París en el siglo XX, de Julio Verne (Parte 1)

«París en el siglo XX», novela de Julio Verne

 

París en el siglo XX es una novela escrita por Julio Verne que fue publicada por primera vez en francés en 1994. Es considerada como la «novela perdida» de Julio Verne, ya que fue escrita en 1863 y se mantuvo oculta durante más de ciento treinta años. El manuscrito que sirvió de base a la novela fue completado ese mismo año y después fue olvidado en una caja fuerte hasta que fue descubierto en 1989 por Jean Verne, bisnieto de Julio Verne.

El editor de Verne se negó a publicar el manuscrito, poco después del gran éxito obtenido por la primera novela del escritor francés, Cinco semanas en globo. Pierre-Jules Hetzel le explica sus razones a Verne en una carta que se estima fue escrita a finales de 1863 o principios de 1864, donde le dice que nadie leería una novela tan pesimista y le afirma que la publicación de dicho texto podría constituir un verdadero desastre para la reputación de Verne como escritor.

«Ha emprendido usted una tarea imposible y —como sus predecesores en cosas análogas— tampoco ha conseguido llevarla a buen fin. Está cien pies por debajo de Cinco semanas en Globo. Si la vuelve a leer estará de acuerdo conmigo. Es periodismo barato y sobre un tema nada afortunado.

No esperaba una cosa perfecta; le vuelvo a decir que sabía que estaba intentando algo imposible, pero esperaba algo mejor. Aquí no hay resuelta ninguna cuestión de futuro serio, ninguna crítica que no parezca una caricatura ya hecha y rehecha, y si algo me asombra es que haya podido usted hacer, como en un arrebato y empujado por algún dios, algo tan penoso, tan poco vivo…

(…) No está usted maduro para un libro así, vuelva a intentarlo dentro de veinte años».

Carta de Hetzel a Verne

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Indice

Profecías de Julio Verne en su libro “París en el siglo XX”

 

Julio Verne

Hace varios años, leyendo un artículo sobre Julio Verne, y sobre la obra que ahora comentamos, quedé muy impresionado por la descripción que hace de los establecimientos comerciales, que serían tan lujosos como palacios, en una época en que estos eran simplemente el lugar donde se exponían las mercancías, sin mayores pretensiones, y se podía comprar lo que uno necesitaba y quería. “Tan lujosos como palacios”, y tan grandes como catedrales diríamos hoy, en que los centros comerciales se han convertido en las nuevas “catedrales del siglo XXI”, y donde se congregan los fines de semana las nuevas multitudes, no para rezar a Dios, ni para solucionar los asuntos de la Res Pública. Cuán mejor sería intentar entrar en comunión con la naturaleza, o con el alma del prójimo.

¡Qué misterio el del tiempo! Desde cierta perspectiva sólo existe el presente, el pasado es sólo recuerdo y el futuro imaginación; y desde otra el único ilusorio, fugaz, es el presente, pues el pasado es inmóvil y permanente y el futuro espera cargado con sus mil frutos dulces y amargos.

Y si por la memoria nos adentramos en las galerías del pasado, laberínticas y palpitantes del rastro de vida que por ellas pasó; con la imaginación penetramos fantasmales atravesando como en sueños las puertas cerradas del futuro. Esto es lo que acontece al genio científico, al profético y también al visionario que muestran paisajes desconocidos. Y no sabemos si es que ven el futuro, y, o, excitan la imaginación de quien después recorrerán dichos caminos. Otras veces las Profecías, como las atribuidas a Malaquías reinaron tan poderosas sobre el imaginario colectivo, que aquellos que querían ser Papas, o que eran nombrados como tales, asumían los escudos y emblemas descritos  en su libro, para legitimar su ascenso o para dar visos de credibilidad a su usurpación.

Julio Verne  (1828-1905) ha sido uno de los grandes visionarios científicos del siglo XX, y con sus libros, uno de los autores más traducidos de la historia de la literatura. A veces parece como si hubiese viajado al futuro, tomado notas rápidas y borrosas, y con ellas después escrito sus novelas. Pensemos, si no en Viaje a la Luna o 20.000 Leguas de Viaje Submarino. En sus más de 100 libros, el literato que siguiendo su estro poético no quiso ser letrado avivó en sus contemporáneos sueños y anhelos que luego se convirtieron en realidad.

Uno de sus manuscritos olvidados, “París en el siglo XX” durmió un siglo y medio y fue, curiosamente editado, no ya en el tiempo que había profetizado, sino después. La acción se desarrolla en el París de los años 60 del siglo XX y el libro apareció a la luz en el año 1989. Evidentemente, al leerlo no podemos sino sonreír como haríamos con cualquier otra descripción vista en retrospectiva, aunque escrita como profecía. Pero si intentamos ponernos en la visión y conocimientos del año 1863 en que fue escrito, es realmente sorprendente y admirable.

Por ejemplo,  Julio Verne anuncia en este libro el motor de combustión y la sustitución de la carroza, con los caballos fuera, por el coche moderno, con su potencia expresada en caballos, dentro. El tren de alta velocidad por las alturas, como en Japón, y el suburbano aparecen descritos, e incluso alude a un sistema de propulsión por golpes de presión de aire y deslizamiento aprovechando los electroimanes. Curiosamente en los años 60 aún no habíamos comenzado la Era de la Informática y se vivía en el auge de la Era Industrial, que es la que con tanto detalle figura. Un mundo industrializado, con todo tipo de comodidades materiales, pero donde la estupidez embota las almas y una indefinible angustia es el resultado de que nadie pueda desarrollar su verdadera naturaleza y destino, al ser víctimas de la masificación.

El mundo financiero –en la obra de Julio Verne- ha clavado sus aceradas garras sobre todos los aspectos de la vida, especialmente en la educación universitaria, como sucede, por ejemplo hoy en Estados Unidos. El dinero es la medida de todas las cosas y el estigma del triunfo o del fracaso.

Algunas de las afirmaciones de Julio Verne  son geniales: Todo el mundo sabía ya leer y escribir (algo casi impensable en 1863), pero nadie lo hacía. No había hijo de artesano ambicioso o de simple campesino que no deseara una plaza en la administración, y el Estado comenzaba a sucumbir bajo el peso de tantos funcionarios. La instrucción dejó de ser el natural medio de despertar las almas y de que el joven se reencontrase así consigo mismo para ser una forma de “construcción”, no de carácter, sino de información asimilada para ser una pieza más de esa maquinaria económica. Los estudios científicos y técnicos habían convertido en una reliquia del pasado los humanistas: el latín y el griego eran lenguas, no sólo muertas, sino enterradas y la retórica había desaparecido de las aulas. Prevé los diferentes anillos de las líneas de metro, tal y como rodean hoy mismo cualquier gran ciudad, y los trenes pasando cada diez minutos y cargados de miles de pasajeros cada vez. Toda la ciudad se hallaba iluminada eléctricamente y más de cien mil farolas encendían sus luces a la vez, las tiendas eran visibles a lo lejos iluminadas con mil colores. Esta, que ni siquiera nos llama la atención de lo acostumbrados que estamos, es una profecía admirable.

Y respecto al transporte ordinario, no sólo prevé, como dijimos, la existencia del coche individual, sino que incluso adelanta su forma: Era una máquina fácil, simple y manejable; el conductor (que llama “mecánico), sentado en su lugar, manejaba un volante de dirección; un pedal, bajo el pie, permitía que alterase inmediatamente la velocidad del vehículo . Y respecto a la fuerza invisible que la dirige, el ya mencionado motor de combustión. Dice: Esta máquina, inventada en 1859, tenía, como primera ventaja suprimir la caldera (de la máquina de vapor), el fogón de la sala y el combustible (el carbón). Un poco de gas de iluminación, mezclado con aire e introducido bajo el pistón y encendido por una chispa eléctrica [1], producía el movimiento; algunos puestos de gas establecidos en diversas estaciones de vehículos, proporcionaban el hidrógeno necesario, y poco después algunas mejoras permitieron suprimir el agua destinada a enfriar el cilindro de la máquina. No estuvo muy desacertado, pues el motor de combustión interna, casi idéntico al que describe, fue inventado en 1867 por Nicolaus Otto.

Hombres mecanizados que trabajan en una burocracia kafkiana [2], una época cuyo único ideal es el éxito, social, económico, mundano, y en que el inglés va sustituyendo al francés como lengua franca. Una sociedad en que el ser humano se haya alienado y en vez de forjar las máquinas según sus necesidades, es él quien se transforma y adapta según las máquinas que inventa, convirtiendo así su humanidad en esclava de las mismas: ¡qué sabios los filósofos alejandrinos cuando aún conociendo tanta mecánica hicieron un uso tan discreto de las máquinas, qué independencia de carácter y mesura es necesario tener para utilizar bien las máquinas y que estas no dirijan tu vida, y mecanicen nuestra forma de pensar y percibir al mundo y a los otros!

Describe el correo electrónico o email: Y sin embargo, la telegrafía eléctrica haría disminuir singularmente ese número de cartas, ya que nuevos inventos permitían en aquel tiempo que el remitente tuviera correspondencia directamente con el destinatario; se mantenía así el secreto de la correspondencia [bien, eso más o menos] y todos los negocios más importantes se trataban, de este modo, a la distancia.

La fotocopiadora y el fax: la telegrafía fotográfica permitía realizar la reproducción de cualquier documento, manuscrito o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a cinco mil leguas de distancia.

La importancia y actualización instantánea de la bolsa: las variaciones de los valores de cotización en el mercado libre aparecían escritas directamente en los paneles colocados en el centro de las Bolsas de París, Londres, Frankfurt…

El consumo creciente de papel, hasta proporciones de locura [3], y en esto se quedó corto, pues no tuvo en cuenta la importancia del papel en la publicidad. Dice, por ejemplo, que Francia gastaría 300 mil toneladas de papel en los años 60, y de hecho, en el 1990 gastó 8835 mil toneladas (casi 30 veces más de lo anunciado, lo que ya en aquella época sería monstruoso y un desastre ecológico).

El problema del crecimiento, la aglomeración y la falta de espacio vital: Conseguir casa era, en aquel tiempo difícil, en una capital demasiado pequeña para sus cinco [4] millones de habitantes, así a fuerza de ensanchar las plazas, abrir avenidas y multiplicar los barrios, era una amenaza la falta de terreno para construcción de viviendas particulares. Y así quedaba era muy apropiada la afirmación que corría de boca en boca de que en París ya no hay casas, sólo calles.

En su profecía literaria, en el París del siglo XX ya no hay guerras, pues el poder de destrucción de las armas es enorme, y nadie se atreve a iniciar un conflicto; y ya no hay soldados, pues no hay enfrentamiento cuerpo a cuerpo y los militares son técnicos. Es evidente que Julio Verne pensó sólo en Europa y no en todos los otros países que iban emergiendo en el horizonte de la historia y que en su época eran nada más que colonias o tierras sin ningún protagonismo en el rumbo de los acontecimientos. Y sin embargo, es de nuevo agudísimo cuando dice que las invasiones no serían ya militares, sino económicas, arruinando y comprando al país enemigo o rival (se saltó el paso de la invasión ideológica que primó durante la segunda mitad del siglo XX en la llamada “guerra fría”). Cómo vamos a luchar contra aquellos a quienes hemos vendido nuestras tierras, aguas y gestión de las mismas, todo tipo de empresas, etc… o sea, que hemos vendido nuestra independencia y libertad, algo semejante a decir que hemos vendido el alma, por solazarnos, como cerdos en el barro en nuestra sociedad de consumo. Julio Verne describe los peligros de tal invasión económica: Los ingleses, los rusos, los americanos [ahora deberíamos cambiar estos nombres o añadir otros], no han invertido ellos sus billetes, los rublos y dólares invertidos en nuestras empresas comerciales? El dinero no es enemigo del plomo y una bala de algodón no sustituye a una cónica! Pero piensa en esto, Jacques, ¿por qué los ingleses, usando de un derecho que nos niegan, se convierten poco a poco en los propietarios de los latifundios de Francia? Poseen inmensas tierras, casi regiones enteras, no conquistadas, sino pagadas, ¡lo que es más seguro! No se ha hecho nada por evitarlo, dejamos que lo hicieran!

Y algo aún más admirable, las guerras ya no se hacen por la honra de los países, sino como una empresa lucrativa. Hoy conocemos bien ese negocio: Destruimos tu país, tus puentes, tus empresas, tus carreteras, y luego nos pagas los gastos de la guerra y la reconstrucción, y además te ponemos un presidente que sea un títere o un hombre de paja para seguir con nuestros negocios.

Julio Verne fue también un visionario al describir la pérdida de feminidad de las mujeres (y también por tanto de masculinidad en los hombres), el culto a los cuerpos adolescentes y de la “belleza” anoréxica que martiriza nuestra actual sociedad, que al no mirar al alma, lo hace en el espejo deforme, esperpéntico del barro del mundo y sus formas cadentes y renovables:

La forma cariñosa de andar de la Parisina, su apariencia graciosa, su mirada espirituosa y tierna, su amable sonrisa, su cuerpo de formas ajustadas y encantadoras al mismo tiempo a dado lugar a formas largas, delgadas, áridas, descarnadas, macilentas, estiradas, en fin, a una desenvoltura mecánica, metódica y puritana. El aspecto se maleó, su mirada se hizo austera y las articulaciones se anquilosaron (…), el paso se hizo más largo; el ángel de la geometría, otrora tan pródigo en sus curvas más atrayentes, confinó a la mujer al rigor de la línea recta y de los ángulos agudos. La francesa se hizo americana, habla gravemente de asuntos serios, encara la vida con dureza, cabalga sobre el dorso estrecho de sus ropas [está insinuando, quizás porque no se atreve a decirlo claramente, que la vestimenta masculina y femenina, sería muy semejante, por no decir igual, llevando las mujeres pantalones, algo impensable en la Francia de Julio Verne]

Revela también, con inteligencia lúcida, el porvenir de la familia, para nosotros ya actualidad o pasado: En una época en que la familia tiende a ser destruida, en que el interés privado empuja a cada uno de sus miembros por caminos diferentes, en que la necesidad de enriquecerse a cualquier precio mata los sentimientos del corazón, el matrimonio me parece de una heroica inutilidad; en otro tiempo [habla desde el París del siglo XX], según los autores antiguos, todo sucedía de otro modo; hojeando viejos diccionarios quedarás asombrado al encontrar ahí palabras como hogar, casa, vida doméstica, interior, compañía de mi vida, etc., pero esas expresiones desaparecieron hace ya mucho tiempo con las mismas cosas que representaban. Ya no se utilizan.

Es quizás mejor que el editor de Julio Verne, Hetzel, quedara disgustado con esta obra, pues así atravesó sin dejar huella la segunda mitad del siglo XIX. Y casi todo el siglo XX, y hemos podido mirar el futuro en retrospectiva y comprobar cómo los dioses de hoy se convierten en las pesadillas del mañana… y viceversa… y la rueda de la vida gira, haciendo crecer, con dolor y angustia, las galerías y posibilidades del alma humana.

José Carlos Fernández
Lisboa, 12 de octubre de 2012
 
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NOTAS:

[1] Con el detalle que da, casi podríamos afirmar que Julio Verne es el inventor del motor de combustión, le faltó nada más hacer un plano y patentarlo.

[2] Tal y como dice el artículo sobre este libro, Paris au XX siecle de la wikipedia francesa.

[3] Y que gracias a Internet y al uso reciclado está por fin disminuyendo.

[4]Cifra ajustada, aunque realmente se quedó corta, pues París, en 1960 tenía no cinco, sino siete millones de habitantes.

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El mítico cabaret Moulin Rouge se ubica en el boulevard de Clichy, en las faldas de la colina de Montmartre, que preside la basílica del Sagrado Corazón. Se trata del antiguo escenario de la vida bohemia del París de finales del siglo XIX y principios del XX

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París en el siglo XX  (Parte I)

Julio Verne

Prólogo

La obra de Julio Verne nunca ha sido fácil de clasificar. ¿Iba dirigida a un público de gente joven o de adultos? ¿Era Verne sinceramente optimista y confiaba realmente en el progreso hasta que los sinsabores de la edad ensombrecieron sus últimas obras? ¿Inventó de alguna manera las tecnologías del futuro? ¿Era un escritor de verdad, habida cuenta que su editor le corregía y le regañaba sin piedad?

Leer a Julio Verne hoy

Julio Verne es objeto hoy en día de una ambigua rehabilitación. Para algunos críticos, el poeta de Veinte mil leguas de viaje submarino, el narrador romántico del Castillo de los Cárpatos, ocultan a veces al testigo del progreso científico. ¿Por qué habría que escoger? París en el siglo XX debería permitir que se superara este debate.

A través de los defectos narrativos menores de un joven autor todavía marcado por el diálogo teatral asoma una vigorosa personalidad de anticipador en el sentido más exacto, más operativo y más contemporáneo del término. Su fuerza proviene precisamente de que no inventa nunca, sino que presta a lo real una atención aguda, casi hipnótica, hasta hacerle desvelar su secreto y manifestar sus posibilidades. Quien recuerde con placer la anatomía del aparato de Ruhmkorff que llevan los viajeros al centro de la Tierra, no podrá meterse en el metro sin oír secretamente el silbido de los tubos electroneumáticos que propulsan suavemente el ferrocarril de París en el siglo XX.

La información científica de Julio Verne en 1863 es precisa, actual y está perfectamente documentada. El motor de los gaseomóviles no es una vaga y misteriosa energía. Es el motor de explosión de Lenoir, inventado en 1859 y que no se aplicará al automóvil hasta Daimler en 1889. El «facsímil» no se transmite por magia, sino mediante el Pantelégrafo Caselli, inventado en 1859. Y, como ocurre todavía ciento treinta años después en algunas papeleras industriales, lo que convierte en pocas horas un tronco de árbol en una resma de papel es el procedimiento de Watt y Burgess elaborado en 1859.

Ahora, eso sí, las máquinas pueden ponerse a soñar, el sollado del Leviatán IV puede cubrirse de árboles y de flores, y los jinetes pisotear sus avenidas cubiertas de césped…

Pero, en París en el siglo XX, Julio Verne no sólo cuestiona las máquinas, lo hace también con la sociedad, el dinero, la política y la cultura de su tiempo, a los que proyecta en el futuro. En este sentido, Julio Verne nunca será más moderno ni más ambicioso: el mercantilismo de Estado del Segundo Imperio, escrutado sin concesiones, devora a Michel y a sus amigos en 1960 tanto como el demonio de la electricidad, y no vemos que el tiempo haya desmentido demasiado al autor.

Hay que leer París en el siglo XX, y releer a Julio Verne, para recordar que son a un tiempo la razón y la poesía las que abren las puertas del futuro.

Un inventario razonado de su época

París en el siglo XX es una novela de anticipación en todo el sentido del término, pero también es un inventario razonado de su época, lleno de sabrosas informaciones sobre el siglo XIX. Dichas informaciones, anotaciones y juicios merecen ser explicitados. Para no sobrecargar el texto de notas hemos preferido presentar al final de la obra un conjunto de explicaciones agrupadas bajo el título «Julio Verne y su época». Permitirán al lector curioso ahondar en el texto. En cuanto a este último, aunque sea manifiestamente un «primer esbozo», con todos los defectos que ello implica, se trata de un texto acabado cuya puntuación (a Julio Verne le gustaba el punto y coma que en él son como cesuras o respiros) hemos respetado lo mejor posible.

VÉRONIQUE BEDIN

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Prefacio

La historia del manuscrito

París en el siglo XX: un título, por así decirlo, mítico para los investigadores vernianos. Una novela de juventud de Julio Verne que permaneció inédita, con un tema muy seductor. Al no haber manuscrito ni detalle alguno sobre su contenido, se habría podido dudar de su existencia y habría sido arriesgado incluirlo en una bibliografía verniana si el hijo de Julio Verne no hubiera tomado la precaución de publicar la lista de las obras inéditas del escritor.

En efecto, a la muerte de Julio Verne, acaecida el 24 de marzo de 1905, una de las primeras cosas de las que se encargó Michel Verne, seguramente por consejo de Hetzel hijo, fue la de publicar lo más rápidamente posible la lista de las obras inéditas de su padre para que no le acusaran después de haber escrito personalmente, y de cabo a rabo, los textos que iban a aparecer bajo el nombre del célebre escritor. Con esta finalidad dirigió una carta, fechada a 30 de abril de 1905, al periodista Émile Berr, quien, además, había conocido a Julio Verne. Esta carta, que contiene la lista detallada de las obras inéditas del escritor, fue publicada por Le Figaro del 2 de mayo, Le Temps del 3 de mayo, Le Mémorial d’Amiens del 4 de mayo, Le Monde élégant (de Niza) del 7 de mayo, Le Petit Républicain du Midi (de Nimes) del 8 de mayo, Le Bien public (de Gante) del 10 de mayo, Le Courrier Républicain (de Tours) del 12 de mayo, Le Populaire (de Nantes) del 14 de mayo, ¡y quizá falten algunos periódicos en esta larga lista!

El pasaje de la carta de Michel Verne que aquí nos interesa es el siguiente: «[…] Las obras póstumas de mi padre se dividen en tres partes […] La segunda parte se compone de dos obras también anteriores, según todas las probabilidades, a los Viajes extraordinarios, pero muy interesantes en el sentido de que parecen presagiarlos. Una de ellas se titula Viaje maldito por Inglaterra y Escocia [1]; la otra, París en el siglo XX […]».

Los biógrafos de Julio Verne han citado a menudo este segundo título sin conocerlo directamente. Por ejemplo, en la lista de Oeuvres laissées par Jules Verne, confeccionada por Charles Lemire, amigo amienense del escritor, en su importante biografía [2], se encuentra París en el siglo XX entre las obras inéditas anteriores a Cinco semanas en globo. Asimismo, un gran especialista en Julio Verne, Cornelis Helling, en el primer número del Bulletin de la Société de Jules Verne (noviembre de 1935) cita París en el siglo XX entre los inéditos de Julio Verne.

Las cosas habrían quedado así si no me hubiera sido dado descubrir, en 1986, en los archivos privados de los herederos del editor Hetzel, el borrador de la carta con la que este último manifestaba a Julio Verne su negativa a publicar París en el siglo XX. Dicha carta confirmaba de una vez por todas que la novela había existido realmente, aunque hubiera desaparecido y no figurara entre los manuscritos cedidos por la familia Verne a la ciudad de Nantes en 1980.

Encontrado en la caja fuerte de Michel Verne, que se creía vacía y cuyas llaves se habían perdido, reaparece hoy y arroja una nueva luz sobre la totalidad de la obra literaria de su autor.

 

El rechazo de Hetzel

Pierre-Jules Hetzel, cuya capacidad para percibir una obra maestra es indiscutible (él fue el único entre todos los editores parisinos a los que acudió Julio Verne, que aceptó publicar Cinco semanas en globo), rechazó París en el siglo XX. Sus observaciones, sus críticas, sus argumentos se encuentran en las anotaciones a lápiz que figuran en los márgenes del manuscrito y en una carta (cuya importancia es capital para la comprensión de su punto de vista) que dirigió probablemente a Verne a finales de 1863 o muy al principio del año siguiente. Aunque la carta contiene un rechazo formal de publicación, en algunos casos las anotaciones que figuran en los márgenes del manuscrito parecen querer corregir o mejorar el texto con vistas a una edición, mientras que en otros casos atestiguan una voluntad firme de no publicarlo. Sin citar de una manera exhaustiva esas observaciones de Hetzel, me limitaré a indicar las más significativas.

Desde la primera línea, Hetzel corrige: no aprecia los neologismos de Verne. El título del primer capítulo («Sociedad General de Crédito Instruccional») suscita la observación siguiente (relativa a la palabra Instruccional): «palabra desagradable —mal hecha—, sobre todo para un principio. Está ahí como una barrera. Parece una palabra de Fourier. Evitar al principio los neologismos».

Muchas veces las observaciones del editor se refieren a la falta de interés que el manuscrito de Julio Verne presenta a sus ojos: «primer capítulo nada estimulante»; «no me va»; «para mí esto no tiene gracia»; «estos trucos no son afortunados»; «encuentro toda esta revista pueril»; «todo esto huele a caricatura. No hay medida, ni tampoco buen gusto». En algún caso la reacción de Hetzel es más fuerte. El título Que te abroches el pantalón, dado por Julio Verne a una obra de teatro que tienen que desarrollar los empleados del Gran Depósito Dramático, hace exclamar al editor, anonadado: «está usted chiflado». Hetzel observa también que Verne utiliza demasiado a menudo la fórmula «profirió» en lugar de «dijo» y observa (refiriéndose al protagonista, Michel): «¡siempre profiere!».

Hasta aquí, nada más que observaciones que permitirían suponer la intención del editor de mejorar el manuscrito del joven escritor. Pero otras notas sugieren más bien un rechazo: «Querido amigo, esos grandes diálogos no son lo que usted cree. Parecen hechos a propósito, no están inducidos por las circunstancias. Este procedimiento está bien en la mano de Dumas, en un libro lleno de aventuras. Aquí, cansa»; «Todo esto es periodismo barato. Está muy por debajo de su idea». También: «su Michel se comporta como un ganso con sus versos. ¿Es que no puede llevar paquetes y seguir siendo poeta?»; «Por mucho que lo intente, todas esas críticas, todas esas hipótesis no me parecen interesantes»; «no, no, esto no está conseguido. Espere veinte años para hacer este libro. Usted y su Michel queriéndose casar a los diecinueve años». Esta última frase resultó profética, porque el hijo de Julio Verne, que se llamaba precisamente Michel, como el protagonista de París en el siglo XX, pidió la emancipación a los diecinueve años para casarse con una actriz. Otra observación de Hetzel aún más tajante: «nadie creerá hoy en su profecía» y, cosa aún peor tratándose de un editor: «no va a interesar a nadie».

Los márgenes del manuscrito incluyen también anotaciones de Julio Verne tales como «por desarrollar» o «por detallar», lo que permite suponer que al principio se trataba de modificar el manuscrito con vistas a su publicación.

Sin embargo el rechazo fue tan definitivo que Julio Verne ya no volvió a intentar proponer a Hetzel esta novela. Ese rechazo fue manifestado por Hetzel en una carta sin fechar que debe de remontarse a fines de 1863 o a principios de 1864. He aquí algunos extractos [3]:

Querido Verne, daría lo que fuese por no tener que escribirle hoy. Ha emprendido usted una tarea imposible y —como sus predecesores en cosas análogas— tampoco ha conseguido llevarla a buen fin. Está a cien pies por debajo de Cinco semanas en globo. Si la vuelve a leer dentro de un año estará de acuerdo conmigo. Es periodismo barato y sobre un tema nada afortunado.

No esperaba una cosa perfecta; le vuelvo a decir que sabía que estaba intentando algo imposible, pero esperaba algo mejor. Aquí no hay resuelta ninguna cuestión de futuro serio, ninguna crítica que no parezca una caricatura ya hecha y rehecha, y si algo me asombra es que haya podido usted hacer, como en un arrebato y empujado por algún dios, algo tan penoso, tan poco vivo…

[…] Estoy desolado, desolado por lo que tengo que escribirle; miraré como un desastre para su buen nombre la publicación de su trabajo. Creerían que el globo fue una afortunada casualidad. Yo, que tengo El capitán Hatteras, sé por el contrario que la casualidad es esta cosa fallida, pero el público no lo sabrá […]

En las cosas en que me creo competente —los asuntos literarios, nada nuevo— habla usted como un hombre de mundo que ha tenido alguna relación con ellas, que ha estado en los estrenos, que descubre los tópicos con satisfacción.

No parece ni un elogio ni una crítica. Con esto está todo dicho.

No está usted maduro para un libro así, vuelva a intentarlo dentro de veinte años […] Nada en este libro ofende ni mis sentimientos ni mis ideas. Sólo ofende a la literatura, que es muy inferior a usted mismo en casi todas sus líneas.

Su Michel es un pasmarote —los otros tampoco valen mucho, y a menudo resultan desagradables […]

¿No tengo razón, querido muchacho, en tratarle como a un hijo, cruelmente, sólo porque le deseo lo mejor?

¿Volverá esto su corazón contra quien osa prevenirle con tanta dureza?

Espero que no, y sin embargo me he equivocado más de una vez sobre la capacidad de las personas para recibir una advertencia sincera […]

Como el manuscrito de esta carta es un borrador conservado en los archivos privados del editor Hetzel, nadie puede saber si su texto fue modificado antes de ser enviado a Julio Verne. Además, la respuesta de Verne, si es que la hubo, está perdida y es imposible conocer sus reacciones. La manera general en la que aceptó, durante el periodo 1863-1870, las observaciones de Hetzel[4] me hace pensar que tuvo que tragar de mejor o peor grado este rechazo sin quejarse demasiado.

¿Cómo podemos interpretar hoy el rechazo del editor? Parece difícil responder de forma categórica, porque disponemos de dos elementos que actúan a favor de la novela y que el editor desconocía. Por una parte, sabemos lo que ocurrió con Julio Verne después de la publicación de Cinco semanas en globo (y por lo tanto todos los elementos del mundo verniano, ya presentes en París en el siglo XX, nos interesan y nos fascinan en el más alto grado); por otra parte, conocemos el París del siglo XX y la comparación entre la realidad y las extraordinarias intuiciones del joven Verne no pueden dejar de asombrarnos. Aunque es verdad que Hetzel conocía muy bien a su público y que estaba al corriente de intentos análogos que otros escritores habían realizado antes que Julio Verne (el editor dice en su carta a Verne: «Ha emprendido usted una tarea imposible y —como sus predecesores en cosas análogas— tampoco ha conseguido llevarla a buen fin»). No hay que olvidar que París en el siglo XX iba dirigido a un público adulto y no se presentaba como una obra cómica del tipo de las que Albert Robida produciría años más tarde (El siglo veinte, La vida eléctrica, etc.). En este relato los personajes de Verne carecen a veces de verosimilitud (defecto que se repetirá a lo largo de la carrera literaria de Verne con algunos de sus personajes). Probablemente Hetzel se vio ante un libro que pretendía ser auténtico, serio, incluso trágico, pero cuyo autor parecía, por una vez, carecer de genio y que, sea como fuere, no correspondía al proyecto literario que el editor tenía para su joven autor.

 

La fecha de composición

Como se ha podido ver más arriba, Michel Verne situaba la composición de París en el siglo XX antes de que su padre conociera a Hetzel. Según esto, Julio Verne, después de la publicación de Cinco semanas en globo (17 de enero de 1863), propuso un manuscrito elaborado con anterioridad. Sin embargo, la lectura atenta de un pasaje de la carta de rechazo de Hetzel, carta que se sitúa forzosamente entre la aparición de Cinco semanas («Está a cien pies por debajo de Cinco semanas en globo […] Creerían que el globo fue una afortunada casualidad […]»), y la de los Viajes y aventuras del capitán Hatteras («Yo, que tengo El capitán Hatteras […]»), que se publicó por primera vez el 20 de marzo de 1864 en el primer número del Magasin d’Éducation et de Récréation del editor Hetzel, permite pensar que París en el siglo XX no debe de ser un manuscrito anterior a que Hetzel y Verne se conocieran. El pasaje es éste: «si algo me asombra es que haya podido usted hacer, como en un arrebato y empujado por algún dios, algo tan penoso, tan poco vivo». Para que Hetzel pudiera decir «como en un arrebato y empujado por algún dios» era preciso que estuviera al corriente del tiempo que Julio Verne había dedicado a la composición de esta obra. Probablemente este último le propuso, algunos meses antes, su proyecto (después de la aparición de Cinco semanas en globo), y al haber sido, en principio, aceptado, muy poco después sometió al editor su manuscrito , redactado, según la opinión de Hetzel, demasiado deprisa.

De todos modos, el manuscrito contiene elementos históricos (fechas, situación política) que no permiten situar su composición antes de 1863. La fecha de 1863 figura además en el manuscrito, a propósito de la guerra de Secesión.

 

El preludio del mundo verniano

De todos los textos de Julio Verne aparecidos después de 1863, el que parece presentar más analogías con París en el siglo XX es sin duda la humorada Una ciudad ideal [5], a pesar de la profunda diferencia que separa ambos relatos. El primero es una novela que sucede en 1960 y que contiene una descripción del futuro; el segundo sólo es un cuento onírico donde el paseo que el autor realiza por su querida ciudad de Amiens en el año 2000 es el pretexto para poner de relieve los defectos de la ciudad en 1875. El futuro concejal se divierte y divierte a sus oyentes. Además, Julio Verne parece haber sacado algunas ideas del manuscrito rechazado de París en el siglo XX, convencido de que no va a utilizarlo de otro modo.

Éstos son algunos ejemplos de dichas analogías:

PARÍS EN EL SIGLO XX

Corre el rumor de que […] van a suprimir las cátedras de letras para el ejercicio de 1962 […] ¡A quién le importan los griegos y los latinos, que como mucho sólo sirven para proporcionar algunas raíces a las palabras de la ciencia moderna! […]

¡Y ayer! ¡Ayer mismo! Horresco referens, adivinen si se atreven cómo ha traducido otro este verso del canto cuarto de las Geórgicas: immanis pecoris custos.

[…] «Guardián de una espantosa pécora».

UNA CIUDAD IDEAL

—¡Hace al menos cien años que no se da ni latín ni griego en los liceos! ¡La instrucción es puramente científica, comercial e industrial! […]

—¿Sabe usted cómo tradujo el mejor de los candidatos a la reválida de bachillerato immanis pecoris custos?

—No.

—De la siguiente manera: «Guardián de una inmensa pécora».

También un cuento de juventud de Julio Verne, que permaneció durante mucho tiempo inédito, titulado La boda del señor Anselme des Tilleuls [6] contiene gran número de citas de versos de Virgilio en las conversaciones entre el joven marqués y su mentor Naso Paraclet.

Por otra parte, el verso immanis pecoris custos immanior ipse debió de gustarle mucho a Julio Verne porque lo volvió a introducir en el capítulo XXXIX del Viaje al centro de la Tierra (en su versión aumentada de 1867), cuando los exploradores del centro de la Tierra creen haber visto un inmenso ser vivo en medio de un rebaño de cuadrúpedos gigantes.

Volvamos ahora a Una ciudad ideal. Ahí encontramos nuevamente el tema del concierto eléctrico que figura en el capítulo XVI de París en el siglo XX, con la única diferencia de que en el primero de estos dos relatos cuando un pianista daba un concierto en París «a través de unos hilos eléctricos, su instrumento estaba en contacto con pianos de Londres, de Viena, de Roma, de Petersburgo, de Pekín» y, por supuesto, de Amiens, mientras que en el segundo, «¡doscientos pianos comunicados entre sí a través de una corriente eléctrica tocaban juntos de la mano de un solo artista!». Y esto ante diez mil personas y con un «estruendo espantoso». En el primer caso se trata de transmitir la música a distancia; en el segundo, de aumentar la potencia del instrumento.

Otros dos temas musicales vinculan París en él siglo XX con Una ciudad ideal: el de la música cacofónica que sustituye a la música tradicional, y el de las piezas de inspiración científica (La Thiloriana, gran fantasía sobre la licuefacción del ácido carbónico, en París en el siglo XX, y la Fantasía en la menor sobre el cuadrado de la hipotenusa, en Una ciudad ideal).

Las otras dos ciudades vernianas del futuro que se podrían comparar a las descripciones de París son Milliard-City en la novela La isla de hélice (1895) y Centrópolis (o Universal City, según las ediciones) en el cuento In the year 2889[7], que fue escrito por Michel Verne con la aprobación de su padre y revisado más tarde por este último.

La acción de La isla de hélice se desarrolla en una época no precisada («En el transcurso de ese año, no sabríamos precisar cuál dentro un periodo de treinta años», capítulo I). Milliard-City, capital de Standard-Island, la isla artificial de los millonarios, comporta algunas analogías con el París del siglo XX (por ejemplo las «lunas eléctricas» que inundan de luz las avenidas, capítulo VII). Pero, detalle importante, esta novela fue escrita unos treinta años después de París en el siglo XX.

La metrópolis americana del año 2889 (o 2890), Centrópolis (o Universal City), también recuerda en algunos detalles al París del siglo XX, pero su fecha es tan alejada que el autor se atreve a imaginar inventos y situaciones (el cielo surcado por millares de aerocoches y aerobuses, Gran Bretaña colonia de Estados Unidos) que le habrían parecido poco creíbles en 1960. El cuadro del siglo XXIX que Julio (y Michel) Verne nos dan no es pesimista, al contrario del París del año 1960.

Julio Verne no debió de olvidar el manuscrito de París en el siglo XX. Por ejemplo, lo recordó cuando compuso en 1899 la novela Bolsas de viaje, que apareció en 1903. En el primer capítulo reaparece una metáfora científica que también se encuentra en el primer capítulo de París en el siglo XX: «Y, una vez dado el impulso, los bravos se prolongaron, gracias a la velocidad adquirida» (Bolsas de viaje); «El atropellado caudal del orador recordaba a un volante lanzado a toda velocidad; habría sido imposible frenar esa elocuencia a alta presión» (París en el siglo XX). En ambos casos se trata de una distribución de premios.

París en el siglo XX no es tanto el preludio de la obra verniana ulterior porque tal o cual pasaje se parezca al pasaje de alguna otra novela. Lo que vemos es la aparición del estilo de Julio Verne, con sus defectos y sus torpezas, cierto, pero también con sus méritos. Encontramos ya ese amor por las enumeraciones (de instituciones públicas, de escritores, de poetas, de sabios, de músicos) que anuncia claramente las futuras listas de peces, de insectos, de plantas, que los jóvenes lectores de los Viajes extraordinarios estarán muchas veces tentados de saltarse, pero que otros, por el contrario, apreciarán por sus cualidades poéticas. El humor está presente en todas partes. Y encontramos sobre todo esa capacidad de abrir las realidades de su tiempo para que puedan entreverse los sueños.

A mi entender, el aspecto más interesante de París en el siglo XX es el hecho de que esta obra se presente, por así decirlo, como una enciclopedia temprana de la sabiduría verniana, que permite rebatir algunas afirmaciones de los críticos. Por ejemplo, se ha sostenido que Julio Verne, optimista por naturaleza en lo que respecta al destino del hombre y el progreso de las ciencias, había dejado de serlo debido a diferentes circunstancias: la guerra de 1870, su situación familiar (un matrimonio no demasiado feliz y un hijo extremadamente difícil, sobre todo durante el periodo 1877-1887). Y, después, el atentado de 1886, la muerte de Hetzel y la de una amante misteriosa llevaron a Julio Verne, al final de su vida, a un pesimismo que se refleja en sus últimas obras.

La lectura de París en el siglo XX, obra de juventud y autobiográfica por excelencia, demuestra lo contrario. El joven Verne que, bajo la apariencia del protagonista Michel, escribe versos y busca un editor tiene una visión trágica de las relaciones humanas, de una sociedad donde, si exceptuamos la existencia de algunos amigos, estamos solos (y en este sentido el episodio del vendedor de flores en el capítulo XVI es esclarecedor). El pesimismo está presente desde el principio de su obra. En realidad es una constante del pensamiento de Julio Verne que aparece aquí y allá a lo largo de su carrera literaria. No obstante, en París en el siglo XX este pesimismo está penetrado de un humor devastador y constantemente tonificante. Invita al lector a lanzar por sí mismo una mirada corrosiva sobre el mundo que le rodea.

PIERO GONDOLO DELLA RIVA

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París en el siglo XX

¡Oh, terrible influencia de esta raza que no sirve ni a Dios ni al rey, entregada a las ciencias mundanas, a las viles profesiones mecánicas! ¡Perniciosa ralea! Qué no haría si se lo permitieran, abandonada sin freno a ese fatal espíritu de conocer, de inventar y de perfeccionar.

PAUL-LOUIS COURIER

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CAPÍTULO I

La Sociedad General de Crédito Instruccional

El 13 de agosto de 1960, una parte de la población parisina se dirigía a las numerosas estaciones del ferrocarril metropolitano y se encaminaba por los empalmes hacia el antiguo emplazamiento del Campo de Marte.

Era el día de la distribución de premios en la Sociedad General de Crédito Instruccional, vasto establecimiento de educación pública. Su excelencia el ministro para el Embellecimiento de París debía presidir aquel acto solemne.

La Sociedad General de Crédito Instruccional respondía perfectamente a las tendencias industriales del siglo: lo que hace cien años se denominaba el Progreso había adquirido un desarrollo inmenso. El monopolio, ese nec plus ultra de la perfección, tenía en sus garras a todo el país. Se multiplicaban, fundaban y organizaban sociedades cuyos resultados imprevistos habrían dejado atónitos a nuestros padres.

El dinero no faltaba, pero hubo un instante en que casi quedó inmovilizado, cuando los ferrocarriles pasaron de las manos de los particulares a las del Estado. Así pues, abundaba el capital, y sobre todo abundaban los capitalistas en busca de operaciones financieras o de negocios industriales.

En consecuencia, no ha de sorprendernos lo que hubiera asombrado a un parisino del siglo XIX, entre otras maravillas, la creación del Crédito Instruccional. Esta sociedad funcionaba con éxito desde hacía unos treinta años, bajo la dirección financiera del barón de Vercampin.

A fuerza de multiplicar sucursales de la universidad, institutos, colegios, escuelas primarias, cursos preparatorios, seminarios, conferencias, asilos, orfanatos…, la instrucción, bajo cualquiera de sus formas, se había filtrado hasta las capas más bajas del orden social. Aunque ya nadie leía, al menos todo el mundo sabía leer, incluso escribir; no había hijo de artesano ambicioso, de campesino desplazado, que no pretendiera un puesto en la Administración. El funcionarismo se desarrollaba bajo todas las formas posibles. Más adelante veremos la legión de empleados que el gobierno gestionaba férrea y militarmente.

Ahora sólo se trata de explicar de qué manera los medios de instrucción tuvieron que incrementarse a la par que las personas por instruir. ¿No ocurrió lo mismo cuando en el siglo XIX se quiso rehacer una nueva Francia y un nuevo París y se inventaron las sociedades inmobiliarias, los despachos de contratistas y el crédito inmobiliario?

Y construir o instruir es una misma cosa para los hombres de negocios, pues la instrucción no es, en realidad, más que un tipo de construcción algo menos sólida.

Esto es lo que pensó en 1937 el barón de Vercampin, muy conocido por sus vastas empresas financieras; tuvo la idea de fundar un inmenso colegio donde pudieran crecer todas las ramas del árbol de la enseñanza dejando al Estado el cuidado de talarlas, podarlas y descocarlas a su antojo.

El barón fusionó en un solo establecimiento los institutos de enseñanza media de París y de provincias, Sainte-Barge y Rollin, y las diferentes instituciones particulares; centralizó en él la educación de toda Francia; el capital respondió a su convocatoria, pues presentó el asunto bajo la forma de una operación industrial. La habilidad del barón era una garantía en materia de finanzas. El dinero afluyó. La sociedad quedó fundada.

Fue en 1937, bajo el reinado de Napoleón V, cuando lanzó el negocio. La tirada de su prospecto fue de cuarenta millones de ejemplares. El encabezamiento era el siguiente:

SOCIEDAD GENERAL

DE CRÉDITO INSTRUCCIONAL

Sociedad anónima constituida por acto celebrado ante el señor Mocquart y su colega, notarios de París, el 6 de abril de 1937, y aprobado por decreto imperial de 19 de mayo de 1937.

Capital social: cien millones de francos, dividido en 100.000 acciones de 1000 francos cada una.

CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN:

Barón de Vercampin, C., presidente, De Montaut, O., director de los Ferrocarriles de Orleans.

VICEPRESIDENTES:

Garassu, banquero, el marqués de Amphisbon, G. O., senador, Roquamon, coronel de gendarmería, G. C. Dermangent, diputado, Frappeloup, director general del Crédito Instruccional.

Seguían los estatutos de la sociedad cuidadosamente redactados en lenguaje financiero. Podemos ver que no hay un solo nombre de erudito ni de profesor en el consejo de administración. Era más seguro para la empresa comercial.

Un inspector del gobierno vigilaba las operaciones de la compañía e informaba al ministro para el Embellecimiento de París.

La idea del barón era buena y singularmente práctica; por ello triunfó por encima de toda esperanza. En 1960 el Crédito

Instruccional contaba con algo más de 157.342 alumnos, a quienes se infundía la ciencia por procedimientos mecánicos.

Confesaremos que el estudio de las bellas letras, de las lenguas antiguas (incluido el francés) se sacrificó casi por completo. El latín y el griego no sólo eran lenguas muertas, sino enterradas; todavía existían, para guardar las apariencias, algunas clases de letras, mal seguidas, poco considerables, y aún menos consideradas. Los diccionarios, los gradus[8], las gramáticas, las antologías de temas y de versiones, los autores clásicos, toda la profusión de libros como los De Viris, los Quinto Curcios, los Salustios, los Tito Livios se pudrían tranquilamente en los estantes de la antigua casa editorial Hachette; sin embargo, los compendios de matemáticas, tratados de descriptiva, de mecánica, de física, de química, de astronomía, los cursos de industria práctica, de comercio, de finanzas, de artes industriales, todo lo que se relacionaba con las tendencias especulativas del día, se adquirían por millares de ejemplares.

Para resumir, las acciones de la compañía, centuplicadas en veintidós años, valían ahora 10.000 francos cada una.

No insistiremos más en el estado floreciente del Crédito Instruccional; los números lo dicen todo, según un proverbio bancario.

Hacia fines del siglo pasado la Escuela Normal declinaba visiblemente. Se presentaban muy pocos jóvenes con vocación por las letras; se vio a muchos de ellos, y de los mejores, colgar sus ropas de profesor para precipitarse en la masa de periodistas y autores; pero este lamentable espectáculo no volvió a repetirse porque desde hacía diez años sólo los estudios científicos conseguían hacinar candidatos a los exámenes de la escuela.

Mientras los últimos profesores de griego y de latín acababan de extinguirse en sus clases abandonadas, ¡qué posición, en cambio, la de los señores titulares de ciencias, y cuán distinguidos eran sus emolumentos!

Las ciencias se dividían en seis ramas: el jefe de la división de matemáticas —con sus subjefes de aritmética, de geometría y de álgebra—, el jefe de la división de astronomía, el de mecánica, el de química y, por último, el más importante, el jefe de la división de las ciencias aplicadas, con sus subjefes de metalurgia, de construcción de fábrica, de mecánica y de química aplicada a las artes.

Las lenguas vivas, excepto el francés, estaban muy en boga. Se les concedía una consideración especial; un filólogo apasionado habría podido aprender las dos mil lenguas y los cuatro mil idiomas hablados en el mundo entero. Desde la colonización de la Cochinchina, el subjefe de chino reunía gran número de alumnos.

La Sociedad de Crédito Instruccional poseía inmensos edificios, que se alzaban sobre el emplazamiento del antiguo Campo de Marte, ahora inútil desde que Marte no figuraba en el presupuesto. Era una ciudad completa, una verdadera urbe, con sus barrios, sus plazas, sus calles, sus palacios, sus iglesias, sus cuarteles, algo así como Nantes o Burdeos, que podía contener ciento ochenta mil almas, incluidas las de los maestros de estudios.

Un arco monumental daba acceso al vasto patio de honor, llamado Estación de la Instrucción, rodeado de los muelles de la ciencia. Los refectorios, los dormitorios, la sala del Concurso General[9], donde cabían cómodamente tres mil alumnos, merecían ser visitados, pero ya no asombraban a aquellas personas acostumbradas desde hacía cincuenta años a tantas maravillas.

Como decíamos, la multitud se precipitaba ávidamente hacia esa distribución de premios, solemnidad siempre curiosa y que, entre parientes, amigos o aliados, concernía a unas quinientas mil personas. La gente del pueblo acudía por la estación del ferrocarril de Grenelle, situada entonces en la extremidad de la calle de l’Université.

Sin embargo, a pesar de la afluencia de público, todo se desarrollaba con orden; los empleados del gobierno, menos aplicados y, por consiguiente, menos insoportables que los agentes de las antiguas compañías, dejaban gustosamente las puertas abiertas de par en par; habían tenido que transcurrir ciento cincuenta años para admitir esta verdad: que ante las grandes multitudes es mejor multiplicar los accesos que reducirlos.

La Estación de la Instrucción estaba suntuosamente dispuesta para la ceremonia; pero no hay plaza tan grande que no se pueda llenar, y el patio de honor no tardó en estarlo.

A las tres, el ministro para el Embellecimiento de París hizo su entrada solemne, acompañado del barón de Vercampin y de los miembros del consejo de administración. El barón estaba a la derecha de su excelencia; a la izquierda, campaba el señor Frappeloup. Desde lo alto del estrado la mirada se perdía en un océano de cabezas. Entonces, las diferentes músicas del establecimiento estallaron con estruendo en los tonos y ritmos más irreconciliables. Esta cacofonía reglamentaria no pareció sorprender en absoluto a los doscientos cincuenta mil pares de orejas en los que caía.

La ceremonia empezó. Se hizo un silencioso rumor. Había llegado el momento de los discursos.

Durante el siglo pasado cierto humorista llamado Karr trató como se merecían los discursos más oficiales que los latines proferidos durante las entregas de premios; en la época en que vivimos no habría tenido ocasión de aplicar esta broma, pues la elocuencia latina había caído en desuso. ¿Quién la hubiera comprendido? ¡Ni siquiera el subjefe de retórica!

Un discurso en chino sustituía provechosamente al latín. Varios pasajes levantaron murmullos de admiración; una pesada disertación sobre las civilizaciones comparadas de las islas de la Sonda recibió incluso los honores del bis. Todavía comprendían esta última palabra.

Por último, el director de ciencias aplicadas se levantó. Momento solemne. Era el número fuerte.

Este furibundo discurso se parecía de forma sorprendente a los silbidos, los rozamientos, los gemidos, los mil y un ruidos desagradables que se escapan de una máquina de vapor en acción. El atropellado caudal del orador recordaba a un volante lanzado a toda velocidad; habría sido imposible frenar esa elocuencia a alta presión, y las frases chirriantes se engranaban como ruedas dentadas, las unas en las otras.

Para completar la ilusión, el director sudaba a chorros y una nube de vapor le envolvía de la cabeza a los pies.

—¡Diantre! —dijo riendo a su vecino un viejo cuya fina estampa expresaba el máximo desprecio hacia esas tonterías oratorias—. ¿Qué le parece a usted, Richelot?

El señor Richelot, por toda respuesta, se limitó a alzar los hombros.

—Se calienta demasiado —continuó el viejo prosiguiendo su metáfora—; me dirá usted que tiene válvulas de seguridad, pero si un director de ciencias aplicadas estallara sería un penoso precedente.

—Muy bien dicho, Huguenin —respondió el señor Richelot.

Unos vigorosos chistidos interrumpieron a los dos conversadores, que se miraron sonriendo.

Sin embargo el orador proseguía con más ardor. Se lanzó a la desesperada en el elogio del presente en detrimento del pasado; entonó la letanía de los descubrimientos modernos; incluso dio a entender que, en este sentido, el porvenir tendría muy poco que hacer; habló con un desprecio benevolente del pequeño París de 1860 y de la pequeña Francia del siglo XIX; enumeró con profusión de epítetos los beneficios de su tiempo, las comunicaciones rápidas entre los diferentes puntos de la capital, las locomotoras atravesando el alquitrán de los bulevares, la fuerza motriz enviada a domicilio, el ácido carbónico destronando al vapor de agua y, por último, el océano, el propio océano bañando con sus olas las orillas de Grenelle; estuvo sublime, lírico, ditirámbico, en suma, perfectamente insoportable e injusto, olvidando que las maravillas del siglo XX ya estaban en germen en los proyectos del siglo XIX.

Una salva de frenéticos aplausos estalló en la misma plaza donde, ciento setenta años antes, los bravos acogían la fiesta de la federación.

Sin embargo, como todo tiene que tener un fin aquí en la tierra, incluso los discursos, la máquina se detuvo. Los ejercicios oratorios habían concluido sin accidente, y se procedió a la distribución de premios.

La cuestión de altas matemáticas planteada en el gran concurso era la siguiente:

«Tenemos dos circunferencias OO’: desde un punto A tomado en O, se llevan unas tangentes a O’; se unen los puntos de contacto de dichas tangentes: se lleva la tangente en A hasta la circunferencia O. ¿Cuál es el lugar del punto de intersección de dicha tangente con la cuerda de los contactos en la circunferencia O’?».

Todos comprendían la importancia de tal teorema. Sabían que había sido resuelto según un método nuevo por el alumno Gigoujeu (François Némorin) de Briançon (Altos Alpes). Los bravos redoblaron cuando se pronunció este nombre; fue pronunciado setenta y cuatro veces durante aquella memorable jornada: se rompían los asientos en honor del premiado, cosa que, incluso en 1960, seguía siendo una metáfora destinada a pintar la virulencia del entusiasmo.

Gigoujeu (François Némorin) ganó en esta ocasión una biblioteca de tres mil volúmenes. La Sociedad de Crédito Instruccional hacía muy bien las cosas.

No podemos citar la infinita nomenclatura de las ciencias que se enseñaban en aquel cuartel de la instrucción: un palmarés de la época hubiera sorprendido enormemente a los tatarabuelos de esos jóvenes sabios. La distribución seguía su ritmo, y las risas sarcásticas estallaban cuando algún pobre diablo de la división de letras, avergonzado al oír su nombre, recibía un premio de tema latino o un accésit de versión griega.

Pero hubo una ocasión en que las burlas subieron de tono, en que la ironía adoptó las formas más desconcertantes. Fue cuando el señor Frappeloup pronunció las palabras siguientes:

—Primer premio de versos latinos: Dufrénoy (Michel Jérôme), de Vannes (Morbihan).

La hilaridad fue general, en medio de frases como ésta: ¡Premio de versos latinos! ¡Era el único que los hacía! ¡Vaya con este numerario del Pindo! ¡Este contertulio del Helicón! ¡Este pilar del Parnaso! ¡Irá! ¡No irá! Etcétera.

Sin embargo, Michel Jérôme Dufrénoy fue, incluso con aplomo, desafiando las risas; era un joven rubio de aspecto encantador, con una hermosa mirada, ni torpe, ni esquiva. Sus largos cabellos le daban una apariencia algo femenina. Su frente resplandecía.

Llegó junto al estrado y arrancó, más que recibió, su premio de manos del director. Dicho premio consistía en un solo volumen: El manual del perfecto fabricante.

Michel miró el libro con desprecio y, tirándolo al suelo, volvió tranquilamente a su sitio, con la corona en la frente, sin tan siquiera haber besado las oficiales mejillas de su excelencia.

—Muy bien —dijo el señor Richelot.

—Buen chico —dijo el señor Huguenin.

Los murmullos se oyeron en todas partes. Michel los acogió con una sonrisa desdeñosa y volvió a su sitio en medio de las burlas de sus condiscípulos.

Esta gran ceremonia terminó sin engorros hacia las siete de la tarde; fueron consumidos quince mil premios y veintisiete mil accésit.

Los principales laureados de ciencias cenaron aquella misma noche en la mesa del barón de Vercampin, con los miembros del consejo de administración y los grandes accionistas.

¡La alegría de estos últimos se explicará mediante números! El dividendo para el ejercicio de 1960 acababa de ser fijado en 1169 francos con 33 céntimos por acción. El interés actual superaba ya el precio de emisión.

 

♦♦♦♦♦♦♦

Construcción de la Torre Eiffel, 1888.

 

 

 CAPÍTULO II

Repaso general a las calles de París

Michel Dufrénoy siguió a la multitud, simple gota de agua de ese río que la ruptura de sus diques cambiaba en torrente. Su animación cedió. El campeón de la poesía latina se convertía en un joven tímido en medio de aquella alegre algazara; se sentía solo, extraño, y como aislado en el vacío. Mientras sus condiscípulos avanzaban con paso rápido, él caminaba lentamente, vacilante, aún más huérfano en esta reunión de padres satisfechos; parecía echar de menos su trabajo, su colegio, su profesor.

Sin padre ni madre, tenía que volver con una familia que no podía comprenderlo, seguro de que iba a ser mal recibido con su premio de versos latinos.

«En fin —se dijo—, ¡ánimo! ¡Soportaré estoicamente su mal humor! Mi tío es un hombre positivo; mi tía, una mujer práctica; mi primo, un muchacho especulativo; yo y mis ideas no estaremos bien vistos en casa; pero ¿qué le voy a hacer? ¡Adelante!».

Sin embargo, no se apresuraba, pues Michel no era uno de esos colegiales que se precipitan a sus vacaciones como los pueblos a la libertad. Su tío y tutor ni tan siquiera había considerado correcto asistir a la distribución de premios; sabía de lo que su sobrino era «incapaz», decía, y se hubiera muerto de vergüenza al verlo coronado como criatura de las Musas.

La multitud arrastraba al infeliz galardonado; Michel se sentía atrapado por la corriente como un hombre a punto de ahogarse.

«La comparación es justa —pensó—; heme aquí arrastrado a plena mar; donde se precisarían las aptitudes de un pez, yo aporto los instintos de un pájaro; ¡me gusta vivir en el espacio, en las regiones ideales adonde ya no se va, al país de los sueños, de donde nunca se vuelve!».

Mientras reflexionaba, empujado y baqueteado, Michel llegó a la estación de Grenelle del ferrocarril metropolitano.

Esta vía comunicaba la orilla izquierda del río por el bulevar Saint-Germain, que se extendía desde la estación de Orleans hasta los edificios del Crédito Instruccional; ahí, desviándose hacia el Sena, lo cruzaba por el puente de Iéna, recubierto con una plataforma superior para el servicio de la vía férrea, y se unía entonces a la vía de la orilla izquierda; esta vía, a través del túnel del Trocadero, desembocaba en los Campos Elíseos, avanzaba por la línea de los bulevares, subía hasta la plaza de la Bastilla y enlazaba con la orilla izquierda por el puente de Austerlitz.

Este primer cinturón de vías férreas unía poco más o menos el antiguo París de Luis XV justo en el emplazamiento del muro en el que sobrevivía este verso eufónico:

El muro que amuralla París hace a París murmurante.

Una segunda línea enlazaba los antiguos arrabales de París, prolongando en treinta y dos kilómetros los barrios situados antaño más allá de los bulevares exteriores.

Siguiendo la línea de la antigua circunvalación, una tercera vía se desplegaba a lo largo de cincuenta y seis kilómetros.

Por último, una cuarta red enlazaba la línea de los fuertes y alcanzaba una extensión de más de cien kilómetros.

Como puede verse, París había roto su cerco de 1843 y se había abierto camino por el bosque de Boulogne, las llanuras de Issy, Vanves, Billancourt, Montrouge, Ivry, Saint-Mandé, Bagnolet, Pantin, Saint-Denis, Clichy y Saint-Ouen. Los altos de Meudon, Sèvres, Saint-Cloud, habían dejado de invadir el oeste. La delimitación de la capital actual se encontraba marcada por los fuertes del Mont-Valérien, Saint-Denis, Aubervilliers, Romainville, Vincennes, Charenton, Vitry, Bicêtre, Montrouge, Vanves e Issy; una ciudad con una circunferencia de veintisiete leguas que había devorado todo el departamento del Sena.

Cuatro círculos concéntricos de vías férreas formaban la red metropolitana; se enlazaban entre sí mediante empalmes que, en la orilla derecha, seguían las prolongaciones de los bulevares de Magenta y Malesherbes y, en la orilla izquierda, las calles de Rennes y de los Fossés-Saint-Victor. Se podía circular de un extremo a otro de París con la mayor rapidez.

Estos ferrocarriles existían desde 1913; habían sido construidos por cuenta del Estado, según un sistema ideado durante el siglo anterior por el ingeniero Joanne.

En aquella época se presentaron al gobierno numerosos proyectos. Éste los hizo examinar por un comité de ingenieros civiles, pues los ingenieros de puentes y caminos no existían desde 1889, fecha de la supresión de la Escuela Politécnica; pero aquellos señores estuvieron durante mucho tiempo divididos; algunos querían establecer una vía a nivel de las principales calles de París; otros preconizaban redes subterráneas como en el ferrocarril de Londres; pero el primero de estos proyectos hubiera necesitado barreras cerradas al paso de los trenes; de ahí una aglomeración de peatones, coches, carretas fácilmente concebible; el segundo acarreaba enormes dificultades de ejecución; además, la perspectiva de meterse en un túnel interminable no habría sido nada atractiva para los viajeros. Todas las vías establecidas con anterioridad en estas deplorables condiciones tuvieron que rehacerse, entre otras la vía del bosque de Boulogne, que tanto por sus puentes como por sus subterráneos obligaba a los viajeros a interrumpir veintisiete veces la lectura del periódico en un trayecto de veintitrés minutos.

El sistema Joanne parecía reunir todas las cualidades de rapidez, facilidad y bienestar, y, en efecto, desde hacía cincuenta años los ferrocarriles metropolitanos funcionaban en medio de la satisfacción general.

Dicho sistema consistía en dos vías separadas, una de ida y otra de vuelta; ello hacía imposible cualquier encuentro en sentido contrario.

Cada vía estaba establecida según el eje de los bulevares, a cinco metros de las casas, por encima del borde exterior de las aceras; elegantes columnas de bronce galvanizado las sujetaban y se unían entre sí por armaduras caladas; de tramo en tramo, estas columnas se apoyaban, sobre las casas colindantes mediante arcos transversales.

El largo viaducto que sujetaba la vía férrea formaba así una galería cubierta, bajo la cual los paseantes encontraban abrigo contra la lluvia o el sol; la calzada alquitranada quedaba reservada a los coches; el viaducto pasaba por encima de las principales calles, que cortaban su ruta formando un elegante puente, y el ferrocarril, suspendido a la altura de los entresuelos, no obstaculizaba en modo alguno la circulación.

Algunas casas colindantes, transformadas en salas de espera, formaban las estaciones; comunicaban con la vía mediante amplias pasarelas; por debajo se desplegaba la escalera de doble dirección que daba acceso a la sala de viajeros.

Las estaciones del ferrocarril de los bulevares estaban situadas en el Trocadero, en la Madeleine, en el bazar Bonne Nouvelle, en la rue du Temple y en la plaza de la Bastilla.

Este viaducto, apoyado en simples columnas, no hubiera podido resistir los antiguos métodos de tracción que exigían locomotoras de mucho peso; pero, merced a la aplicación de propulsores nuevos, los trenes eran muy ligeros; se sucedían a intervalos de diez minutos y cada uno podía transportar un millar de viajeros en sus coches rápidos y confortablemente dispuestos.

Las casas colindantes no padecían los efectos del vapor ni del humo por la sencilla razón de que no había locomotora. Los trenes funcionaban por medio de aire comprimido, según el sistema William, preconizado por Jobard, célebre ingeniero belga de mediados del siglo XIX.

Un tubo vector de veinte centímetros de diámetro y de dos milímetros de espesor se extendía a lo largo de la vía entre los dos raíles; un disco de hierro forjado se deslizaba en su interior, accionado por el aire comprimido a varias atmósferas que le suministraba la Sociedad de las Catacumbas de París. Ese disco, expelido a gran velocidad en el tubo, como el proyectil en la cerbatana, arrastraba consigo al primer coche del tren. ¿Y cómo se unía este coche al disco encerrado dentro del tubo si éste no debía tener ninguna comunicación con el exterior? Mediante la fuerza electromagnética.

En efecto, el primer coche llevaba entre sus ruedas unos imanes distribuidos a derecha e izquierda del tubo, lo más cerca posible, aunque sin tocarlo. Los imanes operaban a través de las paredes del tubo sobre el disco de hierro forjado[10]. Este último, al deslizarse, arrastraba el tren detrás de él, sin que el aire comprimido pudiera escapar por ningún sitio.

Cuando un tren debía detenerse, un empleado de la estación manipulaba un grifo; se escapaba el aire y el disco permanecía inmóvil. Una vez cerrado el grifo, el aire presionaba y el tren recuperaba inmediatamente la marcha.

Así pues, con ese sistema tan simple, de mantenimiento tan fácil, no había humo, ni vapor, ni choques, se podían subir todas las pendientes, y parecía que estas vías tenían que haber existido desde tiempo inmemorial.

El joven Dufrénoy sacó su billete en la estación de Grenelle y diez minutos después se detenía en la de la Madeleine; bajó por el bulevar y se dirigió hacia la calle Impértale, diseñada siguiendo el eje de la Ópera hasta el jardín de las Tullerías.

La multitud se apretujaba en las calles; la noche empezaba a caer; las suntuosas tiendas proyectaban a lo lejos los reflejos de la luz eléctrica; los candelabros, establecidos según el sistema Way mediante la electrificación de un hilo de mercurio, resplandecían con una incomparable claridad; estaban unidos a través de hilos subterráneos; de pronto, las cien mil farolas de París se encendían a la vez.

No obstante, algunas tiendas anticuadas permanecían fíeles al viejo gas hidrocarburado; la explotación de las nuevas minas de hulla permitía su entrega, es verdad, a diez céntimos el metro cúbico; pero la compañía conseguía unas ganancias considerables, sobre todo al propagarlo como agente mecánico.

La mayor parte de los innumerables coches que surcaban la calzada de los bulevares lo hacían sin caballos; se movían por una fuerza invisible, mediante un motor de aire dilatado por la combustión del gas. Era la máquina Lenoir aplicada a la locomoción.

La principal ventaja de esta máquina, inventada en 1859, consistía en la supresión de la caldera, el fogón y el combustible; un poco de gas de alumbrado, mezclado con el aire introducido bajo el pistón y encendido por la chispa eléctrica, producía el movimiento; unas arquetas para gas, instaladas en las diferentes estaciones de coches, proporcionaban el hidrógeno necesario; una serie de nuevos perfeccionamientos había permitido suprimir el agua destinada en otra época a enfriar el cilindro de la máquina.

Esta última era fácil, simple y manejable; el mecánico, sentado en su asiento, guiaba una rueda rectora; un pedal situado bajo su pie le permitía modificar instantáneamente la marcha del vehículo.

Los coches, cuya fuerza era la de un caballo-vapor, no costaban al día ni la octava parte que un caballo; el gasto del gas, controlado de una manera precisa, permitía calcular el trabajo útil de cada coche y la compañía no podía ser engañada por sus cocheros como antaño.

Estos gaseomóviles consumían muchísimo hidrógeno, para no hablar de los enormes carromatos, cargados de piedras y de materiales, que desplegaban fuerzas de veinte a treinta caballos. El sistema Lenoir también tenía la ventaja de que no costaba nada durante las horas de descanso, ahorro imposible en el caso de las máquinas de vapor, que devoran el combustible incluso paradas.

Los medios de transporte eran, por tanto, rápidos en unas calles menos atestadas que en otros tiempos, porque una disposición del Ministerio de la Policía prohibía que los carros, carretas y camiones circularan después de las diez de la mañana excepto por determinadas vías reservadas.

Estas diferentes mejoras eran muy adecuadas para aquel siglo febril, donde la multiplicidad de asuntos no dejaba reposo alguno y no permitía ningún retraso.

¿Qué dirían nuestros antepasados si pudieran ver esos bulevares iluminados con un resplandor comparable al del sol, esos miles de coches circulando sin ruido sobre el sordo alquitrán de las calles, esas tiendas ricas como palacios donde la luz se expandía en blancas irradiaciones, esas vías de comunicación amplias como plazas, esas plazas vastas como llanuras, esos hoteles inmensos donde se alojaban suntuosamente veinte mil viajeros, esos viaductos tan livianos; esas largas y elegantes galerías, esos puentes lanzados de una calle a otra y, por último, esos trenes resplandecientes que parecían surcar los aires con una fantástica rapidez?

Habrían quedado muy sorprendidos, sin duda; pero los hombres de 1960 ya no se admiraban de tales maravillas; las aprovechaban tranquilamente, sin ser más felices, porque, en su caminar apresurado, en su paso acelerado, en su fogosidad americana, se veía que el demonio de la fortuna los empujaba hacia adelante sin piedad ni descanso.

♦♦♦♦♦♦♦

 

Campos Elíseos, París.

 

CAPÍTULO III

Una familia eminentemente práctica

Finalmente el joven llegó a casa de su tío, el señor Stanislas Boutardin, banquero y director de la Sociedad de las Catacumbas de París.

Este importante personaje residía en un magnífico hotel de la calle Imperial, enorme construcción de un mal gusto maravilloso, perforada por multitud de ventanas, un verdadero cuartel transformado en vivienda particular, no imponente, pero maciza. Las oficinas ocupaban los bajos y los anejos del hotel.

«¡Aquí es donde va a transcurrir mi vida! —pensó Michel mientras entraba—. ¿Tendré que abandonar toda esperanza en la puerta?».

Entonces se apoderó de él un invencible deseo de huir lejos; pero se contuvo y apretó el timbre eléctrico del portalón.

Éste se abrió sin ruido, movido por un resorte oculto, y se volvió a cerrar por sí solo tras haber franqueado el paso al visitante.

Un amplio patio daba acceso a las oficinas dispuestas circularmente bajo un techado de cristal esmerilado; al fondo se abría un amplio cobertizo bajo el cual varios gaseomóviles esperaban las órdenes del amo.

Michel se dirigió al ascensorio, especie de cámara rodeada por un diván acolchado; un criado de librea de color de naranja estaba ahí permanentemente.

—El señor Boutardin —preguntó Michel.

—El señor Boutardin acaba de sentarse a la mesa —respondió el lacayo.

—Haga el favor de anunciar a su sobrino, el señor Dufrénoy.

El criado accionó un conmutador de metal situado en el panel de madera y el ascensorio se elevó con un movimiento insensible hasta la altura del primer piso, donde se encontraba el comedor.

El criado anunció a Michel Dufrénoy.

El señor Boutardin, la señora Boutardin y su hijo estaban sentados a la mesa; al entrar el joven se hizo un profundo silencio; su cubierto le estaba esperando; la cena acababa de empezar; a una señal de su tío, Michel se incorporó al festín. No le dirigieron la palabra. Era evidente que conocían su desastre. Michel no pudo comer nada.

La cena tenía un aire fúnebre; los criados, servían sin ruido los platos que subían en silencio por los pozos practicados en las gruesas paredes; eran unos manjares opulentos, pero con cierto aspecto de avaricia y que parecían alimentar a los comensales a disgusto. En aquella triste sala, ridículamente dorada, se comía deprisa y sin convicción. Lo importante, en efecto, no era alimentarse, sino ganar con qué alimentarse. Michel sentía este matiz; estaba asfixiándose.

A los postres, su tío tomó la palabra por primera vez y dijo:

—Señor, mañana a primera hora tenemos que hablar.

Michel se inclinó sin contestar; un criado vestido de color naranja le condujo a su habitación; el joven se acostó; el techo hexagonal traía a su mente una multitud de teoremas geométricos ; Michel, a pesar suyo, soñó con triángulos y rectas inclinadas desde el vértice sobre uno de sus lados.

«¡Qué familia!», pensó en medio de su agitado sueño.

El señor Stanislas Boutardin era el producto natural de este siglo industrial. Había crecido en un invernadero y no en plena naturaleza; hombre práctico ante todo, nada de lo que hacía era inútil, dirigía todas sus ideas hacia lo práctico, con un deseo inmoderado de ser útil que derivaba en un egoísmo verdaderamente ideal; uniendo lo útil a lo desagradable, como hubiera dicho Horacio; su vanidad se traslucía en sus palabras aún más que en sus gestos, y no habría permitido a su sombra que le precediera; se expresaba en gramos y en centímetros y siempre llevaba encima una cinta métrica, lo que le daba un gran conocimiento de las cosas de este mundo; despreciaba soberanamente las artes y en particular a los artistas, para hacer creer que los conocía; para él, la pintura se detenía en la aguada, el dibujo en el diseño, la escultura en el molde, la música en el silbido de las locomotoras, la literatura en los boletines de la Bolsa.

Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como un pistón en un cilindro perfectamente calibrado; transmitía su movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo.

Fea naturaleza, en suma, incapaz de un movimiento bueno, pero tampoco malo; no era ni bueno ni malo, sino insignificante, mal engrasado, chillón, horriblemente común.

Había hecho una enorme fortuna, si es que se puede llamar a eso hacer; el impulso industrial del siglo le arrastró; y se mostró agradecido hacia la industria, a la que adoraba como a una diosa; fue el primero que adoptó, tanto en su hogar como para su uso personal, la tela de hilo de hierro que apareció en 1934. Este tipo de ropa era suave al tacto como la cachemira, poco cálida, es cierto; pero en invierno, con un buen forro, podía pasar. Cuando estas ropas inutilizables se oxidaban, las retocaban con la lima y las volvían a pintar con los colores de moda.

La posición social del banquero era la siguiente: director de la Sociedad de las Catacumbas de París y de la fuerza motriz a domicilio.

Los trabajos de esta sociedad consistían en almacenar el aire en aquellos inmensos subterráneos durante tanto tiempo inutilizados; era introducido a una presión de cuarenta y cincuenta atmósferas, fuerza constante transportada por unas tuberías a los talleres, fábricas, factorías, hilaturas, almacenes de harina, ahí donde fuera necesaria alguna acción mecánica. Este aire servía, como se ha visto, para mover los trenes sobre los carriles de los bulevares. Mil ochocientos cincuenta y tres molinos de viento, instalados en la llanura de Montrouge, lo comprimían en aquellas vastas reservas mediante bombas.

Esta idea, muy práctica sin duda alguna y que era un retorno al empleo de las fuerzas naturales, fue vivamente preconizada por el banquero Boutardin, quien se convirtió en el director de esta importante compañía, sin dejar de ser miembro de quince o veinte consejos de vigilancia, vicepresidente de la Sociedad de las Locomotoras Remolcadoras, administrador de la Subsecretaría de Alquitranes Fusionados, etc., etc.

Se había casado, cuarenta años antes, con la señorita Athenais Dufrénoy, tía de Michel; era la digna y rancia compañera de un banquero, fea, pesada, con todo el aspecto de la tenedora de libros y de la cajera y nada de la mujer; entendía de contabilidad, era una maestra de la partida doble y habría inventado la partida triple si hubiera hecho falta; una verdadera administradora, la hembra de un administrador.

¿Amó al señor Boutardin y fue amada por él? Sí, tanto como pueden amarse esos corazones industriales; una comparación acabará de pintarlos a ambos. Ella era la locomotora y él el fogonero-maquinista; él la mantenía en buen estado, la frotaba, la engrasaba, y ella llevaba funcionando así desde hacía medio siglo, con tanta imaginación como una Crampton.

Es inútil añadir que no descarriló jamás.

En cuanto al hijo, multiplíquese a la madre por el padre y se obtendrá el coeficiente Athanase Boutardin, socio principal de la banca Casmodage y Cía.; un gallardo mozo que se parecía a su padre en lo alegre y a su madre en lo elegante. No había que decir ninguna frase ingeniosa en su presencia; parecía que se le faltaba al respeto y fruncía las cejas sobre sus ojos alelados. En el gran concurso había ganado el primer premio de banca. Se puede decir que no sólo hacía trabajar el dinero: lo agotaba; olía a usurero; pretendía casarse con alguna horrible muchacha cuya dote compensara sobradamente su fealdad. A los veinte años ya llevaba gafas de aluminio. Su inteligencia estrecha y rutinaria le llevaba a marear a sus empleados con pejigueras de chinche. Una de sus manías consistía en creer que su caja estaba desguarnecida, cuando en realidad rebosaba de oro y de billetes. Era un mal hombre, sin juventud, sin corazón, sin amigos. Su padre le admiraba mucho.

Ésta era la familia, la trinidad doméstica a la que el joven Dufrénoy iba a pedir ayuda y protección. El señor Dufrénoy, hermano de la señora Boutardin, poseía toda la dulzura de sentimientos y la delicadeza exquisita que en su hermana se habían traducido en asperezas. Aquel pobre artista, músico de gran talento, nacido para un siglo mejor, sucumbió joven a las contrariedades y no legó a su hijo más que sus tendencias de poeta, sus aptitudes y sus aspiraciones.

Michel tenía por alguna parte un tío, un tal Huguenin del que nunca se hablaba, uno de esos hombres cultos, modestos, pobres, resignados, de quienes se avergüenzan las familias opulentas. Pero Michel tenía prohibido visitarle, y ni siquiera le conocía; así pues, no tenía ni que pensar en él.

La situación del huérfano en el mundo estaba bien establecida: por una parte, un tío incapaz de ayudarle, por otra, una familia rica en esas cualidades que se acuñan con moneda, con el corazón estrictamente necesario para bombear la sangre a las arterias.

No había nada que agradecer a la providencia.

Al día siguiente Michel bajó al despacho de su tío, un despacho severo si los hay, y forrado con una tela severa: ahí estaban el banquero, su mujer y su hijo. Aquello amenazaba con ser solemne.

El señor Boutardin, de pie junto a la chimenea, con la mano en el bolsillo del chaleco y sacando pecho, se expresó en estos términos:

—Señor, va usted a escuchar unas palabras que le pido que grabe en su memoria. Su padre era un artista. Esto lo dice todo. Me gusta pensar que usted no ha heredado sus malhadados instintos. No obstante, he descubierto en usted gérmenes que es importante destruir. Bucea usted gustosamente en las arenas de lo ideal, y hasta aquí el resultado más claro de sus esfuerzos ha sido ese premio de versos latinos que le han concedido vergonzosamente. Calibremos la situación. Carece usted de fortuna, lo cual es una torpeza; un poco más, y no tendría parientes. Ahora bien, no quiero poetas en mi familia, ¿me entiende? No quiero a ese tipo de individuos que escupen rimas a la cara de la gente; su familia es rica, no la comprometa. Porque el artista no está lejos del adulador a quien lanzo cien soles de mi talego para que distraiga mis digestiones. ¿Me entiende usted? No quiero talento, quiero capacidades. Como no he observado en usted ninguna aptitud especial, he decidido que entre a trabajar en la banca Casmodage y Cía., bajo la alta dirección de su primo; tómelo como ejemplo; ¡trabaje para convertirse en un hombre práctico! Recuerde que parte de la sangre de los Boutardin corre por sus venas, y para recordar mejor mis palabras, cuide usted de no olvidarlas jamás.

Como puede verse, en 1960 la raza de los Prud’homme aún no había desaparecido; habían conservado las buenas tradiciones. ¿Qué podía responder Michel ante semejante discurso? Nada; por eso calló, mientras que su tía y su primo aprobaban con la cabeza.

—Sus vacaciones —prosiguió el banquero— han empezado esta mañana y terminarán esta noche. Mañana se presentará ante el jefe de la firma Casmodage y Cía. Váyase.

El joven salió del despacho de su tío; las lágrimas inundaban sus ojos, pero resistió a la desesperación.

«Sólo tengo un día de libertad —pensó—; al menos lo emplearé a mi gusto; tengo algunos soles; empezaré por fundar mi biblioteca con los grandes poetas y los autores ilustres del siglo pasado. Por la noche me consolarán de las sevicias del día».

 


NOTAS

[1] Publicado en 1989 en París por Le Cherche-midi Éditeur, con el título: Voyage à reculons en Angleterre et en Écosse. [Viaje maldito por Inglaterra y Escocia, traducción de María José García Ripoll, Debate, Madrid, 1989. (N. de la T.)

[2] Charles Lemire, Jules Verne. 1828-1905. L’Homme. L’Écrivain. Le Voyageur. Le Citoyen. Son Oeuvre. Sa Mémoire. Ses monuments, París, Berger-Levrault & Cie, 1908.

[3] Col. Gondolo della Riva, Turín. Carta publicada en Un éditeur et son siècle. Pierre-Jules Hetzel (1814-1886), obra colectiva, Saint-Sébastien, ACL Édition, 1988, pp. 118-119

[4]Cf. a este respecto la carta de Julio Verne a Hetzel fechada «Sábado noche» (principios de 1864): «¡Caramba, querido maestro, necesitaba su carta para fustigarme! […] Admitido que soy una bestia que me (sic) tiro elogios a mí mismo (sic) por boca de mis (sic) personajes. Ahora mismo voy a callarlos de la mejor manera» (Bibliothèque Nationale, Correspondance Verne-Hetzel, tomo I, ff. 7-8).

[5] Se trata de un discurso pronunciado por Julio Verne en la Academia de Amiens el 12 de diciembre de 1875 y publicado en las Mémoires de dicha Academia (segundo tomo del año 1875). Apareció como opúsculo, en T. Jeunet, en Amiens, durante ese mismo año. Este texto suele citarse bajo el título Amiens en l’an 2000, título que sólo figura en una edición de 1973.

[6]Le mariage de M. Anselme des Tilleuls, publicado en el volumen «Manuscrits Nantais», tomo 3, Le Cherche-midi Éditeur/Bibliothèque Municipale de Nantes, 1991 (edición provisional). Vuelto a publicar, también en 1991, en Porrentruy, en las Éditions de l’Olifant.

[7] «In the year 2889», cuento escrito por Michel Verne pero firmado por su padre, apareció primero en la revista The Forum de Nueva York (febrero de 1889). Este texto, muy probablemente revisado por Julio Verne, se volvió a publicar bajo el título «La journée d’un journaliste américain en 2890», en Mémoires de l’Académie d’Amiens (año 1890) y en el «Suplément illustré» del Petit Journal (29 de agosto de 1891). Michel Verne lo recogió en el volumen póstumo de cuentos de Julio Verne titulado Hier et Demain. Contes et Nouvelles (París, Hetzel, 1910), bajo el título: «Au XXIX siècle: la journée d’un journaliste américain en 2889». [Ayer y mañana, Ediciones Orbis, Barcelona, 1987, sin mención del traductor, y La jornada de un periodista americano en el año 2889, traducción de Mauro Armiño, Ediciones Altea, Madrid, 1988. (N. de la T.)]

[8] Verne se refiere a un tipo de diccionarios poéticos, llamados así por el Gradus ad Parnassum, diccionario de prosodia latina, del siglo XVIII. (N. de la T.)

[9] Competición entre los mejores alumnos de los institutos de enseñanza media (liceos). (N. de la T.)

[10] Aunque un electroimán pueda soportar un peso de 1000 kilogramos al contacto, su fuerza de atracción sigue siendo de 100 kilogramos a una distancia de 5 milímetros. (N. del A.)

 

 

 

 


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