What is a woman ?
Tabla de contenidos
- 1 ¿Qué es una mujer?: el documental que alerta contra los peligros de la ‘ley trans’ de Montero
- 2 ¿QUÉ ES UNA MUJER? (What is a woman?), Documental de Matt Walsh
- 3 FICHA TÉCNICA DEL DOCUMENTAL
- 4 “¿Qué es una mujer?”: el exitoso documental que cuestiona la ideología de género y que la crítica boicotea
- 5 El macartismo se volvió de izquierda: pensamiento único en nombre de la diversidad
¿Qué es una mujer?: el documental que alerta contra los peligros de la ‘ley trans’ de Montero
El analista político Matt Walsh expone las incongruencias de las teorías de género con una sola pregunta, y advierte de las secuelas de la hormonación en menores
Por Marcos Ondarra
The Objetive, 1 OCTUBRE 2022
Una simple pregunta, ¿qué es una mujer?, basta para dejar en fuera de juego a los teóricos de género. E incluso para desquiciarlos. Así lo muestra Matt Walsh en el documental ¿What is a Woman? (The Daily Wire, 2022), que está arrasando en Estados Unidos, y que evidencia la escasa solvencia de la teoría queer, que preconiza que para ser mujer basta con «identificarse» como tal. «Ya, ¿pero qué es una mujer?», repregunta hasta la saciedad nuestro protagonista, hastiado del argumento circular de sus interlocutores. No hay respuesta.
Nada mejor que el método socrático para exponer una farsa. Una farsa, sin embargo, que cada vez cuenta con más adeptos, y que ha pasado de las universidades norteamericanas al Congreso de los Diputados de España, en forma de una ley trans que recoge la «autodeterminación de género», y que está siendo tramitada por la vía de la urgencia. Esto es, sin que haya existido un debate previo sobre las consecuencias que esta puede tener sobre la infancia ni sobre la legislación previa.
El por qué de esta «mordaza» –así lo denuncian las feministas– se intuye en el reportaje. Walsh patea la Academia en busca de respuestas. ¿Son los «roles de género» una «construcción social»? ¿Puede una mujer estar atrapada en el cuerpo de hombre? ¿Qué significa ser mujer? Una pregunta, esta última, que las generaciones previas nunca se plantearon. El primer experto en ofrecer una definición, el psicólogo Patrick Grzanka, asegura que «una mujer es aquella persona que se identifica como mujer». Ahí el espectador intuye que la empresa de Walsh no será fácil.
Y no lo es. Circunloquios, desplantes e incluso insultos -«tránsfobo» o «capullo»- son lo que recibe el comentarista político norteamericano en su periplo. Pero ninguna respuesta. El dislate alcanza su apogeo cuando Walsh se cruza con un activista LGTB por las calles de San Francisco (California). «¿Por qué preguntas a un gay lo que significa ser una mujer? Deberías preguntar a una mujer, especialmente a una mujer trans». Lo que sigue es una transcripción literal de la conversación.
-Estoy preguntando a todo tipo de gente… ¿Acaso no puede tener todo el mundo una opinión sobre qué es ser mujer?
-No. Sólo una mujer. Un gay no sabe nada acerca de qué es una mujer.
-O sea, que solo una mujer puede opinar sobre qué es una mujer.
-¿Por qué iba a poder decir un hombre qué es una mujer? Sólo las mujeres saben qué es ser mujer.
-¿Eres un gato?
-No.
-¿Puedes decirme qué es un gato?
-(silencio incómodo) Esto es un error. Me arrepiento de haber hablado contigo.
La desesperación lleva al protagonista hasta Nairobi (Kenia), donde se halla la tribu Kukuyu. Quizá la respuesta esté lejos de Occidente. Y aunque ahí tampoco la encuentra, recibe un trato más cálido: los insultos dan paso a las risas.
-¿Existen las mujeres con pene?
-(El jefe de la tribu se ríe) Nunca había oído algo así.
«Un hombre tiene sus tareas y una mujer tiene sus tareas. Una mujer no puede hacerse cargo de las tareas de un hombre, y viceversa», expone el jefe de una tribu en la que la condición biológica (el sexo) sí tiene un peso fundamental. Una mujer, para aquel sabio anciano keniata, «tiene pechos, vagina y da luz a hijos».
Money, por otro lado, es quien dota de apariencia científica la separación radical entre sexo y género. El psiquiatra siguió la lógica de la primacía de la cultura sobre la naturaleza o, incluso, de la irrelevancia de esta última. A raíz de su teoría, surgieron numerosos experimentos que prentendían demostrar sus tesis y que, sin embargo, las contradijeron. El caso más paradigmático es el de los gemelos Bruce y Brian Reimer, nacidos en 1965 en Winnipeg (Canadá).
Con siete meses de edad, a uno de ellos (Bruce) le debió ser extirpado el pene después de habérsele practicado mal una operación de circuncisión. Por recomendación del doctor Money a los padres, el pequeño fue sometido a una cirugía de castración y se le educó como si fuera una niña, mientras que su hermano (Brian) recibió una formación de acuerdo con su condición masculina. Con el ánimo de que Bruce no supiese la verdad de su sexo, se le cambió el nombre a Brenda. Money describió el experimento como exitoso, arguyendo que había demostrado superar la controversia entre lo natural y lo cultural, lo dado y lo adquirido.
Sin embargo, con el paso de los años, y ante los innumerables problemas psicológicos de Brenda, sus padres le confesaron la verdad e intentaron remediar el daño causado. Se le realizó una cirugía reconstructiva de su verdadero sexo y Brenda cambió su nombre por el de David. El caso concluyó de forma trágica con el suicidio de Brian en 2002 y, dos años después, en mayo de 2004, con el de David a la edad de 38 años. Lo cuenta John Colapinto en As Nature Made Him: The Boy Who Was Raised as a Girl (2000).
Las consecuencias
Tan aterrador resulta conocer los orígenes teóricos como las consecuencias prácticas. Y es que el documental va dejando a un lado el tono irónico y burlón de sus primeros compases para adentrarse en el drama. Llega el turno de Scott Newgent, antes conocido como Kellie, una mujer lesbiana que se operó para cambiarse de sexo. Se gastó un millón de dólares en cirugías, pero terminó padeciendo una embolia a causa de un pico de testosterona. No pudo demandar porque había firmado un consentimiento en el que admitía conocer (no lo hacía) que el tratamiento era experimental. «Probablemente no vaya a vivir mucho», admite.
No hay muchos estudios acerca del efecto a largo plazo de la hormonación en menores, por cuanto muchos de estos tratamientos están en fase experimental, pero esto no importa porque, denuncia Newgent, «hay un grupo muy reducido de personas, una minoría, que tiene un símbolo del dólar sobre sus cabezas»: «¡Tenemos cinco hospitales en Estados Unidos diciendo a los niñas que pueden ser niños por 70.000 dólares y una cirugía con el 67% de posibilidades de complicación!».
Un pionero informe de Lesbians United, una organización lésbica con sede en Estados Unidos, ha advertido recientemente de los problemas ligados al uso de fármacos bloqueadores de la pubertad. Estos afectan «al esqueleto, el sistema cardiovascular, la tiroides, el cerebro, los genitales, el sistema reproductivo, el sistema digestivo, tracto urinario, músculos, ojos y sistema inmunológico». También «pueden ser perjudiciales para la salud mental y aumentar el riesgo de suicidio».
Los bloqueadores para el desarrollo de la pubertad se han recetado a los adolescentes con disforia de género -enfermedad que los teóricos de género abogan por despatologizar- desde 1998, pero también a delincuentes a los que se les ha castrado químicamente. Hasta junio de 2022, la FDA (la agencia de medicamentos de Estados Unidos) ha recibido más de 60.400 informes adversos sobre el uso de los agonistas de la GnRH comunes, incluidas casi 8.000 muertes. Unos datos alarmantes.
Scott Newgent, compungido, admite que «soy una mujer biológica que transicionó médicamente para parecer un hombre, con hormonas y cirugía. Pero nunca seré un hombre». Y lanza una queja amarga: «¿Es tránsfobo decirme la verdad?».
La verdad es un acto revolucionario cuando se vive en una época de engaño universal, parafraseando a George Orwell. De ahí que What is a Woman? haya sacudido el panorama mediático y político estadounidense, y que el lobby trans ya haya pedido su cancelación. Harían bien en verlo todos en nuestro país antes de que sea demasiado tarde. También -y especialmente- Irene Montero.
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¿QUÉ ES UNA MUJER? (What is a woman?), Documental de Matt Walsh
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FICHA TÉCNICA DEL DOCUMENTAL
Título original: What Is a Woman?
Año: 2022
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Justin Folk
Música: Ryan Rapsys, Scott McCrae
Fotografía: Anton Seim
Reparto: Documental, Intervenciones de:Jordan Peterson, Miriam Grossman, Matt Walsh
Compañía: The Daily Wire
Género: Documental | Feminismo. Transexualidad / transgénero. Política. Propaganda
Sinopsis: Documental sobre el término «mujer» que choca entre diferentes campos y elementos de la sociedad por la interpretación que dan cada uno de ellos a la palabra tras la pregunta «¿qué es una mujer?».
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“¿Qué es una mujer?”: el exitoso documental que cuestiona la ideología de género y que la crítica boicotea
En el ránking de Rotten Tomatoes esta película de Justin Folk, protagonizada por Matt Walsh, estuvo al tope en las preferencias del público pero ningún crítico la quiso ver ni comentar. El boicot del pensamiento mainstream a quien osó remar contra la corriente
El documental “What is a woman?” (¿Qué es una mujer?), estrenado en junio, tiene tanta audiencia como condenas de gente indignada con su temática. Es un largometraje muy exitoso desde que se estrenó, en junio pasado, en los Estados Unidos, en la web de noticias Daily Wire, creada en 2015 por el comentarista político Ben Shapiro y el director de cine Jeremy Boreing. “Es a la vez el documental más comentado y el más ignorado del mundo”, dijo el escritor y periodista Matt Taibbi, colaborador de Rolling Stone. La mayoría de los críticos de cine se negó siquiera a verla.
Dirigido por Justin Folk y protagonizado por Matt Walsh, consiste en un recorrido por varias ciudades estadounidenses -con un vuelo a Nairobi intercalado- y por diferentes escenarios para entrevistar a profesionales, especialistas y ciudadanos de a pie a los que se les formula una misma pregunta: ¿qué es una mujer?
Con ese simple recurso, el documental logra exponer las contradicciones y debilidades de la ideología de género que, para el protagonista y relator del documental, “es realmente un asalto a la mismísima verdad”. Es decir, la teoría que divorcia por completo la identidad sexual de la biología, que pretende que el sexo es “asignado” al nacer.
En el comienzo del film, Matt Walsh, escritor y analista político, se presenta a sí mismo como un padre de familia inquieto por sus hijos ante una realidad que describe así: “Nuestra cultura dice que las diferencias entre niños y niñas no importan, que si te identificas como ‘algo’ entonces eres ese algo”. Y se pregunta: “¿Cómo ayudamos a nuestros hijos a entender estas cosas cuando están siendo bombardeados con mensajes de género e identidad que están en conflicto?”
No se trata de los derechos de los trans, ni de discriminación, sino del postulado de que el género es una construcción social y por lo tanto fluido, que se lo puede cambiar casi a piacere, mientras que para el común de la gente y para la ciencia el género tiene una base biológica innegable. Negar el binarismo es negar la naturaleza que dota a las personas de órganos con diferentes funciones reproductivas. “El sexo ha sido binario por millones de años”, dice por ejemplo en el film el profesor canadiense Jordan Peterson, psicólogo clínico, cancelado por la universidad de Cambridge por no plegarse al pensamiento políticamente correcto.
Los críticos de cine adoptaron frente al documental la misma actitud que los entrevistados por Walsh, que indignados cortan la charla apenas empiezan las preguntas “difíciles”, recibidas como una agresión. Muchos críticos se negaron a verlo aunque era tendencia en redes y pese a que fue la transmisión en vivo de más tráfico en la historia del Daily Wire. Lo descalificaron como transfóbico y tildaron a su realizador de fanático e intolerante.
Una excepción fue el citado Matt Taibbi, que es progresista, y que cuestionó la actitud de sus colegas: “La película, que intenta y no consigue que los activistas trans, los académicos y los profesionales de la medicina ofrezcan una definición de la feminidad, es tendencia”. Y ello a pesar de los críticos, acotó. “Ese es el problema: que nadie del otro lado, ningún crítico de cine prominente, tiene ni la libertad ni el valor de cubrir esto. Me parece extraño que todo el mundo tenga tanto miedo”, señaló.
Hay personas que verdaderamente sufren de disforia de género, es decir, una distorsión entre su identidad sexual y su cuerpo; pero es un número ínfimo de casos. Acá se trata de otra cosa: “Este aumento de la identificación transgénero no se debe a la disforia de género”, dice Walsh, sino a un “contagio social” y a una “moda”.
Según el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DMA, publicación de la American Psychiatric Association) de EEUU, se calcula que entre el 0,005 y el 0,014% de los varones y el 0,002 a el 0,003% de las mujeres entran en los criterios diagnósticos de disforia de género. Pero muchos cultores de la ideología de género pretenden que las transiciones se hagan con la sola expresión de la voluntad de la persona, sin ningún período previo de evaluación, ni intervención de profesionales. Denuncian que lo contrario es “patologizar” el transgenerismo; cuando la intención que ellos tienen es naturalizarlo.
Las entrevistas de Walsh revelan hasta qué punto esta ideología ha penetrado en ambientes médicos, académicos y en el público en general.
Es especialmente impactante escuchar a Michelle Forcier, una pediatra especialista en “transiciones” (de un sexo a otro), cuando Walsh le pregunta si decir que un niño es varón porque tiene pene es una asignación arbitraria de sexo, responder: “Decirle a una familia, basándose en ese pequeño pene, que su criatura es absolutamente cien por ciento varón, sin importar qué más pueda ocurrir en su vida, eso no es correcto”.
Cuando Walsh le menciona sus “gametos masculinos”, ella es categórica: “No, tu esperma no te hace varón”. Para Forcier, hasta la gallina tiene un sexo asignado -porque pone huevos-, pero “no tiene identidad de género”. Menos mal.
El sexo es biológico e incambiable, aun si la persona hace una transición. “Soy una mujer biológica. Nunca seré un hombre”, le dice Scott Newgent, un hombre trans, a Walsh.
Matt Walsh entrevista a profesionales y políticos y todos pasan a un estado de incomodidad cuando él les pide sencillamente que digan qué es una mujer. O caen en tautologías, como Patrick Grzanka, profesor asociado de la Universidad de Tennessee, que respondió que una mujer es “una persona que se identifica como mujer”. Enojado, le cuestionó al documentalista el porqué de esa pregunta… El diálogo con este académico es muestra de una tendencia a la que pocas universidades escapan: la proliferación de especializaciones, maestrías, doctorados, etc., en estudios de género de dudoso rigor. Basta ver la poca solidez del especialista ante las preguntas del entrevistador. Reacciona indignado. Se molesta especialmente cuando Walsh le dice que busca la verdad: “Esa es una palabra incómoda, transfóbica…”, le espeta.
Pero no hay que creer que la pregunta es antojadiza: en la audiencia de confirmación de la jueza Ketanji Brown Jackson, como magistrada asociada a la Corte Suprema de EEUU, la senadora republicana Marsha Blackburn, de Tennessee, le pidió que definiera a una mujer. Jackson se negó: “No en este contexto. No soy bióloga”.
¿Por qué es tan difícil o incómoda esa pregunta? Es que la corrección política ha instalado un clima de terror por el que nadie quiere ser calificado de transfóbico. Como el dogma dice que las mujeres trans son mujeres, y los hombres trans, hombres, se cae en eufemismos como personas menstruantes o personas con vagina o con útero y ya no se puede llamar mujer a una mujer.
Esto se ha extendido al punto de llevar a la cancelación de personas que están muy lejos de ser “conservadoras” (como sí lo es Matt Walsh), como la autora de Harry Potter, J.K. Rowling, por quejarse de que no se llame “mujer” a una “mujer”. Por eso no sorprende que los críticos de cine estadounidenses no hayan querido ni siquiera ver el documental.
“What is a Critic?”, ironizó un comentarista, porque mientras el film de Walsh recibía las mejores calificaciones del público en Rotten Tomatoes, el numero de críticas era ínfimo.
Ya sabemos que el progresismo, hoy hegemónico en el plano cultural, es tanto o más autoritario que “la derecha” a la que siempre denunció por represiva y censuradora. El que se atreve a cuestionar sus postulados, es racista, homófobo, transfóbico, sexista, intolerante, etc, etc.
Cuando Walsh le dice a la pediatra Michelle Forcier que Lupron, la droga que bloquea la pubertad, es la misma que se usa para la castración química de violadores, ella se ofende: “Cuando usas ese lenguaje estás siendo maligno y dañino”.
De ahí a la censura hay poco trecho. Walsh denunció en su cuenta de Twitter que la Asociación Médica Americana les está pidiendo a las Big Tech y al Departamento de Justicia “que censuren, desplacen, investiguen y persigan a los periodistas que cuestionan la ortodoxia de las cirugías de género radicales para menores, argumentando que la crítica pública es ‘desinformación’”
¿No tienen derecho los padres, el público en general, a interrogarse sobre estos tratamientos que antes que invasivos son castradores? La pediatra Forcier le explica a Walsh que las “afirmaciones de identidad” -esta ideología ama los eufemismos- empiezan cuando el paciente está listo. Recordemos que está hablando de menores. “Esto puede suceder en una chica que está en el comienzo de la pubertad y entra en pánico porque le crecen los senos, o un chico cuyo pene se está haciendo más grande y más activo”, dice a modo de ejemplo. Ahí entran en acción las “afirmaciones”: terapias hormonales que bloquean la pubertad y que, según Forcier, no tienen efectos secundarios ni permanentes… De acuerdo a esta pediatra, es como poner en pausa la reproducción de un video… Luego se da play en cualquier momento y acá no pasó nada. Pero muchos especialistas cuestionan la supuesta inocuidad de esos tratamientos. Sin mencionar las cirugías.
Otra especialista dice: “¿Cómo pueden hacer mastectomías a adolescentes de 16? ¿Cómo puede estar pasando esto?”
Buena parte del documental está dedicada a exponer este uso de bloqueadores hormonales de pubertad. ¿Qué adolescente no se inquieta cuando empieza el desarrollo de sus órganos sexuales? ¿Corresponde poner en duda su identidad por la sola incomodidad que generan los cambios típicos de esa edad? Cada vez más, estos tratamientos hormonales son usados con una liviandad que asusta, apenas un adolescente expresa dudas sobre su identidad sexual. Políticos, médicos y psicólogos promueven alegremente la idea de que los humanos pueden cambiar de sexo, cuando las cirugías y las hormonas solo modificarán la apariencia exterior de la persona y, además, no son tratamientos inocuos.
Walsh aborda el caso de un padre, Robert Hoogland, condenado a seis meses de prisión en Canadá por oponerse a la hormonación de su hija para cambiar de sexo. “Se considera violencia criminal usar el pronombre equivocado”, dice Hoogland que fue condenado por negarse a llamar “hijo” a su hija. La madre de la adolescente tiene de su lado al gobierno y a la ley. El hombre está en libertad bajo fianza. No crean que estos temas nos son ajenos, porque en Argentina el Congreso ha votado una Ley de Identidad de Género que habilita la transición hormonal y quirúrgica de niños.
En el film se ve también el testimonio de Scott (Kellie) Newgent, transgénero, víctima de mala praxis, que ha creado TReVoices, para oponerse a la transición médica de niños; él desmiente categóricamente que la hormonación sea inocua y reversible.
Entrevistado por National Review, Matt Walsh dijo que el transgenerismo es “como la vaca sagrada” y que los activistas trans “se sienten autorizados a decir cualquier cosa y a amenazarte”, porque “si los cuestionas eres la peor clase de blasfemador”.
A los que lo llaman “extremista” y “dinosaurio”, Walsh les recuerda que las cosas que él dice eran consideradas “hechos biológicos” hasta hace apenas dos décadas. “Esta es una lucha que podemos ganar”, dijo. Y aclaró: “Cuando digo ‘nosotros’, me refiero a las personas racionales y cuerdas… No hace falta ser conservador para darse cuenta de que los hombres son hombres y las mujeres son mujeres”.
Y en cuanto a cómo descoloca a sus entrevistados, dice que, si pueden “ser puestos de rodillas por una pregunta” es porque “ahí hay una verdadera debilidad”.
“Creo que la ideología de género puede ser vencida porque no resiste ningún tipo de escrutinio -insistió-. Lo único que hace falta es que tengamos un poco de audacia, que la miremos a la cara y hagamos algunas preguntas básicas”.
Sin embargo, son llamativas las entrevistas callejeras del documental -a jóvenes al azar y a mujeres en una marcha feminista- por la naturalidad con la que asimilan realidad a subjetividad: “Si es real para vos, entonces es real”…
n eso consiste su documental: tiene momentos desopilantes y otros angustiantes porque hay testimonios fuertes. Su principal mérito es exponer este pensamiento y mostrar hasta qué punto está impregnando las mentalidades.
Particularmente graciosa es su visita a una comunidad rural de Nairobi para indagar sobre estos temas. Los locales ni siquiera entienden de qué les está hablando Walsh, que entonces concluye que esto del transgenerismo es una preocupación exclusivamente occidental.
Otro momento insólito es cuando Gert Comfrey, psicoterapeuta, le dice que no puede definir qué es una mujer porque ella no lo es… cuando visiblemente sí lo es.
Debbie Hayton, periodista y docente británica trans, pero que cuestiona la ideología de género, sostiene que el documental crea conciencia sobre una realidad. Pero señala que Walsh “no explica por qué una idea tan extraña ha cautivado a la sociedad”. “¿Por qué tanta gente -especialmente joven- se identifica como transgénero o no binaria?
Es “la” pregunta que hay que responder.
El film apunta contra Alfred Kinsey y sus estudios sobre la conducta sexual, y sobre todo contra John Money y su teoría de que el niño nace con un género neutro.
Algunos pocos críticos que sí vieron el film lamentan que Walsh no haya entrevistado a varias ensayistas que han realizado críticas exhaustivas de la ideología de género, como Helen Joyce, Kathleen Stock y Julie Blindel.
Debbie Hayton comparte sin embargo la preocupación del autor del documental por la multiplicación de intervenciones transgénero en niños. Walsh entrevista a Marci Bowers, mujer trans, cirujana que lleva practicadas unas 2000 vaginoplastias, operaciones de transición. Al respecto, Hayton dice: “Seamos claros en lo que esto significa. A un niño demasiado joven para tener un tatuaje se le extirpan los testículos y se le filetea el pene”.
Y en cuanto a la insistencia en que atletas trans compitan en la categoría femenina, Hayton dice: “Al imponer esta vil tontería a los estudiantes, al punto de obligar a las chicas jóvenes a compartir los vestuarios con los chicos, se los priva de la seguridad y la privacidad, y también de algo más fundamental, que es la verdad”. Este tema también es abordado en el film con testimonios de mujeres deportistas que están obligadas a callar por miedo a la sanción o la expulsión. Cuando se animaron a protestar, la respuesta fue: “Eres transfóbica”. O, en el mejor de los casos: “Podemos ayudarte a superar esto con psicoterapia”.
Por último, ¿qué hubiera respondido el propio Matt Walsh a su pregunta?: “Habría dado una respuesta biológica, porque esa es cien por ciento la respuesta. ¿Qué es una mujer?: una hembra humana adulta”.
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El macartismo se volvió de izquierda: pensamiento único en nombre de la diversidad
El progresismo es la nueva ideología dominante en la cultura: impone su credo de modo absoluto. En nombre de minorías supuestamente ofendidas se amordaza toda opinión divergente. En la faena, se llevan por delante la libertad de expresión y otras garantías individuales básicas
No es nuevo el autoritarismo de izquierda, pero antes estaba acantonado en regímenes de cuño soviético. Hoy, despojado ya de su contenido de clase, el credo de los grupos progresistas se ha vuelto oficial: es la ultracorrección política, adoptada por el propio “sistema”, que sabe que no lo pone en jaque, sino todo lo contrario: desvía las energías hacia combates contra enemigos imaginarios y produce divisiones que favorecen a los que quieren reinar.
Hace 70 años, el senador estadounidense Joseph McCarthy lanzaba una campaña de depuración ideológica contra todo aquel que hubiera esbozado alguna vez una mínima simpatía por las ideas comunistas. Los “señalados” eran investigados, procesados, obligados a la delación y a un humillante mea culpa público. La alternativa era la muerte civil: la estigmatización y la exclusión de sus círculos de pertenencia.
Un clima que resurge ahora de la mano de las “cancelaciones” por las que cualquier opinión que difiera aun levemente de la ortodoxia, definida por la ultracorrección política, es pasible de censura y de un boicot extensivo a la persona, condenada sin juicio ni apelación.
¿Hace falta recordar, como lo hizo en su tiempo Edward R. Murrow, crítico de McCarthy, que “una acusación no es una prueba y una condena depende de la evidencia y del debido proceso”? Hoy, el macartismo dejó de ser patrimonio exclusivo de una derecha reaccionaria, para convertirse en el arma de un progresismo cada vez más intolerante y autoritario.
Hoy, somos todos rehenes de minorías que coartan cualquier debate en nombre de su derecho a no ser ofendidas. Minorías activas y vociferantes -indigenistas, feministas, trans, ecologistas, veganos, etc- logran mediante acciones de presión -escraches presenciales y en redes, boicot o directamente denuncia penal- imponer su criterio al conjunto.
El psicólogo social Jonathan Haidt, profesor de la Universidad de Nueva York, es un crítico de la polarización y de las tan de moda políticas identitarias, cuyo resultado es la fragmentación de la sociedad en grupos minoritarios que reclaman reparaciones por ofensas a veces más pasadas que presentes de las que culpan al resto de la sociedad. En una entrevista con el diario español El Mundo, en octubre de 2018, Haidt explicaba que este fenómeno es una amenaza a la convivencia y a la libertad.
“¿Debemos sobreproteger a los colectivos históricamente discriminados? ¿A las mujeres, los homosexuales o los afroamericanos? Yo soy judío. Y pienso: claro que hay que luchar contra el machismo, el racismo o el antisemitismo. Pero esa batalla, ¿cómo ha de librarse? ¿Debemos renunciar al uso de determinadas palabras? ¿Debemos liquidar el debate en libertad y aceptar la censura?”
Y en relación a la ofensa como fundamento de la censura, agregaba: “No se juzga a una persona por lo que quiso decir o incluso dijo literalmente, sino por los efectos de sus palabras sobre un tercero. Ese tercero suele ser un presunto colectivo que se arroga el derecho a hablar en nombre de millones de individuos: mujeres, homosexuales, afroamericanos, musulmanes… Y que invoca sus sentimientos, por definición subjetivos, para justificar su intolerancia”.
El caso del futbolista uruguayo Edinson Cavani, sancionado en Gran Bretaña por dirigirle un “gracias Negrito” a un amigo, ilustra a las claras esta tendencia. Acá ni siquiera hubo un ofendido, real o supuesto. Fue el sistema, la cultura hoy dominante. La hipocresía de las elites que se acomodan muy bien con las políticas identitarias que llevan a la gente a luchar contra molinos de viento mientras los verdaderos males de la sociedad siguen en pie. El caso Cavani concentra todos los ingredientes de este neomacartismo. A pesar de las aclaraciones del sentido absolutamente inofensivo del apelativo Negrito, la Federación inglesa de fútbol mantuvo la sanción -nada leve: 3 fechas de suspensión y una multa de 100.000 libras- argumentando que el comentario fue “insultante, abusivo, impropio” y que le daba “mala reputación al fútbol”. El cinismo en su máxima expresión.
La misma lógica está detrás del lenguaje que se presume inclusivo. Se atribuye a una palabra el poder de ofender, como también se le atribuye el poder de superar los problemas. Cambio mi discurso y cambio la realidad. No hay duda de que la lucha en el plano discursivo es más cómoda. No tiene más riesgo que el ridículo. Hacer de cuenta que no se es racista -escandalizándose si alguien dice “negro”- importa más que no serlo. Parecer antes que ser. Desdoblar todo en masculino y femenino basta para no ser machista. A la inversa, se asegura sin pudor que, antes de la invención de esta neolengua orwelliana, las mujeres no estaban incluidas o no se sentían convocadas por los discursos, confirmando que el sentido común es la primera víctima de la corrección política.
No interesa la trayectoria de una persona; basta un desliz, una salida de tono, un error o, como sucede en la mayoría de los casos, una mala interpretación, para enviarla al cadalso. Hay cosas que no se deben decir. Punto. Hay que obligar a la gente a hablar bien, imponerles el lenguaje inclusivo, suprimir las palabras incorrectas del diccionario. No importa la intención ni el contexto, si se dice la palabra prohibida no hay defensa que valga, como lo comprobó en carne propia el futbolista Cavani.
Hay que amoldarse a las buenas conciencias de hoy, a la indignación de almas puras que encuentran en estas poses de intransigencia la militancia que nunca practicaron en la calle. Frente a la ofensa, generalmente muy subjetiva, la presunción de inocencia es un concepto perimido, una antigüedad: en las redes, está permitido cazar, escrachar, descalificar, anatemizar, condenar al ostracismo, a la muerte social y profesional.
Libertad de inexpresión – título que lo dice todo- es el último ensayo [Liberté d’inexpression, des formes contemporaines de la censure – éditions de l’Artilleur, 2020], de la filósofa francesa Anne-Sophie Chazaud, que describe una realidad en la cual la libertad de expresión no es más un valor sino un obstáculo a la realización de una loca utopía: la de una sociedad donde todas las diversidades florecen, salvo una, la de opinión. Una sociedad de susceptibles, de gente que se declara lastimada, ofendida, por las palabras de otros.
“Luchar por los derechos que se te niegan en razón de tus rasgos físicos o aficiones es legítimo y necesario”, decía Jonathan Haidt en la nota citada. Pero el camino es apelar a la común condición humana y no a la división, agregaba. “Lo contrario es lo que hacen los nuevos identitaristas. Hablan de opresores y oprimidos. Promueven una visión binaria del mundo. Ahondan en la segregación y el enfrentamiento entre los seres humanos. Nos abocan al conflicto y la fragmentación. A muchos jóvenes esto les atrae, les gusta: despierta sus arcaicos instintos tribales, da sentido a sus vidas. Pero para un país y para la paz es un desastre”.
Este clima identitario se completa con el planteo de que un sector no puede representar al otro, ni comprenderlo, ni ponerse en su lugar, lo que evidentemente lleva al no diálogo, al gueto. A la fragmentación social y cultural.
Se llega al colmo de decir que en el cine un blanco no puede hacer el doblaje de un negro. Una intérprete blanca no puede traducir la novela de una escritora negra…. Hace poco la actriz Hillary Swank cayó en el ridículo de pedir perdón por haber interpretado a un chico transgénero sin serlo… La negación misma de la actuación.
Son planteos inconducentes pero además falsos. Muchos varones han promovido la emancipación de la mujer. De lo contrario, es inexplicable, por ejemplo, que en la Argentina de 1991, un Congreso abrumadoramente masculino -266 varones y sólo 16 mujeres- haya aprobado el cupo femenino.
Muchos blancos han luchado contra la esclavitud y contra el racismo; algunos al precio de enormes sacrificios, como el sudafricano Denis Goldberg, arrestado junto a Nelson Mandela, en cuyo partido militaba, y al que la blancura de la piel no lo salvó de pasar 22 años en prisión en Sudáfrica; otros, al precio del martirio, como Andrew Goodman y Michael Schwerner, dos activistas de la lucha contra la segregación en los Estados Unidos, asesinados en 1964 junto a su camarada afroamericano James Earl Chaney; hecho que inspiró la película Mississippi en llamas (1988).
El sudafricano Goldberg bien podría denunciar invisibilización -esa condición tan de moda- porque nadie -o casi nadie- se acuerda de él; en ninguno de los films o libros recientes sobre Mandela se menciona que tuvo un camarada blanco de lucha y de infortunio.
La emancipación femenina en la Argentina no fue obra de ningún feminismo, sino una construcción conjunta de varones y mujeres y, contradiciendo el relato, en muchos casos fue iniciativa de los hombres, como el voto femenino (Juan Perón) y el ya citado cupo en las listas electorales (promovido personalmente por Menem).
Pero, desconociendo la historia, el nuevo feminismo condena a los varones en bloque, como el nuevo movimiento antirracista postula la culpa intrínseca de todos los blancos. Recordemos la espantosa coreografía “El violador eres tú”, para cuya recreación prestaron su pluma feministas locales supuestamente moderadas: “El violador sos vos / El tirano sos vos / El opresor sos vos”. El feminismo hizo su aporte a la construcción de este clima macartista: instalando que a la mujer hay que creerle siempre y que, en materia de ofensa de género, no existe la presunción de inocencia ni la prescripción del delito. Todo varón es culpable hasta que demuestre lo contrario. Linda Snecker, del partido de izquierda sueca, lo explicitó: “No podemos verte y saber si sos violador o no. Por eso asumimos que lo sos. Esa es la cruda verdad. Es por eso que los hombres deben asumir su responsabilidad colectiva. Todos los hombres”.
Si alguien cree que estos delirios nos son ajenos, vean el mensaje de una docente hace un tiempo en Twitter: “Tres alumnas me dijeron que: Todos los hombres, todos, son violadores en potencia. Tuve que respirar dos o tres veces para contestarles suave y tranquilamente. ¿Lo peor? Que 18 varones del aula no se animaron a refutarlas”.
Ya lo dijo Paloma San Basilio: “Con el tema del acoso podemos volver a la Inquisición”.
La ley se aplica con retroactividad. Desaparece el contexto, no hay gradación, ni escala en los delitos. Un comentario fuera de lugar configura a un acosador. Un baboso es lo mismo que un violador. No se distingue, como en el derecho penal, la infracción del crimen. No hay atenuantes. Un solo hecho, un solo acto, un solo paso en falso, define a la persona en su totalidad y de por vida. Bien lo sabe Roman Polanski.
Lo que en otro tiempo hubiera sido visto como grosería, desubicación, falta de delicadeza o de educación, hoy es crimen de lesa humanidad. Todo forma parte de ese patriarcado que, de acuerdo al relato hegemónico es el paradigma y basamento de todas las injusticias, de toda explotación, del colonialismo y del imperialismo. No importa que los varones puedan ser tanto o más explotados que las mujeres en el trabajo. Que lo hayan sido a lo largo de la historia. Incluso más que las mujeres. En el nuevo relato feminista, el motor de la historia no fue la explotación de una clase por otra, sino la dominación de una mitad de la humanidad -los varones- sobre la otra -las mujeres-. Ser varón ya configura un privilegio. Cuando no configura a un delincuente, aunque más no sea en potencia.
Lo mismo pasa con el nuevo racismo que tiene un discurso acusatorio no solo para el que comete un acto racista, sino para el que no admite su culpa intrínseca por no ser negro: “Negar sus privilegios blancos es participar del sistema racista”, dijo por ejemplo Maboula Soumahoro, una catedrática franco-africana. “Reconozcan y admitan su poder y privilegio y el hecho de que se están beneficiando de sistemas racistas”, fue el cargo de Sandra Inuqit, referente de una asociación Inuit (esquimal) de Canadá, a todos los no esquimales.
La contracara de la implacabilidad que muestran en el juicio al que se corre de la ortodoxia es el recurso constante a la victimización: si alguien critica lo que dice una mujer es por misoginia. Punto. Es llamativo ver cómo el empoderamiento femenino tan publicitado, pone en primera fila a personas disminuidas a las que no se puede criticar.
Lejos de tomarlo como un desafío al sistema, la elite mundial se hace vocera de esto. Es algo en lo cual no reflexionan los militantes de una “revolución” que curiosamente no sufre la oposición del poder, no exige sacrificios -más bien es premiada-, ni implica riesgos; más aun, es promovida desde arriba. En Argentina tenemos un presidente que habla inclusivo y tapa su inoperancia con iniciativas de género. Que ha multiplicado las estructuras estatales y el presupuesto destinado a la corrección política.
Que el profesor canadiense Jordan Peterson, implacable detractor de las ideologías políticamente correctas, sea objeto de cancelación casi parece natural. La universidad de Cambridge le retiró hace un tiempo el ofrecimiento que le había hecho como investigador invitado por una campaña organizada por estudiantes y profesores. Pero los dardos de los cultores de la corrección política no se limitan a sus acérrimos oponentes; se extienden a cualquiera que se corra aunque más no sea unos milímetros de la línea oficial. El progresismo no quiere ni siquiera oír una variante distinta de su credo. ¿Están tan convencidos que no pueden someter sus ideas a debate? La libertad académica y la libertad de expresión están reservadas a los que profesan la fe.
La nueva inquisición quiere quemar en la hoguera a la autora de Harry Potter -pese a sus inclinaciones políticas de izquierda- por el solo hecho de pedir que las mujeres sean llamadas mujeres y no personas menstruantes… Veamos la acusación/sentencia contra la escritora: “Seamos claros: lo que preconizan J.K.Rowling y otros TERFs es la tortura y la muerte de los jóvenes trans”. ¿Qué diálogo o debate puede haber después de semejante veredicto?
El colmo fue la sugerencia del filósofo progresista Peter Singer a sus colegas de escribir con seudónimo en la revista que edita para eludir la censura de …. ¡la izquierda! Lo dijo con todas las letras: “Actualmente, la mayor oposición a la libertad de pensamiento y discusión proviene de la izquierda”.
“El feminismo hegemónico es un tsunami: ir en contra te hunde”, decía proféticamente el profesor Pablo de Lora poco antes de ser él mismo revolcado por la ola. La Universidad Pompeu Fabra de Barcelona lo canceló por pedido de estudiantes ofendidos. Víctima impensada, ya que está lejos de ser un reaccionario. ¿Cuál fue su delito? Atreverse a decir herejías como que “no toda instancia de agresión contra la mujer lo es ‘por el hecho de ser mujer’”. O señalar los problemas jurídicos e institucionales que plantea la afirmación de que “la identidad de género es pura voluntad”, que basta con que una persona diga que se siente mujer para que lo sea a todos los efectos. “Hay mujeres que no se sienten cómodas compartiendo el baño con personas trans -osó decir-, y también surgen problemas en el ámbito de la competición deportiva”. Listo. Crucificado. Machista, cis y heteropatriarcal. Y el terror cunde. Ninguno de sus colegas osó defenderlo.
Esto pasa en ámbitos universitarios, precisamente donde no se debería eludir el debate sino promoverlo. ¿Cómo generar el espíritu crítico que declaman con un discurso único? “Lo más penoso de todo -reflexionaba De Lora- es [ver a] un conjunto de tibios [que] no se atreven a dar el paso de acercarse a ti y mucho menos defenderte en público”. Y advertía: “Tienes una masa de tibios asustados, una minoría enfervorizada, y una institución rendida: es el caldo de cultivo perfecto para el totalitarismo”.
Sobre esto alertaban también los 150 intelectuales que, preocupados ante el “clima de intolerancia” generado por “los excesos de la nueva izquierda antiracista contra todo punto de vista que difiera del suyo”, firmaron una carta abierta en Harper’s Magazine el 8 de julio de 2020. Entre los signatarios estaban Margaret Atwood, Wynton Marsalis, Noam Chomsky, Martin Amis, JK Rowling y Garry Kasparov. En el texto afirmaban que esto “era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios, un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo…”
“Un clima de miedo, contrario a la libertad de expresión, se instala debido a [la cancel culture]”, decía Thomas Chatterton Williams, otro de los firmantes, a Le Monde. Y, para darle la razón, este diario francés reprodujo la carta de los intelectuales adosándole la innecesaria advertencia editorial de que el verdadero peligro no proviene de la izquierda radical sino de la extrema derecha y los “supremacistas blancos”.
¿Qué mejor prueba de que la cancel culture ya no es tan marginal y de a poco impregna o al menos amedrenta a círculos más amplios?
O peor, que es una manipulación finalmente funcional al sistema ya que habilita la censura sin necesidad de imponerla desde el Estado. Lo que supuestamente se ejerce en nombre de minorías, en realidad no es ya una protesta contra el statu quo sino parte de él.
Históricamente, la censura, el índex de libros prohibidos, el juicio inquisitorial, los límites a la libertad de expresión estuvieron asociados a los regímenes autoritarios, a las dictaduras. Hoy ya no es así. La censura se ejerce en universidades, editoriales, medios de comunicación y hasta empresas, para excluir del discurso público algunos puntos de vista y también a sus voceros. Una tendencia que llega hasta la reescritura de libros -traicionando la memoria de sus autores-, la censura retrospectiva de films y obras de arte o el anacronismo en la reconstrucción del pasado para incluir la cuota obligada de diversidad, tolerancia y buenismo.
La justificación de este neomacartismo es que los colectivos en cuyo nombre se ejerce, organizados por raza, género, orientación sexual, etc., fueron privados de derechos a lo largo de la historia y silenciados, y por eso están autorizados ahora a la revancha -una venganza, ex post facto contra terceros que nada tuvieron que ver con su opresión, pero son culpables por su color de piel o su nacionalidad.
Hace poco, la ganadora del puesto de primera princesa en el concurso Miss France fue objeto de todo tipo de ataques en las redes por su condición de judía. Peor aun fue la justificación pública de esos ataques: “No se puede ser inocentemente israelí”, dijo Houria Bouteldja, una activista argelina. Tampoco se puede ser inocentemente blanco o inocentemente varón.
¿El racismo de los oprimidos no es racismo? Aunque cueste creerlo, eso sostienen. Su odio es legítimo. Su venganza es justicia. Del mismo modo que antes afirmaban que la censura progresista no era censura. Que la represión en nombre de la colectivización socialista fue necesaria para la felicidad de los pueblos. El genocidio marxista no fue genocidio. La dictadura del proletariado no era dictadura. Tampoco el régimen cubano de partido único.
¿Y acaso no vivimos hoy un clima soviético que lleva a que, en público, muchos opten por callar?
Recientemente, Riss, caricaturista de Charlie Hebdo, que sobrevivió al atentado y hoy dirige la revista, dijo: “Creímos que sólo las religiones tenían el deseo de imponernos sus dogmas. Nos equivocamos. Ayer, decíamos mierda a Dios, al ejército, a la Iglesia, al Estado. Hoy, debemos aprender a decir mierda a las asociaciones tiránicas, a las minorías ombliguistas, a los blogueros y blogueras que nos pegan en los dedos como maestritos de escuela”.
Lo llamativo es que estos fiscales de la diversidad no se autoperciben -por usar un verbo que les es caro- como parte del establishment. Más aun, se desconciertan al ver que la rebeldía pasó a “la derecha”, como califican rápidamente y sin matices a todo el que no comulga con ellos. Tampoco se autoperciben como la policía del sistema aunque pergeñan organismos para monitorear el odio -el ajeno, nunca el propio- o invierten meses de trabajo -a sueldo de lobbistas internacionales, como declaran sin complejos- para descubrir que existe gente que no piensa como ellos, que incluso piensa lo contrario que ellos; qué atrevimiento… Y esa gente encima se organiza y se reúne, junta fuerzas para impulsar su agenda, algo que en el universo mental de estas “minorías ombliguistas” sólo ellas tienen derecho a hacer.
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La nueva ‘censora’ de Twitter dimite tras calificar como contenido de odio el documental ‘¿Qué es una mujer?’
Por Carlos Esteban
Gaceta, 2 JUNIO 2023
Hace un año, el periodista Matt Walsh, del Daily Wire, infligió un duro golpe a la teoría de género, oficial en todo Occidente, con una sencilla pregunta: ¿Qué es una mujer? No solo era el título de un documental, quizá el más importante de lo que llevamos de siglo, sino que toda la pieza consistía, básicamente, a plantear esa pregunta a todo tipo de personas, desde tribus africanas a catedráticos, médicos, especialistas y hombres de la calle. Desde entonces, esa maravillosa reducción al absurdo ha sido censurada por medios y plataformas tecnológicas por igual.
Y entonces llegó Elon Musk y compró Twitter y se comprometió a convertir la red social en un foro de discusión abierto y libre de censura. Y el Daily Wire, para conmemorar el primer aniversario del rompedor documental y aprovechando tan feliz circunstancia, decidió ofrecer la cinta completa en Twitter de forma gratuita.
Spoiler: no fue bien la cosa.
En la mañana de ayer, Jeremy Boreing, cofundador y codirector ejecutivo del Daily Wire, publicó un extenso hilo extenso en Twitter que anuncia un aparente cambio de actitud en el nuevo discurso de la red social: «Twitter canceló un acuerdo con @realdailywire para estrenar ¿Qué es una mujer? de forma gratuita en la plataforma debido a dos casos de confusión de género (misgendering)», escribió Boreing, y agregó: «No estoy bromeando».
El resultado de todo este formidable lío ha sido la dimisión de la responsable de censura (no, ese no es el título oficial, es directora de Confianza y Seguridad) de la red social, Ella Irwin, la segunda en perder ese puesto desde la compra por Musk de la red social.
Después del hilo publicado por el fundador del Daily Wire se produjo una verdadera tormenta de comentaristas preocupados por la censura, que etiquetaba el contenido de «mensaje de odio», primero, y lo hacía virtualmente inencontrable e imposible de reenviar, algo que se da de bofetadas no solo con las protestas libertarias de Musk sino también con su previo acuerdo con el Wire. ¿Está Musk realmente a los mandos de su propia plataforma?
El propietario de la red social apareció unas horas más tarde para excusarse asegurando que había sido «un error de muchas personas», pero una hora después la película seguía etiquetada como «limitada» porque «puede violar las reglas de Twitter contra conductas de odio».
Acabe como acabe esta saga, y a pesar del cese de Irwin, parece claro que aún hay temas donde la censura se ejerce de forma férrea incluso en las plataformas que más presumen de libertad de expresión, y el de la ideología de género quizá sea el más significativo. Y si algo hace eficaz el documental de Matt Walsh es que no se trata de una diatriba contra la autoafirmación de género ni una serie de razonamientos mejor o peor argumentados, sino que deja hablar y argumentar libre y extensamente precisamente a quienes defienden esta ideología, haciendo así evidente el absurdo de las mismas.
https://gaceta.es/estados-unidos/la-nueva-censora-de-twitter-dimite-tras-calificar-como-contenido-de-odio-el-documental-que-es-una-mujer-20230602-1300/
COMENTARIO CENSURADO EN ESTE ARTÍCULO:
https://www.vozpopuli.com/opinion/que-es-mujer-en-una-democracia.html?submitted=true#comment-84112
EL COMENTARIO CENSURADO:
Por exclusión, las mujeres pobres de solemnidad, que vienen a España a trabajar en el sector de los frutos rojos engañadas por el/los Gobierno/s español/es, no son humanas. Son esclavas. Esclavas olvidadas.
Cuando no existían pruebas, se hablaba mucho de ello. Desde 2018, que existen PRUEBAS -presentadas por AUSAJ, ver INDICE ESCLAVITUD EN ESPAÑA), no solo acerca de la esclavitud en Huelva, sino acerca de quienes son los sicarios que se benefician de esa esclavitud. QUe están determinados con prubas, pese a lo cual, se silencia su misma existencia.
https://puntocritico.com/ausajpuntocritico/?s=INDICE+ESCLAVITUD
Empezó con las mentiras de Jodi Évole y «Salvados», con información falsa, emitida en prime time, negaba la realidad. La misma abogada que utilizó para llevar a cabo el engaño, letrada de Womans Link, lo reconoce por escrito. Pero los jueces no admiten las pruebas, para luego decir que no se ha acreditado.
Me ha gustado especialmente esta frase del artículo:
«asentar valores como la verdad y el bien, que son los que mantienen la dignidad humana, la verdadera libertad y la verdadera belleza«.
Pero en esta Sociedad Cerrada a la verdad, que usted denuncia, la verdad no puede ser liberada. En esta sociedad tan enferma, es el DINERO el que parece proporcionar la «libertad, la bondad y la belleza». Tanta pasta, tanta belleza y felicidad.
Francamente asqueroso, como las denuncias, tan pretenciosas como la demagogia en que se sustentan.
La Libertad, la Verdad y la Belleza, ocultan la censura de la escavitud. No hay Libertad, ni Bondad, ni Belleza en quien oculta la Esclavitud, manipula la Verdad y desconoce la Belleza de ser Libre.