INDICE DE POST de «FOUCHÉ, El genio tenebroso», por Stefan Zweig
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FOUCHÉ
EL GENIO TENEBROSO
STEFAN ZWEIG
-PARTE III-
CAPÍTULO SEGUNDO
EL MITRAILLEUR DE LYON
(1793)
n los anales de la revolución francesa rara vez se abre una página sangrienta como la de la sublevación de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni aún en París, se ha destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabricación de la seda, primera capital de industria de la entonces aún burguesa y agraria Francia. Allí forman los obreros, en medio de la revolución de 1792, por primera vez, una masa proletaria visible, rígidamente separada de los fabricantes, realistas y capitalistas. No es un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre este suelo ardiente, las formas más sangrientas y fantásticas, tanto en la reacción como en la revolución.
Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo se agrupan alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superficie en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y creyentes, que suelen causar con su fe más mal y derramar más sangre con su idealismo, que los más brutales políticos y los más feroces tiranos. Siempre será precisamente el hombre puro, religioso, extático, el reformador, quien, con la intención más noble, dará motivo a asesinatos y desgracias que él mismo detesta. En Lyon se llamo Chalier, un sacerdote escapado y antiguo comerciante, para el que la revolución significo otra vez el cristianismo auténtico y verdadero, entregándose a ella con amor desinteresado y supersticioso. La elevación de la Humanidad a un nivel de razón e igualdad significó, para este lector apasionado de Juan Jacobo Rousseau, la realización en la tierra del reino milenario. Su filantropía ardiente y fanática ve en la conflagración general la aurora de una Humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor; cuando cae la Bastilla coge en sus manos una piedra del baluarte y, cargado con ella seis días y seis noches, la lleva de París a Lyon, donde la utiliza de ara para un altar. Venera como a un dios a Marat, a este libelista de sangre ardiente, férvido, en el que ve una nueva Pythisa.
Aprende sus discursos escritos de memoria y arrebata con sus sermones, místicos e infantiles, a los obreros de Lyon.
Instintivamente ve el pueblo en él una caridad ardiente y comprensiva. Por otra parte, los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho más peligroso un hombre tan puramente poseído por el espíritu visionario rayando en las fronteras de la locura, rebosante de amor al prójimo, que los más estrepitosos y rebeldes jacobinos. En él se concentra todo el amor y contra él va todo el odio. Y al primer motín encierran en la cárcel, como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurasténico y un poco ridículo. Se logra achacarle una carta falsificada que le compromete, para fundamentar una denuncia en virtud de la cual se le condena a muerte, para escarmiento de radicales y como reto a la Convención de París. Inútilmente la Convención, indignada, en vía mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier, y amonesta, exige y amenaza al magistrado insubordinado. La municipalidad de Lyon rehúsa toda intervención con arrogancia, decidida a enseñar los dientes a los terroristas de París. Hacía tiempo que habían recibido con repugnancia la guillotina, el instrumento del terror. Sin servirse de él, lo tuvieron metido en un granero hasta este momento, en el que se preparan a dar una lección a los paladines del sistema terrorista, estrenando el «filantrópico» artefacto en la cabeza de un revolucionario. Y precisamente por la falta de uso de la maquina siniestra, y también por la torpeza del verdugo, se convierte la ejecución de Chalier en cruel e infame suplicio. Tres veces cae el filo romo de la cuchilla sin decapitar al reo. El pueblo contempla horrorizado el cuerpo atado y ensangrentado de su caudillo retorcerse aún con vida, en cruenta tortura, hasta que el verdugo, compadecido, remata la obra de la enmohecida guillotina con un golpe certero de su sable. ¡Pero esta cabeza atormentada, cruelmente lacerada, será Palladium de vindicta para la revolución y cabeza de Medusa para sus asesinos!
Produce verdadero espanto en la Convención la noticia de este crimen. ¿Cómo se atreve una ciudad francesa sola a hacer franca resistencia a la Asamblea Nacional? Había que ahogar en sangre la insolente provocación. Pero el Gobierno de Lyon sabe muy bien lo que le espera, y de la resistencia pasa abiertamente a la rebelión contra la Asamblea Nacional. Levanta tropas y prepara las obras defensivas necesarias para oponerse por la fuerza al ejército republicano.
Las armas decidirán entre Lyon y París, entre reacción y revolución.
Es lógico que una guerra civil se considere en este momento como un verdadero suicidio para la joven República, pues jamás fue una situación más peligrosa y más desesperada. Los ingleses habían tomado Tolón, saqueado la flota y el arsenal y amenazaban a Dunquerque, mientras que, por otra parte, avanzaban los prusianos y los austriacos en el Rin y estaba en llamas la Vendée. La contienda y la rebelión conmueven a la República de una a otra frontera. Pero son los días heroicos de la Convención francesa. Impulsada por un instinto siniestro, de predestinación, decide responder al peligro con el reto como mejor manera de combatirlo, y así rehusan los jefes, después de la muerte de Chalier, todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam foedari, «Mejor sucumbir que pactar», mejor otra guerra sobre las siete guerras que se hacían, que una paz síntoma de flaqueza. Y este irresistible ímpetu de la desesperación, esta pasión ilógica, furiosa, salvó a la revolución francesa lo mismo que a la rusa (amenazada en el exterior por los ingleses y los mercenarios de todo el mundo, en el interior por las legiones de Wrangel, de Denikin y de Koltschak) en el momento de mayor peligro. No les vale a los habitantes de Lyon echarse francamente en brazos de los realistas y confiar el mando de sus tropas a un general del Rey. De las granjas y de los suburbios surgen aludes de soldados proletarios, y el 9 de octubre las tropas republicanas conquistan la segunda capital de Francia. Este día es acaso el mas espléndido de la revolución francesa. Cuando en la Convención se levanta solemne el Presidente de su asiento y comunica la capitulación definitiva de Lyon, saltan los diputados de sus asientos y se abrazan de alegría; por un momento parece terminada toda discordia. La República esta salvada; ha dado un magnífico ejemplo a todo el país, a todo el mundo, de la fuerza iracunda, de la pujanza irresistible del ejército popular republicano. Pero fatalmente arrastra a los vencedores el orgullo de la propia bravura a una soberbia incontenible, a un trágico deseo de convertir el triunfo en terror.
Terrible, como el ímpetu de la victoria, ha de ser ahora la venganza contra los vencidos. «Hay que dar un escarmiento ejemplar, hay que hacer ver que la República francesa, que la joven revolución, reserva el más duro castigo para aquellos que se levantan contra ella». Y así se rebaja ante el mundo entero la Convención, defensora de la Humanidad, con un decreto cuya pauta histórica parece dada por los Califas y por Barbarroja con su vandálica devastación de Milán. El 12 de octubre propone el Presidente de la Convención el documento tremendo en que se pide nada menos que la destrucción de la segunda capital de Francia. Este decreto, poco conocido, dice textualmente:
«1.º La Convención Nacional nombra, a propuesta del Comité de Salud pública, un Comité especial de cinco miembros para castigar sin demora, militarmente, la contrarrevolución de Lyon.
»2.º Todos los habitantes de Lyon serán desarmados y sus armas entregadas a los defensores de la República.
»3.º Parte de ellas serán entregadas a los patriotas que fueron oprimidos por los ricos y contrarrevolucionarios.
»4.º La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por los ricos será destruida; quedarán en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas asesinados o proscritos, los edificios industriales y los que sirven para fines benéficos y educativos.
»5.º El nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República. En adelante llevara el conjunto de casas que queden en pie el nombre de Ville Affranchie.
»6.º Sobre las ruinas de Lyon se erigirá una columna que anuncie a la posteridad los crímenes y el castigo de la ciudad realista, y que llevará esta inscripción: Lyon hizo la guerra contra la Libertad. Lyon no existe. »
Nadie se atreve a protestar contra esta petición delirante de convertir la segunda capital de Francia en un montón de escombros. Se acabó el valor cívico en el seno de la Convención francesa desde que la guillotina brilla amenazante sobre las cabezas de los que se atreven a susurrar tan sólo palabras de clemencia o compasión. Atemorizada del propio terror, del terror por ella impuesto, aprueba unánimemente la Convención el decreto vandálico y confía su ejecución a Couthon, el amigo de Robespierre.
Couthon, el antecesor de Fouché, reconoce enseguida el desatino, el suicidio que significa demoler voluntariamente, por un gesto amedrentador, la capital industrial de Francia y sus monumentos de arte. Desde el primer momento está decidido interiormente a eludir el cumplimiento de su misión. Mas para ello es indispensable adoptar una actitud de hipocresía llena de prudencia. Por eso vela Couthon su designio secreto de respetar la ciudad elogiando de primera intención desmesuradamente el disparatado decreto de total demolición. «¡Colegas ciudadanos- exclama-, la lectura de vuestro decreto nos ha llenado de admiración! Sí; es preciso que la ciudad sea devastada para que sirva, de ejemplo a las que pudieran llevar su atrevimiento a levantarse contra la Patria. Entre todas las medidas grandes y fuertes que ha ordenado hasta ahora la Convención Nacional, faltaba una, a la que no se había llegado: la de la destrucción total; pero estad tranquilos, Colegas, ciudadanos, y asegurad a la Convención Nacional que sus principios son los nuestros y sus decretos serán ejecutados al pie de la letra.» Aunque recibe Couthon su encomienda con palabras de panegírico, no piensa, en verdad, llevarla a cabo. Se contenta con preparativos teatrales. Inválido de las dos piernas por una parálisis temprana, pero de espíritu inquebrantablemente resuelto, se hace conducir en una litera a la plaza de Lyon, designa con un martillo de plata simbólicamente las casas que han de ser derribadas y anuncia la institución de terribles tribunales de vindicta. Con esto se calman los espíritus más fogosos. En realidad, con el pretexto de la falta de obreros, se emplean sólo un par de mujeres y niños que, «pro forma», dan algunos golpes indolentes de pico en las casas. Y sólo se llevan a cabo contadas ejecuciones.
La ciudad respira, sorprendida por tan inesperada clemencia tras decretos tan fulminantes; pero los terroristas están alerta, se dan cuenta poco a poco de los propósitos benévolos de Couthon e instigan a la Convención a la violencia. La cabeza destrozada y sangrienta de Chalier es llevada a París como reliquia, presentada con gran solemnidad a la Convención y expuesta en Notre Dame con el fin de excitar al pueblo. Cada vez con mayor impaciencia se lanzan nuevos requerimientos contra el cunctátor Couthon. Se dice de él que es excesivamente flexible, indolente, demasiado tímido. En fin, que no es el hombre capaz de llevar a cabo venganza tan ejemplar. Hace falta un revolucionario verdadero, dispuesto a todo, digno de la confianza que se le otorga; un hombre que no se asuste de la sangre y que se arriesgue: un hombre de acero. Por fin cede la Convención a tan ruidosas demandas y envía como verdugo de la ciudad desdichada, en el lugar del excesivamente blando Couthon, a los mas decididos de sus tribunos: al vehemente Collot d’Herbois (del que circula la leyenda de que, por haber recibido una rechifla como actor en Lyon, es el verdadero hombre para castigar a sus habitantes) y al más radical de los procónsules, al más calificado de los jacobinos y ultraterroristas, a José Fouché.
¿Se trata, en el caso de Fouché, designado de la noche a la mañana por la obra asesina, de un verdadero verdugo, de «un ebrio de sangre», como se llamaba a los campeones del terror?
Si atendemos a sus palabras, ciertamente. Ningún procónsul se ha conducido en su provincia con mayor energía, con mayor espíritu revolucionario, con mayor radicalismo que José Fouché. Nadie ha requisado con menos miramientos, nadie ha realizado más concienzudamente el saqueo de las iglesias ni ha hecho desembolsar las fortunas y estrangulado toda resistencia con mayor eficacia. Pero, cosa muy característica en él: únicamente con palabras, con órdenes e intimidaciones, ha instituido el terror. En las semanas que duró su poder en Nevers, Clamecy, no corre ni una gota de sangre. Mientras cruje en París la guillotina como una máquina de coser, mientras Carrier ahoga en Nantes, arrojándolos al Loire, a centenares de sospechosos; mientras que todo el país tiembla de fusilamientos, crímenes y persecuciones, no tiene Fouché en su distrito una sola ejecución sobre la conciencia. Conoce muy bien -es el leitmotiv de su psicología- la cobardía de las gentes; sabe que un gesto feroz y un ademán de terror ahorran casi siempre el terror mismo. Y cuando más tarde, en lo más florido de la reacción, se levantan acusadoras las provincias contra sus sojuzgadores, no puede formular el distrito de Fouché en contra suya otra acusación que la de la amenaza de muerte; pero de una ejecución efectiva, no puede acusarle nadie. Vemos, pues, que Fouché, designado ahora como verdugo de Lyon, no tiene inclinaciones cruentas. En este hombre frío, sin sensualidad; en este calculador, en este malabarista mental, hay más de zorro que de tigre. No necesita el vaho de la sangre para excitar sus nervios. Gesticula rabioso, pero sin fiebre interior, con palabras de amenaza, jamás pedirá ejecuciones por el placer de asesinar, por monomanía de mando. Obedeciendo al instinto y a la prudencia -no por humanidad-, respeta la vida de los demás mientras no peligra la suya.
Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trágico de sus caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. Desmoulins pide frenético desde su pupitre burocrático el tribunal para los girondinos. Pero más tarde, cuando, sentado en la sala de justicia, oye caer la palabra «muerte» sobre los veintidós hombres que él mismo ha arrastrado ante los jueces, salta del asiento con palidez mortal, trémulo, se precipita fuera de la sala lleno de desesperación; ¡no, no es eso lo que él quería! Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos fatales, combatió dos años antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y condenó la guerra como un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible tribunal, llego a gritar estas palabras de desesperación con el alma atribulada: «Ser guillotinado antes que guillotinar». Hasta Marat, que pide públicamente desde su periódico trescientas mil cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que están sentenciados a caer bajo la cuchilla. Todos los que más tarde han de aparecer como bestias sangrientas, como asesinos frenéticos, ebrios con el olor de los cadáveres, todos detestan en su interior (lo mismo que Lenin y los jefes de la revolución rusa) las ejecuciones.
Empiezan por tener a raya a sus adversarios políticos con la amenaza de muerte; pero la simiente del dragón del crimen surge violenta del consentimiento teórico del crimen mismo. No pecó por embriaguez de sangre la revolución francesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se dió en la manía de hablar constantemente de traidores y de patíbulos. Y después, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído de estas palabras brutales y excitantes, pide efectivamente las «medidas enérgicas» anunciadas como necesarias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de constante alusión a la guillotina. Los hechos han de seguir fatalmente a las palabras frenéticas. Así se inicia la desenfrenada carrera, en la que nadie se atreve a quedar atrás en la persecución de la aureola popular. Siguiendo la ley irresistible de la gravitación, viene una ejecución tras la otra; lo que empezó como juego sangriento de palabras, se convierte en puja feroz de cabezas humanas. Se hacen así miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por pasión, y mucho menos por energía, sino simplemente por indecisión de los políticos, de los hombres de partido, que carecen de valor para resistir al pueblo; por cobardía, en último término. Por desgracia, no es siempre la Historia, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía humana. Y la política no es, como se quiere hacer creer a todo trance, guía de la opinión pública, sino inclinación humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos han creado e influenciado. Así nacen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de una superexcitación de las pasiones nacionales; y así también los crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana. Si, pues, José Fouché llega a ser en Lyon el verdugo de las masas, no será por pasión republicana (no conoce él ninguna pasión), sino únicamente por miedo de caer en desgracia como moderado. Pero no deciden en la Historia los pensamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces contra la expresión del mitrailleur de Lyon, quedará ya estigmatizado como tal. Y ni la capa ducal podrá ocultar las huellas de sangre de sus manos.
El 7 de noviembre llega Collot d’Herbois a Lyon y el 10 llega José Fouché. Inician sus trabajos inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia ponen en escena, entre el excómico y el exsacerdote, una breve comedia satánica que constituye tal vez la más cínica y provocativa de la revolución francesa: una especie de misa negra en pleno día. Los funerales por el mártir de la Libertad, Chalier, sirven de pretexto para esta desenfrenada orgía ateísta. Como preludio, a las ocho de la mañana se arrancan de las iglesias las últimas insignias religiosas; los crucifijos caen de los altares; se las despoja de pafíos y casullas. Se organiza después una procesión imponente por toda la ciudad hacia la plaza de Terraux. Cuatro jacobinos llegados de París llevan en una litera, cubierta con tapices tricolores, el busto de Chalier materialmente cubierto de flores. Al lado, una urna con sus cenizas y, en una pequeña jaula, una paloma que consoló, según se dice, al mártir en la prisión. Solemnes y graves caminan detrás de la litera los tres procónsules, en servicio del culto nuevo que debe mostrar al pueblo de Lyon pomposamente la deidad del mártir de la Libertad, Chalier, el dieu sauveur mort pour eux. Pero esta ceremonia patética, de por sí ya desagradable, se rebaja aún con otros estúpidos excesos del peor gusto: una horda estrepitosa arrastra, en triunfo, entre danzas salvajes, cálices, custodias e imágenes de santos; detrás trota un burro, al que han puesto artísticamente sobre las orejas una mitra cardenalicia y que lleva atado al rabo un crucifijo y una Biblia. ¡Así se arrastra el Evangelio, para risa de la chusma alborotada, colgado de la cola de un pobre asno, por el lodo de la calle!
El son de trompetas marciales ordena alto. En la gran Plaza, donde se ha erigido un altar de ramaje, se coloca solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los tres representantes del pueblo se inclinan respetuosamente ante el nuevo santo.
Primeramente perora Collot d’Herbois con la rutina del actor; luego habla Fouché. Quien supo callar tan tenazmente en la Convención, ha recobrado de pronto su voz y lanza su declaración desmesurada sobre el busto de yeso: «Chalier, Chalier, no existes ya. Los asesinos te han inmolado a ti, mártir de la Libertad; pero sus propias sangres serán el único sacrificio capaz de apaciguar tu espíritu airado. ¡Chalier! ¡Chalier! Juramos ante tu efigie vengar tu martirio; sangre de aristócratas te servirá de incienso». El tercer delegado del pueblo, menos elocuente que el futuro aristócrata, que el futuro Duque de Otranto, besa la frente del busto y grita estentóreamente en medio de la Plaza: «¡Muerte a los aristócratas!»
Después del triple homenaje se hace una gran hoguera. Muy serio ve el hace poco aún tonsurado José Fouché, con sus dos colegas, como es desatado el Evangelio del rabo del burro y echado al fuego, convirtiéndose en humo en medio de las llamas que devoran pafíos de iglesia, misales, hostias e imágenes santas. Luego se hace beber al infeliz cuadrúpedo en un cáliz consagrado como premio a sus servicios, y, como final de acto de tan pésimo gusto, los cuatro jacobinos llevan a hombros el busto de Chalier a la iglesia, donde es colocado solemnemente en el lugar del Cristo derribado. Para eterna memoria del solemne festejo, se acuña, en los días sucesivos, una moneda conmemorativa, de la que no se encuentran ejemplares, tal vez porque el que fue después Duque de Otranto adquirió todas las existencias y las hizo desaparecer, lo mismo que los libros que describían demasiado claramente las ferocidades brutales de su época ultrajacobina y ateísta. Tenía él buena memoria; pero no quería, sin duda, que los demás pudieran recordarle la misa negra de Lyon y todos los demás excesos: hubiera sido demasiado violento y desagradable para Son Excellence Monseígneur le Sénateur Ministre de un cristianísimo rey.
Por repugnante que sea este primer día de José Fouché en Lyon, no hay, sin embargo, en él más que farsa y mascarada banal: aún no ha corrido la sangre. Pero al día siguiente se recluyen los cónsules inaccesibles en una casa apartada, guardada por centinelas armados, defendida de intrusos, con la puerta simbólicamente cerrada a toda clemencia, a todo ruego, a toda tolerancia. Se constituye un tribunal revolucionario, y de l a tremenda noche de San Bartolomé que preparan estos monarcas del pueblo que se llaman Fouché y Collot puede darnos una idea la carta que dirigen a la Convención:
«Cumplimos -escriben- nuestra misión con la energía de republicanos puros y no descenderemos de la altura en que nos ha colocado el pueblo para ocuparnos de los miserables intereses de unas cuantas personas más o menos culpables. Hemos apartado a todo el mundo de nosotros porque no tenemos tiempo que perder ni favores que otorgar. Sólo tenemos presente a la República, que nos ordena una acción ejemplar, una lección diáfana y evidente. No oímos sino el grito del pueblo que pide venganza por la sangre vertida de los patriotas, venganza rápida y tremenda, para que la Humanidad no vuelva a verla correr. Convencidos de que en esta ciudad infame no hay más inocentes que los oprimidos por los asesinos, los encerrados por ellos en los calabozos, mantenemos nuestra desconfianza ante las lágrimas del arrepentimiento. Nada podrá desarmar nuestra severidad. Hemos de confesarlo, colegas ciudadanos: consideramos la benevolencia como debilidad peligrosa, apropiada tan sólo para volver a encender esperanzas criminales en el momento preciso en que hay que apagarlas para siempre. Tratar a un sólo individuo con benevolencia nos obligaría a seguir la misma conducta con todos, haciendo con ello ineficaz el éxito de nuestra justicia. Se trabaja demasiado despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requiere medios mas rápidos, como la explosión de las minas, la acción devastadora de las llamas… Medios que pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe ser considerada como la de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempestad».
La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, terrible, rueda pronto por toda Francia. De madrugada son sacados sesenta jóvenes de la prisión, atados de dos en dos. No se los lleva a la guillotina, que, según las palabras de Fouché, trabaja «demasiado despacio», sino afuera, al llano de Brotteaux, al otro lado del Rodano. Dos fosas paralelas, cavadas deprisa, dejan prever ya a las víctimas su suerte. Los cañones, colocados a diez pasos de ellos, indican siniestramente el método de la matanza colectiva. Se amontona y ata a los indefensos en un pelotón de desesperación humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y resiste inútilmente. Una voz de mando y las bocas de los cañones, tan próximas que el aliento las roza, truenan mortíferas, vomitando plomo sobre la masa humana, sacudida por el miedo. La primera descarga no acaba con todas las víctimas: a algunas sólo les ha sido arrancado un brazo o una pierna, otras enseñan los intestinos y aún queda alguna ilesa. Y mientras la sangre fluye en fuentes a las fosas, se oye una nueva orden y carga la caballería con sables y pistolas sobre los que quedan, entrando a tiro y sablazos en medio de este rebaño humano que se estremece, gime y grita, sin poder huir, hasta que se acaba la última voz agonizante. Como premio por la matanza, se les permite a los verdugos despojar a los sesenta cadáveres aún calientes, de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y destrozados en las fosas.
Esta es la primera de las célebres mitraíllades de José Fouché, del que más tarde fue ministro de un cristianísimo rey, que se muestra orgulloso de su obra a la mañana siguiente en una encendida proclama: «Los representantes del pueblo proseguirán fríamente la misión a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de su venganza y no ha de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la Libertad. No les importará pasar sobre hileras interminables de tumbas de conspiradores para llegar, a través de ruinas, a la felicidad de la nación y a la renovación del mundo». Aún el mismo día se confirma criminalmente este triste «valor» por los cañones de Brotteaux, y en un rebaño humano aún más numeroso. Esta vez son doscientas diez las víctimas conducidas, con las manos atadas a la espalda, y tendidas a los pocos minutos por el plomo de la metralla y por las descargas de la infantería. La operación es la misma que la primera vez, sólo que se facilita la incómoda tarea a los verdugos no obligándolos, tras la penosa matanza, a ser además los sepultureros de sus víctimas. ¿A qué abrir tumbas para estos malvados? Se les quitan los zapatos ensangrentados de los pies rígidos y se arrojan sencillamente los cadáveres desnudos, palpitantes algunos, a las aguas movidas del Ródano, que les sirven de tumba.
Pero aún pretende Fouché velar este horror, cuyo vaho repugnante se extiende por todo el país, con la capa apaciguadora de palabras de himno. Que el Rodano se envenene con estos cadáveres desnudos le parece un acto político de alabanza, porque llegaran flotando a Tolón, prestando allí testimonio palpable de la venganza republicana inflexible y tremenda.
«Es necesario -escribe- que los cadáveres ensangrentados que hemos arrojado al Rodano naveguen a lo largo de sus orillas y lleguen a su desembocadura en el infame Tolón, para que intensifiquen ante los ojos de los cobardes y crueles ingleses la impresión de horror y la sensación del poder del pueblo.» En Lyon, claro está, ya no es necesaria una intensificación tal, pues las ejecuciones y las matanzas se siguen sin interrupción. Para celebrar la conquista de Tolón, que acoge Fouché con «lágrimas de alegría», arrastra «doscientos rebeldes ante los cañones». Inútiles son todos los llamamientos a la clemencia. Dos mujeres que habían implorado compasión excesiva por la libertad de sus maridos ante el tribunal de sangre, son atadas al lado de la guillotina. Nadie puede llegar ni a las cercanías de la casa de los delegados para pedir moderación. Pero tanto como las detonaciones de los fusiles, truenan las palabras de los procónsules: «Sí, nos atrevemos a decirlo, hemos vertido mucha sangre impura; pero únicamente por humanidad y por deber… No dejaremos el rayo que habéis puesto en nuestras manos hasta que no lo manifestéis por vuestra voluntad. Hasta entonces seguiremos sin interrupción la lucha contra nuestros enemigos de la manera más radical, terrible y rápida, hasta aniquilarlos».
Mil seiscientas ejecuciones en pocas semanas dan fe de que, por una vez, José Fouché dijo la verdad.
Con la organización de estas carnicerías y las comunicaciones llenas de alabanza propia, no olvidan José Fouché y sus colegas otro triste encargo de la Convención; ya el primer día hicieron llegar a París la queja de que la demolición ordenada se llevaba a cabo, bajo su antecesor, «demasiado despacio». «Ahora -escriben- las minas aligerarán la obra de destrucción. Ya han comenzado a trabajar los zapadores y dentro de dos días volaran los edificios de Bellecour.» Estas fachadas célebres, comenzadas bajo Luis XIV, obras de un discípulo de Mansard, por ser las más bellas, fueron las primeras condena das a la demolición. Con brutalidad son expulsados los moradores de esta fila de casas y se da ocupación a centenares de hombres y mujeres sin trabajo, que en unas semanas de insensato derribo destruyen las magníficas obras de arte. La desdichada ciudad está llena de suspiros y quejas, de cañonazos y de muros que se derrumban; mientras que el comité de justice se dedica a tumbar hombres y el comité de démolition a derribar casas, lleva a cabo el comité des substances una implacable requisa de víveres, telas y objetos de arte. Se hacen los registros casa por casa, desde el sótano hasta el tejado, en busca de personas escondidas y de joyas; nada se libra del terror de Fouché y Collot, los dos hombres que, invisibles e infranqueables, protegidos por centinelas, viven ocultos en una casa inaccesible. Se han demolido los palacios más bellos; están medio vacías las cárceles -aunque vuelvan a llenarse constantemente-, saqueados los comercios, regados con la sangre de mil personas los prados de Brotteaux. Es entonces cuando deciden, al fin, algunos ciudadanos arriesgados (aunque su decisión pueda costarles la cabeza) acudir a París y presentar a la Convención una solicitud para pedir que la ciudad no quede totalmente arrasada. Naturalmente, el texto de la súplica es muy cauto. No falta el tono marcial en él ni la inclinación cobarde ante el decreto destructor, «que parece dictado por el genio del Senado romano»; pero luego ruegan «perdón por el franco arrepentimiento, para la debilidad coaccionada; perdón -nos atrevemos a decirlo- para los inocentes a quienes se ha desconocido».
Pero los cónsules han sido informados a tiempo de la denuncia sigilosa, y Collot d’Herbois, por ser el mas elocuente de los dos, vuela a París en posta acelerada para parar el golpe. Al día siguiente tiene la osadía, en la Convención y ante los jacobinos, de defender la matanza colectiva como una forma de «humanidad». «Queríamos -dice- librar al mundo del espectáculo tremendo de ejecuciones constantes, ininterrumpidas.» Por eso acordaron los comisarios aniquilar en un mismo día y de una vez a todos los condenados y traidores, debiendo buscarse el origen de este propósito en una véritable sensibilité.
Ante los jacobinos se entusiasma con mayor fervor aún por el nuevo sistema «humanitario». «Sí, hemos tumbado doscientos condenados con una sola descarga, y esto es lo que se nos reprocha. ¡Pero esto es, en realidad, un acto de moderación! Si se arrastra a la guillotina a veinte condenados, puede decirse que mueren los últimos veinte veces. Con nuestro sistema caen veinte traidores de una vez.» Y, efectivamente, estas frases gastadas, sacadas precipitadamente del tintero sangriento de la jerga revolucionaria, hacen su efecto: la Convención y los jacobinos aprueban las declaraciones de Collot y dan con el lo a los procónsules plenos poderes para continuar las ejecuciones. El mismo día celebra París la inhumación de Chalier en el Panteón -un honor que hasta entonces sólo se había concedido a Juan Jacobo Rousseau y a Marat -, y su concubina recibe, como la de Marat, una pensión. Oficialmente es declarado así el mártir santo nacional y con ello tácitamente aprobada, como justa venganza, toda violencia por parte de Fouché y de Collot.
Sin embargo, cierta incertidumbre se apodera de éstos, pues la situación empieza a ser peligrosa en la Convención, en la que se vacila entre Danton y Robespierre, entre la moderación y el terror. Hay, pues, que obrar con cautela, y para ello deciden los dos repartirse los papeles: Collot d’Herbois se queda en París para vigilar la opinión en los comités y en la Convención, para rechazar de antemano un posible ataque con la vehemencia brutal de su elocuencia, dejando confiada la prosecución de las matanzas a la «energía» de Fouché. No debemos olvidar que durante aquella época fue José Fouché señor único y omnipotente, pues de manera hábil intentará luego cargar sobre su colega -de espíritu mas abierto – todas las violencias cometidas. Los hechos demuestran que en la época en que Fouché manda solo, no trabaja menos mortíferamente la guadaña.
Cincuenta y cuatro, sesenta, cien personas por día caen durante la ausencia de Collot. Y se sigue derribando muros, saqueando las casas y vaciando las cárceles con las continuas ejecuciones. Y aún alardea José Fouché y encomia sus hazañas con sanguinario entusiasmo: «Si las sentencias de este tribunal infunden pavor a los delincuentes, en cambio tranquilizan y consuelan al pueblo, que les presta oído y las aprueba. Se cree de nosotros, sin razón para ello, que hemos concedido, en alguna ocasión, a un culpable el honor del indulto: ¡y ni uno sólo hemos concedido!»
Pero ¿que sucede … ? Fouché cambia repentinamente de tono. Con su fino olfato presiente que en la Convención van a soplar los vientos de un cambio brusco. Hace algún tiempo que no responde el mismo eco a la charanga estridente de sus ejecuciones. Sus amigos jacobinos, sus correligionarios ateístas Hébert, Chaumette, Ronsin, han enmudecido de pronto… y para siempre, pues oprime sus gargantas inesperadamente la garra implacable de Robespierre. Con hábiles cambios de postura, pasando del campo de los enardecidos al campo de los tibios, inclinándose a la derecha o a la izquierda, ha saltado repentinamente desde la sombra sobre los ultrarradicales este tigre de la moralidad. Ha conseguido que Carrier, que ahogaba en Nantes a sus víctimas con esa misma meticulosidad con que Fouché fusilaba a las suyas en Lyon, fuera citado ante la Asamblea para rendir cuentas; ha arrastrado a la guillotina, por medio de Saint-Just, en Estrasburgo, al feroz Eulogio Schneider; ha calificado oficialmente los espectáculos ateístas populares, como los celebrados por Fouché en Lyon, de verdaderas estupideces y los ha suprimido en París. Y, como siempre, los diputados obedecen temerosos a su gesto.
A Fouché le sobrecoge el temor de siempre: el temor de no estar con la mayoría. Los terroristas han caído en desgracia, ¿a qué, pues, seguir en sus filas? Lo mejor será pasar pronto a los moderados con Danton y Desmoulins, que piden un «tribunal de indulgencia»; desplegar sin tardanza la capa para que la hinche de nuevo el viento. Bruscamente, el 6 de febrero, manda suspender las mitraillades, y sólo la guillotina (de la que decía en sus libelos que trabajaba demasiado despacio) sigue cortando vacilante, dos o tres cabezas miserables por día. Verdaderamente una pequeñez, comparado con las antiguas fiestas nacionales sobre el llano de Brotteaux. En cambio, inicia con toda su energía un ataque repentino contra los radicales, contra los organizadores de sus fiestas y ejecutores de sus órdenes. Del Saulo revolucionario surge de pronto un humano San Pablo.
Rotundamente se pasa al lado contrario. Califica a los amigos de Chalier de «anarquistas y rebeldes»; disuelve bruscamente una o dos docenas de comités revolucionarios, y sucede algo muy extraordinario: los habitantes de Lyon, amedrentados, mortalmente asustados, ven de pronto en el héroe de las mitraillades , en Fouché, a su salvador. Los revolucionarios de Lyon, en cambio, escriben, una tras otra, cartas enfurecidas en las que le culpan de flojedad, de traición y de «opresión de los patriotas».
Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno día al campo contrario, estas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouché en la lucha, de la que sólo así ha podido salir con vida. Ha hecho juego doble. Y si le acusan ahora en París de benevolencia exagerada, puede señalar las mil tumbas y las fachadas demolidas de Lyon. Si le acusan, por otra parte, como sanguinario, puede apoyarse en las acusaciones de los jacobinos que le culpan de su «moderación exagerada». Según sople el viento, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierdo una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salvador de Lyon. Y, efectivamente, con este truco hábil de prestidigitador consigue más tarde echar toda la responsabilidad de las matanzas sobre su colega, mas franco y mas recto, sobre Collot Dherbois. Pero no a todos consigue engañar así: inflexible, vela en París Robespierre, el enemigo que no le perdona el haber suplantado a su amigo Couthon en Lyon. Desde la Convención había observado Robespierre la duplicidad de este hombre, y persigue incorruptible todas sus vueltas y giros, aunque Fouché quiera agazaparse deprisa ante la tempestad. Y la desconfianza tiene en Robespierre garras de hierro: de ella no se libra nadie. El 22 de Germinal logra que el Comité de Salud pública expida un decreto amenazante para Fouché, en el que se le obliga a presentarse inmediatamente en París para justificar los acontecimientos de Lyon. El que sentenció cruelmente durante tres meses tiene, a su vez, que aparecer ahora ante el tribunal.
Ante el tribunal, ¿por qué? ¿Porque hizo degollar cruelmente en tres meses a dos mil franceses, como colega de Carrier y de los otros verdugos colectivos? Pero aquí surge y se pone en evidencia la genialidad de esta última maniobra, cínica y descarada, de Fouché: no, no tiene que justificarse por haber oprimido la societé populaire radical, ni por haber perseguido a los patriotas jacobinos. El mitrailleur de Lyon, el verdugo de dos mil víctimas, está acusado -inolvidable farsa de la Historia- de la falta más noble que conoce la humanidad: de piedad excesiva.
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