LA VIDA DE DISRAELI, por André Maurois (Parte 4)

INDICE DE ENTRADAS DE "LA VIDA DE DISRAELI"

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La edad de oro del parlamentarismo: el parlamento británico en el siglo XIX

ALFONSO CUENCA
Letrado de las Cortes Generales. Director de Presupuestos y Contratación del Senado

Revista Notario del siglo XXI,  Nº 63

Colegio Notarial de Madrid 

 

Si hubiera de señalarse el epítome histórico del parlamentarismo, o lo que es igual, el Parlamento por excelencia, habría de seleccionarse, de modo ineludible, al Parlamento británico del siglo XIX o, como suele expresarse más resumidamente, al Parlamento victoriano. En cualquier caso, es necesario hacer una precisión preliminar. Así, cuando se habla de parlamentarismo y, más en concreto, de la edad de oro del mismo, se estaría aludiendo al sistema en el que el Parlamento actúa como verdadero centro de la vida política de un país, esto es, como foro principal, no sólo de debate e intercambio, sino también de dirección o impulso político, excluyendo de tal valoración su mayor o menor carácter representativo. Es más, como es sobradamente conocido -y no faltan análisis de la cuestión- en el período histórico de esplendor de la institución parlamentaria no puede predicarse del mismo un carácter plenamente representativo, ya que el sufragio tardaría aún en ser universal hasta bien entrado el siglo XX.

Ciertamente, la edad dorada del Parlamento responde a un contexto y a unas circunstancias históricas muy concretas, propiciatorias o favorecedoras, entre las que cabe citar, entre otras, y a título de ejemplo, la presencia incipiente de unos medios de comunicación que se hacían gran eco de lo que pasaba en Westminster -y en este sentido, cobra el mismo peso el término “incipiente”, toda vez que el posterior hiperdesarrollo de los mass media ha jugado en ciertos aspectos en pro del declive de la relevancia del Parlamento- y una Administración en estado medio de desarrollo en consonancia con el laissez faire imperante, lo que daba lugar a un Gobierno muy reducido en competencias -y, por lo tanto, en importancia- en relación con los ejecutivos actuales.

"Cuando se habla de parlamentarismo y, más en concreto, de la edad de oro del mismo, se estaría aludiendo al sistema en el que el Parlamento actúa como verdadero centro de la vida política de un país, esto es, como foro principal, no sólo de debate e intercambio, sino también de dirección o impulso político"

Por lo que respecta a los límites temporales de la mencionada edad dorada, cabe señalar, con toda la subjetividad que encierra un ejercicio como el autopropuesto, que la Arcadia parlamentaria inglesa tiene lugar entre el último cuarto del siglo XVIII y el estallido de la Primera Guerra Mundial. El alfa podría ser ubicado en 1782, con la caída del Gabinete de Lord North tras las derrotas sufridas en la guerra contra los “rebeldes” americanos, mientras que el omega vendría marcado por el último gobierno en solitario del Partido Liberal entre 1910 y 1915.

Conviene detenernos en las principales características de la institución y de la vida parlamentaria en el Edén referido. Así, en primer término, cabe destacar la ya indicada centralidad del Parlamento en la vida británica. Bien puede decirse que todo comenzaba y acababa en Westminster. Para ello, basta asomarse a cualquier periódico de la época para comprobar que la mayoría de la información aparecía conectada con los debates parlamentarios. El Parlamento constituía el principal resorte del “indirizzo político”, sin olvidar tampoco, por ejemplo, que en el ámbito judicial la Cámara de los Lores ejercía el rol de Corte Suprema. Por otra parte, si recurrimos a la tríada clásica de las funciones parlamentarias, puede comprobarse la especial intensidad con la que las mismas fueron desempeñadas por las Cámaras.

Así, en lo concerniente a la función legislativa, las “Casas” impulsaron y aprobaron una legislación que recogía (alguien podría decir que con algún retraso, pero en todo caso antes que en el resto de países) las necesidades de una sociedad en continua y profunda transformación. Se trató de un proceso no exento de tensiones y apasionados debates (atemperados por el más puro espíritu y flema británicas) que hicieron que muchos ojos se volvieran hacia Westminster. Las importantes reformas electorales que progresivamente extienden el derecho de sufragio (comenzando por la trascendental de 1832 y las posteriores de 1867 y 1884), la instauración del librecambismo como nueva religión, cuyo punto de arranque vendrá determinado por la abolición de las célebres Corn Laws, la atenuación de la dominación exclusiva del anglicanismo en la vida pública, las primeras leyes de protección de los obreros ante la irrupción de un nuevo escenario para el que nadie estaba preparado, los intentos de reconocimiento de autonomía para una Irlanda que sale dolorosamente (crisis de la patata) de un sueño de siglos, etc… son algunos de los hitos más destacados en el aspecto referido.

Como apéndice de la función legislativa, aunque con entidad propia, la función presupuestaria alcanza en este período sus mayores cotas: la tramitación y aprobación parlamentaria del Presupuesto constituía con creces el momento político más importante del año. De hecho, es la única ocasión en la que se permite “beber” en la Cámara, en concreto al Canciller del Exchequer, encargado de defender el proyecto del gobierno en sesiones maratonianas (así, Disraeli pedía brandy con agua y Gladstone jerez con yema de huevo). Basta evocar el que es seguramente el Presupuesto más célebre del XIX para corroborar la trascendencia apuntada. Nos encontramos en la sesión del 16 de diciembre de 1852. En una noche de tormenta, pasadas las diez, el Canciller del Exchequer, un joven llamado Benjamin Disraeli, comienza la exposición de un presupuesto cuya muerte está anunciada de antemano, ya que los peelitas (antiguos conservadores) no iban a dar apoyo al ejecutivo de Lord Derby. Durante tres horas, el canciller parece que puede cambiar los pronósticos, realizando uno de los discursos más memorables que se recuerdan. Cuando el speaker anuncia la división (votación) un diputado que ha permanecido hasta entonces en silencio en la discusión presupuestaria, pide la palabra y, a pesar de las iniciales objeciones del Speaker, la obtiene. Cuando William Gladstone se sienta en su escaño a las 3:45 de la madrugada el efecto Disraeli se ha diluido y la votación que tiene lugar a continuación supone el fin del Gobierno. El duelo de más de cinco horas protagonizado por “el león y el unicornio” constituye una de las máximas cotas de la oratoria de todos los tiempos y, como tal, habría de repetirse en las siguientes décadas como jalones de una de las más fructíferas (y enconadas) rivalidades políticas de la vida parlamentaria.

"Será el Parlamento quien proveerá a la Nación de sus más destacados hombres de Estado. El elenco de protagonistas es muy amplio. Así, tras Pitt y Fox, se suceden los grandes nombres del poder y la escenografía parlamentarias británicas: Canning, Castlereagh, Melbourne, John Russell, Peel, Palmerston, Disraeli, Gladstone, Cecil, Balfour…"

La función de control del ejecutivo también habría de brillar con luz propia y es precisamente el desarrollo de la misma lo que señala el inicio y el posterior esplendor de la institución parlamentaria. Como toda génesis o alumbramiento, el de la edad de oro analizada no careció de dolor. La dimisión de Lord North, tras una votación parlamentaria adversa en relación con la conducción de la guerra con las trece colonias, hará que partir de esa fecha (1782) resulte imposible mantenerse en el poder ejecutivo británico sin contar con el apoyo de la mayoría de los Comunes. Cierto es que habrá todavía en el futuro algún intento de contrariar este nuevo dogma, pero esos intentos se saldarán, al fin y a la postre, con la inevitable caída, antes o después, de los gabinetes recalcitrantes a escuchar la voz de Westminster. Los gabinetes ya no responderán a la voluntad regia sino a la distribución de fuerzas y equilibrios en la Cámara Baja. Serán numerosos, por tanto, los gobiernos derribados tras una votación adversa en los Comunes en un tema considerado esencial. Baste señalar como ejemplo, la caída del gabinete de Lord Aberdeen en plena guerra de Crimea, al hacerse eco la mayoría parlamentaria de las duras críticas en relación con la planificación y logística de la campaña vertidas por el corresponsal del (The) “Times” en la península del Mar Negro. Bien es verdad que siempre quedará como alternativa a la dimisión, tras la aprobación de una moción de no confianza, la presentación al rey por el gabinete “censurado” del decreto de la disolución de los Comunes y la consiguiente convocatoria de elecciones; pero, tras un período inicial de fabricación de mayorías desde el gabinete convocante, desde 1841, año en el que los Whigs gobernantes pierden las elecciones en favor de los torys de Peel, la disolución no asegurará al “convocante” la continuidad en el poder. Por ello, desde el último año señalado pueden considerarse asentados los pilares del régimen parlamentario en Reino Unido. Por otra parte, la función de control de las Cámaras se completa en esta época con la proliferación de comisiones especiales o de investigación que desde el Parlamento destaparán los casos más graves de corrupción, siendo una de las más célebres la constituida a propósito de los desmanes cometidos en la administración del subcontinente indio por la Compañía de las Indias Orientales, en la que Burke desempeñaría un papel destacado.

En consonancia con lo señalado anteriormente, será el Parlamento quien proveerá a la Nación de sus más destacados hombres de Estado. El elenco de protagonistas es muy amplio. Así, tras Pitt y Fox, se suceden los grandes nombres del poder y la escenografía parlamentarias británicas: Canning, Castlereagh, Melbourne, John Russell, Peel, Palmerston, Disraeli, Gladstone, Cecil, Balfour… La mayoría de ellos habrían de brillar como formidables oradores en los Comunes, pues ya se apunta un progresivo oscurecimiento de la relevancia de la Cámara de los Lores (que, en cualquier caso, aún habría de ejercer un importante papel, como demuestran las reformas frustradas por su veto, entre las que destaca el segundo Irish Home Rule en 1893), desplazada por una Cámara Baja crecientemente representativa y en donde tomaban asiento las nuevas y más dinámicas fuerzas de la sociedad. Peel, Disraeli y Gladstone son claros ejemplos de lo acabado de señalar: el primero y el último, hijos de acaudalados industriales del Norte, el segundo de una familia judía. Pero, junto a las grandes figuras, sobresale el hecho de que todos los actores, todos los MPs tenían un papel destacado. La solemnidad y relevancia del maiden speech (o primer discurso de un diputado) o, sobre todo, la inexistencia práctica de la disciplina de partido o de voto, siendo frecuentes las frondas internas que oscilan la balanza, son ejemplos del prestigio de una función para la que muchos se preparaban desde la infancia.

"Los Parlamentos electos después de la Gran Guerra ya no volvieron a ser los mismos. La formidable maquinaria administrativa requerida por la conducción bélica y la incipiente implantación del Estado de Bienestar (oficialmente inaugurado en 1942 con el Informe Beveridge) marcarían el comienzo de la Era de los Gobiernos…"

¿Y el final? A pesar de que Westminster aún habría de ser el punto neurálgico del país en las ocasiones más trascendentales (casos, por ejemplo, del problema suscitado por el matrimonio de Eduardo VIII o de la hora oscura del desastre franco-británico en la defensa del país galo en 1940), existe una práctica unanimidad en señalar el comienzo de la Primera Guerra Mundial como el adiós -también- a la época dorada del Parlamento. Pero, al margen de la innegable influencia del conflicto bélico, con anterioridad a su estallido ya existían factores relevantes -si bien no claramente perceptibles- que habrían de determinar en último término el fin de un sistema (el propio desdibujamiento de las funciones de los Lores por la Parliament Act de 1911 es ejemplo de ello). Estos factores provocarían, además, al recuperar la normalidad tras el conflicto, la muerte inesperada (bien podría hablarse de un “infarto político”) de uno de los pilares más importantes -si no el que más- del sistema parlamentario vigente desde hacía más de un siglo, el Partido Liberal.

Si Lord Grey pudo decir en agosto de 1914 que los faroles de Europa se habían apagado para siempre, los Parlamentos electos después de la Gran Guerra ya no volvieron a ser los mismos. La formidable maquinaria administrativa requerida por la conducción bélica y la incipiente implantación del Estado de Bienestar (oficialmente inaugurado en 1942 con el Informe Beveridge) marcarían el comienzo de la Era de los Gobiernos… Pero Westminster y, en general, todos los Parlamentos todavía perviven como recordatorio no sólo de lo que un día fueron, sino, sobre todo, de lo que podrían volver a ser si la Historia así lo exige.

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LA VIDA DE DISRAELI

Por André Maurois*

PARTE 4

*Traducción del francés por Remee de Hernández 

 

 

Dibujo satirico de los Whigs sosteniendo el estandarte de la Reforma en la batalla con los Tories liderados por Wellington. Litografía de mayo de 1832

 

VII

DOCTRINAS

 

Una chimenea de locomotora, en lugar de la efigie de la Reina Victoria, debió grabarse de su reinado.

(OSBERT SITWELL)

 

Durante su viaje, Disraeli (decidió suprimir la partícula d´, que tenía cierto  aire extranjero) reflexionó largamente sobre el porvenir. Sus meditaciones lo llevaron a la conclusión de que la carrera de hombre de estado era la única forma de éxito capaz de proporcionarle verdadera felicidad. Cuando antaño se preguntaba el camino que debía seguir, añadía: "¿escribir?... ¿obrar?" ... ahora ya sabía que la gloria literaria no calmaría su sed: "la poesía es la válvula de seguridad de mi ambición; pero deseo hacer lo que escribo".

Así, pues, ya no titubeó sobre la ruta que había de elegir. Deseaba entrar en el Parlamento. La empresa era difícil. El sistema electoral, elaborado entonces para comodidad de una aristocracia, permitía a cualquier muchacho de buena familia ser miembro del Parlamento al llegar a la mayoría de edad; pero, en cambio, parecía pensado para desanimar los comienzos irregulares como el de Benjamín Disraeli. He aquí como en aquel mes de octubre de 1831 se planteó el problema para aquel impaciente muchacho.

En primer lugar, había que distinguir los diputados de condados de los de las ciudades. Los de los condados eran elegidos por los propietarios de terrenos que rentasen por lo menos cuarenta chelines, en un lugar del voto único, por condado. No solamente el candidato había de comprar los votos de los electores, como en todas partes, sino que había de transportar, albergar y mantener a estos. Era inútil también alejar a los electores hostiles, disponiendo de fuerza armada, que los retuviera alejados del estrado donde se votaba tranquilamente. Todo eso costaba muy caro. En 1827, la elección de los dos suputados de Yorkshire costó más de 500.000 libras. Un Disraeli, que no contaba con más fortuna que sus deudas, no podía pagarse el honor de ser un country member. Aquellos distritos pertenecían casi todos a ricos señores a quienes otorgaban el derecho de llevar las espuelas en la sala de sesiones. Era aquella una elegancia caballeresca, deseable; mas, ¡ay!, inaccesible. No sabía que pensar en ello.

Llegar a ser diputado de un ciudad no era tampoco empresa fácil, sobre todo para un novel mal emparentado. No todas las ciudades del país, estaban representadas; las que lo fueron se eligieron del modo más arbitrario. En tiempo de los Tudor, la Corona concedió representantes a las ciudades que sabia fieles. Los Estuardos suprimieron aquella prerrogativa, de modo que la lista, de pronto, quedó cerrada. Por eso, grandes poblaciones de reciente prosperidad carecían de representante, mientras que otras, que apenas si existían, las llamas aldeas podridas, tenían el suyo. En algunos lugares, únicamente los propietarios de ciertas casas eran electores; comprando esas fincas, el señor del lugar se aseguraba todos los votos. En otro eran los pot-boilers, es decir, los que tenían medios de hervir la olla. También había sitios donde solo el alcalde y la corporación podían votar, contando así tan solo con quince o veinte electores. En Edimburgo, que era una población inmensa, solo existían treinta y un electores. El candidato por Stafford anotaba en su cuaderno de cuentas:< 248 burgueses, a 5,5 libras= 1.302 libras.> El nabab que acababa de hacer fortuna en las Indias luchaba a puñados de monedas con el gran propietario del local. Lord Lansdowne decía: "¿se le puede exigir responsabilidad a un calderero que tenga siete hijos y a quien se le ofrecen seiscientas libras por su voto?". Algunos procuradores se dedicaban a sindicar a los electores, yendo después a Londres a vender sus votos al mejor postor. Aquellas ciudades que llamaban abiertas, solo lo estaban al dinero; en cuanto a las cerradas, eran aquellas en que la vacante  pertenecía, por derecho propio, al feudo, quien podía disponer de ella a favor de un hijo o un sobrino. Las grandes familias whigs y tories conservaban también algunas ciudades de bolsillo, para disponer de ellas en favor de las jóvenes inteligencias del partido, a las cuales convenía facilitar los comienzos.

Por fin, el Ministerio tenía a su disposición un cierto número de circunscripciones, en las cuales unos inmuebles pertenecientes al Gobierno concedían derecho al voto, y otras en donde el mismo Gobierno compraba a los electores con cargos y favores. Añadiendo esas ciudades, llamadas de Tesorería, a las de los grandes señores tories, se conseguía que en todas las elecciones generales las dos terceras partes de los miembros de la Chamara de los Comunes fueran nombrados sin lucha por el Ministerio. No podía sorprender que el partido tory estuviera en el Poder desde hacia cuarenta años, y se concebía difícilmente como podía ser derrotado.

Sin embargo, desde el año 1815, el país estaba descontento. La paz, al abrir las puertas de Inglaterra a los comerciantes del continente, trajo consigo una crisis industrial, arruinó a los fabricantes e hizo disminuir la cuantía de los salarios. Los habitantes de las poblaciones hicieron responsables de carestía de la vida a unas leyes que, para proteger los trigos del país, mantuvo un Gobierno tory, compuesto por pequeños propietarios campesinos, y al sistema electoral se le cargaban todos los males de la nación. Los whigs tuvieron la habilidad de forjarse con tales críticas una plataforma electoral y de ponerse a la cabeza de un movimiento a favor de un escrutinio más amplio. A eso se les pudo replicar que las aldeas podridas y las ciudades de bolsillo les parecieron excelentes instituciones mientras que su partido se aprovechó de ellas; pero estaba de moda la reforma electoral que había de remediar todos los males. "Todas las muchachas –decía Sydney Dmith- saben que en cuanto esté votada esa ley encontrarán marido; los colegiales confían en que serán abolidos todos los verbos en latín y bajarán de precio los pasteles; los cabos y los sargentos tiene la seguridad de cobrar doble sueldo; los poetas malos cuentan con que se lean sus versos, y los necios, como siempre, sufrirían una decepción".

Cuando Disraeli regresó de su viaje, la agitación por las reformas había llegado hasta el motín, era fácil prever que el Gobierno se vería precisado a hacer unas elecciones. Era el momento más propicio para conseguir un distrito, pero ¿Cómo?, ¿Dónde? ¿Quizá pudiera contar con la ciudad de Wycombe, situada cerca de Bradenham, y donde su familia tenía varios amigos y algunos abastecedores; pero Wycombe era una ciudad de bolsillo de su vecino lord Carrington, quien seguramente no se mostraría muy propicio a favorecerle, y, además ..., ¿con que etiqueta política le convenía presentarse?

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En sus lecturas de juventud, Disraeli estudió detenidamente el origen de los dos grandes partidos que se disputaban el Poder. Fue en tiempo de la revolución de 1668, la que destrozó a los Estuardos, cuando los enemigos del Trono, grandes señores celosos de la Corona o puritanos hostiles a la Iglesia establecida, recibieron el irónico nombre de whigs, abreviatura de whingamores, grupo de campesinos sublevados del oeste de Escocia. El nombre significaba, pues, los rebeldes, los enemigos del rey. Los partidarios del rey fueron señalados por los puritanos, su adversarios, con el nombre de tories, palabra que en Irlanda sirve para designar a los bandidos, indicando así que no eran sino unos papistas mas despreciables que los irlandeses. Como ocurre con frecuencia, aquellos apodos, ostentados con orgullo, se convirtieron en gritos de guerra.

Con la dinastía de los Estuardos desapareció la verdadera valla que los separaba; pero los partidos suelen sobrevivir a las causas a las que sirvieron. En ciertas grandes familias descendientes de rebeldes antepasados subsistió una tradición whig, tradición de independencia y oposición a la Corona, de alianza con las sectas religiosas disidentes, y con frecuencia de sincero liberalismo. Entre tanto, la gran masa de pequeños señores de ciudades y gentiles hombres agricultores permanecía tory, conservadora, fiel al rey y a la Iglesia establecida.

La Revolución francesa, y las guerras napoleónicas después, ligando estrechamente en el pueblo inglés las ideas de libertad y guillotina, llevaron al Poder al partido tory por un largo periodo, los whigs fueron anulados hasta 1815. Después, con la paz, tornaron el espíritu crítico, la crisis industrial y el descontento, fortaleciendo el partido de la reforma. Hasta 1830, la popularidad de los whigs fue creciendo lentamente. Con la revolución francesa de julio se hizo irresistible. El duque de Wellington, jefe del partido tory, que era desde Waterloo el hombre más querido de Inglaterra, vio en Londres a una multitud arrojar piedras a su casa. Una leyenda popular convertía al antiguo combatiente en cómplice de Polignac, y lo acusaba de querer dar un golpe de estado. En Londres y en Birmingham fue desplegada la bandera tricolor. En los campos, los gañanes incendiaron los almiares de los señores. Diez mil obreros sitiaron el palacio de San Jaime. Los obispos ingleses que votaron contra la reforma en las Cámaras fueron silbados en las calles y no osaban ya salir. El joven lord John Rusell, jefe de los whigs reformistas, era el ídolo del pueblo. Se citaba con admiración una palabra suya: "Cuando se me pregunta si una nación está ya madura para la libertad, yo contesto: ¿existe un hombre maduro para des déspota?" Cuando pasaba por las carreteras, los aldeanos se alineaban a su paso para aclamarlo.

En suma, analizando todos los detalles, era evidente que un candidato de 1831 tenía intereses en afiliarse al partido whig. Pero la familia Disraeli era tory. Los tories fueron en la historia de los partidarios de aquellos Estuardos tan caros al señor Isaac d´Israeli. Este había enseñado siempre a su hijo que los whigs no eran sino una oligarquía sublevada contra un rey mártir. Por su parte, el joven Disraeli se negaba a enternecerse con el liberalismo de los whigs. Pensaba que la nueva ley electoral había sido cuidadosamente redactada para conducir a las urnas a toda una clase de mercaderes, industriales, gentes calculadoras y frías, natural sostén de los whigs contra los agricultores tories, y no para escuchar la voz del verdadero pueblo. No era de su agrado aquella alianza entre los grandes señores cínicos y los grandes algodoneros ávidos (1).

(1) Refiérese el autor a los fabricantes de hilados y tejidos de algodón.(N. de la T.)

Entre los whigs y sus aliados, la doctrina de moda era el utilitarismo, nacido de una a modo de reacción antirromántica de la clase media. Esta se había dado sobrada cuenta de a donde conducen la poesía y el sentimiento, qué desórdenes había causado en Francia un Rousseau y qué escándalos había promovido un Byron. El descubrimiento de la máquina de vapor y de los telares mecánicos, así como el prodigioso desarrollo de los ferrocarriles y de las minas inglesas, les había inspirado una apasionada confianza en el progreso material. La economía política, ciencia nueva, les había enseñado que las relaciones entre los hombres no son lazos morales ni deberes, sino que están regidas por las leyes tan precisas y tan inevitables como la gravedad de los cuerpos o el movimiento de los otros. La ley de la oferta y de la demanda era su evangelio; la locomotora, su fetiche, y Manchester, su ciudad santa.

Disraeli, pintor de los grandes parques, de los jardines floridos y de las casas resplandecientes, odiaba aquel olor a carbón. La economía política le fastidiaba; se resistía a creer que los hombres, los hombres de carne y hueso, con movilidad en el rostro; sus héroes, Retz, Napoleón, Ignacio de Loyola, pudiesen estar condenados a combinarse como a tomos enganchados para producir la cotonada más barata en el mejor de los mundos.

Por otra parte, ¿lo hubieran acogido los whigs? No se extendía su liberalismo hasta la selección de sus amigos, y el amor a la libertad era para ellos el monopolio de un clan. Podía uno, en el último caso, hacerse tory; pero era preciso haber nacido whig. Un reino gobernado por los whigs seria, pensaba Disraeli, impregnado de lecturas venecianas, un rey transformado en duz, sostenido por un Consejo de los Diez.

¿Seria, pues, conveniente ofrecerse a los tories? Pero ello equivalía a adoptar a los veinte años opiniones caducas, afiliarse a jefes a los que la muchedumbre silbaba, aceptar el peso de faltas cometidas cincuenta años antes y condenarse a rechazar cualquier reforma, por razonable que fuera. ¿No sería mejor, siguiendo el ejemplo de Bulwer, unirse a los radicales y, desbordando a los whigs, prepararse a combatirlos con sus propias armas? ¿Whig?... ¿Tory?... ¿Radical?..!La elección era difícil!

Lo más sencillo hubiera sido obtener un burgo de algún gran señor indulgente. No era nada imposible. Pero era necesario ser conocido de aquellos que los detentaban y, ante todo, penetrar en el mundo de la política. Ahora bien: el mundo de la política en la Inglaterra de 1831 se confundía con el resto del mundo. La entrada del Parlamento estaba en los salones. Era en estos en donde había que agradar. Era preciso comer con el duque de Wellington, con el señor Robert Peel, jefes tories; con lord Melbourne, con lord John Russell, los grandes whigs, y con lord Durhman, el gran radical.

Allí, alrededor de una mesa, entre cristales que reflejaban el tenue brillo de las luces, lindas mujeres mezclaban sus sonrisas con las negociaciones; allí convenía hallar a los dispensadores del Poder.

Un poco mas de frivolidad, pues, para adquirir el derecho de ser grave.

 

Inauguración linea de ferrocarril entre Gamkirk y Glasgow, 1831

 

 

VIII

LA CONQUISTA DE LONDRES

 

Observé que estaba en posesión de un físico agradable, cosa de la que hasta entonces no me había dado cuenta

(Carta de Disraeli.)

                   

La ausencia produjo los efectos apetecidos. Londres solo sabia del joven Disraeli que era un escritor de talento, un muchacho guapo, vestido con divertida extravagancia, y que volvía de Oriente cargado de relatos que era agradable escuchar. Solo esperaba una invitación que provocara las que más le importaban. La formuló, naturalmente, Edwars Bulwer.

Este, tan ambicioso como Disraeli, y aventajado por su nacimiento, había progresado más rápidamente que su amigo. Cuando uno publicó Vivian Grey y el otro Pelham, se pudo pensar que los dos partían de un mismo punto aproximadamente; pero Bulwer supo administrar mejor que Disraeli su gloria naciente. En abril de 1831 ingresó en el Parlamento, en el partido de los radicales avanzados. Sus libros supieron conquistar un público, por aquel entonces dirigió una gran revista.

Tan imponente fachada ocultaba serias dificultades de orden doméstico. Todos aquellos resultados fueron el fruto de un trabajo áspero al cual lo sacrificó todo, incluso a su mujer. La pobre Poodle comprendía que había perdido para siempre a su Pups. Cuando lo veía a solas, cosa que no ocurría con frecuencia, de daba quejas. En sociedad, la pareja parecía unida.

Unas semanas después de su llegada, Disraeli recibió una carta de Bulwer:

"Mi querido Disraeli: Si no soy de los primeros, permítame, por lo menos, no ser el último en felicitarlo por su feliz retorno. Lo supe ayer por nuestro común aliado y editor Colburn. "El señor Disraeli está de nuevo en  Londres, señor". ¡el joven Disraeli! ¿No traerá algún artículo ameno y ligero sobre su viaje? Ya hablaremos de eso. La señora de Bulwer me ha dado un hijo esta mañana. ¿No dicen así las gentes de buenas costumbres? Espero que esta razón me sirva de disculpa por la brevedad de esta carta; pero escríbame y deme noticias suyas."

Unas semanas después, Disraeli alquilaba un piso de soltero en Duke Street. Sabiendo que su hermano no era feliz si no poseía unas flores, Sara le envió desde Bradenham unos tiestos de geranios, que fueron cuidados con amor. En seguida fue invitado en casa de los Bulwer. La casa y la mesa ostentaban una riqueza absurda y magnífica. La señora de Bulwer, más elegante y bonita que nunca, tenía sobre sus rodillas un perrito "del tamaño de un ave del paraíso, y tan brillante como ella, por lo menos". Se sirvió el champaña en copas especiales. Disraeli, que no había visto nunca aquello, lo juzgó un refinamiento admirable. La asamblea era digna del decorado: grandes nombres, grandes bellezas y grandes talentos. Se fijó, sobre todo, en la encantadora señora de Norton, una de las nietas de Sheridan, y en el conde Alfredo d´Orsay, que acababa de llegar a Londres, conquistando –cosa sin precedentes para un francés- el título de gran maestre dandis.

Muchas señoras desearon que les fuese presentado el autor de Vivian Grey y de El duquesito. La esposa de un miembro del Parlamento, la señora de Wyndham Lewis, insistió mucho. "Una linda mujercita -le escribió Disraeli a su hermana-, muy amante de flirt, muy charlatana, dotada de una volubilidad que juzgo sin igual, y de la que no acertaría a darte una idea, me dijo que le agradaban los hombres silenciosos y melancólicos. Le contesté que ni por un momento dudé que fueses así". 

Consiguió una invitación de la señora de Norton. Supo inspirarle simpatía. Le habló poco; pero su charla fue brillante, y ella estaba necesitada de hombres de amena conversación. Los ingleses de entonces tenían la costumbre de suplir con un gesto el verbo más esencial de cada frase. Aquel muchacho de hablar impecable se destacaba entre aquel tartamudeo tan de moda.

***

 

Caroline Elizabeth Sarah Norton (22 de marzo de 1808 - 15 de junio de 1877) fue una reformadora social inglesa y autora activa a principios y mediados del siglo XIX. Norton dejó a su esposo en 1836, tras lo cual demandó a su amigo íntimo Lord Melbourne, el entonces Primer Ministro Whig, por una "conversación criminal" (es decir, adulterio). El jurado  rechazó la reclamación, pero no pudo obtener el divorcio y se le negó el acceso a sus tres hijos. La intensa campaña de Norton llevó a la aprobación de la Ley de Custodia de Infantes de 1839 , la Ley de Causas Matrimoniales de 1857 y la Ley de Propiedad de Mujeres Casadas de 1870. Norton posó para el fresco de Justicia en la Cámara de los Lores por Daniel Maclise , quien la eligió porque fue vista por muchos como una famosa víctima de la injusticia.

 

Acudió a casa de Carolina Norton de frac de terciopelo negro, pantalón escarlata bordado en oro, chaleco rojo y centelleantes anillos sobre los guantes de cabritilla blanca.

Los Norton habitaban en un piso tan reducido de Storey Gate, que un gran sofá llenaba todo el salón. Unas cortinas de gasa blanca cruzaban en las ventanas ante un balcón lleno de flores. Desde aquel mismo balcón, todas las mañanas le daba Carolina los buenos días a su ilustre amigo lord Melbourne, cuando este se dirigía al Parlamento. Se murmuraba que Norton consentía aquella sentimental amistad porque sacaba provecho de ella.

El minúsculo salón se hallaba ocupado por una multitud de hombres políticos y de escritores ilustres y materialmente iluminado por la extraordinaria belleza de las Sheridan. Ocupaba una butaca la madre, de quien se decía que no existía en el mundo mujer más bella que ella, descontando a sus tres hijas. Estas eran el ama de la casa, la señora de Norton; la señora de Blackwood y la más bellas de las tres, Georgina, lady Seymour, ante la cual, hasta la hermosura de sus hermanas palidecía. La señora de Norton tenía los cabellos negros, y los trenzaba primorosamente alrededor de su cabeza; facciones de belleza griega y un admirable modo de sonrojarse. Si llegaba a conmoverla alguna frase de la conversación, un color sonrosado venia a asomarse a sus mejillas, contrastando con el tono un tanto verdoso de su cutis, para desaparecer a los pocos segundos. Sus ojos y sus labios tenían tal brillo, que parecían hechos con piedras preciosas:"diamantes, rubíes y zafiros". Lady Seymour era distinta por completo. Su tez era pálida y traslúcida; sus ojos, de dulces reflejos, parecían fontanas alumbradas por la luna. Cuando se le hablaba a la señora de Norton de la emoción que despertaba tanta belleza, miraba con sonrisa de complacencia su minúsculo salón y su deslumbradora familia, diciendo:

Yes, we are rather looking people (1)

(1) Si, es que somos alguien.

La conservación de esta mujer encantó a Disraeli. Contaba de un modo delicioso algunas historietas ligeras, bajando púdicamente los párpados bordeados por largas y sedosas pestañas.

"He comido ayer en casa de la señora de Norton  –les escribía  Sara-. Era el santo de su hermano mayor, que es, según ella, la única persona respetable de la familia, y eso porque padece del hígado...La hermana, la señora Blackwood, es también muy hermosa y muy sheridanesca. Me ha dicho que ella no era nada, porque: "Ya ve usted: Georgy es la bella, Cary el talento, y yo, que debía, por tanto, ser la bondad, no tengo ninguna disposición para ello."

Debo confesar más que me ha agradado infinitamente. Además, conoce de memoria todos mis libros, y recita páginas enteras de V.G., de C.F. y de C.D."

Las tres Gracias  sheridanescas representaron muy pronto un encantador papel en la vida del joven autor. Las tres eran muy libres; la señora Norton, encantada al separarse de su marido insoportable, se complacía haciéndose acompañar al teatro y al baile por Disraeli. Para él era muy grato mostrarse con ella.

Londres tenía a la sazón un encantador estilo Watteau. Comidas, bailes, fiestas acuáticas. Disraeli asistió a todo ello. Era divertido, acompañaba siempre a lindas mujeres, llegaba de un viaje importante...

Se hacía desear en todas partes: "voy abriéndome camino en todos los salones más distinguidos, en los que no hay ni envidia ni malicia, y en los que sencillamente desean admirar y que se los distraiga."

La mesa de Dizzy (así le llamaba Mayfair) se cubrió de nobles invitaciones. Hallaba gran placer en aceptarlas. En aquel ambiente brillante, espiritual, acogedor, se sentía más en su esfera que entre los burgueses de su infancia. La gracia libre y atrevida de aquellas mujeres jóvenes y de aquellos jóvenes lores lo encantaba. Allí encontró a los amigos de sus ensueños, muchachos de rubios cabellos, ingleses ligeros y espléndidos e ingleses de alta alcurnia, tan hermosas ... adoraba el lujo de las casas, la belleza de las flores y la ostentación de las mujeres. La sequedad de su orgullo se disolvía, al menos en apariencia.iba adquiriendo confianza. Vivía en una alegría febril: "quisiera -le escribía su padre- que tu naturaleza te permitiera dirigirme algunas cartas algo mas sosegadas".

Pero Ben era incapaz de escribir una carta sosegada. La belleza de la vida lo embriagaba. El gran interés que la historia despertaba en el le hacía buscar la compañía de los viejos. Una de las mejores amigas era la anciana señora de Cork, que, a pesar de sus ochenta y siete años, recibía casi todas las tardes. Era la más linda y divertida de entre la rancia nobleza. Los héroes y las heroínas de su juventud, de su madurez y su de su vejez, favoritos, soldados, poetas, se habían disipado. Había visto revoluciones en todos los países del mundo, se acordaba de Brighton como de un puerto de pescadores, y de Manchester como de un villorrio; pero seguía siendo la misma, de novedad. Al hallar en este joven talento y curiosidad, le concedió su protección, que era muy poderosa en sociedad.

 

Una historia interesante- le escribía a Sara-; el lunes, lord Carrington visita a la señora de Cork.

<LA SEÑORA DE CORK.- ¿conoce usted al señor Disraeli?

< LORD CARRINGTON.- ¿eh?... ¿por qué?...diga...

<LA SEÑORA DE CORK.- ¿Por qué?... es vecino suyo, ¿no es cierto?

<LORD CARRINGTON.- su padre lo es.

<LA SEÑORA DE CORK.- estoy enterada. Su padre es uno de mis más queridos amigos. Me entusiasman los Disraeli.

<LORD CARRINGTON.- el muchacho es un extraordinario personaje. Me agrada el padre; es muy tranquilo y respetable.

<LA SEÑORA DE CORK.- ¿Por qué encuentra usted extraordinario a ese muchacho ?es evidente que no lo creo a usted capaz de gustar de su trato.

<LORD CARRINGTON.- es un hombre muy agitado. No es que nos moleste demasiado ahora. Esta siempre fuera, creo que está de nuevo en el extranjero.

LA SEÑORA DE CORK.- (Textual.) You old fold! Esta misma mañana me ha enviado este libro. No lo mire, porque es usted incapaz de comprenderlo. ¡Es el libro más hermoso que se ha escrito!... ¡en el extranjero! Es Disraeli el  hombre más distinguido que se pasea por Londres. No hay fiesta brillante sin su presencia. La duquesa de Hamilton dice que no existe otro igual. La señora de Lonsdale daría por él su cabeza y hasta sus hombros. Seguramente no aceptaría una invitación para comer en su casa de usted. No le interesan las personas por el mero hecho de ser lores; necesita elegancia o belleza o talento, y usted es una buena persona, pero nada mas...

<El viejo lord acogió aquellas frases con buen humor y se echó a reír. La señora Cork ha leído de punta a cabo mi último libro. Y no dudo de la sinceridad de su admiración, porque ha gastado diecisiete chelines en terciopelo escarlata, y su doncella lo está forrando con él>

 

Este relato fue hecho especialmente para Sara, sin duda alguna; sería imprudente creerlo en todas sus líneas; cuando se trataba de los éxitos de Benjamín, la familia toleraba algunos cuadros recargados de color, y el mismo estaba persuadido de que Sara, al leerlo, concedía un tanto a la imaginación de Ben. Pero afirmando el éxito, se tranquilizaba.

Toda la aristocracia inglesa se reunía por las noches en Almacks, un a modo de reservado club de baile, patrocinado por las mas encopetadas y las más exclusivas señoras y regido por las más severas reglas. Eran de rigor el calzón corto y la media de seda. El duque de Wellington pretendió un día entrar vistiendo otro traje, y el portero de adelantó al verlo para decirle:

 -Vuestra señoría no puede ser admitido con pantalón largo.

Tras lo cual, el duque, como soldado disciplinado, se retiró sin replicar. Disraeli se hizo habitual en Almacks. Allí se preparaban muchos casamientos. Le propusieron algunos muy brillantes... "¿Le agradaría tener por cuñada a la señorita Z***, que es muy inteligente y bondadosa y posee veinticinco mil libras?... en cuanto al amor, todos aquellos de entre mis amigos que se han casado por inclinación pegan a sus mujeres o se han separado de ellas. Es literalmente verídico. Acaso haga muchas locuras en mi vida; pero no me casaré por amor, pues tengo la certeza de que es una garantía de desventura".

La simpatía de las mujeres iba atrayendo, aunque lentamente, la de los hombres. Algunos de ellos lo invitó a almuerzos políticos, era lo que más deseaba. Una noche, en casa de lord Elliot, tuvo a su lado en la mesa al señor Robert Peel, el gran jefe del partido tory. Todos los comensales parecían intimidados; Disraeli miraba con ávida curiosidad a aquel severo y poderoso personaje, que se había visto prodigar por el Destino, desde la adolescencia, todo aquello que él, Disraeli, más ambicionaba.

Hijo de un gran fabricante, dueño de una de las siete mayores fortunas de Inglaterra, se le educó desde la niñez para hacerlo  primer ministro. A los cinco años se le ponía sobre las mesas, haciéndole pronunciar discursos. Abandonó la Universidad de Oxford en posesión de un doble primer premio: en Letras clásicas y en Ciencias cosa no muy corriente. A los veintiún años, su padre le compró un puesto en el Parlamento; a los veintitrés años fue secretario de Estado. Durante algún tiempo se le reprochó su ingratitud hacia Canning, a quien combatió duramente hasta su muerte, después de haber sido su gran amigo; pero el mundillo político se olvidó de aquello, y a la sazón, a los cuarenta y tres años, aun entre sus adversarios, gozaba de un prestigio increíble. Era el símbolo de la honradez y de la rigidez inglesa. Agradaba su elevada estatura y sus facciones de firmeza romana, y se le permitía ser altanero y frio. Disraeli, sorprendiendo los movimientos nerviosos de una susceptibilidad casi enfermiza, aunque natural en un hombre acostumbrado al Poder, comprendió que era tarea difícil la de ministro; pero aquella noche Peel se decidió a mostrarse agradable, y trató al joven escritor con una familiaridad un poco condescendiente, y bromeó con una altanería de buen tono. Estaba lejos de suponer que su insignificante vecino estaba aprendiendo a ser un gran hombre.

Algunas veces pensaba Disraeli: "¿pero será, en verdad, indispensable el ingreso en el Parlamento? Esta vida de placer, de ociosidad, de trabajo literario, es perfectamente agradable. En el fondo soy indolente, como todos los hombres de gran imaginación...deseo reposar, divertirme y soñar con el pasado tumultuoso, sonreír a la tranquilidad presente. Mas, ¡ay!, lucho por orgullo, sí; únicamente el orgullo y no la ambición es lo que me mueve. No se podrá decir de mí: ¡Fracasó!"

Un día al expresar sus sentimientos a Bulwer, este se volvió hacia él, lo cogió por el brazo y le dijo con toda sinceridad: "¡Es cierto, my dear fellow; sacrificamos nuestra juventud, los días de placer, los años brillantes de los goces! ... pero tenemos que proseguir forzosamente, forzosamente. ¡Qué triunfo para nuestros enemigos si abandonáramos la lucha!".

Si; no cabía duda: había que proseguir pero algunas veces, tras una velada encantadora, cuando de noche, a la salida del baile, Londres brillaba tenuemente entre las brumas; cuando al separarse de él una mujer bonita estrechó largamente su mano, se decía a si mismo que la ambición era una vana locura, que aquella frivolidad tanto tiempo fingida era lo natural, lo cuerdo, y que sería gratísimo vivir a los pies de las tres hermanas Sheridan, como paje insolente y tierno.

 

 

 

 

 

 


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