En la vida de las sociedades se presentan épocas en que la Revolución se vuelve una necesidad imperiosa y se impone de un modo absoluto. Ideas nuevas que germinan por doquier tratan de salir a la luz, de buscar una aplicación en la vida; pero se estrellan continuamente contra la fuerza de inercia de los que tienen interés en mantener el antiguo régimen; se ahogan en la atmósfera sofocante de los viejos prejuicios y de las tradiciones.
Las ideas recibidas sobre la constitución de los Estados, sobre las leyes de equilibrio social, sobre las relaciones políticas y económicas de los ciudadanos entre sí, no resisten ya la crítica severa que las zarandea constantemente tanto en el salón como en la taberna, tanto en las obras del filósofo como en la conversación diaria. Las instituciones políticas, económicas y sociales se derrumban, convirtiéndose en edificio inhabitable que molesta e impide el desarrollo de los gérmenes que se producen en sus muros agrietados y nacen en su derredor.
Una necesidad de vida nueva se hace sentir. El código de moralidad establecido, el código que gobierna a la mayor parte de los hombres en su vida normal no parece ya suficiente. Se va dando cuenta de que lo que ayer se consideraba una cosa equitativa no es sino una irritante injusticia: la moralidad de ayer es reconocida hoy como una inmoralidad insufrible. El conflicto entre las ideas nuevas y las viejas tradiciones estalla en todas las clases de la sociedad, en todos los medios, hasta en el seno de la familia. El hijo entra en lucha contra su padre, y encuentra escandalosos lo que su padre durante toda su vida juzgó muy natural; la hija se rebela contra los principios que su madre le transmite como fruto de una larga experiencia.
La conciencia popular se insurrecciona cada día contra los escándalos que se producen en el seno de la clase de los privilegiados y de los ociosos, contra los crímenes que se cometen en nombre del derecho del más fuerte o para perpetuar los privilegios. Aquellos que desean el triunfo de la justicia, aquellos que quieren poner en práctica las ideas nuevas se ven obligados a reconocer que la realización de sus ideas generosas, humanitarias, regeneradoras no puede verificarse en una sociedad como la constituida actualmente; comprenden la necesidad de una tormenta revolucionaria que barra toda esta putrefacción, vivifique con su soplo los corazones entorpecidos y lleve a la humanidad a la abnegación y al heroísmo sin los cuales una sociedad se envilece, se degrada y se descompone.
En las épocas de competencia desenfrenada hacia el enriquecimiento, de especulaciones febriles y de crisis, de repentino derrumbamiento de grandes industrias y de efímera expansión de otras ramas de producción, de caudalosas fortunas amontonadas en pocos años y disipadas del mismo modo, se concibe que las instituciones que presiden a la producción y al cambio están bien lejos de garantizar a la sociedad el bienestar que pretenden garantizarle; ya se va observando que dan precisamente un resultado contrario. Engendran, en vez del orden, el caos; en vez del bienestar, la miseria, la inseguridad del mañana; en vez de la armonía de los intereses, la guerra, una guerra perpetua del explotador contra los productores y de éstos entre sí. Se ve a la sociedad dividirse cada día más en dos campos hostiles y subdividirse al mismo tiempo en millares de pequeños grupos que se hacen una guerra encarnizada. Cansada de estas guerras, fatigada por las miserias que éstas engendran, la sociedad se lanza en busca de una nueva organización y pide a gritos un cambio completo del régimen de propiedad, de la producción, del cambio y de todas las relaciones económicas que son su secuela.
La máquina gubernamental, encargada de mantener el orden existente, funciona todavía. Pero a cada vuelta que da su engranaje se deprime, se desvía y se para. Su funcionamiento se hace cada día más difícil; el descontento provocado por sus defectos va siempre creciendo. A cada momento surgen nuevas exigencias. “Reformad esto, reformad aquello”, gritan por todos lados. “Guerra, finanzas, impuestos, tribunales, policía, todo debe ser retocado, reorganizado, establecido sobre nuevas bases”, dicen los reformadores. Y, sin embargo, todos comprenden que es imposible rehacer, retocar cualquiera de estas cosas; porque todo está ligado: habría que rehacerlo todo a la vez y ¿cómo rehacer algo cuando la sociedad queda dividida en dos campos abiertamente hostiles? Satisfacer a los descontentos sería crear otros tantos nuevos disgustados.
Incapaces de internarse en la vía de las reformas, puesto que sería encaminarse a la revolución, y al mismo tiempo demasiado impotentes para arrojarse con franqueza en la reacción, los gobiernos se limitan a aportar paliativos que no satisfacen a nadie y no hacen más que suscitar nuevos descontentos. Las medianías que se encargan en esas épocas transitorias de dirigir el barco gubernamental no sueñan, por otra parte, sino en una sola cosa: enriquecerse en vista del desastre próximo. Atacados por todos lados, se defienden torpemente; titubean, cometen torpeza tras torpeza, y bien pronto concluyen por romper la última tabla de salvación, ahogando el prestigio gubernamental en el ridículo de su propia incapacidad.
En estas épocas, la revolución se impone. Resulta una necesidad social. La situación es puramente revolucionaria.
Cuando estudiamos en nuestros mejores historiadores la génesis y desarrollo de los grandes sacudimientos revolucionarios, encontramos generalmente bajo el siguiente título: “Las causas de la Revolución”, un cuadro sorprendente de la situación en la víspera de los acontecimientos. La miseria del pueblo, la inseguridad general, las medidas vejatorias del gobierno, los escándalos odiosos que muestran los grandes vicios de la sociedad, las ideas nuevas que tratan de abrirse camino y tropiezan contra los secuaces del antiguo régimen; nada falta a dicho cuadro. Al contemplarlo, se llega a la convicción de que la revolución era, en efecto, inevitable; que no quedaba otra salida que la vía de los hechos insurreccionales.
Tomemos por ejemplo al situación antes de 1789, tal cual nos la dan a conocer los historiadores. Creéis oír al campesino quejarse de la gabela, del diezmo, de los impuestos feudales, y abrigar en su corazón un odio implacable al señor, al monje, al acaparador, al intendente. Os parece ver a los burgueses quejarse por haber perdido sus amplias prerrogativas, y abrumar al rey bajo el peso de sus maldiciones. Oís al pueblo criticar a la reina, rebelarse a la relación que hacen los ministros, y por todos lados oís decir que los impuestos son intolerables y los diezmos, exorbitantes; que las cosechas son malas y el invierno demasiado riguroso; que los víveres son carísimos y los acaparadores demasiado voraces; que los abogados del villorrio devoran la cosecha del campesino y que el guardabosque quiere meterse a señorón; que el correo está mal organizado y que los empleados son una turba de haraganes: En una palabra: nada anda bien, todos se quejan. “Esto no puede durar así, esto concluirá mal”, se dice por todos lados.
Pero entre estos raciocinios pacíficos y la insurrección existe un abismo profundo, un abismo que separa, en la mayor parte de la humanidad, el raciocinio del acto, el pensamiento de la voluntad, de la necesidad de obrar. ¿Cómo ha sido franqueado ese abismo? ¿Cómo esos hombres, que ayer aún se quejaban temerosamente de su suerte, fumando con tranquilidad su pipa, y que, momentos después, saludaban con suma humildad a ese mismo guardabosque del cual acaban de hablar, cómo, digo, unos días más tarde, esos mismos hombres han podido agarrar su guadaña y sus picos e irse a atacar en su propio castillo al señor, al señor que ayer les inspiraba terror? ¿Por qué esos hombres a los que sus mujeres trataban con razón de cobardes han podido transformarse en héroes que corren, bajo lluvia de balas y metralla, a la conquista de sus derechos? ¿Cómo esas palabras, tantas veces proferidas y que se repetían en el aire como el vago sonido de las campanas, cómo esas palabras han podido por fin traducirse en actos?
Fácil es la contestación. Es a la acción continua, siempre renovada, de las minorías a las que se debe esta transformación. El valor, la abnegación, el espíritu de sacrificio, son tan contagiosos como la cobardía, la sumisión y el pánico.
¿Qué formas tomará la agitación? La agitación tomará todas las formas: y serán tan variadas como las circunstancias que las impulsan. Ora lúgubre, ora satírica, pero siempre audaz; ora colectiva, ora simplemente individual, la agitación no despreciará ninguno de los medios a su alcance, ninguna circunstancia de la vida pública para mantener siempre el espíritu despierto, para propagar y formular el descontento, para excitar el odio contra los explotadores, ridiculizar a los gobernantes, demostrar la debilidad de las autoridades y, más que todo y ante todo, para despertar la audacia y el espíritu de rebeldía, predicando con el ejemplo.
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PIOTR KROPOTKIN, Palabras de un rebelde (1.885). Edhasa, 2001. Traducción de David León Gómez. [MLD, 03/06/2009] – Filosofía Digital 2.009