LAS RATAS.

«Hoy recogí en la escalera un gatito amarillento, muy feo y en estado lamentable. Ya hecho un ovillo sobre una silla a mi lado, parece completamente feliz y no pide nada más. Lejos de manifestarse salvaje, no ha querido divertirse sin mi presencia, y me seguía de pieza en pieza mientras yo iba y venía. No encuentro nada de comer en la casa; pero le doy lo que tengo, a saber: una mirada y algunas caricias; esto le basta, cuando menos por ahora. Para los animales y para los niños mientras son pequeños, para esas vidas que apenas se abren, lo único que importa es la protección y la dulzura. P. me decía que todos los seres débiles se sienten bien cerca de mí. Esto se debe seguramente a mi influencia particular, de nodriza, a una especie de fuerza benéfica que emana de mí cuando me hallo en estado simpático. Tengo la percepción directa de esta fuerza, pero no me enorgullezco de ella en manera alguna, no me la apropio, sé que es un don. Nada falta para que los pájaros aniden en mi barba como en los birretes de los santos de las catedrales. En el fondo, éste es el estado natural y la relación verdadera del hombre con las criaturas inferiores. Si el hombre fuera conforme a su tipo, le adorarían los animales, pero es únicamente su tirano caprichoso y sanguinario. La leyenda de San Francisco de Asís no es tan legendaria como se cree, y no está probado aún que los animales feroces hayan sido los primeros en atacar al hombre. Pero no exageremos y apartemos nuestras consideraciones de los animales de presa, carnívoros y rapaces. ¡Cuántas especies de animales, por millares y decenas de millares, sólo piden la paz, y nosotros sólo queremos con ellos la guerra brutal! Nuestra raza es la más destructora y maléfica, la más temible de las especies del planeta; hasta inventó para su uso el derecho del más fuerte, un derecho divino que le pone la conciencia en reposo con los vencidos y con los aplastados; dejó fuera del derecho todo lo que tiene vida, excepto ella misma. ¡Irritante y manifiesto abuso, insigne e indigno atentado a la justicia, acto de mala fe y de hipocresía que renuevan en pequeños todos los usurpadores afortunados! Para legalizar de algún modo esas iniquidades se complica a Dios en el procedimiento. Los Te Deum son el bautismo de todas las carnicerías logradas, y los cleros han tenido bendiciones para todos los escándalos victoriosos. Esto se aplica de pueblo a pueblo y de hombre a hombre, porque comenzó del hombre al animal. Hay ahí una expiación que no se ha notado, pero que es muy justa. Todo crimen se paga, y la justicia recomienza en la humanidad los sufrimientos impuestos brutalmente por el hombre a los demás seres vivientes. La teoría da sus frutos. El derecho del hombre sobre el animal creo que cesa con la necesidad de defensa y de subsistencia. Así, el asesinato y la  tortura innecesarios son cobardías y hasta crímenes. Un servicio de utilidad impuesto al animal impone al hombre un derecho de protección y de bondad. En una palabra, el animal tiene derechos sobre el hombre y éste tiene deberes hacia el animal. El budismo exagera seguramente esta verdad, pero los occidentales la desconocen. Un día vendrá en que la virtud de humanidad sea más exigente que ahora. Homo homini lupus, dice Hobbes. Alguna vez el hombre será humano para el lobo: homo lupo homo.»

HENRI-FRÉDÉRIC AMIEL, escritor y filósofo suizo (1821-1881). Diario íntimo. 6 de octubre de 1866.

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El pasado 10 de diciembre, el diario francés Le Parisien, publicaba un artículo que abordaba el grave problema que supone la proliferación de ratas en los parques públicos de París. Unos días más tarde, la psicóloga infantil Jo Benchetrit iniciaba una campaña de oposición a la desratización anunciada por el ayuntamiento, con el resultado de más de 20.000 firmas recogidas.

El amor que muchos profesamos por la naturaleza y los animales, nos fuerza a detenernos, hacer una reflexión en voz alta y cuestionarnos dónde están los límites del valor de la propia especie en relación con las demás y quién y por qué habría de querer minusvalorarnos hasta el punto de poner en peligro nuestras vidas en favor de las de otras variedades animales.

Cierto es que la capacidad de razonamiento de los humanos, nos ha colocado a la cabeza de las especies del planeta. Cierto también que ese liderazgo, conlleva una responsabilidad que pocas veces demostramos comprender.

Sin ser los más veloces, ni los más ágiles, sin tener la capacidad de volar ni la de respirar bajo el agua, hemos conseguido romper nuestras limitaciones como ningún otro animal en el mundo, hasta el punto de dominar tierra, mar y aire, lo que a mi modo de ver, nos ha dado la falsa sensación de ser los dueños de un planeta al que realmente le pertenecemos y ante cuyas leyes, por mucha fantasía que pongamos en el empeño, no hay ley humana que venza.

Con nuestro conocimiento podemos atisbar el equilibrio al que todo lo que existe tiende y podemos maquinar mil maneras de romperlo en un “beneficio propio” pésimamente entendido si consideramos falsamente que lo que no nos afecta personalmente, no nos afectará tampoco como especie.

Como falsos reyes de la naturaleza, hemos perpetrado y perpetramos las mayores atrocidades sobre nuestro planeta sin que parezcamos entender, salvo cuando la desgracia llama a nuestra propia puerta, que el planeta, nos devuelve una a una todas nuestras mezquindades.

Desde nuestro modesto conocimiento de todo lo que existe, sí parecemos intuir que la defensa de las especies debe tener un fin último e imprescindible: la defensa del equilibrio natural, pero no de un equilibrio natural cualquiera, sino de uno en el que la raza humana pueda ver garantizada su supervivencia y su bienestar, dado que a nuestra tierra, poco le importa si una especie sobrevive o desaparece, pues sus leyes enseguida compensan la carencia con una fuerza igual y de sentido contrario, nos beneficie o no a los humanos.

Es en este sentido que llama poderosamente la atención la defensa vehemente de algunos ciudadanos en pro del desequilibrio natural, apelando a unos derechos de los animales que los propios animales ignoran y que parecen relegar a un segundo plano los derechos humanos, como si pudiéramos dar ya por hecho que estos se cumplen con rigor a todo lo largo y ancho del planeta.

Es curiosa, asimismo, la proliferación de noticias sobre maltrato animal que, no sé si intencionadamente o no, centran nuestra atención en la mala vida que algunos dueños de animales dan a sus mascotas, ocupando un espacio que parece haber sido definitivamente usurpado a las noticias sobre las pésimas condiciones de vida que muchos seres humanos, congéneres nuestros, hombres y mujeres de nuestra misma especie, sufren a diario.

Salir a la calle y ver a un hombre durmiendo en el refugio caliente que por una noche le ofrece un cajero automático puede que no sea noticia, pero debería oprimir el corazón de cualquier transeúnte sensible y esto no debe entenderse en modo alguno incompatible con la compasión que puede suscitar un perro callejero.

Hace pensar si no se empieza a asumir como norma aquella frase atribuida al filósofo Diógenes: “Mientras más conozco a los hombres más quiero a mi perro”, o si las fuerzas de desactivación de la lucha por los derechos humanos, no estarán usando, también aquí, el truco fácil de apelar a la ternura que algunos animales producen para desviar la mirada del activista y generar nuevos puntos de enfrentamiento y división que son los que en realidad sirven de cómodo colchón sobre el que descansa plácidamente el sistema.

No entiendo pero respeto la ternura que a Jo Benchetrit y a los 20.000 firmantes de su solicitud pueden producir las ratas pero, en este caso, su defensa parece razonablemente menos importante que la salud de los parisinos. Evitar las múltiples enfermedades, algunas muy graves, que las ratas y sus heces pueden transmitir, y afrontar responsablemente el desequilibrio que parece haberse generado en el ecosistema de las alcantarillas de la capital francesa, no es compatible con la defensa de un derecho animal que, en este caso, debe ser considerado secundario.

Por si este argumento no fuera suficientemente convincente, me permito enlazar con esta noticia: “Terror en Sudáfrica por la Rata Gigante

Por muy bello que sea el tigre, para él, sólo somos un posible banquete, y probablemente su compasión, sea una variable dependiente exclusivamente de su nivel de apetito y de ningún otro condicionamiento más.  Las leyes de la naturaleza son crueles, pero a ellas estamos sometidos sin remedio. Conocerlas es la mejor manera de cuidar nuestro entorno y de asumir el correcto papel que como especie nos toca representar.