INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
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Tories y whigs
En Inglaterra, en el siglo XVIII, se llamaba tories a los que serían los conservadores, y whigs a los liberales. Los ingleses todavía emplean estos apelativos en su lenguaje cotidiano. Ambos partidos fueron los primeros protagonistas del binomio derecha-izquierda —todo muy relativo, por cierto—. Tienen la gracia de haber sido parte del sistema parlamentario y democrático más antiguo de Occidente. En el siglo XIX muchos se preguntaban por qué no había ocurrido una revolución en Inglaterra, mientras que Francia casi se destruye por ella. La había habido en cierta manera, por las guerras civiles —nada de civilizadas— del siglo XVII. Toda sociedad humana tiene también un pasado oscuro, una parte de él al menos.
Sin embargo, a partir de 1689 el desarrollo inglés ha sido el gran fenómeno político de la modernidad, la vanguardia de un sistema civilizado. Se recordará el influjo que irradió a los Padres de la Patria, Bernardo O’Higgins y Andrés Bello; lo mismo fue en muchas partes del mundo, a pesar de que es claro que ha sido la cultura política francesa la que más ha hecho sentir su peso en países como el nuestro. En el fondo, la democracia moderna en todo el mundo ha dependido de lo que suceda en Europa Occidental y EE.UU. Las transformaciones estratégicas del siglo XX y lo que sucede hoy ante nuestros ojos no han cambiado un ápice esta situación. De ahí que procesos como estas elecciones nos hablen a nosotros desde lo profundo de la historia.
Los liberales perdieron su puesto de número dos a partir de 1924, manteniendo después sólo un puñado de diputados; su lugar lo ocuparon los laboristas. Cuando el aparato de éstos fue dominado por la extrema izquierda a comienzos de los años 80, sus líderes moderados se retiraron y, arrastrando no pocos votos, se unieron a los liberales. Desde entonces han tenido alrededor de una quinta parte de los votos, pero menos del 10 por ciento de los diputados. ¿Una injusticia?
No. Ha sido un sistema que no ha dejado de garantizar ni la existencia de una oposición activa, ni las virtudes del Estado de Derecho, ni la salud del sistema político. La forma electoral por distrito unipersonal ha permanecido inalterable por 300 años; lo que varió entre 1700 y 1900 fue la composición del electorado.
Ahora, en un paso inédito por casi 90 años, la coalición de los tories con los “Lib Dems”, como se les llama, se ha realizado sobre el supuesto de una reforma electoral que transforme el sistema unipersonal en proporcional. Quizás se logre algún equilibrio entre ambos, como Alemania Federal desde 1949, ya que se lo cree más justo.
Mas uno vacila antes de ser muy optimista. ¿No comenzará una “latinoamericanización” de la política inglesa, es decir, un proceso poco british, primero de cambiar las reglas del juego para satisfacer las demandas de uno u otro partido, y después de perseguir el espejismo de hallar soluciones redactando nuevas leyes y constituciones? La sabiduría del sistema inglés radicó en su transformación paulatina, en que la Constitución —suprema e inimitable sapiencia— no está escrita aunque se acata sin pestañear cada una de sus reglas.
En la Segunda Guerra Mundial no hubo elecciones: se postergaron hasta 1945, a pesar de que correspondía efectuarlas en 1940. Se disolvió el Parlamento y hubo elecciones en julio de 1945, siendo derrotado nada menos que Winston Churchill. Es probable que no haya habido otro sistema de regulación política (y civilizado en lo más que se pueda) que haya sabido hallar la cuadratura del círculo, como esta flexibilidad dentro de una permanencia tres veces centenaria. Parece a prueba de balas, aunque en realidad nada en la historia lo es.
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Los partidos que, en la actualidad, se reparten el electorado inglés, son los siguientes: El partido conservador (Conservative-Party). Se trata del viejo partido tory, y aún se le llama así en el lenguaje corriente, a pesar de que, desde 1830, ha asumido la denominación de «conservador». Este antiguo grupo político ha alcanzado en nuestro siglo una notable expansión, obteniendo las simpatías de muchos electores. En enero de 1957, Harold Macmillan ocupó el puesto de Anthony Edén y llevó al partido al re sonante triunfo de las elecciones genérales de 1959, en las que no sólo consigue la tercera victoria consecutiva, sino que obtuvo un incremento de la mayoría, con 365 escaños sobre 630, superioridad sin precedente,1; en la historia de la política inglesa. En 1963 le sucedió Sir Alee Douglas-Home. El partido laborista (Labour Party). Fundado en 1900, como una asociación de ligas socialistas, sindicatos (las famosas Trade Unions), consejos obreros y organizaciones electorales locales de tendencia socialista. Su objetivo fue dar una representación parlamentaría al mundo del trabajo (Labour Party significa, precisamente, «partido del trabajo»). En el período siguiente a la primera guerra mundial, la decadencia de los liberales produjo el auge de los laboristas, que sustituyeron a aquéllos como alternativa frente a los conservadores. Los laboristas llegaron al poder, solos, en 1924, con J. Ramsay MacDonald, y, luego, en 1929-31, con el mismo líder. Tras el paréntesis de los años de guerra (en los períodos bélicos, Inglaterra es gobernada por una coalición de ministros, tanto de la mayoría como de la oposición), el partido laborista volvió al poder con Clement Atlee, desde 1945 a 1951. Con las elecciones generales de 1959, su fuerza parlamentaria se restringió a 258 escaños, sobre un total de 630, y en 1964 volvieron otra vez al poder, con Harold Wilson a la cabeza del partido. Es obvio que los laboristas, aunque se declaran socialistas, no aceptan los principios marxistas de la lucha de clases. El partido liberal (Liberal Party). Los liberales son los herederos directos de los whigs, y han tenido siempre de 5 a 10 parlamentarios, contra los 300, aproximadamente, de cada uno de los otros dos partidos. |
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LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 6
*Traducción del francés por Remee de Hernández
XI
LA LIBREA DE UN PARTIDO
Prefiero la libertad de que gozamos al liberalismo que ellos prometen, y pefiero los derechos de los ingleses a los derechos del hombre (Disraeli)
Fue tan atronadora la victoria del partido whig en las elecciones de 1833, que se le podía suponer afianzado en el Poder para medio siglo por lo menos. Pero la confianza lo destruye todo, incluso las coaliciones que parecen invencibles. Entre los liberales vencedores se encontraban, en efecto, algunos espíritus verdaderamente reformistas, como lord Durham; pero también había conservadores inconscientes como aquel Stanley, en quien lord Melbourne veía al futuro primer ministro. Se hizo inevitable una ruptura. Stanley y sus amigos abandonaron el partido, y el platillo de la balanza tory remontó de un golpe.
Lo más divertido era que las tropas tories combatían al mando de un jefe que miraba siempre hacia sus adversarios y parecía conceder más importancia a la aprobación de aquellos que a la de sus partidarios. Robert Peel tenía la ambición de dominar los partidos. Es la única que le queda a un hombre que ha llegado a dominar el suyo. Bajo su dirección, el partido tory tomó el nombre de <conservador>, palabra que consideraba opuesta a <reaccionario>. Así, un liberal conservador como Stanley y un conservador liberal como Peel se aproximaban hasta el extremo de ser imposible distinguirlos el uno del otro, y acaso el más liberal de los dos fuese el conservador.
Tales mudanzas habían de facilitar de un modo singular a Disraeli su personal evolución política. Precisamente desde el comienzo de su carrera deseó aquel retorno a las tradiciones populares y valientes de los antiguos tories. Comprendía claramente que le sería preciso terminar por unirse a uno de los grupos existentes. Había tratado de combatir por su cuenta, y fue vencido por dos veces. En un país que tiene una antigua tradición parlamentaria, sobre todo en un país como Inglaterra, que siente muy profundo respeto por la lealtad y desprecia los sistemas, es muy difícil deslizarse entre los partidos. Se puede, dentro de un partido, laborar lentamente, preparando una agrupación; pero no se pueden imponer las ideas nuevas si no llevan una etiqueta conocida. Había llegado para Disraeli el momento de elegir y someterse.
Si titubeaba aun ante la idea de ofrecerse al partido conservador, solo era por razones de antipatía a las personas. Para él, que amaba el brillo de las figuras y el lado pintoresco de los caracteres, tenía poco atractivo el frio Robert Peel. El duque, desde luego, era más original con su brusca sencillez, pero el duque se había retirado. Recibió demasiados insultos durante la reforma; no le agradaba la promiscuidad con el populacho. Eligió el papel, mucho más agradable, del viejo héroe nacional. Los muchachos, en sus clubs, le hacían referir sus campañas.
-En Salamanca estaba arrodillado detrás de un muro, cuando vi flaquear el ala izquierda de los franceses. <By God! -me dijo-. Esto me basta; voy a atacaros inmediatamente.>
La multitud lo saludaba por las calles cuando pasaba a caballo. Estaba muy satisfecho y decidido a no volverse a mezclar en combates sin gloria.
Por aquel entonces, Disraeli cenó una noche al lado de lord Lyndhurst, el lord canciller tory. Se contaba que el padre de Lyndhurst hubo de decirle un día :<Jack, no dejará usted nunca de ser niño.> Y se realizó la predicción. A los sesenta años conservaba el canciller el gusto de la fantasía en los asuntos humanos, se sentía más divertido que indignado ante las debilidades de sus semejantes y aprendía poemas de memoria para ejercitar esta. Su indulgencia extrañaba a las personas graves, pero encantó a Disraeli. Por fin, alguien le habló de la política y de los partidos con su mismo criterio, no como de una religión, sino como de un arte. No se cansaba de oír relatar los grandes acontecimientos del siglo y, sobre todo, los pequeños detalles, tan preciosos para reanimar la historia, como, por ejemplo: que la víspera de la muerte de Canning el cielo estaba azul, pero el viento era fresco; que Canning quiso cenar fuera de casa y que Lyndhurst lo vio temblar de frio. También el canciller se sintió atraído por el joven Disraeli, y le daba consejos. Un día lo incitó a cenar con un subsecretario de estado excesivamente joven, y que se llamaba William Gladstone, y dio a ambos muy sabias lecciones:
-No se defiendan jamás ante una asamblea popular sino atacando, el auditorio, gozando del placer que le procura el nuevo ataque, olvidará aquel de que se os hizo objeto.
Era hombre grave aquel joven Gladstone, y del tipo de Peel. No poda serle agradable a Disraeli ni a Lyndhurst, y la cena fue un tanto aburrida; pero sirvieron un cisne muy blanco, muy tierno y bien trufado, que logró animarla un poco.
Gracias a Lyndhurst, Disraeli comenzaba a penetrar entre los bastidores del mundo político. Durante algún tiempo, aun coqueteó con lord Durham y sus radicales. Los dos partidos extremos le buscaban una circunscripción, y él se dejaba querer. Pero aquellas incompatibles coqueterías fueron conocidas en Londres, donde disgustaron mucho.
-¿De Durham a Wellington?- se decía-. ¡Diablos! Precisa que ese Disraeli tenga un espíritu muy imparcial.
-El perfecto tipo de amigo que era de esperar de un Lyndhurst -añadía el quisquilloso Greville.
Un nuevo fracaso electoral acabó de curarlo. Tres lecciones tan duras le fueron más que suficientes. La independencia se vio condenada. Disraeli ingresó en el club conservador de Carlton y decidió presentarse en adelante como candidato tory. Por fin, se puso la librea de un partido.
Las variaciones de un hombre tienen siempre clara explicación para él mismo, y Disraeli, convertido de radical en conservador, sinceramente se tildaba de constante. Para el observador imparcial, la continuidad era menos evidente. Cuando las necesidades de la campaña política obligaron al nuevo tory a atacar a O´Connel, a quien en otros tiempos pidieron una carta de recomendación, el tribuno irlandés montó en una temible cólera. Unos días después, en un mitin en Dublín, hablo de aquel ataque y de su carta, y concluyó, entre aplausos y risas:
-Si bien es cierto que los judíos han sido el pueblo elegido por Dios, no lo es menos que se contaban entre ellos muchos descreídos, y de uno de ellos desciende, sin duda, Disraeli. Tiene exactamente el mismo carácter que el mal ladrón que murió en la cruz, y que debía de llamarse Disraeli también. Creo que si se examinara detenidamente el árbol genealógico de Disraeli, se llegaría a la conclusión de que este personaje es heredero directo del individuo cuya alta situación acabo de evocar.
Todos los periódicos de Londres reprodujeron aquel pintoresco discurso, que divirtió a muchas personas a quienes desagradaba Disraeli. En cuanto a él, se sintió invadido, al leer aquellas frases injuriosas, por unos sentimientos olvidados desde la niñez ¡ah! ¡Con qué gusto hubiera anulado a aquel hombre, como en otros tiempos al que lo insultó en el colegio! Corrió a casa de D´Orsay y le pidió que preparase un lance; pero O´Connel, por haber matado a un hombre en desafío, había hecho el juramento de no volverse a batir más. Disraeli provocó al hijo, Morgan O´Connel, quien le respondió que él vengaba los insultos que se le hacían a su padre, pero no podía aceptar la responsabilidad de todas las palabras que éste pronunciase. Disraeli le escribió entonces a O´Connel una carta muy violenta:
<Aun cuando hace ya tiempo se halla usted colocado fuera del mundo civilizado, me disgusta ser insultado aun por un Yahoo sin infringirle un castigo.>
Juzgaba durante la doble negativa del padre y del hijo, concluía:
<Nos encontraremos en Philippes, y tenga la seguridad de que sabré aprovechar la primera ocasión que se me presente para imponerle un correctivo que le recordará y le hará lamentar los insultos que le ha prodigado usted a Benjamín Disraeli>
Después de escrita esta carta recuperó su calma, sintiéndose contento de sí mismo. Endosó su levita más lujosa, su chaleco mas bordado, y se fue a la Opera, donde recibió muchas felicitaciones por su valor.
Sara y el anciano Isaac le escribieron que les desagradaba tanto ruido alrededor de su nombre y desaprobaban tanta ferocidad.
Benjamín refrenó sus reproches:
<En todos los partidos prevalece una opinión, la de que lo he pulverizado… para vosotros es muy fácil la crítica; pero no me arrepiento de ninguna de las palabras pronunciadas. Las frases fueron pesadas de antemano… no se puede contentar a todo el mundo. Me has dicho que mi última carta es lo más hermoso que se haya escrito nunca en inglés. A algunas personas les ha desagradado lo de Yahoo y lo juzgan grosero; pero otros lo encuentran digno de Swift…
<El efecto de conjunto es lo que prevalece, y ese efecto consiste en que todo el mundo juzgue que he demostrado valor.>
Y era verdad. Sus amigos, y aun los indiferentes, desaprobaban la forma bastante baja del ataque de O´Connell y pensaban, en efecto, que Disraeli había dado muestras de valor. Pero tales personas no constituían la opinión pública. En Inglaterra, las más importantes son las de los vendedores tras su mostrador, las de los clérigos en los villorrios, la de aquella masa inmensa, desconfiada y sin imaginación que forma la nación inglesa. Y he aquí que para dicha masa la imagen que comenzaba a dibujarse –a través de los relatos de los periódicos- de aquel joven político y autor era de las que más pueden disgustar a un espíritu inglés, la de un ser ruidoso, chillón, ridículo, insolente y sin fe política. O´Connel, sin duda, había estado brutal…<Pero –decía, por ejemplo, The spectator- el señor Disraeli ha pretendido iniciar una guerra de insultos con el gran maestro del insulto, y, viéndose herido, deja oír sus lamentaciones. Nos recuerda al perrillo que recibe una coz del caballo a quien ha molestado con sus ladridos durante varias millas: tiene lo que merece.>
Aquel ofensivo retrato no era más que una sombra imprecisa y sin fuerza; pero ligado a un nombre casi desconocido, se convertía en una peligrosa imagen. Era el <personaje> un ser ficticio, pero casi tan real como el hombre. En cuanto se ha formado solo se retienen los hechos que coinciden con él; los demás son despreciados por la opinión. El joven Disraeli hubiera sufrido una gran sorpresa si hubiese encontrado a su personaje tal como podía imaginarlo entonces un inglés de la City. Lo hubiese apartado con horror y desprecio, sin suponer que acababa de afrontarse con el enemigo más temible, a quien en adelante habría de combatir.
XII
M. P.
Volvió la temporada de los bailes. De nuevo fue la señora Anson con el cabello suelto la más linda esclava, y la señora de Norton una admirable griega, y Benjamín Disraeli el dandi frívolo y brillante cuya sombra, cargada de cadenas de oro, se recortaba en las ventanas de ladi Blessington; pero comenzaba a hastiarse de su careta. Estaba cansado de ser Disraeli. Sus silencios se prolongaban y se hacían más frecuentes, más pesados, por las tristes meditaciones, que terminaban de pronto con un sarcasmo. Se amontonaban los años. ¡Treinta y dos!!La vejez para un paje!
Únicamente la mitad de lord Lyndhurts le aproximaba un poco al poder real. Aquel anciano cínico y encantador lo consultaba como a un igual. Lamentaban juntos la dirección oblicua que imponía Peel al partido. A sus órdenes, el partido conservador se había convertido en un arma sin fe, porque su mismo jefe no creía. En la práctica, Peel se vio obligado a defender las instituciones tradicionales del país; la monarquía, la Cámara de los Lores, la iglesia anglicana…en teoría, sentía la tentación de creer que eran indefendibles. El partido conservador era rico. Contaba entre sus adeptos a algunos propietarios de bosques, de castillos y fabricas; pero carecía de genio y de doctrina. Peel hablaba mucho de conservadurismo; pero ignoraba lo que pretendía conservar. Disraeli, por el contrario, a medida que iba pensando más intensamente en la vida política de Inglaterra, comprendía que era necesario ya hacer frente a todo valerosamente. Para él, el ser conservador no consistía en sostener con una sonrisa de excusa una Constitución que se juzgaba anticuada, sino en adoptar una actitud romántica y orgullosa, la única inteligente, la única que consideraba leal a la verdadera Inglaterra, a aquellos villorrios agrupados alrededor del castillo, a aquella raza vigorosa y obstinada de pequeños propietarios que al mismo tiempo son señores; a aquella aristocracia de la historia, a un tiempo rancia y comprensiva. < El respeto a la tradición, tantas veces puesta en ridículo por espíritus superficiales, me parece encontrar su origen en un conocimiento profundo de la naturaleza humana.> Era preciso alzar frente a la doctrina teórica de los liberales y los utilitarios una doctrina realista.
Según él, todos los debates de la política moderna seguían siendo una escuela histórica y una escuela filosófica; el elegía la histórica. Un país no es un ser abstracto, cuyos derechos se puedan destruir con una sencilla operación del espíritu. < Una nación es una obra de obra de arte y una obra de tiempo.> Tiene un temperamento, lo mismo que un individuo. Particularizando, se ve que la grandeza de Inglaterra proviene, no de sus recursos naturales, que son bastante mediocres, sino de sus instituciones. Los derechos de los ingleses tienen cinco siglos más de existencia que los derechos del hombre.
Tal era el giro habitual de los pensamientos del joven doctrinante. En 1835 publicó una Defensa de la Constitución inglesa en forma de cartas a un noble lord, obra de filosofía política reconocida por los mejores jueces como perfección de forma y madurez de pensamiento. La existencia de una Cámara de Lores podía parecer absurda a los espíritus que no admitían una representación sin elección, y Disraeli demostraba que era mucho mayor el peligro cuando existía la elección sin la adecuada representación.
Una oligarquía de políticos profesionales podía hacerse elegir y gobernar un país sin ser imagen de nadie. Por el contrario, la Cámara de los Lores representaba poderes reales; representaba a la Iglesia en la persona de los lores obispos; a la ley , en la del lord canciller; al condado , en la de los lores tenientes; a la tierra, en la de sus propietarios hereditarios. En cuanto a la Cámara de los Comunes, la deseaba, por el contrario, mucho más ampliamente reclutada que la que había creado la reforma whig, tan limitada, en 1832. Le parecía que el deber de un jefe de partido conservador consistía en demostrar suficiente valor para defender lo que el pasado tuviera de viable y de palpitante, mas también para desembarazar el partido de los principio y los prejuicios anticuados, y sobre todo, para dirigirlo resueltamente hacia una política generosa, inspirada en el amor al bajo pueblo y capaz de conquistar a este.
El libro tuvo un gran éxito. El duque murmuró:
-Habrá que buscarle un sitio en el Parlamento a ese muchacho.
Peel escribió una carta casi amable. En cuanto al viejo tory, Isaac d´Israeli, se mostró entusiasmado.
-Estas en posesión de una cosa de la cual aun carecías hace diez días: un nombre en el mundo político. Nunca te ha faltado ingenio; pero con frecuencia tu misma abundancia lo hacía desbordar. Has renunciado a aquel estilo seco y chirriante que delataba un perpetuo esfuerzo. Ahora es una corriente de pensamientos y de expresiones que resulta al mismo tiempo varonil y graciosa.
<Sería vergonzoso -le escribía Lyndhurst- que no se llegase a encontrar para usted una posición que permitiera al partido aprovecharse plenamente de su talento, de su celo y de su actividad.>
Ya el fruto estaba maduro y no podía tardar en caer. Además, ya era tiempo. Los acreedores gritaban más que nunca. Llegaron hasta verse los alguaciles rondando los contornos de Bradenham. Cuatro candidaturas, una amante gastadora, un dandismo costoso, todo contribuyó a triplicar las deudas de Disraeli, de bien grado prestaba a sus amigos un dinero que había de pedir para ellos y que nunca le era devuelto. Una sola vez, y en un momento de mucho apuro, le recordó una deuda a D´Orsay, y este le respondió: <Juro ante Dios que no tengo ni un penique en casa de mi banquero.> y, en efecto, era verdad.
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La noche del aniversario de Waterloo, murió como un león el rey Guillermo IV. Le sucedió una reinecita de dieciocho años. Por la mañana, a las once reunió Victoria su primer Consejo. Disraeli acompañó hasta Palacio a lord Lyndhurst, que iba a saludar a la soberana. Al regreso, Lyndhurts, muy conmovido, escribió a Disraeli para describirle aquella asamblea de todos los hombres ilustres con que contaba Inglaterra: <Un mar de plumas blancas, de estrellas, de uniformes…; de pronto se abren las puertas, se hace un silencio tan profundo como el que reinaba en un bosque y la joven sube hacia el trono entre una multitud de prelados, generales y hombres de Estado.> Aquel relato encantó a Disraeli. Allí se había reunido todo cuanto le agradaba: el boato de las ceremonias, una seriedad centelleante, el caballeresco homenaje de todas las fuerzas inglesas a una mujer…¡Cuánto le hubiese agradado a él también arrodillarse ante la soberana y besar aquella mano tan joven…! Pero no era nadie, y los años iban pasando!
La llegada al Poder de una nueva reina arrastraba consigo la disolución del Parlamento y unas elecciones generales. Esta vez Disraeli, bien sostenido por Lyndhurst, recibió numerosos ofrecimientos de circunscripciones seguras entre otros el de Wyndham Lewis, el marido de aquella mujercita coqueta y charlatana que encontró en casa de Bulwer, quien le proponía se presentara como colega suyo en Maidstone, circunscripción de dos vacantes, en la cual habían de vencer los conservadores. Debía el ofrecimiento a la señora de Wyndham. Un día, en casa de los Rotchschild, como la señora de la casa le dijese:<Señor Disraeli, ¿quiere usted conducir a la mesa a la señora de Wyndham Lewis?>, hubo él de contestar: <!ah!!Todo antes que esa insoportable mujer!…!en fin…Alá es grande!> y colocando como lo hacía a menudo los pulgares en las sisas de su chaleco, se dirigió al suplicio.
Más después de algunos encuentros varió de parecer. No era inteligente, no tenía cultura; pero hablaba de los negocios con sentido común. Sus juicios sobre los hombres políticos no tenían nada de necios. Más de una vez apreció sus consejos. Terminó por dejarse invitar con frecuencia en esa gran casa que los Wyndhan Lewis poseían frente a Hyde Park. Era evidente que la señora de Wyndham se interesaba por él. Lo admiraba y podía serle útil, dos cosas que en la amistad agradan a las mujeres, y él le hacia una corte entre seria y cómica, que divertía a aquella belleza, un tanto madura ya.
Durante la campaña, representó para él el papel de madrina electoral. Disraeli le escribía unas cartas muy amables y le refería el placer con que veía unidos sus dos nombres en los pasquines. Ya había olvidado por completo su antipatía del principio. Nadie, ni aun Sara, lo elogiaba mejor que aquella mujer. <Tome usted nota de mi profecía. Escribía ella- el señor Disraeli será dentro de pocos años el hombre más grande de su tiempo. Su talento, apoyado por lord Lyndhurst y lord Chandos, con la influencia de mi marido para sostenerlo en el Parlamento, asegurará su éxito, todos los llaman mi protegido parlamentario.> la buena opinión que esta señora tenia formada del candidato era compartida por lo menos por una persona: el propio candidato. < Cuando vuelva siendo vuestro diputado- les decía a los electores de Maldstone-, ninguno de vosotros me podrá mirar sin cierta satisfacción y hasta quizá con orgullo.>
El 27 de julio se hicieron las votaciones. Lewis y Disraeli fueron elegidos. De este modo consiguió en unos días, y casi sin lucha, el puesto que tanto había deseado.
La vida es muy extraña. Vencido siempre en Wycombe, donde se creía apreciado y conocido, se veía de pronto vencedor en Maidstone, lugar que una semana antes aun no conocía. Para conducirlo a su fin, el Destino eligió un camino asaz tortuoso. A la maternal solicitud de una mujercita charlatana debía su triunfo, y su encuentro con la señora de Wyndham lo debía a su amistad con los Bulwer. Aquella amistad nació con Vivian Grey. Este libro no se hubiese escrito nunca sin el fracaso del periódico de Murray y las especulaciones sudamericana, especulación que fueron concebidas gracias a su permanencia en el estudio de Frederick´s Place, donde fue enviado porque las persecuciones del colegio Cogan le demostraron a su padre la imposibilidad de una educación universitaria. Así, de etapa en etapa, remontando hasta su niñez, se encontraba ante una cadena sin interrupción de circunstancias, en la cual una acontecimiento desdichado era causa de acontecimientos felices, y estas, a su vez, motivaban desastres y fracasos. Era muy difícil descubrir una regla o una ley en aquel orden perfecto, pero oculto. ¡Cuán misterioso era todo aquello! Llegó a considerar la vida como un milagro continuo. Sin embargo, en aquel bosque sombrío circulaba brillante un hilo de Ariadna, que era la voluntad de Benjamín Disraeli. Sobre los métodos, sobre las consecuencias de sus actos, pudo equivocarse, se equivocó casi siempre; pero nunca perdió la visión clara del fin que se propuso ni el firme propósito de conseguirlo. Acaso bastase aquello…, bastaba seguramente, puesto que tenía ya el pie en el estribo. Benjamín Disraeli, M.P…, hermoso titulo y bella aventura. Dentro de unos meses, una Asamblea, llena de admiración, escucharía los periodos perfectos, las frases sonoras, las extrañas alianzas de raros objetivos y sustantivos vigorosos. Dentro de unos años, el muy honorable Benjamín Disraeli gobernaría las colonias o las finanzas de ese gran Imperio. Más tarde…
A SARA DISRAELI Maidstone, 27 de junio de 1837, a las once. Querida: Lewis, 707; Disraeli, 616; coronel Thomson, 412. La circunscripción esta casi agotada. Precipitadamente, Dizzi. A LA SEÑORA DE WYNHAM LEWIS Bradenham, 30 de junio. Deseamos todos aquí que tanto usted como el señor Wydham vengan a visitarnos entre estos árboles; solo les podemos ofrecer los sencillos placeres del campo, un paisaje silvestre y una casa acogedora…afectuosos recuerdos a mi colega y a usted. Dis. LA SEÑORA DE WYNDHAM LEWIS AL MAYOR EVANS (SU CUÑADO) Vuelvo de visitar a la familia del señor Disraeli. Habitan cerca de Wycombe, una gran casa en la que la mayor parte de las habitaciones tienen treinta o cuarenta pies de longitud; mucha servidumbre, muchos caballos y perros, una biblioteca llena de los libros más raros…No sé como describirle al padre. Es el más delicioso, el más perfecto gentleman con que he tropezado en mi vida. La señorita de Disraeli es bonita e inteligente. Tiene dos hermanos. El mayor es nuestro político favorito, que llaman Dizzi en la intimidad; tendrá usted que verlo con frecuencia, pues ya sabe usted que Wyndham lo ha hecho nombrar con él en Maidstone…>
DISRAELI A LA SEÑORA DE EDWARS BULWER LYTTON Es curioso que haya terminado mis luchas electorales siendo diputado por Maidstone. Somos hijos de los dioses y nunca tan esclavos de la circunstancias como cuando nos creemos dueños de ellas. ¿Cuál será la prosea escena en la brillante comedia de la vida? Únicamente los destinos lo saben. Disraeli D´ORSAY A DISRAELI Sobre todo, ni amores ni intrigas. Tiene usted ya su puesto: no vaya a arriesgarlo. Y si encuentra usted una viuda, cásese.
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Los tres meses que transcurrieron entre las elecciones y la apertura del Parlamento los pasó en Bradenham. Sentía necesidad de meditar sobre el pasado y de prepararse para el porvenir. Solo, y algunas veces en compañía de Sara, daba grandes paseos por aquellos encantadores campos. La estación era dulce y soleada, el aire estaba saturado del perfume de las flores, vibraba el murmullo de las abejas y estaba animado por el vuelo de las mariposas blancas. Algunas veces, después de haber seguido durante largo tiempo un estrecho sendero, lo sorprendía en un recodo del camino un enorme campo de césped verdeando al sol, o un grupo de cedro o algún castillo cubierto de hiedra y de parrales. Esos espectáculos eran los que le hacían admirar tanto a Inglaterra. En cada una de aquellas casas se encontraba un gentilhombre de tez tostada y rojiza, un hijo de ojos claros y varias hijas misteriosas y puras. Era el depósito de donde Londres extraía sus fuerzas; de ahí salían los hombres que mantenían a la reina su imperio. Era preciso comprender aquella grandeza y aquella belleza unidas para ser digno de gobernar ese país, y Benjamín Disraeli, deambulando acaso por pertenecer a una raza más antigua y mas atormentada amaba a los ingleses tal vez más de lo que ellos podían amarse.
Pensaba en el dolor que le producía el alejarse de aquel cobijo. Entre sus padres y cerca de su hermana se sentía todopoderoso. Podía mostrase tal cual era. Hiciese lo que hiciese, contaba con la fidelidad de los suyos. Todas sus palabras eran admitidas; ningún espíritu mediocre, ningún rival, podía acecharlo allí. Desde el colegio conservaba un sentimiento de temor ante el debut. El debut era la señal para que comenzara a librarse la batalla, era la imposición de un papel que había que representar, era el peligro, en fin. Su cuerpo de nervioso pedía compasión; pero él, a espolazos, lo precipitaba de nuevo sobre el obstáculo, mas no sin ansiedad ni fatiga. Aquella vez, sobre todo, mientras velaba sus armas parlamentarias, se preguntaba lo que sería aquel nuevo colegio y sus temidos compañeros. ¿Qué mar habría de afrontar al abandonar un puerto tan apacible?
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