LA GRAN TRANSFORMACIÓN
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Unos arrastran todo desde el cielo y lo invisible hacia la tierra, abrazando toscamente con las manos piedras y árboles. Aferrándose a estas cosas, sostienen que solo existe lo que ofrece resistencia y cierto contacto; definen como idénticos la realidad y el cuerpo, y si alguien afirma que algo que no tiene cuerpo, existe, ellos lo desprecian por completo y no quieren escuchar ninguna otra cosa (Platón, «Sofista»).
PENSAMIENTO TRIVIAL O ESTUPIDEZ CAPITAL
«Si observamos los avances en la investigación sobre la vida de las últimas décadas, podemos decir que, en la medida en la que ha estado marcada por el «conductismo» y los «reflejos condicionados», la experimentación se ha vuelto cada vez más complicada; el pensamiento, en cambio, cada vez más simple y trivial. El pensamiento trivial actúa como una enfermedad contagiosa y sofoca cualquier intento de una visión del mundo independiente en el gran público. «Dios es espíritu y el espíritu es nada» es la sabiduría trivial con la que se conforma la persona común en la actualidad. Esta sabiduría es tan trivial que está en su derecho de ser llamada estupidez capital»
Por Jakob Von Uexküll
Max Hartmann es, sin duda, un destacado científico que, con razón, goza de una gran reputación. Por lo tanto, una acusación que provenga de él no debe ser tomada a la ligera. Pues bien, en una publicación muy difundida, Hartmann me acusa de engañar al público. Por lo que entiendo, critica la teoría de la conformidad a plan porque ha despertado vanas esperanzas en los círculos no especializados.
Ya fui acusado de engaño en otra ocasión, aunque en un contexto completamente distinto.
En la isla de Isquia, donde disfrutaba de unos hermosos días de primavera, me encontré con un viejo conocido que me preguntó por una dirección. Le dije que girara a la izquierda, en el rosal en flor. Más tarde nos cruzamos casualmente en ese mismo rosal. Mi conocido me acusó de haberlo engañado, porque, según él, el rosal no tenía flores. resultó que era daltónico y no podía ver el contraste de la rosas con el verde de las hojas.
Me parece que la acusación que Hartmann hace en mi contra reside en un defecto constitutivo similar al de mi conocido en Isquia. Si aquel era daltónico, Hartmann es ciego a la significación. Mira a la Naturaleza como un químico mira a la Madonna Sixtina. Ve los colores, pero no el cuadro. Es incuestionable que un químico puede llegar muy lejos con un análisis de los colores, pero este no tiene relación alguna con el cuadro.
Hartmann es un destacado científico celular y químico, pero su trabajo no tienen nada que ver con la biología como teoría de la vida. Biólogo es solo quien investiga la conformidad a plan de los procesos vitales y determina su significación cambiante.
Esta concepción de la biología se ha perdido casi por completo. Además, para la mayoría de científicos, la conformidad a una ley de las relaciones de significación es, fundamentalmente, terra incognita.
Por lo tanto, me veo obligado a comenzar con los ejemplos más sencillos para proporcionarle al lector una idea sobre qué entender por significación, y así, en última instancia, demostrar que, para comprender toda vida, es necesario conocer su significación.
En principio, debo señalar que se trata de un engaño cuando:
- Se le encarga la evaluación de una pintura a un químico en vez de a un historiador del arte.
- Se le encarga la evaluación de una sinfonía a un físico en lugar de a un músico.
- Si en lugar de llamar a un biólogo, se le concede a un mecanicista el derecho de dar conformidad a la realidad de las acciones de todos los seres vivos, en la medida que estos obedezcan a la ley de la conservación de la energía.
Las acciones no son meros movimientos o tropismos, sino que se componen de percepciones y efectos, tampoco están reguladas de manera mecánica, sino en conformidad con la significación.
Por supuesto que esta concepción va en contra del «principio de economía del pensamiento», con el cual los mecanicistas han simplificado tanto la investigación. Pero hacer a un lado los problemas no significa resolverlos.
Si observamos los avances en la investigación sobre la vida de las últimas décadas, podemos decir que, en la medida en la que ha estado marcada por el «conductismo» y los «reflejos condicionados», la experimentación se ha vuelto cada vez más complicada; el pensamiento, en cambio, cada vez más simple y trivial.
El pensamiento trivial actúa como una enfermedad contagiosa y sofoca cualquier intento de una visión del mundo independiente en el gran público. «Dios es espíritu y el espíritu es nada» es la sabiduría trivial con la que se conforma la persona común en la actualidad. Esta sabiduría es tan trivial que está en su derecho de ser llamada estupidez capital.
¿Esa es la meta a la que Max Hartmann quiere conducir al público?
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AUTOR: Jakob Von Uexküll (1864-1944). Biólogo y filósofo estonio de origen alemán, redefinió los conceptos a partir de los cuales se pueden comprender las relaciones entre etología y ecología. FUENTE: Teoría de la significación, Introducción. Editorial Cactus, 2004. Traducción de Enrique Salas.
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Puede que todo culminara con las ceremonias catárquicas de 1992. Los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla iban a servir de escaparate para mostrar al mundo la transformación que había experimentado un país lastrado por complejos seculares. La obsesión por Europa, por parecernos a Europa, por situarnos a la altura de las sociedades europeas había adquirido niveles de fijación colectiva que lindaban con lo patológico. Recuerdo haber pasado buena parte de mi infancia y adolescencia con el sonido de fondo de los noticiarios donde se relataban las arduas negociaciones de los sucesivos gobiernos españoles para que nuestra nación fuera admitida en la Unión Europea. Recuerdo la entrada de España en la OTAN y sobre todo me acuerdo de la consulta para certificar su permanencia, en 1986, convocado por el mismo líder político que unos años antes había defendido lo contrario de lo que defendió en aquel referéndum. Pero ese cambio de criterio, ese giro abrupto en un elemento clave de la política internacional no le deparó perjuicio electoral alguno, sino que, muy al contrario, le sirvió para que su figura se revistiera de una aureola omnipotente y la práctica totalidad del entramado institucional se pusiera en adelante a su servicio.
Entretanto, a España se le hacía difícil desmentir la apariencia de país que mendigaba unas migajas de aceptación en el contexto de la escena internacional. Resultaba un tanto penoso ver a una de las naciones más antiguas de Europa llamando a la puerta de los nuevos amos continentales a fin de que la dejaran participar en su fiesta. Todo esto la sociedad española lo asumía con resignación, porque ya para entonces un inmenso aparato de distorsión cultural y pedagógica había ido creando una imagen de país atrasado, dueño de una historia cuajada de episodios atroces, y lo que Europa nos regalaría era no sólo una cornucopia de bendiciones materiales, sino algo mucho más importante a la postre: un intangible metafísico, un espíritu en sintonía con los nuevos flujos de la modernidad, la exoneración, a través de la aceptación de nuestro papel subsidiario en el concierto internacional, de todas nuestras lacras del pasado.
Como sucedería unos años más tarde con las naciones del antiguo bloque comunista, la España nacida del Régimen del 78 creyó a pies juntillas que Europa sería la solución a todos sus males. De acuerdo a las consignas que evacuaba la propaganda, perder ese último tren nos condenaría al más tenebroso de los destinos. Europa estaba ansiosa de volcar su generosidad sobre nosotros, pero teníamos que corresponder haciendo algunas concesiones. No importaba. Desmantelar nuestra industria pesada, perjudicar los intereses de nuestro sector primario, hacer entrega de nuestra soberanía económica o poner nuestra defensa al servicio exclusivo del gran hegemón norteamericano eran la contrapartida necesaria para enmendar al fin nuestro destino de nación fracasada y ganarnos el derecho a participar en un proyecto que nos encaminaría hacia un horizonte de prosperidad material y libertades políticas plenas.
1992 fue el refrendo gráfico, ante una audiencia planetaria, de que la gran transformación ya se había producido. El maná de los fondos de cohesión había permitido una mejora innegable de nuestras infraestructuras y de lo que se trataba era de que los mismos españoles creyeran que la suya era al fin una sociedad dinámica y vanguardista, curada de sus taras endémicas, plenamente homologada con los países más prósperos del entorno y en disposición de conquistar un futuro repleto de prodigios.
Pero sucedió entonces lo que acontece en algunas de esas mansiones que se hacen erigir a toda prisa los nuevos ricos. Tras la fachada de opulencia, empezaron a aflorar los defectos de construcción. Defectos que con el paso del tiempo no harían más que agravarse hasta poner en peligro la integridad de todo el edificio. Entonces, cuando lo lógico hubiera sido acometer las reformas necesarias para sanear la estructura, lo que se hizo fue perseverar en el depropósito. ¿Por qué? Porque el sistema —no una democracia representativa, sino un estado de partidos de naturaleza extractiva y clientelar— estaba ideado precisamente para eso: no para atajar los errores, sino para amplificarlos; no para contener a quienes buscan la destrucción del edificio común, sino para privilegiarlos; no para escuchar las voces de los que avisaban del desmoronamiento inminente, sino para desacreditar sus denuncias; no para hacer posible una sociedad crítica y alerta, sino para crear un inmenso tinglado mediático y educativo destinado al embrutecimiento de las masas y a la difusión de una versión de la realidad distorsionada y siempre en sintonía con los intereses de la oligarquía corrupta que lo sufraga.
Ahora, en la agonía del verano, el colapso del régimen adquiere tintes grotescos. Inservible, por mero desgaste, el término «humillación» para aludir al estado de postración colectiva en el que vegetamos, nos limitamos a contemplar con distante naturalidad los penúltimos episodios chuscos que nos inflige esa cuadrilla de zánganos embusteros que medra a expensas de la siembra de la discordia y el despiece de la nación. Desvanecido el deslumbramiento inicial por aquel europeísmo de diseño que iba a catapultarnos a cotas de desarrollo nórdicas, escarmentados y moralmente exhaustos como nos sentimos, pero en realidad ya casi conformes con el destino al que una clase gobernante cínica y predatoria ha conducido a una masa de sujetos lobotomizados, quizá sólo nos reste, como melancólica tarea vital, describir los pormenores de este epílogo con la mayor precisión posible.
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