LA VIDA DE DISRAELI, por André Maurois (Parte 9)

INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»

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VIDA DE DISRAELI

 

LA GRAN HAMBRUNA

Por José R. Alonso

El Blog de Jose R. Alonso

 

El motivo de la hambruna fue un organismo microscópico, un protista, que destruyó tanto las plantas como las patatas almacenadas. Mientras que la cosecha había sido de 14 millones de toneladas en 1844, en 1846 fue tan solo de 3 millones. En otros países europeos había habido grandes epidemias, e incluso en la propia Irlanda, pero el impacto en la población irlandesa, donde un tercio de los campesinos dependían exclusivamente de este cultivo, fue devastador.

 

 

La hambruna tuvo también un importante factor ajeno a las plantas: la política británica y su dominio abyecto sobre muchos territorios del Imperio. Durante los siglos XVI y XVII, los católicos irlandeses tenían prohibido recibir una educación, prohibido votar, prohibido ser propietarios de tierras, prohibido vivir en una ciudad o a menos de 8 kilómetros de una ciudad, prohibido ingresar en un gremio profesional, prohibido ocupar un puesto de funcionario. Aunque en el siglo XIX la situación era claramente mejor, el 70% de los representantes irlandeses en los parlamentos británicos eran terratenientes o hijos de terratenientes, muchos de ellos ingleses, descendientes de ingleses o viviendo en Inglaterra.  Todos los informes hablaban de una catástrofe inminente: una población creciendo exageradamente, mucha gente al borde del hambre, tres cuartas partes de los trabajadores sin empleo y unas condiciones de vida penosas. Por poner un ejemplo de esa miseria generalizada, una manta se consideraba un lujo que muy pocos tenían.  Por otro lado, cada año se enviaban desde Irlanda a Inglaterra 6.000.000 de libras de rentas de los propietarios de las tierras.

El organismo que se extendió con rapidez por las cosechas era Phytophthora infestansEs un protista parecido a un hongo, pero no es realmente un hongo. Pertenece a los oomicetos y su infección se conoce como tizón tardío o mildiu de la patata. Phytophthora podía haber causado un daño menor pero las políticas de los dirigentes ingleses  se movieron en un rango que va de la crueldad a la ineptitud pasando por la arrogancia, el desprecio y la codicia. Según el escritor e independentista irlandés Henry Mitchel: “Dios mandó el hongo pero los británicos mandaron el hambre.” Los barcos con víveres tardaban meses en llegar, se llevó maíz que no podía comerse directamente y necesitaba una preparación especial, se emplearon cientos de miles de hombres famélicos en obras públicas estrictamente diseñadas para no producir ninguna mejora en el territorio, tales como cavar hoyos o abrir caminos que no llevasen a ninguna parte, se les obligó a trabajar en talleres en unas condiciones de semiesclavitud. En medio de esa hambruna terrible se seguían exportando alimentos desde Irlanda. Cuando el gobierno británico dijo que los terratenientes tenían que colaborar en las medidas de ayuda a sus campesinos, aquéllos expulsaron a éstos de sus tierras para eludir su responsabilidad. El gobierno británico dijo que si alguien tenía tierras no podía recibir ayudas por lo que cientos de miles de campesinos hambrientos tuvieron que malvender sus tierras a los grandes señores para no morir. El administrador británico de los proyectos de ayuda, Sir Charles Trevelyan, indicó que todo esto “era una calamidad mandada por Dios para enseñar a los irlandeses una lección.” Muchos historiadores irlandeses consideran lo que pasó esos años un ejemplo de genocidio, una limpieza étnica impulsada por el racismo, algo que los historiadores británicos niegan.

Como siempre en estos casos hubo una serie de teorías estrafalarias para explicar la podredumbre de las patateras. Algunos decían que la culpable era la electricidad estática causada por una nueva invención, las locomotoras de vapor que empezaban a cruzar los paisajes. Otros decían que eran vapores mortíferos que generaban volcanes situados en el centro de la Tierra. Las confesiones religiosas mostraron su peor perfil: algunos sacerdotes católicos predicaron que era un castigo divino por los pecados de la gente mientras que algunos clérigos británicos protestantes estuvieron de acuerdo en que era un castigo divino pero no en las causas, según ellos era debido a la adicción a las patatas y al Papa (es decir, a las papas y al Papa) de los campesinos irlandeses. En realidad fue un claro ejemplo de los terribles riesgos de un organismo invasor. Parece que esa variante de Phytophthora no había llegado con anterioridad a Irlanda y al aparecer allí se extendió como un incendio por toda la isla. Cuando el protista infecta una planta se ven zonas oscuras en el tallo y las hojas. Si hay humedad, aparecen unas manchas pulvurulentas blancas en el envés de las hojas y la planta se pone mustia con rapidez. Las patatas desarrollan manchas grises o negras y se pudren por una infestación bacteriana secundaria. El proceso continúa en las patatas almacenadas o a la venta hasta la pérdida prácticamente completa de la cosecha.

En 2009 se secuenció el genoma de este protista  y se vio que era muy grande (240 Mb), con muchas secuencias repetidas lo que le da mucha variabilidad lo que, a su vez, produce variantes resistentes a las defensas de las plantas. Una pequeña información solo para especialistas: este genoma contiene una gran diversidad de elementos Gypsy (transposones) y una gran diversidad de transposones del tipo helitrones, que se replican siguiendo el modelo del círculo rodante. Todo ello implica esa gran capacidad de mutar que hace tan peligroso a este oomiceto. En 2011 se pudo hacer un análisis genético de una hoja de patatera que había sido conservada de la Gran Hambruna buscando quién había sido el culpable y cómo había llegado a Irlanda. Se pudo excluir una cepa mejicana del agente infeccioso, considerada hasta entonces la culpable de la epidemia y se vio que la variante de Phytophthora responsable de esa calamidad tenía su origen en el altiplano andino. También se creía que habría llegado en barcos de emigrantes que almacenaban patatas para alimentar a sus pasajeros en las travesías del Atlántico pero parece que es más probable que la vía fuera el guano de murciélago y aves, el principal fertilizante que se estaba exportando desde Sudamérica a todo el mundo y la ruta más importante entre la costa sudamericana e Irlanda.

En esta historia terrible, odiosa hay también, el sino claroscuro de nuestra especie, rasgos de bondad, de generosidad, de humanidad. El sultán  Abdulmecid, monarca de Turquía, indicó su intención de mandar 10.000 libras a los campesinos irlandeses pero la Reina Victoria le pidió que mandara solo 1.000, pues ella solo había donado 2.000. El sultán hizo lo que le solicitaron pero a escondidas mandó tres barcos llenos de comida. Los tribunales británicos intentaron bloquear los cargamentos navales pero los marineros turcos llevaron la comida al puerto de Drogheda y la descargaron. Quizá mi historia favorita es la de una tribu de indios norteamericanos, los choctaws, que reunieron 710 dólares. En 1831, esta tribu había sido trasladada de sus tierras ancestrales por el gobierno norteamericano, en lo que se conoce como el Camino de las Lágrimas (“Trail of Tears”) donde entre 2.500 y 6.000  hombres, mujeres y niños de los 17.000 que iniciaron el viaje murieron de hambre, agotamiento, enfermedad y frío. Tocqueville, que tuvo ocasión de ver ese “aire de ruina y destrucción” preguntó al único choctaw que hablaba inglés que porqué habían aceptado ese desplazamiento. La respuesta fue “para ser libres”. Dieciséis años después, cuando no estarían mucho mejor, esos indios, supuestamente los no civilizados de esta historia, supieron que otra tribu, los irlandeses, estaban pasando por lo que ellos habían pasado y juntaron todo lo que pudieron reunir para ayudarles. En 1995, Mary Robinson, presidenta de Irlanda, hizo un homenaje de agradecimiento a la nación Choctaw.

Phytophthora  infestans sigue causando un daño a las cosechas de patata estimado en unos 5.000 millones de euros anuales. A veces, la estupidez, la avaricia, el racismo, hace que el daño sea aún mayor.

 

 

«Examinad nuestra situación, considerad la ventaja que Dios y la naturaleza nos han dado, y el destino que se nos promete. Nos encontramos en los confines de la Europa occidental, en el principal punto de unión entre el viejo y el nuevo mundo. Los descubrimientos de la ciencia, los progresos de la navegación, nos han colocado a menos de diez días de Nueva York. En relación a nuestra población y a la superficie de nuestro país, tenemos una extensión de costas superior a las de cualquier otra nación, lo cual nos asegura la hegemonía y la superioridad en el mar. El hierro y el carbón, esos nervios de la producción, nos proporcionan en la gran competición de la industria una ventaja sobre nuestros rivales. Nuestro capital sobrepasa en mucho al que ellos disponen (…) Nuestro carácter nacional, las instituciones libres que nos administran, nuestra libertad de pensamiento y de acción, una prensa sin cortapisas que difunde todos los descubrimientos y todos los avances de la ciencia, se combinan con nuestras ventajas naturales y físicas para colocarnos a la cabeza de las naciones que se benefician del libre intercambio de sus productos. ¿Es entonces éste el país que se sustraerá de la competencia?»

Discurso de Sir Robert Peel al Parlamento, 16 de febrero de 1846.

 

 

 

 

LA VIDA DE DISRAELI

Por André Maurois*

PARTE 9

*Traducción del francés por Remee de Hernández 

 

 

V

LA JOVEN INGLATERRA

¿Y qué hará usted con el Grial cuando lo haya encontrado?

 

Manners y Smythe  habían examinado detenidamente la situación política, y juzgaron que el único modo de permanecer fieles a sus convicciones era el de formar un partido, por reducido que fuese; pero hacía falta un jefe que tuviese experiencia. ¿Por qué no Disraeli, que parecía disponible? Smythe y su amigo Cochrane (al que familiarmente llamaban Kok) fueron a Paris para ver  a Dizzi. Lo encontraron en pleno triunfo, gozando como un niño de sus éxitos y de ver a su antecámara llena de ministros. Ya próximo a la cuarentena, conservaba la agradable facultad de deslumbrarse por su propio brillo.

<Encerrado en Saint-Cloud con Luis Felipe- le escribía Smythe a Manners-, ya se ve fundador de una nueva dinastía, con unos rizos a lo Manfredo, grabado en las monedas del reino.>

Los acogió con entusiasmo. Un convenio secreto entre diputados, que se comprometían a votar siempre juntos y a aceptar las decisiones de la mayoría del grupo, no podía sino agradar a un aficionado a las conspiraciones. En seguida vio el  grupo agrandado; un partido de cincuenta, sesenta miembros; Peel, combatido, intranquilo y humillado.

Cenaron juntos en el campo, en la llanura de Monceau en la roca de Cancale. Luego volvieron a Paris, discutieron largo tiempo, dando vueltas por la plaza Vendôme, y llegaron a un acuerdo.

Kok estaba menos satisfecho de Dizzi que su amigo. Lo encontraba demasiado calculador, muy ambicioso; le reprochaba su exceso de agudeza y su falta de humor, es decir, de agudeza contra sí mismo. Cuando informó a Manners de ello, también este se mostró un poco intranquilo. ¿Perseguían todos, en realidad, el mismo objetivo? Disraeli pensaba sobre todo en combatir al Gobierno; los diputados no querían reunir amigos unidos por lazos de simpatía, y juzgaban locas las vastas combinaciones de Dizzi. ¿Derrotar a Peel? En primer lugar, era imposible; el primer ministro tenia tras sí una inmensa mayoría; además, ¿era deseable aquello? En cuanto su grupito se convirtiera en un partido de verdad y se viera obligado a sacrificar sus ideales a las intrigas políticas, las rencillas vendrían a separarlos, y el hermoso juguete se rompería. <Si tuviera la certeza -escribía Manners- de que Disraeli dice todo lo piensa, sería más feliz. Sus concepciones históricas son idénticas a las mías pero… ¿cree en ellas?>

En asuntos religiosos, Manners era muy exigente, porque tenía fe; pero tras algunas conversaciones con Disraeli, se convenció de que éste se hallaba fuertemente ligado a un oxfordismo moderado, es decir, a una Iglesia de Inglaterra más romántica, sin llegar a ser romana. El cínico de Smythe escuchaba divertido las conversaciones religiosas de sus dos amigos. Sus puntos de vista eran tan distintos, que ninguno de los dos llegaba a notar la diferencia. Para Dizzi la Iglesia de Inglaterra era una gran fuerza histórica que había que respetar y sostener;  pero no llegaba ni a rozarle la idea de que se le pudiera conceder la menor importancia a la letra de las doctrinas.

Para John Manners, la fe era una necesidad tan evidente, que no concebía que un hombre pudiese vivir sin una idea fija sobre todas las doctrinas. Muy clarividente, Smythe escribía: <El entusiasmo de Disraeli por un oxfordismo moderado se parece al de Bonaparte por un mahometismo moderado.>

 

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En cuanto volvió Dizzi a Londres, el grupo comenzó a accionar. Los cuatro iniciados se sentaron juntos detrás de Peel, cambiaban sus impresiones sobre la sesión y no vacilaban en votar en contra del Ministerio cuando su actitud era contraria a los principios de la Joven Inglaterra. Así, votaron con los radicales la ley sobre protección a la infancia (los niños entonces trabajaban en muchas ocasiones hasta doce horas por día) y se negaron a votar a medidas represivas para Irlanda. En estos casos se desligaban solemnemente del partido y uno de ellos exponía la doctrina del conservadurismo popular.

Nada podía molestar más a Peel que aquella metódica rebelión, fundada en una doctrina. Hombre autoritario, acostumbrado a ser obedecido ciegamente, siempre condujo a sus partidarios con impaciente frialdad. Cuando tímidamente se aventuraba a decirle uno de ellos: <Creo que debía yo tomar la palabra…>, le respondía secamente: <¿Cree usted?> Aun celebrando Consejo, si uno de sus colegas se permitirá no ser de su opinión, cogía un periódico para significar su enojo. <Me echaría de un puntapié si osara dirigirle la palabra>, decía uno de sus ministros. La oposición de tres niños y un novelista lo exasperó. Como es natural, y se dedicó a tratarlo como a un perro. En plena sesión le respondió con considerada brevedad a las preguntas más inocentes, y en cierta ocasión hubo de subrayar Disraeli su frase con estas palabras: <El muy honorable barón, con esa cortesía cuyo monopolio reserva a sus amigos…>

Los tories, tan frecuentemente maltratados, sonrieron a hurtadillas, bajando los ojos.

Unos de los ministros, sir James Graham, le escribió a Croker: <En cuanto a la Joven Inglaterra, su miembro más hábil para mover los muñecos es Disraeli. A mi entender, es hombre sin principios y, desanimado viendo perdida la partida, ensaya la intimidación.  Creo, como usted, que volverán todos al pesebre después de haberse encabritado y haber dado algunos brincos. Un latigazo o dos bien aplicados pueden precipitar ese retorno. El único dañino es Disraeli, y con él no quiero acuerdo alguno. Si se le arrojara en las filas de nuestros enemigos, sería una gran ventaja para el partido.>

La misma reina, profundamente compenetrada ya con su querido sin Robert, le escribía indignada a su tío el rey de los belgas que <por causa de un grupo de locos> había estado a punto de perder a su ministro. Peel, convencido por Graham y Croker, decidió eliminar a Disraeli del partido. Aislado, seria derrotad en las próximas elecciones, y se verían desembarazos por completo de él. A la reunión plenaria de los conservadores no se le convocó, y él hubo de preguntar al ministro si era un olvido o una exclusión. Se le respondió que se le omitió voluntariamente, y que su actitud desde hacía algunos meses justificaba plenamente tal proceder.

El público comenzaba a conocer la existencia de la Joven Inglaterra. Aquel conjunto de jóvenes gentileshombres de chaleco blanco, que escribían versos malos, hablaban de caballeros, de torreones y de señores y pretendían conquistar a los obreros para sus paradas feudales, divertía mucho a John Bull. Punch publicó un tomo titulado Versos a un juez, por un condenado del partido Joven de Inglaterra, que merecía ser atado en la trasera de un carro y bien apaleado, para resucitar un antiguo y buen castigo inglés. Pero no todos rieron por ello. Los cuatro amigos hicieron juntos un viaje a Manchester, y un auditorio obrero los acogió bien. Manners y Smythe tuvieron largas charlas con los fabricantes y reconocieron que si en realidad existían industriales duros y ávidos, también muchos de entre ellos era humano. En ellos estaban los elementos de una feudalidad nueva si esta sabía reconocer sus deberes. Era trivial y torpe el declamar contra la industria. Había que atraerse a la juventud industrial al campo del conservadurismo popular.

Durante las vacaciones, todos se encontraban en cualquiera de sus grandes casas. Gustábanle a Disraeli estas reuniones. Su inteligencia con los jóvenes era más perfecta que nunca. Había entre ellos y él un fuerte lazo, que era un común amor a lo romántico, una idea de que la vida no era solamente una lucha harto baja, de intereses y necesidades, puesto que en ella se pueden sostener amistadas apasionadas, absurdas y nobles fidelidades y el gusto de la belleza. Cuando John Manners descubrió en Disraeli todos esos sentimientos y hubo comprobado su pureza, le fue aun más adicto que los otros dos amigos. Los tres encabezaban las cartas que le dirigían con las siguientes palabras: <Querido Cid y capitán.> en cuanto a él, cuando se veía entre ellos, le parecía haber recuperado su juventud, pero con una especial libertad, debido al nacimiento, que él no conoció jamás. El superficial cinismo que le impuso la dureza de la vida se fundía por momentos y agradecía a sus amigos el ser tan iguales en sus ensueños.

De nuevo un sentimiento poderoso le inspiró el deseo de escribir. Imaginó una novela, de la cual Smythe, Manners y sus amigos serian los héroes, novela que constituirá también documento político que señalaría la mediocridad de los partidos, tal cual eran entonces, y el papel que podría desempeñar una fe conservadora. En la sombra de su gran parque hablaba de sus proyectos con sus aliados, y llegó a idear una trilogía de la Inglaterra moderna: la Aristocracia, el Pueblo y la Iglesia. De nuevo se apoderaba de él la ficción. La política real se esfumaba. Se asiló en Bradenham y comenzó su trabajo; pero conocedor ya de las oscilaciones de su naturaleza, se dijo: <Quiero terminar para enero, si esto es posible, porque la acción y el ensueño no pueden ir juntos.>

Uno tras otro, en 1844 y 1845, publicó Disraeli los dos primeros volúmenes de su trilogía Joven Inglaterra, Coningsby y Sybil. Coningsby, o La nueva generación, era la novela de sus amigos, al mismo tiempo que un sátira sobre el mundo político y un medio para Disraeli de precisarse a si mismo sus doctrinas a través de la ficción.

Smythe le sirvió de modelo para el héroe Conigsby; Manners y Cochrane estaban descritos junto a él. Los presentaba primero en Eton y en Cambridge, desanimados por el poco relieve de las ideas de su tiempo, desdeñado igualmente a políticos whigs y políticos tories, los conservadores que no quieren conservar nada y los liberales que detestan la libertad. < ¿Un Gobierno conservador? ¡Ah! Sí: actos whigs y principios tories.>

Lanzado a la busca de una doctrina, Coningsby encontraba un misterioso personaje, Sidonia, que, por fin, le explicaba lo que es el mundo. Sidonia era un hebreo de origen español, poseedor de una fortuna regia, diríase, una mezcla de Disraeli y de Rothschild, o más exactamente, era lo que Disraeli hubiera deseado ser, o lo que hubiera querido que fuese Rothschild. Sus frases son breves; su elocución, perfecta. Parecía haber meditado mucho sobre todos esos temas, y resolvía todos los asuntos con una calma casi sobrehumana. Lo único que se le podía reprochar era la falta de seriedad.

Sobre sus más graves discursos flotaba un ligero vaho de burla. Pasaba de la más profunda gravedad a un a modo de sarcasmo conmovedor. Pero esa aparente falta de formalidad se hallaba compensada por una extremada libertad de espíritu, que acaso fuese su consecuencia.

Coningsby aprendió de Sidonia a tener fe en el genio. <Mas frente a una vasta opinión pública, ¿Qué es un hombre aislado?>, preguntaba Coningsby. <Divino, es un ser divino -respondía Sidonia-. ¿Qué fin debe perseguir la juventud?><Debe tender a buscar una forma de gobierno que sea querido y no soportada. Debe sentir la ambición heroica, sentimiento sin el cual ningún Estado tiene solidez, sin el cual la vida política es un asado sin sal, la corona un ornamento, la Iglesia una administración y la Constitución un sueño.>

El libro terminaba en el momento en que Coningsby ingresaba en el Parlamento. Entusiasmó a la Joven Inglaterra. Era una epopeya.

Sybil, o Las dos naciones, no fue menos notable. Las dos naciones eran los ricos y los pobres. La obra había de dar a conocer a los ingleses la verdadera vida de sus pobres.

Describía Disraeli la depauperación de las aldeas y de las poblaciones obreras y mineras. La intriga era melodramática, así como los cuadros eran populares, exactos y emocionantes, sin caer en la exageración. Se los notaba descritos con simpatía, pero también con honradez. En ninguna de sus obras se mostró tan grave Disraeli. Para hablar del pueblo dejó de ser irónico, y con verdadero ardor terminaba con un acto de fe, que confiaba a la joven elegida el encargo de buscar el remedio a tantas miserias, siendo el pueblo impotente si no combatía a las órdenes de sus jefes natos. <Mi deseo es que podamos vivir lo bastante para ver a Inglaterra de nuevo en posesión de una monarquía libre y de un pueblo prospero. Tengo la convicción de que tan grandes consecuencias solo puede ser obtenida mediante la abnegación de nuestra juventud. Vivimos en unos tiempos en que juventud e indiferencia han de dejar de ser sinónimos. Hemos de prepararnos para la hora que se avecina…>

En la primera pagina de Sybil se leía:<Quisiera dedicarle este libro a una mujer a quien su alma bella y su noble naturaleza han movido siempre a empatizar con los que sufren, cuya voz ha alentado tantas veces, cuyo gusto y cuyo juicio han dirigido siempre al autor de estas páginas al más severo de los críticos, a la más perfecta de las esposas.>

 

ROBERT CANNING Nació el 11 de abril de 1770 en Londres. Cursó estudios de leyes en la Universidad de Oxford. En 1796 comenzó a ejercer como subsecretario de Estado para asuntos exteriores y cuando en 1801 Pitt dimitió, abandonó su cargo en el Consejo Privado del monarca. Cuando Pitt volvió a ser primer ministro en 1804, fue designado tesorero de la Armada, cargo que desempeñó hasta la muerte de Pitt, ocurrida en 1806. En 1807 ocupó la cartera de Asuntos Exteriores durante tres años y que abandonó por sus continuas disputas con el ministro de la Guerra, el vizconde Castlereagh, con el cual se batió en duelo en 1809. Ejerció diversos cargos menores hasta 1822, fecha en la que sucedió a Castlereagh como ministro de Asuntos Exteriores y presidente de la Cámara de los Comunes. Desde entonces hasta su muerte, dirigió la política exterior de Gran Bretaña. Cuando el primer ministro británico lord Liverpool abandonó su cargo en 1827, le sucedió, pero su mandato terminó con su fallecimiento el 8 de agosto de 1827 en Chiswick, Londres.

 

VI

EL ROBLE Y LA CAÑA

 

Acostumbraba decir Disraeli que tras la publicación de un libro su espíritu daba un salto. La novela era para él un método de análisis, un ensayo de actitud, como un ensayo de la política:<La poesía es la válvula de seguridad de mi espíritu; pero deseo llevar a la práctica lo que he imaginado.>Después de haber expresado en sus dos libros el lado ideal de su política, con verdadero placer tornaba a la acción. Desgraciadamente, la joven Inglaterra era un sentimiento, no un programa, y nunca los gentlemen corpulentos y de rosadas mejillas que junto a él ocupabas su sitial hubieran tomado en serio toda aquella doctrina. Era llegado el momento de precisar y dirigir la nave entre realidades. ¿En donde se hallaba la Inglaterra política?

La Cámara de los Comunes estaba más que nunca dominada por sir Robert Peel, y éste deseaba terminar de una vez con los Gobiernos de partido. Consciente de su fuerza, se creía capaz de imponerse a la admiración de sus adversarios, como a la de sus amigos. Seguro de su virtud, llegó a considerar la oposición como un pecado. Estaba atacado por la ambición de forma moral, la más grave de las enfermedades políticas.

En aquel tiempo, Disraeli repetía con frecuencia una de las máximas del cardenal de Retz: <No existe nada en el mundo que no tenga su momento decisivo, y la obra maestra, en cuanto a conducta, es el conocer y elegir  ese momento.> Después de un detenido análisis de la atmósfera política, comprendió que el momento decisivo había llegado. Después de largas y pacientes observaciones, emitió un diagnostico claro sobre Pell. Como todos los hombres inteligentes que no son creadores, Peel sentía una gran simpatía por las creaciones de los demás. Incapaz de formar un sistema, se arrojaba sobre lo que hallaba a su paso con un apetito voraz, y lo aplicaba con más rigor del que hubieran usado sus inventores. Así, por un curioso rodeo, la misma estabilidad de su imaginación lo convertía en el más inestable de los jefes. Defendía una política hasta mucho después del momento en que hubiera sido prudente transigir, y, comprendiendo de pronto las objeciones de sus adversarios, se transformaba en un defensor intransigente de la política opuesta. Así, después de haber combatido con una aspereza casi cruel a Canning, que quería emancipar a los católicos, él fue su emancipador después de la muerte de Canning. De igual modo, habiendo sido elegido por los gentileshombres campesinos para defender la política de los terratenientes, se arrojaba ciegamente en el libre cambio. En el momento en que más seguro estaba de su buena fe y de su valer intelectual, aparecía ante los demás como una tránsfuga. Disraeli estudió la dirección en que convenía dirigir el ataque, y lo entabló a fondo.

La primera escaramuza fue provocada por una contestación de Peel. Acaba Disraeli de exponer algunas observaciones, rogándole al ministro que no interpretara sus palabras como un acto de hostilidad, sino como un testimonio de amigable franqueza. Se levanto Peel, y con marcado desprecio citó, vuelto hacia Disraeli, los versos de Canning, su predecesor:

Póngame frente al enemigo declarado, al luchador que viene recto a mí; combatiré sin miedo.

Pues de todos los males, Cielo, que engendra tu cólera, a uno solo yo temo: al amigo sincero.

Era imprudente la cita por parte de un hombre que había representado cerca de Canning precisamente el papel de amigo peligroso (algunos decían que pérfido). Los concurrentes se miraron unos a otros, espiando a Disraeli. Este no contestó. Algunos días después se levantó de nuevo para protestar contra el sistema que consistía en hacer un llamamiento a la lealtad de los tories para hacerles votar ciertas medidas whigs.

-El muy honorable gentleman -dijo- ha sorprendido a los whigs mientras se bañaban y se ha llevado sus vestidos. Los ha dejado en el pleno goce de su posición liberal, y bajo su traje no es más, a su vez, que un estricto conservador.

 

 

Toda la Cámara rió y aplaudió. Impasiblemente serio, Disraeli prosiguió:

-Si el muy honorable caballero puede a veces encontrar útil el reprender a uno de sus partidarios, acaso es porque lo merecemos. Por mi parte, me hallo dispuesto a inclinarme ante su batuta; pero, en realidad, si el muy honorable gentleman, más bien que acudiendo a la censura, se atuviese a las citas, lograría –de ello puede estar cierto- su arma más segura. Y él la maneja con mano maestra, de tal modo, que cuando recurre a una autoridad cualquiera, en prosa o en verso, tiene el éxito cierto: en primer lugar, porque no cita nunca un trozo que no haya sido, en tiempo pretérito, aprobado ya por el Parlamento, y en segundo término y sobre todo, por sus citas son muy felices. El muy honorable gentleman sabe cuánto vale en todo debate la introducción de un gran hombre y cuán importante es su efecto; a veces como el de la descarga eléctrica. No hace nunca alusión a un autor que no sea grande y amado, como Canning, por ejemplo. En éste un nombre que no se citará jamás en la Cámara de los Comunes, tengo de ello la certeza, sin levantar honda emoción. Todos admiramos su genio. Todos o casi todos deploramos su prematuro fin, todos simpatizamos con él en su lucha contra el prejuicio reinante y la sublime mediocridad, contra los enemigos declarador y los amigos sinceros. El muy honorable gentleman puede estar seguro de que un cita que proviniere de tal autor produciría siempre el mejor efecto: algunos versos, verbigracia, escritos por el señor Canning a propósito de la amistad y citados por el muy honorable gentleman. El tema, le poeta, el orador, ¡que feliz combinación! (Largas y ruidosas aclamaciones.) Su efecto en un debate tiene que ser aplastante, y estoy convencido de que si esa cita estuviese dirigida a mí mismo, no me quedaría más que hacer que felicitar públicamente al muy honorable gentleman, no solo por su excelente memoria, sino por su valentía de conciencia.

Estas frases envenenadas y ligeras habían sido lanzadas con un arte prodigioso. Fue primero una fingida humildad, una voz baja y monótona, una lente preparación. De pronto, la frase <Canning, por ejemplo…>, dando a todo su auditorio el placer de aguardar el ataque, y éste, que llegaba tanto más irresistible cuanto más lo disfrazaban la perfección de la forma y la dulzura insinuante de la voz. El efecto fue prodigioso, y el entusiasmo tan vivo, que un ministro que se había levantado para responder hubo de permanecer largo rato silencioso. Peel, cabizbajo y muy pálido, respiraba indiferente, cual si las pasiones humanas no tuviesen sobre él ningún poder. <La escena la habría hecho a usted llorar de placer>, escribía Smythe a Mary-Ann. En Bradenham, el viejo padre ciego, sentado al lado de Sara, repetía:

-El tema, el poeta, el orador; ¡cuán feliz combinación!

Peel sintió pasar la tempestad. Era hombre sensible y acostumbrado al respeto. Le costó gran trabajo contenerse. Pues qué, ¿la Cámara iba a soportar que el más grande de los parlamentarioss fuese tratado así por un insolente? !Cuanta injusticia!…¿Canning? En efecto: él había amado a Canning; las circunstancias eran complicadas; los errores, compartidos, como siempre. Trató de explicar, mas halló un auditorio hostil. Por un movimiento de sutil humorada, alardeó de violenta hostilidad contra los intereses agrícolas que lo llevaron al Poder. Habiendo ofrecido un superávit el presupuesto, muchos conservadores pedían que ese sobrante se invirtiera en socorrer a los labradores. Peel dio una negativa por boca de uno de sus ministros, sin tomarse la molestia de responder por sí mismo. Y la Cámara aguardaba con una impaciencia agradable, aunque llena de ansiedad, a que Disraeli tomase la palabra. Era un doloroso espectáculo el ver palidecer y estremecerse el noble rostro de sir Robert; pero era un espectáculo deseado. De igual modo que cuando un toro de lidia entra en el redondel, lleno de fuerza y de salud, con el pelo brillante, el público sufre ya, pero gozando, en espera de las banderillas que enfurecerán a la fiera.

Aquella vez, Disraeli se dirigió a sus amigos proteccionistas, reprendiéndolos irónicamente. ¿Para qué aquellas aquejas  infundadas sobre  la conducta del primer ministro? <Claro que existe una notable diferencia  entre la actitud del muy honorable gentleman como leader de la oposición y como ministro de la Corona. Pero ésa es la eterna historia. No hay que mostrar mucha extrañeza ante el contraste y los años de posesión. Hay que reconocer que el muy honorable gentleman ha variado. Recuerdo aquel discurso sobre la protección; es el mejor que he oído. Era muy hermoso escuchar al muy honorable gentleman decir: <Preferiría ser jefe de los gentlemen ingleses a poseer la confianza de los soberanos…>Era muy hermoso. Ahora ya no oíamos hablar de los gentlemen ingleses. Pero, ¿Qué más desean? Tiene el placer del recuerdo, el encanto de la reminiscencia. Ellos fueron su primer amor, y si ya no se arrodilla ante ellos, como en las horas de pasión, pueden recordar el pasado. No existe nada tan inútil y desdichado como esas escenas de reproches y recriminaciones. Todos sabremos que en esos casos, cuando el ser amado ha dejado de agradar, es inútil hace un llamamiento a los sentimientos. Bien saben ustedes que lo que digo es verdad; todos los hombres o casi todos han pasado por esos trances.

Mis honorables amigos se quejan del muy honorable gentleman, éste hace lo que puede para tranquilizarlos. Unas veces se refugia en un arrogante silencio, y otras los trata con obstinada frialdad. Si conocieran un poco la naturaleza humana, comprenderían y se callarían. ¿Y qué sucede? ¿Qué sucede siempre en análogas circunstancias? El muy honorable gentleman, obligado a determinar, a pesar suyo, manda decir con mucha gracia a su lacayo:<No podemos tolerar ante nuestra puerta tales lamentaciones.> Tal es exactamente, sir, el caso de la agricultura, esa belleza que todo el mundo corteja y a quien un amante acaba de hacer traición.>

Es imposible de dar una ligera idea del efecto producido. El tono contribuyó bastante. La voz, monótona y apagada, se extinguía cuando los aplausos o las risas se hacían muy ruidosas, y reanudaba su oración, siempre igual, sin esfuerzo aparente, como una continua humorada y una corriente de censura que gota a gota fuera cayendo sobre el cuerpo macizo del ministro. La Cámara estaba encantada y avergonzada a un tiempo. Asustada por el poder del hombre que osaba desafiar, aplaudía sin mirarlo. Peel echaba su sombrero sobre sus ojos, sin poder reprimir algunos movimientos nerviosos, y lord John Russell murmuraba:<Todo eso es verdad.> Y hasta el salvaje Ellice reía, y Macaulay parecía feliz…

 

Caricatura de R. Peel y Disraeli

***

Por fortuna, las vacaciones parlamentarias concedieron una tregua a sir Robert.

Saboreó el placer de reunirse con su familia en el campo; aquel severo ministro era el más tierno de los esposos y de los padres. Sin duda, Disraeli, que tan dado era también a entregarse a los sentimientos domésticos, hubiera sentido piedad si hubiese podido leer las cartas que recibía ladi Peel.

<Querido amor mío: No puedo soportar por más tiempo esta separación. Una gran laxitud y un gran desfallecimiento me deprimen. Penetrar de madrugada en una casa desolada, encontrar nuestra habitación con su tocador y los frascos que tú usabas, la nursery abandonada, todos los salones silencioso y vacios, es un sacrificio superior a mis fuerzas…Die a Julita que tengo su reloj, y que lo vigilo y le doy cuerda todos los días.>

Pero la faceta luminosa de los hombres permanece oculta para aquellos que solo los conocen en la vida pública. Peel y Disraeli se pusieron frente a frente, siendo injustos los dos, los dos estimables e igualmente herméticos. Combatían dos caballeros enmascarados. Sus lanzas no encontraban ya sino el metal. Nunca más habían de levantar sus viseras, ni el uno ni el otro.

Lejos del Parlamento, Peel recuperó la confianza. Cerca de su encantadora mujer, en su magnífico castillo de Drayton, encontraba un mundo armonioso, del cual era dueño absoluto, una atmosfera de admiración y de lisonja, en la que renacía la esperanza. En suma: la sesión se terminó sin haberlo vencido, dejándolo más poderoso que nunca. Los whigs tenían interés en sostenerlo, por carecer de una mayoría que les permitiera escalar el Poder. No cabía duda de que los gentileshombres campesinos habían llegado a odiarlo, pero no era menos cierto que lo temían y seguirían sirviéndolo como borregos. Perdió el corazón de aquellos hombres, pero no sus votos. Aun decía Cobden que <ni el Gran Turco ni el emperador de Rusia tenían más poder que Peel.> Visto desde el alejamiento de la soledad, el insignificante Disraeli le parecía un moscón a aquel león.

Sin embargo, el mes de julio fue lluvioso, y el agua que anegó el torneo de Eglinton formaba lentamente el torrente que había de llevarse a Peel.

***

 

 

Dizzi pidió noticias de la cosecha a su hermana Sara, quien le contestó :<Llueve tanto, que una paloma no encontraría en este diluvio un rincón seco donde posarse. La cosecha será muy mala.> En el mes agosto supo Peel que una enfermedad había atacado las patatas. El temor de ver a Inglaterra hambrienta coincidía tan bien con las teorías librecambistas, por las que demostraba tantas simpatías, que se abandonó a ellas con pasión. En seguida empleó la palabra hambre. Carencia de patatas, luego hambre en Irlanda.  Carencia de trigos en Inglaterra para acudir en auxilio de Irlanda, luego necesidad de suprimir los derechos sobre los trigos y autorizar, por fin, la entrada libre de los alimentos. Si, era preciso abrir los puertos, suprimir aquellos monstruosos derechos. ¿Qué diría el partido?¿No volvería a gritar:<!Traición!> ¿Poco le importaba. Peel estaba sediento de martirio. Cobden y Bright aprobaban su opinión. Disraeli pronunciaría en la Cámara un sarcástico discurso, divirtiéndola durante una hora; pero Peel seria ante la posteridad el hombre bienhechor que sacrificó los intereses de un partido a los del país.

Pronto se supo en Londres que cuatro Consejos de Gabinete habían sido convocados para aquella misma semana; que Peel, desechando las doctrinas que lo llevaron al Poder, quería suprimir los derechos sobre los trigos; que lord Stanley amenazó con presentar su dimisión, y que el Gobierno estaba más enfermo que las patatas. El pánico de Peel sorprendió a todo el mundo. Lord Stanley decía no comprender nada. No se podía saber nada cierto sobre la cosecha antes de dos meses; la entrada de los trigos no remediaría la situación de los irlandeses, que no tenían ni un penique para comprarlos. Además, Peel hablaba de sostener unos derechos moderados durante tres años, y después de transcurrido ese tiempo, el hambre estaría ya lejos. El primer ministro respondió que la crisis era mundial, y que ya todas las naciones prohibían la exportación de alimentos. <Entonces -dijo Stanley-, si no hay nada que importar, ¿para qué variar toda la política aduanera del país?> Pero no observaba que la idea era sentimental y no racional. Entre la emoción general, preguntaban las gentes: < ¿Qué piensa el duque?> Al duque le desagradaba aquella aventura. Decía: <Esas patatas podridas son las que han hecho todo el daño. Han infundido a Peel en su endemoniado terror.> Y gruñía :<Jamás vi a un hombre en tal estado de pánico.> Pero el duque, cada día era más encastillado en su flexible rigidez, hacía cuestión de honor el obedecer las órdenes que recibía, fuesen cuales fuesen, y estaba dispuesto a mandar una vez más :<Milord, ¡media vuelta a la derecha!…! Mar…!> Estas noticias llegaron a oídos de Disraeli durante su nueva estancia en  Paris y pensó: <Estas patatas podridas van a cambiar el destino del mundo.> Thiers hubo de decirle: <Si es hambre verdadera la que reina, Peel es un gran hombre; si el hambre es falsa, se habrá puesto en ridículo.>

Cuando la decisión fue definitiva, Stanley se retiró y todos los ministros lo siguieron. La reina llamó a lord Russell, quien devolvió en seguida Peel la copa envenenada que éste le tendió. Pero Peel encontraría buen gusto a la cicuta, porque hubo de decirle a la reina:<Seré su ministro, pase lo que pase.> Le escribió a un amigo:<Es un sueño extraño, me siento como un hombre que renace a la vida.>Lo que un hombre que renace a la vida.> Lo que los demás llamaban traidor, era considerado por él como una piadosa conversión. La reina y el príncipe Alberto, librecambistas los dos, le repetían que era el salvador del país, se sabía invencible, puesto que nadie podía ocupar su vacante. Todo marcharía bien. Igual que Ulises, sería el único que pudiera tender aquel arco.

El Parlamento se volvió a reunir. En la Cámara de los Lores se formó un partido proteccionista contra Peel, dirigido por Stanley. Croker fue a hacer una investigación en Irlanda, e informó a su jede fe que, como había dicho Thiers, era un mito el espejuelo del hambre. John Manners le escribió a Disraeli:<Lo del hambre es una historia tártara, y de los pronósticos sobre las cosechas del año próximo son admirables.>

Pero Irlanda tenía la misma relación que el Kamchatka con las decisiones de Peel. Elaboraba su crisis intelectual y nada podía detenerla.

En la primera sesión informó al partido de que todas sus ideas económicas habían variado. Los gentileshombres campesinos escucharon con horror todas sus declaraciones, que fueron pronunciadas con tal tono de autoridad, que no se oía ni un murmullo. No hay que dejar de observar hacia el martirio, el primer ministro conservaba toda su maestría de táctico. Un día en que Gladstone se levantó para hablar y preguntó al jefe:< ¿He de ser breve y preciso?, sir Robert le contestó:<No, sed pesado y difuso.>

Aquel método fue el que aplicó él mismo en aquella peligrosa sesión. Dirigiéndose a una Cámara extrañada, habló largamente del precio del lino, de la lana; intercaló unas palabras sobre el tocino, otras sobre los contratos de buey salado para la Marina, y todo ello con un tono tan monótono y tan trivial, que el auditorio, viendo  la familiar figura de sir Robert en pie ante su caja roja, y frente a él el rostro desolado de sir John, casi oculto, como siempre, bajo su sombrero de amplias alas, se preguntaba si todo aquel drama no era un sueño. Tal era el arte de aquel maestro en debates parlamentarios, que conocía la importancia que en ciertos casos tiene el bajar el tono del debate dándole un aire de pequeñez, remontando, como decía Disraeli, de la máquina de vapor a la olla de agua hirviendo. Parecía que, a pesar de todo, la cortina iba a caer sobre un éxito gubernamental, cuando se levantó Disraeli. Tras unas frases pronunciadas en el mismo tono que el primer ministro, tono insoportable por parte de un hombre que anunciaba la caída total de su política, continuo con su voz igual, con los pulgares metidos en las sisas de su chaleco.

-Sir, es difícil encontrar en la historia una posición paralela a la del muy honorable gentleman. El único caso que puedo recordar es un incidente de la última guerra de Levante. Si no me equivoco, durante aquella gran lucha, cuando se trataba nada menos que de la existencia del imperio otomano, el sultán hizo construir una flota inmensa para defender su imperio. La tripulación fue compuesta por hombres elegidos y los mejores oficiales que se encontraron, y todos los combatientes fueron recompensados antes del combate. Jamás abandonó los Dardanelos una expedición tan hermosa desde el reinado de Solimán. El sultán en persona asistió a la salida, de la expedición, como en nuestro país rezaron por el éxito de las últimas elecciones. Salió la flota; pero cuál no sería la consternación del sultán cuando vio que el gran almirante ponía proa hacia los puertos enemigos.

En aquella ocasión, sir, el gran almirante fue muy difamado. A él también lo llamaron traidor, y él también se justificó: <Es cierto, en efecto, que tomé el mando de aquella magnifica escuadra; es cierto que mi soberano me besó, así como que todos los sacerdotes del imperio rezaron por el éxito de la expedición; pero no me agrada la guerra. No veo razón para prolongar esta lucha, y al aceptar el mando no me guiaba mas idea que la de terminar la compaña traicionando a mi propio amo> (Formidables aclamaciones de los tories.)

Política librecambista o política protectora…, Disraeli admitía que se tuvieran preferencias por una o por otra; pero lo inadmisible era que un Parlamento elegido para practicar una de ellas se glorificase practicando la otra; era que un hombre señalado a los soberanos por la confianza de un partido viniera a decir que la confianza de los soberanos le permitía despreciar ese partido y que le preocupaba poco la opinión de la Cámara, puesto que confiaba en la de la prosperidad.

Las aclamaciones duraron varios minutos, y ya no sólo dirigidas al artista, al orador. El hombre de Estado había encontrado terreno firme. Al final de la sesión, los gentileshombres campesinos rodearon a Disraeli y le hablaron de la formación de un partido proteccionista en los Comunes para oponer resistencia al primer ministro.

 

***

Hacía tres años que Disraeli frecuentaba a un miembro del Parlamento muy diferente a él: Lord Jorge Bentinck, hijo del duque de Portland. Lord Jorge Bentinck era conocido sobre todo por poseer una de las mejores cuadras del reino. Dictador del mundo de las carreras, arrojó fuera de él a los jockeys poco honrados. Con justicia se le respetaba. A pesar de su gran severidad, lo adoraban sus palafreneros. Apreciaban su franqueza y su gran amor por los caballos. Todos los caballos que salían de sus cruces, hasta la segunda generación, eran apoyados por las apuestas de lord Jorge. El caballo que entraba en sus cuadras no salía de ellas hasta su muerte. Hubiera considerado una ingratitud el vender un caballo viejo porque ya no pudiese correr.

Miembro del parlamento desde hacía ocho años, nunca tomó en él la palabra. Consideraba la Cámara como un club. A menudo, de noche, cuando penetraba en ella, se veía armar el cuello rojo de su traje de caza bajo su gran abrigo blanco. Su influencia era motivada, por una parte, por la amistad que lo unía a todos los miembros que se interesaban por los caballos (y eran muy numerosos), y, sobre todo, por lo mucho que la Cámara apreciaba su carácter. Eran conocidas sus violencias, pero también su fidelidad, tan tenaz como sus odios, y, a pesar de su escasa cultura, su juicio era sano y claro.

Desde el año 1842 frecuentaba Disraeli con mucha asiduidad a lord Jorge. Entre el hombre deportista, que raramente abría un libro, y el escritor, un tanto afeminado, que se imponía algunas veces el caballo como un deber, parecía difícil que pudiera entablarse una amistad; pero, sin duda, el contraste atraía a Disraeli de un modo irresistible hacia tales seres magníficos y toscos. Por ser dolorosamente consciente de las tendencias casi morbosas de su sensibilidad, admiraba aquella esplendida inconsciencia. Por amistad de lord Jorge llegó hasta apostar con él por una jaca de muy pura sangre, Kitty, hija de un ganador del Derby. El entrenador, John Kent, miraba con recelo a aquel hombre pálido y extraño, que cruzaba por las cuadras con torpes precauciones y hablaba de los caballos en un lenguaje profano. Creía observar que el visitante fingía por las cosas del turf un interés que estaba lejos de sentir, y en lugar de dejarse convertir por lord Jorge a la religión de las carreras, trataba de atráeselo a la de la política. Algunas noches, cuando el entrenador acudía a rendir cuenta de los galopes del día, encontraba a su amo sentado junto al fuego con su amigo, compulsando Libros Azules. Lord Jorge se pasaba la mano sobre los parpados, revelando cierta fatiga, y John Kent abandonaba la habitación con una impresión de inquietud y de tristeza.

El día en que sir Robert Peel anunció su cambio de frente, lord Jorge Bentick salió de su mutismo como una fiera de su guarida. Sentía un espontaneo horror por la deslealtad, y se mostró el más entusiasta para la formación de una partido proteccionista, del cual Disraeli anhelaba muy pronto verlo como jefe de la Cámara de los Comunes. Bentinck respondió:

-Hombre sin instrucción y que nada me atrae a la vida política, conozco mi incapacidad, pero aceptare si necesitan de mí.

Y necesitaron de él. Su nombre y su dignidad tranquilizaban a aquellos que hubieran temido seguir a Disraeli, y se reveló en la lucha mucho más temible de lo que se esperaba. Tenía una extraña vocecita, que parecía surgir con dificultad de su cuerpo fornido, unos gestos originales y una absoluta incapacidad de detenerse cuando había comenzado a hablar; pero su voluntad era inquebrantable. Con un trabajo paciente acumulaba hechos y números, que citaba después con inconcebible violencia. Se comprenderá la sinceridad y la fuerza del sentimiento que lo impulsaba cuando se sepa que el día en que aceptó la posición de leader de los proteccionistas dio orden de vender todos sus caballos. Los tristes presentimientos del entrenador fueron muy justificados. A partir de entonces se vio a Bentick acudir asiduamente a las sesiones, y como era una característica de familia el dormirse fácilmente después de las comidas, se impuso la obligación de ayunar diariamente hasta que salieses de la Cámara. Aquel régimen, unido al trabajo cerebral de un hombre acostumbrado a hacer la vida al aire libre, tuvo las peores consecuencias para su salud.

 

 

<Bentinck y Disraeli, ¡bonita pareja!>, decían riéndose los amigos de Peel; pero el voto en la primera lectura de la ley sobre los trigos puso de manifiesto que solo 112 miembros del Parlamento votaron por Peel, cuando 240 <mantenían con Bentinck la castidad de su honor>. El Ministerio contaba, sin embargo, con una gran mayoría, compuesta en su mayor parte por sus adversarios liberales. Era evidente que abandonaría la ley votada, y que desde aquel momento Peel estaba condenado. Durante las tres lecturas de la ley, Bentinck y Disraeli lo trataron muy duramente. Ya parecía que estaba permitido decírselo todo. Cuanto más violentos eran los epítetos que  se le dirigían, mas satisfecha parecía la Cámara. Disraeli lo llamaba <salteador de inteligencias, ladrón de sistemas›, especulador político, que compraba un partido cuando estaba en baja para venderlo durante el alza. Bentinck, menos ingenioso, se mostraba más brutal; sus modales chocaban al dulce y caballeroso John Manners por su falta de tacto. Cuando Peel se levantaba para contestar y pronunciaba la palabra <honor>, la Cámara lo acogía con gritos de escarnio y gestos de desprecio. Varias veces, el speaker, emocionado e impotente, creyó que el primer ministro iba a llorar. Tras aquellos debates tan duros, que algunas veces se prolongaban hasta las cuatro o las cinco de la mañana, al volver a su casa, Disraeli encontraba levantada a Mary-Ann, quien deseaba que la impresión que recibiera su marido al volver fuese de alegría y consuelo. Otras veces acudía en coche a la puerta del Parlamento y lo aguardaba allí durante gran parte de la noche, con una cena fría sobre sus rodillas. Se contaba que su abnegación era tanta, que un día en que se preparaban grandes debates, y en que ella acompañó a su marido hasta la Cámara, teniendo una mano destrozada por una portezuela que cerró demasiado bruscamente un lacayo, tuvo el valor de disimular su dolor hasta que se hubo separado de su marido, para no turbarlo en un momento en que necesitaba toda su sangre fría. Desde el campo, ladi Peel sostenía también a su marido con unas cartas conmovedoras.

<Leo la Prensa hasta que me faltan las fuerzas…Solo te preguntaré una cosa. ¿Tienes la certeza de poder demostrar en todo momento que tu conducta es seria y desinteresada? ¿Esperas que se te haga justicia después de esas crueles injurias? Si es así, podré recuperar mi valor…! Ay de mi! Ahora ya creo en el Destino, sé que el mío será turbado. Quiera Dios dirigirte en todo momento y conservarte la vida. No soy más que una caña cimbreante; pero apóyate en mí, donde siempre encontraras fidelidad y afecto.>

Los Lores hubieran podido detener la ley; pero el duque de Wellington la hizo votar. Con aire sombrío y el sombrero echado sobre los ojos, respondía a todos los opositores.

-Soy enteramente de la opinión de ustedes. Sir Robert ha armado aquí un buen enredo; pero debo tener en cuenta la paz del país de la de nuestra soberana.

La revista humorística The Punch publicó una nota así concebida:

<Bigamia. –Un hombre llamado Peel fue conducido ayer ante el magistrado señor Bull, acusado de haber contraído matrimonio con una mujer llamada Libre Cambio, estando en vida su primera mujer, Agricultura.>

La misma noche en que, tras la tercera lectura, fue votada la ley sobre los trigos, sir Robert se vio derrotado por una coalición de proteccionistas y de whigs. Su vecino murmuró a su oído:

-Se dice que nos han derrotado por setenta y cinco votos.

Sir Robert no respondió, ni siquiera volvió la cabeza. Se puso muy grave y adelantó la barbilla, movimiento que le era habitual cuando sufría y no quería hablar.

 

 

 


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