ENSAYOS DE RAYMOND CHANDLER
ENSAYOS DE RAYMOND CHANDLER (1): «Mi amigo Luco» (1958) y «Realismo y cuento de hadas» (1912).
ENSAYOS DE RAYMOND CHANDLER (2): "Escritores en Hollywood" (1945).
ENSAYOS DE RAYMOND CHANDLER (y 3): "La noche de los Oscar" (1946)
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ESCRITORES EN HOLLYWOOD
[1945]
Hollywood es fácil de odiar, fácil de despreciar, fácil de difamar. Algunas de las mejores difamaciones son obra de personas que jamás han pasado por la puerta de un estudio, algunos de los mejores desprecios los han hecho genios egocéntricos que se marcharon cabreados -sin olvidarse de recoger su último cheque-, dejando a sus espaldas nada más que el exquisito aroma de su personalidad y un trabajo chapucero que tendrán que arreglar los cansados mercenarios.
Incluso en un lugar tan alejado como Nueva York, donde Hollywood supone que vive toda la gente verdaderamente inteligente (dado que resulta evidente que no vive en Hollywood), se pude contraer la enfermedad de la exageración. El crítico cinematográfico de uno de los semanarios intelectuales les menos obtusos decía hace poco, a propósito de una película recién estrenada, que esta demostraba «lo aburrido que pueden llegar a resultar un par de escritores vulgares de tres mil dólares a la semana». Espero que dicho crítico no se sienta decepcionado al enterarse de que el 50 por ciento de los guionistas de Hollywood ganaron menos de diez mil dólares el año pasado, y que se podrían contar con los dedos los que cobraron de forma regular una cifra aproximada a la que tan despreciativamente mencionaba. No sé si podría llamarles escritores vulgares. Para mí, la frase sugiere algo un poco más fácil de conseguir.
No puedo dar consejos respecto a Hollywood. He trabajado allí durante algo más de dos años, lo que dista mucho de convertirme en una autoridad, pero es más que suficiente para que me sienta absolutamente aburrido. Y no debería ser así. Una industria con tan vastos recursos y técnicas tan mágicas no debería aburrir tan pronto. Un arte capaz de conseguir que todas las obras teatrales, excepto las mejores, parezcan triviales y artificiosas, que todas las novelas, excepto las mejores, parezcan verbosas e imitativas, no debería resultarles aburrido tan pronto a los que pretenden practicarlo pensando en algo más que en las ganancias. Sin duda, hacer una película debería ser una aventura fascinante. Pues no lo es; es una interminable contienda entre egos chabacanos, algunos de ellos poderosos, casi todos vociferantes y casi ninguno capaz de hacer algo más creativo que robarle el crédito a otro y promocionarse a sí mismo.
Hollywood es el paraíso de los empresarios de espectáculos. Los empresarios de espectáculos no hacen nada; se limitan a explotar lo que algún otro ha hecho. Pero los empresarios de Hollywood controlan el proceso de creación... y de este modo lo degradan. El arte básico del cine es el guion; es fundamental, sin él no hay nada... Pero en Hollywood el guion lo escribe un escritor asalariado bajo la supervisión de un productor; es decir, un empleado sin poder de decisión sobre el producto de su trabajo, sin derecho de propiedad sobre ello y que, por muy extravagante que sea su paga, apenas recibe honores por ello...
la esencia de ese sistema consiste en pretender explotar un talento sin concederle el derecho a ser un talento
No me interesan las razones por las que existe y persiste el sistema de Hollywood, ni quiero enterarme de las durísimas luchas por el prestigio que le hicieron surgir, ni de la cantidad de dinero que se saca haciendo malas películas. Lo único que me interesa es el hecho de que, como resultado de todo ello, no existe nada que se pueda considerar el arte de escribir guiones, ni lo habrá mientras perdure el sistema, pues la esencia de ese sistema consiste en pretender explotar un talento sin concederle el derecho a ser un talento. Y eso no se puede hacer; lo único que se consigue así es destruir el talento, y eso es exactamente lo que sucede... cuando hay algún talento que destruir.
Tengan por seguro que no hay mucho. Algún editor parlanchín (probablemente Bennett Cerf) comentó en cierta ocasión que en Hollywood hay escritores que cobran dos mil dólares a la semana y que no han tenido una idea en diez años. Estaba exagerando... por abajo: hay escritores en Hollywood que cobran dos mil a la semana y que no han tenido una idea en toda su vida, que jamás han escrito una escena fotografiable, que no podrían ganar dos centavos por palabra en el mercado de las revistas baratas, aunque su vida dependiera de ello. Hollywood está lleno de escritores así, aunque pocos de ellos reciben salarios tan altos. Hablando claro, son un despreciable hatajo de mercenarios, y la mayoría de ellos lo saben, y aceptan sus fallos y sus salarios y procuran mostrarse aceptablemente agradecidos a una industria que les permite vivir de manera mucho más opulenta que en cualquier otra parte.
Y no me cabe duda de que casi todos ellos preferirían ser mucho mejores escritores de lo que son, les gustaría poseer fuerza, integridad e imaginación, por lo menos en grado suficiente como para ganarse la vida con à algún tipo de literatura artística que posea la dignidad de una profesión libre. Pero eso no les va a ocurrir ni existen razones para que ocurra. Si pudiera suceder, no sería ahora. Porque incluso los mejores de todos ellos (con unas pocas excepciones) dedican todo su tiempo a un trabajo que tiene tantas posibilidades de alcanzar calidad como un pequinés de convertirse en gran danés: musicales estúpidos acerca de piernas en tecnicolor y gorgoritos de cantantes de cabaret; dramas «psicológicos» con guiones acartonados, personajes de catálogo y ese persistente tono de seriedad confusa que parece más propio de una conversación entre colegialas en la pubertad; alegres y sofisticadas comedias (es un decir) cuyos gags son tan rancios como su mensaje, en las que siempre hay un vaso en cada mano, un mayordomo en cada puerta y un teléfono al borde de cada bañera; epopeyas históricas en las que los actores masculinos parecen travestidos y la adorable estrella femenina parece demasiado soñadora para ser una chica que se ha pasado media vida cambiando de marido; y por último, pero no menos importante, películas de profundo contenido social en las que todo el mundo es considerado, adulto y sincero, y en las que los problemas más peliagudos de la vida se resuelven de boquilla con un unánime voto de confianza en la inviolabilidad de la Constitución, la santidad del hogar y la importancia suprema de la cocina aerodinámica.
Y estas, queridos lectores, son las criaturas de un millón de dólares, la crema del oficio. La mayoría de los chicos y las chicas escriben que escriben para el cine no consiguen llegar tan lejos. Dedican sus frases chispeantes y su finura estructural a aventuras de vaqueros, melodramas baratos de pistola en los riñones, engendros de horror acerca de científicos locos y trepadores de acantilados, ocupados con rubias gritonas y sierras circulares. Los escritores de esa bazofia están acabados antes de empezar. Incluso en un sentido puramente técnico, su obra está condenada por falta de tiempo para hacerla como es debido. El truco de escribir para el cine está en decir mucho con poco, y después suprimir la mitad de ese poco y aun así se un efecto de soltura y movimiento natural. Esta técnica exige experimento y eliminación. Las películas baratas no pueden permitirse cosas semejantes.
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Con eso no quiero decir que no existan en Hollywood escritores verdaderamente capaces. No son muchos, pero en ninguna parte hay muchos. El talento creativo es un don muy escaso, y casi siempre son la paciencia y la imitación las que se encargan de la mayor parte del trabajo. No hay por qué esperar de los anónimos currantes de la pantalla una calidad que evidentemente tampoco nos ofrecen los anunciadísimos literatos de la lista de best sellers, ni los montadores de novelas históricas de cuarta fila que venden medio millón de ejemplares, ni los empalagosos carniceros de Broadway que se hacen llamar dramaturgos, ni los enfurruñados maestros de las pequeñas revistas.
Para mí, lo más interesante de los guionistas de Hollywood con talento no es que sean muchos o pocos, sino el poco provecho que se le saca a su talento. Resulta curioso, aunque no sorprendente, una vez que aceptas la premisa de que a los escritores se les contrata para escribir guiones siguiendo la teoría de que, puesto que son escritores, estarán particularmente dotados y preparados para el trabajo, y luego se les impide realizarlo con un mínimo de independencia o intención, siguiendo la teoría de que, puesto que solo son escritores, no saben nada sobre hacer películas, y, por supuesto, si no saben cómo se hacen las películas, no pueden saber cómo se escriben. Hace falta un productor para explicárselo. No deseo ponerme innecesariamente vitriólico con el tema de los productores. Mi experiencia personal no lo justifica y, al fin y al cabo, también los productores son esclavos del sistema. Además, el término «productor» tiene una definición muy imprecisa. Algunos productores son poderosos por derecho propio, otros son poco más que recaderos de los que mandan; algunos -pocos, creo yo- cobran menos dinero que algunos de los escritores que trabajan para ellos.
Para mi argumentación, las cualidades personales del productor no vienen al caso. Algunos son humanos y capaces, y otros son individuos abyectos, con la moralidad de una cabra, la integridad artística de una máquina tragaperras y los modales de un jefe de plantilla con delirios de grandeza. Sin embargo, en lo que respecta a la escritura del guion, el productor es el jefe; o el guionista se adapta a él y sus ideas (si es que tiene ideas) o se larga. Eso implica una subordinación personal y artística, y ningún escritor de calidad puede aceptarlo mucho tiempo sin renunciar a lo que hizo de él un escritor de calidad, sin embotar el borde afilado de su mente, sin dejar de ser un creador para convertirse, poco a poco, en un conformista, un asalariado moldeable y dócil, y no un artesano con ideas originales.
Apenas importan los sentimientos del escritor respecto al productor como ser humano: el hecho de que el productor pueda alterar, destrozar o pasar por alto su trabajo solo puede influir en perjuicio de dicho trabajo desde el momento de su concepción, haciendo que sea mecánico e indiferente en su ejecución. No puede existir afán de perfección cuando la perfección se define según los criterios arbitrarios de la autoridad. Es imposible defender algo que nace de la soledad y del corazón contra las opiniones de un comité de aduladores. Las esencias volátiles que constituyen la literatura no pueden sobrevivir a los clichés de una larga serie de conferencias sobre el guion. Queda viva muy poca magia en las palabras, las emociones y las situaciones, tras las incesantes revisiones hasta la médula impuestas por decreto al escritor de Hollywood. El que de algún modo esa magia sobreviva aquí y allá, gracias a otra magia aún más rara, y llegue a la pantalla más o menos intacta, constituye un milagro poco frecuente que evita que el puñado de escritores buenos de Hollywood se corte el cuello.
Hollywood no tiene derecho a esperar tales milagros, y no se merece a los hombres que hacen que sucedan. Su concepto de lo que constituye una buena película sigue siendo tan pueril como insultante y degradante es el trato que da al talento literario. Su idea de los «valores de producción» consiste en gastar un millón de dólares para embellecer una historia que cualquier buen escritor tiraría a la papelera. Lo que entiende por película de calidad no es más que un vehículo para alguna belleza exótica con solo dos expresiones y dieciocho cambios de vestuario, o para algún ídolo de las obtusas masas con resaca permanente, seis trucos de actor ya pasados, un cuerpo de salvavidas de playa y la mentalidad de un estrangulador de pollos. A esos ideales dedica Hollywood sus películas más cuidadas y trabajadas. Las buenas se cuelan por atrás cuando nadie está mirando.
-3-
Para todo eso existen también razones económicas muy plausibles. El cine es una gran industria, además de un arte derrotado. Sus técnicos van ahora por la tercera generación, sus inversiones se realizan a escala mundial, su demanda de material es insaciable.
Los que poseen el dinero y el poder absoluto pueden hacer lo que quieran con Hollywood... siempre que no les importe perder su inversión. Pueden destruir a cualquier ejecutivo de un estudio de la noche a la mañana, con contrato o sin él; lo mismo pueden hacer con cualquier estrella, cualquier productor, cualquier director... como individuo. Lo que no pueden hacer es destruir el sistema de Hollywood. Puede que sea ruinoso, absurdo, incluso inmoral, pero es todo lo que hay, y ningún despiadado consejo de dirección puede sustituirlo. Lo han intentado, pero los empresarios de espectáculos siempre vencen. Siempre vencen contra el simple dinero. Lo que a la larga -muy a la larga- no podrán derrotar nunca es el talento, incluso el talento literario.
Pero me temo que será muy a la larga. Por el momento no hay ningún indicio de que el escritor de Hollywood se encuentre a punto de conseguir algún tipo de verdadero control sobre su trabajo, algún derecho a decidir lo que será el trabajo (aparte de rechazar ofertas, que es algo que solo puede hacer dentro de unos reducidos límites), o al menos algún derecho a decidir cómo sacar a relucir los valores de un trabajo elegido por el productor. Por el momento, no existe ninguna garantía de que sus mejores frases, sus mejores ideas o sus mejores escenas no sean alteradas u omitidas por el director durante el rodaje, o tiradas a la papelera durante el proceso de montaje posterior, por la sencilla pero contundente razón de que las mejores cosas de una película, hablando en términos artísticos, son invariablemente las más fáciles de suprimir, hablando en términos mecánicos.
En Hollywood ni siquiera se intenta explotar al escritor como artista que significa algo para el público que compra entradas; se intenta por todos los medios mantener al público desinformado acerca de su vital contribución al contenido artístico que pueda tener la película. En los carteles y los anuncios de prensa, su nombre siempre será más pequeño que del último actor secundario que haya logrado aparecer en el cartel; será el primero en desaparecer cuando el tamaño del anuncio se va reduciendo a los pocos días; será el último en mencionarse, o el menos mencionado, en cualquier promoción oral o radiofónica.
La primera película en la que trabajé fue nominada para un Oscar de la Academia (si es que eso significa algo), pero a mí ni me invitaron a la conferencia de prensa que tuvo lugar en el estudio. Una película de gran éxito realizada por otro estudio, a partir de un libro que escribí yo, utilizaba frases textuales del libro en su campaña publicitaria, pero mi nombre no se mencionó ni una vez en ningún anuncio de radio, revistas, periódicos o carteles que viera u oyera... y vi y oí un montón. Esta desconsideración no me afecta personalmente; para un escritor de libros, aparecer en los créditos de Hollywood no es nada trivial, porque forma parte de un plan deliberado, y que ha dado resultado, para reducir al guionista profesional a la condición de cineasta secundario, al que se menciona de pasada (cuando está presente), en general resulta ignorado, e incluso en sus logros más brillantes, apartado a propósito de la trayectoria de cualquier posible alabanza que de otro modo pudiera recaer sobre la estrella, el productor o director.
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Si todo eso es cierto, ¿por qué habría de seguir trabajando en Hollywood ningún escritor verdaderamente capacitado? La razón más evidente no basta: pocos guionistas poseen mansiones en Bel-Air, piscinas iluminadas, esposas con abrigos de visón hasta los pies, tres criados y ese aire de genio fatigado y un poco amargado. El dinero sirve para comprar increíblemente poco en Hollywood, aparte del placer de vivir en un mundo irreal, relacionándote con un reducido grupo de personas que no piensan, hablan ni beben otra cosa que películas, malas en su mayoría, y el dudoso placer de contemplar a famosos actores y actrices engullendo en algunos de los peores restaurantes del mundo.
No quiero decir con eso que la sociedad de Hollywood sea más aburrida o más disipada que la sociedad adinerada de cualquier otra parte: Dios sabe que sería imposible. Pero constituye una parca recompensa por una vida dedicada a la tarea esencial de lo que podría ser arte del grande... La amabilidad superficial de Hollywood resulta agradable... hasta que descubres que casi toda bocamanga oculta un cuchillo. La camaradería durante el trabajo con hombres y mujeres que se toman en serio el negocio de escribir ficción es muy poca cosa para calentar el alma solitaria del escritor. Supongo que todavía hay esperanzas; varias esperanzas. La dinastía implacable no durará eternamente, el productor dictatorial se siente ya un poco inseguro, el director supertrascendente hace mucho que da risa en su propio estudio; dentro de poco, ni siquiera el tecnicolor le salvará. Existen esperanzas de que el sistema decadente y chapucero se extinga, de que los magnates flatulentos acaben por darse cuenta de que solo los escritores pueden escribir guiones y solo los escritores independientes y con orgullo pueden escribir buenos guiones, y de los actuales métodos de tratar con esta gente destruyen la fuerza misma que debería dar vida a las películas.
Y también existe la intensa y hermosa esperanza de que los propios escritores de Hollywood -los que sean capaces de ello- reconozcan que escribir para el cine no es un trabajo para aficionados y escritorzuelos cuyos problemas siempre tiene que resolverlos otro. Es la propia debilidad de los escritores como profesionales lo que permite a los egos superiores chuparles toda la iniciativa, la imaginación y la integridad. Si tan solo una cuarta parte de los guionistas bien pagados de Hollywood pudiera elaborar con su propio esfuerzo un guion completamente integrado y filmable, con solo las interferencias y las discusiones necesarias para proteger la inversión del estudio en actores y resolver dentro de lo posible los problemas de difamación y censura, entonces el productor podría asumir su verdadera función de coordinar y conciliar los diversos oficios que se combinan para realizar una película; y el director -Dios proteja su alma pretenciosa- quedaría reducido a la ignominiosa tarea de hacer películas tal como se han concebido y escrito... y no tal como al director le gustaría escribirlas suponiendo que supiera escribir.
Desde luego, existen productores y directores -aunque desoladoramente pocos- que son lo bastante sinceros como para desear un cambio semejante, y poseen el suficiente talento como para no tener miedo de los efectos del cambio en su posición...
Si no existe el arte del guion cinematográfico, se debe, al menos en parte, a que no existe un cuerpo accesible de teoría y práctica técnica con el que se pueda aprender. No existe una biblioteca de guiones, porque los guiones son propiedad de los estudios y estos solo los enseñan dentro de sus protegidas murallas. No existe un cuerpo de opinión crítica, porque no existe la crítica de guiones; solo hay críticos de películas entendidas como entretenimiento, y la mayoría de esos críticos no sabe nada del proceso por el que se crean las películas y se llevan al celuloide. No existe enseñanza, porque no hay nadie que enseñe. Si no sabes cómo se hacen las películas, no puedes hablar con autoridad de cómo deberían construirse; y si lo sabes, estás demasiado ocupado intentando hacerlo.
Dentro del mismo estudio, no existe correlación entre los distintos oficios; el guionista medio -y el muy superior a la media- apenas sabe nada de la superlativa habilidad del montador experto. Malgasta sus esfuerzos escribiendo planos que no se pueden rodar, o que habrá que descartar, escribiendo diálogos que no se pueden decir, efectos sonoros que no se pueden oír, y matices de atmósfera y emoción que la cámara es incapaz de reproducir. Su concepto de una escena efectiva es algo que se tiene que filmar desde lo alto del hueco de una escalera o desde una madriguera de ardilla, o bien una conversación tan estática que el director, con tal de infundirle una sensación de movimiento, se ve obligado a fotografiarla desde nueve ángulos diferentes.
De hecho, al escritor que llega por primera vez a un estudio no se le comunica ni la más mínima parte del inmenso cuerpo de conocimientos técnicos que Hollywood contiene, como se debería hacer por sistema y de manera rutinaria. Se le dice que vea películas, que es como aprender arquitectura mirando una casa. Y vuelven a mandarlo a su madriguera para que escriba escenitas que su productor, entre llamadas telefónicas a sus rubias y sus compañeros de borrachera, le dice que tendrían que haberse escrito de otra manera.
He guardado para el final la mejor esperanza. A pesar de todo lo que he dicho, los escritores de Hollywood están ganando su batalla por el prestigio. Cada vez son más los que se convierten en empresa, produciendo y dirigiendo sus propios guiones. Debemos alegrarnos de su nueva importancia y su poder, y no examinar los resultados artísticos de manera demasiado crítica. Los chicos tienen éxito (y algunos de ellos hasta podrían hacer buenas películas). Regocijémonos todos, pues la tendencia a convertirse en empresa encaja perfectamente en la aceptable tradición del arte literario tal como se practica entre las cámaras.
Porque lo mejor que Hollywood puede pensar o decir de un escritor es que es demasiado bueno para ser solo escritor.
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Publicado originalmente en The Atlantic Monthly, noviembre de 1945. El año anterior, Chandler había iniciado una estrecha relación de amistad con Charles Morton, el director de la revista, que era admirador suyo y le había publicado el ensayo «El simple arte de matar» (véase El simple arte de matar, Barcelona, De bolsillo, 2014), donde desacralizaba y resacralizaba a la vez las novelas de misterio. Chandler escribió «Escritores en Hollywood mientras peleaba con los guiones de The Blue Dahlia, el original que escribió a contrarreloj en condiciones legendarias, y The Lady in the Lake, adaptación de su novela homónima.
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