PASSOLINI, «ESCRITOS CORSARIOS»: «LA PRIMERA Y VERDADERA REVOLUCIÓN DE DERECHA» y «MANIQUEÍSMO Y ORTODOXIA DE LA «REVOLUCIÓN AL DÍA SIGUIENTE»». «Despertaron sobresaltados, y se sorprendieron del conocimiento adquirido; ahora sabían que no siempre tenían razón».
Cómo los “intelectuales” franceses arruinaron Occidente: la explicación del posmodernismo y sus consecuencias
A pesar del auge del posmodernismo en la izquierda, sus valores e ideas rara vez se comprenden bien. Este texto busca abonar a la comprensión de esos postulados, que, afirma la autora, "socavan la credibilidad de la izquierda y amenazan con llevarnos de vuelta a una cultura irracional, tribal y ‘premoderna’"
El posmodernismo representa una amenaza no solo para la democracia liberal, sino para la modernidad misma. La frase puede parecer osada o incluso hiperbólica, pero la realidad es que el cúmulo de ideas y valores al interior del posmodernismo ha saltado los límites de la academia y adquirido gran importancia cultural en la sociedad occidental. Los “síntomas” irracionales e identitarios del posmodernismo son fáciles de distinguir y han sido ampliamente criticados, sin embargo, el ethos que subyace a ellos no se comprende bien. Así sucede en parte porque los posmodernos rara vez explican sus argumentos con claridad, y en parte como consecuencia de las contradicciones e inconsistencias inherentes a un pensamiento que niega la existencia de una realidad estable o de un conocimiento confiable. Sin embargo, al interior del posmodernismo hay ideas consistentes y comprenderlas es crucial si vamos a buscar contrarrestarlas. Son la base de los problemas que vemos hoy con el activismo por la justicia social, socavan la credibilidad de la izquierda y amenazan con llevarnos de vuelta a una cultura irracional, tribal y “premoderna”.
El posmodernismo, en su acepción más sencilla, es un movimiento artístico y filosófico que comenzó en Francia en los años sesenta y produjo obras de arte desconcertantes y una “teoría” aún más desconcertante. Echó mano del arte avant-garde y del surrealismo y de ideas filosóficas de décadas anteriores, en particular de Nietzsche y Heidegger, de quienes tomó su anti-realismo y su rechazo al concepto del individuo unificado y coherente. Se opuso al humanismo liberal de los movimientos modernistas en el arte y las ideas, el cual, según los proponentes del posmodernismo, ingenuamente universalizaba una experiencia occidental, clasemediera y de hombres blancos.
Bajo la misma acusación rechazó la filosofía que valora la ética, la razón y la claridad. El estructuralismo, un movimiento que (a menudo con exceso de confianza) intentó analizar la cultura humana y la psicología según una serie de relaciones estructurales consistentes, fue blanco de ataques. El marxismo, con su comprensión de la sociedad a través de estructuras de clase y económicas, fue considerado igualmente rígido y simplista. Por sobre todas las cosas, los posmodernos atacaron a la ciencia y su objetivo de alcanzar el conocimiento objetivo de una realidad que existe independiente de las percepciones humanas, las cuales consideraban simplemente otra ideología construida y dominada por los presupuestos occidentales y burgueses. Decididamente de izquierda, el posmodernismo tuvo un ethos tanto nihilista como revolucionario que resonó con el zeitgeist de posguerra y post-imperio en Occidente. Conforme el posmodernismo se desarrolló y diversificó, su fase deconstructiva, inicialmente más intensa, se volvió algo secundario (pero aún fundamental) para su fase revolucionaria de “políticas identitarias”.
Nuestra crisis actual no es una que enfrente a la izquierda contra la derecha, sino una en la que la consistencia, la razón y el liberalismo universal están enfrentadas a la inconsistencia, el irracionalismo, las certidumbres fanáticas y el autoritarismo sectario. El futuro de la libertad, la igualdad y la justicia se ve igual de desolador si la izquierda posmoderna o la extrema derecha ganan la guerra actual. Aquellos que valoramos la democracia liberal y los frutos de la Ilustración, la revolución científica y la modernidad misma, debemos ofrecer una mejor opción
Un punto de discusión ha sido si el posmodernismo surge en reacción contra la modernidad. La era moderna es un periodo de la historia que vio el auge del humanismo renacentista, la ilustración, la revolución científica y el desarrollo de los valores liberales y los derechos humanos; un periodo en el que las sociedades occidentales poco a poco comenzaron a considerar a la razón y la ciencia como superiores a la fe y la superstición en tanto vías de acceso al conocimiento, y desarrollaron un concepto de la persona como miembro de la raza humana merecedor de derechos y libertades, y no como integrante de una serie de colectivos, sometida a rígidos roles sociales jerárquicos.
La Encyclopaedia Britannica dice que el posmodernismo “es en su mayoría, una reacción en contra de los presupuestos y valores de la época moderna en la historia occidental (en específico la europea)”, mientras que la Stanford Encyclopaedia of Philosophy niega esto y dice: “Más bien, sus diferencias se hallan al interior de la modernidad en sí, y el posmodernismo es una continuación del pensamiento moderno en un modo distinto”. Yo sugeriría que la diferencia está en si consideramos a la modernidad en términos de lo producido o de lo destruido. Si entendemos la esencia de la modernidad como el desarrollo de la ciencia y la razón, así como del humanismo y el liberalismo universal, entonces los posmodernos se plantean en oposición a esto. Si pensamos que la modernidad derriba las estructuras de poder, incluido el feudalismo, la iglesia, el patriarcado y el imperio, los posmodernos intentan continuar con este proyecto, pero sus objetivos ahora son la ciencia, la razón, el humanismo y el liberalismo. En consecuencia, las raíces del posmodernismo son inherentemente políticas y revolucionarias, aunque en un sentido destructivo, o como ellos lo dirían, en un sentido deconstructivo.
El término “posmodernismo” fue propuesto por Jean-François Lyotard en su libro La condición posmoderna, la cual definió como una “incredulidad respecto de los metarrelatos”. Un metarrelato es una explicación amplia y coherente para los grandes fenómenos. Las religiones y otras ideologías totalizantes son metarrelatos que intentan explicar el sentido de la vida o todos los males de la sociedad. Lyotard proponía reemplazarlos con “minirrelatos” para dirigirse a verdades de dimensiones más pequeñas y personales. Se dirigía así al cristianismo y al marxismo, pero también a la ciencia.
Según él, “Hay un hermanamiento entre el tipo de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética y política”. Al vincular a la ciencia y al conocimiento que produce con el gobierno y el poder, lo que hace es rechazar su postulado de objetividad. Lyotard describe esta condición posmoderna descreída como algo generalizado, y dice que desde el final del siglo XIX comenzó una “erosión interna del principio de legitimidad del saber” que provocó un cambio en el estatus del conocimiento. Para la década de los sesenta, la “duda” y la “desmoralización” de los científicos “interfiere con el problema esencial, que es el de la legitimación.” No importa cuántos científicos digan que no están desmoralizados ni tienen más dudas de las que corresponde a un grupo de personas que trabajan con un método cuyos resultados siempre son provisionales y cuyas hipótesis nunca quedan “probadas”; nada lo disuadió.
En Lyotard vemos dos cosas: un relativismo epistémico explícito (una creencia en verdades o hechos personales o culturalmente específicos), y el privilegio de la “experiencia vivida” por encima de la evidencia empírica. Vemos también la promoción de una versión del pluralismo que privilegia las opiniones de grupos minoritarios por encima del consenso general de científicos o de la ética liberal democrática, a quienes se caracteriza como autoritarios y dogmáticos. Todo esto es consistente con el pensamiento posmoderno.
La obra de Michel Foucault se centra en el lenguaje y el relativismo, aunque aplicado a la historia y la cultura. Bautizó su aproximación como “arqueología” porque consideraba que estaba “descubriendo” aspectos de la cultura histórica por medio de los discursos registrados (un habla que promueve o asume una perspectiva particular). Para Foucault, los discursos controlan lo que puede “conocerse”; en distintos periodos y lugares, distintos sistemas de poder institucional controlan los discursos. Por eso, el conocimiento es un producto directo del poder. “En una cultura y en un momento dados, solo hay siempre una episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber, sea que se manifieste en una teoría o que quede silenciosamente investida en una práctica”.
Yendo más allá, las personas en sí mismas están construidas culturalmente. “El individuo, con sus características, su identidad, en su hilvanado consigo mismo, es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre los cuerpos, las multiplicidades, los movimientos, los deseos, las fuerzas”. Casi no deja espacio a la agencia individual o a la autonomía. Como ha dicho Christopher Butler, Foucault “depende de la creencia en la maldad inherente a la posición de clase o la posición profesional del individuo, entendida como ‘discurso’, sin importar la moralidad de su conducta individual”. Presenta al feudalismo medieval y a la democracia liberal moderna como sistemas igualmente opresivos, y es partidario de atacar y criticar a las instituciones para desenmascarar la “violencia política que se ha ejercido a través de éstas de manera oculta”.
En Foucault vemos la expresión más extrema del relativismo cultural leído a través de las estructuras de poder, en las que la humanidad y la individualidad compartida están casi completamente ausentes. Al contrario, las personas se construyen por medio de su posición en relación con ideas culturales dominantes, ya sea como opresores o como oprimidos. Judith Butler echó mano de Foucault para elaborar su postura fundamental en la teoría queer que se enfoca en la construcción cultural del género, Edward Said para sus postulados sobre el poscolonialismo y el “orientalismo”, y Kimberlé Crenshaw en su desarrollo de la “interseccionalidad” y las políticas de la identidad. Lo vemos también en la equiparación del lenguaje con la violencia y la coerción, y la equiparación de la razón y el liberalismo universal con la opresión.
Fue Jacques Derrida quien propuso el concepto de “deconstrucción”, y también se sumó a la discusión sobre el constructivismo cultural y el relativismo cultural y personal. Se enfocó aún más explícitamente en el lenguaje. Su pronunciamiento más famoso, “no hay nada fuera del texto” tiene que ver con su rechazo a la idea de que las palabras se refieren a algo directamente. Más bien, “solo hay contextos sin un centro de anclaje absoluto”.
Por eso, el autor de un texto no es la autoridad sobre su significado. El lector o escucha produce su propio significado igualmente válido y cada texto “engendra infinitos nuevos contextos en un sentido absolutamente no saturable”. Derrida propuso el término différance, derivado del verbo “differer”, que significa tanto “posponer” como “diferir”. Esto quería indicar que no solo el significado nunca es definitivo sino que está construido por medio de diferencias, en especial por oposiciones. La palabra “joven”, solo tiene sentido en relación con la palabra “viejo”, y decía Derrida, siguiendo a Saussure, que el significado se construye por medio del conflicto entre estas oposiciones elementales que, para él, siempre son un positivo y un negativo. “Hombre” es positivo y “mujer” negativo. “Occidente” es positivo y “Oriente” negativo. Insistía en que “No estamos ante una coexistencia pacífica de un vis-a-vis, sino ante una jerarquía violenta. Uno de los dos términos se impone al otro (axiológica, lógicamente, etc.), se encumbra. Deconstruir la oposición, significa, en un momento dado, invertir la jerarquía”.
La deconstrucción, entonces, implica invertir estas jerarquías percibidas; hacer que “mujer” y “Oriente” sean positivas, y “hombre” y “Occidente” sean negativas. Esto se debe hacer irónicamente para revelar la naturaleza arbitraria y culturalmente construida de estas oposiciones percibidas en un conflicto desigual.
En Derrida hay mucho más relativismo, tanto cultural como epistémico, y más justificaciones para las políticas de la identidad. Hay una negativa explícita a considerar que las diferencias pueden ser algo más que oposicionales, y por lo mismo un rechazo a los valores del liberalismo derivado de la Ilustración que busca sobreponerse a las diferencias y enfocarse en los derechos humanos universales y la libertad y el empoderamiento individual. Estamos ante la base de una “misandria irónica”, del mantra “el racismo inverso no es real” y la idea de que la identidad dicta lo que puede ser entendido. Vemos también un rechazo a la necesidad de que haya claridad en el habla y en los argumentos; a entender el punto de vista del otro y evitar malas interpretaciones. La intención del hablante es irrelevante. Lo que importa es el impacto del habla. Esto, junto con las ideas de Foucault, son la base de las creencias actuales en la naturaleza profundamente peligrosa de las “microagresiones” y el mal uso de la terminología relacionada con el género, la raza y la sexualidad.
Lyotard, Foucault y Derrida son tres de los “padres fundadores” del posmodernismo, pero sus ideas comparten temas con otros “teóricos” influyentes y fueron suscritas por posmodernos posteriores que las aplicaron a una gran variedad de disciplinas dentro de las ciencias sociales y las humanidades. Hemos visto que estas ideas incluyen una alta sensibilidad al lenguaje a nivel de la palabra y la sensación de que lo que el hablante quiere decir es menos importante que cómo es interpretado, sin importar lo radical que sea esa interpretación. La humanidad compartida y la individualidad son en esencia ilusiones y las personas son propagadoras o víctimas de discursos dependiendo de su posición social, una posición que depende de su identidad más que de su involucramiento individual con la sociedad. La moral es culturalmente relativa, la realidad también. La evidencia empírica es vista con sospecha y lo mismo pasa con ideas culturalmente dominantes como la ciencia, la razón y el liberalismo universal. Se trata de valores de la Ilustración que son ingenuos, totalizadores y opresivos, y destruirlos es una necesidad moral. Importan mucho más la experiencia vivida, los relatos y las creencias de los grupos “marginalizados”, todas igualmente “verdaderas” y preferidas por encima de los valores de la Ilustración para así revertir la construcción social opresiva, injusta y totalmente arbitraria de la realidad, la moral y el conocimiento.
Quienes estamos en la izquierda debemos temerle a lo que “nuestro lado” ha producido. Claro, no todos los problemas de la sociedad son producto del pensamiento posmoderno, y no sirve de nada sugerir que así es. El alza del populismo y el nacionalismo en Estados Unidos y en Europa también tiene su origen en una extrema derecha fortalecida y en el miedo al islamismo provocado por la crisis de refugiados. Estar rígidamente en contra de los “guerreros de la justicia social” y echarle la culpa de todo a este elemento de la izquierda adolece a su vez de razonamiento motivado y sesgo de confirmación. La izquierda no es responsable de la extrema derecha ni de la derecha religiosa ni del nacionalismo secular, pero sí es responsable por no hacerle frente de manera razonable a preocupaciones razonables, y por lo mismo provocar que sea más difícil que las personas razonables la apoyen. Es responsable de su propia fragmentación, de sus exigencias de pureza y de las divisiones que provoca y que hacen que la extrema derecha parezca coherente y unida en comparación.
El deseo de “destruir” el status quo, de desafiar los valores ampliamente difundidos y defender a los marginados es en esencia algo absolutamente liberal. Estar en oposición a esto es decididamente conservador. Esa es la realidad histórica, pero estamos en un punto único en la historia en la que el status quo es en general bastante liberal, con un liberalismo que defiende los valores de la libertad, los derechos igualitarios y las oportunidades para todos sin importar la raza, el género o el sexo. El resultado es una confusión en la que los liberales de toda la vida que quieren conservar este tipo de status quo liberal son considerados conservadores, y aquellos que quieren evitar el conservadurismo a toda costa terminan defendiendo el irracionalismo y el iliberalismo. Mientras que los primeros posmodernos desafiaron al discurso con discurso, los activistas motivados por sus ideas se han vuelto cada vez más autoritarios y llevan aquellas ideas a su conclusión lógica. La libertad de expresión está bajo ataque porque el habla es ahora considerada peligrosa. Tan peligrosa que las personas que se consideraban liberales pueden justificar el responder al habla con violencia. Argumentar un punto de manera persuasiva por medio de argumentos razonados ha sido remplazado cada vez más con referencias a la identidad y con pura ira.
A pesar de la evidencia que indica que el racismo, el sexismo, la homofobia, la transfobia y la xenofobia están en sus niveles históricos más bajos en las sociedades occidentales, los académicos de izquierda y los activistas en favor de la justicia social manifiestan un pesimismo fatalista, habilitado por las prácticas de “lectura” interpretativa posmoderna que dan valor al sesgo de confirmación. El poder autoritario de los académicos y activistas posmodernos parece ser invisible para ellos, aunque es evidente para todos los demás. Como escribe Andrew Sullivan sobre la interseccionalidad:
Propone una ortodoxia clásica por medio de la cual se explica toda la experiencia humana –y por medio de la cual toda habla debe ser filtrada… Como sucedió con los puritanos de la antigua Nueva Inglaterra, la interseccionalidad controla el lenguaje y los términos del discurso.
El posmodernismo se ha convertido en un metarrelato lyotardiano, un sistema foucaultiano de poder discursivo y una jerarquía opresiva derridiana.
Con frecuencia los filósofos le han señalado a los posmodernos el problema lógico de la autoreferencialidad. Sin embargo, estos no lo han resuelto de manera convincente. Como señala Christopher Butler, “la plausibilidad del argumento de Lyotard sobre el declive de los metarrelatos a final del siglo XX depende de recurrir a la condición cultural de una minoría intelectual”. En otras palabras, el argumento de Lyotard surge de los discursos que lo rodean en su burbuja académica burguesa y, de hecho, se trata de un metarrelato del que él no tiene la menor duda. Así mismo, el argumento de Foucault sobre el conocimiento como algo contingente a la historia debe ser contingente a la historia también y uno se pregunta por qué Derrida se ocupó de explicar la maleabalidad infinita de los textos con ese nivel de detalle si yo puedo leer su obra y decir que se trata de un cuento sobre conejitos con el mismo grado de autoridad que él.
Obviamente esta no es la única crítica que se le hace al posmodernismo. El problema más evidente del relativismo cultural epistémico ya ha sido abordado por filósofos y científicos. El filósofo David Detmer en Challenging Postmodernism, dice:
Consideremos este ejemplo, planteado por Erazim Kohak, “Cuando intento, sin éxito, meter una pelota de tenis dentro de una botella de vino, no necesito probar con distintas botellas de vino ni con distintas pelotas de tenis, aplicando los cánones de inducción planteados por Mill, para llegar a la hipótesis de que las pelotas de tenis no caben en las botellas de vino”… Ahora estamos en la posición de invertir la cancha ante [los argumentos de relativismo cultural del posmodernismo] y plantear la pregunta, “¿Si yo considero que las pelotas de tenis no caben en las botellas de vino, ¿puede demostrar con precisión cómo es que mi género, ubicación histórica y espacial, clase social, grupo étnico, etc., mina la objetividad de mi juicio?”.
Sin embargo, ningún posmoderno le ha explicado su razonamiento, y más bien describe una conversación desconcertante que tuvo con la filósofa posmoderna Laurie Calhoun:
Cuando tuve la oportunidad de preguntarle si era o no era verdad que las jirafas son más altas que las hormigas, me dijo que no era un hecho sino un artículo de fe religiosa en nuestra cultura.
Los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont hablaron de este mismo problema desde la perspectiva de la ciencia en su libro: Fashionable nonsense: Postmodern intellectuals’ abuse of science:
¿Quién puede negar en serio el “gran relato” de la evolución, salvo alguien que esté atenazado por un relato mayor y mucho menos plausible como el creacionismo? ¿Y quién querría negar la verdad de cierta física elemental? La respuesta es “algunos posmodernos”.
y
Hay algo muy extraño en la creencia de que al buscar leyes causales o una teoría unificada, o al preguntar si los átomos obedecen las leyes de la mecánica cuántica, las actividades de los científicos son inherentemente “burguesas” o “eurocéntricas” o “masculinistas” o incluso “militaristas”.
¿Cuánto amenaza el posmodernismo a la ciencia? Sin duda existen algunos ataques externos. En una protesta reciente en contra de una charla dada por Charles Murray en Middlebury, la gente que protestaba gritaba al unísono:
La ciencia siempre se ha usado para legitimar el racismo, el sexismo, el clasismo, la transfobia, la discriminación contra las personas con discapacidad y la homofobia, todo planteado como racional y como un hecho, y apoyado por el gobierno y el estado. En el mundo de ahora hay muy poco que sea un ‘hecho verdadero.
Cuando los organizadores de la Marcha por la Ciencia tuitearon: “la colonización, el racismo, la migración, los derechos nativos, el sexismo, la discriminación por discapacidad, la queer-, trans-, intersexfobia y la justicia económica son temas científicos”, de inmediato muchos científicos criticaron que se politizara la ciencia y se perdiera de vista el énfasis en mantener a la ciencia lejos de las manos de la ideología interseccional. En Sudáfrica, el movimiento de estudiantes progresistas #ScienceMustFall y #DecolonizeScience anunció que la ciencia era solo un modo de conocimiento que a la gente se le había enseñado a aceptar. Sugirieron que la brujería era una alternativa.
A pesar de esto, la ciencia como metodología no se irá a ningún lado. No puede “adaptarse” para incluir al relativismo epistémico y los “conocimientos alternativos”. Puede, sin embargo, perder la confianza del público y por lo mismo, el financiamiento público, y esta es una amenaza que no puede desestimarse. Además, en un momento en el que los líderes del mundo dudan del cambio climático, los padres creen en la falsedad de que las vacunas causan autismo y las personas buscan homeópatas y naturistas para resolver problemas médicos serios, seguir minando la confianza de las personas en las ciencias empíricas es tan peligroso que representa una amenaza existencial.
Las ciencias sociales y las humanidades, sin embargo, están en riesgo de cambiar hasta quedar irreconocibles. Algunas disciplinas dentro de las ciencias sociales ya han cambiado. La antropología cultural, la sociología, los estudios de género, por ejemplo, han sucumbido casi completamente al relativismo moral y al relativismo epistémico. En mi experiencia, las letras inglesas también están enseñando una ortodoxia enteramente posmoderna. La filosofía, como hemos visto, está dividida. Lo mismo la historia.
Los posmodernos con frecuencia critican a los historiadores empíricos por asegurar que saben lo que sucedió en el pasado. Christopher Butler recuerda la acusación de Diane Purkiss en cuanto a que, cuando mostró evidencia de que las acusadas de brujería eran por lo general mujeres mendicantes y sin poder, Keith Thomas habilitaba un mito que funda la identidad histórica de los hombres en la “impotencia y el silencio de las mujeres”. Es de suponerse que debió haber dicho, contra la evidencia, que se trataba de mujeres ricas, o mejor aún, de hombres. Dice Butler:
Pareciera que los argumentos empíricos de Thomas simplemente contradicen el principio organizador del relato histórico de Purkiss: que debe ser utilizado para apoyar las nociones contemporáneas de empoderamiento femenino.
Yo me topé con el mismo problema cuando intenté escribir sobre raza y género en el siglo XVII. Había postulado que al público de Shakespeare no le habría costado entender la atracción de Otelo, un soldado cristiano de raza negra, hacia Desdémona, una mujer blanca, porque el prejuicio contra el color de la piel no se hizo prevalente hasta más adelante en el siglo, cuando el comercio de esclavos en el Atlántico adquirió más fuerza, y que las diferencias religiosas y nacionales eran mucho más profundas antes. Un eminente profesor me informó que la mía era una postura problemática y me preguntó cómo se sentirían las comunidades afroamericanas en Estados Unidos ahora por mi aseveración. Si las personas afroamericanas se sentían incómodas, era la implicación, entonces mi postulado tuvo que haber sido falso en el siglo XVII o sería moralmente equivocado mencionarlo ahora. En palabras de Christopher Butler:
El pensamiento posmoderno percibe que la cultura contiene una serie de historias que están en perpetua competencia cuya efectividad depende no tanto de recurrir a un estándar independiente de evaluación, y sí de recurrir a las comunidades en las que circulan.
Temo por el futuro de las humanidades.
Pero los peligros del posmodernismo no se limitan a ciertos núcleos de la sociedad aglutinados en torno de la academia y la justicia social. Las ideas relativistas, la sensibilidad al lenguaje y el enfoque en la identidad por encima de la humanidad o la individualidad se han vuelto más dominantes en la sociedad en general. Es mucho más sencillo decir lo que uno siente que examinar rigurosamente la evidencia. La libertad de “interpretar” la realidad según los valores de cada quien se alimenta de la tendencia muy humana de recurrir al sesgo de confirmación y al razonamiento motivado.
Se ha vuelto un lugar común señalar que la extrema derecha ahora utiliza la política de identidad y el relativismo epistémico de una manera muy similar a la izquierda posmoderna. Claro, ciertos elementos de la extrema derecha siempre han sido divisivos en términos de raza, género y sexualidad, y dados a hacer propias perspectivas irracionales y anticientíficas. Sin embargo el posmodernismo ha producido una cultura mucho más receptiva a esto. Kenan Malik ha descrito este cambio así:
Cuando propuse que la idea de “hechos alternativos” se basa en “una serie de conceptos que en décadas recientes han sido utilizados por radicales”, no me refería a que Kellyanne Conway ni Steve Bannon, mucho menos Donald Trump, hubieran estado leyendo a Foucault y a Baudrillard… Más bien son sectores de la academia y de la izquierda quienes en décadas recientes han ayudado a crear una cultura en la que el relativismo de los hechos y el conocimiento no resulta algo problemático, y por lo mismo es más sencillo para la derecha reaccionaria no solo reapropiarse de ella, sino promover estas ideas reaccionarias.
Esta “serie de conceptos” amenazan con regresarnos a una época previa a la Ilustración, cuando la “razón” se consideraba no solo inferior a la fe, sino que también era considerada un pecado. James K. A. Smith, un teólogo reformista y profesor de filosofía, ha visto lo provechoso que esto resulta para el cristianismo y considera al posmodernismo como “un viento fresco del Espíritu, enviado para revitalizar los huesos secos de la iglesia”. En Who’s afraid of postmodernism?: Taking Derrida, Lyotard, and Foucault to Church, dice:
Estar comprometidos con el posmodernismo nos invita a mirar hacia atrás. Veremos que mucho de lo que sucede bajo el auspicio de la filosofía posmoderna tiene un ojo en las fuentes antiguas y medievales, y constituye una importante recuperación de modos de conocimiento, de ser y de hacer premodernos.
y
El posmodernismo puede ser un catalizador para que la iglesia recupere la fe, no como un sistema de verdad dictado por una razón neutral, sino como una historia que requiere “ojos que vean y oídos que escuchen”.
Quienes estamos en la izquierda debemos temerle a lo que “nuestro lado” ha producido. Claro, no todos los problemas de la sociedad son producto del pensamiento posmoderno, y no sirve de nada sugerir que así es. El alza del populismo y el nacionalismo en Estados Unidos y en Europa también tiene su origen en una extrema derecha fortalecida y en el miedo al islamismo provocado por la crisis de refugiados. Estar rígidamente en contra de los “guerreros de la justicia social” y echarle la culpa de todo a este elemento de la izquierda adolece a su vez de razonamiento motivado y sesgo de confirmación. La izquierda no es responsable de la extrema derecha ni de la derecha religiosa ni del nacionalismo secular, pero sí es responsable por no hacerle frente de manera razonable a preocupaciones razonables, y por lo mismo provocar que sea más difícil que las personas razonables la apoyen. Es responsable de su propia fragmentación, de sus exigencias de pureza y de las divisiones que provoca y que hacen que la extrema derecha parezca coherente y unida en comparación.
Para recuperar la credibilidad, la izquierda debe recuperar el liberalismo fuerte, coherente y razonable. Para hacer esto, necesitamos vencer por la vía del discurso a la izquierda posmoderna. Necesitamos hacerle frente a sus oposiciones, divisiones y jerarquías con principios universales de libertad, igualdad y justicia. Debe haber una consistencia entre los principios liberales en oposición a todos los intentos por evaluar o limitar a las personas por raza, género o sexualidad. Debemos atender las preocupaciones sobre migración, globalización y políticas de identidad autoritarias que dan poder a la extrema derecha en lugar de tildar a las personas que las expresan de “racistas”, “sexistas” u “homofóbicas”, y acusarlas de violencia verbal. Podemos hacer esto y al mismo tiempo oponernos a las facciones autoritarias de la derecha que son realmente racistas, sexistas y homofóbicas, pero que ahora se esconden tras la fachada de ser una oposición razonable a la izquierda posmoderna.
Nuestra crisis actual no es una que enfrente a la izquierda contra la derecha, sino una en la que la consistencia, la razón y el liberalismo universal están enfrentadas a la inconsistencia, el irracionalismo, las certidumbres fanáticas y el autoritarismo sectario. El futuro de la libertad, la igualdad y la justicia se ve igual de desolador si la izquierda posmoderna o la extrema derecha ganan la guerra actual. Aquellos que valoramos la democracia liberal y los frutos de la Ilustración, la revolución científica y la modernidad misma, debemos ofrecer una mejor opción.
"ESCRITOS CORSARIOS": " LA PRIMERA Y VERDADERA REVOLUCIÓN DE DERECHA"
He aquí porque no restaura nada y no regresa a nada; más bien, tiende literalmente a cancelar el pasado, sus «padres», sus religiones, sus ideologías y sus formas de vida (reducidas hoy a meras supervivencias). Esta revolución de derecha, que ha destruido antes que nada la izquierda, ha llegado fácticamente, pragmáticamente. Mediante una progresiva acumulación de novedades (casi todas debidas a la aplicación de la ciencia): y ha comenzado la revolución silenciosa de las infraestructuras.
(publicado el 15 de julio de 1973 en «Tempo illustrato» con el título "P. juzga los temas de italiano")
Entre 1971 Y 1972 comenzó uno de los períodos de reacción más violentos y quizás más definitivos de la historia. Coexisten en ella dos naturalezas: una es profunda, sustancial y absolutamente nueva, la otra es epidérmica, contingente y vieja. La naturaleza profunda de esta reacción de los años setenta es por lo tanto irreconocible; la naturaleza exterior es en cambio bien reconocible. No hay nadie, efectivamente, que no la individualice en el resurgimiento del fascismo en todas sus formas, comprendidas aquellas decrépitas del fascismo mussoliniano y del tradicionalismo clérico-liberal, si podemos usar esta definición tan inédita como obvia.
Este aspecto de la restauración (que sin embargo en nuestro contexto se presenta como término impropio, porque en realidad nada de importante es restaurado) es un pretexto cómodo para ignorar el otro aspecto, más profundo y real, que escapa a los hábitos interpretativos de cualquier tipo que manejamos. Esto sólo es advertido empírica y fenomenológicamente por los sociólogos o los biólogos, que naturalmente suspenden el juicio o lo realizan con un sentido ingenuamente apocalíptico.
La restauración o reacción real comenzada entre 1971 y 1972 (después del intervalo de 1968) es en realidad una revolución. He aquí porque no restaura nada y no regresa a nada; más bien, tiende literalmente a cancelar el pasado, sus «padres», sus religiones, sus ideologías y sus formas de vida (reducidas hoy a meras supervivencias). Esta revolución de derecha, que ha destruido antes que nada la izquierda, ha llegado fácticamente, pragmáticamente. Mediante una progresiva acumulación de novedades (casi todas debidas a la aplicación de la ciencia): y ha comenzado la revolución silenciosa de las infraestructuras.
Naturalmente no ha cesado, en todos estos años, la lucha de clases; y continúa naturalmente todavía. Y en efecto, éste es el aspecto exterior de esta reacción revolucionaria; aspecto exterior que se presenta precisamente en las formas tradicionales de la derecha fascista y clérico-liberal.
Mientras la reacción destruye primero revolucionariamente (con relación a sí misma) todas las viejas instituciones sociales -familia, cultura, lengua, iglesia- la reacción segunda (de la cual la primera se sirve temporalmente, para poder desempeñarse al amparo de la lucha de clases), se da para defender estas instituciones de los ataques de los obreros y de los intelectuales. Es así que estos años son de falsa lucha, sobre los viejos temas de la restauración clásica, en los cuales creen todavía tanto sus portadores como sus opositores. Mientras, a espaldas de todos, la «verdadera» tradición humanística (no la falsa de los ministerios, de las academias, de los tribunales y de las escuelas) es destruida por la nueva cultura de masas y por la nueva relación que la tecnología ha instituido -con perspectivas hoy seculares- entre producto y consumo; y la vieja burguesía paleoindustrial está cediendo su sitio a una burguesía nueva que comprende, cada vez más y más profundamente, también las clases obreras, tendiendo finalmente a la identificación de burguesía con humanidad.
Este estado de cosas es aceptado por las izquierdas: porque no queda otra alternativa a esta aceptación que la de quedar fuera de juego. De aquí el general optimismo de las izquierdas, una vital tentativa de anexarse al nuevo mundo -totalmente distinto de cualquier mundo precedente- creado por la civilización tecnológica. Los izquierdistas van todavía más lejos en esta ilusión (protervos y exitistas como son), atribuyendo a esta nueva forma de historia creada por la cultura tecnológica, una potencialidad milagrosa de rescate y de regeneración. Ellos están convencidos que en este plano diabólico de la burguesía que tiende a reducir a sí misma la totalidad del universo, incluidos los obreros, terminará con la explosión de una entropía constituida así, y la última chispa de la conciencia obrera será capaz, entonces, de hacer resurgir de sus cenizas aquel mundo estallado (por su propia culpa) en una especie de palingenesia (viejo sueño burgués-cristiano de los comunistas no obreros).
Todos, por lo tanto, fingen no ver (o quizás no ven realmente) cuál es la verdadera nueva reacción; y así todos luchan contra la vieja reacción que la enmascara. Los temas de italiano asignados a los últimos exámenes de bachiller son un ejemplo del falso dilema y de la falsa lucha que he delineado. Por parte de la autoridad ha habido, evidentemente, antes que nada un tácito acuerdo: la derecha tradicional ha concedido algo a los moderados y a los progresistas y estos últimos han concedido algo a la derecha tradicional: de este modo el mundo académico y ministerial clérico-liberal se ha expresado acabadamente.
Al tema liberalizante propuesto por la frase a la española de Croce, se opone el tema fatalista extraído tramposamente de De Sanctis; a la lectura, que no puede dejar de ser moderna, aunque de carácter agnóstico y sociológico de una ciudad, se opone la lectura meramente escolástica de Pascoli y D'Annunzio, etc., etc.
La ficción, sin embargo, es única, todos aquellos que han inventado estos bellos temas se han atenido a un tradicionalismo y a un reformismo clásicos, ignorando de perfecto acuerdo que se trata de términos de referencia absolutamente privados de toda relación con la realidad.
Los «padres» de los cuales se habla en la frase de Croce son padres que estaban bien para los hijos de fines del siglo diecinueve o de todo el siglo actual hasta hace una decena de años: ahora ya no más (aunque los hijos, como veremos, no lo saben o lo saben mal). Semánticamente el término «padre» ha comenzado a cambiar, naturalmente con Freud y el psicoanálisis, por lo cual la «herencia» del padre no es más necesariamente un dato positivo; puede por el contrario ser lícitamente interpretada como totalmente negativa. Ha cambiado todavía más, el término «padre», a través del análisis marxista de la sociedad: efectivamente, los «padres» a los cuales se refiere cándidamente Croce, son todos bellísimos señores burgueses (como él) con barbas solemnes y calvicies veneradas, ante mesas cubiertas de papeles o sentados dignamente sobre sillas doradas: son en resumen los padres del privilegio y del poder. No hay referencia siquiera mínima a padres barrenderos o albañiles, jornaleros o mineros, mecánicos o torneros, o bien ladrones y vagabundos. La herencia de la cual se habla es una herencia clasista de padres definidos como fascistas. No hay duda que se requieren muchos esfuerzos para poder mantener erguidos «sólidamente» los privilegios. Pero, al margen de todo esto (que yo he podido observar también desde hace diez o quince años) hay algo totalmente nuevo: es precisamente el verdadero nuevo poder que no quiere para nada tener cerca a tales padres. Es precisamente este poder el que no quiere más que los hijos se apropien una herencia de ideales semejantes.
La relación, pues, entre el que ha designado el tema y quien lo ha desarrollado, es una relación que se cumple en el margen de poder fingido que el poder real todavía concede a sus defensores y a sus adversarios, porque le digieren, académicamente, los viejos sentimientos.
También el maravilloso derecho a la «interiorización» (atribuido por otra parte, mediante un De Sanctis falsificado a un Leopardi falsificado) no guarda más relación con la realidad de hoy: porque, evidentemente, sólo se puede interiorizar lo que es exterior. El hombre medio de los tiempos de Leopardi podía interiorizar todavía la naturaleza y la humanidad en su pureza ideal objetivamente contenida en ellas; el hombre medio de hoy puede interiorizar un Seiscientos o un refrigerador, quizás un weekend en Ostia. Cosa en la cual hay un residuo de humanidad gracias a la pasión y al caos en que todavía estos nuevos valores son vividos. A la espera de que la pasión sea esterilizada del todo y homologada y que el caos sea técnicamente abolido, el nuevo poder real concede aún un terreno vago donde el falso poder a la antigua pueda proclamar la bondad de la interiorización como huida doble, desprecio de los bienes y consuelo por los bienes perdidos.
Los estudiantes se atienen perfectamente al juego que la autoridad les impone. La gran mayoría de los estudiantes seguramente habrá desarrollado los temas como supusieron que sería el deseo de las autoridades: y se propusieron generosamente describir los esfuerzos que debían hacer, como buenos hijos, para asimilar las proezas paternas. O se prodigaron en tejer los elogios de la vida interior.
En tal caso es inútil discutir: en la bufonada representada en la escena del viejo falso poder en plena reacción, autoridades escolásticas y estudiantes se comprenden perfectamente, en una odiosa ansia práctica de integración. Pero habrá habido naturalmente casos en los cuales los estudiantes polemizaron con los «apodícticos» enunciados de los temas (frases extraídas del contexto con chantaje) pero también en tal caso, el escenario en el cual sucede el enfrentamiento entre autoridades escolásticas y estudiantes, es el mismo: el que el verdadero nuevo poder, en su reacción revolucionaria, concede cínicamente a los viejos hábitos.
Los estudiantes que han desarrollado (aceptándolos o polemizando) estos temas, son los hermanos menores de los estudiantes que se rebelaron en 1968. Sería equivocado creer que han sido obligados a callar, reducidos a un estado de pasividad, por un tipo de reacción a la antigua, como la de las notas (tal como demuestran los temas antes examinados) de las autoridades escolares. Su silencio y su pasividad tienen, en la mayoría de los casos, la apariencia de una especie de atroz neurosis eufórica, que les hace aceptar sin ninguna resistencia el nuevo hedonismo con el cual el poder real sustituye todo otro valor moral del pasado. Una pequeña minoría, por el contrario, posee las características de la neurosis de ansiedad, que por lo tanto mantiene viva en ellos la posibilidad de una protesta. Pero se trata en realidad de los últimos, verdaderamente los últimos, humanistas. Son jóvenes padres, como nosotros somos hijos. Todos destinados a la desaparición, también con aquello que nos liga pero también con aquello que está ligado a nosotros: la tradición, la confesión religiosa, el fascismo. Nos sustituyen hombres nuevos, portadores de valores tan indescifrables como incompatibles con los que, tan dramáticamente contradictorios, vivimos hasta ahora. Esto, los mejores jóvenes lo comprenden instintivamente; pero creo que no son capaces de expresarlo.
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LOS INTELECTUALES EN 1968: MANIQUEÍSMO y ORTODOXIA DE LA «REVOLUCIÓN AL DÍA SIGUIENTE»
Hubo un momento, hace pocos años, en el cual parecía que la revolución estallaba al día siguiente. Junto con los jóvenes que -desde 1968 en adelante- creían en la revolución inminente que habría de derrumbar y destruir desde sus fundamentos el Sistema (como es ahora obsesivamente llamado y quien lo ha hecho avergüéncese) estaban también los intelectuales no tan jóvenes o ya con los cabellos blancos. En ellos esta certeza de una «revolución al día siguiente» no tiene las justificaciones que encuentra en los jóvenes: ellos son culpables de haber faltado al primer deber de un intelectual, es decir, el de ejercitar antes que nada y sin ninguna clase de concesiones un examen crítico de los hechos. Y si, en realidad, se hicieron en aquellos días orgías de diagnósticos críticos, lo que faltaba realmente era la voluntad de la crítica.
No existe racionalidad sin sentido común y concreción. Sin sentido común y concreción la racionalidad es fanatismo. Y en efecto, en aquellos mapas en torno a los cuales se acumulaban los estrategas de la guerrilla de hoy y de la revolución del día siguiente, la idea del «deber» de la participación política de los intelectuales no estaba fundamentada en la necesidad y la razón, sino sobre el chantaje y la decisión.
Hoy está claro que todo ello era producto de la desesperación y un sentimiento inconsciente de impotencia. En el momento en el cual se delineaba en Europa una nueva forma de civilización y un largo futuro de «desarrollo» programado por el Capitalismo -que realizaba así su propia revolución interna; la revolución de la Ciencia Aplicada, de igual importancia a la Primera Siembra, sobre la cual se ha fundado la milenaria civilización campesina- se experimentó que toda esperanza de Revolución obrera se estaba perdiendo. Es por esto que se ha gritado tanto la palabra Revolución. Porque ya era clara no la imposibilidad de una dialéctica como precisamente la imposibilidad de una compatibilidad entre capitalismo tecnológico y marxismo humanístico.
De allí el grito que ha retumbado en toda Europa, y en el cual predominaba, sobre cualquier otra, la palabra marxismo. No se quería -justamente- aceptar lo inaceptable. Los jóvenes vivieron desesperadamente este largo grito, que era una especie de exorcismo y de adiós a las esperanzas marxistas: los intelectuales maduros que estaban con ellos cometieron en cambio, repito, un error político. Error político que, en cambio, no fue cometido por el Partido Comunista Italiano. El PCI se dio cuenta con sentido realístico desde entonces del carácter ineluctable del nuevo curso histórico del capitalismo y de su «desarrollo»: y probablemente fue en aquellos días que comenzó a madurar la idea del «compromiso histórico».
Admitido que a propósito de un intelectual no político -un literato, un científico- se puede hablar del «deber» de la participación política, este es el momento de hacerlo. En 1968 y en los años sucesivos, las razones para moverse, para luchar, para gritar, eran profundamente justas, pero históricamente prematuras. La rebelión estudiantil nació de un día para el otro. No había razones objetivas, reales, para moverse (si no fuera quizás el pensamiento de que la revolución se hacía entonces o nunca más: pero este es un pensamiento abstracto y romántico). Además para las masas la real novedad histórica era el consumismo, el bienestar y la ideología hedonística del poder. Al contrario, hoy hay razones objetivas para un compromiso total. El estado de emergencia conmueve las masas: más bien, sobre todo las masas.
Resumiré las razones en dos puntos: primero, una lucha, "imprevista», contra los viejos asesinos fascistas que buscan aumentar la tensión no lanzando sus bombas, sino instigando en la calle desórdenes en parte justificados por el descontento extremo; segundo, replantear la discusión del «compromiso histórico», ahora que ello ya no configura una posición sobre un curso ineluctable, el «desarrollo» identificado con todo nuestro futuro; pero que se presenta más bien como una ayuda a los hombres del poder para mantener el orden. No diré de manera simplista que el «realismo» del compromiso histórico esté definitivamente superado: pero aceptando esto, queda por lo menos redefinido más allá de su estricto carácter de «maniobra política». Por lo tanto, una forma de lucha desesperadamente retardada y una forma de lucha avanzadísima. Pero es en estas condiciones ambiguas, contradictorias, frustrantes, nada gloriosas, odiosas, que el hombre de la cultura debe comprometerse en la lucha política, olvidando las furias maniqueas contra todo el Mal, furias que oponían ortodoxia a ortodoxia.
* Publicado en «Dramma» en una encuesta sobre actitudes políticas de los intelectuales (Marzo de 1974).
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"Los postmillennials: la generación que acabará con el mundo"
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