INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
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Los últimos días de lord Brummell
Por Roberto Calasso
Traducción: Mirta Rosenberg
En el tercer piso del Hôtel d Angleterre, en Caen, residió largo tiempo, durante sus últimos años, George Brummell. La única interrupción fue una estadía de dos meses y diecisiete días en prisión, por deudas. A las cinco, bajaba a la table d hôte y aceptaba el ofrecimiento de buen vino que le hacía algún desconocido. Algunos turistas, tras haber admirado los tapices de Bayeux, se detenían un día en el Hôtel d Angleterre para ver de cerca al célebre dandi. Le pedían a monsieur Fichet, el propietario, que les asignara un lugar en la mesa frente al hombre en cuestión.
Al salir de la prisión, Brummell seguía respetando sus rituales, aunque se había visto reducido a cambiarse la ropa blanca una sola vez al día. La nitidez de su apariencia se había empañado, pero la centelleante batterie de toilette aún seguía asistiéndolo. El vernis de Guitton seguía llegándole de París. Un primer signo nefasto se produjo cuando una anciana señora le aconsejó, bromeando, el jabot negro, que Brummell siempre había aborrecido. Pero ahora sabía que los suyos habían perdido frescura. Aceptó el consejo («en sentido figurado, se podría decir que Brummell murió aquel día», según el capitán Jesse, «ese admirable cronista que no olvida lo suficiente», como lo definió una vez Barbey d Aurevilly). A partir del invierno de 1836, el estado de su mente pareció deteriorarse. No había dudas: Brummell «había empezado a ser completamente indiferente hacia su apariencia». Ahora se lo veía en la calle como un viejo señor desaseado y sucio. Tan sólo sus modales permanecían intactos. Todavía poseía algunos jarrones de porcelana, un reloj y ciertas joyas, las últimas reliquias que no había querido incluir en la gran subasta de sus objetos realizada en Londres. Pero así podía seguir comprando sus amados biscuits de Reims en una confitería frente al hotel.
A veces decía que tenía que ofrecer una recepción, invitar a algunas personas ilustres de su amistad. Algunas estaban muertas. Su doméstico ponía en orden la estancia, encendía los candelabros, preparaba la mesa para el whist . A las ocho, según las órdenes recibidas, abría la puerta y anunciaba a la duquesa de Devonshire. «Al oír el nombre de Su Gracia, que recordaba perfectamente, el Bello se incorporaba inmediatamente de su poltrona y se dirigía hacia la puerta, saludando al aire gélido que venía de la escalera como si fuera la bella Georgiana.» Luego la invitaba a sentarse en un sillón: «Es un regalo de la duquesa de York, mi gran amiga, pero, pobre querida, como usted sabe ya no está entre nosotros». A las diez el criado anunciaba que la carroza estaba en la puerta.En el invierno de 1836 Brummell recibió una visita que dejó rastros en la memoria de los testigos ocasionales. El solo hecho de que alguien fuese a buscarlo «demostraba que todavía había, en algún lugar remoto, una persona que se interesaba por su estado, o que al menos sentía cierta curiosidad por ver la ruina antes de que se desplomase». Así escribe el fiel y malévolo capitán Jesse. Y prosigue: «Era una dama, que llegó una mañana fría y tétrica, sin carroza, criado ni equipaje al Hôtel d Angleterre. La extranjera era una mujer de cierta edad y estaba vestida con simplicidad, pero su porte y sus modales indicaban que había vivido en la más alta sociedad. Al ver esa elegante aparición pasar delante del vidrio de su bureau , el vigilante hotelero se adelantó a su encuentro, y ella le pidió que le mostrara una habitación. El propietario complació su pedido y estaba ya a punto de retirarse cuando ella le rogó que aún no lo hiciera y le preguntó si mister Brummell todavía residía en el albergue. ´Me gustaría mucho verlo, señor , dijo la dama. ´¿Es posible que lo vea sin que él me vea a mí? ´Nada más sencillo, señora , respondió el hotelero. ´A las cinco, sin falta, mister Brummell baja de su habitación a la table d hôte ; su departamento da sobre esta misma escalera, de manera que debe pasar ante su cuarto; si usted permite, le avisaré a esa hora y, cuando lo escuche bajar, iré a su encuentro: si usted se asoma a su puerta, lo verá perfectamente, porque siempre lleva una lámpara en la mano . Con toda puntualidad, monsieur Fichet interceptó a Brummell y lo entretuvo con unos minutos de conversación en un punto donde se lo podía observar con claridad; al volver a la habitación de la desconocida, la halló sumida en lágrimas y muy conmovida, tanto que pasó algún tiempo antes de que la mujer pudiera agradecerle su gentileza. Inmediatamente pagó su cuenta y partió la misma noche a París en la diligence «.
A veces Brummell se distraía escribiendo cartas, por ejemplo a Mademoiselle***, Luc-sur-Mer, un día de julio: «¿Por qué, en nombre de la prudencia, no me habré contentado con limitar mi conocimiento de usted a la etiqueta mundana de quitarme el sombrero cuando nos encontrábamos por casualidad? Durante los años que he vegetado en el estéril pantano de mi vida reciente, he evitado con esfuerzo arrojarme de cabeza en lo que podría definir como una absurda pena; y ahora, a despecho de toda mi circunspección y precaución, me encuentro de la cabeza a los pies, en alma y corazón, enamorado de usted. No puedo, a costa de mi propia vida, más que decírselo, pero como no toda la razón me ha abandonado, me pondré una camisa de fuerza y me haré encadenar a la cabecera de la cama… Pero usted se reirá al verme detrás de las mangas de crinolina, porque no hay nada más ridículo que una persona en mi estado de desesperación». Y una noche de agosto: «Ese orangután del librero me ha mandado una calamitosa traducción francesa de Manzoni, en vez del original italiano que le había pedido. Dice que se lo han robado. Me avergüenza transmitirle esta noticia: a primera vista, creo que el libro la aburrirá. Si ése fuera su destino, déle uno aún peor: arrójelo al mar. Por el momento, no hay en Londres ni en París nada que valga la pena leer: en el momento en que algún libro aparezca, será para usted. Mi existencia aquí es ahora perfectamente desolada, insípida e infructuosa: no veo casi a nadie, no hablo con nadie, y me encuentro tan miserablemente abattu et distrait (abatido y distraído, N. T.) que soy incapaz de pasar las horas, larguísimas, en aquellas ocupaciones que eran mi entretenimiento y ocupación. Soy consciente de mi culposa inercia de espíritu, pero ni siquiera con todos mis ánimos soy capaz de reunir energía suficiente para obligarme a huir de este sitio desdichado aunque sé que eso me daría gran alivio». En una de estas cartas Brummell incluye un poema que había escrito años atrás, cuando en Londres estaban en boga versos de esa clase: «El funeral de la mariposa» .
Según la mecánica celeste, el dandi es el contrapeso del utilitarista. El Bello Brummell y Jeremy Bentham (el autor de Introducción a los principios de la moral y de la legislación, N.T.) vivieron en los mismos años y en el mismo lugar: Londres. Y es como si la existencia de uno magnetizara la existencia del otro. Muerto, Bentham se convirtió en la momia impecablemente vestida que iban a venerar sus secuaces al University College, donde aún se encuentra. Eran hombres sobrios, que se declaraban exentos de prejuicios, expertos en la contabilidad de los placeres y de los dolores. Aunque hay que preguntarse cuáles placeres y cuáles dolores podrían haber estado en condiciones de probar. Brummell, en cambio, se pulveriza en el anonimato de los que terminan su vida en un pabellón del Bon Sauveur. Ese hospicio, que había sustituido al Hôtel d Angleterre, se convirtió en su residencia final.
La monótona degradación de Brummell durante sus años en Calais y en Caen raya en el heroísmo de la inutilidad. Seguir siendo inútil, siempre y en todas partes. Presentarse como cónsul de Inglaterra, como preso y encarcelado por deudas, como invitado pintoresco, como provecto cortejante de una debutante de provincia, como demente en un hospicio. Todos roles derivados de la implacable inutilidad del dandi. «Sus triunfos eran la insolencia del desinterés», escribe Barbey d Aurevilly. También lo eran sus humillaciones.
Los dandis de la Regencia no sabían nada de Hegel, pero precedieron a Stirner: primera banda de aristócratas de la arbitrariedad, tan irreverentes con la nobleza heráldica como con la engreída democracia. Decisiva, tanto para la ruina de Brummell como para su gloria, fue la ligereza irredenta de su comportamiento con el Príncipe de Gales… y con la amante del príncipe, la señora Fitzherbert. Trató al príncipe como a un marido burgués que defiende a su mujer agraviada. Así inventó un gesto que nadie se había atrevido siquiera a insinuar antes: la actitud condescendiente (y como siempre, también burlona) hacia la realeza. Ser patronizing con el Príncipe de Gales.
«En realidad no fue más que un dandi»: ésa es la sentencia de Barbey d Aurevilly sobre Brummell. Dandismo y tautología, imposibilidad de ser o hacer otra cosa. Baudelaire: «Un dandi no hace nada». Sin embargo, Brummell, en su exilio, se dedicó concretar una obra, la única obra de su vida: el biombo para la duquesa de York. Tenía seis paneles. En el centro de cinco de ellos, campeaban otros tantos animales: elefante, hiena, tigre, camello, oso. Sobre el elefante, Napoleón: una mariposa adornaba su cuello. Sobre su cabeza, un mortero; de la boca del mortero salía una espada con una serpiente enroscada. Una hoz y una bandera con el águila rusa. Sobre el cuerpo de un oficial está pintado un paisaje clásico, con un bosque y rocas en primer plano. Un Cupido, sobre los hombros de un general, golpea al Tiempo con un libro. Una joven dama, desatendiendo su arpa, acaricia los cuernos de un ciervo herido. Otra dama está cubierta de plumas de avestruz. Un señor con tiradores amarillos ofrece un nido de palomas a una mujer de vestido escarlata. La hiena aparece amansada por las Artes, la Ciencia y la Religión. Telémaco relata a Calipso sus aventuras. Un dragón francés despluma un ave ante la hoguera de un campamento. Una pastorcita intenta librarse de un perro que le ha desgarrado el vestido a dentelladas, y un galante desconocido la ayuda. El tigre está circundado por un enjambre de cupidos. A los costados, el Delfín y la duquesa de Angoulême juegan a ser soldados. La duquesa redobla un tambor. El Delfín empuña un estandarte con la inscripción Union Force . Al fondo, juguetes abandonados. Más Cupidos. Un niño pobre ante la puerta de una casa, una noche de nieve. Bajo el camello, un hombre con pantalones cosacos. Una mona le rasca la espalda. Es una barbera. El oso está acompañado por un joven cocodrilo. Alrededor hay niños que juegan, pastores, las Gracias. Numerosos insectos y conchillas. Más abajo se reconocen los retratos de Fox, Sheridan, Necker, John Kemble. Nelson está junto al hospital de Greenwich. Un viejo párroco rural ayuda a un campesino con hilo y aguja. En el sexto panel, Byron y Napoleón ocupan el centro. El poeta está rodeado de flores y tiene una avispa en el cuello. Debajo de Napoleón se ve a Kean encarnando a Ricardo III.
El capitán Jesse pudo admirar el biombo en una tapicería de Boulogne. El criado de Brummell lo había dejado allí en prenda por una deuda de su patrón. Jesse observó que en la pieza se representaban centenares de escenas, cada una de ellas enguirnaldada de flores. Se habían empleado las más variadas técnicas de grabado y de pintura, salvo los colores al óleo. El fondo era de papel verde. Predominaba el color rosa. Jesse se imaginó a Brummell recortando y pegando cada uno de los episodios, comentándolos con los amigos: «Debió de haber sido algo delicioso». Por cierto, reflexionaba Jesse, «para entender a fondo la agudeza desplegada en la disposición de los grupos, el espectador debía estar al corriente de los chismes del momento, pero no hay dudas de que casi cualquier coetáneo de Brummell hubiera podido reconstruir las historias relacionadas con cada episodio, explicándoles a los más jóvenes ciertos detalles de la disposición que para ellos resultaban enigmas insignificantes». Pero ese carácter de enigma insignificante era al que apuntaba precisamente el chisme, y al mismo tiempo resolvía la alusión. Brummell había poblado de figuras esa superficie tal como un gnóstico colmaba de arcontes y poderes sus cielos. En el centro de los cincos paneles, los animales asumían, tomándolo de las bestias zodiacales, la tarea de sostener su obligación alegórica. Aludían en vano a la soberanía de un orden: alrededor de ellos, sobre ellos, se agolpaban otras imágenes y se dispersaban entre las guirnaldas. Lo que Brummell le daba a la duquesa de York era la psiquis que se estaba formando en el mundo que lo rodeaba: un mural onírico donde encontraban acogida, con el mismo rango, los dioses antiguos y los fugaces que reinaban durante una season , escenas míticas y personajes de la crónica histórica. Todo se componía recortando y pegando; las imágenes estaban disponibles y convivían en un caos civilizado. El tapicero de Boulogne tenía en prenda el nuevo escenario de la literatura.
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LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 2
*Traducción del francés por Remee de Hernández
III
BRUMMELL Y SAN IGNACIO
El doctor Cogan rogó al señor Isaac d´Israeli que retirase cuanto antes a su hijo del colegio. Ben se encontró de nuevo en su casa, en su habitación, rodeado de la monótona indulgencia de su familia. Jamás existió un niño que se viera más solo ni más dueño de su vida. Su padre se mostraba más bondadoso, pero más irreal que nunca; su madre, que hacía tiempo iba quedando atrás, lo admiraba de lejos beatíficamente. Solo con Sara procedía hablar del porvenir.
Había cumplido quince años. Los hechos demostraron que el colegio era peligroso para él. Si se decidía a ingresar en la Universidad, encontraría irremisiblemente los mismos prejuicios, los mismos odios… ¿Qué determinación tomar? En primer lugar, ¿Cuáles eran sus proyectos? A medida que la agitación de su mundillo escolar, el recuerdo de sus intrigas, de sus éxitos, de sus combates, como nubes disipadas, dejaban ver el paisaje claro y luminoso, distinguía en la lejanía una gigantesca ambición, como se ven desde lejos las torres que dominan las grandes capitales. Le parecía que la vida se le haría intolerable si no conseguía ser el más grande de los hombres. No uno de los más grandes. El más grande precisamente. Un alma que ha sentido la crueldad de una herida no halla tranquilidad más que en el triunfo. Necesitaba un desquite, y se sentía capaz de proporcionárselo…Pero, ¿Quién le explicaría lo que es la vida? ¿Qué camino emprender? ¿Las letras? Observaba el devoto apasionamiento que a todos inspiraba Byron: pero ¡son tantos los poetas, casi todos, que no han sido celebres hasta después de su muerte!… a bel le importaban poco los triunfos póstumos. Quería tocar la gloria:< entre ser Homero o Alejandro, ¿Quién titubearía?>
Como tenía dos hermanos más jóvenes que él, su madre, organizaba fiestas para niños de su edad. Allí se veía al futuro Alejandro pasearse con las manos en los bolsillos de un pantalón muy ajustado, pálido, triste, con la mirada llena de ansiedad, como Gulliver en el país de Liliput.
La primera conclusión que Benjamín sacó del despiadado examen a que se sometió a si mismo durante las semanas que siguieron al retorno al hogar fue la de que su ignorancia era completa. Le pareció necesario reconstruir su espíritu, comenzando por los cimientos. Se Trazó un año de tiempo para rehacer sus estudios.
Cada mañana lo miraba su padre entre escéptico y tierno entrar en la biblioteca y salir cargado de libros. Todas las noches, su diario se halla cubierto de notas:
< Viernes 2 de junio.- Luciano, Terencio, los Adelfos prometen ser interesantes; La Henriade; Virgilio, segundo libro de Geórgicas, que comienza con una esplendida evocación a Baco y evoluciona en conferencias adormecedoras sobre los injertos en los arboles.- preparado mi griego (gramática).>
Y otro día:
< No me gusta Demóstenes, aun cuando sus discursos se hallan siempre preñados de virtud, de patriotismo y de valor; la Historia me dice que era un pillo, un hombre de partido y un cobarde.>
Deambulaba por todas las habitaciones de la casa aquel muchacho calzado con zapatillas, transportando grandes pilas de diccionarios. En vano el metódico señor D´Israeli le rogaba que adoptase un sitio fijo para trabajar.
–yo te suplico, my dear boy, que pongas un poco de orden en tus papeles.
Lo que disgustaba al autor de Curiosidades de la literatura era ver a su hijo estudiar con tal pasión la historia de las grandes conjuraciones de Venecia y la de las grandes órdenes religiosas.
Todo lo que presentaba un aspecto misterioso cautivaba a aquel muchacho, y siempre buscaba nuevos detalles sobre las sociedades secretas: Santa Vehme, el Consejo de los Diez, los jesuitas. Leia una y mil veces la vida de San Ignacio de Loyola, cuyo valor lo entusiasmaba. Esta pregunta que se formulaba Ignacio: < ¿Como harías, si fueses santo, para sobrepasar en santidad a Francisco y a Dominico?>, era la que él mismo se hacía con respecto a Demóstenes, Cicerón y Pitt. Le agradaba el siguiente precepto:< ¡Desarróllate para la acción, no para el placer!> estudiaba con preferencia los medios que se valió San Ignacio para reclutar sus discípulos y como logro retenerlos. La organización de la Iglesia Católica lo llenaba de admiración: < ¡Ah!… ¡Ser a la vez el poder temporal y el poder espiritual!…!Alberoni o Richelieu!… ¡Un destino perfecto!…>
Estas ideas entristecían al señor Isaac D´Israeli. ¿Cómo había llegado a tal punto un discípulo a quien él había alimentado con las teorías de su querido Voltaire? ¿Acaso el erudito escéptico había engendrado un erudito místico, de un misticismo muy extraño, desde luego? Nada espontaneo ni pueril lo arrastraba hacia tales doctrinas. Parecía que la misma razón lo hacía huir de la razón, esto molestaba al señor D´Israeli.
A pesar de su odio por todo lo que fuese acción, decidió intervenir. Deseo dirigir a su hijo hacia objetivos más sencillos y más prácticos. Un amigo suyo, el señor Maples, procurador, le ofreció tomar a Ben de secretario. El señor Maples tenía una hija; los padres habían hecho proyectos. La idea de verse enterrado en un despacho sublevó a Ben. <! La curia!…!Bah!… textos de leyes y bromas pesadas hasta cuarenta años, y si todo marcha bien, para terminar la gota y el titulo de barón. Además, para salir airoso en tal oficio hay que ser un gran legista, y para ser un gran legista hay que renunciar a ser un gran hombre.>
-Hay que guardarse de ser un gran hombre demasiado pronto, my dear boy –decía el señor D´Israeli-. Los muchachos de hoy no quieren ya pasar por crisol de las profesiones lentas y honorables. Tengo miedo por ellos y por ti.
Añadió que veía con sentimiento crecer una ambición tan exigente, cuando su nacimiento y su raza le cerrarías muchas puertas. Además, aun admitiendo que tuviera razón al desear tan altos destinos, ¿Por qué no comenzaba a mirar a los hombres desde el admirable observatorio que es el gabinete de un procurador? Nada le impediría un poco más tarde seguir otra dirección.
Este último argumento conmovió a Benjamín. En efecto, desconocía a los hombres y deseaba conocerlos. Sus lecturas le enseñaron que muchos espíritus bien dotados fracasaron por querer pensar solos, desdeñando el estudio de las masas. Por el contrario, era preciso unirse al rebaño, experimentar sus mismos sentimientos, sus debilidades. El mito de Júpiter, disfrazándose de animal para triunfar en sus empresas terrestres, le pareció un buen símbolo, y cedió.
***
El despacho de un procurador. Por las oficinas de Frederick´s Place vio Ben desfilar a hombres políticos, banqueros, comerciantes. Por la noche continuó sus lecturas en la biblioteca paterna. Algunas veces lo invitaba su jefe, en su casa encontró muchachas y mujeres jóvenes. Tenía los ojos aterciopelados, una nariz aguileña, una boca nerviosa y un cutis de extraordinaria palidez. Con las mujeres, y hablando de ellas, se esforzaba por ser cínico, de un cinismo complejo, mezcla de temor de ser burlado, de una inconfesable timidez, de una falta de imaginación, cínico por sistema. Benjamín había leído Don Juan, consideraba a Bryon como a su Dios y no conocía del poeta más que la faceta que éste quería mostrar. Estaba entonces de moda Brummel, con su crispante afectación y su paradójica insolencia. Ofrecía el ejemplo de un hombre de cuna humildísima, nieto de un confitero, que eclipsó a todos los dandis de Londres con su desdeñosa fatuidad. Había conocido la insolencia de los grandes, de los poderosos, de los pedantes. El dandi era la insolencia pura, gratuita, que no cuenta sino con sus fuerzas. Algunos ejemplos ilustres demostraban que la experiencia podía dar buenos resultados. En el mundo de legistas burgueses, el joven D´Israeli pretendió ensayar, se vistió con extravagancia, de terciopelo negro, con puños de encaje, medias de seda con lazo encarnado; miró de un modo impertinente a las mujeres, contestó a los hombres por encima del hombro y pudo apreciar en seguida el feliz resultado de esa actitud. Algunas mujeres casadas y aun bonitas lo miraron con cierta sonrisa que hubieran envidiado los hombres hechos.
Con frecuencia lo llevaba su padre a cenar a casa del editor John Murray… Allí se reunía con escritores conocidos y escuchaba conversaciones que lo encantaban. Veía a Samuel Rogers, a Tom Moor, el amigo de Buron, que volvía de Italia, donde había encontrado al poeta.
–Dígame- preguntaba el señor D´Israeli- : ¿ha variado mucho Byron?
– Si; su rostro está hinchado. Engruesa por momentos. Sus cabellos están grises y ha perdido aquel aire de vigor espiritual que tenia. Sus dientes se estropean. Me ha dicho que tendrá que venir a Inglaterra a ponerse en cura.
El joven Benjamín era todo oídos, y por la noche, al regresar a su casa, tomaba sus notas.
Al observar a los demás, el mismo se estudiaba con espíritu crítico. Veía como algunos de los amigos de su padre apreciaban su precocidad y la vivacidad de sus replicas, y que a otros, en cambio, les chocaba su impertinencia. Muchos lo juzgaban afectado, poco natural e intolerable. Como no podía ser sincero, por temor de parecer ridículo, animaba las conversaciones con una perpetua broma. Cuando pretendía contener sus sarcasmos, el recuerdo de las injurias que recibió en el colegio lo animaba como un espíritu del mal por el cual hubieses estado poseído. Era más imprudente que servil. Cuando su potente facultad de sorprender el ridículo le creaba algún enemigo peligroso, se imponía ejercicios espirituales a modo de San Ignacio de Loyola. Anotaba: <resolución.- ser en todo momento expansivo y sincero con la señora de E***. No decirle nunca nada sin estar completamente convencido. Nada de burlas en las que me considera maestro…>Ya comenzaba a aburrirse en el estudio de la Frederick´s Place. La muchacha que le reservaban le llegó a decir:
–No… Tiene usted demasiado talento para este oficio. Todo esto es imposible.
Deseaba ardientemente escapar. <Triunfar tarde no es triunfar; es alcanzar el mismo tiempo la inmortalidad y la muerte. Piensen en el joven Cesar, que ve transcurrir su juventud llorando al leer las hazañas del Macedonio; la Farsalia no fue suficiente compensación a todas sus angustias. Piensen en el oscuro Bonaparte muriéndose de hambre por las calles de parís. ¿Qué representa Santa Elena junto al amargor de semejante existencia? El recuerdo de una gloria pasada puede iluminar la más sombría prisión; pero vivir con el temor de verse perder lentamente una energía sobrenatural, sin que haya realizado ningún milagro, es un tortura que ni la de la rueda de los tormentos, ni de la hoguera, ni ninguna pueden igualar.>
Un viaje de vacaciones por Alemania precipitó la decisión. Visitó con su padre las pequeñas cortes alemanas, aquella sociedad brillante y feliz, los lindos teatros en donde el gran duque en persona, desde su palco, dirigía la orquesta. Fueron muy bien recibidos. Las músicas militares interpretaban piezas durante las comidas, tomaban por un general ingles al anciano señor D´Israeli, de cutis sonrosado y blancos cabellos. Esto halagaba secretamente a su hijo. El mundo era demasiado hermoso, demasiado variado, para que le fuese permitido pasar su juventud compulsando papeles y sumarios, al seguir el curso del magnífico Rin, antes las misteriosas colinas rematadas por torres cubiertas de hiedra, decidió que a su vuelta abandonaría el estudio del procurador.
IV
UN NEGOCIO
Durante los últimos meses de su permanencia en Frederick´s Place, D´Israeli vio como varios clientes ganaron fortunas fabulosas especulando con las minas de la América del Sur.
Casi todas las colonias españolas y portuguesas se hallaban en pleno estado de rebeldía; el ministro Canning las apoyaba en nombre de los principios liberales. De este modo conseguían los financieros ingleses algunas concesiones mineras, el público inglés, feliz al poder servir al mismo tiempo que a sus doctrinas sus intereses, se precipitaba sobre unos valores que subían de un modo disparatado. Con otro pasante, mayor que él, decidió D´Israeli, que juzgaba el alza temeraria, especular con la baja. Los dos muchachos ensayaron primero con algunos títulos, y como perdían, expusieron mayor cantidad. Como el alza seguía, se encontraron ante una diferencia de mil libras. Entonces juzgaron oportuno volver sus baterías y jugar al laza.
Aquellas operaciones pusieron a Benjamín en relación con John Diston Powles, uno de los financieros que dirigían el mercado de valores sudamericanos. Sorprendió a Powles la inteligencia de aquel muchacho de veinte años, se interesó por él, y D´Israeli tuvo la felicidad de penetrar en la alta finanza, poder oculto cuyo misterio siempre lo atrajo. Para empezar, le encargó Powles que redactase un folleto sobre las minas americanas, dedicado al público no iniciado.
D´Israeli tenía un absoluto desconocimiento de los negocios mineros, pero tenía también una gran confianza en sí mismo. Se puso al corriente en unos días y compuso un librito muy claro, de increíble gravedad de tono, y consiguió que Murray, el editor amigo de su padre, lo editase por cuenta de Powles, Murray, a su vez, quedó a tonito ante el aplomo y el poder de persuasión de aquel hermoso muchacho, que había visto en su mesa sin llegar a fijarse en él, y pronto se sorprendió hablándole en términos de gran intimidad del porvenir de su casa. Esta editaba ya una importante revista, The Quarterly Review; pero Murray se preguntaba si no le convendría fundar un diario por el estilo del Times. D´Israeli se entusiasmó, mas su interlocutor, hombre indeciso y timorato por naturaleza, pretendió en seguida batirse en retirada, sin contar con que tenía que habérselas con un carácter mucho más resuelto que el suyo. Tener un periódico era precisamente lo que podía desear el joven D´Israeli. Allí se hallaba disimulada una forma del Poder. Desde luego había que crear un gran diario conservador. Reunirían el capital entre Murray, Powles y el propio D´Israeli. No llegó a detenerlo la idea de cómo podría reunir su parte. Ya encontraría el dinero. ¿Qué necesitaban además? ¿Un director? D´Israeli pensó en Lockhart, el yerno de sir Walter Scott. ¿Qué vivía en Escocia? Pues se le haría venir a vivir a Londres. El mismo iría a verlo y lo convencería. Hacían falta corresponsales en el extranjero, una imprenta un local…el se encargaba de todo. Murray, asaltado y sumergido, no pudo resistir por mucho tiempo. Se redactó un acta disponiendo a creación de un gran diario, cuyo capital pertenecía: la mitad a Murray, un cuarto a Powles y otro a D´Israeli. Este último partió inmediatamente hacia Escocia. En la diligencia iba leyendo las obras de Froissart, y sintiéndose perfectamente feliz, pensaba:<Las aventuras son para los aventureros.>
***
Preparó el negocio con todo esmero. Le sirvió de mucho el recuerdo de sus queridas sociedades secretas. Le dejó a Murray un código que le permitía escribir sin citar nombres. Sir Walter Scott seria El caballero Andante; Lockhart, M. El ministro Caning, X; el propio Murray, El emperador.
En cuanto llegó a Edimburgo presentó sus cartas credenciales a Lockhart, que vivía a orillas del mar, en Abbotsford, que vivía a orillas del mar, en Abbotsford, una magnifica propiedad de su suegro. Se le citó para el día siguiente. El escritor quedó estupefacto al ver entrar a aquel niño, porque al leer el nombre de D´Israeli, pensó, como es natural, en el padre, al que había conocido en Londres. Hombre frio y burlón, un poco pedante, inflado por la importancia de su suegro, tomó por un insulto tanta juventud y acogió al muchacho de un modo glacial. D´Israeli sintió flaquear su valor; pero su naturaleza exigía de él que tuvieses tanto más desenfado cuanto más intimidado estaba. Tomó asiento con una lentitud majestuosa, que lo envejeció en diez años, y comenzó a desarrollar con perfecta sangre fría lo que llamaba el proyecto de Murray, cuando, en realidad, era el de Benjamín d´Israeli; pero sabía que las opiniones de un joven de veinte años tienen pocas probabilidades de ser escuchadas. De este modo improvisaba citas, atribuyendo a autores conocidos las ideas propias que no osaba expresar.
En su boca todo era inmenso, Powles representaba < toda la City>, < todos los intereses mineros>, < toda América>. Murray, a los políticos de primera importancia. El Ministerio estaba tras ellos; en fin, que el nuevo diario, que se proponían titular El Representante, constituía< la empresa mas considerable de su tiempo>. Deseaba con tanto entusiasmo que la vida fuese una esplendida novela de aventuras, que la describía con colores demasiado vivos. A pesar de su desconfianza, Lockhart se sorprendió ante aquel ardor, y al día siguiente presentó a su suegro al joven emisario.
Sir Walter Scott era entonces uno de los hombres más ilustres del mundo. Los americanos llegaban en caravana a Abbotsford. El los trataba con imponente bondad, los pasaba por su hermoso parque o los llevaba a pescar salmón en la Tweed, llevando a todos sus perros corriendo a su alrededor. La casa, que comenzó por ser una villa sin importancia, fue, novela tras novela, convirtiéndose en la copia del castillo de un barón escocés. Aquel tren de vida costaba muy caro, y los editores de Walter, a pesar de su inmensa popularidad, comenzaban a ceder al peso de las cuentas de los maestros de obra; por eso, el joven hebreo, que venía a ofrecer una magnifica situación al yerno del escritor, fue admirablemente recibido por El Caballero Andante. Sentado en su biblioteca, y rodeado de una docena de sus fox-terriers, escuchó con simparía las explicaciones del muchacho, conquistado por su romántico ardor. Le agradaban los negocios, aprobó el proyecto; pero exigió para su yerno un puesto en el Parlamento. Era indispensable que el director de un importante diario formara parte de él; y Benjamín prometió.
Permaneció durante tres semanas en casa de los Lockhart, cenando casi diariamente en casa de Scott. Aquella vida se acomodaba perfectamente a sus gustos. Por la noche, Ana Scott cantaba baladas escocesas, acompañándose con el arpa, o bien el propio Scott contaba algunas historias muy interesantes. Todos estaban encantados con Benjamín. Su padre le escribía a Murray: <No tiene en su contra mas que su juventud, defecto que algunos años de experiencia conseguirán, pronto borrar… Sus proyectos son vastísimos, pero trazados con inconcebible sentido común, y tiene para el trabajo la seriedad de un hombre maduro.>Murray le escribirá a Lockhart:
<Deje a mi joven amigo abrirse camino en su casa, convencido de que pronto descubrirá usted lo que vale… puedo decir que nunca he tropezado con un novel que prometa tanto. Su conocimiento de la naturaleza humana, el sentido práctico de todas sus ideas, me ha sorprendido con frecuencia en un joven que apenas cuenta veinte años. Le aseguro que es digno de toda confianza, ya que la discreción es una de sus cualidades. Si cristaliza nuestro gran plan, estoy convencido de que tendrá usted en él un amigo estimable…>
Volvió D´Israeli portador del consentimiento de Lockhart, que había de dirigir al mismo tiempo que el diario la Quartely Review, por dos mil quinientas libras esterlinas al año. Procedió en seguida a alquilar unas oficinas, una imprenta, y contrató como corresponsal a un alemán que conoció en Coblenza, afirmándole que aquel diario causaría la admiración del mundo entero; buscó otros corresponsales en diversas capitales de Europa, de la América del Sur y de los Estados Unidos. Cuando ya lo suponía todo arreglado y esperaba que apareciera el periódico, estalló en su triunfador cerebro la más terrible tempestad.
Desconocía en absoluto los repliegues de la casa de Murray, omitió el hacérselos describir o el explorarlos él mismo; y no imaginó que la entrada de un personaje de la importancia de Lockhart había de producir algún revuelo. Pero he aquí que John Wilson Croker, escritor e inteligente hombre político, subsecretario de Estado y brillante colaborador de la revista, hombre de carácter quisquilloso y malintencionado (Macaulay decía, al hablar de él, que lo detestaba en igual grado que al buey hervido y frio), se enfureció al conocer los proyectos que a espaldas suyas forjaron su editor y un chiquillo de veinte años. Le hizo una violenta escena a Murray, y éste se desahogó con D´Israeli, acusándolo de haber revelado unos planes que habían de permanecer secretos. Casi al mismo tiempo se produjo en el Stock Exchange una baja considerable de los valores americanos. La primera idea de D´Israeli y su amigo el pasante fue buena, pero prematura. Cuando jugaron al alza, llegó la baja de un modo fulminante. En unos días se arruinó completamente el famoso Powles, y Benjamín y su amigo perdieron la enorme suma de siete mil libras esterlinas.
El desdichado D´Israeli se encontraba así incapacitado para participar, por lo menos como financiero, en la creación del diario. Se encontró a los veinte años cargado de deudas de tal cuantía, que se preguntaba si conseguiría saldarlas algún día. Perdió de una vez sus amigos, su crédito y sus destino, hubiera podido permanecer interesado en la empresa, y hubiese sido muy natural, si se tiene en cuenta que él fue el promotor; pero como no le era simpático a Croker, ni tampoco a Lockhart (cosa que le hubiera causado extraordinaria extrañeza si lo hubiera sabido), el mismo que lo toleró juzgándolo útil, aunque considerándolo como un aventurero, se vio eliminado de la combinación que el mismo creara. Quedo anonadado. Había vivido durante dos meses en una atmosfera de éxitos y de elogios. Murray, Scott, Lockhart y su padre lo trataron como a un niño prodigio. Se creía adorado, tanto más fácilmente cuanto que su juventud transcurrió en una familia tierna y admirativa, y de pronto todo pareció olvidarse. Se le miraba con cólera y desprecio; sin transición sucedía el desastre a la victoria. Manejar el mundo era más difícil de lo que él creía.
***
Volvió a su casa ensombrecido y completamente descorazonado. Le parecía que los resortes de su espíritu estaban rotos. Su padre, que ignoraba la parte más grave de la aventura, las siete mil libras de deuda, le afirmó, que a su edad era un absurdo decir, como él lo hacía, que la vida era una partida perdida. Durante varios días se sintió incapaz de hacer otra cosa más que rumiar su fracaso. Pero después de una semana de reposo y de meditación, de esfuerzo para comprender en que había consistido su mala jugada, le sorprendió el deseo de escribir y de escribir precisamente una novela. Aquella primera experiencia del mundo, aquella batalla, aquella caída, le impulsaron a describir aquel drama, creando un héroe bajo el nombre del cual pudiera explicarse a sí mismo.
Era un muchacho de acción que no podía esperar con más paciencia el final de un libro que la gloria política. La máscara que adoptó fue transparente. Lo mismo que él, su héroe, Vivian Grey, era hijo de un escritor distraído y siempre encerrado entre sus libros. Fue, como él, expulsado de un colegio, y como él consumido por una ardiente ambición política, y recorría a grandes pasos su habitación, deseando llegar a ser un gran orador. El primer razonamiento político de Vivian Grey fue el siguiente:< en este momento existe seguramente un hombre de alta alcurnia al que solo la falta de inteligencia aparta del poder. En el mismo instante, Vivian Grey poseía la inteligencia, pero no el abolengo. Cuando dos personas pueden completarse de un modo tan perfecto, ¿Por qué no han de reunirse?>, deliberadamente se dedicaba a la busca de algún noble seño poderoso y estúpido para emprender su conquista por la adulación, el señor poderoso y estudio encarnó en la persona del marqués de Carabas. Vivian conseguía convencerlo de la convivencia de crear el partido Carabas y de convertirse en primer ministro. No dudaba del éxito Vivian. Porque uno de los axiomas de Vivian Grey decía que no hay nada imposible. Desde luego que algunos hombres fracasan en la vida, pero han de culpar de ello a su falta de valor físico y moral, y Vivian Grey sabía que existía un ser que no era cobarde, ni moral ni físicamente, y llegó a la conclusión de que su carrera había de ser muy brillante. Habiendo modelado de este modo a su héroe a su imagen y semejanza, D´Israeli lo hizo fracasar victima de la intriga y de la torpeza y lo envió, herido y maltrecho, al extranjero para tratar de olvidar.
Se terminó el libro en cuatro meses, antes que el autor cumpliera veintiún años, y a espaldas de su familia. La obra no carecía de cualidades. Todo cuando D´Israeli pudo observar por sí mismo, la juventud de Vivian, su padre, el colegio, era real y vivo. El tono era sarcástico. Un crítico perspicaz hubiera descubierto la influencia de Voltaire y la de Swift. Las conversaciones estaban compuestas con lo que escuchó en casa de Murray y de Walter Scott. Lo que hubo de inventar era bastante pueril.
Tenía los D ´Israeli por vecino a un procurador, el señor Austen, cuya mujer, persona cultivada, espiritual y bonita, estaba dotada de un gran temperamento artístico: sabía música y se alababa mucho su gusto literario. Hacía tiempo que se interesaba por Benjamín. Cuando visitaba al señor D´Israeli le agradaba encontrar a este muchacho, al que un día siguiente salía de su cuarto con los guantes de boxeo atados un sobre sus puños de encaje. Comprendió al punto que su frivolidad era afectada. Tenía fe en él y supo inspirarle confianza. Con ella se mostraba muy distinto. Se despojaba de la careta y el peto, prescindiendo de su brillante insolencia, tratándola con sinceridad y sencillez, confiándole sus temores, sus fracasos, sus deseos. Sabía que era honrada, y esto le agradaba. Le temía mucho al amor. Alejandro y Cesar no lloraron nunca a los pies de una mujer. Lo extraño era que seguía siendo sentimental y continuaba (como en sus ensueños de niño) buscando una princesa misteriosa a quien pudiera consagrar su vida.
La señora de Austen le proporcionaba la caballeresca emoción de una presencia femenina sin las obligaciones a que conduce una unión más íntima. De este modo, todo marchaba muy bien.
Le reveló su secreto, confiándole que trabajaba en una novela. En cuanto la hubo terminado le ofreció el manuscrito para que lo leyese, y si consideraba lograda la obra, entregarla a su amigo Colburn, que era, por aquel entonces el editor más arriesgado de Londres. Envió D´Israeli las cuartillas a su bella vecina, y al día siguiente recibió una carta entusiastica. Convinieron en que, para despertar la curiosidad de Colburn, le entregaría la novela sin decirle el nombre del autor. Nadie más que ellos estarían en el secreto, y para más seguridad, copio ella misma todo el manuscrito.
El editor, maestro en el arte de la publicidad, vio en seguida todo el partido que se podía sacar de aquella anónima sátira.
En todos los periódicos y en todas las revistas, unas notas anunciaron la publicación de una novela mundana, debida a la pluma de un autor, que por razones evidentes, no podría descubrir su nombre:< libro muy satírico >, < reunión de retratos que formará como una National-Gallery>, <otro Don Juan>, en prosa, etc.
Preparado el público por aquella campaña, no es de extrañar que Vivian Grey lograra un gran éxito. Se vendía las claves para descubrir los nombres de los personajes vivos que habían servido de modelo (según se decía). Se citaron nombres de mucho relieve, atribuyéndoles la obra. Fue la conversación de todos los salones. D´Israeli y su linda cómplice estaban encantados.
De pronto, debido a una indiscreción subalterna, se descubrió el secreto. Grande fue la indignación de las personas de moda cuando supieron que el autor, cuyo talento alababan sin tregua desde hacía un mes, así como su conocimiento de la sociedad inglesa, era un joven de veinte años que ni siquiera pertenecía al gran mundo. Parecían haberse puesto todos de acuerdo para afirmar que era absurdo haber titubeado sobre el modesto origen del autor, que el tono mismo de la obra revelaba. Todos los que creyeron reconocerse en un retrato ridículo se complacieron en devolver centuplicado el ridículo.los verdaderos originales se enfurecieron. Murray pensó que el marqués de Carabas representaba, junto a Vivian Grey, Un papel que se parecía mucho al suyo, y rompió ruidosamente toda relación con la familia D´Israeli.
Solo sintieron remordimientos aquellos a quienes el libro divirtió. Un crítico hizo observar que <la categoría social del autor se revelaba por el modo de insistir sobre ciertos hechos que pasan inadvertidos para un verdadero hombre de mundo.> otro habló de <desvergonzado afán de exhibición del libro.> hubo alguno que llegó a reprochar al autor el haberse proporcionado un público por los procedimientos más bajos y mas intolerables, y se burlo <de la cómica pretensión con que el autor afectaba una distinción que no poseía.>
Cuando leyó D´Israeli aquel juicio tan cruel, dejó caer el periódico de entre sus manos, entregándose a sus tristes pensamientos. Se veía ridículo, y eso fue siempre lo que más temió en el mundo! El ridículo!… ya solo podía morir… Pretendió reír, y solo consiguió esbozar una amarga sonrisa…!que insolencia la de aquellas gentes!… Cerró los ojos y se esforzó por conseguir, bajo la violencia de aquella emoción, una zona neutra de juicio imparcial. ¿Era, en efecto, como se pretendía, indigno e incapaz de escribir? Con toda sinceridad se respondió a sí mismo: ¡No! Su libro, desde luego, era mediano; pero la creación literaria era indispensable para su existencia. Sus visiones de la niñez, reyes, mangantes, mujeres hermosas sobre fondos de lujo y de luz, seguían latentes en él pidiéndole la vida. Junto a la belleza de tales ensueños, el sarcasmo de los necios era despreciable, y se hizo el juramento de vencer todos los obstáculos para llegar a ser un autor, el más grande de los autores.
Mas como durante un año sufrió unas emociones demasiado vivas, su salud de hombre nervioso se quebrantó. El matrimonio Austen, viéndolo muy abatido, le propuso vivir los últimos capítulos de Vivian Grey llevándoselo a Italia, aceptó con alegría. Un mes después resbalaban a la luz de la luna sobre las aguas oscuras del Gran Canal. Los efluvios de plateada luz bañaban las casas moriscas. Débiles fragmentos de serenatas se desgranaban en el aire tibio. La música militar austriaca tocaba en la plaza de San Marcos. Tres banderas enormes floraban en la cima de las pilastras pintarrajeadas. Le agradó a D´Israeli que el piso de su habitación fuese de mármol, las cortinas de raso carmesí, las sillas doradas, los techos de Tintoretto y que el propio hotel fuese el antiguo palacio de los Barberini, familia que dio varios duces a la República veneciana.
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