CARTAS SOBRE LA EDUCACIÓN ESTÉTICA DEL HOMBRE, de Friedrich Schiller (1795). “Es por la belleza que uno va hacia la libertad”

Cartas sobre la educación estética del hombre

 

Amistades literarias. Goethe y Schiller

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«Una potencia superior hizo posible mi unión con Schiller», escribió Goethe a Eckermann. Schiller, por su parte, afirmó: «ante la excelencia no cabe más que el amor».

La amistad entre Goethe y Schiller fue una de las más fecundas de la historia literaria. Goethe, el genio del romanticismo alemán por excelencia, autor de Las penas del joven Werther, nació en 1749. Schiller era diez años menor pero ya famoso por su primera tragedia Los bandidos. La gran valía intelectual y el enorme genio de ambos sumado a un respeto mutuo hizo que su amistad se consolidara.

En Weimar, ciudad en la que vivía Goethe, y a la que se acabó trasladando Schiller, hay unas estatuas que conmemoran esa amistad.

De la colaboración de ambos surgieron obras magníficas como Wallenstein y La doncella de Orleans de Schiller, o Wilhelm Meister y Hermann y Dorothea, de Goethe, y las revistas Die Horen, Musen-Almanach y Propyläen, así como la escritura de epigramas.

Como artistas, Schiller era temperamental, impetuoso pero eso no le impedía admitir el genio superior de Goethe, aunque le molestaba el carácter impertinente de este. En cambio a Goethe no le agradaban las salidas de tono de Schiller, hasta que se conocieron personalmente. Se dieron cuenta de que sus personalidades y su genio eran complementarios, de modo que lo fragmentario e indiscreto se sumó a la ponderación.

Su amistad los unió en diversos proyectos: se criticaban mutuamente las obras que escribía, Schiller le pedía que señalara los defectos de sus dramas, Goethe le envió su obra Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, que Schiller le devolvió minuciosamente comentada.

Ambos, como acaece a los sabios, eran conscientes de sus límites: “No cuente usted hallar en mi abundancia de ideas; eso es, por el contrario, lo que yo puedo encontrar en usted. La necesidad y la tendencia espontáneas de mi naturaleza consisten en obtener gran partido de muy poca cosa…” , le escribió Schiller en una carta.

Schiller, que nunca había gozado de buena salud, murió antes que Goethe, y este mostró su aflicción diciendo: «He perdido a un amigo y con él, la mitad de mi existencia».

 

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Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

Las Cartas de Schiller

La obra de Schiller posee peso propio en la discusión filosófica de finales del siglo XVIII. No sólo porque el autor contribuyó activamente con la recepción y difusión de la obra de Kant, sino además porque sus concepciones intervinieron directamente en la dirección que asumió la filosofía trascendental y, junto con ella, la filosofía del idealismo alemán.

En este sentido, la propuesta teórica de Schiller expuesta en sus escritos teóricos, en sus dramas y en la denominada “lírica de pensamiento”, constituye un tema de especial interés para aclarar el trasfondo desde el que se despliegan las diversas posiciones del mencionado idealismo.

Estamos ante una de las obras capitales de Schiller: sus Cartas sobre la educación estética del hombre.

Aunque las mencionadas Cartas pertenezcan al ámbito específico de una disciplina filosófica, la Estética precisamente, el interés de Schiller por la misma es una manifestación de su preocupación fundamental por el destino del hombre.

La Estética no es para Schiller una materia donde ejercitar la capacidad para la reflexión, sino un ámbito adecuado para promover lo humano del hombre, para contribuir al proceso, aun en cierne, de su humanización.

Por este motivo, las Cartas no sólo poseen relevancia para los estudiosos de la historia de la filosofía, sino que constituyen un testimonio histórico obligado para pensar la condición humana en todas sus  dimensiones; tanto políticas, como sociales y culturales.

El lúcido análisis que realiza el dramaturgo de su tiempo y el diagnóstico del que parte su obra constituyen un ejemplo del modo en que la escisión entre razón y sensibilidad solo pueden resolverse mediante la educación y la cultura.

Desde esta perspectiva, la propuesta de Schiller no solo es novedosa, sino profundamente inspiradora, puesto que postula una alternativa a la idea de una batalla cultural entre facciones humanas y a la imposición, dentro del propio sujeto, de uno de sus aspectos.

Solo resolviendo las contradicciones y salvando las limitaciones de la unilateralidad de los impulsos es posible alcanzar para Schiller la verdadera solución a las grietas humanas; en palabras del propio Schiller:

Es por la belleza que uno va hacia la libertad” (Schiller, Carta Segunda).

Taller de lectura

 

Cartas sobre la educación estética del hombre, Friedrich Schiller

Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

CARTA I 

(54)

 

Vos queréis concederme, pues, que os exponga los resultados de mis indagaciones sobre lo bello y el arte en una serie de cartas. Del modo más vivo siento la gravedad, pero también la seducción y la dignidad de esta empresa. Hablaré acerca de un objeto vinculado de manera inmediata con la parte mejor de nuestra felicidad y no muy alejado de la nobleza moral de la naturaleza humana. Sostendré la causa de la belleza ante un corazón que siente toda su fuerza y sabe satisfacerla y que, en una indagación donde uno se ve obligado a apelar con pareja frecuencia tanto a sentimientos como a principios, se hará cargo de la porción más ardua de mi cometido.

Lo que yo pretendía solicitaros como una merced, generosamente me lo imponéis como un deber y cobra la apariencia de un mérito mío lo que no es más que ceder a mi inclinación. La libertad del camino que me prescribís no es para mi una imposición, sino, por el contrario, una necesidad. Poco ejercitado en el uso de formas escolares, no me veré en el peligro de pecar contra el buen gusto por atropellarlas. Mis ideas, nacidas más del comercio uniforme conmigo mismo que de una rica experiencia del mundo o adquiridas mediante la lectura, no desmentirán su origen, se harán culpables de cualquier otro error antes que de sectarismo y caerán por su propia debilidad antes que intentar sostenerse por la autoridad y por un vigor ajeno. (55)

No quiero encubriros, por cierto, que son por la mayor parte principios kantianos aquellos sobre los cuales descansarán las afirmaciones que siguen (56): pero si en el curso de estas indagaciones hubiese de recordaros alguna escuela filosófica particular, atribuidlo a mi incapacidad, no a aquellos principios. No, la libertad de vuestro espíritu ha de ser inviolable para mí. Es vuestro propio sentimiento quien me proporcionará los hechos sobre los que edificaré; es el libre vigor de vuestro propio pensamiento quien me dictará las leyes según las cuales habré de proceder.

Acerca de aquellas ideas que prevalecen en la parte práctica del sistema kantiano, sólo los filósofos están desavenidos, pero los hombres, como confío poder demostrarlo, han concordado desde siempre. Despójeselas de su forma técnica y aparecerán como exigencias, válidas desde muy antiguo, del sentido común y como hechos del instinto moral, que la sabia Naturaleza asigna al hombre como un tutor, hasta que la claridad de la inteligencia lo vuelva mayor de edad. Pero precisamente esa forma técnica, que torna la verdad visible para el entendimiento, la sustrae, a su vez, al sentimiento, porque, por desdicha, el entendimiento comienza por destruir el objeto del sentido interno cuando quiere apropiárselo (57). Del mismo modo que el químico, también el filósofo halla la síntesis sólo mediante el análisis y es sólo sometiéndola al tormento de la técnica como llega a dar con la Naturaleza libre. (58) Para atrapar la apariencia fugaz debe atarla a los grillos de la regla, dilacerar en conceptos su bello cuerpo y conservar en un mezquino esqueleto verbal su espíritu viviente. ¿Puede asombrar que el sentimiento natural no se reconozca en semejante imagen y que en el informe del pensador analítico la verdad parezca una paradoja (59)?

Tened pues a bien concederme alguna indulgencia, si las indagaciones que siguen, en tanto buscan acercar su objeto al entendimiento, llegasen a esconderlo a los sentidos. Lo que vale aquí con respecto a las experiencias morales, ha de valer, en un grado todavía mayor, con respecto al fenómeno de la belleza, La magia íntegra de la misma descansa en su secreto, y una vez anulado el vínculo necesario de sus elementos, queda anulado también su ser.

 

Monumento a Goethe y Schiller frente al Teatro Nacional Alemán de Weimar, de Ernst Rietschel.

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Notas

(54) En la primera edición, debajo del titulo de la portada figuraba, como epígrafe, la siguiente cita de la novela de Rousseau Julie ou la Nouvelle Héloïse (III, 7). «Si c’est la raison, qui fait l’homme, c’est le sentiment, qui le conduit.» Y a continuación seguia esta observación. «Estas cartas han sido escritas realmente. A quién, no es algo que promueva aquí al asunto y de ello quizás reciba noticia el lector a su debido tiempo«. Puesto que se tuvo por necesario hacer a un lado cuanto tenía una relación local y no se quiso substituirlo por otra cosa, estas cartas no conservan casi nada de un forma epistolar, fuera de la división exterior, una torpeza que habría sido fácil de evitar, si uno hubiese querido proceder de manera menos rigurosa con su autenticidad. Con respecto a las nueve primeras cartas, o la de Schiller a Goethe del 20.10.1794: «Hasta el presente, jamás tomé mi pluma en relación con la miseria politica, y lo que dije al respecto en estas cartas, fue sólo para no volver a hablar más de ello en todos los dias de mi vida; crea, sin embargo, que lo alli expuesto no es del todo superfluo.«

(55) El autor no oculta la conciencia de su originalidad, hablará por sí mismo, y el hacerlo le permitirá pasar por alto una larga lista de autores y de obras acerca de lo bello y del arte, que lo precedieron en su propio tiempo, tanto en Inglaterra (Hutcheson, Burke, Shaftesbury) como en la misma Alemania (Baumgarten, Meyer, Winckelmann, Lessing). Schiller no intervendrá pues en la «discusión estética»; deja de lado la presentación del status quaestionis requerida por las investigaciones históricas, y comienza por una consideración autónoma de validez universal. Aqui se advierte de manera inequívoca el legitimo orgullo de quien sabe que la dignidad del hombre reside en la libertad de su conciencia, la que Lutero defendió ante la dieta de Worms, sin arredrarse ante la autoridad de la Iglesia y del Imperio. y la que más tarde hizo valer el propio Schiller en sus dramas, contra la autoridad despótica de un Estado y de una nobleza moralmente corrompidos.

(56) En las cartas al de Augustenburg, este pasaje, esencial para comprender el pensamiento de Schiller. rezaba como sigue: «Confieso luego, por de pronto, que en el asunto principal de la doctrina moral pienso de manera completamente kantiana. Creo, por cierto, y estoy persuadido de ello, que sólo se llaman morales aquellas acciones nuestras nacidas sólo del respeto por la ley de la razón y no de estímulos sensibles, por muy sutiles que estos puedan ser y altisonantes los nombres que puedan llevar. Acepto con los más rígidos moralistas, que la virtud debe reposar absolutamente sobre si misma, fuera de toda relación con fin alguno diferente de ella. Bueno es (según los principios kantianos, que en este caso suscribo sin el menor retaceo), bueno es, lo que ocurre solo porque es bueno. Ni que decir tiene que si Schiller suscribe los principios kantianos no es por ser kantianos, sino porque se le imponen sin disputa como verdaderos. Al igual que Fichte, que Hegel, que Hölderlin, también él se reconoce obligado por la fuerza vinculante de la posición kantiana, ante la que Schelling, por su parte, adopta una actitud algo ambigua.

(57) La inmediatez del sentimiento, en este caso del sentimiento moral, ha de quedar cancelada cuando el pensar distanciador y reflexivo convierte el sentimiento mismo en objeto de la conciencia y en concepto, «En efecto, pensar es, de manera esencial, la negación de algo dado en la inmediatez» (Hegel, Enciclopedia (1830), § 12).

(58) La verdad debe manifestarse al intelecto y al sentimiento a la vez tal es la meta que se propone Schiller. También él, como el químico perfecto del que hablará más tarde Goethe en sus Afinidades electivas (1809, 1, cap. 4), quiere ser un «artista de la unión«.

(59) La carta concluye con una advertencia de carácter metódico: a pesar de que la reflexión disecciona e inmoviliza sus objetos, privándolos de vida, esto es, de la inmediatez que les es propia, sólo así es les puede convertir en conceptos y volverlos inteligibles. Hay que estar dispuesto a renunciar al efecto inmediato y seductor de la belleza si lo que se pretende es conocerla. Y no es sino esto lo que intentan realizar las cartas siguientes: que la belleza se aparte de los sentidos para dejarse iluminar por la inteligencia que divide, analiza y descompone. No es un placer «estético» (no en primer lugar, al menos) el que prometen estas cartas bien que escritas con un lenguaje armonioso y elegante – sino una cierta doctrina acerca de la belleza y del modo de juzgarla. Precisamente porque comunican una doctrina, una enseñanza, les dio Schiller el título que poseen.

 

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Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

CARTA II

 

¿Pero no podría yo, acaso, usar la libertad que me concedéis de mejor modo que distrayendo vuestra atención sobre el escenario de las bellas artes? ¿No resulta extemporáneo, cuando menos, tratar de hallar un código para el mundo estético, cuando los asuntos del mundo moral ofrecen un interés harto más inmediato y cuando el espíritu inquisitivo de la Filosofía se ve reclamado de manera tan perentoria, por las circunstancias actuales, para emplearse en la más perfecta de todas las obras de arte, en la fundación de una verdadera libertad política? (60)

No me agradaría vivir en otro siglo (61) ni haber trabajado para otro. Uno es ciudadano de una época así como lo es de un Estado: y si se tiene por algo impropio, indebido incluso, el apartarse de las normas y costumbres del circulo donde uno vive. por qué, cuando uno se dispone a elegir su propia actividad, debería ser menor el deber de prestar oído a las necesidades y al gusto del siglo (62).

Su voz, sin embargo, no parece ser favorable en modo alguno para el arte; no para aquél, al menos, al que habrán de orientarse, sin excepción, mis indagaciones. El curso de los acontecimientos ha conferido al espíritu de la época una dirección que amenaza con separarlo cada vez más del arte del ideal. Este arte tiene que abandonar la realidad concreta y alzarse con razonable osadía sobre lo apremiante; pues el arte es una hija de la libertad y quiere que su reglamento proceda de la necesidad de los espíritus. no de la penuria de la materia. Pero ahora impera lo apremiante y doblega bajo su tiránico yugo a la humanidad caída. Lo útil es el gran ídolo de la época, al que deben someterse todas las fuerzas y tributar homenaje todos los talentos (63). Sobre esta balanza tosca, el mérito espiritual del arte no tiene peso alguno y. privado de todo aliento, desaparece del ruidoso mercado de la época. Hasta el mismo espíritu inquisitivo de la filosofía arrebata a la imaginación una provincia tras otra y se estrechan los límites del arte cuanto más extiende la ciencia sus barreras.

Llenas de expectación, las miradas del filósofo y las del hombre de mundo permanecen fijas sobre el escenario político, donde ahora, según se cree, se discute el magno destino de la humanidad. ¿No denota una reprobable indiferencia frente al bien de la sociedad, no intervenir en este diálogo general? Así como este gran litigio, por su enjundia y sus consecuencias, afecta de manera tan inmediata a quien se llame hombre, con no menos viveza ha de interesar en particular, a causa del modo en que se lo negocia, a quien piense por sí mismo. Una cuestión (64) respondida de ordinario sólo por el derecho ciego del más fuerte, ha sido ahora llevada, según parece, ante el tribunal de la razón pura (65), y aquel que sea capaz de instalarse en el centro del todo y hacer que su individuo se eleve a la condición del género, está facultado para considerarse como un miembro de aquel tribunal de la razón, del mismo modo en que, como hombre y como ciudadano del mundo a la vez, es una parte interesada y se ve implicado en el éxito de manera más próxima o más lejana. No es meramente su propia causa, pues, la que se decide en este gran litigio, porque también debe zanjárselo según leyes que él, como espíritu racional, es capaz de dictar por si mismo, estando además facultado para ello.

¡Qué atractivo tendría que ser para mi someter a indagación un objeto semejante junto con quien fuese tanto un pensador sutil como un cosmopolita liberal, y dejar la decisión del caso librada a un corazón que con bello entusiasmo se consagre al bien de la humanidad! ¡Qué sorprendentemente grato, siendo tan considerable la diferencia de las posiciones y tan amplia la distancia exigida por las relaciones en el mundo real. venir a coincidir en el mismo resultado con vuestro espíritu imparcial dentro el campo de las ideas! El que yo resista a esta seductora tentación y anteponga la belleza a la libertad (66), creo poder no meramente disculparlo con mi inclinación, sino justificarlo mediante principios. Espero persuadiros de que esta materia es mucho menos ajena a la penuria que al gusto de la época, más aún, de que para resolver aquel problema político en el campo de la experiencia, hay que tomar el camino que pasa por lo estético, porque es por la belleza por donde uno va hacia la libertad (67). Pero esto no puede demostrarse sin traeros antes a la memoria los principios por los que se conduce la razón en general cuando se trata de una legislación política (68).

 

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Notas

(60) «La libertad política es verdadera» solo en un Estado integrado por ciudadanos libres y no por estamentos fijos e inamovibles.

(61) Schiller no reniega de su tiempo: se sabe, por el contrario, solidario con él, con una época cuyo principio ha sido el llamado rousseauniano a la libertad y la alabanza rousseauniana del poder divino de la Naturaleza.

(62) «La necesidad y el gusto del siglo» provocan el problema y Schiller posee una conciencia cabal de los supuestos históricos de donde parte su reflexión. «No sale fuera de Rodas, donde debe saltar» (A. Negri).

(63) La verdad de este juicio será confirmada más tarde por Hegel, para quien la «utilidad» es la norma suprema que preside el despliegue de la Ilustración (cf. Fenomenología del Espíritu, VI. El espíritu: B. II. La Ilustración).

(64) La planteada por la Revolución Francesa acerca de la forma recta del Estado y del orden social.

(65) Se trata también de la «razón pura» de Kant, cuya filosofía pasa por ser, significativamente, la transcripción en términos especulativos de la Revolución Francesa. Los empeños filosóficos y políticos son contemporáneos.

(66) El espíritu revolucionario de la Ilustración no ha advertido que el problema político está subordinado al estético, porque hay un problema crucial que debe ser planteado antes que el del ciudadano, conviene a saber, el del hombre

(67) He aquí enunciada, con concisión y claridad sin par, la idea fundamental de estas cartas. La de la Revolución Francesa no es una libertad auténtica, porque es sólo política, sin haber llegado a ser todavía una libertad estética.

(68) Las dos primeras cartas hacen las veces de un proemio. En ellas el autor a) declara el tema en términos generales, b) justifica su pretensión de decir algo al respecto, c) reconoce la importancia de la posición kantiana, d) justifica el tema y al hacerlo pone el arte en relación con lo absoluto al llamarla «hija de la libertad«; por último, e) formula dos observaciones que sirven para prevenir al lector. 1) las cartas no serán una colección azarosa de ocurrencias personales acerca del tema propuesto; son, por el contrario, el fruto de una reflexión sostenida y unitaria que no puede ser expuesta sin apelar al lenguaje del pensamiento analítico, no para competir con la filosofía, sino para emular su rigor. Aunque se presentan como cartas, no son un pasatiempo, sino el resultado de una consideración metódica cuyo único juez válido sólo puede ser el entendimiento: 2) al ocuparse del arte y de la belleza, las cartas no desdeñan la cuestión crucial de la época, la del mejor Estado posible; a ella se subordinan, por el contrario, como a su verdadero fin. Estas cartas sobre la educación estética del hombre han de versar sobre lo bello y el arte, si, pero con el lenguaje y el método de la filosofía, y animadas por un interés propiamente político. Hay, con todo, un punto que estas dos cartas prologales pasan por alto: el plan general de la exposición, el orden de los temas o cuestiones que habrán de tratarse.

 

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CARTA VI 

(96)

Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

 

¿He pecado por exceso contra la época con esta descripción? No espero tal reproche, pero sí este otro: que con ella he probado más de lo necesario. Esta pintura, me diréis, es por cierto un calco de la humanidad presente, pero lo es de todos los pueblos en general, cuando se hallan entregados al proceso de la cultura, porque todos, sin distinción, tienen que apartarse de la Naturaleza por el abuso del entendimiento antes de poder retornar a ella por la razón.

Pero por poco que reparemos en el carácter de la época, ha de asombrarnos el contraste imperante entre la forma actual de la humanidad y la forma de la de otrora, en particular la de la griega (97). La fama de la cultura y el refinamiento, que con justicia hacemos valer frente a toda naturaleza que sea meramente tal, no puede beneficiarnos frente a la griega (98), que se desposó con todos los atractivos del arte y con toda la dignidad de la sabiduría, sin ser por ello, como la nuestra, su victima. Los griegos nos avergüenzan no simplemente por una sencillez que es ajena a nuestra época: ellos son al mismo tiempo nuestros rivales, incluso con frecuencia nuestros modelos, cuando se trata de aquellas mismas ventajas con que acostumbramos consolarnos de lo antinatural de nuestras costumbres. Rebosando de forma y a la par de contenido, cultivando la filosofía y a la par la creación, con delicadeza y a la par con energía, los vemos aunar la juventud de la fantasía con la virilidad de la razón en una humanidad magnífica.

Otrora, con ocasión de aquel bello despertar de las facultades del alma, los sentidos y el espíritu no poseían todavía dominios rigurosamente divididos, pues ninguna discrepancia los había incitado aún a distanciarse hostilmente uno del otro y a delimitar sus fronteras. La poesía no había rivalizado todavía con el ingenio ni la especulación se había deshonrado todavía con la sofistería. Ambas podían, llegado el caso, trocar sus funciones, pues cada cual, bien que a su propio modo, honraba la verdad. Por muy alto que ascendiese, la razón siempre atraía amorosamente la materia en pos de si, y por muy sutil y agudamente que la separase, jamás, por ello, la mutilaba.

Es verdad que disgregaba la naturaleza humana y la arrojaba dispersa y engrandecida en su soberbio circulo de dioses, pero por haberla no desmembrado, sino mezclado de modos diferentes, pues en ningún dios individual estaba ausente la humanidad integra. ¡Qué diferente entre nosotros, los modernos! También entre nosotros la imagen del género ha sido dispersada en los individuos de manera acrecentada, pero en fragmentos. no en mezclas diferentes, de suerte que se ha de ir preguntando de un individuo a otro para recomponer la totalidad de la especie. Uno casi estaría tentado de afirmar que, entre nosotros, las facultades del alma se manifiestan en la experiencia tan divididas como lo están en la representación del psicólogo, y vemos no simplemente individuos, sino clases integras de hombres desplegar tan sólo una parte de sus disposiciones, mientras que de las restantes, como en las plantas raquíticas, apenas si se muestra un pálido rastro.

No ignoro las ventajas que la presente generación, considerada como una unidad y sopesada en la balanza del entendimiento, puede sustentar ante lo mejor habido en el mundo del pasado; pero a filas cerradas debe iniciarse el certamen y un todo medirse con el otro. ¿Cuál de los modernos se adelanta solo, hombre contra hombre, para disputar a un ateniense solo la palma de la humanidad?

¿A qué se debe esta relación desventajosa de los individuos no obstante la magna ventaja de la especie? ¿Por qué el griego se califica en cuanto individuo como representante de su tiempo, y por qué el moderno, también en cuanto tal, no puede atreverse a ello? Porque el primero recibió su forma de la Naturaleza, que todo lo reúne, y el segundo, la suya, del Entendimiento, que todo lo separa.

La cultura misma fue quien provocó esta herida a la humanidad moderna. Tan pronto como, por un lado, la experiencia acrecentada y el pensar más preciso hizo necesaria una separación más neta de las ciencias y, por otro, el mecanismo cada vez más complejo de los Estados obligó a una separación más rigurosa de los estamentos y de las ocupaciones, también el vinculo interior de la naturaleza humana se desgarró y una funesta lucha enemistó sus fuerzas armónicas.

El entendimiento intuitivo y el especulativo (99) se retiraron ya con ánimo hostil hacia sus campos respectivos, cuyas fronteras comenzaron ahora a vigilar con desconfianza y con celos, y junto con la esfera a la que uno restringe su actividad, uno también se ha dado a sí mismo, dentro de sí, un amo que no raras veces suele acabar sofocando las demás disposiciones. Mientras que, por una parte, la imaginación exuberante arrasa los trabajosos plantíos del entendimiento, el espíritu de abstracción consume, por otra, el fuego con que debería haberse caldeado el corazón y encendido la fantasía.

Este estado de perturbación que el arte y la erudición comenzaron a producir en el interior del hombre se tornó, por obra del nuevo espíritu del gobierno, perfecto y universal. No podía esperarse, por cierto, que la organización sencilla de las primeras repúblicas sobreviviese a la simplicidad de las costumbres y relaciones sociales primigenias, pero en lugar de elevarse hacia una vida orgánica superior, descendió a una mecánica vulgar y grosera. Aquella naturaleza de pólipo (100) de los Estados griegos, donde cada individuo disfrutaba de una vida independiente y era capaz, si el caso apremiaba, de identificarse con el todo, cedió ahora su lugar a un artificioso aparato de relojería, donde, por obra del acoplamiento de piezas incontables, pero inertes, se engendra en el conjunto una vida mecánica. Entre el Estado y la Iglesia, las leyes y las normas morales, se produjo ahora una ruptura; el placer ha quedado apartado del trabajo, el medio del fin, el esfuerzo de la recompensa.

Atado eternamente sólo a un único y mezquino fragmento del todo, el hombre mismo no se forma más que como un fragmento; teniendo eternamente en sus oídos sólo el monótono murmullo de la rueda que hace girar, no desenvuelve jamás la armonía de su ser, y en lugar de imprimir la marca de la humanidad en su naturaleza, se vuelve un mero calco de su profesión, de su ciencia. Pero incluso la exigua participación fragmentaria por la que los miembros aislados del Estado se vinculan en el todo, no depende de formas que ellos se confieran a si mismos de manera espontánea (pues, ¿cómo podría uno confiar a su libertad un mecanismo tan artificioso y sensible?); ella les es prescrita con rigor escrupuloso mediante un reglamento, en virtud del cual su inteligencia libre queda paralizada. La letra muerta hace las veces del entendimiento vivo, y una memoria ejercitada guía con mayor seguridad que el genio y el sentimiento.

Cuando la cosa pública hace del servicio la medida del hombre, cuando en uno de sus ciudadanos honra sólo la memoria, en otro el entendimiento tabulador, en un tercero sólo la habilidad mecánica, si por acá, indiferente ante el carácter, sólo insiste en los conocimientos y por acullá, en cambio, perdona a un espíritu del orden y a una conducta obediente a la ley el mayor oscurecimiento de la mente si al mismo tiempo quiere que estas capacidades individuales se cultiven ganando en intensidad cuanto permite al sujeto perder en extensión, ¿cómo habría de admirarnos que uno desatienda las demás disposiciones del ánimo para consagrar todo su cuidado a la única que procura honra y recompensa? Bien sabemos que el genio vigoroso no identifica los límites de su oficio con los de su actividad, pero el talento mediocre consume en la ocupación que le tocó en suerte todo el escaso caudal de su vigor, y tendría que ser un espíritu ya nada vulgar para destinar, sin menoscabo de su profesión, una porción de aquél a sus aficiones. Y como si ello fuese poco, es raro que sea una buena recomendación ante el Estado el que los talentos superen las obligaciones del empleo o el que la necesidad espiritual superior de un hombre de genio rivalice con su cargo. ¿Tan celoso es el Estado, tratándose de la posesión irrestricta de sus servidores, que más fácilmente se avendría (¿y quién podría decirle que se equivoca?) a compartir su hombre con una Venus Citerea antes que con una Venus Urania? (101) 

Y es así como la vida individual, concreta, se agosta paulatinamente, para que el todo abstracto persevere en su vida mezquina, y el Estado nunca deja de ser ajeno a los ciudadanos que lo integran, porque el sentimiento no logra dar con él en ninguna parte. Obligada a simplificar la multiplicidad de sus ciudadanos mediante la clasificación y a no dejar jamás que la humanidad se le acerque sino por representantes de segunda mano, la parte gobernante acaba por perderla completamente de vista, al mezclar la humanidad con una mera chapuza del entendimiento; y la parte gobernada no puede menos que recibir con frialdad indiferente unas leyes que tan poca relación guardan con ella. Hastiada, por fin, de mantener un vínculo que el Estado no ayuda en modo alguno a sustentar, la sociedad positiva (tal es el destino, desde hace ya largo tiempo, de la mayor parte de los Estados europeos) se disuelve en un estado moral natural, donde el poder público es sólo un partido más, aborrecido y burlado por quien lo hace necesario y respetado sólo por quien puede prescindir de él.

¿Podía la humanidad, ante esta doble violencia que la apuraba por dentro y por fuera, haber tomado una dirección diferente de la que en efecto tomó? En tanto que en el reino de las ideas el espíritu especulativo se afanaba por conquistar posesiones inamisibles, en el mundo de los sentidos debía volverse un extraño y sacrificar la materia por la forma. El espíritu práctico, confinado en un circulo uniforme de objetos y más estrechado todavía en él por ciertas fórmulas, no podía sino perder de vista la totalidad libre de lo real y empobrecerse junto con su esfera. Así como el primero está tentado de modelar lo real según lo pensable y de elevar las condiciones subjetivas de su facultad de representación para volverlas leyes constitutivas de la existencia de las cosas, así el segundo se precipitó hacia el extremo opuesto, el de valorar toda la experiencia en general según una porción particular de ella y el de querer adecuar las reglas de su función propia a toda función de manera indiscriminada. El primero no podía sino ser presa de una sutileza huera, el otro, de una estrechez pedante, porque aquél estaba situado demasiado alto para percibir lo singular, y éste demasiado bajo para ver la totalidad. Pero lo perjudicial de esta orientación del espíritu no se limitó tan sólo al saber y al producir, se extendió, no en menor medida, al sentir y al obrar. Sabemos que la sensibilidad del ánimo depende, en cuanto al grado, de la vivacidad de la imaginación, y en cuanto a su extensión, de la riqueza de esta última. Pero entonces es de todo punto necesario que la preponderancia de la facultad discursiva prive a la fantasía de su vigor y de su fuego y que una esfera muy reducida de objetos mengüe su riqueza. Es por ello por lo que el pensador abstracto tiene demasiado a menudo un corazón frio, porque descompone las impresiones que sólo como un todo conmueven el alma; el hombre de negocios tiene demasiado a menudo un corazón estrecho, porque su imaginación, encerrada en el circulo uniforme de su profesión, no puede dilatarse para comprender concepciones que le sean ajenas.

Mi cometido consistía en alumbrar la orientación perjudicial del carácter de la época y las causas que lo explican, no en mostrar por medio de qué ventajas la Naturaleza compensa esta deficiencia. De buen grado quiero concederos que, a pesar de cuán poco pueda beneficiar a los individuos esta parcelación de su ser, la especie no podría haber progresado de ningún otro modo. La aparición de la humanidad griega fue sin disputa un maximum, que ni podía permanecer en ese peldaño, ni tampoco ascender. No podía permanecer allí, porque el entendimiento, a causa de la provisión de conocimientos que ya tenia, debía verse inevitablemente urgido a separarse de la sensación y de la intuición y a perseguir la precisión del conocimiento; ni podía tampoco ascender, porque un determinado grado de claridad sólo rima con una cierta abundancia y un cierto calor. Los griegos habían alcanzado este grado, y cuando quisieron elevarse hacia una cultura superior, tuvieron que renunciar, como nosotros, a la totalidad de su ser (102), y perseguir la verdad por vías separadas.

EDT No había otro medio, para desarrollar las diversas disposiciones del hombre, que oponerlas unas a otras. Este antagonismo de las fuerzas (103) es el gran instrumento de la cultura, pero no es más que eso, su instrumento; pues mientras perdure el antagonismo, se está tan sólo en camino hacia ella. Basta el mero hecho de que en el hombre ciertas fuerzas singulares se aíslen y pretendan ejercer una legislación excluyente, para que entren en conflicto con la verdad de las cosas y apremien al sentido común, (104) que con una indolente satisfacción de sí mismo descansa, por lo demás, sobre el fenómeno exterior, a penetrar en las profundidades del objeto. En tanto que el entendimiento puro usurpa una autoridad en el mundo sensible y el empírico se afana en someterlo a las condiciones de la experiencia, ambas disposiciones logran alcanzar la mayor madurez posible y agotan la extensión integra de su respectiva esfera. Si la imaginación, por un lado, osa disociar por su capricho el orden del mundo, por otro apremia a la razón a trepar hasta las fuentes supremas del conocimiento y a invocar la ley de la necesidad como ayuda contra ella.

Bien es verdad que el ejercicio unilateral de las fuerzas conduce al individuo de manera inevitable hacia el error, pero a la especie, en cambio, la lleva hacia la verdad. Por el solo hecho de reunir la energía integra de nuestro espíritu en un foco y de concentrar todo nuestro ser en una fuerza única, le damos alas, por así decir, a esa fuerza aislada y la llevamos artificialmente mucho más allá de los límites que la Naturaleza parece haberle impuesto. Así como es de cierto el hecho de que todos los individuos humanos tomados en conjunto, con la vista que la Naturaleza les concedió, jamás llegarían al punto de divisar un satélite de Júpiter que sólo el telescopio descubre para el astrónomo, así también está fuera de discusión que el pensamiento humano jamás habría planteado un análisis de lo infinito, o una crítica de la razón pura, si en individuos con vocación para ello la razón no se hubiese aislado, si no se hubiese vuelto de algún modo independiente de toda materia ni hubiese armado su mirada, mediante la abstracción más fatigosa, de la fuerza necesaria para escudriñar lo incondicionado. Pero semejante espíritu, reducido, por así decir, a entendimiento puro e intuición pura, ¿será capaz de cambiar las cadenas rigurosas de la Lógica por el curso libre de la Poesía y de captar, con un sentido fiel y casto, el carácter individual de las cosas? También al genio universal la Naturaleza impone aquí una barrera que él no puede traspasar, y la verdad continuará haciendo surgir mártires mientras la Filosofía se imponga como tarea esencial la de precaverse contra el error. (105)

Sin importar, pues, cuánto pueda ganarse para el mundo en su totalidad mediante esta formación por separado de las capacidades humanas, no es posible negar que los individuos sometidos a ella padezcan la maldición de esa finalidad universal. Los cuerpos atléticos se forman, por cierto, mediante ejercicios gimnásticos, pero la belleza sólo mediante el juego libre y regular de los miembros. De igual modo, la tensión de fuerzas espirituales aisladas puede engendrar, desde luego, hombres extraordinarios, pero sólo la proporción equilibrada de aquellas puede hacerlos dichosos y perfectos. ¿Y en qué relación nos hallaríamos con respecto a las edades pasadas y venideras, si la formación de la naturaleza humana exigiese una victima semejante? Habríamos sido los siervos de la humanidad, habríamos realizado para ella durante algunos milenios el trabajo de los esclavos y en nuestra naturaleza mutilada habríamos dejado impresas las huellas bochornosas de esa servidumbre para que las generaciones posteriores, en una dichosa holganza, pudiesen aguardar su salud moral y desarrollar el libre crecimiento de su humanidad.

¿Pero es que el hombre puede estar destinado a descuidarse a si mismo por consideración a un fin cualquiera? ¿Podría la Naturaleza, para alcanzar sus fines, robarnos una perfección que la razón nos prescribe en nombre de los suyos? Ha de ser falso, pues, que la formación de tales o cuales fuerzas exija el sacrificio de la totalidad de las mismas; o bien, en caso de que la ley de la Naturaleza apriete con insistencia en esa dirección, ha de estar en nuestras manos el restaurar en nuestra naturaleza, por obra de un arte superior, esa totalidad que el arte (106) ha destruido.

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Notas

(96) Con la carta sexta comienza, frente a la correspondencia con el de Augustenburg, un nuevo curso de ideas. Véase las cartas de Schiller a Goethe, del 20.10.1794, y a Jacobi, del 25.1.1795.

(97) Henos aquí ante una verdadera querelle des anciens et des modernes, conducida en favor de la superioridad de los primeros, porque poseyeron una simplicidad que los modernos ignoran. Donde la simplicidad está ausente, reina o la pura naturaleza o la antinaturaleza, esto es, el materialismo puro o el puro racionalismo, la sensibilidad y la razón permanecen desvinculados y nace entonces el problema de la legislación política francesa por un lado y el del pensamiento filosófico kantiano por otro.

(98) No es posible ignorar la influencia de Goethe en la interpretación del mundo griego que aquí se ofrece Véase al respecto el articulo de Humboldt «Sobre el estudio de la Antigüedad y de la Antigüedad griega en particular«, así como el poema de Schiller «Los dioses de Grecia» y más abajo, la carta décima quinta.

(99) La fantasía y el pensamiento abstracto o lógico. La división entre filosofía y poesía, entre intelecto y sensibilidad, determina la pérdida, en el hombre, del intelecto intuitivo (der intuitive Verstand), en consonancia con la doctrina kantiana (cf. Critica del Juicio, § 77).

(100) Especie de celentéreo cuyas partes tienen la capacidad, una vez separadas, de regenerarse para volver a formar un todo.

(101) Schiller recuerda la distinción del Banquete platónico (180 D) entre Afrodita Pandemo (Venus Citerea o Venus Meretrix), hija de Zeus y Dione, la diosa del amor sensual o terreno y Afrodita Urania (Venus Urania), mayor que aquélla e hija solo de Urano (el Cielo), diosa del amor puro y espiritual.

(102) Totalität ihres Wesens: es el rasgo distintivo de los hombres griegos, mientras que el de los hombres modernos consiste en la fragmentación de su ser.

(103) Aun cuando la concepción filosófica de la Historia desplegada en esta carta remite al tratado kantiano titulado «Idea para una historia universal en sentido cosmopolita» (1734), lo cierto es que para Kant el curso de la Historia obedece al principio de la teleología natural, mientras que Schiller lo piensa como un proceso dialéctico, cuya meta consiste en recuperar de manera consciente el principio armónico en un plano superior. Y de este modo la escisión del hombre provocada por la cultura conduce a una nueva totalidad.

(104) El contenido de este concepto se ilumina a partir del siguiente pasaje de las cartas al príncipe de Augustenburg (21.11.1793); «En muy contadas ocasiones el entendimiento opera de manera lógica, esto es, con una conciencia clara de las reglas y principios que lo guían; ni que decir tiene que, en la inmensa mayoría de los casos, opera de manera estética, y como una especie de tacto, tal como Vuestra Alteza lo advierte ya por el uso del lenguaje, que, en todos los idiomas, introduce para este género de entendimiento la expresión de sentido común (Gemeinsinn). No como si el sentido pudiese pensar alguna vez, en este caso el entendimiento opera con no menos eficacia que en el del pensador metódico, sólo que las reglas según las cuales procede no se mantienen en la conciencia, además de que, en un caso semejante, no tenemos la experiencia de la operación del entendimiento, sino tan sólo la de su efecto sobre nuestro estado mediante un sentimiento de agrado o de desagrado. (Cf. también Kant, Critica del Juicio, § 21: «Si se puede suponer con fundamento un sentido común«) y, además, los 55 20, 22, 40.

(105) Es obedeciendo precisamente al propósito de «precaverse contra el error» (o de tomar las disposiciones necesarias contra él) (Anstalten gegen den Irrtum treffen) como se presenta en su tiempo la obra critica kantiana considerada en su conjunto.

(106)La palabra ‘orte‘ designa aquí, en oposición a la «naturaleza» de los griegos, la culmina consciente (del entendimiento) que, orientada hacia una especialización unilateral, reclama ser superada por el arte «superior» de la educación estética.

 

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CARTA X

Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

 

Convenís pues conmigo, y estáis persuadido de ello por el contenido de las cartas precedentes, en que el hombre puede alejarse de su destinación por dos caminos contrarios; en que nuestra época marcha extraviada realmente por ambos y se ha vuelto presa, por un lado, de la barbarie y, por otro, del enervamiento y la depravación. De ese doble extravío debe regresarse por medio de la belleza. ¿Cómo puede la cultura estética, empero, remediar ambos defectos a un mismo tiempo, siendo opuestos, y reunir en si dos propiedades contradictorias? ¿Puede aherrojar la naturaleza en el salvaje y en el bárbaro liberarla? ¿Puede atar y desatar a la vez? Y si no logra en verdad ambas cosas, ¿cómo puede esperarse de ella, razonablemente, un efecto tan considerable como el del cultivo de la humanidad?

Hasta la saciedad, por cierto, hemos debido escuchar que el desarrollo del sentido de la belleza afina las costumbres, por lo que parece innecesario ofrecer una nueva prueba al respecto. Uno se apoya en la experiencia cotidiana, que, casi sin excepción, muestra cómo un gusto cultivado se da la mano con un entendimiento claro, un sentimiento vivo, una actitud liberal y hasta un comportamiento digno, mientras que por lo común, el gusto inculto suele estar acompañado por los defectos contrarios. Se suele invocar con no poca confianza el ejemplo de la más civilizada de todas las naciones de la Antigüedad, donde el sentido de la belleza alcanzó de una vez su máximo desarrollo, y el ejemplo contrario de aquellos pueblos, ya salvajes, ya barbaros, que pagaron su insensibilidad para lo bello con lo áspero o sombrío de su carácter. Sin desmedro de lo cual ocurre a veces que algunos espíritus reflexivos o bien niegan el hecho, o bien ponen en tela de juicio la legitimidad de las conclusiones que de allí se infieren. No piensan que sea algo tan terrible aquella condición salvaje con que se suele afear a los pueblos incultos, ni tan ventajoso este refinamiento que se alaba en los civilizados. Ya en la Antigüedad hubo hombres que estuvieron lejos de considerar la cultura estética como un beneficio y que por tal razón estaban muy dispuestos a prohibir que entrasen en su república las artes de la imaginación, (134)

No hablo aquí de aquellos que desdeñan a las Gracias simplemente por no haber obtenido nunca sus favores. Ellos, para quienes el único criterio del valor es la fatiga de la adquisición y el beneficio tangible, ¿cómo podrían ser capaces de apreciar la labor silenciosa que realiza el gusto en lo exterior y en lo interior del hombre, y cómo по habrían de perder de vista, al considerar los inconvenientes fortuitos de una cultura estética, los beneficios esenciales que ella brinda? El hombre ayuno de forma desprecia toda gracia de la palabra como una seducción corruptora; rechaza toda distinción en las maneras como una simulación, toda delicadeza y generosidad en la conducta como extravagancia y afectación. Al favorito de las Gracias no puede perdonarle que, si es un hombre de mundo, sepa animar todas las tertulias, si un hombre de negocios, orientar todas las cabezas según sus propósitos, si un escritor, imprimir acaso en su siglo integro la huella de su genio, mientras que él, victima de su diligencia, no consigue, con todo su saber, atraer la atención de nadie ni mover de su sitio piedra alguna. Puesto que nunca será capaz de aprender de aquél el secreto genial de ser agradable, no le queda más remedio que plañir sobre la aberración de la naturaleza humana, que rinde tributo más a la apariencia que a lo esencial.

Pero hay voces dignas de respeto, que se declaran enemigas de los efectos de la belleza y que con argumentos temibles, tomados de la experiencia, están armadas contra ella, (135) «No cabe negar dicen que los encantos de lo bello pueden servir en buenas manos a fines loables, pero no repugna a su ser el producir precisamente lo contrario, si caen en manos perversas, ni el emplear toda su fuerza hechicera a favor del error y la injusticia. Precisamente por ello, porque el gusto atiende sólo a la forma y nunca al contenido, acaba por inclinar peligrosamente el alma a descuidar la realidad en general y a sacrificar la verdad y la moral en aras de un atavío atractivo. Se borra toda diferencia objetiva entre las cosas y sólo la apariencia determina su valor. ¡Cuántos hombres de talento prosiguen no han sido apartados de una actividad seria y sostenida por el poder seductor de lo bello, o éste no los ha inducido, cuando menos, a tratarla de una manera superficial! Cómo ha venido a esquinarse más de un espíritu endeble con el orden civil, sólo porque la fantasía de los poetas gustaba de fingir un mundo en donde las cosas ocurren de un modo completamente diferente, en donde ninguna regla de conveniencia sujeta las opiniones ni arte alguno constriñe la naturaleza. ¿Qué peligrosa dialéctica no han aprendido las pasiones desde que brillan con los colores más luminosos en los cuadros de los poetas y desde que resultan de ordinario vencedoras en el combate con las leyes y con los deberes? ¿Qué ha ganado, pues, la sociedad, por el hecho de que ahora la belleza dicte leyes al comercio humano, regido hasta entonces por la verdad, y de que la impresión exterior decida sobre el respeto, que debería estar sujeto sólo al mérito. Es cierto que uno ahora ve brillar todas las virtudes que se traducen exteriormente por efectos agradables y que otorgan un valor en la sociedad, pero, como contrapartida, imperan también todos los excesos y están en boga todos los vicios que admiten un bello disfraz

Ha de dar que pensar, en efecto, el hecho de que, en casi en todas las épocas de la Historia donde florecen las artes y reina el buen gusto, uno encuentre la humanidad postrada y de que tampoco pueda invocarse el ejemplo de un solo pueblo donde un grado elevado y una gran universalidad de la cultura estética se hubiese dado la mano con la libertad política y las virtudes civiles, las maneras elegantes con las buenas costumbres, la cortesía del trato con la verdad del mismo.

Mientras Atenas y Esparta se mantuvieron independientes y el respeto a las leyes fue la peana y el cimiento de su constitución, el gusto era todavía inmaduro, el arte hallábase en su infancia todavía, y aún faltaba mucho para que la belleza se enseñoreara de los espíritus. Cierto es que la poesía había alzado ya un vuelo sublime, pero sólo con el aletear del genio, que, como sabemos, raya con lo salvaje y es una luz que de buen grado brilla en las tinieblas, y así, más depone en contra que a favor del gusto general de su época. Cuando, bajo Pericles y Alejandro, llegó la edad de oro de las artes y el imperio del buen gusto se difundió por doquier, uno ya deja de hallar en Grecia vigor y libertad; la elocuencia falsificaba la verdad, provocaba escándalo la sabiduría en boca de un Sócrates, y la virtud en la vida de un Foción. (136) Los romanos, como sabemos, hubieron de agotar primero su fuerza en las guerras civiles y, afeminados por el lujo oriental, doblegarse bajo el yugo de un dinasta afortunado, antes de que se vea el arte griego triunfar sobre la rigidez de su carácter, Y así, también entre los árabes, la aurora de la cultura no brilló para ellos antes de que su espíritu guerrero se hubiese enervado bajo el cetro de los abasies. (137) En la moderna Italia, las bellas artes no aparecieron sino una vez que quedó disuelta la poderosa Liga de los lombardos, (138) cuando Florencia se sometió a los Médicis y en todos aquellos Estados valerosos el espíritu de independencia cedió su puesto a una sumisión deshonrosa. Resulta ocioso, por poco. recordar además el ejemplo de las naciones modernas, cuyo refinamiento creció en la misma proporción en que desaparecía su independencia. Sea cual fuere el escenario del mundo del pasado hacia donde dirijamos nuestra mirada, hallaremos que el gusto artístico y la libertad se rehúyen y que la belleza sólo afianza su imperio sobre las ruinas de las virtudes heroicas.

Y sin embargo es precisamente esta energía del carácter, al precio de la cual se compra por lo general la cultura estética, el resorte más eficaz de cuanto de grande y excelente hay en el hombre; energía cuya ausencia ningún otro mérito, por considerable que sea, logra sustituir. De modo que si uno se atiene únicamente a cuanto las experiencias han venido enseñando hasta el presente sobre la influencia de la belleza, no cabe que uno tenga mucho ánimo, en efecto, para fomentar sentimientos que son tan dañinos para la verdadera cultura humana; y así uno preferirá, a riesgo de caer en la grosería y en la rudeza, privarse de la fuerza relajante del arte, (139) antes que verse entregado, por grandes que sean las ventajas del refinamiento, a sus efectos enervantes. Pero acaso no sea la experiencia el tribunal ante el cual se decide una cuestión como ésta. Y antes de que uno conceda peso a su testimonio, tendría que haber quedado lejos toda duda acerca de si es una y la misma esta belleza de la que hablamos y ésa contra la que atestiguan aquellos ejemplos. Pero esto parece presuponer un concepto de belleza cuya fuente fuese distinta de la experiencia, porque él permitirá discernir si lo que se llama bello en la experiencia merece verdaderamente tal nombre.

Ese concepto racional de la belleza, si es que fuese posible descubrirlo, debería, pues – dado que no puede obtenerse de ningún hecho real, porque es él, por el contrario, el que primero conduce y legitima nuestro juicio sobre cada hecho real ser buscado por el camino de la abstracción y poder ser inferido ya a partir de la posibilidad de la naturaleza racional y sensible-; con una palabra: debería poder mostrarse que la belleza es una condición necesaria de la humanidad. En este punto, pues, debemos elevarnos hasta el concepto puro de humanidad, y dado que la experiencia sólo nos muestra estados particulares de hombres individuales, pero nunca la humanidad, debemos descubrir a partir de estos modos suyos de manifestación, individuales y mudables, lo absoluto y permanente, y, haciendo a un lado todo limite contingente, procurar captar las condiciones necesarias de su existencia. Bien es verdad que este camino trascendental nos alejará por algún tiempo del circulo familiar de los fenómenos y de la presencia viva de las cosas para demorarnos en el campo árido de los conceptos abstractos, pero nos empeñamos en hallar una base firme del conocimiento, que nada logrará conmover, y quien no se atreva a dejar atrás la realidad, ése nunca conquistará la verdad.

 

 

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Notas

(134) Uno de ellos fue Platón; cf. República, sobre todo los libros III y X.

(135) Schiller piensa aquí seguramente en Rousseau, y en particular en su «Discurso sobre las ciencias y las artes» (1752).

(136) Ilustre general y político ateniense (402-318 a.C.), cuya vida narra Plutarco en sus Vidas paralelas.

(137) Dinastía árabe fundada por un tío de Mahoma, Abu-l-Abbás, quien destronó al califa omeya de Damasco y estableció la corte en Bagdad, donde los abasies reinaron por espacio de más de cinco siglos (750-1280).

(138) Entre los siglos XIV y XV. 

(139) Según la teoría schilleriana de la belleza, ésta se manifiesta de dos modos fundamentales, en cuya distinción se ocupan las cartas decimosexta y decimoséptima. Aquí aparece mencionado por primera vez uno de ellos: tu capacidad para «relajar«, «aflojar» o «laxar» las tensiones del espíritu.

 

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CARTA XVIII 

(174)

Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

 

Por la belleza, (175) el hombre confinado en los sentidos es guiado hacia la forma y hacia el pensamiento; por la belleza, el hombre confinado en el espíritu recupera la materia y es devuelto al mundo sensible.

De esto parece desprenderse que, entre la materia y la forma, entre la pasión y la acción, tiene que haber un estado intermedio, y que la belleza nos coloca en él. Tal es, de hecho, el concepto que también los hombres, por su mayor parte, se forjan de la belleza, en cuanto comienzan a reflexionar sobre sus efectos; y hacia esta dirección se orientan todas las experiencias. Por otra parte, empero, nada es tan disparatado y contradictorio como tal concepto, pues la distancia que separa la materia de la forma, la pasión de la acción, el sentir del pensar, es infinita y nada, en absoluto, puede salvarla. ¿Cómo vencemos entonces esta contradicción? La belleza enlaza los dos estados opuestos: el de la sensibilidad y el del pensamiento, y sin embargo no hay, en absoluto, término medio alguno entre ambos. Lo primero es cierto por la experiencia: lo segundo. de manera inmediata, por la razón.

Este es el punto propiamente dicho a que viene a parar la cuestión integra acerca de la belleza, y si logramos resolver este problema de manera satisfactoria, entonces habremos hallado al mismo tiempo el hilo que ha de guiarnos a través del laberinto todo de la estética.

Pero todo depende aquí de dos operaciones, diferentes en grado sumo, que han de apoyarse mutua y necesariamente en esta indagación. La belleza, se dice, enlaza, uno con otro, dos estados que son opuestos entre sí y que jamás pueden llegar a ser uno solo.

De esta oposición tenemos que partir, debemos captarla y reconocerla en toda su pureza y en todo su rigor, para que ambos estados se separen del modo más preciso; de lo contrario mezclaremos, pero no unificaremos. En segundo lugar, se dice que la belleza vincula esos dos estados opuestos y cancela, por tanto, la oposición. Pero puesto que ambos estados jamás dejan de estar mutuamente enfrentados, no es posible vincularlos de otro modo más que anulándolos. Nuestro segundo cometido consiste, pues, en volver perfecto ese vínculo, en estrecharlo tan pura y completamente, que ambos estados desaparezcan por entero en un tercero, sin que en el todo quede rastro alguno de la separación de ambos; de lo contrario aislaremos, pero no unificaremos. Todas las controversias sobre el concepto de belleza que han prevalecido desde siempre en el mundo filosófico, y que todavía hoy, en parte, prevalecen, no tienen ningún otro origen fuera de que la investigación, o bien no fue emprendida a partir de una separación debidamente rigurosa, o bien no se la condujo hasta una unificación cabal y pura. Aquellos de entre los filósofos que al reflexionar sobre este objeto se dejan guiar ciegamente por su sentimiento, no pueden alcanzar de la belleza concepto alguno. porque en la totalidad de la impresión sensible no distinguen ningún elemento aislado. Los otros, que toman exclusivamente el entendimiento por su guía, jamás pueden alcanzar un concepto de la belleza, porque en el todo que ella constituye jamás ven algo más que las partes, y el espíritu y la materia, incluso en la unidad perfectísima de ambos, permanecen eternamente separados para ellos. Los primeros temen invalidar la belleza dinámicamente, esto es, como fuerza eficiente, si es que deben separar lo que en el sentimiento está por cierto unido; lo otros temen invalidar la belleza lógicamente, esto, como concepto, si es que deben reunir lo que en el entendimiento está por cierto separado. Aquellos quieren pensar la belleza tal como ella actúa; éstos quieren hacer que actúe tal como es pensada. Bien se ve que, por fuerza, ni unos ni otros acertarán con la verdad; aquéllos, porque quieren remedar, con su limitada facultad de pensar, la naturaleza infinita; éstos, porque pretenden limitar la naturaleza infinita según las leyes de su pensamiento. Los primeros temen, mediante una división excesivamente rigurosa, privar a la belleza de su libertad: los otros temen, mediante una unificación excesivamente audaz, destruir la precisión de su concepto. Aquellos, empero, no se hacen cargo de que la libertad, en la que muy justamente ponen la esencia de la belleza, no es anarquía, sino armonía de leyes; no es capricho, sino máxima necesidad interior: éstos otros no se hacen cargo de que la precisión, que con igual justicia reclaman de la belleza, consiste no en la exclusión de ciertas realidades, sino en la inclusión absoluta de todas, y de que la belleza no es, por tanto, limitación, sino infinitud. Evitaremos los escollos en que ambos partidos se han estrellado si comenzamos por los dos elementos que el entendimiento discierne en la belleza, pero si también nos elevamos luego hacia la unidad estética pura, mediante la cual ella actúa sobre la sensibilidad y donde aquellos dos estados desaparecen por entero (176).

 

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Notas

 (174) Aquí comienza un grupo de cartas, de la 18 a la 22923, que Schiller (vease la suya a Körner del 21.9.1795), distingue como singularmente importante y como aquél que contiene su verdadero ‘sistema de lo bello‘. Significativo para esta sección de las Cartas es también el siguiente pasaje, que figura en el primer borrador de una a Fichte del 3.8.1795, donde Schiller responde a una objeción que le había formulado el filósofo, acerca de lo inaceptable del uso de imágenes y metáforas poéticas: «Muéstreme Vd. en todos mis escritos filosóficos un solo caso donde realice la investigación propiamente dicha (no sus meras aplicaciones) valiéndome de imágenes. Ello no será ní podrá ser nunca mi caso, pues llego a ser escrupuloso en el cuidado por aclarar mis representaciones. Pero una vez que he desarrollado la investigación con precisión y rigor lógico, me agrada y lo hago al mismo tiempo por propia decisión, desplegar precisamente aquello que acabo de presentar al entendimiento también ante la fantasia (bien que en la más estrecha relación con aquél). Si Vd. quisiese verificar esta observación, lo remito al número sexto de Las Horas, porque precisamente ahí es más cómodo hacerlo. Si en ese número, en las cartas 19, 20, 21, 22 y 23, donde en sentido propio aparece lo medular de todo el asunto, halla Vd. un lenguaje inapropiado, entonces ya no veo, en efecto, punto alguno en que nuestros juicios puedan coincidir. La carta 18 contiene una superación fundamental de toda la estética contemporánea en sus dos corrientes principales, la sensualista y la racionalista.» (Fr. G.).

(175)  La «belleza relajante«, de la que se hablará de ahora en más.

(176) Un lector atento no dejará de observar, a propósito de la comparación aquí ofrecida, que los estéticos sensualistas, los que hacen valer el testimonio de la sensibilidad más que el razonamiento, se alejan de la verdad mucho menos, de hecho, que sus adversarios, aun cuando en cuanto a la comprensión no puedan rivalizar con ellos, y uno encuentra por doquier esta relación entre la naturaleza y la ciencia. La naturaleza (los sentidos) unifica por doquier, el entendimiento separa por doquier, pero la razón vuelve a unificar, es por ello por lo que el hombre que no ha comenzado todavía a filosofar está más cerca de la verdad que el filósofo que no ha acabado aún su investigación. Por ello, sin recurrir a ninguna prueba ulterior, uno puede declarar errado todo filosofema cuyo resultado tenga en su contra la sensibilidad común; pero con idéntico derecho puede considerárselo sospechoso si, en su forma y su método, tiene a la sensibilidad común de su lado. Con esto último puede consolarse todo escritor que no pueda exponer una deducción filosófica, contra lo que más de un lector parece esperar, como una conversación junto al fuego de la chimenea. Con lo primero, en cambio, podrá uno reducir a silencio a quien quiera fundar sistemas nuevos a expensas del sentido común.

 

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CARTA XIX

Cartas sobre la educación estética del hombre

Friedrich Schiller

 

En el hombre en general pueden distinguirse dos disposiciones diferentes, pasiva y activa, para ser determinado, y asimismo otros dos estados, pasivo y activo, de determinación (177). La explicación de este aserto nos conducirá del modo más breve hasta la meta.

El estado del espíritu humano antes de recibir determinación alguna mediante las impresiones de los sentidos, es el de una disposición sin límites para la determinación. Lo ilimitado del espacio y del tiempo ha sido entregado a su imaginación para que libremente lo use, y como, según la premisa de donde se parte, nada ha sido puesto en este vasto reino de lo posible, por donde nada hay, todavía, que haya sido excluido, uno bien puede designar este estado de indeterminación como una infinitud vacía, que en ningún caso se ha de confundir con un vacío infinito.

Ahora los sentidos del hombre deben ser afectados, y de entre la muchedumbre infinita de determinaciones posibles, una sola debe volverse real. Una representación ha de surgir en él. Lo que en el estado precedente de posibilidad de determinación no era más que una facultad vacía, se vuelve ahora una fuerza activa y recibe un contenido; pero al mismo tiempo recibe, como tal fuerza, un límite, mientras que, en cuanto mera facultad, era ilimitada. Ya existe, pues, la realidad, pero la infinitud se ha perdido. Para describir una figura en el espacio, debemos limitar el espacio infinito; para representamos una modificación en el tiempo, debemos dividir la totalidad del tiempo. Así, pues, a la realidad llegamos sólo mediante limites, a la posición o afirmación real sólo por la negación o exclusión, a la determinación, sólo por la supresión de nuestra libre disposición para la determinación.

Pero una mera exclusión jamás podría engendrar una realidad, ni una mera impresión sensible, jamás una representación, si no existiese ya algo respecto de lo cual se hiciese la exclusión; si la negación no se vinculase, mediante una acción absoluta del espíritu, con algo positivo y si la ausencia de posición no se volviese una oposición; esta acción del espíritu se denomina juzgar o pensar, y su resultado es el pensamiento.

Antes de que determinemos un lugar en el espacio, no hay, en rigor, espacio alguno para nosotros, pero sin el espacio absoluto jamás podríamos determinar un lugar.

Otro tanto ocurre con el tiempo. Antes de que tengamos el instante, no hay, en rigor, tiempo alguno para nosotros; pero sin el tiempo eterno jamás podríamos tener una representación del instante. Así, pues, llegamos al todo sólo por medio de la parte, a lo ilimitado sólo por medio del limite; pero también sólo por medio del todo llegamos a la parte, sólo por medio de lo ilimitado, al límite (178).

Si de lo bello se afirma, pues, que tiende un puente por donde el hombre va del sentir al pensar, esto de ningún modo ha de entenderse como si lo bello pudiese llenar el abismo que separa la sensibilidad respecto del pensamiento, la pasividad respecto de la actividad: ese abismo es infinito, y sin la intervención de una facultad nueva y autónoma, jamás nada singular podria volverse universal, ni nada contingente volverse necesario. El pensamiento es la acción inmediata de esta facultad absoluta, que, si bien ha de ser ocasionada por los sentidos para manifestarse, depende tan poco de la sensibilidad en esa misma manifestación, que sólo oponiéndosele es como se da, antes bien, a conocer. La autonomía con que obra, excluye toda intervención ajena, y по porque la belleza preste auxilio al pensar (cosa que encierra una contradicción patente), (179) sino porque da libertad a las potencias intelectuales para que se manifiesten según sus propias leyes, puede volverse un medio para que el hombre pase de la materia a la forma, de las sensaciones a las leyes, de una existencia limitada a una existencia absoluta.

Esto presupone, empero, que la libertad de las potencias intelectuales puede ser estorbada, lo cual parece reñir con el concepto de una facultad autónoma. Una facultad, en efecto, que no recibe de fuera más que la materia de su operación, sólo puede ser impedida en su obrar de manera negativa, esto es, sólo mediante la sustracción de la materia, y significa desconocer la naturaleza del espíritu el atribuir a las pasiones sensibles un poder capaz de oprimir de manera positiva la libertad del ánimo. Bien es verdad que la experiencia ofrece incontables ejemplos donde las potencias intelectuales aparecen oprimidas en la misma medida en que las sensibles operan con duplicado ardor, pero en lugar de atribuir aquella debilidad espiritual al vigor de la pasión, habría que explicar antes bien este mismo vigor preponderante de la pasión por medio de aquella debilidad del espíritu; porque los sentidos no pueden representar un poder contra el hombre, sino en la medida en que el espíritu, por una libre omisión, haya renunciado a dar pruebas de su propio poder.

Pero esto que acabo de explicar para tratar de evitar un reparo, me ha enredado, según parece, en otra dificultad, y si he salvado la autonomía del ánimo, lo he hecho sólo a expensas de su unidad. Pues ¿cómo puede el ánimo obtener de sí mismo razones para la inactividad y la actividad, si no está dividido, si no está contrapuesto a sí mismo?

Aquí debemos recordar que nuestro sujeto es el espíritu finito, no el infinito. El espíritu finito es el que no se vuelve activo sino por la pasividad (180) que no alcanza lo absoluto, sino mediante límites, que no actúa ni da forma sino en la medida en que recibe una materia. Un espíritu semejante asociará, pues, con el impulso hacia la forma o hacia lo absoluto, un impulso hacia la materia o hacia los límites, que son las condiciones sin las cuales no podría tener ni satisfacer el primer impulso. (181) En qué medida pueden coexistir en un mismo ser dos tendencias tan opuestas, esto es un problema que puede causar perplejidad al metafísico, (182) pero no al filósofo trascendental. Éste no se precia en modo alguno de explicar la posibilidad de las cosas, porque se contenta con establecer los conocimientos por los cuales se comprende la posibilidad de la experiencia. Y como la experiencia sería no menos imposible sin aquella oposición en el ánimo que sin su unidad absoluta, entonces establece ambos conceptos, con perfecto derecho, como condiciones igualmente necesarias de la experiencia, sin preocuparse, más allá de ello, por su compatibilidad. (183) Por lo demás. esta inhabitación de dos impulsos fundamentales no milita en modo alguno contra la unidad absoluta del espíritu, con tal que uno distinga, respecto de ambos, al espíritu mismo. Bien es verdad que estos dos impulsos existen y actúan en él, pero él mismo no es ni materia ni forma, ni sensibilidad ni razón, hecho en el que no parecen haber reparado siempre aquéllos para los cuales el espíritu humano obra por sí mismo sólo cuando su proceder coincide con la razón, y que, tan pronto como la contradice, lo declaran por meramente pasivo.

Tan pronto como ha logrado desarrollarse, cada uno de estos dos impulsos fundamentales aspira por su propia naturaleza y de manera necesaria a su satisfacción, pero precisamente por ello, por ser ambos necesarios y por tender ambos hacia objetos opuestos, estas dos necesidades encontradas se anulan mutuamente, y la voluntad mantiene una completa libertad entre ambas. La voluntad, por ende, es la que se comporta frente a los dos impulsos como un poder (como fundamento de la realidad) (184) , sin que ninguno de ambos pueda hacer otro tanto por sí mismo, frente al otro. El más autèntico deseo de justicia, del que en modo alguno carece, no aparta al déspota de la injusticia, ni tampoco la más viva tentación de goce hace que quiebre sus principios el hombre de ánimo esforzado. No hay en el hombre más poder que su voluntad, y sólo aquello que anula al hombre, la muerte, la pérdida de la conciencia, puede anular la libertad interior.

Una necesidad fuera de nosotros determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de la sensación. Ésta es completamente involuntaria, y tal como las cosas operen sobre nosotros, tenemos que sufrirlas. De igual manera, una necesidad en nosotros hace surgir nuestra personalidad, con ocasión de aquella impresión de los sentidos y por oposición a ella; pues la conciencia de si no puede depender de la voluntad, ya que ésta, por el contrario, presupone aquélla. Tal manifestación originaria de la personalidad no es nuestro mérito, ni es nuestro demérito su ausencia. Sólo de quien tiene conciencia de si cabe exigir razón, esto es, la consecuencia y la universalidad absolutas de la conciencia; antes de ello, el hombre no es todavía tal, ni puede esperarse de él acto alguno propiamente humano. Así como no logra el metafísico explicarse las limitaciones que el espíritu libre e independiente padece mediante la sensación, así tampoco el físico comprende la infinitud que, con ocasión de esas limitaciones, se revela en la personalidad. Ni la abstracción ni la experiencia nos permiten remontar hasta la fuente de donde dimanan nuestros conceptos de universalidad y necesidad; su manifestación temprana en el tiempo escapa al observador, y su origen suprasensible al investigador metafísico. Pero basta que la conciencia de si existe y entonces, junto con su unidad inmutable, queda instaurada la ley de la unidad en todo cuanto es para el hombre, y en todo cuanto por el hombre debe ser; la ley, en suma, para su conocer y para su obrar. De manera ineludible, incontrastable, inconcebible los conceptos de verdad y de derecho preséntanse ya en la edad del predominio de los sentidos, (185) y sin que supiese decir de dónde ni cómo surgió, percibe uno lo eterno en el tiempo y lo necesario en el curso de lo contingente. De este modo surgen, sin la menor intervención del sujeto, la sensación y la conciencia de si, y el origen de ambas está allende nuestra voluntad y, en igual medida, allende la esfera de nuestro conocimiento.

Pero tan pronto como la sensación y la conciencia de sí son reales, y tan pronto como el hombre ha experimentado, por medio de la sensación, una existencia determinada y, por medio de la conciencia de si, su existencia absoluta, también sus dos impulsos fundamentales se encienden entonces en él junto con sus objetos. El impulso sensible despierta con la experiencia de la vida (con el comienzo del individuo), el racional, con la experiencia de la ley (con el comienzo de la personalidad), y sólo entonces, una vez que ambos han llegado a la existencia, está edificada su humanidad. Hasta que esto ocurre, todo sucede en el hombre según la ley de la necesidad; pero en este punto la mano de la Naturaleza lo abandona y es incumbencia suya sustentar esa humanidad que aquélla dispuso e inauguró en él. Porque no bien los dos impulsos fundamentales opuestos se vuelven activos en él, pierden ambos su carácter constrictivo y la oposición de dos necesidades hace surgir la libertad (186).

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Notas

(177) Esta sentencia halla su debida justificación y desarrollo al comienzo de la carta 21.

(178) Y viceversa, véase el comienzo de la carta 18.

(179)Pensar es, en rigor, actividad autónoma pura.

(180) Sin la recepción (paciente) de las impresiones sensoriales no puede el hombre, según la doctrina kantiana, llevar a cabo la operación de pensar.

(181) Véase al respecto la carta 12.

(182) Schiller emplea este término en sentido escolar, como sinónimo de «filosofo dogmático«, titulo que por aquel entonces se aplicaba a los autores anteriores a la revolución copernicana de Kant o bien a aquellos que se negaban a aceptarla.

(183) Estos pasajes tanto lo que precede de este párrafo como el anterior se hallan en el Opus postumum de Kant (Akad. Ausg. vol. XXI, pág. 76), quien, al recibir la obra, se dirigió a Schiller, el 30 de marzo de 1795, en estos términos: «Las Cartas sobre la educación estética del hombre me parecen excelentes y las estudiaré para poder comunicar a Vd, a su debido tiempo, mis pensamientos al respecto.» (Akad. Ausg., vol. XII, pág. 11).

(185) El poder que provoca la realización de la decisión adoptada.

(185) La época de la naturaleza y de la infancia de la Humanidad.

(186) Para evitar toda interpretación errónea, me permito observar que, siempre que aquí se habla de libertad, este término no designa aquella que de manera necesaria le corresponde al hombre considerado como inteligencia, y que ni puede serle dada ni arrebatada, sino aquella otra libertad que se funda en la naturaleza humana en cuanto mixta. El hombre acredita poseer una libertad de la primera especie por el hecho de obrar, en términos generales, sólo de manera racional, y una libertad de la segunda especie, por el hecho de obrar racionalmente dentro de los limites de la materia, y materialmente según las leyes de la razón. La segunda de estas libertades podría explicarse directamente como una posibilidad natural de la primera.

 

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LA MEDIDA DE LA BELLEZA, por Primo Levi

LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 1). “Es a través de la belleza como se llega a la libertad” (Friedrich von Schiller)