“FOUCHÉ, el genio tenebroso”, por Stefan Zweig (PARTE X – Caída y muerte)

INDICE DE POST de “FOUCHÉ, El genio tenebroso”, por Stefan Zweig

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FOUCHÉ

EL GENIO TENEBROSO

STEFAN ZWEIG

-PARTE X-

 

CAPÍTULO IX

CAÍDA Y MUERTE
(1815-1820)

 

l 28 de julio de 1815 -han pasado los Cien Días del intermezzo napoleónico-  vuelve a entrar Luis XVIII en su capital de París, con una carroza magnífica tirada por caballos blancos. El recibimiento es grandioso: Fouché ha trabajado bien. Masas jubilosas rodean el coche, en las casas ondean banderas blancas, y donde no las había se han amarrado en palos, a manera de astas, toallas y manteles y se han sacado por las ventanas. Por la noche brilla toda la ciudad alumbrada por miles de luces, y en el éxtasis de alegría se baila hasta con los oficiales de las tropas ingles as y prusianas. No se oye un sólo grito hostil. La gendarmería, colocada por precaución en todas partes, resulta innecesaria. El nuevo ministro de Policía del cristianísimo Rey, José Fouché, lo ha arreglado todo a las mil maravillas para su nuevo Soberano. En las Tullerías, en el mismo Palacio donde un mes atrás se mostraba respetuoso ante su Emperador Napoleón como el más fiel vasallo, espera el Duque de Otranto al rey Luis XVIII, hermano del «tirano» a quien veintidós años antes condenó a muerte aquí en esta misma casa. Ahora se inclina profundamente, con gran respeto, ante el vástago de San Luis y en sus cartas firma «con reverencia, de Vuestra Majestad el más fiel y sumiso vasallo» (lo que puede leerse, textualmente, bajo una docena de comunicados, escritos de su puño y letra).

De todos los asaltos insensatos de este carácter funambulesco sobre el alambre de la política ha sido éste el mas temerario, pero será también el último. Claro que por el momento parece marchar todo magníficamente. Mientras que el Rey se siente inseguro en el trono, no desdeña el agarrarse al señor Fouché. Y Además, todavía necesita a este Fígaro, que sabe hacer también de malabarista para las elecciones, pues la Corte desea una mayoría segura en el Parlamento, y para esto es único el republicano «probado», el hombre del pueblo, como organizador insuperable. Y también hay que arreglar aún algunos asuntos desagradables y sangrientos, y ¿por qué no utilizar este guante usado? Después se le puede tirar, para que no manche las manos reales.

Un asunto tan sucio hay que resolverlo cuanto antes, en los primeros días. El Rey prometió solemnemente conceder una amnistía y no perseguir a los que hubieran servido durante los Cien Días al usurpador. Pero Post festum cambia el viento. Rara vez se creen obligados los reyes a cumplir lo que prometieron como pretendientes de una Corona. Los realistas, rencorosos con la soberbia de su propia fidelidad, exigen, ahora que el Rey está seguro en el trono, que sean castigados todos los que abandonaron durante los Cien Días la flor de lis. Asediado, pues, duramente por los realistas -que son siempre más realistas que el Rey-, cede por fin Luis XVIII. Y al ministro de Policía le toca llevar a cabo la labor desagradable de componer la lista de proscripción.

 

 

Al Duque de Otranto no le place este cargo. ¿Será necesario, verdaderamente, imponer castigos por semejante bagatela, por haber hecho lo más razonable, por pasarse al mas fuerte, al vencedor? Además no olvida el ministro de Policía del cristianísimo Rey que, como primer nombre en la lista de proscripción, debería figurar con derecho y en justicia el Duque de Otranto, ministro de policía bajo Napoleón…, su propio nombre. ¡Situación violenta la suya! Por primera Providencia trata Fouché de librarse con un ardid del encargo antipático. En vez de una lista que, según se deseaba, contuviera los nombres de treinta o cuarenta de los principales culpables, presenta, ante el asombro de todos, varias hojas de a folio con trescientos o cuatrocientos -algunos aseguran que mil- nombres, y pide que se castigue a todos o a ninguno. Espera que el Rey no tendrá tanto valor, y con ello se habría terminado la cuestión enojosa; pero, desgraciadamente, preside el Ministerio un zorro de su mismo calibre: Talleyrand. Éste se da cuenta enseguida de que a su amigo Fouché le es amarga la píldora; razón suficiente para exigir que se la trague. Sin compasión, manda borrar nombres de la lista hasta que no quedan más que cuatro docenas, y endosa a Fouché el encargo de firmar con su nombre estas sentencias de muerte y destierro.

Lo mas prudente, por parte de Fouché, en este momento, hubiera sido tomar el sombrero y cerrar la puerta de Palacio desde afuera. Pero ya hemos aludido varias veces a su flaqueza; su vanidad conoce todas las habilidades, menos la de renunciar a tiempo. Fouché prefiere sobrellevar la envidia, el odio y la ira antes que abandonar voluntariamente un sillón ministerial. Así aparece, ante la indignación general, una lista de proscripción, que contiene los nombres más famosos e ilustres de Francia, refrendada con la firma del antiguo jacobino. Figuran en ella Carnot, I’organisateur de la victoire, el creador de la República; el mariscal Ney, vencedor de innumerables batallas; el salvador de los restos del ejército de Rusia, todos sus compañeros del Gobierno provisional, los últimos de sus camaradas de la Convención, sus camaradas de la Revolución. Todos sus nombres se encuentran en esta lista terrible, que amenaza con muerte o destierro, todos los nombres que dieron gloria a Francia con sus hazañas en los últimos decenios. Un solo nombre falta en ella: el de José Fouché, Duque de Otranto.

O mejor dicho: no falta. También el nombre del Duque de Otranto figura en esta lista. Pero no en el texto, como uno de los acusados y proscritos ministros napoleónicos, sino como el ministro del Rey que envía a todos sus compañeros a la muerte o al destierro: como el del verdugo.

Por haberse rebajado tanto ante su conciencia, ante sí mismo, no puede negarle el Rey cierta gratitud al antiguo jacobino. A José Fouché, Duque de Otranto, se le otorga un honor, el último y más alto. Viudo desde hace cinco años, ha decidido volverse a casar; y el hombre que antaño perseguía con tanto encono la «sangre de los aristócratas», piensa unirse en matrimonio con persona de sangre azul; piensa casarse con una Condesa de Castellane, una rancia aristócrata; es decir, miembro «de aquella banda criminal que ha de caer bajo la espada de la justicia», según la expresión de uno de sus manifiestos revolucionarios de Nevers. Pero desde entonces ha pasado por lindas pruebas; ha cambiado a fondo sus ideas el antiguo jacobino, el sanguinario José Fouché. Si ahora, el día 1 de agosto de 1815, penetra en la iglesia, no lo hace, como en 1793, para destrozar con el martillo «los emblemas vergonzosos del fanatismo», los crucifijos y los altares, sino para recibir devotamente, junto a su novia aristócrata, las bendiciones de un hombre tocado con aquella mitra, que, como se recordará, encasquetó sobre las orejas de un burro. Según antigua costumbre noble -un Duque de Otranto sabe lo que le corresponde cuando se casa con una Condesa de Castellane-, firman también el contrato de desposorios las primeras familias de la Corte y de la nobleza. Y como primer testigo firma manu propria Luis XVIII este documento, seguramente único en la Historia, como testigo más digno… y más indigno del asesino de su hermano.

Esto es mucho ya, es algo inaudito. Es demasiado. Pues precisamente esta osadía inconcebible del regicida, de invitar como testigo al hermano del Rey guillotinado, provoca en los círculos de la aristocracia enorme indignación. Ese miserable tránsfuga, ese realista de antes de ayer -murmuran- se conduce como si verdaderamente perteneciera a la Corte y a la nobleza.

 

Alegoría retorno de los Borbones, de Louis-Philippe Crépin

 

¿Para qué se necesita ya a ese hombre, le Plus dégoútant reste de la Révolution, último detritus de la Revolución que mancha con su presencia repugnante el Ministerio? Claro que ha ayudado al regreso del Rey a París y ha prestado su mano sobornable para firmar la proscripción de los mejores hombres de Francia. Pero ahora, ¡fuera con él! Los mismos aristócratas que mientras el Rey esperaba impaciente a las Puertas de París le asediaban para que nombrara ministro al Duque de Otranto, con fin de entrar en la capital sin verter sangre, estos mismos señores no saben, de pronto, nada de semejante Duque de Otranto; se acuerdan sólo tenazmente de un cierto José Fouché que hizo matar en Lyon a cañonazos a cientos de nobles y sacerdotes y que pidió la muerte de Luis XVI. Un día nota el Duque de Otranto, cuando atraviesa la antecámara del Rey, que muchos nobles ya no le saludan, o que le muestran la espalda con desprecio provocativo. Súbitamente aparecen libelos contra el mitrailleur de Lyon que pasan de mano en mano; y una nueva Sociedad patriótica, los Francs régénérés (abuelos de los camelots du roi) organizan reuniones y piden con toda claridad que se limpie por fin a la flor de lis de esta mancha deshonrosa.

Pero tan fácilmente no se rinde Fouché cuando se trata del Poder; a él se agarra con todas sus fuerzas. En la información secreta de un espía que tenía encargo de vigilarle en aquellos días, puede verse cómo trata de sujetarse por todos lados. Al fin y al cabo aún están en el país los soberanos enemigos; ellos le pueden defender contra el celo excesivo de los realistas servidores del Rey. Visita al Emperador de Rusia; se entrevista diariamente durante horas enteras con Wellington y con el embajador inglés; hace estallar todas las minas diplomáticas, intentando, de un lado, ganar al pueblo con quejas contra las tropas extranjeras, y al mismo tiempo atemorizar al Rey con relatos exagerados. Hace que el vencedor de Waterloo se presente como intercesor del rey Luis XVIII; moviliza a los financieros; busca la mediación de mujeres y recurre a sus últimos amigos. No, no quiere ceder; demasiado cara pagó su conciencia la categoría que alcanzó, para no defenderla como un desesperado. Y efectivamente, durante algunas semanas logra sostenerse a flote en las aguas políticas, pugnando como un nadador hábil, tan pronto de costado como de espaldas. Durante todo este tiempo muestra, según relata el espía mencionado, una seguridad grande que sin duda tendría, pues durante veinticinco años se le vió siempre recobrarse fácilmente de todos los golpes. Y si venció a un Napoleón y a un Robespierre, ¿a que preocuparse por un par de simples aristócratas? Tan acostumbrado a despreciar a los hombres, está curado de espantos y no le asustan ya. ¿Cómo le asustarían a él, que batió a los mas grandes de la Historia, y les sobrevivió?

Marie-Thérèse-Charlotte, duquesa de Angulema.

Pero una cosa no ha aprendido este viejo condottiere, este refinado psicólogo; una cosa que nadie podrá aprender: luchar con espectros. Ha olvidado que por la Corte vaga un fantasma del pasado, como una Erinia vindicadora: la Duquesa de Angulema, la hija de Luis XVI y María Antonieta, única de la familia que pudo escapar a la gran matanza. El rey Luis XVIII puede perdonar quizás a Fouché; al fin y al cabo tiene que agradecer a este jacobino su trono; y una herencia así suaviza a veces, aún en las más altas esferas (la Historia dará testimonio de ello), el dolor fraternal. Para él es también mas fácil de perdonar, pues no ha presenciado en persona aquella época de horror. La Duquesa de Angulema, en cambio, la hija de Luis XVI y María Antonieta, tiene en la sangre las visiones más espantosas de su niñez. Tiene reminiscencias inolvidables, sentimientos de odio que no se dejan apaciguar por nada. Ha sufrido demasiado en su propia carne, en su propia alma, para poder perdonar a uno de aquellos jacobinos, de aquellos hombres del terror, presenció de niña en el palacio de Saint-Cloud, la noche horrible en que masas de sanscullottes asesinaron a los ujieres y se presentaron, con los zapatos chorreando sangre, ante su madre y su padre. Luego, la noche en que, prensados los cuatro en el coche, padre, madre y hermanos -«panadero, panadera y panaderitos»-, esperando, en medio de una multitud que gritaba y se burlaba, la muerte a cada instante, mientras eran arrastrados de vuelta a París, a las Tullerías. Presenció, el 10 de agosto, el asalto de la plebe derribando a hachazos la puerta de los aposentos de su madre; colocando a su padre, entre burlas, el gorro rojo en la cabeza y una pica en el pecho. Ha sufrido los días espeluznantes en la prisión del Temple, los momentos espantosos en que subieron a la ventana, sobre la punta de una pica, la cabeza ensangrentada de su amiga maternal la Duquesa de Lamballe, con el pelo suelto empapado en sangre. ¿Cómo podrá olvidar la noche en que se despidió de su padre arrastrado a la guillotina; la despedida de su pequeño hermano, al que dejaron sucumbir y llenarse de miseria en un estrecho desván? ¿Cómo no acordarse de los compañeros de Fouché, tocados con el gorro rojo, que la hicieron declarar y la atormentaron durante días enteros para que confesara, junto con su hermanito, la supuesta impudicia de su madre, María Antonieta, en el proceso contra la Reina? ¿Y cómo borrar de su sangre y de su memoria el momento de arrancarse de los brazos de su madre y de oír rodar allí abajo, sobre las piedras, el carro que la arrastraba a la guillotina? No, ella, la hija de Luis XVI y María Antonieta, la prisionera del Temple, no ha leído estos horrores, como Luis XVIII, en los periódicos, o se los ha hecho contar por un tercero: los lleva como un estigma inextinguible por su alma infantil espantada, atormentada, martirizada. Y su odio contra los asesinos de su padre, contra los verdugos de su madre, contra las visiones de horror de su infancia, contra todos los jacobinos y revolucionarios, aún no se ha saciado, aún no se ha vengado.

Tales recuerdos no se olvidan. Por eso ha jurado no dar jamás la mano al ministro de su tío, al asesino de su padre, a Fouché; y no respirar el mismo aire permaneciendo cerca de él. Franca y provocativamente le testimonia ante toda la Corte su desprecio y su odio. No va a ninguna de las fiestas, a ninguna de las reuniones a que asiste este regicida, este traidor de sus propias ideas. Y su desprecio contra el tránsfuga, ostentado con franqueza, con desdén y fanatismo, excita poco a poco el pundonor de los demás. Por fin exigen unánimemente todos los miembros de la familia real de Luis XVIII que, ya que está asegurado su Poder, expulse con oprobio de las Tullerías al asesino de su hermano.

 

El arresto de Luis XVI y la familia real en Varennes, óleo de Thomas Falcon Marshall

 

De mala gana, como se recordará, y sólo porque le necesitaba imprescindiblemente, accedió Luis XVIII a admitir como ministro a José Fouché. Con gusto, con contento casi, lo pone a la puerta cuando no lo necesita. «La pobre Duquesa no debe estar expuesta a encontrarse con esta cara repugnante», dice sonriente, refiriéndose al hombre que sigue firmando, sin sospechar nada, su «más fiel servidor». Y Talleyrand, el otro tránsfuga, recibe el real encargo de explicar a su compañero de la Convención y de la época napoleónica que su presencia en las Tullerías no es ya deseable.

Talleyrand acepta gustoso este encargo. De todas maneras, ya le va siendo difícil hinchar sus velas con el fuerte viento realista. Por eso espera sostener mejor su nave sobre el agua tirando lastre. Y el lastre mas pesado en su Ministerio es este regicida, su antiguo compinche: Fouché. Y el echarle por la borda es un encargo, en apariencia embarazoso, que lleva a cabo con su habilidad encantadora de hombre de mundo. No le anuncia, brusco o solemne, su despido, no; como viejo maestro de las formas, como verdadero hombre de mundo, busca un modo delicioso de hacerle comprender que «para el señor Fouché ha sonado la hora». Ya se sabe que este último aristócrata del dixhuitième elige siempre un salón para poner en escena sus comedias e intrigas. En esta ocasión acierta también a vestir el despido brutal con las formas más delicadas. El 14 de diciembre se encuentran Talleyrand y Fouché en una soirée. Se come, se habla, se charla… Particularmente Talleyrand parece estar de muy buen humor. A su alrededor se reúnen mujeres bellas, dignatarios y gente joven. Todos se acercan con curiosidad para escuchar a este maestro de la palabra. Y efectivamente, narra hoy con especial encanto. Cuenta de los días, ya lejanos, en que tuvo que huir a América ante la orden de detención de la Convención, y alaba entusiasmado, este país grandioso. «¡Ah, que bien se está allí: bosques impenetrables, habitados por la raza primitiva de los pieles rojas, ríos enormes sin explorar, el Potomac, potente, y el gigantesco Lago Erie, y en medio de ese mundo heroico y romántico, una raza nueva, fuerte, trabajadora y férrea, probada en la lucha, entregada a la idea de libertad, ejemplar en sus leyes, ilimitada en sus posibilidades! Allí sí que se puede aprender, allí se presiente un porvenir nuevo y mejor, mil veces más intenso que en nuestra Europa gastada. Allí se debería vivir, allí debería tener uno su campo de acción», exclama entusiasmado, y ningún cargo le parecía «mas lleno de atractivos que el de embajador en los Estados Unidos … »

Y de repente se interrumpe en su entusiasmo, aparentemente casual, y se dirige a Fouché: «¿No le agradaría, Duque de Otranto, un cargo así?»

Fouché se pone pálido. Ha comprendido. Interiormente tiembla de ira por la habilidad y la astucia con que el viejo zorro le ha puesto en evidencia ante todo el mundo, ante toda la Corte, invitándole claramente a abandonar el sillón ministerial. No contesta. Pero al poco tiempo se despide. Va a casa y escribe su dimisión. Talleyrand sigue muy animado con sus amigos, y ya de regreso, en el camino, les confía, con sonrisa maligna: «Esta vez le he torcido el cuello definitivamente».

 

 

Para velar ante el público esta despedida brusca de Fouché se ofrece pro forma un pequeño puesto al antiguo ministro. Así no dice el Momiteur que ha sido privado el regicida José Fouché de su puesto de ministro de Policía, sino que Su Majestad el rey Luis XVIII se ha dignado nombrar a Su Excelencia el Duque de Otranto embajador en la Corte de Dresde. Naturalmente, se espera que rehuse este cargo insignificante, que no corresponde ni a su categoría ni a su posición ya histórica. Pero nada de eso. Con un mínimo de sentido común, debería comprender Fouché que para él, como regicida, no hay salvación posible al servicio de un reinado reaccionario, y que a los pocos meses le quitarían también ese miserable hueso de entre los dientes. Pero su hambre insaciable de Poder ha convertido a este lobo audaz en un perro cobarde. Así como Napoleón se agarro hasta el último momento no solamente a su posición, sino al mero nombre de su dignidad imperial, así, y con menos decoro, se cuelga Fouché del título insignificante de un Ministerio aparente. Tenaz como una sanguijuela se pega al Poder; y obedece -¡eterno criado, lleno de amargura!- también esta vez a su señor. «Sire, acepto con gratitud la Embajada que Vuestra Majestad se ha dignado ofrecerme», escribe humildemente este hombre de cincuenta y siete años que posee veinte millones, al hombre que hace seis meses volvió a ser Rey por la gracia de su ministro. Hace sus maletas y se traslada, con toda su familia, a la pequeña Corte de Dresde. Se instala espléndidamente, como si quisiera permanecer allí, como embajador del Rey, hasta el fin de su vida.

Luis XVIII

Pero pronto va a cumplirse lo que hace mucho tiempo temía. Casi durante veinticinco años ha luchado Fouché como un desesperado contra la vuelta de los Borbones. Certeramente le decía su instinto que al fin le pedirían cuentas por aquellas dos palabras: La mort, con las que empujó a Luis XVI a la guillotina. Pero insensatamente había esperado poder engañarlos deslizándose entre sus filas disfrazado de bravo servidor realista. Esta vez no engaño a nadie: se engañó a sí mismo. Apenas había mandado empapelar de nuevo su habitación de Dresde, apenas había instalado cama y mesa, cuando se desató la tormenta en el Parlamento francés. Nadie pronuncia ya el nombre del Duque de Otranto, todos han olvidado que un dignatario de este nombre llevo en triunfo a su rey Luis XVIII a París. Sólo se habla de un señor Fouché, «del regicida José Fouché», de Nantes, que condeno en 1792 al rey. Sólo se habla ya del mitrailleur de Lyon. Y con la mayoría inmensa de 334 votos contra 32, se excluye de toda amnistía al hombre «que levantó la mano contra el ungido del Señor», y se decreta, de por vida, su destierro de Francia. Naturalmente, supone éste también la destitución ignominiosa de su Embajada. Sin compasión, con desprecio, con escarnio, es puesto en la calle de un puntapié «el señor Fouché», que ya no es ni Excelen cia, ni caballero de la Legión de Honor, ni senador, ni ministro, ni dignatario; y al mismo tiempo se indica oficialmente al Rey de Sajonia que no es deseable ya la estancia personal en Dresde del individuo Fouché. Quien envió a miles al destierro, sigue ahora, veinte años después, como el último sin patria, proscrito y ultrajado, a los compañeros de la Convención. Como es ahora impotente y esta desterrado, se echa sobre el caído el odio de todos los partidos con la misma unanimidad con que antaño lisonjeaban al poderoso sus simpatías. Ya no le valen ardides, ni protestas, ni juramentos; un poderoso sin Poder, un político liquidado, un intrigante gastado es siempre lo mas miserable del mundo. Tarde, pero con usura, paga Fouché su deuda, su pecado de no haber servido nunca a una idea, a un sentimiento moral de la Humanidad; su culpa de haber sido siempre esclavo del provecho deleznable del momento y del favor de los hombres.

¿Adónde dirigirse? El Duque de Otranto, desterrado de Francia, no se preocupa al principio. ¿No es el protegido del Zar, el confidente de Wellington, vencedor de Waterloo, el amigo del omnipotente ministro austriaco Metternich? ¿No le deben gratitud los Bernadottes, que él ayudó en su ascensión al trono de Suecia, y los príncipes bávaros? ¿No conoce desde largos años íntimamente a todos los diplomáticos? ¿No solicitaron todos los príncipes y reyes de Europa apasionadamente su favor?

No necesita más -así cree el caído- que hacer una suave alusión y todos los países se disputarán el honor de poder albergar al Arístides expulsado. ¡Pero la Historia no actúa lo mismo con el caído que con el poderoso! De la Corte zarista no llega, a pesar de varias indicaciones, ninguna invitación; tampoco de Wellington; Bélgica rehusa, allí sobran los jacobinos; Baviera se inhibe con cautela, y hasta su antiguo amigo el príncipe Metternich demuestra una extraña frialdad: «Que en caso de quererlo y desearlo insistentemente -le dice -, podría trasladarse el Duque de Otranto a territorio austriaco, que estaba dispuesto magníficamente a no oponerse a sus deseos. Pero de ninguna manera podía ir a Viena; no, allí no se le podía tolerar, y tampoco podía entrar en Italia, menos aún que en parte alguna. Sólo en una pequeña capital de provincia bien alejada de Viena podría (contando con su buen comportamiento) fijar su estancia». Verdaderamente, no insiste mucho el antiguo buen amigo Metternich, y aunque ofrece el multimillonario Duque de Otranto emplear toda su fortuna en tierras o valores del Estado austriaco y promete hacer servir en el ejército imperial a su hijo, no sale de su actitud reservada el ministro austriaco. Cuando el Duque de Otranto anuncia una visita a Viena, rehúsa con amabilidad; no, que se traslade con todo silencio, como un particular cualquiera, a Praga.

 

Llegada del rey luis XVIII de Francia a Calais, de Edward Bird

 

Así se escabulle de Dresde sin verdadera invitación, sin honores, sólo tolerado, no deseado, José Fouché, camino de Praga, para fijar allí su residencia. Su cuarto destierro, el último y más cruel, ha comenzado.

Tampoco en Praga están muy encantados con huésped de tanta alcurnia, aunque ya bastante descendido de su antigua altura. Sobre todo, la rancia aristocracia vuelve la espalda al intruso indeseado, pues los nobles bohemios siguen leyendo periódicos franceses, y estos llegan repletos de los ataques más vengativos y rabiosos contra el «señor» Fouché. Describen muy detenidamente como saqueó este jacobino en 1793 las iglesias de Lyon y cómo vació las cajas de Nevers. Todos los pequeños escribientes que temblaron alguna vez ante el puño duro del ministro de Policía y que se veían obligados a contener su ira, la escupen ahora con saña sobre el indefenso. Con velocidad vertiginosa se vuelven las tornas. Quien vigiló una vez a medio mundo, es vigilado ahora por los demás. Todos los métodos policíacos que creó su genio de inventor los emplean ahora sus discípulos y sus antiguos subalternos contra el propio maestro. Todas las cartas que recibe o manda el Duque de Otranto pasan por el gabinete negro y son abiertas y copiadas. Agentes de Policía atisban e informan sobre sus conversaciones, espían sus relaciones, vigilan cada uno de sus pasos. En todas partes se siente cercado, atisbado, espiado. Su propia sabiduría, su propia arte es probada con la habilidad mas cruel en el más hábil de los hábiles. En vano busca un remedio contra estas humillaciones. Le escribe al rey Luis XVIII, pero éste no contesta al destituido, como hizo Fouché con Napoleón al día siguiente de su destronamiento. Escribe al príncipe Metternich, que, en el mejor de los casos, le manda contestar por un subalterno con un «no» o un «sí» bruscos. Que se aguante con la paliza que todo el mundo le desea; que acabe, por fin, de inquietar y de intrigar. El que todos estimaron únicamente por miedo, es despreciado por todos desde que no le temen. El más grande de los jugadores políticos lo ha jugado ya todo y lo ha perdido.

Antoine Claire Thibaudeau

Durante veinticinco años jugó con el Destino este espíritu escurridizo, escapándose mil veces de su garra amenazante; ahora que esta caído definitivamente, es el Destino quien juega con él, golpeándole cruel e inclemente. En Praga tiene que sufrir su Canosa más lamentable como hombre particular, después de haberla sufrido como político. Ningún novelista podría inventar un símbolo más ingenioso para su humillación moral que el pequeño episodio que se desarrollo allí en 1817, pues a lo trágico se une ahora la caricatura más terrible de toda desgracia: la ridiculez. No sólo el hombre político es humillado, sino también el esposo. Se puede suponer, sin temor a errar, que no fue el amor lo que ligó a la aristócrata bellísima, de veintiséis años, con este viudo de cincuenta y seis, de rostro pálido y flaco como el de un muerto. Pero este pretendiente poco atractivo era en 1815 el segundo capitalista de Francia, multimillonario, Excelencia, Duque y ministro respetado de su cristianísima Majestad, y todo esto ofrecía a la condesa de provincia, venida a menos, la esperanza de poder brillar como una de las mujeres más distinguidas de Francia en todas las fiestas de la Corte y en el Faubourg Saint-Germain. Efectivamente, los primeros indicios parecían cumplir sus deseos: Su Majestad se dignó firmar en persona su acta de desposorio; la Corte y la nobleza se apresuraron a felicitarla; un palacio magnífico en París, dos fincas y un castillo en la Provenza se disputaron el honor de albergar como dueña a la Duquesa de Otranto. Por tales lujos y honores y por veinte millones es capaz una mujer ambiciosa de soportar un esposo frío, calvo, amarillo como el pergamino, de cincuenta y seis años. Pero la condesa vendió precipitadamente su alegre juventud por el oro del diablo, pues apenas pasada la luna de miel se encuentra con que no es la esposa de un respetable ministro de Estado, sino la mujer del hombre más despreciado y odiado de Francia, del expulsado, del desterrado, de un señor Fouché desdeñado por todo el mundo. El Duque, con todas sus riquezas, se ha eclipsado… y queda un anciano gastado, amargado y bilioso. Así no sorprende en Praga que se inicie entre esta mujer de veintiséis años y el joven Thibaudeau, hijo de un republicano igualmente desterrado, una amitié amoureuse, de la que no se sabe con certeza hasta qué punto fue amitié y hasta qué punto amoureuse. Pero con este motivo se desarrollan escenas muy tormentosas. Fouché prohibe al joven Tlhibaudeau la entrada en su casa, y desgraciadamente no queda en secreto esta discordia matrimonial. Los periódicos realistas, que acechan toda ocasión de hostigar al hombre ante quien temblaron tantos años, publican noticias mordaces sobre sus desengaños familiares y propagan, para regocijo de los lectores, la mentira burda de que la joven Duquesa de Otranto había abandonado al viejo cornudo huyendo de Praga con su amante. Pronto advierte el Duque de Otranto, cuando va a alguna reunión de Praga, que las señoras reprimen a duras penas una leve sonrisa y que comparan, con miradas irónicas, la prestancia y la esbelta juventud de su mujer con su propia figura, tan poco seductora. Ahora siente el viejo murmurador, el eterno cazador de rumores y escándalos, en la propia carne, qué poco agradable es ser víctima de una calumnia maligna, y ve que sólo es posible luchar contra tales injurias huyendo de ellas. En la desgracia ve toda la profundidad de su caída, y su destierro en Praga se convierte en un infierno. De nuevo se dirige al príncipe Metternich para que le sea concedido el permiso de dejar la ciudad insoportable y poder elegir otra dentro de Austria. Se le hace esperar. Por fin le permite Metternich, magnánimo, trasladarse a Linz, donde se retira, entre el odio y la burla de las gentes que antaño tenía a sus pies, desilusionado, cansado, humillado.

Linz… En Austria siempre se sonríe al pronunciar este nombre, pues se piensa instintivamente en su consonancia con Provinz (provincia). Provincianos de la pequeña burguesía y de origen campesino, barqueros, artesanos, casi siempre gente pobre, y sólo unas cuantas casas de rancia nobleza austriaca. No encuentra allí una tradición grande y gloriosa como en Praga.

No hay ópera, ni biblioteca, ni teatro, ni brillantes bailes aristocráticos, ni fiestas… Una verdadera y auténtica ciudad provinciana, somnolienta, un asilo de veteranos. Allí se instala el anciano con las dos mujeres jóvenes, de casi igual edad, una su esposa y la otra su hija. Alquila una casa magnífica, la manda decorar elegantemente, para mayor alegría de los comerciantes de Linz, que no estaban acostumbrados a tener clientes millonarios. Algunas familias se apresuran a relacionarse con el extranjero interesante y distinguido gracias a su dinero; pero la nobleza manifiesta ostensiblemente su preferencia por la nacida condesa Castellane, desdeñando al hijo del mercader burgués, a ese «señor» Fouché a quien Napoleón (también un aventurero a sus ojos) puso la capa de Duque sobre los flacos hombros. Los funcionarios tienen orden secreta de Viena de tratarse lo menos posible con él. Así vive, quien antaño era tan apasionadamente activo, en completo aislamiento, casi rehusado por los demás. Un contemporáneo narra en sus Memorias muy plásticamente su situación en un baile:

«Llamaba la atención como festejaban a la Duquesa y desatendían a Fouché. Era él de estatura mediana, fuerte sin ser grueso y de rostro feo. En los bailes se presentaba siempre de frac azul con botones de oro, pantalón blanco y medias blancas. Llevaba la gran Cruz austriaca de Leopoldo. Generalmente permanecía solo cerca de la chimenea, contemplando el baile. Observando a quien fue ministro omnipotente del Imperio francés, viendo lo triste y solo que estaba allí, advirtiendo como se alegraba si cualquier emplead o iniciaba una conversación con él o le proponía una partida de ajedrez, tenía que pensar, instintivamente, en la veleidad de todo Poder y de toda grandeza terrenales».

Un sólo sentimiento sostiene, hasta el último instante, a este hombre espiritualmente apasionado: la esperanza de recobrarse y ascender una última vez en la carrera política. Cansado, gastado, un poco torpe y hasta algo obeso, no se puede separar de la idea de que por fuerza tendrían que volver a llamarle a un cargo en que tantos méritos hizo; que otra vez el destino le sacaría de la oscuridad y le volvería a mezclar en el divino juego universal de la Historia y la política. Sin cesar se escribe secretamente con sus amigos en Francia: la vieja araña sigue tejiendo sus redes ocultas; pero allí quedan, inútiles e ignoradas, en el rincón de Linz. Publica con nombre falso las «Observaciones de un contemporáneo sobre el Duque de Otranto», un himno anónimo, que pinta en colores vivos, casi líricos, sus talentos y su carácter. Al mismo tiempo divulga en sus cartas particulares, para amedrentar a sus enemigos, que el Duque de Otranto trabaja en sus Memorias, y hasta que aparecerían pronto en la casa Brockhaus y que las dedicaría al rey Luis XVIII. Con esto quiere hacer recordar a los demasiado audaces que el antiguo ministro de Policía, Fouché, conservaba aún unas cuantas flechas en el carcaj, flechas envenenadas, mortíferas. Pero, cosa extraña, nadie le teme ya, nada le libra de Linz, nadie piensa en llamarle, nadie quiere su consejo, su ayuda. Y cuando se discute en la Cámara francesa, por otro motivo, la cuestión de la repatriación de los desterrados, le recuerdan sin odio y sin interés. Los tres años que han transcurrido desde que abandonó la escena mundial han bastado para hacer olvidar al gran actor que brillaba en todos los papeles. El silencio se aboveda sobre él, como un catafalco de cristal. Ya no existe para el mundo un Duque de Otranto, sólo existe un anciano que se pasea por las calles aburridas de Linz, cansado, irritado, solitario. De vez en cuando se quita el sombrero ante él, achacoso y doblegado, algún comerciante. Por lo demás, ya no le conoce nadie en el mundo y nadie piensa en él. La Historia, ese abogado de la Eternidad, ha tomado la venganza más cruel en el hombre que sólo pensó siempre en el momento presente y fugitivo: le ha enterrado en vida.

 

Maria Antonieta

 

Tan olvidado está el Duque de Otranto, que nadie se da cuenta, excepto algunos policías austriacos, cuando por fin Metternich, en el año 1819, le permite trasladarse a Trieste, y esto únicamente porque sabe de fuente segura que esta pequeña merced se la concede a un moribundo. La inactividad ha cansado y perjudicado más a este hombre inquieto, a este trabajador fanático, que treinta años de actividad febril. Sus pulmones empiezan a funcionar mal, no pueden soportar la rudeza del clima; y Metternich le concede un sitio más soleado para morir: Trieste. Allí se ve, a veces, un hombre rendido ir a misa con pasos inseguros y arrodillarse ante los bancos con las manos juntas. Este resto de hombre es José Fouché. El que un cuarto de siglo antes destrozaba con su propia mano los crucifijos en los altares, se arrodilla ahora, humillada la cabeza blanca, ante los «emblemas ridículos de la superstición»… Quizá se apoderó de él en esos momentos la nostalgia de los claustros silenciosos de los antiguos conventos.

Algo se ha transformado en él por completo: el viejo ambicioso y luchador quiere paz con todos sus enemigos. Las hermanas y los hermanos de su gran adversario Napoleón -también ellos humillados y olvidados por el mundo- vienen a visitarle, charlan con él, en confianza, de los tiempos pasados, y se admiran de cómo el cansancio le ha vuelto verdaderamente apacible. Nada en esta pobre sombra recuerda ya al hombre temido y peligroso que perturbó al mundo durante dos decenios y que obligó a doblegarse ante él a los hombres más poderosos de su época; sólo quiere paz y un buen morir. Y efectivamente: en sus últimas horas hace las paces con su Dios y con los hombres. Paz con Dios: el viejo ateo, el rebelde, el perseguidor del cristianismo, el destructor de altares, el iconoclasta, hace llamar en los últimos días de diciembre a uno de esos «embusteros infames» (como él los llamaba en el mayo florido de su jacobinismo), a un sacerdote, y recibe, las manos devotamente cruzadas, los Santos Sacramentos. Y paz con los hombres: pocos días antes de morir ordena a su hijo abrir su escritorio y sacar los papeles. Se enciende una gran hoguera; cientos, miles de cartas son arrojadas al fuego; probablemente también las Memorias temidas, ante las que temblaron tantas personas. ¿Fué una debilidad del moribundo o una última bondad; fue temor ante la posteridad o fría indiferencia? En todo caso, destruyó en su lecho de muerte todo lo que pudiera haber comprometido a otros, cuando podía ser arma de venganza contra sus enemigos. Y fue esto en un arranque de benevolencia nueva y casi religiosa, buscando por primera vez, cansado de los hombres y de la vida, en lugar de gloria y poder, otra dicha: olvido.

El 26 de diciembre de 1820 termina esta vida extraña y multiforme en la meridional ribera triestina, esta vida que comenzó en un puerto de mar septentrional de Francia. Y el 28 de diciembre llevan al último reposo los restos mortales del eterno inquieto, del proscrito. La noticia de l a muerte del famoso Duque de Otranto no despierta, de momento, gran curiosidad en el mundo, únicamente un humo delgado y pálido de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se deshace, casi sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo.

 

Maria Antonieta ante el Tribunal revolucionario

 

Pero cuatro años más tarde surge una nueva inquietud. Se divulga el rumor de que están a punto de aparecer las Memorias del hombre temido; y a más de uno de los poderosos, de los ambiciosos que golpearon con excesiva temeridad al caído, acomete un extraño temblor: ¿Volverá a hablar verdaderamente desde la tumba esta boca peligrosa? ¿Saldrán, por fin, a la luz del día los documentos escamoteados de los cajones de la policía, las cartas demasiado íntimas y las pruebas comprometedoras, para asestar un golpe asesino a ciertos prestigios? Pero Fouché permanece fiel a sí mismo mas allá de la muerte.

Porque las Memorias que un hábil librero publica en 1824 en París son tan poco fiables como él mismo. Ni siquiera desde la tumba este terco ocultador revela toda la verdad; incluso en la fría tierra, se lleva celoso sus secretos para seguir siendo él mismo un secreto, penumbra y luz híbrida, una figura que nunca se revela del todo.  Pero precisamente por eso seduce e incita al juego inquisitivo, que él mismo ejercía tan magistralmente, a intentar descubrir, en la huella fugaz, todo el rumbo laberíntico de su vida y adivinar en su destino, lleno de vicisitudes, la estirpe espiritual de quien fue el mas excepcional y extraño de los hombres políticos.

 

 

 

 

 


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