allá de los límites de la familia), las primeras experiencias de trabajo, normalmente en una pequeña tienda, contribuían poco a forjar una conciencia social. Las horas eran muchas, el sueldo malo, y había pocos trabajadores con que «socializar experiencias». La primera experiencia laboral brindaba un trampolín hacia la independencia personal y más tarde al empleo en las fábricas más grandes.
A finales de su adolescencia o a principios de su veintena, los padres de hoy entraban normalmente en una de las grandes fábricas, SEAT, Olivetti, etc. Miles de jóvenes obreros inmigrantes se colocaban en empleos de producción masiva. Las experiencias comunes del barrio, una conciencia de tener como adversarios a las autoridades públicas (profesores, policía, clero) y las duras condiciones de trabajo transformaron a algunos de los padres en miembros de las comisiones clandestinas de la fábrica.
La emergencia de una conciencia de clase se acompañaba del orgullo de formar parte de una empresa productiva moderna, del orgullo en el trabajo y de ser un trabajador. Aunque los salarios estaban por encima de los de las pequeñas tiendas, el empleo en las grandes fábricas no cambió drásticamente la suerte de la mayoría de los obreros. Lo que sí brindaba era seguridad a largo plazo y un sentimiento de continuidad, un poder pensar en términos de futuro.
La mayor parte de los padres, una vez se aseguraban el empleo e ingresos estables, solían casarse con su «novia» (normalmente una chica del barrio) y después de un periodo más o menos largo, solían empezar a pagar un piso. A diferencia de sus padres inmigrantes, las familias se limitaban a dos o tres hijos, con la madre que solía quedarse en la casa a criarlos. La mayoría de los obreros entablaban sus amistades de larga duración con sus compañeros de trabajo, compartiendo el almuerzo, un vaso de vino o una cerveza después del trabajo y alguna que otra visita familiar los fines de semana, especialmente si vivían en el mismo barrio. En el lugar de trabajo, los obreros desarrollaban un sentido de solidaridad contra los esfuerzos del empresario por fomentar la competición. Al ser uniformes tanto los niveles salariales como las condiciones de trabajo, se generaba un punto de vista de clase cohesivo. Los obreros individuales que tomaban la iniciativa de organizar sindicatos paralelos eran respetados y desplazaron gradualmente a los «sindicatos verticales del régimen».
En algunos casos, los trabajadores que militaban, en su mayor parte del partido comunista, entraron en los sindicatos verticales para convertirlos en órganos representativos de la base.
La continuidad del empleo, la fuerte demanda de trabajo, la expansión de la industria y los altos índices de beneficio brindaban un clima propicio para la organización de sindicatos y para contratos de trabajo favorables. Las primeras huelgas que tuvieron lugar en las industrias principales (o la amenaza de huelgas) condujeron a sustanciales aumentos de salario y, lo que es más importante, a unas acrecentadas «conciencia de clase» y autoconfianza entre los trabajadores.
A lo largo de los años 70, los aumentos sustanciales de salario fueron la norma. Y al tiempo que aumentaban los sueldos, también lo hacia la solidaridad obrera, reforzada por el creciente movimiento antifranquista fuera de la fábrica. Los barrios se volvieron importantes áreas de organización social de la clase trabajadora. Las luchas para mejorar los equipamientos sanitarios y educativos, por la pavimentación y alumbrado de las calles, llevaron a muchos obreros a llevar su militancia de fábrica a las asociaciones de vecinos y de padres de alumnos. Y viceversa: Las luchas vecinales politizaron a los trabajadores, que llevaban el mensaje político a la fábrica. Las luchas en el lugar de trabajo y las vibrantes actividades vecinales se reforzaban unas a otras, creando un sentimiento de ciudadanía, una creencia en el progreso, y esperanza de cambios sociales reales. Para algunos trabajadores, las luchas incluían una visión de una nueva sociedad socialista igualitaria.
Según casi todos los trabajadores, el tardofranquismo y la Transición (aproximadamente de 1974 a 1979) fueron tiempos de una gran participación social, de optimismo en el futuro y del más fuerte sentido de solidaridad social. La mayoría fechan la caída de su activismo social y su desilusión creciente con el proceso político, en el advenimiento del gobierno socialista en 1982. Para otros, la decadencia llegó antes, con los Pactos de la Moncloa, en los que el partido comunista y su sindicato. Comisiones Obreras, aceptaron limitar la política de clase independiente en aras de una subordinación del activismo popular a las campañas electorales
El giro desde la solidaridad social y la visión social a unos puntos de vista «corporativistas» comenzó a afianzarse entre los padres hacia mediados de los 80, aunque una «solidaridad residual» se manifestó en dos huelgas generales masivas (14 de diciembre de 1988 y 27 de enero de 1994). Muchos obreros sienten que el régimen socialista ha traicionado sus valores y su compromiso con el trabajo. Su adopción de la economía de libre mercado y su apadrinamiento de la legislación antitrabajo provocan un profundo desencanto de la política y de los políticos. La honda inmersión de funcionarios socialistas en prácticas corruptas y su apadrinamiento de grupos paramilitares intensificaron la desilusión. Los trabajadores expresan visiones pesimistas del futuro y poca esperanza de que la solución vendrá de los procesos electorales, aunque sigan votando. Incluso los sindicatos socialista y comunista, fuertemente burocratizados y dependientes de las subvenciones estatales, han perdido parte de su atractivo para muchos obreros. Los sindicatos son vistos ahora como meros organismos «de protección del empleo»: para negociar cierres patronales, a fin de estipular compensaciones apropiadas, más que organizaciones con un proyecto político alternativo.
Los cambios a escala de la sociedad también afectan a los trabajadores mayores, en tanto que se giran hacia el consumo privado y el tiempo de ocio. Bajo las nuevas reglamentaciones laborales, que fomentan el trabajo temporal y refuerzan las prerrogativas de la dirección, el lugar de trabajo ya no es tanto un espacio de solidaridad como de competición. Muchos trabajadores mayores se lamentan de la falta de solidaridad; ya no encuentran la vieja camaradería. Cada vez más se vuelven hacia los amigos y la familia, fuera del trabajo. Puesto que éste queda devaluado con las cambiantes reglas laborales y las nuevas tecnologías, los trabajadores pierden el orgullo de su trabajo y buscan el retiro. El aspecto «social» de la división social del trabajo disminuye, mientras que la «división» entre los trabajadores aumenta.
Hacia finales de los 80 y principios de los 90, con cierres patronales frecuentes y la “racionalización» de la producción, los padres experimentan una inseguridad creciente en el puesto de trabajo e incertidumbre sobre su futuro. Están preocupados por las perspectivas poco prometedoras. Buscan el favor de los empresarios -a expensas de la solidaridad obrera- para conseguir empleo -aunque sea eventual- para sus hijos. Usan la influencia del sindicato para «negociar» con los empresarios su seguridad personal. Los trabajadores fijos a tiempo completo sienten cada vez más que son enclaves aislados en un mar de trabajadores eventuales mal pagados. Algunos se sienten vulnerables ante el empresario y la retórica estatal, que les acusa de “privilegiados» y «egoístas» cuando tratan de defender los niveles de jubilación o de salario. Saben que quienes les acusan son los que cobran sueldazos, los mimados y subvencionados «dueños» de los tiempos, pero carecen de los medios o de los media para contrarrestar el mensaje. En el trabajo, libran batalla de vez en cuando con los empresarios para convertir trabajadores eventuales en fijos. Luchan por contratos donde los temporales disfruten de los mismos niveles salariales que los fijos. Intentan reclutar a los trabajadores jóvenes para sus sindicatos. Pero se desaniman ante los obstáculos legales, la intransigencia del empresario y la falta de militancia o interés de los trabajadores jóvenes, a los que ven en muchos casos como «interesados sólo en sus propias cosas».
En este contexto, muchos padres consienten a sus hijos sub o desempleados, les compran bienes de consumo y les subvencionan los fines de semana, pidiéndoles poco a cambio. Sin embargo, hay una tensión latente en la familia, a medida que la edad de los hijos dependientes se aproxima a la treintena. Los padres tienen que pagar las facturas, limpiar la casa y restringir su nivel de vida, y se van sintiendo así cada vez más exasperados. Tan pronto culpan a los «niños» por no encontrar empleo como maldicen al sistema que niega oportunidades o se sienten culpables por no haber podido «colocar» a sus hijos. Entre los trabajadores jóvenes hay una frustración creciente por el empleo inestable, el trabajo ocasional de subsistencia y la incapacidad para emanciparse y progresar. La tendencia es a aceptar las circunstancias, dar por sentado que los padres se hacen cargo de las facturas y sacar partido de las circunstancias tal como se van presentando. La mayor ansiedad es respecto a qué pasará si el padre se muere, o pierde el empleo. Este sistema de bienestar familiar se basa en la prosperidad y ahorros del pasado; la generación actual está viviendo de la prosperidad del ayer de sus padres. Puede que algunos hereden el piso en el futuro y tengan un techo sobre sus cabezas. Pero las perspectivas de trabajo se vuelven peores, no mejores, a medida que nos acercamos al final de siglo.
Dos generaciones de movilidad ascendente han llegado a su final definitivo. La exteriorizada prosperidad de aquéllos que gozan de empleos estables y bien pagados en Barcelona, ésos que llenan los bares y restaurantes de Gracia y el Barrio Gótico, contrasta con los no tan jóvenes trabajadores eventuales de 20 a 40 años que hacen durar la cerveza en la Plaza del Sol, codo con codo con los adolescentes.
El Gran Miedo que está obsesionando a España en general y a Barcelona en particular es la cuestión del «paro» y, más en concreto, del empleo eventual con salario mínimo. Los compromisos son raros, las aventuras provisionales se vuelven la norma en tanto que vivir juntos como pareja se vuelve económicamente no factible.
La ausencia de socialización temprana en los valores de la clase trabajadora (especialmente a través de la familia), y la «generosidad» o mala conciencia de los padres, limitan el surgimiento de un «movimiento juvenil» socialmente rebelde. La convergencia del desencanto y acomodación de la generación mayor con la despolitización de la generación joven es una razón para que, a pesar del sub y desempleo masivos, no haya movimientos sociales a gran escala.
La noción de un «mercado de trabajo dual» supone que las condiciones que determinan la dualidad son constantes. Ése no es el caso hoy en España. Hay un proceso inexorable de homogeneización… hacia abajo. El porcentaje de trabajadores fijos disminuye y la proporción de contratos de trabajo temporales crece geométricamente. Con el tiempo, la gran mayoría de los trabajadores serán temporales. Junto al empeoramiento de las condiciones de trabajo, se da una creciente renta y riqueza de los negocios, bienes inmobiliarios e intereses comerciales. Aumenta el poder para contratar y despedir; la capacidad para imponer sueldos bajos y reclinar empleados de entre la masa de parados nunca fue mejor. España es, tal como la describió uno de sus antiguos ministros «socialistas» de Hacienda, uno de los países donde es más fácil acumular una gran fortuna. La otra cara del aumento de la inseguridad y de los bajos ingresos de los jóvenes trabajadores es la seguridad y los altos ingresos que corresponden a los abogados, ejecutivos y directores de las grandes y medianas empresas. Mientras que los jóvenes trabajadores vegetan en casa de sus padres, los nuevos ricos se compran casas de piedra románica de 40 millones de pesetas y se gastan otros 13 millones en «remodelarlas». Mientras que los ricos envían a sus hijos a estudiar a las Escuelas de Negocios de Harvard y Standford, o a la London School of Economics, o a una de las costosas universidades privadas de Barcelona, los hijos de la clase obrera hacen trabajillos ocasionales en la periferia de la sociedad. Para los pocos hijos de obreros que siguen adelante con sus estudios, las perspectivas en el mercado de trabajo tampoco es que sean particularmente brillantes.
En la enseñanza, la antigua avenida principal para ascender, la norma es ser un profesor «sustituto» que va de institución en institución durante años. O solicitar los trabajos donde antes contrataban a gente con el COU), o como dependientes en las librerías del centro, o de camareros temporales y recepcionistas de hotel en los centros de verano para volver luego a casa con sus padres. Aunque está claro que algunos jóvenes aún consiguen empleos «fijos» con sueldos decentes, y otros tienen posibilidades de conseguir la permanencia al final de sus contratos temporales, son una clara minoría.
¿DÓNDE ESTÁN LOS PROGRESISTAS?
Lo asombroso respecto al destino de millones de jóvenes mal pagados y subempleados sin futuro es la indiferencia de la sociedad, incluyendo la indiferencia de la clase media «progresista». ¿Dónde están los progresistas? Están activos, pero lo que les interesa es el dos por ciento de “marginales»: los gitanos, los drogodependientes, las prostitutas, los inmigrantes; el acoso sexual, el racismo…cualquier cosa menos el destino de tres millones de españoles desempleados, los jóvenes trabajadores con contratos temporales y los que tratan de vivir del salario mínimo. No quiero ser malinterpretado. Por supuesto que estoy en contra del acoso sexual, la discriminación y el racismo. Pero aquí y ahora, y en la estructura de clases española, la distancia entre los problemas sociales a largo plazo y a gran escala, y las actividades de los progresistas es escandalosa. ¿Por qué eluden su realidad nacional y social?
Primero, porque no es peligroso luchar por los derechos legales de las pequeñas minorías: eso no comporta ninguna confrontación con el Estado y menos aún con los empresarios. Pero comprometerse en la lucha por los sub y desempleados implica confrontaciones muy duras y sostenidas con el Estado y los empresarios (y los medios de masas) porque esa lucha gira en torno a la distribución de los principales recursos económicos de la sociedad: los presupuestos que podrían financiar obras públicas para un empleo a gran escala en vez de subvenciones para corporaciones multinacionales; los beneficios empresariales que podrían financiar una semana laboral más corta y la contratación de empleados fijos.
En segundo lugar, las luchas progresistas por las minorías (cambios simbólicos y reconocimiento legal) tienen el apoyo financiero de los gobiernos municipales o regionales. Las ONG y organizaciones similares brindan a los progresistas oportunidades económicas, segundos salarios en calidad de investigadores, educadores, asistentes sociales o abogados. Pueden así combinar una «buena conciencia» y la remuneración económica con una palmadita en el hombro de las autoridades locales.
Mientras tanto, la lucha de millones de sub y desempleados, si estuviera adecuadamente organizada, podría afectar a las políticas globales de las mismas benevolentes autoridades. Podría socavar sus esfuerzos por subvencionar a los promotores inmobiliarios urbanos y a los constructores que financian sus campañas electorales. Por esta razón, los esfuerzos para organizar políticamente a los sub y desempleados por empleos bien pagados contra los políticos neoliberales no reciben ningún apoyo financiero.
En tercer lugar, la actual moda ideológica entre la clase media progresista pone en tela de juicio la noción misma de «clase». La retórica dice algo así como: «Clase es un constructo cultural que ha perdido su pertinencia». Los progresistas ahora están en conceptos del tipo «identidades sociales», «ciudadanía» y «derechos», en lugar de «clases», «conflicto de clases» e «intereses de clase». Ya que muchos de los grupos marginales están entre los segmentos más pobres, los progresistas alegan que es más «revolucionario» o radical luchar por ellos en vez de por los «privilegiados» españoles «que viven del salario mínimo».
Obviamente hay una necesidad urgente de unir fuerzas entre la clase media progresista y los trabajadores jóvenes sub y desempleados. El primer paso es una reflexión crítica por parte de los progresistas, sobre quiénes son, qué papel juegan en la sociedad, si forman parte del problema (en tanto que empleados del gobierno, profesores, profesionales) o de la solución. Tienen que preguntarse si están verdaderamente por la solidaridad con los explotados por el sistema o buscan simplemente nuevos vehículos de movilidad social.
La abrumadora mayoría de los jóvenes trabajadores raramente expresan apoyo de los «movimientos» promovidos por los progresistas; más importante aún, jamás mencionan ninguna relación sostenida con ningún intelectual progresista de clase media o con movimientos interesados en sus circunstancias sociales. Hay pocos espacios donde puedan encontrarse, incluso socialmente, y aún tienen menos en común en términos de actividades del tiempo de ocio.
Los progresistas están en sus pisos y tienen acceso a segundas residencias fuera de la ciudad para el fin de semana.
La ruptura en el vínculo entre la joven clase obrera y la clase media progresista se expresa a todos los niveles: en la ideología, la música, los estilos de vida, el lenguaje y las condiciones materiales. Los lazos que existían durante el período antifranquista y la Transición son historia pasada. Los únicos parados por los que la clase media progresista se preocupa son sus propios hijos. El aislamiento social de los jóvenes trabajadores refuerza su sentimiento de impotencia social y confirma su punto de vista individualista.
LA NUEVA GENERACIÓN
Hay marcadas diferencias a todos los niveles entre los trabajadores jóvenes y los mayores. En primer lugar, en contraste con sus padres, los jóvenes trabajadores han nacido en una familia con un cabeza de familia estable y relativamente bien pagado. Aunque de ningún modo rica, la familia puede permitirse apoyar a los hijos a lo largo de la educación secundaria y proporcionarles fondos a discreción para diversiones. Mientras es materialmente segura, hay también estabilidad en el lugar geográfico de la familia: los antiguos patrones de la emigración no se reproducen. Los padres normalmente han comprado un piso y más a menudo un pequeño coche. Los hijos no suelen dejar el colegio por «necesidad económica»; la razón más corriente es el aburrimiento en la escuela, el deseo de ganar dinero para diversiones o el fracaso escolar. En comparación con sus padres, son una generación «mimada» (dentro de la familia).
Si bien está ampliamente aceptado que en España existen «fuertes» lazos familiares, esto está relacionado, en gran parte, con el consentimiento de los padres en subvencionar a los hijos cuando son veinteañeros y más allá. Igual que sus padres, pocos trabajadores jóvenes nos hablaron de lazos profundos con los suyos, y prácticamente de ninguna discusión sobre sindicatos o cuestiones sociales o de la fábrica. De hecho, la mayoría expresaron pocos lazos afectivos y poca comunicación desde una edad temprana. En la mayoría de los casos los amigos, antes que los padres, eran el grupo principal con el que se formaban los valores sociales. La «familia» era principalmente una institución instrumental para salvaguardar la supervivencia y apenas una institución formativa dentro de la «preparación de una clase trabajadora».
Los barrios donde crecieron los jóvenes trabajadores ya no son el terreno de la movilización de los debates sociales y la organización política.
Hacia finales de los 80 y principios de los 90, las asociaciones de vecinos se habían convertido en apéndices del gobierno socialista, que administran los clubs de jubilados y tienen poca vida política interna. Sus padres, durante los últimos 70 y los primeros 80, eran activos en las luchas vecinales por mejoras sociales en infraestructura, educación y un gobierno local responsable.
Muchos estaban involucrados en la lucha antifranquista y de algún modo crearon vibrantes asociaciones de vecinos y de padres de alumnos. En contraste, los jóvenes trabajadores alcanzan la edad adulta en un periodo en que sus padres se han «privatizado». Los movimientos sociales se han burocratizado. Los adversarios del gobierno se protegen con una careta de «constitucionalismo». Y sus necesidades básicas inmediatas las cubren unos padres con «mala conciencia». De aquí que el barrio no sea un mecanismo de socialización para introducir nuevos valores sociales de solidaridad sino, más bien, un terreno de encuentro informal para que los amigos se libren a pasatiempos privados.
Las asociaciones sociales existentes, organizadas por sus padres, no atraen su interés. La música y los bailes en los actos sociales del barrio son ridiculizados y los jóvenes se dirigen a los bares y clubs fuera del barrio para divertirse.
La decadencia de la cultura cívica del barrio alimenta el comportamiento «consumista privado» que los jóvenes reciben a través de los medios de masas.
El rock mercantilizado, con sus surtidos estandarizados de chaquetas negras, pendientes y peinados, brinda símbolos «externos» de «rebelión» que enmascaran la interiorizada conformidad con un estilo de vida consumista e individualista. Las amistades del barrio están desconectadas del lugar de trabajo y, en muchos casos, están divorciadas de cualquier discusión sobre problemas del «curro», conflictos sociales u organización política. En el pasado, el compartir experiencias personales y sociales reflejaba la imbricación entre trabajo, barrio y placeres personales. Para los jóvenes, hoy, los largos períodos de desempleo, la naturaleza transitoria y temporal del trabajo, el mal sueldo y la impotencia en el lugar de trabajo no son propicios a experiencias compartidas.
Encontrarse con los amigos es un tiempo para «olvidarse» del trabajo. Hablar de los miedos y las inseguridades del lugar de trabajo no levanta los ánimos en la barra de ningún bar; los malos sueldos son un símbolo de estatus de vergüenza; es mejor callártelo mientras apuras la cerveza e intentas arreglar para esa noche una comedia de representación única.
Aunque las amistades del barrio persisten hasta cierto punto, tienen lugar en un contexto totalmente distinto a las de sus padres, y también tienen un sentido diferente. Además, surgen divisiones entre una minoría que consigue empleo «fijo» y aquéllos que son eventuales o parados. Los primeros empiezan a «independizarse», gastan más dinero y están en condiciones de entablar relaciones románticas estables si las circunstancias se presentan. Los eventuales, o no pueden permitírselas, o están tan enfrascados en su busca diaria de empleo que sus perspectivas se orientan hacia relaciones de «entrada fácil y salida rápida».
El esquema en el trabajo es «entrada difícil y salida rápida». La gran masa de jóvenes son hoy empleados temporales con contratos a corto plazo, de salario mínimo o por debajo de él en la mayoría de los casos. Su entrada en el mercado de trabajo bajo el régimen neoliberal es probablemente su diferencia más importante con sus padres. Éstos entraron en el mercado laboral durante el tardofranquismo, una época de empleo en expansión, donde el grueso de los empleos eran fijos y los aumentos de sueldo sustanciales estaban a la orden del día. En contraste, la mayoría de los jóvenes que han entrado en el mercado de trabajo hoy pueden esperar un largo período de desempleo o, con más probabilidad, empleo en la economía sumergida con sueldos por debajo del salario mínimo y con horarios irregulares. Los bastante «afortunados» como para conseguir un empleo son, en su aplastante mayoría, trabajadores temporales, la mayor parte de los cuales serán «rotados»: renovados o despedidos, pero raramente convertidos en trabajadores fijos. A diferencia de sus padres, los jóvenes trabajadores temporales temen perder su empleo, meterse en sindicatos, y compiten con los otros eventuales.
A pesar del salario de miseria y las terribles condiciones de trabajo, estos trabajadores expresan «pánico» ante la idea de «verse en la calle», porque piensan que pasarán una época muy difícil encontrando un nuevo empleo. Tal como un trabajador expresaba:
«El miedo al despido del empresario es hoy peor que la represión bajo Franco». Es una verdad profunda que durante el periodo franquista los trabajadores se hallaban en una condición colectiva común, unificada por una ideología política y «de clase» común. La dictadura, aunque represiva, solía afectar a un pequeño número de trabajadores y las víctimas eran con frecuencia reintegradas en su puesto, o al menos tenían el apoyo de toda la fábrica.
Los jóvenes trabajadores temporales de hoy no tienen seguridad en el empleo, y apenas organizaciones colectivas o apoyo: están atomizados y son vulnerables a los dictados del empresario, que tiene el sostén legal del Estado, el cual apoya sus arbitrarias acciones. Hoy la dictadura del mercado es un enemigo más formidable de los trabajadores temporales que el régimen represivo de Franco, con su mano de obra estable y su mercado laboral en expansión. Pocos trabajadores temporales expresan sentimientos de solidaridad con sus colegas. Entre los eventuales hay un sentido de competencia y desconfianza, condicionado por las escasas posibilidades de un empleo «permanente».
En relación con los trabajadores fijos mayores, hay una mezcla de envidia y resentimiento a partir del hecho de que «se ocupan de sus propios intereses» y tienen empleo protegido, y de vez en cuando un cierto reconocimiento de los esfuerzos de los sindicatos por conseguir empleo fijo.
Debido al miedo profundo a que cualquier expresión de solidaridad de clase pudiera contrariar a los empresarios, la mayoría de los trabajares temporales evitan unirse a ninguno de los sindicatos (o se unirán al sindicato «colaboracionista») o, si de veras se «afilian», ocultan su pertenencia. Fundamentalmente la estrategia es aparecer como un empleado súper trabajador y «con espíritu de empresa», dispuesto a trabajar fuera de horas y a evitar relaciones conflictivas con el empresario. Sin embargo, cuando hay una huelga, especialmente si el grueso de los trabajadores son fijos, los eventuales se unen a regañadientes a la misma, aunque sin desempeñar ningún papel destacado. En parte, siguen el ejemplo de los trabajadores mayores, y temen que les estigmaticen como esquiroles, aunque expresan poca simpatía por las demandas salariales de los otros cuando su problema básico, la seguridad en el empleo, no forma parte de la lucha.
La pasividad general de los trabajadores temporales, no obstante, se rompe cuando sus contratos se acercan a la renovación o están a punto de concluir. Confrontados con el despido inminente, al darse cuenta de que todos sus esfuerzos por ser trabajadores «leales» no dieron como fruto el empleo fijo, no es raro que los eventuales se organicen, expresen abiertamente su descontento y se acerquen a los sindicalistas más militantes pidiendo ayuda. En la mayoría de los casos, sin embargo, su arrebato de «acción de clase» es efímero. A pesar de algún apoyo de los trabajadores fijos y de los sindicalistas, la experiencia de la lucha colectiva ha dejado a los eventuales con poco en lo referente a «conciencia de clase». En vez de eso, hay rabia contra los jefes y cinismo hacia los sindicatos y los trabajadores fijos «que se ocupan de sí mismos». En cierto sentido, el «despido» refuerza, más que una radicalización, el sentido de aislamiento y una visión del mundo como algo regido por el interés propio más egoísta. Como excepción, una minoría expresa un cierto respeto por la valentía y la solidaridad de los militantes en una batalla perdida de antemano (especialmente cuando un sindicato o un grupo de trabajadores fijos «dieron la cara» por ellos). En caso de que las luchas hubieran conducido a la inauguración de situaciones de empleo fijo, no es infrecuente que alguno de los antiguos trabajadores temporales se afilien a los sindicatos que llevaron la lucha. No es éste siempre el caso, sin embargo. Un número considerable de eventuales que se convirtieron en fijos, una vez han asegurado el empleo no se afilian a ningún sindicato o se unen a un sindicato conservador, en parte porque ofrecen «favores personales» o porque están interesados en hacer horas extraordinarias y aumentar su poder de consumo.
Aunque el empleo fijo es un estatus muy deseado por los trabajadores jóvenes, la mayoría están insatisfechos con su trabajo y tienen poca identificación con la fábrica o nada que se parezca a una cultura de la clase obrera. El empleo es un sitio donde trabajas, ganas dinero y te socializas en otra parte. En contraste con sus padres, que sentían una identidad u orgullo de formar parte de una fábrica bien conocida, de ser miembros de un sindicato, y tenían amigos cercanos en el trabajo, para la mayoría de los trabajadores jóvenes el trabajo es un aburrimiento, el sindicato «está ahí», y con los compañeros compartes una cerveza o no. La cuestión es hacer tiempo hasta el fin de semana o las vacaciones de verano, o comprarse un equipo de alta fidelidad. La consecución del «empleo fijo», cuando no se ha obtenido a través de la lucha colectiva, tiende a «confirmar» la actitud «conformista-consumista» entre los trabajadores temporales. Sin recibir una «perspectiva de clase» de la familia, el barrio o los amigos, y sin haber formado parte de una lucha política equivalente al antiguo movimiento antifranquista, muchos jóvenes trabajadores fijos sucumben fácilmente a la ideología individualista del «sólo miro por mí». Sin embargo, a una minoría de jóvenes trabajadores les han influido los viejos obreros militantes, se han vuelto activos en el sindicato y, en algunos casos, han salido elegidos como «delegados» de fábrica. En ciertos casos, esto obedece a lazos previos con movimientos políticos o sociales, o porque los sindicatos tuvieron un papel activo a la hora de asegurar empleo. En otras ocasiones, convertirse en delegado de fábrica es visto como un vehículo para conseguir tiempo libre de un trabajo aburrido, o influencia de cara a un objetivo personal, o se hace por frustración, tras alguna petición denegada.
Lo que más frecuentemente se encuentra en los jóvenes militantes sindicalistas, sin embargo, es un disgusto con su trabajo y un deseo de irse a otra cosa. Dentro de la fábrica o fuera. El trabajo de fábrica se ve como un medio de «ahorrar» para eventualmente abrir un pequeño negocio, editar una revista musical o volver a la educación superior. A pesar de que el empleo fijo es un «premio» muy codiciado, una vez se consigue pierde rápidamente su «lustre» y empieza el descontento con el puesto de trabajo. Este descontento tiene dos caras. Por un lado, da pie a soñar con otros tipos de trabajo, o a fuertes deudas por bienes de consumo. Pero, por otro lado, brinda una base para llegar a formar parte de una acción militante. Sería un error trazar hoy una línea estricta entre los trabajadores jóvenes y los mayores. Aunque es verdad que muchos de estos últimos mostraron en el pasado mayor conciencia de clase que los jóvenes trabajadores contemporáneos, gran parte de la vieja solidaridad y sentimientos colectivos se han disipado. Muchos de los trabajadores mayores han sido ellos mismos alcanzados por la idiosincrasia consumista; muchos se ven enredados en favores personales con el sindicato y la empresa a fin de asegurar empleo para sus hijos. Si manifiestan más lazos con los sindicatos y disposición a la huelga, esto suele ir ligado a estrechos intereses «corporativos».
Así, mientras algunos jóvenes trabajadores fijos están disponibles para la actividad sindical, muchos trabajadores mayores han perdido gran parte de su solidaridad de clase. Todo esto tiene lugar en un contexto de inseguridad general entre todos los trabajadores. Las políticas anti-laborales del régimen neoliberal, la movilidad de las corporaciones multinacionales y la nueva legislación laboral que facilita los despidos y los cierres patronales, han creado un sentimiento general de miedo entre los trabajadores jóvenes y mayores, entre los fijos tanto como entre los temporales. El miedo ha reducido la disposición de mucho trabajadores fijos a comprometerse en huelgas a favor de mejoras. En la mayoría de los casos, las huelgas tienen lugar contra nuevas pérdidas salariales o de protección del empleo, o cierres patronales. Las luchas son a la defensiva. A falta de ataques directos, la mayoría de los trabajadores se «bunkerizan» y tratan de «evitar conflictos» o consolidan lo que han logrado. En este contexto, la mayoría de sindicatos y partidos políticos de izquierda ya no ofrecen una visión de una sociedad alternativa a la pesadilla neoliberal. A lo sumo, intentan atenuar los golpes: privatizaciones graduales, menos pérdidas de empleo, mayores indemnizaciones a los trabajadores despedidos, etc. En cierto sentido, los dos sindicatos principales (al menos sus cúpulas) han sido asimilados dentro del proyecto neoliberal. Critican sus excesos y piden más gastos sociales, a cambio de compartir los argumentos de productividad de los empresarios. A falta de una referencia «sindical», no es sorprendente que la mayoría de los jóvenes trabajadores se vuelvan hacia soluciones «individuales» y que unos pocos comiencen a orientarse hacia los sindicatos minoritarios más radicales.
Emparedados entre unos trabajadores temporales que se ajustan de cara al exterior a la imagen que tienen los jefes del «buen trabajador», y unos trabajadores mayores que luchan por asegurar su longevidad y su jubilación, los jóvenes trabajadores fijos carecen de un contexto que encienda la rebelión (huelgas salvajes, acciones en el trabajo). En una palabra, aun suponiendo que a través de intercambios con la familia, el barrio o el puesto de trabajo, los jóvenes trabajadores fijos adquirieran «conciencia de clase», las condiciones globales no facilitan su expresión.
EN RESUMEN
La nueva generación de jóvenes trabajadores eventuales carece de continuidad en el trabajo y en sus relaciones personales aparte de la familia, que les permita duplicar la vida de sus padres. El neoliberalismo derriba las tradiciones, las costumbres y la continuidad en el puesto de trabajo. Socava la formación de nuevas familias y perpetúa la «familia extensa» de un modo anormal. El poder de los capitalistas para contratar y despedir, renovar o cancelar los contratos de trabajo, crea un sentimiento de transitoriedad que mina los lazos personales y sociales, así como el sentido de autoestima. En la mayoría de los casos, los trabajadores temporales están atormentados por la inseguridad: cómo reaccionar ante abusos del empresario (exigencia de horas extras sin pagarlas). En un contexto de contratos de trabajo vulnerables, dependen del empresario y al menos en un caso de nuestros encuestados preguntaron al patrón si debían unirse a una huelga general, conducta que provocó la risa del padre, un curtido activista sindical. Pero risas aparte, ¿dónde estaba el padre todos aquellos años para enseñar los valores de la clase obrera y dónde estaban los sindicatos cuando se aprobó la nueva legislación laboral, que facilitaba los contratos de trabajo temporales?
La inseguridad personal va ligada a relaciones transitorias; las historias personales son una serie de buenos y malos episodios desconectados entre sí. Todo lo cual refuerza un sentido de «egocentrismo» y una carencia de facto tanto de solidaridad como de capacidad para mantener relaciones serias a largo plazo. El problema de organizar a los jóvenes trabajadores temporales estriba no sólo en los obstáculos «objetivos» creados por una legislación laboral adversa, un Estado hostil y unos empresarios agresivos; es también subjetivo. Se necesita contrarrestar la ideología egocéntrica y atomizadora que ha ganado ascendiente entre muchos trabajadores temporales fuertemente explotados y marginados, los cuales fácilmente aceptan críticas al sistema y quieren sacar beneficios de todas las huelgas, pero se siguen resistiendo a compromisos sociales que atenten contra sus gratificaciones inmediatas. Los movimientos puramente «instrumentales», o movimientos por puntos concretos en pro de un «trabajo digno» o «empleos», es poco probable que conduzcan a ningún tipo de movimiento que haga camino. Lo que es fundamental es la necesidad de educar en nuevos valores socio-culturales, que brinden una comprensión más profunda de las relaciones entre el descontento privado y la realidad social; y cómo las experiencias sociales cotidianas del trabajo y la lucha colectivos brindan la base para una visión social alternativa de la sociedad, el Estado y el trabajo.
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TRANSCRIPCIÓN DE LAS ENTREVISTAS: HABLAN LOS TRABAJADORES
CARLOS
Tiene 23 años. Vive en la Zona Franca de Barcelona y está empleado en la planta automovilística de SEAT.
Tanto mi padre como mi madre eran inmigrantes. Mi padre, de La Rioja y mi madre, de Sevilla. Hablo poco con mi padre. Ellos querían que estudiara una carrera. De hecho, terminé el instituto y pensaba en la universidad. Pero con 18 años, lo que tenía eran ganas de salir. Dejé los estudios de lado, faltaba a clase. Mi padre dijo que si no quería estudiar tendría que trabajar. Trajo a casa una solicitud para un contrato de seis meses en la SEAT. Trabajé durante tres años con contratos temporales de seis meses. Ninguno de mis amigos tenía trabajo. Les invitaba a copas. La calle, más que la casa, era el lugar donde hacer vida social, la plaza del barrio, el bar; más tarde lo fue el centro de Barcelona.
Solíamos encontramos en el complejo deportivo de la SEAT, pero luego lo cerraron. Mis mejores amigos son del barrio, no del trabajo. Hay distintas pandillas en el vecindario, pero las diferencias no son tanto políticas como de estilo de vida. No me preocupaban los contratos temporales. Me saqué el permiso de conducir, ahorré dinero y me compré un SEAT de segunda mano. Lo utilicé hasta que se cayó a trozos. Luego me compré otro coche que estaba hecho polvo.
Trabajo con robots, los monto. Se tarda 30 segundos en montar un robot. Tenemos dos pausas de diez minutos y veinte minutos para comer. Trabajamos siete horas y veinte minutos al día. En mi sección hay
40 trabajadores. Me relaciono con tres de ellos. Tengo más amigos en el barrio que en la fábrica. Trabajo en Martorell y tengo que levantarme a las 4.30 horas de la mañana para coger el autobús que sale a las 4.45. Comenzamos a trabajar a las 5.45 horas. Casi todos dormimos durante el trayecto. Apenas hablamos.
TRABAJO
El trabajo no es satisfactorio. Entre el trabajo y viajes pierdo de 11 a 12 horas. El salario no está mal pero el ambiente sí. Cada uno va a su aire. Eres número. Nunca están satisfechos, no valoran lo haces. Nadie se preocupa de los demás. Todos tentan subir. La empresa fomenta las aspiraciones personales, no hay solidaridad. No me considero radical. Sólo intento vivir de acuerdo con mis convicciones. Mi padre, que trabajó en la SEAT durante te 30 años, se siente parte de la empresa. Está jubilado, pero vivió con la SEAT. Para mí la SEAT es un trabajo como otro cualquiera. No me satisface. La gente que ha estado en la empresa durante tan años, como mi padre, se identifica con la SEAT. Para ellos el mundo era la empresa. Cuando dejaron trabajar se sintieron perdidos. Sus amistades estaban en la fábrica; tenían muchas relaciones en la fábrica. Cuando se jubiló fue difícil. Estaba muy nervioso y le costó mucho adaptarse.
Conozco a poca gente del trabajo. El círculo de amistades comienza cuando termino de trabajar, fuera de la SEAT. Cuando empecé, el trabajo en SEAT estaba bien. Después de trabajar hacíamos deporte. Luego cerraron el complejo deportivo y me trasladaron a otra factoría. Ahora, después de trabajar, lo que me apetece es olvidarlo todo hasta el día siguiente.
El trabajo eventual ha hecho que perdamos el espíritu de compañerismo, despiden a la gente. Cada uno va a su aire, se trabaja fuera de horas, agotándonos unos a otros. La nueva factoría de Martorell no tiene club de deportes. No quiero vivir allí. No me gusta condicionar el lugar de residencia al trabajo. Para mí lo importante es estar cerca de los amigos, no del trabajo.
ASPIRACIONES
Nunca he definido mi vida. No sé. No quiero estar allí (SEAT) toda la vida. Pero, ¿adonde voy? Lo único bueno es que estoy acostumbrado a estar allí. No me atrevo a dar el paso e irme. No veo otras cosas. Mi máxima aspiración es no ser como mi padre. Estoy preocupado porque despiden trabajadores. Estamos pasando tiempos difíciles. Hay demasiada mala competencia; has de tener cuidado con otros trabajadores en los que no puedes confiar. Algunos quieren tener buenas relaciones con los capataces. Yo no me empeño en tener buenas relaciones. Hago mi trabajo. Algunos trabajan menos, pero mantienen buenas relaciones. Hay mal ambiente, se buscan favores. Tengo más confianza con mis amigos fuera del trabajo que con los conocidos del curro. Cuando organizamos actividades fuera del trabajo no se lo cuento a mis compañeros.
ACTIVIDADES CULTURALES
Formo parte de una liga de fútbol, juego en un equipo del barrio. Entrenamos dos veces por semana y jugamos los sábados o los domingos. Yo juego, pero me gusta mirar. Me gusta la competición. Hay 16 equipos en la liga. Vamos los onceavos. En sus inicios el equipo lo fundó la SEAT. Ahora tenemos que pagar: 25.000 pesetas para alquilar el campo.
Me gusta la ciudad. La música, pop, rock. No me siento andaluz, aunque llevas algo dentro. Tampoco me siento catalán. Estoy aquí porque estoy aquí. No me identifico con nada. No creo que sea bueno que me obliguen a hablar catalán. Lo hablo y lo entiendo; si alguien lo quiere estudiar, perfecto. Esto aún es España. Los catalanes están intentado imponerlo.
SINDICATOS
Todos los sindicatos son corruptos. No creo que defiendan a los trabajadores. Estoy en la CGT, que está menos ligada a los partidos. Asisto a las asambleas de la fábrica. Quiero estar informado. No participo. El sindicato socialista UGT favorece a la empresa y actúa como un partido político, hace un montón de propaganda. Organizan huelgas antes de las elecciones sindicales, y luego desconvocan las manifestaciones para firmar acuerdos desfavorables con la empresa.
No confío demasiado en los sindicatos. El sindicato CGT tiene más ganas de luchar, aunque tampoco me convencen. Mantengo buenas relaciones con algunos de los trabajadores más veteranos. No tengo ningún problema generacional. Los trabajadores jóvenes son el problema más grande. Están más reconcentrados en sí mismos que los mayores. Los trabajadores jóvenes están más preocupados por los bienes de consumo. Mientras tenía contrato temporal no estaba afiliado. Comencé a formar parte del sindicato año y medio después de que me hicieran fijo. Cuando trabajaba como eventual los sindicatos no se preocupaban de nosotros. Con el tiempo he ido teniendo contacto y he consultado a la CGT. Son más cercanos a mi forma de pensar, son menos corruptos, están más a favor de los trabajadores. Los partidos políticos son diferentes. No confío en ellos. La política es engaño. Los que están arriba se aprovechan. Mis ideas están a la izquierda, pero no me considero un radical. Algunos de mis amigos sí lo son. Nunca me he metido en política. No me convence. Los partidos se aprovechan. Yo me muevo con la gente. Participo en las huelgas, en las acciones solidarias. No voy a las movilizaciones de la ciudad. Organizamos fiestas alternativas en el barrio, pero la gente mayor se queja. No les gusta el rock’n’roll, no quieren cambiar. Ellos contratan una orquesta. No tenemos los mismos gustos.
ENRIQUE
Tiene 23 años. Ha pasado la mayor parte de su vida en Barcelona (Zona Franca). Sus padres son de La Coruña y de Burgos. Su padre trabajó durante 30 años en SEAT. Terminó la EGB y estudió cuatro años de formación profesional antes de dejarla.
INFANCIA
No me gustaba el colegio. Tampoco tenía demasiada presión familiar. La formación profesional no era importante para conseguir un trabajo en la SEAT. No había ninguna relación entre lo que habías estudiado en la escuela y lo que hacías en la SEAT. Todos mis parientes trabajaban en la SEAT. Pasaba mucho más tiempo con mis amigos que con mi padre. Los únicos momentos en los que la familia me importa es durante las vacaciones. Todos mis amigos son del barrio. Mientras iba haciéndome mayor, todas nuestras actividades se organizaban alrededor del complejo deportivo de la SEAT. Lo cerraron hace un año y medio. La asociación de vecinos la lleva gente mayor y tenemos poco en común. Todos los bares de los alrededores cierran a la una. Pasada esta hora tienes que salir del barrio. Seguiré viviendo aquí porque no tengo alternativa.
EMPLEO
En 1990-91 firmé mi primer contrato de seis meses con la SEAT. Firmé cuatro contratos. Ahora estoy cobrando del paro. Con el contrato temporal, cobraba lo mismo que un trabajador fijo, aunque es más fácil que te echen. No me preocupa estar sin trabajo, vivo con mi madre. Si tuviera deudas o un piso y familia sería un problema estar en el paro. Una madre nunca te echa. La familia es importante.
Trabajaba en la cadena de montaje. El ritmo de trabajo variaba, el trabajo era aburrido, repetitivo. La mayoría de mis amigos eran del barrio, más que del trabajo. No tuve ninguna relación con el sindicato socialista UGT ni con el comunista CCOO. Algunas veces con el sindicato CGT. Iba a las asambleas de la fábrica. Intenté organizar a los trabajadores eventuales para presionar a la SEAT a que renovaran nuestros contratos, a través de contactos personales. Eramos 1.500. UGT y CCOO no apoyaron nuestro colectivo. Los sindicatos son como los políticos. Prometen mucho y no hacen nada. Los sindicalistas viven bien y no trabajan en la empresa. Nuestros padres están acomodados. Se aseguraron sus prestaciones y por miedo a perderlas no se solidarizan con nosotros. Los trabajadores jóvenes sólo trabajaban para conseguir bienes de consumo y no se preocupaban de las condiciones laborales. La mayoría comenzó a reaccionar en el último momento, cuando los contratos estaban a punto de vencer y no iban a ser renovados. Mientras trabajo lo único que me preocupa es que me paguen. No soy leal ni me importa la fábrica. Antes de que me echaran ganaba 130.000 pesetas al mes en la SEAT. La mayoría de los empleos de ahora te ofrecen 60.000 pesetas; cuanto más trabajas, menos ganas. En cuanto a perspectivas de trabajo en el futuro, hay pocas cosas: 60.000 pesetas sin ningún tipo de prestación social son para chicos de 18 años o muertos de hambre. Podría aceptar trabajar por 100.000 pesetas, o incluso por 90.000. Mientras tanto, mato el tiempo en el bar y me voy de marcha hasta que se me acaba el dinero del paro. No quiero pensar en el futuro o en lo que haré cuando tenga 30 años. Ahora quiero vivir y no preocuparme por el futuro.
En cuanto a mis relaciones con mujeres, creo que es aburrido verlas con demasiada frecuencia. Las mujeres no quieren depender de los hombres, o al menos eso es lo que dicen. Por lo que respecta a los movimientos sociales, hay pocas posibilidades. La situación continuará como hasta ahora. Todo depende de lo que haga la gente que tiene el dinero. Para que las cosas cambien, le tiene que ir mucho peor a mucha más gente.
MANUEL
Tiene 52 años y trabaja en Lucas Diesel en Ripollet. Su padre nació en Alicante, trabajaba como jornalero. Emigró a las minas de cemento de Gavá, y fue reclutado como esquirol. Más tarde trabajó en la construcción.
Mi padre era analfabeto y combinaba el trabajo en el campo con la fábrica. Tenía un gran respeto por la educación. Quería que yo fuera ingeniero, pero a los 14 años decidí dejar el colegio y trabajar en un taller mecánico. Respetaba mucho a mi padre, pero raramente hablábamos. Iba del trabajo a casa a cultivar su huerto, su principal distracción. Durante la República mi padre fue un miliciano anarquista, pero las luchas entre los partidos le decepcionaron y abandonó la política.
Nací en Ripollet, en un barrio de clase obrera. Había muchos trabajadores de empresas textiles y de embalaje, de pequeños talleres, obreros de la construcción y jornaleros. Allí no había falangistas. La solidaridad se vivía día a día; los niños se dejaban en casa de los vecinos para ir a trabajar. Todos se conocían. Cada familia tenía su apodo. Mis padres primero estaban de alquiler, luego, a mediados de los 50, compraron una casa. Respetaba a mi padre aunque era autoritario. Mi madre me crió. Las actividades familiares eran escasas, algún que otro domingo íbamos a buscar setas. Mi vida social eran los compañeros de la calle. Había rivalidades entre las pandillas de distintas calles, fútbol en la calle, y de vez en cuando peleas. Viví en casa de mis padres hasta que me casé. A finales de los 60 nos compramos un piso. Tenia 26 años.
Terminé la EGB, pero no seguí estudiando. Quería compensaciones económicas inmediatas. Dejé los estudios para trabajar y poder pagarme excursiones de fin de semana, ir a bailar y a fiestas. Lo normal era dejar la escuela a los 14 años y comenzar un aprendizaje de cuatro años. Trabajé en un pequeño taller con otros cuatro trabajadores y seis aprendices. Daba toda mi paga (75 pesetas) a la familia y ellos me devolvían 25 pesetas para mis gastos. A mediados de los 60 había más demanda que oferta laboral. Podías cambiar de trabajo y mejorar el salario. Entré en Lucas a mediados de los 60. Era una empresa nueva y la mayoría de los trabajadores tenían menos de 35 años. Yo tenía 19. La fábrica estaba situada en Sant Cugat, y la mayor parte de mis compañeros de trabajo no vivían en esa ciudad.
Nuestras relaciones eran sinceras y abiertas. Trabajábamos desde las ocho de la mañana hasta las siete menos cuarto de la tarde. Al principio casi todos mis amigos eran de mi antiguo barrio, de fuera de la empresa. Descubrí la perspectiva de clase y la ideología en la fábrica, de manos de trabajadores veteranos provenientes de otras fábricas. Comencé a relacionarme menos con mis amigos del vecindario y encontré más cosas en común con mis compañeros de trabajo. Ahora mis mejores amigos son de la fábrica. Hacemos vida social en el trabajo. Con mis compañeros de trabajo comparto el tiempo de las luchas sociales, en el sindicato, las cuestiones del trabajo, y con mis amigos de la ciudad comparto el tiempo de ocio. En la ciudad soy miembro de una coral y de un club deportivo. Durante la época de Franco la iglesia tenía un centro social que organizaba salidas, scouts, grupos de teatro, ajedrez y ping-pong, asi como educación en los valores católicos. Tenía una mentalidad muy abierta. Antes, durante la República, el bar era el lugar de encuentro. Yo era activo, tanto en el vecindario como en el trabajo. En mi vida política hay tres períodos: Franco, la Transición y la democracia.
Era más activo antes de la democracia. Temamos metas comunes, conectábamos las ideas con la práctica diaria y un fin común. Subordinábamos nuestras diferencias. Con la llegada de la democracia comenzaron las diferencias, las divisiones, las rivalidades personales, las etiquetaciones partidistas; los esfuerzos por imponer «la verdad» acabaron con las asociaciones.
TRABAJO
La ciudad y los barrios apoyaban las huelgas locales. Incluso los pequeños empresarios apoyaban a la clase trabajadora. Yo me sentía obrero. Cuando entrabas a trabajar en una fábrica conseguías un empleo de por vida, un contrato de por vida y por ley. Podías hacer planes de futuro. Yo estaba ligado a mi trabajo. Orgulloso de hacer un buen trabajo. Mi trabajo era interesante. No era un peón. Veía todo el proceso. Era jefe de sector. Podía observar la evolución del producto a medida que se incorporaban las innovaciones. Hubo una huelga general en 1973 y despidieron a muchos trabajadores. La fábrica creció de cien trabajadores en 1973 a 1.300 en 1980. Hasta 1980, la mayoría de los trabajadores compartían un punto de vista común, después cambiaron. Antes compartíamos las preocupaciones y el origen, las luchas sociales y contra Franco. Después de 1980 los trabajadores pasaron a ser más individualistas, estaban desorientados en lo que respecta a las clases, afiliación a sindicatos, propiedad de la empresa (pasó de propiedad catalana a británica), les faltaba una orientación socio-política. Desaparecieron los aprendizajes. Mediante las negociaciones colectivas se volvió a introducir el aprendizaje. Los sindicatos intervinieron en la selección de aprendices. De esta forma podían reclutar cuadros sindicales y proporcionar educación social. Recientemente la empresa terminó con el programa. El trabajo es importante. Me sentí perdido después de perder el empleo. Pasé tres años en la calle después de que me despidieran por participar en una huelga. Que me pagaran por no trabajar fue un golpe.
FAMILIA
Tengo cuatro hijos. El mayor es licenciado en Psicología, el segundo trabaja como vigilante nocturno. Los otros dos aún están estudiando. Ahora la vida familiar es distinta. El contexto urbano es diferente. Antes la calle era nuestra. En la escuela siempre he estado cerca de mis hijos. Era el entrenador del equipo de baloncesto. Era activo en la asociación de padres. Yo respetaba más a mi padre de lo que ellos me respetan a mí. A los 15 años contribuía a la economía familiar. Mis hijos no participan (edades: 24, 22, 19 y 18). Lo que ganan es para sus gastos. Mi hijo, el licenciado, está vendiendo libros con un contrato eventual de seis meses.
SINDICATOS Y POLÍTICA
Al principio, bajo el régimen de Franco, no había sindicatos donde yo trabajaba. Sobre 1969 se creó un sindicato clandestino. Hablábamos de las relaciones laborales, los sueldos, la estructura de la toma de decisiones, [ajusticia social. Tenia una visión de «toda la empresa»: los beneficios de la empresa crecían a más velocidad que los salarios. Comenzamos a organizamos alrededor de amigos en los que podíamos confiar. Nos convertimos en el grupo dominante de la fábrica. Eramos el único sindicato democrático.
La UGT, CNT, CGT y Comisiones no existían. Comisiones Obreras no era un sindicato, se basaba en comités de empresa. Una vez legalizado el partido comunista, éste se apoderó de CCOO. Eran mayoría en casi todos los sindicatos, pero no en nuestra fábrica (Lucas). Al principio los partidos fueron la esperanza, para hacer realidad, mediante el poder político, cambios básicos. E! engaño fue tremendo. Los partidos socialista y comunista, una vez legalizados, nos vendieron en busca de cargos en el aparato de Estado y de subvenciones públicas. Sacrificaron nuestras demandas sociales por provecho personal y político.
La mayoría de los empleos en la sección de reparaciones y mantenimiento de la fábrica están subcontratados a jóvenes con contratos eventuales. Yo hago el turno de noche y la mayoría son eventuales de entre 18 y 27 años. La empresa contrata trabajadores y les da cursos que les adoctrinan en cómo la firma es un padre para ellos. Fin la mayoría de sitios los eventuales ganan el 50% del salario normal. En Lucas, los eventuales cobran lo mismo que los fijos gracias a nuestro sindicato.
JULIO
Tiene 49 años y es estibador.
Mi padre era catalán, nacido en Barcelona. Vivió lejos de casa, en Palma de Mallorca. A mí me crió mi madre. Mi madre era dura, imponía disciplina. Yo ayudaba a mi madre en la casa. Para ella mi educación era importante, pero yo no quise estudiar. Quería trabajar. Nunca hablamos de una carrera. Deseaba un trabajo cualificado. Vivíamos en Barcelona. Mi padre era rojo y pasó un tiempo en un campo de concentración de Franco. Era recluta, pero al finalizar la guerra ya era capitán. Vio muchos pelotones de ejecución. Le daba miedo hablar de cualquier cosa que tuviera que ver con la guerra o con la República, incluso en casa. Vivíamos en un barrio de clase trabajadora. La gente se sentaba en las escaleras y compartía la comida con los vecinos. Yo crecí en el seno de una familia grande, con tíos y abuelos, y tenía muchos amigos en el barrio. A los 13 años dejé el colegio. Era muy autoritario, pero nos daban de comer. Trabajé de aprendiz en un taller durante tres años por 75 pesetas semanales. A los 24 años, en 1969, conseguí este trabajo como estibador y ganaba 3.500 pesetas semanales. Las condiciones laborales eran malas. Fui trabajador eventual durante dos años. El trabajo se adjudicaba de acuerdo con la antigüedad. Pasados dos años conseguí un trabajo estable. Al principio sólo existían los sindicatos verticales del régimen de Franco. Los sindicatos autónomos comenzaron a organizarse en 1973-75, al final del franquismo.
Manteníamos buenas relaciones laborales: la amistad antes que el trabajo. Los amigos entraban juntos a trabajar, comíamos juntos y nos tomábamos algo después del trabajo. Los días que no había trabajo en el muelle íbamos a Castelldefeis a comer y jugar al fútbol. La mayor parte de la vida social estaba en el trabajo. Después de casarme nos mudamos y mi vida social decayó. De vez en cuando salgo con mis compañeros de trabajo sin la mujer. Fui más activo durante el periodo de Transición. Participé en la huelga de 1980. Me despidieron y la caja de resistencia me mantuvo. Éramos mas activos v teníamos más esperanzas que ahora. Desde que cambié de vecindario he perdido el sentimiento de pertenecer a un barrio. Sólo nos encontramos en los ascensores. La calle y los pisos inhiben las relaciones entre vecinos.
TRABAJO
Me siento como un jubilado. Me gustaba el trabajo en el puerto. Me gustaban las relaciones que manteníamos en el pasado. Ahora hay menos solidaridad. Antes los trabajadores te cubrían si llegabas tarde o no ibas un día. Ahora la actitud es que la empresa tiene el mando. Yo estaba orgulloso de ser un estibador. Podías discutir con el dueño de la empresa. Teníamos fuerza. La estamos perdiendo. Eramos más independientes. El capataz y los trabajadores se mezclaban. Ahora todos van con el culo prieto. Cada día es más difícil. Hay presiones constantes desde arriba. Dicen que ahora somos más profesionales. Yo no lo creo. Antes teníamos capacidad para resolver los problemas. Ahora tenemos que estar pendientes de los «coordinadores». Por culpa de las presiones de arriba, los trabajadores se han vuelto miedosos, tienen pánico a mojarse. Apenas conocemos a ninguno de los nuevos trabajadores. Hace veinte años había 2.000 trabajadores, ahora hay 500. Todo se ha automatizado. No me gusta el nuevo sistema de trabajo. Me eligieron delegado, pero el sindicato no nos apoya. Hacemos horas extras cuando hay gente esperando conseguir un empleo. No hay solidaridad.
CICLO DE VIDA
Me casé a los 23 años. Tenía un trabajo fijo. Tengo tres hijos y un piso. Lo compré. En casa nunca hablamos de temas sindicales. Todos mis hijos viven en casa, todos con trabajos eventuales. Los mejores años fueron los de finales de los 70. Mi salario subió a 45.000 pesetas semanales; en los 90 se estancó. Tengo una segunda residencia cerca de Vic, que compré hace seis años. Nunca he estado afiliado a ningún partido político, pero voto a Convergencia. Voto a «los de casa».
Mi hijo acaba de conseguir un trabajo en la nueva policía autonómica de Cataluña. Gana 200.000 pesetas al mes. Soy perezoso, me quedo en casa, miro la tele, y en Vic voy en bicicleta. No me reúno con los otros trabajadores que aún viven en la Barceloneta. Quiero dejar de ser delegado sindical. Hay demasiados conflictos con los funcionarios sindicales. Han sido líderes demasiados años y tienen más cosas en común con los jefes que con los trabajadores. Los trabajadores les apoyan a cambio de favores para que sus hijos puedan quedarse con su trabajo cuando se jubilen. No soy ambicioso. Estoy contento con mi vida. Soy un burro, pero he sido capaz de sacar adelante a mi familia. Me ha salido bien. Gano 300.000 pesetas al mes contando horas extras.
JOSÉ MARÍA
José María tiene cincuenta años y trabaja en la Olivetti.
Mi padre era de Cádiz. Emigró a Cataluña en 1940, vivió en barracas hasta 1962 y luego se mudó al Besos. Después a Nou Barris y compró una casa. Tuvo varios trabajos simultáneos, principalmente en los tranvías. En 1930 era falangista y luego activista del partido comunista. En casa nunca hablamos de política.
Viví en el Barrio Chino hasta los cuatro años, luego en barracas en Montjuíc. Todos eran andaluces, casi todos obreros de la construcción; compartían la comida, se oponían a Franco, pero tenían miedo de expresarlo. Comencé a ir al colegio a los 9 años, a la Virgen de la Merced, una escuela privada católica; dejé la escuela a los 13 años. Comencé de aprendiz en la Olivetti a los 14 años. De los 100 aprendices sólo 5 se quedaron para pasar a ser especialistas. El resto terminó en la cadena de montaje. He trabajado en la Olivetti durante 36 años. Los compañeros de trabajo provenían de distintas partes de la ciudad, lo que significaba pocas amistades. La hora de la comida en la fábrica y el club deportivo eran los únicos momentos en los que podíamos reunimos. Pero había un cierto entendimiento entre nosotros. Todos trabajábamos por cupos. A los trabajadores que rompían la norma se les caía el pelo. Había más vida social en las barracas que en los grandes edificios del Besos. La mayoría de mis amigos eran de Montjuíc. Éramos cuatro o cinco. Los sábados íbamos a bailar, y los domingos por la tarde al cine del Club del Libro.
TRABAJO
Me gustó el trabajo durante mucho tiempo. Te ponía retos y yo era creativo. Hacía cosas, organizaba mi trabajo. Me gustaba. Con la llegada de los ordenadores todo cambió. Ahora todo lo que hago es revisar las máquinas estropeadas. Trabajar con ordenadores es aburrido. Tengo ganas de jubilarme. He tenido problemas con el capataz. No por cuestiones políticas. Por ejemplo, fui sancionado por cantar en el trabajo.
Nunca me faltó trabajo. Siempre tuve empleo fijo. Nuestras luchas se organizaban para limitar el tiempo de trabajo. Primero conseguimos el sábado libre, después la jornada de ocho horas, luego, en 1972-73, los 28 días festivos al año y 30 días de vacaciones pagadas. De 1970 a 19SO mi salario aumentó de 11.000 pesetas mensuales a 100.000. Conseguimos continuas mejoras hasta 1982. Desde entonces ha habido estancamiento y despidos. En 1959 había 5.000 trabajadores en Olivetti Barcelona; en 1994 hay 190. Los despidos comenzaron en 1981. Participamos en muchas huelgas para impedir los despidos. Las jubilaciones anticipadas. Al final los trabajadores aceptaron los dictados de la multinacional, que se trasladó a Latinoamérica. Fue traumático. Todo el mundo pensaba que Olivetti era un trabajo de por vida. El cambio de la máquina de escribir al ordenador acabó con esa historia.
Nunca esperé subir en la empresa. Evitaba las promociones. Hago mis ocho horas y me largo a casa.
FAMILIA
En 1970, a los 25 años, me casé y viví en casa de mis padres durante un año. Luego conseguí un crédito y me compré un piso. Aquí no hay vida vecinal. En un bloque de pisos viven 150 familias. Soy el presidente de la comunidad y superviso el mantenimiento y cumplimiento de las normas. Nuestra lucha más sonada fue para bajar el nivel de ruidos del patio, de modo que los inquilinos pudieran dormir. Tengo dos hijos. Uno tiene 24 años y estudia Informática. Creo que el mercado laboral es muy positivo, pero él tiene miedo de no encontrar trabajo. Lo que está aprendiendo no corresponde a las demandas laborales. Algunos de sus amigos están en el paro, otros están bien colocados y ganan 120.000 pesetas o más al mes. De todas formas, es muy raro que alguno encuentre un empleo fijo. Mi hijo de 19 años trabaja en un concesionario de Olivetti. Trabaja y estudia. Yo le ayudé a encontrar el empleo. Se supone que trabaja cuatro horas al dia por 55.000 pesetas al mes;pero suele trabajar seis o siete y no le pagan las horas extras. Lleva cuatro años trabajando a tiempo parcial. Le renuevan su contrato cada año. Su novia trabaja a tiempo parcial ensobrando cartas durante 12 horas por 1.000 pesetas al día. El piso más barato en esta zona cuesta 12 millones de pesetas, de forma que las posibilidades de casarse y formar un hogar son muy remotas.
POLÍTICA Y SINDICATOS
La gente se mete en política para hacerse rica. La democracia tiene ventajas, ofrece la posibilidad de cambiar las cosas, pero la gente es ignorante. Votan a los beneficiados. La gente es pobre. Con limosnas del Estado compran la lealtad al PSOE. Yo participo a nivel municipal. El alcalde es del PSOE. Es muy asequible. Yo le voté.
En el trabajo participo en las asambleas sindicales. Me gusta estar informado de los contratos. Desde los 80 los trabajadores piensan que con las huelgas pierdes dinero. Ahora la empresa es mucho más dura, hace menos concesiones y hay más rigidez. Últimamente me he opuesto a las huelgas. Tengo demasiadas facturas por pagar. Antes formaba parte de la USO y lo dejé porque tuve algunos conflictos personales. Me hice de CCOO. No me interesan las siglas sindicales. Las asambleas eran abiertas, democráticas y las votaciones se respetaban con CCOO. Organizamos a los trabajadores en Olivetti para que participaran en las huelgas generales del 14 de diciembre de 1988 y del 27 de enero de 1994, en protesta contra los «contratos basura» promovidos por el gobierno socialista (contratos laborales que permiten a los empresarios pagar por debajo del salario interprofesional y contratar a trabajadores eventuales mayoría de los participantes en la huelga general eran trabajadores mayores. Mis hijos, para quienes se hacía toda la huelga, no participaron. Donde trabaja mi hijo votaron a favor de la huelga, consultaron al jefe y decidieron no ir a la huelga. ¡Imagínelos preguntando al jefe si está bien hacer huelga!
Quiero jubilarme lo antes posible. He alquilado una pequeña casa en Palol, cerca de Girona, por 4.000 pesetas al mes. Es allí donde me gusta pasar mi tiempo libre.
MIGUEL
Miguel tiene 29 años. Ha trabajado en la SEAT siete años.
Mi padre fue minero en Ciudad Real, jornalero en el campo, y en Cataluña trabajó en la construcción y en fábricas. Nunca hablaba del trabajo con la familia. Nunca se identificó con la clase obrera. Me metí en política en el instituto y más tarde, en 1984, pasé a formar parte de una agrupación de parados de mi barrio. A principios de los 80 el movimiento de parados era activo, teníamos unos 10.000 miembros. Trabajaba a tiempo parcial limpiando edificios. En 1988 comencé a trabajar como eventual en la SEAT y en 1991 me hicieron fijo. Muchos de los trabajadores eventuales de entonces siguen siéndolo o han sido despedidos.
Mientras fui trabajador eventual veía la vida de forma distinta. En el trabajo había descontento, pero no independencia. Ahora tengo la posibilidad de planificar y sentirme más independiente. Mientras fui trabajador eventual viví con mis padres. Este año me he comprado un piso con una hipoteca; lo estoy amueblando. Esto cambia la dinámica de mi vida.
Nunca he tenido problemas con mis padres, pero estaba cansado de hacer siempre el mismo papel. Tener tu propia casa te da mas independencia y puedes invitar a los amigos. El piso que he comprado está cerca de la casa de mis padres.
PERSPECTIVAS
La situación cuando yo buscaba trabajo era distinta a la de ahora. La mayoría de la gente joven eran más inquietos a principios de los 80. Con el tiempo han ido a menos. Hoy están menos interesados en los sindicatos que, digamos, hace cinco años. Hablo más con los trabajadores veteranos. Creo que hay dos factores que influyen en las diferencias generacionales.
Los cambios de las leyes laborales han aumentado la inestabilidad del desempleo; la gente joven está menos interesada por los sindicatos y las reclamaciones laborales y más preocupada por sobrevivir en el trabajo, menos interesada por sacrificarse por los sindicatos. En segundo lugar, la sociedad ha cambiado. El movimiento juvenil de 1984 estaba más politizado. Las universidades estaban más politizadas.
Hoy sólo miran por sí mismos; no son líderes juveniles. En tercer lugar, los sindicatos y los partidos políticos han abandonado la educación y organización de los jóvenes. No han sabido llegar a ellos ni han incorporado nuevas energías. En la tienda en la que trabajo, el 75% son eventuales; hay distintas reacciones. Algunos viven en un mundo personal, no les interesan los sindicatos. Otros te hablan de sindicatos y reclamaciones. Muy pocos aluden a las experiencias de sus padres. La mayoría de mis compañeros de trabajo han cambiado su orientación en cuanto han pasado a ser fijos. Los eventuales que están a punto de ser despedidos se vuelven conflictivos. Los que pasan a ser fijos se hacen corporativistas, buscan intereses económicos inmediatos. Los eventuales van con cuidado hasta que los echan, luego surgen las protestas espontáneas.
RAFAEL
Rafael tiene 53 años. Nació en Sevilla y llegó a Barcelona en 1964, a los 24 años.
En Andalucía era jornalero. Aquí tenia cuatro hermanos. Vivíamos en Hospitalet, un vecindario exclusivamente obrero, todos eran inmigrantes. Mi primer trabajo fue en la construcción con un salario muy bajo, 500 pesetas al mes. En junio de 1965 conseguí un trabajo en la SEAT. Mi salario subió a 3.500 pesetas, pero me gastaba 2.000 en cama y manutención. Soy básicamente autodidacta. Dejé el colegio cuando tenía 10 años, y luego fui a la escuela nocturna para adultos. Me casé dos años más tarde. Alquilé un apartamento y seis años después nos compramos un piso. Tengo dos hijos, uno trabaja como eventual en la SEAT, y mi hija estudia Económicas en la universidad.
TRABAJO
Cuando comencé en la SEAT nuestros salarios eran mayores que en otros sectores, aunque seguían siendo bastante bajos. Pero subieron rápidamente durante los años 60 y 70, y luego se estancaron. En 1965 ganaba 3.500 pesetas mensuales; en 1970, 8.000; en 1980, 100.000; en 1990,130.000; y en 1995, 143.000.
Me uní a un sindicato clandestino en 1968 y participé en las asambleas sindicales de CCOO en 1978, una vez las legalizaron. Fui activo, pero nunca me arrestaron o persiguieron. Aparte de los sindicatos, fui muy activo en la asociación de padres y alumnos en el colegio desde 1974 hasta 1988. Fui el presidente durante tres años. También participé en política municipal. Durante esos años era más activo en las asociaciones vecinales que en los sindicatos.
Siempre formé parte de la asociación de vecinos Formulábamos demandas para conseguir más y mejores profesores y mejorar las escuelas. Secundábamos un club deportivo y recreativo. Dejé la asociación de padres cuando mis hijos acabaron el colegio y comencé a participar en el comité del sindicato.
Vivo en un barrio de clase trabajadora que solía llevar a cabo una enorme cantidad de actividades. Ahora hay muchísima menos actividad y organización Luchamos y mejoramos el vecindario; logramos muchos de nuestros objetivos. Después del trabajo, al barrio era lo más importante. Lo esencial era la falta de instalaciones urbanas y el hecho de ser un ciudadano. Hoy día el barrio es distinto. Ha cambiado nuestra forma de vida. Nuestros salarios hacen que nos sintamos acomodados. Han aumentado las drogas y el paro, han surgido nuevos problemas, pero resulta difícil implicar al vecindario. Los jóvenes no pasan las necesidades que nosotros tuvimos. Los padres se ocupan de todo. No entiendo por qué los jóvenes que no tienen trabajo no participan en la comunidad. Carecen de interés.
En casa tenemos grandes discusiones. Mi esposa, mi hija y mi hijo hablan de todo. Mi hijo tiene más juicio. Mi hija defiende la clase trabajadora en la escuela. Es nacionalista catalana. La mayoría de mis compañeros de trabajo no hablan de sus actividades con la familia. Falta el entendimiento. Cuando voy a reuniones los sábados o los domingos, mi familia entiende lo que estoy haciendo. Mi hijo es miembro de CCOO, pero es una excepción. La gente joven debería participar más en los sindicatos . Tenemos muy pocos miembros. Siempre he trabajado, desde que tenia seis años hasta ahora. Solo he estado en el paro durante tres meses. De 1965 a 1992 hice jornada completa y todo el mundo tenía trabajo fijo. Muchos de los trabajadores de la SEAT viven cerca de mi casa y todos los días vamos juntos al trabajo.
POLÍTICA
Si tienes ideas para cambiar las cosas merece la pena involucrarse. Los municipios tienen recursos. Tienes que tener interés. Para cambiar no debes adaptarte e. De entre mis actividades políticas prefiero la política municipal. Me gusta tratar con gente próxima, con los problemas de los ciudadanos. Hoy día todo está mal. No me mal interprete. Franco estaba mal. Durante un corto período de tiempo fue fantástico. Con el PSOE hemos caído en un pozo. Entre Franco y el PSOE estuvo Suárez, que estaba mejor. Felipe ha empeorado lo que teníamos. Nadie quiere volver a la dictadura, pero las cosas han empeorado con el PSOE.
RAMÓN
Tiene 38 años y está en el paro. Nació en Barcelona, en el barrio de la Barceloneta.
Mi padre era cocinero en un restaurante. Actualmente vivo con mi familia. Hace nueve años, a los 29, me mudé a Cardedeu, una ciudad no demasiado lejos de aquí. Me casé, perdí el trabajo y nos separamos. El matrimonio necesita una economía. Ahora he vuelto. Estuve trabajando para una empresa instalando conexiones de gas, agua y electricidad. También trabajé para grupos de teatro encargado del attrezzo. Mi ex compañera lavaba platos y limpiaba casas. Mi padre nunca ha sido activo ni política ni socialmente. Nunca tuvimos demasiadas cosas en común. La mayoría de mis relaciones eran con amigos del vecindario.
El barrio tiene una cultura de izquierdas. La CNT participaba sobre todo en actividades culturales. Comencé a ser activo en el barrio a los 18 años junto a mis amigos. Ahora la Barceloneta es totalmente distinta. Antes había amistades intimas, actualmente son casi inexistentes. La solidaridad entre los compañeros se ha perdido. Todo el mundo busca trabajo, cada uno se preocupa por sí mismo. La política gira entorno al capitalismo. Los trabajadores no tienen nada que decir en política. Luchan por algo que no les pertenece. Antes la familia era una piña. Ahora se está desintegrando. Los hijos no pueden marcharse de casa porque no pueden hacer planes. Los hijos están cansados de sus padres, y los padres de los hijos. Mi familia es un salvavidas. Mi padre está jubilado y tiene que mantenerme. Ahora es imposible tener tu propia vida. Antes, alcanzada una cierta edad, te ibas. Ahora es imposible.
Fui al colegio hasta acabar la EGB. A los 14 años empecé a trabajar. Trabajé durante dos años en los astilleros, pero los cerraron y me quedé en el paro. Esto fue en 1975. Luego conseguí un trabajo como camillero en un hospital, donde trabajé durante cinco años. Entonces llegó la crisis económica, me despidieron y cobré del paro durante dos años. Más tarde conseguí un trabajo instalando gas y agua. Trabajé durante ocho años antes de que me despidieran por falta de faena.
VIDA SOCIAL Y POLÍTICA
Entre los años 1975 y 1980 la Barceloneta era un lugar muy animado. El vecindario estaba mezclado, dividido entre trabajadores y choricillos. Había muchas organizaciones vecinales que montaban actos políticos y culturales e involucraban a todo el barrio. Fui de la asociación de vecinos y de la asociación de los Diablos, que organizaba las fiestas. No participé tanto como me hubiera gustado, porque los partidos políticos manipulaban las asociaciones. Las luchas principales eran por la calle -fuentes, recogida de basura, colegios- y contra la droga. En el barrio hay mucho tráfico de drogas. Hablábamos con los chicos consumidores de drogas para que la dejaran y advertíamos a los vendedores de que se marcharan, pero la policía les protegía. Los Diablos nos reuníamos todos los martes para planificar las intervenciones en las fiestas. Casi toda mi actividad era en los sindicatos, pero mis mejores amigos eran del barrio. Era miembro de la CNT, ahora soy de la CGT. He participado en varios comités de huelga allí donde trabajé. Hace nueve años me mudé a una ciudad pequeña debido al trabajo. Mi partido era el de los independentistas Esquerra Republicana de Catalunya. Decían que eran libertarios, pero cuando disentías no les gustaba, así que lo dejé. Trabajé con un grupo de teatro. Era el único grupo progresista de los alrededores.
En el trabajo los compañeros eran distintos de los que yo conocía en Barcelona. Los trabajadores eran muy sumisos. No hablaban de problemas laborales. Los jefes no toleraban ningún tipo de discusión. Tenía que cerrar el pico. Nada de huelgas. Si decías algo te echaban a la calle, y señalado. Todo lo que hacías estaba en función de conservar el trabajo. No es que haya miedo a perder el trabajo, ¡hay pánico! Debido al gran número de desempleados, una vez te has quedado en el paro ya no tienes ninguna posibilidad. Antes era distinto. Dicen que están proporcionando un «salario social» con estos contratos eventuales, pero es mentira. No hay solución a corto plazo, puede que a largo plazo.
Perdí el empleo en 1993, hace dos años. La empresa cerró y me dieron 200.000 pesetas. Desde entonces trabajo donde puedo. He trabajado haciendo instalaciones eléctricas y de gas para subcontratistas, a veces ganaba 90.000 pesetas al mes, a veces nada. El alquiler era de 60.000 pesetas. Decidí marcharme. Mi compañera quería una relación a distancia, yo no. En 1994 volví a la Barceloneta. El mercado laboral está fatal. Sólo hay pequeños trabajos ;n los que ganas 15.000 pesetas semanales instalando cañerías de gas. El trabajo pasa por dos grupos de subcontratistas, todos se sacan un pellizco. A veces tengo trabajo pintando casas o lo que sea. He pegado carteles anunciándome, pero el negocio está mal. La competencia es demasiado dura.
Estoy colaborando con la CGT intentando organizar a los parados, pero la respuesta es mala. Todo ;el mundo busca su propia solución. Se ha perdido el sentido de pensar en soluciones colectivas. El barrio de la Barceloneta ya no es un centro organizativo. La gente se ha dispersado. Muchos de los jóvenes simplemente buscan cualquier sitio donde colocarse.
Actualmente no hay continuidad en el trabajo, y cada día que pasa es peor. Esto te afecta en la forma le pensar. No tienes nada estable. Por mucho que pienses que estás capacitado para un trabajo, lo único que haces es vivir el día a día. Esto afecta a tus relaciones sociales. A veces temes que el dinero que tienes no baste para ir a ningún sitio. Así que te acabas diciendo que no merece la pena. Te sientes pillado. Ahora las relaciones son muy transitorias. Totalmente. Hay menos solidaridad. En el trabajo ya no existe. Antes, cuando se convocaba una huelga tolo el mundo se apuntaba. Ahora todos te dicen: perderas el trabajo, quédate donde estás.
Con Franco había miedo, miedo a la represión, pero con la solidaridad, la gente era más fuerte. El ruedo bajo el mercado es más cruel: los trabajadores están enfrentados entre ellos. Ahora hay más miedo a no tener nada que cuando se luchaba contra la dictadura. La sociedad no quiere enfrentarse a los problemas del desempleo más allá de las soluciones familiares. La familia continúa aguantándonos porque no hay otra salida. No hay rebelión porque la familia sigue sosteniendo a los parados. Quizás cuanlo se acabe el apoyo familiar, habrá una revuelta. Hoy por hoy el ánimo que predomina entre los parados es volver la espalda a los problemas, tomarse una cerveza y fumar un cigarrillo.
He pensado en abandonar el país, pero la crisis está en todas partes. No estoy seguro de poder encontrar trabajo en ningún otro lugar.
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CONCLUSIÓN
La supuesta «modernización» de la economía española bajo los auspicios del régimen socialista de Felipe González ha tenido un efecto profundamente negativo sobre la vida socio-económica, política y cultural de la clase trabajadora y, en particular, sobre la familia y los trabajadores jóvenes. La liberalización de la economía ha llevado a mayores injusticias sociales y a menos actividades políticas, en realidad a una disminución de la democracia política. Los trabajadores hablan positivamente, de un modo casi unánime, de su participación política en las luchas antifranquistas y durante la Transición.
Los asociaciones de vecinos y sindicatos fomentaron la ciudadanía, las activas asambleas ciudadanas debatían los asuntos públicos. Bajo los auspicios del régimen socialista, la intervención del partido en la sociedad civil, la mano dura del Estado y los políticos electorales minaron las organizaciones locales; los sindicatos socialistas se volvieron, en la práctica, apéndices del Estado; los sindicatos comunistas, aunque en cierto modo más activos, fueron sometidos por los pactos políticos de los líderes de su partido, cosa que socavó la militancia local. La generación de trabajadores más jóvenes, que llegaron a su mayoría de edad política en un periodo de corrupción política masiva que lo ha impregnado todo (cuando los partidos socialista y «nacionalistas» competían por socavar la seguridad en el empleo), expresan desconfianza general, cuando no repugnancia, a los partidos y los políticos, al tiempo que se centran en actividades privadas. Abundan las excepciones, especialmente entre una acérrima minoría de activistas de ambas generaciones; pero la hostilidad a la política de partidos es universal y refleja la brecha cada vez más honda entre las élites políticas dominantes y la masa de trabajadores atomizados; especialmente los jóvenes, empleados temporales y parados. El supuesto de los economistas liberales de que un funcionamiento favorable del mercado se traduce en mayores niveles de vida y más libertad política es falso. La intensificación del mercado crea mayor dependencia familiar, más inseguridad personal, movilidad social descendente y menos autonomía personal. El mercado debilita la sociedad civil y fortalece el poder del Ejecutivo, al tiempo que disminuye el apego de los ciudadanos a las instituciones electorales.
Por lo que se refiere a la estructura social, la política de «libre mercado» no sólo amplía la brecha entre clases, sino dentro mismo de las clases. La diferencia de ingresos entre los viejos trabajadores fijos y los jóvenes eventuales oscila entre ratios de 2 a 1 y de 5 a 1, sin contar los beneficios complementarios (vacaciones, pensiones, cobertura sanitaria, etc). Al carecer de continuidad social, el mercado ha debilitado el nivel de organización social. Al temer a los empresarios, el grueso de los trabajadores temporales no se afilian a los sindicatos, ni expresan opiniones en el trabajo. La falta de continuidad laboral socava las asociaciones sociales. Fuera del trabajo, el mal sueldo, la atomización social y el sentido de impotencia social desaniman la participación en asociaciones de vecinos, tal como sus padres hicieron en el pasado. La sociedad está ahora organizada en tomo a grupos recreativos, privados e informales. El crecimiento de las asociaciones privadas no tiene relación con las necesidades sociales profundas de la mayoría de los jóvenes trabajadores. En el mejor de los casos, son entidades de consuelo, en el sentido en que lo fue la Iglesia para la generación precedente. Los estridentes conciertos de rock son como las sesiones de los evangelistas, válvulas de escape sin riesgo para liberar emociones contenidas.
Aunque la calidad de vida de los jóvenes trabajadores era mejor que la de sus padres mientras estaban creciendo, las perspectivas de futuro son mucho más negativas. Además, como les han mimado y satisfecho todos sus deseos de consumo, carecen del empuje y la iniciativa para cambiar su estatus. Más aún, cuando llegan a la edad adulta no hay modelo politico ni movimiento que les atraiga. Ni tampoco sus padres les han provisto de un marco de referencia político para hacer frente a sus adversarios sociales y políticos.
Para entender el impacto de la estrategia de liberalización es fundamental su impacto diferenciador sobre la clase trabajadora. Aunque hay más bienes de consumo asequibles, la generación más joven tiene menos recursos para «meterse» en el estilo de vida consumista; especialmente en los artículos de etiqueta cara, como la vivienda, los muebles y el transporte. Aunque ha aumentado la renta nacional, la participación en ella de la clase trabajadora ha disminuido, y en particular el porcentaje de salarios que corresponde a los jóvenes trabajadores ha sido el que ha bajado más. Al trabajar en la economía sumergida, con sueldos por debajo del salario mínimo, o en los supuestos contratos de aprendizaje, los jóvenes empleados reciben salarios por debajo del nivel de subsistencia. Hoy el 95% de los nuevos contratos laborales son temporales. Y la gran mayoría de los trabajadores eventuales no se convierten en fijos.
Además de los ingresos, la liberalización ha ampliado la diferencia entre los trabajadores temporales y fijos y eso ha aumentado los potenciales conflictos sociales entre eventuales, fijos y parados. Los trabajadores mayores se orientan hacia términos favorables para sus jubilaciones, sin preocuparse demasiado por el hecho de que ellos no serán reemplazados por trabajadores más jóvenes. Una generación se retira con ganancias, la otra permanece sin oficio ni beneficio.
Los jóvenes, insertos en un mundo de competición sin recursos ideológicos o una memoria histórica de las luchas antifranquistas u obreras, son vulnerables a los mensajes individualistaescapista, nacionalista o incluso racista (que culpa a los emigrantes). La legislación anti-inmigrante de los partidos socialista y nacionalistas incita a los jóvenes trabajadores parados a culpar a los inmigrantes de su falta de empleo. Ningún líder político les dice que los inmigrantes no cierran las fábricas; los capitalistas sí. Ni que los partidos socialista y nacionalistas aprueban una legislación que faculta a los empresarios a pagar por debajo del salario mínimo; no es la competencia con el 2% de inmigrantes lo que baja los niveles de vida.
La contradicción entre haberse criado entre algodones y un futuro incierto genera un miedo y frustración social en los jóvenes trabajadores que, si no se encauza a través de la política de clase, puede degenerar en violencia individualizada.
Lo que muestra claramente nuestro estudio es que la mayoría de los trabajadores de ambas generaciones se sienten víctimas pasivas más que protagonistas de los cambios a los que se enfrentan. No hay conexión entre su descontento privado y lo público, excepto en el nivel de la política local. Esto es comprensible, dada la estructura de decisión política concentrada en un Ejecutivo centralizado, que ha impuesto las políticas de libre mercado. Los trabajadores reaccionan a sus circunstancias en vez de sentirse consultados por los decisores políticos. La mayoría de los trabajadores mayores, con una memoria colectiva del período pre-González, son mucho más conscientes de la responsabilidad política del régimen socialista, que ha provocado inseguridad laboral, falta de trabajo y empleo precario. Los trabajadores mayores recuerdan el «período de la Transición», en que se consultaba a los sindicatos en la formulación de la política. Los trabajadores jóvenes sólo experimentan las políticas concentradas en el Ejecutivo, que legalizan contratos de trabajo temporales por debajo del salario mínimo, en los que los sindicatos quedan completamente marginados. A falta de un marco de referencia de comparación histórica, dan por sentado que todos los políticos y partidos actúan siempre contra sus intereses, de ahí que rechacen el activismo político.
Los trabajadores mayores vivieron un período de una vibrante cultura política, en la que los barrios y los sindicatos desempeñaron un papel crucial a la hora de cambiar de manera importante las condiciones de vida y trabajo. Expresan satisfacción y orgullo por lo que lograron, aun cuando las políticas liberales del régimen de González minaron esos logros. La joven generación de trabajadores llega a la edad adulta en un momento en que la cultura cívica se ha eclipsado. La política clientelar, la corrupción política generalizada, la implicación del gobierno en escuadrones de la muerte forman parte de los comentarios cotidianos en los medios de masas. El declive de la ética desempeña un papel importante en el desgaste del interés por la actividad política entre los jóvenes, y refuerza su imagen de que «los políticos sólo se ayudan a si mismos». La falta de medios de comunicación alternativos y la dominación de los media por los regímenes socialista y nacionalistas limitan el flujo de las fuentes de información alternativas y críticas. Confrontados con las «noticias» de los medios de masas que adulan a las poderosas celebridades políticas (esas figuras que, en la mente de los jóvenes trabajadores, exacerban sus inseguridades socio-económicas), se «desconectan» y acaban por «ignorar» la actualidad.
En España, la cultura cívica emergente de finales de los 70 y principios de los 80 ha sido transformada en una cultura política autoritaria donde una reducida clase política ha marginado al grueso de la clase trabajadora de lo público y de la consulta política. El resultado es una generación mayor de trabajadores frustrada y ansiosa, y una generación joven marginada y apolítica. El «libre mercado», como el mecanismo elegido para lo que se suponía iba a ser la modernización de España, ha debilitado los lazos entre la clase trabajadora y la clase política, y ha fortalecido las estructuras estatistas-autoritarias a expensas de la sociedad civil y de la consulta pública.
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Nota de la publicación del Informe efectuada por la Confederación General del Trabajo
Rescatamos desde la ya desaparecida (por desgracia) revista Ajoblanco (devorada por los grandes grupos editoriales de este país, hace ya más de dos años), el polémico INFORME PETRAS realizado por el sociólogo y colaborador de Noam Chomsky, James Petras. Este informe fue encargado en su día, por el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) en los años en que gobernaba el P$OE.
Tras seis meses de estancia en Barcelona, dedicados plenamente al estudio y desarrollo de este informe, fue entregado a los anfitriones del CSIC, para su posterior publicación como habían acordado. Este “real”, “provocador” y “desolador” informe, sobre la brecha de la situación laboral de padres-hijos, fue condenado al olvido en algún oscuro archivo del CSIC. Al finalizar la lectura os podréis imaginar porque.
Como en el verano de 1996 valientemente publicara Ajoblanco, nosotros lo volvemos a hacer desde la oportunidad que nos ofrece la comunicación abierta y libre de Internet. Hacedlo llegar al mayor número posible de personas, y haced un profundo análisis de nuestra situación laboral y social (que tan bien supo ver este norteamericano); que aún continua degenerándose tras la salida del P$OE y con el paso del relevo de la política neoliberal a los actuales gobernantes del PP.
Salud y libertad.
TRADUCCIÓN Oscar Fontrodrona y Mª del Mar Bruguera.
Publicado originalmente en la revista Ajoblanco en 1996.
James Petras
De descendencia griega, es miembro del Tribunal Bertrand Russell de los Derechos Humanos y colaborador de New Left Review y Le Monde Diplomatique.
Petras es amigo y colaborador de Noam Chomsky y con él escribió un libro sobre Clinton. En 1995, Petras llegó a Barcelona en calidad de “investigador visitante” del CSIC. Durante medio año elaboro este informe.
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