Manuel Bárcenas Gutiérrez
Jesús Díaz Formoso
Punto Crítico, 2017
Manuel Bárcenas Gutiérrez pone fin a su serie sobre la corrupción. Acaba de publicar su última novela; por ahora.
Conocí a Manuel hace un par de años, no exactamente por casualidad. Un día me llamó por teléfono y me contó su historia de autor novel objeto de abusos editoriales. Graves abusos, me parecieron. Dejémoslo ahí; será Manuel quien decidirá, o no, manifestarlos públicamente.
Decía que un día Manuel me telefoneó; para hacerme una consulta profesional en materia de Propiedad Intelectual. Tras examinar los hechos, y antes de despedirme, anoté en papel –un arcaísmo mío- su nombre y su teléfono. Cuando lo escribía, exclamé, pensando que era gracioso, “Coño, como el del PP”.
Me quedé helado cuando percibí que él se quedaba frío. Tras una pausa breve, pero que me pareció eterna, me contestó con un lacónico “Si. Es mi hermano”. No colgamos; reanudamos la conversación. No pude evitar preguntarle cómo había podido influir en su vida, y en sus problemas, la situación de su hermano Luís.
Hablamos un buen rato más; y además de encontrarnos como profesionales, nos encontramos como humanos. No tiene sentido explicar lo evidente. Manuel no es Luís; ni su situación económica ha tenido nunca nada que ver con Luís. Pero es su hermano; y los hermanos, duelen. Y también hieren. Hieren al inocente las culpas del otro. Las puertas por las que nunca quiso pasar antes, siguen cerradas. Indiferencia. Pero las puertas que son paradas en el camino de su propia existencia, reciben corrientes del viento de Luís, y quieren cerrarse también. Más lucha. Empezar de nuevo a vivir, después de medio siglo. Esa es una experiencia inefable; que marca. Para bien o para mal, según el efecto de causas anteriores; producto y utilidad del atributo Libertad. Si es para bien, puede dar presencia a la idea misma de bien; al hallazgo del nuevo arquetipo. Quizás sea su más reciente novela la imagen borrosa de esa nueva representación, ideada desde el renacer del medio siglo. Como el Águila.
Dejemos que sea Manuel quien se presente.
“Nací en el año del Señor de MCMLXIV, en la ciudad de Badajoz, extrema y dura, como de broma, un veintiocho de diciembre, unos minutos antes del que años después me enteraría estupefacto era mi hermano mayor, al que mis padres, Luis y Carmen, pusieron de nombre Antonio Jesús, asignándome a mí el de Manuel Ignacio. Si mi parto y el de mi mellizo no fue tarea fácil para doña María del Carmen, no menos lo fue la elección de nuestros nombres, en aquel momento muchos de ellos ya copados por Juan Carlos, María del Pilar, Vicente José, Luis Francisco, María Luisa y María del Carmen. Aunque ciertamente, más complicado lo tuvieron los dos últimos en llegar, Pablo María y Alberto Ramón, que tuvieron que conformarse con los sonoros nombres compuestos que debían de quedar sin utilizar para homenajear la nombradía de ilustres ancestros.
En la comarca de Tierras de Badajoz, a orillas del Guadiana, pasé mi más tierna infancia. En mi memoria se agolpan recuerdos de una fábrica de refrescos, de eternas tardes de domingo en el campo de los Marino, de los Alejo, de los Chito, de Paca, de mi amigo Márquez, de un colegio gris, del parque de los legionarios, de una casa alquilada doble, del Polígono de la Paz, de un puente viejo y otro nuevo, de Elvas, de Almendralejo, de Olivenza y de la técula mécula.
A los ocho años, junto a mis nueve hermanos, mis padres, mi abuela y mi tía, nos trasladamos a vivir a la capital del Reino de España, aunque en aquel entonces quien reinaba era un señor bajito, calvo y con bigote, al parecer, desde hacía muchos años, con palo largo y mano dura. Por lo visto, según me secreteaban con tristeza al oído la abuela Juana y la tía Tere, en el país que me vio nacer, hubo una vez una guerra, la peor de las guerras posibles, una guerra entre hermanos, una guerra para mí muy lejana, que en los unos y en los otros había generado demasiado dolor, demasiado miedo y demasiado odio.
Supongo que el traslado a la gran urbe supuso un cambio trascendental en el devenir existencial de mi vida. Del Polígono de la Paz, al Barrio de Peñagrande, entre Peña Chica, el Barrio del Pilar y la Ciudad de los Periodistas, junto a una carretera sin playa. En Madrid pasé la ajetreada época de la adolescencia, abandoné la feliz mocedad e inicié la dura inmersión en la edad adulta. Realicé mis estudios superiores de Administración y Dirección de Empresas en el antiguo Colegio de Areneros, habiendo trabajado posteriormente en diferentes empresas y responsabilidades. Me considero aprendiz de casi todo. Me gusta montar en bicicleta, las largas sobremesas familiares entre bromas, charletas y canciones de toda la vida, y esfumarme de la realidad cotidiana con la lectura de un buen libro. Al blanquear mis primeras canas he descubierto de forma autodidacta el duro oficio de escritor, y me causa placer pensar que lo que escribo puede llegar a emocionar a alguien tanto como a mí mismo. ¿Escribir para el pueblo?, ¡que más quisiera yo! Suplo con trabajo lo que me falta de talento. Mi novel opera prima, la intitulé Brick y el olivo 33, y recién sacada del horno es la que se aporta con esta reseña a la que he llamado La llave de la taifa. Historia Meridional. El muy ingenuo que hay en mí, a estas alturas de la vida, aún sigue creyendo que los sueños y las utopías son posibles. Desde el año mil novecientos ochenta y ocho, vivo en San Juan, Alicante, lugar de adopción y acogida, cerca de una carretera que lleva a una playa. Estoy casado con Manenes y tengo dos hijos, que en realidad son tres. Obvio decir que son la razón de mi vida”.
https://sites.google.com/site/lallavedelataifa/el-autor-1/biografia-esencial
http://www.falsaria.com/2017/04/entrevista-manuel-barcenas-la-llave-la-taifa-historia-meridional
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Les dejamos disfrutar del último relato de Manuel Bárcenas, “El sueño del español yacente”; un relato breve, ilustrativo del estilo y la temática de la obra de Manuel, que estamos seguros será de su agrado.
«El sueño del español yacente», por Manuel Bárcenas
Fin de la dictadura; el sueño de la transición, la democracia, el progreso, las libertades; el terror de las bombas lapa; los salvapatrias de bigote decimonónico y pistola en mano; el pago de la cuota como miembros del club global: la reconversión económica y los ajustes para entrar en la deseada Europa; la contrapartida de la contribución militar a la OTAN; la globalización multinacional; la locura especulativa del ladrillo y las infraestructuras megalómanas, los sobrecostes, las mordidas; el ejercicio del poder desde la más absoluta impunidad; los GAL, los fondos reservados, los hombres de negro y de verde al servicio de señores X; los oscuros gobernadores del Banco de España, los indignos alcaldes, concejales, ministros, senadores, diputados, presidentes de taifas, presuntos servidores públicos todos ellos; las egoístas reformas estatutarias, la insolidaridad del trasvase; el obstruccionismo legal, el desprecio entre partidos, la ausencia de diálogo; los periodistas con estrategias de crear tensión en la sociedad; los sindicatos de clase enriquecidos; las ingentes plantillas de funcionarios, el deseo de ser funcionario, la falta de emprendedores; los empresarios y trabajadores sumergidos; los organismos de control que no controlan; las instituciones y la justicia abatanadas por el poder; el estallido de la burbuja inmobiliaria, la crisis financiera, la deuda, el déficit, las privatizaciones, los recortes sociales; la afloración de los Gurtel, los trajes del Reino de Valencia, los eres de Andalucía…
Un español, nacido a mediados de los revolucionarios sesenta y que no votó la constitución, se encuentra recostado sobre el tronco retorcido de un olivo sabio. Es el olivo 33 de un campo de olivos.
Medita abandonándose en su universo mental.
Su cuerpo se ha mimetizado con el árbol en el que descansa. La cabeza es la plateada copa; los brazos, las quebradizas ramas; el torso, el angustiado tronco retorcido; las piernas, largas prolongaciones descoyuntadas en forma de raíces, aferrándose desesperadas a la Tierra y Madre a la que ama.
“¡Madre, yo te quiero!, pero quiero ser querido, quiéreme tu a mí”, se desgarra el español meditabundo desde las entrañas.
¿Por qué siente esto el español yacente?, ¿cómo no va a amar a la Madre si es parte de ella, sangre de su sangre, y ella savia alimenticia de su alma?, ¿puede no amarse por siempre a una Madre?, ¿acaso la Madre no le escucha, no se desvela en mil y un cuidados, no goza cuando lo ve crecer fuerte y sano, no sufre cuándo está enfermo, no busca su protección y ansía que encuentre la felicidad?, ¿por qué esa desazón y ese querer reconocerse en la Madre amada?, ¿quiere el yacente expresar un sentimiento amoroso o una ilusión amorosa?
No lo sabemos. Es solo un español yacente que medita.
Lo que sí sabemos de él son unos pocos datos biográficos.
Su infancia transcurrió en apacible sosiego, sin ser consciente de que su patria estaba viviendo el final de una larga noche de infamia. Luego, en su adolescencia, supo del odio en el que unos y otros habían vivido, e hizo suyo el afán de reconciliación que la Transición traía consigo. No hizo de joven ninguna revolución en las calles, pero se enriqueció con el mensaje de los poetas y trovadores de la libertad, hoy estruendosamente callados; experimentó el miedo y la intranquilidad en las miradas de sus mayores cuando el asalto al Congreso de los Diputados el veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno; y vivió de primera mano el terror de las bombas.
A pesar de sus pesares, este español que medita, ha vivido hasta no hace mucho razonablemente bien. Tuvo una buena educación, no le costó demasiado encontrar su primer trabajo, creó una familia y supo sacarla adelante. Sin embargo, hoy, en la madurez de los cincuenta y pocos, engullido ocho años atrás por la más cruel crisis por él vivida, ha pasado a engrosar la infame lista de los llamados parados de larga duración sin esperanza.
“¡Madre, yo te quiero!, pero quiero ser querido, quiéreme tu a mí”, se desconsuela una y otra vez el que medita.
El pensamiento va y viene por la mente del yacente, tomando distancia de la realidad, haciendo balance vital, y convirtiéndose en historiador testigo y víctima cobardes de su pasado. Se apremia en el descubrimiento de la Verdad biográfica. El fugaz paso de la vida se condensa grotesco en pura aleación fusible de soldadura autógena de acontecimientos de ayer. Los hechos se reubican a velocidad de la luz en la frágil y manipulable línea del tiempo:
Fin de la dictadura; el sueño de la transición, la democracia, el progreso, las libertades; el terror de las bombas lapa; los salvapatrias de bigote decimonónico y pistola en mano; el pago de la cuota como miembros del club global: la reconversión económica y los ajustes para entrar en la deseada Europa; la contrapartida de la contribución militar a la OTAN; la globalización multinacional; la locura especulativa del ladrillo y las infraestructuras megalómanas, los sobrecostes, las mordidas; el ejercicio del poder desde la más absoluta impunidad; los GAL, los fondos reservados, los hombres de negro y de verde al servicio de señores X; los oscuros gobernadores del Banco de España, los indignos alcaldes, concejales, ministros, senadores, diputados, presidentes de taifas, presuntos servidores públicos todos ellos; las egoístas reformas estatutarias, la insolidaridad del trasvase; el obstruccionismo legal, el desprecio entre partidos, la ausencia de diálogo; los periodistas con estrategias de crear tensión en la sociedad; los sindicatos de clase enriquecidos; las ingentes plantillas de funcionarios, el deseo de ser funcionario, la falta de emprendedores; los empresarios y trabajadores sumergidos; los organismos de control que no controlan; las instituciones y la justicia abatanadas por el poder; el estallido de la burbuja inmobiliaria, la crisis financiera, la deuda, el déficit, las privatizaciones, los recortes sociales; la afloración de los Gurtel, los trajes del Reino de Valencia, los eres de Andalucía…
“¡Madre, yo te quiero!, pero quiero ser querido, quiéreme tu a mí”, se ahoga en puro estremecimiento el español desolado y asolado.
“¿Qué nos ha pasado?”, se pregunta con un torrente de dolorosa pena descendiendo por sus mejillas. “¿Renunciamos a nuestros ideales de juventud y los olvidamos en el fondo profundo de un cajón?, ¿nos dejamos engatusar por la comodidad y el consumismo?, ¿nos hicimos viejos y conservadores antes de tiempo?, ¿nos vendimos por cuatro monedas de plata?, ¿es posible que hayamos tirado todas nuestras esperanzas por la borda en una noche inacabable de borrachera y locura?”.
Un frío helado recorre el cuerpo del español que yace, medita y sufre. El terror recorre cada poro de su piel, porque ahora en quién piensa es en su hijo, en su futuro, en lo crudo que lo va a tener como su generación no sea capaz de trasformar la mentira democrática actual en eficacia emprendedora, bien común y dignidad.
Sin poder evitarlo, una pregunta se manifiesta hiriente en su cabeza:
¿Puede un hijo amar a una Madre que le desahucia, que no puede pagarle las medicinas ni la universidad, agota los ahorros familiares y le recorta las alas?
El padre español yacente va entrando en un desasosegante duermevela. Su mente confronta ahora su vida con la del hijo amado.
Es esta última la vida de un joven español nacido en los inicios de los felices noventa de fastuosas olimpiadas y exposiciones universales, y que, como el padre, tampoco votó el seis de diciembre de mil novecientos setenta y ocho. Imposible de toda imposibilidad, para ambos. La infancia del hijo amado transcurrió aún más sosegada que la de su progenitor. No pasó necesidades, fue educado por buenos profesores y hasta recibió el barniz de una formación universitaria. A diferencia del padre, el hijo no se percata con dolor, del odio aún persistente entre los herederos de los unos y los otros; prefiere a los poetas y trovadores de su tiempo; y el terror de las bombas, aun siendo acontecimiento coetáneo, en su memoria es solo el eco reminiscente de algo malo que pasó rozándole. El joven español, hasta no hace mucho ha vivido más que bien al cobijo de la protección de sus padres. Sin embargo, la feroz crisis que lleva azotando al país casi una década y la situación de desempleo del cabeza de familia, le hace percibir su situación como crítica. Empieza a no entender nada y a hacerse un montón de preguntas que hasta entonces, en su Arcadia feliz, no se había planteado.
El joven español quiere y no puede, iniciar su inmersión en el mundo laboral y adulto. Forma parte de un nutrido ejército de jóvenes que quieren y no pueden: la generación DES, la de los desesperanzados, desempleados, desalentados, desencantados, desilusionados, desconectados, desafectados, desplazados… Paradójicamente, siendo éstos jóvenes la palanca y fuerza de desarrollo de la sociedad próspera, se les niega un futuro. La mala Madre los ha abandonado. No son su prioridad. El invierno que se avecina es crudo, que se apañen los cachorros como puedan.
En resolución, el joven español siente que corre el riesgo de vivir peor que sus padres, que el drama de la falta de trabajo y la precariedad laboral va para largo, y que su país actual no es un país para jóvenes. No tiene más remedio que hacer su propia Transición, romper con el pasado indigno y construir de cero su propio futuro de esperanza.
El doloroso pensar comienza a pesar como incomoda losa en la cabeza del yacente, que abandonándose en su inquietud de duermevela, se sumerge en el más profundo de los sueños.
En su mente se dibuja el contorno del mapa de su país. La visión es a vista de pájaro, pero para acrecentar su desasosiego, profunda y destructora.
Por un lado, se le manifiesta la fuerza telúrica del clima y el relieve: climas mediterráneos, continentales, oceánicos y tropicales; Españas luminosas, soleadas, húmedas, marineras, montañosas, meseteñas, isleñas. Por otro, el gen histórico impreso en la eterna aldea hispana: población recia y de difícil sometimiento, difícil de educar en valores, envidiosa; pueblo numantino, guerrillero, austero, de espíritu aventurero; de Pelayos, Cides, Pizarros, Quijotes, mujeres Malasañas, Claras del Rey, Agustinas, y Pilaricas Capitanas Generales; costumbrista en estado puro, sin el menor sentido social de colectividad encaminada hacia el progreso; fiero defensor de una casa difícil de guardar; peninsular que se siente isleño, capaz de hacerse nación frente a la agresión invasora del moro del sur o del gabacho imperialista del norte; demasiado acostumbrado a inclinar la rodilla ante el monarca absoluto y el prelado vividor; con ausencia de espíritus emprendedores capaces de multiplicar las riquezas de un imperio en donde jamás se ponía el sol; al margen tanto de las revoluciones populares con guillotina como de las industriales con máquina de vapor, pero sí de mucha revuelta griterío y mucho desplante de sable de generales; sin proyecto común alguno, en pleno siglo XXI aun buscándose a sí mismo; desde sus pequeñas aldeas, los que dicen no ser hispanos, confabulando más que nunca para destruir a la Madre que quiere ser cobijo de todos sus hijos, la herida que creíamos ver cicatrizar, de nuevo abierta en defensa de los supuestamente superiores intereses particulares; un pueblo, tierra y entraña, de individualismo feroz, con la frase dogmática siempre en la punta de la lengua afilada, el ademán bizarro y galán, el autoritarismo presto a doblegar la voluntad campesina del paisano, lo de fuera adoptado como el enemigo ideal; un pueblo trágico, de charanga y pandereta, de pobladores miopes y cainitas miserables, únicos responsables de sus desgracias y alegrías.
El español durmiente y soñador se debate entre sudores y escalofríos. Se siente desvalido, lábil. Sufre en carne viva al país que su locura onírica le muestra con heladora crueldad. Lo ama más allá de su bandera, de su himno y de sus miserables gobernantes.
Detengámonos un momento en describir este amor doliente.
Su amor a la patria es un sentimiento personal que, desde el análisis del pasado para entender el presente, le permite proyectarse al incierto futuro. Es fruto de la buena educación recibida no manipulada, su memoria histórica, el conocimiento de la sociedad en la que vive, sus vivencias personales, su anhelo de felicidad, y de su sentido del cumplimiento del deber. Un sentimiento al mismo tiempo trágico, dichoso, melancólico e irresoluble; afianzado por el paso de los años como roca inamovible de su personalidad. Concibe la historia de las regiones de su país dentro del marco de la historia de los movimientos migratorios en busca de oportunidades. Su utopía regional administrativa es la de una nación conformada por norteños, castellanos castúos, andaluces, levantinos e isleños. Siente las regiones y sus especificidades en tanto forman parte de un ente nacional superior que las sustenta, en la que ni la parte ni el todo, se pueden entender desgajadas una del otro. Cree firmemente que, en un contexto de integración supranacional, en el que las propias naciones están dispuestas a ceder parte de su soberanía nacional en aras de un bien común mayor para todos, el nacionalismo constituye el mayor de los despropósitos; una involución, un sinsentido. Asienta su creencia en la finalidad fundamental del hombre, que no es otra que su felicidad individual dentro de la felicidad social. Su credo lo constituyen unos pocos dogmas, claros y sencillos: El hombre es naturaleza y es alma, animal y espíritu, si se quiere. Más a más, animal inteligente y espíritu bello, podríamos decir. Como animal inteligente decide vivir en sociedad, como espíritu bello busca el bien común. La infelicidad sobreviene a la sociedad cuando los animales inteligentes que la conforman se transforman en bestias y los espíritus bellos se afean y embrutecen por la insolidaridad. La sociedad bien entendida, como una agrupación de hombres que comparten un relativo mismo espacio geográfico y clima, y estrechan lazos de convivencia buscando el bien común de sus miembros, sería un concepto superior e integrador de lo que podríamos llamar inteligencia y espíritu nacional. Dicho espíritu es indivisible, salvo que se resuelva con un enfrentamiento sangriento entre hermanos, enfrentamiento que todo español de bien aborrece.
El español yaciente deja de escucharse a sí mismo, y se sumerge en lo más profundo de la realidad de su sueño cuento. Está a punto de comenzar un largo viaje retrospectivo sin término para él.
Ven lector, acompañémosle, veamos dónde se dirige esta errabunda alma de español.
El español errante, no está ahora en la madurez de los cincuenta, sino en una edad indeterminada de su infancia. Viaja en la parte de atrás de un carro tirado por un fuerte caballo percherón. Sus padres van en el pescante.
¿Qué por qué va en un carro el español errante?
No lo sabemos, es un sueño del que yace.
El camino por el que transitan está lleno de baches y el carro avanza a empellones. De los padres solo percibimos la silueta trasera de unos cuerpos borrosos, sumamente concentrados en el dificultoso avanzar.
Sin apercibirse sus progenitores del trágico suceso, una violenta acometida hace caer al niño del carro, quedando este tendido en la cuneta del sendero, semioculto entre la maleza de zarza y jaral.
El niño gime y llama desconsolado, pero el chirrido de los ejes del carro se va perdiendo en la lejanía. Nuestro español errante queda solo y abandonado, y como es un niño, llamémosle a partir de ahora, pobre huérfano o niño errante.
El cielo se cierra, las nubes se muestran amenazantes. Desciende la noche con su fondo escénico de luna llena y aullido de lobos. Se levanta un fuerte viento, algunas gotas de lluvia comienzan a caer. Hay un bosque cercano que susurra. El niño errante se acurruca sobre sí mismo, y se mece somnoliento dentro de su sueño.
Vaga incierto y asustado el niño errante por el bosque. Tropieza con una raíz y cae. Un árbol monstruo extiende sus manos apresándole. El viento ahoga los gritos del infante que trata desesperado de librarse del ramaje opresor. Se agota en cada intento, no tiene fuerzas suficientes, decide abandonarse. Sus pies comienzan a hundirse en el barro; le resulta imposible moverse. Nota como su cuerpo es engullido por la Tierra Madre, atraído por una masa viscosa de fango y lodo. Toma aire y mantiene la respiración; piensa que tras la exhalación, no habrá una nueva inspiración. Pero se equivoca el niño errante. Inexplicablemente, el fango era solo una capa flotante sobre una nube de algodón negro. De pronto se encuentra el niño errante en caída libre en un abismo de oscuridad que lo inunda todo. Intenta aferrarse a la nada y no pensar en el dolor; en la absurda idea que si consigue golpear primero con la cabeza apenas sentirá el brutal impacto y la muerte será instantánea. Se equivoca otra vez. A pocos metros del suelo algo le sujeta con fuerza de las piernas, susurrándole unas enigmáticas palabras: “No, lucha, todavía no es el momento. Vuelve y ama, solo entonces, regresa”.
Impulsado con descomunal fuerza hacia arriba, el niño errante vuelve a encontrarse en el recodo del camino bajo la protección del zarzal. Un búho le observa desde su atalaya. El niño errante solloza descolorido. Experimenta el llanto irrefrenable de la orfandad.
Una mujer aparece en el recodo del camino. Lleva una mantilla blanca, o quizás sea azul, o puede que sea la de colorado o la que sabes tú. Muy guapa, de aires andaluces. Desde donde el niño errante está, no puede verla con claridad.
La mujer se acerca y le dice:
“Sal niño y deja de llorar. Es inútil, los hombres hace mucho que dejaron de oír el llanto de los hombres, y cuando desatan su ira, una manada de toros bravos embiste sin piedad a las almas inocentes. Sorbete los mocos y deja que limpie tus ojos negros de los pensamientos mohosos que enturbian de negra pena el alma. Ven, hemos de encontrarnos con los Maestros. Ellos nos mostrarán el camino”.
La mujer toma la mano del niño errante y comienzan a transitar por una escondida vereda.
No se rezague lector coetáneo. Coja usted también la mano del infante huérfano de Madre.
Cruzan los unidos por las manos, sierras, mesetas y penillanuras; atraviesan vegas, veras, riberas, llanos y campiñas; dejan atrás campos, tierras de barros y baldíos; vencen páramos y desiertos. Son muchas las jornadas empleadas, y grande el cansancio de tan largo caminar. Al fondo, un último ascenso de montañas. Detrás, el inmenso mar.
—Ya casi hemos llegado al mojón del Maestro Artesano —le dice al niño errante la mujer guía.
Un anciano venerable se encuentra trabajando al aire libre junto a una cabaña en un verde prado al pie de la montaña. Es un gran lutier y poeta. Un gran estudioso de los materiales, heredero de la tradición y memoria milenaria del oficio; de los pocos que quedan que conoce el secreto de las maderas de noble resonancia mágica. Sus manos encallecidas por longevos años de experiencia, dominan hábilmente la técnica constructora. Justamente acaba de terminar un bello violín, al que ha aplicado una última capa de barniz y dejado secar al amor del sol en el alféizar de una ventana.
—Bien hallado, anciano —dice la mujer de la mantilla.
El anciano deja sus quehaceres y se aproxima a los peregrinos.
—Bienvenida, mujer guía. ¿Es este el niño errante perdido?
—Sí, este es. Hace el número 33.
—Bien, esperad aquí un momento.
El viejo entra en la cabaña y sale con una caja de gusanos, un libro multimedia y una viola.
—Serás educado con las nuevas premisas del milenio en base a proyectos de aprendizaje en los que los alumnos seréis quienes hayáis de construir las respuestas —dice solemne el anciano venerable—. La Madre Maestra será solo un generador de ideas, una pastora guía. Tendrás que esforzarte y empaparte de conocimiento con la Trilogía del Saber.
Tras las enigmáticas palabras, el anciano hace entrega al niño errante de la caja de gusanos.
—Toma, tú serás sericultor. Has de saber que los gusanos de seda se alimentan de hojas del árbol de la morera. Procura que no les falte alimento y que la caja esté siempre limpia, porque si no, morirán. Rápidamente los verás convertirse en capullos y como abandonan sus mortajas vacías en forma de mariposa macho o hembra. Libéralas en un huerto de moreras. Luego las mariposas macho montarán a las hembras y las dejarán preñadas. Solo éstas pueden poner los huevos y, así, el ciclo de vida de los gusanos de seda, volver a empezar. ¿Entendiste esto, niño errante?
El niño errante asiente tímido con la cabeza. Se siente escrutado por el maestro constructor de violines, e intrigado por sus misteriosas palabras.
—Muy bien, niño errante —acaricia el anciano el pelo del infante huérfano de Madre—. Es lo primero que has de saber para ser un buen sericultor. El resto lo encontrarás en este libro. Se llama Libro de los oficios artesanos y profesiones del hombre y tiene varios yottabytes de capacidad. Como los otros niños, antes de llegar al puerto de embarque recibirás otros dos, completando así la Trilogía del Saber. Tu oficio es el que ocupa el lugar treinta y tres. Allí se explica el secado de los capullos, su clasificación, el cocinado, la disolución de la fibroína, el devanado y el hilado. Si tienes cualquier duda pregunta a alguna de las Madres Maestras que te acompañaran en la travesía. Ellas te guiaran en su manejo y te aconsejaran. Has de saber también que en este libro está todo el saber técnico acumulado por el hombre a lo largo de los siglos, acompañado de un decálogo deontológico y medioambiental para el desempeño de cada una de sus muchas actividades profesionales. No lo pierdas, sería el fin de la Humanidad. ¿Alguna pregunta, niño errante?
—No, Maestro Artesano.
—Bien, pues entonces solo me queda hacerte entrega de esta hermosa viola. Guárdala en tu zurrón, junto al libro y la caja de gusanos. Dile al Maestro Músico que te la acabe de afinar y te dé el segundo libro de la Trilogía. Buena suerte, niño errante.
Mujer y niño se despiden del anciano venerable y continúan su camino.
Hallaron el mojón guía del Maestro Músico, a poco más de dos leguas, en un recodo del camino de ascenso a la última montaña.
El Maestro Músico es un virtuoso que se encuentra haciendo piruetas y cabriolas en el saliente de una gran peña con impresionantes vistas al valle, poseído y ensimismado al ritmo de la primavera de Vivaldi que fluye de su violín; la música expandiéndose alegre en medio de la naturaleza viva, con el resonar de fondo de un manantial de aguas cantarinas. El raspar del arco extrae vibración festiva de las cuerdas de tripa. Toca ligado y en frenética sucesión de notas, al límite de la extenuación de agudos que se reviven unos a otros.
A diferencia del Maestro Artesano, de abundante pelo cano, gasta el Maestro Músico una pelambrera negra, con barba y bigote de luengo tiempo. Viste todo de pardusco, con botonadura plateada en la camisa, capa corta de trovador medieval, y finas botas de piel. Algo desgastadas las ropas por el andar vagabundo y el espíritu trotamundos, pero de gran porte caballeresco. Su alegría y buen humor, son del tipo con el que los niños errantes empatizan de inmediato. Se los lleva de calle con su ángel.
—Hola niño errante sericultor —sonríe el Maestro Músico al huérfano de Madre—. El Maestro Artesano me avisó con una golondrina mensajera que venías. Se acaba de marchar el niño 32 al que le tocó en suerte ser apicultor y tocar la mandolina. ¿Me dejas un momento esa viola que llevas en el zurrón? Te la afinaré para que de ella manen sonidos claros y acordes puros. Gran instrumento el tuyo, niño errante. Un poquito más grande que el violín, y más grave. ¿Te gusta?
—Sí, mucho, Maestro Músico, pero no sé tocarla.
—No te preocupes. Tocarla es fácil. Lo difícil es hacerla vibrar con perfección. Pero con esfuerzo y sacrificio, lo conseguirás. Las Madres Maestras y tus hermanos de travesía te ayudaran.
El Maestro Músico tomó la viola y dedicó unos minutos a afinarla por intervalos tonales con un diapasón de metal, comenzando por la cuerda del la. Comprobó el sonido final interpretando el fragmento de una bella melodía con aires de vals, que a la vez canturreó con doble intención:
Golondrina, golondrina
tú que vas cruzando el mar
dále un abrazo a mis padres
que allí en la Argentina están.
Y si tú les ves que lloran
tú les debes consolar
diles que aquí en nuestra España
nunca les podré olvidar.
—Ya está, niño errante. Cuida de ella. Es viola de artesano sabio. ¿Pero creo que yo he de darte algo más, verdad?
—El segundo libro de la Trilogía del Saber —contesta presto el niño errante.
—Claro, que desmemoria la mía —se dio el Maestro Músico con la palma de la mano en la frente a lo payaso—. Toma, aquí te lo tenía preparado. Se llama Libro de todas las artes. Contiene cualquier forma de expresión creativa inventada por el hombre para interpretar la realidad y entretenerse en las horas muertas. En el encontrarás todo lo imaginado con recursos musicales, literarios, plásticos y corporales. Dicho de otra forma, todo el saber acumulado en el orbe terrestre sobre composición, canto, instrumentos y ritmos exóticos; todo lo derramado sobre el papel o la pantalla de un ordenador en forma de novela, poesía, cuento y ensayo; todo lo construido con majestuosidad arquitectónica, pictórica, escultórica, o saber multimedia; todo lo danzarín, toda la teatralización que en el mundo ha habido, y todo el soñar cinematográfico. Has de saber, niño errante, que como el libro de los oficios que ya posees, este también contiene mucha técnica, pero su objetivo no es hacer de ti un virtuoso de las artes, sino más bien, un buen amante. Es, ante todo, un libro para educar el espíritu y gozar de las maravillas creadoras del hombre. Te gustara. Es sumamente variado y entretenido. No te digo más, que hasta contiene historias de ballenas, capitanes intrépidos, viajes y vueltas por el mundo, e islas de insospechados tesoros. Y eso por no hablar de las infinitas canciones y danzas de todas las nacionalidades que en él se recogen. ¡Chiripitifláutico!, ¿verdad?
—Gracias, Maestro Músico.
—De nada, niño errante. Daros prisa —se dirige ahora el Maestro Músico a la mujer guía—. Aún hay un trecho de casi una legua hasta la cumbre. Allí os espera el Maestro Filósofo con una madre que ha hecho un alto en el camino para amamantar a su bebé. Él le dará al niño errante el último libro de la Trilogía, el más importante de todos.
Parten de nuevo mujer y niño, y tal como el Maestro Músico les había dicho, se plantan en poco menos de una hora ante el mojón del Maestro Filósofo.
Una mujer recostada en una encina, balancea con ritmo cadencioso de suave oleaje a un churumbel que se aferra gatuno a su pecho maternal. El rorro succiona ansioso con los ojitos cerrados. Le gusta la teta al muy sinvergüenza. ¡Tonto que es! La leche agria se desborda de su boquita y se filtra por la piel ajada de la areola morena surcada de caminitos azulados de venas. La madre, que es mujer humilde y espíritu sufridor, le arrulla con una nana de cebolla ensangrentada:
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
La nutricia leche materna va saciando el hambre del bebote, que retira los labios del pezón y abre ligeramente los ojitos, al sentir el muy glotón cierto malestar en su barriguita. La madre, sabia y bruja, que intuye lo que le pasa, se lo echa con destreza al hombro y le da unas palmaditas en la espalda hasta que oye sus eructitos. Liberado su cuerpecito de los molestos gases estomacales de agrio fermentar, el rorro vuelve a cerrar sus luceritos y a su ocupación preferida de dormilón impenitente. El muy lamerón hasta pone cara de bobalicón. La madre reanuda la nana y le acuna suave, invocando a los duendes dueños de los sueños. El niño de vez en cuando entreabre sus ojillos y la mira desde el regazo. Se siente abducido por la sonrisa dulce de los labios maternos, pero también por la tristeza cósmica de la voz. Su rostro de terciopelo melocotón, camaleón gesticular, se debate entre muecas de risas y pucheros de miedos. Parece añorar los tiempos del útero calentito y plácido. La madre, atenta a los mensajes mudos, le pone el chupete ahuyenta monstruos, hecho de rocío de mañana y confitado de frutas. El niño se lo arrebata en un pispás con su lengua de camaleón y comienza a chuparlo a ritmo desenfrenado. Sabe que mientras esté aferrado al pezón del pecho de su madre nada malo puede pasarle en el lugar donde habitan los sueños. Poco a poco la melodía de la nana materna acaba de narcotizarlo por completo:
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea
¿Y el Maestro Filósofo, dónde se ha metido?, se preguntará, sin duda, el oyente de cuentos atento.
En ninguna parte. Está allí mismo, sentado en el verde suelo a escasos metros de la madre con el rorro; sin perder ripio de la escena y tomando notas en una libretita de hule con las pastas de color negro. Tan concentrado que no se apercibe de la llegada del niño errante y la mujer guía.
No tiene pinta el Maestro Filósofo de estoico, ni de escolástico. Todo lo contrario. Viste una elegante chaqueta sport, pantalón de pana y botas de senderismo.
—¡Ah! ya estáis aquí —dice el Maestro Filósofo poniéndose en pie—. En la olla hay gachasmigas si gustáis. Sentaos y descansad un poco antes de proseguir vuestro viaje. La madre nutricia y su rorro irán con vosotros. En el entretanto, aprovecho para hacer entrega al niño errante del tercer libro, el que cierra la Trilogía del Saber, el libro más importante. ¿Sentirás curiosidad, verdad, niño errante?
—Mucha, Maestro Filósofo.
—Eso está bien. Curiosidad, motivación e interés son cosas importantes en la vida de los niños errantes. Toma, el tercer libro se llama Libro del saber filosófico, y es el más importante porque ha de ser el que te ayude a cambiar a mejor tu realidad de niño errante. ¡Ojito, alumno aplicado!, que no es ningún librito de autoayuda, sino algo de mucha más enjundia. Contiene nada menos que el universo de pensamiento infinito generado por los hombres reflexivos de todo espacio temporal y lugar; desde los tiempos míticos anteriores a los grandes filósofos de la Antigüedad hasta nuestros días; de Oriente y de Occidente. Ha sido escrito por un equipo multidisciplinar de pedagogos y filósofos dirigido por el gran Marina —insigne profesor de instituto español y pensador de gran proceridad—, como un todo ordenado y lógico, encaminado a un Gran Proyecto Ético Universal. Para ti, niño errante, llamado a ser un nuevo Hombre en este alborear del tercer milenio, y hasta un español nuevo. Con el aprenderás a gestionar tu inteligencia y emociones, orientándolos en la buena acción en forma de proyectos creativos que deberás compartir con tus hermanos errantes. La Gran Meta se condesa en una palabra: la dignidad del ser humano. ¿Entiendes, niño errante, por qué la dignidad es lo que distingue a los hombres del resto de animales de la selva?
—Creo que sí. Los animales se limitan a comer y dormir, los hombres han de vivir la vida. Me lo ha dicho hace un rato el Maestro Músico: el hombre necesita la creación artística para entretenerse en las horas muertas.
—Para ser un niño errante, se te ve espabiladito. No está mal la respuesta. Por ahí van los tiros del meollo del asunto. El profesor Marina dice algo parecido en el Libro del saber filosófico: “la cultura entera son, entre otras cosas, inventos para animar las tardes de domingo”. De todas formas, no te preocupes si algo no entiendes, y pregunta a las Madres Maestras. Ellas responderán con sabiduría tus dudas, y te guiaran en el entrenamiento para conseguir la Gran Meta. Y eso es todo, no quiero meteros prisa pero debéis reemprender ya el viaje. Os quedan unas tres leguas, y aunque todo el camino es cuesta abajo, el tiempo apremia. Debéis llegar al puerto de embarque antes de que la noche caiga.
Mujer guía, niño errante, rorro y madre nutricia, recogen arreos y pertrechos, se despiden del Maestro Filósofo, y se disponen para la última etapa de su largo peregrinar.
Descienden despacio la montaña por el cansancio acumulado y el rorro que inevitablemente lentifica el avanzar. Llegan agotados a una inmensa playa. La tarde comienza a languidecer y el espectáculo es grandioso.
Una legión de mujeres y niños están sentados en la arena, al amor del fuego de fúlgidas hogueras, reponiendo fuerzas con la pitanza que llevan en sus zurrones. Un hermoso velero se encuentra fondeado en medio de la bahía. Bateleros descalzos, con los pantalones remangados hasta los muslos, esperan junto a sus barcazas orilladas, el momento de la partida. Junto a los que descansan, al pie de una duna gigante que se adentra en un retorcido pinar, hay montado un pequeño escenario. En el centro, una cantautora llamada Zaz —nombre mágico que encanta a los niños errantes de hoy—, se prepara para decir adiós a la nueva remesa de niños y mujeres que aguardan. Ha elegido su canción a conciencia, por la alegría y fuerza vital que transmite; para elevar el ánimo de los peregrinos a punto de embarcar. La canción se llama On ira, que puede traducirse al castellano como ¡Adelante, vamos! Es un canto vibrante y maternal, eterno como el latido del mar infinito y el soplo vivo de los vientos, náufragos de tiempos muertos. Una canción que habla de lo bella que es la suerte de los hombres y de la buena vida feliz que como seres humanos nos merecemos, una buena vida feliz que ha de conseguirse renegando de la impostora materialidad y alimentando los espíritus de universalidad y solidaridad.
Los niños errantes, inducidos amorosamente por el soplo aleccionador de las Madres Maestras, la escuchan con atención.
Poco a poco van comprendiendo que solo hay una solución posible: han de abandonar la patria vieja y marchita, y refundarla con una nueva identidad. Lejos, muy lejos. Lo más lejos posible del pasado, especialmente del pasado reciente. Es la única terapia posible: ser forjadores de su propio futuro, convertirse en sustrato y asiento de un florido renacer. Han de encontrar un lugar en donde rijan las nuevas normas de convivencia ciudadana, unas normas basadas en el esfuerzo emprendedor cada cual con sus capacidades, el bien común, y la vida digna para todos. Ha llegado la hora de decir definitivamente no a los males seculares de la nación.
Llega también la hora del siempre triste adiós de pañuelos y lágrimas.
Los bateleros ayudan a niños errantes y Madres Maestras a subir a las barcazas. El majestuoso velero comienza a desplegar sus alas blancas. Los bateles se separan de la orilla en dulce bambolear de chapoteo de remos.
¡Mira, oyente del cuento!, niños errantes y Madres Maestras venidos de todas partes: de las fábricas, de las universidades, de los campos de olivares, de las sierras, de los valles, de las mesetas, de las galianas, de los senderos, de las islas, de los volcanes, de las muy leales y nobles villas, de las aldeas campesinas, de los mares, de este, oeste, norte y sur… Una España diversa, enorme y poderosa se está gestando. Va cargada de futuro y esperanza. Esta vez no dejará pasar la oportunidad. Las Madres Maestras se han puesto al frente de la revolución. Se rebelan contra el fatal y mentiroso determinismo de que es lo que hay y no existen posibilidades, mensaje adulterado por los corruptores del poder que ignoran el potencial de crecimiento ilimitado existente en los infantes. Se niegan a educar a sus hijos en el desencanto y la frustración. Son buenas madres, y quieren verlos crecer fuertes, educados en la buena vida encaminada a la felicidad del hombre en sociedad. Es una revolución de madres conspiradoras fundadoras de una nueva Arcadia de niños errantes virtuosos; de una nueva Turdetania, próspera y fértil, la Nueva Tartessos del siglo XXI, una nueva Iberia sobre la piel de toro descrita por Estrabón, gobernada por justos Argantonios que hagan del bien común, estandarte de la nueva sociedad en construcción. Una sociedad cuya meta no sea la competición, el éxito, el poder y el dinero, sino el fomentar los valores humanos, la conversación pausada, el diálogo entre individuos y el vivir con dignidad. En resolución, una sociedad basada en la libertad, la cooperación mutua, la motivación, la responsabilidad social, la democracia en la gestión, la igualdad en derechos y deberes, la justa distribución de los beneficios entre los ciudadanos-socios, la solidaridad, la transparencia y la honestidad.
El viento aumenta la intensidad de su soplido en un intento de desbrozar el temor y la confusión en las almas de los infantes. El tiempo del reloj de arena se agota, y en la playa solo queda una España con la conciencia arruinada. Su destrucción es inminente.
—Vamos hijo, ya nos toca a nosotros —apremia la mujer guía al niño errante a subir al velero—. No tengas miedo, siempre estaré a tu lado.
Cesa por un instante la zaloma de trabajos marineros, y un himno suena en la cubierta del bergantín goleta, escuela flotante de cuatro palos. Un himno español con letra, interpretado por orquesta y coro de emigrantes. Un himno que, sin contradicción alguna, los que navegan huérfanos han adoptado como suyo. Un himno que habla de una patria que es melancolía y llanto de mujer por los hijos obligados a partir. Un himno que es paisaje, esencias de aromas, sueños y anhelos comunes. En el aire se oyen unos suspiros, ¡porque se alejan, Madre, de ti!, ¡porque los arrancan de tu rosal!
¡¿No oyes, atento oyente de cuentos, sus ¡Ay de mí!, sus ¡Pena mortal!?!
En mi corazón,
España, te miro,
y el eco llevará de mi canción
a España en un suspiro
Si con el viento llega a tus pies,
este lamento de mi amargo dolor,
España, devuélvelo con amor,
España de mi querer
Debiera el español yacente despertarse en este punto, y poner fin bellamente a su sueño cuento. Sin embargo, este se alarga arrítmico sin que el cuentista apologista pueda evitarlo, desdoblándose el niño errante en sus dos yoes: el Yo niño y el Yo soñador adulto.
El Yo niño se aleja en el velero, el Yo soñador adulto, a lo Serrat, se queda mirando desde la orilla, escondido tras unas cañas, nostálgico de su niñez de playa.
Sin esperárselo, el Yo soñador adulto del niño errante siente una mano en el hombro.
Es el Maestro Filósofo, que se manifiesta en fantasmal epifanía entre los juncos.
—Siento interrumpir, niño errante, pero me pica la curiosidad. ¿No es usted, por ventura, el hijo de don Luis y doña Carmen, el hermano de Pilar Sivón?
—Yo soy, ¿quién lo pregunta?
—El Maestro Filósofo, ¿no me reconoces, niño errante?
—Ah, sí, perdona, Maestro Filósofo, estaba un poco abismado. ¿Desea algo?
—Conocí a tu padre, un hombre bueno entre los hombres buenos, lamento mucho tu dolor. Pero no me manifiesto hoy aquí por eso. La razón de mi advenimiento es hablar con tu Yo soñador adulto en esta maravillosa intimidad de cañaveral. ¿Tienes la fortuna de disponer de unos minutos?
—Los minutos los tengo, no tanto la fortuna, que sabida es caprichosa y ciega. Por otro lado, en estos momentos apenas sé quién soy. ¿Con mi Yo soñador adulto dices que quieres hablar? Pues aquí lo tienes, creo; el otro, si alguna vez existió, se fue. Habla.
—Te noto un poco a la defensiva, niño errante. No tienes por qué. Relájate. Solo quería decirte que me gustó el cuento, que tiene su aquel, y que me pareces un buen cuentista. Me preguntaba si querrías unirte al Gran Proyecto Ético de los Maestros. Me vendría bien un ayudante. El sueldo de ayudante cuentista no es mucho, la verdad, pero da para vivir dignamente y gratifica infinito en lo moral. ¿Te interesa?
—Dudo que sea un buen cuentista, Maestro Filósofo. Publiqué dos libros, pero nadie los lee. Supongo que no serán lo suficientemente buenos.
—Les pasa a muchos, niño errante. No desesperes. Yo he leído tus libros, y me parecen buenos comparados con tanto éxito planetario mediocre y tanta canalla editorial. Una prosa poética, trabajada y diletante al mismo tiempo; sencilla, clara, rica en valores. Se nota que pones tu amor en la tarea de escribir, aunque claro, hasta el sol tiene manchas.
—Gracias por regalarme el oído y el inmerecido halago. Pero creo que aquí me quedo tendido y acabado para el oficio, “imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva”. Además, me temo que no tengo el don. El escritor nace, no se hace.
—No siempre y solo en parte, niño errante. La dedicación y el soplo del numen a favor, también juegan cartas en el asunto. Pero no te andes por cervantinos cerros de Úbeda y contéstame. ¿Te unes o no a nuestro Gran Proyecto Ético?
—No sé, Maestro Filósofo. Temo fracasar una vez más.
—Déjate de fracasos y milongas —replica enfurecido el Maestro Filósofo quebrando de un manotazo unos juncos—. Usted, niño errante, es escritor honesto. Ha publicado digitalmente dos libros, con dignidad y sentido de la belleza, y ahí quedarán en la nube, para el que quiera acercarse en la posteridad. Los niños errantes necesitan cuentos que le recuerden la Madre que dejan atrás, cuentos que se graben en sus mentes y los conviertan en espíritus fuertes. Te necesitamos, cuentista de Hamelin. ¡Ahora, no dentro de cien años! ¿Qué nadie lee tus libros?, ¿Qué la Humanidad se pierde tu excelsa pluma? ¿Y qué? ¡Lo que te estoy ofreciendo es un trabajo, hombre de Dios! ¿Tan holgada es tu situación como para rechazarlo?
Un silencio profundo se instala alrededor del Yo soñador adulto del niño errante.
La silueta del Maestro Filósofo se evanesce en lo hondo del cañaveral con la misma instantaneidad que su improvisada epifanía.
El español yacente despierta por fin de su demencia narcótica.
Lástima, por un momento había experimentado la emoción de encontrar un bello trabajo con el que ganarse dignamente las habichuelas, e incluso fantaseado con colarse de polizón en el velero de regeneración soñado, comenzando así una nueva vida de español.
Vuelta a la cruda realidad, al calvario y pasión de clavos de Cristo, a coleccionar dolores invisibles de todos los colores e intensidades.
Vuelta al Distrito Desesperanza, Barrio de los Olvidados, Calle Desasosiego de los parados de larga duración.
¡Iluso diletante!, ¿qué iba él a hacer en las prósperas Tierras del Norte? No sabría adaptarse al gélido clima. Su vínculo con el sol de la Madre Tierra es demasiado intenso, pura hiperestesia literaria.
Y colorín colorado este apólogo arrítmico, cómo no, se ha acabado.
¿Te gustó, niño errante? ¡Chiripitifláutico!, ¿verdad?
Apólogo “La llave de la taifa. Historia Meridional”
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