ÍNDICE: HISTORIA DE LAS PERSECUCIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS EN EUROPA
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CAPÍTULO XI
Sumario
Instigado por el Papa, emprende Luis VIII la cruzada contra los albigenses en 1224.- Levantamiento del sitio de Carcasona por Amauri.- Los aventureros abandona a Amauri, que capitula con Carcasona- Fin de la dominación de los Montforts.- Cesión de sus derechos al rey de Francia.- Convenios entre el Rey y el Papa.- Sumisión de Raimundo VII.- Desacuerdo entre Luis y el sumo Pontífice.- Pónense al fin de acuerdo.- Concilio de Bourges.- Sumisión del conde Raimundo ante el Concilio.- Su condenación.- Su marcha.- Su excomunión .-Predicación y cruzada.- Abandono de Raimundo por todos sus parientes y aliados.- Sitio de Aviñón.- Heroica defensa.- Perdidas de los cruzados.- Capitulación.- Crueldad de los vencedores.- Muerte del rey de Francia.
I
Apenas Luis VIII se había sentado en el trono de su padre, cuando se vio exhortado por el Papa «para ofrecer a Dios las primicias de su reinado» aceptando las ofertas de Amauri de Montfort y encargándose en cambio del condado de Tolosa y del vizcondado de Bezieres, de la destrucción de los herejes. Luis no se hizo el sordo: empezó por satisfacer al de Montfort el legado de su padre, y animó a este a no tratar con sus adversarios, antes bien a romper de nuevo las hostilidades, abandonando el proyecto de pacificación por el casamiento de Raimundo VII con una hermana suya que estaba en vías de arreglarse.
Amauri siguió los consejos del Rey; pero la nueva guerra empezó para él bajo malos auspicios. A su vuelta de Paris encontró sitiada a Carcasona por los condes de Tolosa y de Foix por el joven vizconde de Bezieres, Trencavel. Con ayuda del dinero que le había dado el rey de Francia, el de Montfort reunió mucho gente aventurera y logró desembarcar la sitiada plaza y tomar la ofensiva; pero en cuanto se le concluyó el dinero, sus soldados lo abandonaron, y los franceses que se habían establecido en las tierras del Mediodía, apoderándose de los bienes de los herejes excomulgados, y de los que no lo eran: viendo que no podían conservarlos, se volvieron a su patria dejando a Montfort en tal extremidad, que tuvo que capitular en Carcasona con solo veinte caballeros que le fueron fieles.
El 14 de enero de 1224 firmó un tratado por el cual restituía Carcasona y las fortalezas de Minerva y de Peune de Agenais a los herederos de sus antiguos señores, estipulando un armistício de seis meses para Narbona y Agde, comprometiéndose además a ejercer su influencia con el rey de Francia y el Papa para reconciliar con la Iglesia a Raimundo VII y sus aliados.
Al siguiente día, Montfort tomó el camino de Francia con los restos de los vencidos opresores del Mediodía.
La dominación de los Montfort pesó durante catorce años sobre las ricas comarcas del Languedoc, dejando tras de sí ruinas y miseria, que muchos siglos no bastarían a reparar; pero un triste presentimiento impidió a los bravos meridionales entregarse a la natural alegría de su emancipación.
II
Apenas llegado a la corte del rey de Francia, Amauri cedió por auto otorgado en publico, al rey Luis y sus herederos, «los privilegios y dones concedidos por la Iglesia romana al conde Simón de gloriosa memoria» sobre el condado de Tolosa y los otros países Albigenses.
El rey Luis subordinó su aceptación al resultado de los convenios que había propuesto al Papa, y prometió al de Montfort el titulo de condestable de Francia a la muerte de Montmorenci que lo disfrutaba.
Como se ve, el conde Amauri no sostuvo las promesas hechas a los provenzales en su capitulación de Carcasona de intervenir para reconciliarlos con Luis y con el Papa. El famoso arzobispo de Narbona, Arnaud Amauri, y los prelados del Languedoc, más comprometidos por su crueldades, se habían retirado a la ciudad neutral de Montpeller, y escribieron al Rey excitándolo a que no sufriera que el espíritu inmundo levantase de nuevo la cabeza en la provincia de Narbona, y a que empleara la fuerza que de Dios recibiera, para conquistar una tierra que la Iglesia le ofrecía en su nombre.
Luis no necesitaba tales excitaciones. Las plegarias de Raimundo VII, sus protestas y peticiones de ser admitido a prestar homenaje, no cambiaron las resoluciones de Luis VIII, que apremió al Papa para que concediese indulgencias plenarias a los que se alistasen en la cruzada contra los tolosanos y excomulgase a los barones y a cualesquiera otros que no siguiesen las banderas de soberano, fundándose en que los vasallos se comprometían a defender a su señor contra sus enemigo y que este no tenía otros más terribles que los herejes.
No contento con estas demandas Luis VIII pidió al Papa una bula en que declarase a Raimundo VII, al joven Trencavel y a todos sus adherentes para siempre excluidos de sus dominios, los cuales pertenecerían a perpetuidad al rey de Francia y sus herederos; y además, que le garantizase una tregua de diez años con el rey de Inglaterra.
Creía Luis que el Papa accedería inmediatamente a sus pretensiones; pero, gracias a una singular peripecia, fue el Papa quien apartó momentáneamente el brazo pronto a descargar el terrible golpe sobre el Languedoc.
III
Raimundo VII no había querido nunca entregar sus vasallos a merced de los inquisidores y de sus secuaces. Los grandes preparativos que contra él hacia el rey de Francia le hicieron comprender la inutilidad de la resistencia, y prefirió entenderse con el Papa y dejar obrar a los inquisidores con entera libertad a perder sus estados hereditarios.
El Papa Honorio III, que a la razón esperaba reconquistar la Tierra Santa por las armas del emperador Federico II, que hacia grandes preparativos en el reino de Nápoles y en Sicilia, no creyó conveniente distraer las fuerzas de la cristiandad con la cruzada contra los albigenses que le pedía el rey de Francia, y suspendió las indulgencias concedidas a los que se cruzaban contra los herejes, resolución que su legado comunicó al concilio reunido en Paris por el Rey en mayo de 1224, pidiendo al Rey al mismo tiempo que se contentase con vigilar el cumplimiento de las promesas de Raimundo VII.
El rey Luis se resintió mucho de lo que él llamaba defección del Papa: «Pues que el señor Papa, dijo, no juzga conveniente la concesión de las demandas razonables que nos le hicimos sobre el asunto de los albigenses, nos protestamos ante todos los prelados y barones de Francia, que declinamos la carga e intimamos al legado de su Santidad que no nos hable más sobre este asunto en lo futuro«.
Sin el apoyo del Papa, verdadero rey de reyes, Luis no se atrevió a continuar la empresa y volvió contra los ingleses las armas preparadas contra los tolosanos.
IV
En cuanto los agentes del Papa hablaron de nuevo a Luis VIII de la conquista del Mediodía de la Francia para exterminar los herejes, Luis olvidó su amenazada de declinar el ocuparse del asunto en lo futuro; y como la guerra de Aquitania no había sido para él más que una diversión, así que el Papa se le mostró propicio, cambio de resolución.
Como el emperador Federico II retardase por dos años su expedición contra los mahometanos de la Tierra Santa, el Papa Honorio creyó conveniente aprovechar este tiempo en la destrucción de los herejes del Languedoc. Como hombre previsor, a pesar de no haber concedido al rey de Francia por las razones ya dichas la ayuda que reclamaba, entretuvo, dando largas al asunto de su reconciliación, a los príncipes provenzales, y a pesar de que Raimundo VII juraba y afirmaba solemnemente sus promesas, la corte pontificia encontró siempre pretextos más o menos especiosos para diferir la conclusión.
En noviembre de 1225, se reunió en Bourges, bajo la presidencia del cardenal legado Saint-Angel un concilio, que intimó a Raimundo de Tolosa y a Amauri de Montfort comparecieran ante él. El rey y los arzobispos de Lion, de Reims, de Ruan, de Bourges, de Tours y de Auch, mas de cien obispos y de ciento cincuenta abades y priores tomaron parte en aquella asamblea.
El conde Raimundo renovó ante el concilio todas sus ofertas: Amauri reclamó los derechos concedidos a su padre por el concilio de Letrán y por el rey Felipe, e intimó a su rival que sufriera el juicio del tribunal de los pares.
«Que el rey reciba antes mi homenaje, replicó Raimundo, y estoy pronto a someterme al juicio: si no temeré que los pares no me consideren como igual suyo«.
El asunto no fue sometido a la decisión de los pares de Francia: el legado del Papa prohibió toda discusión pública, intimó a los prelados que diesen por escrito su opinión, amenazando con la excomunión al que no guardase el secreto, y se encargó de comunicar al Rey las resoluciones del concilio.
Marchose el conde de Tolosa sin conocer la sentencia, y el silencio que guardaron con él, le presagiaba la suerte que le reservaban. El legado apostólico declaró al Rey de parte del concilio, «que Raimundo no debía ser absuelto en gracia de sus promesas; que el rey de Francia solo seria encargado por la Iglesia de aquel asunto, porque nadie mejor que él tenía los medios de purgar de herejes y de sus maldades la tierra del Languedoc, y que para subsanar los gastos que debería hacer, el diez por ciento de todas las rentas eclesiásticas le seria concedido por cinco años, hasta la suma de cincuenta mil marcos de oro, si la expedición duraba este espacio de tiempo«.
V
El 28 de enero de 1226 se reunió en Paris otra asamblea de prelados y barones, y el cardenal legado excomulgó a Raimundo de Tolosa y todos sus adherentes, declarándolos herejes condenados y adjudicando sus dominios al rey de Francia y sus herederos, en virtud de la renuncia hecha por Amauri de Montfort, que recibió el cargo de condestable de Francia. Después el legado mandó una cohorte de frailes dominicos a predicar por toda la Galia la cruzada contra el tolosano y sus fautores.
Veinticinco altos barones, entre los cuales se contaban el duque de Bretaña y el conde de Boloña, hermano del Rey, se comprometieron por cartas patentes a prestarle ayuda con todo su poder en el asunto de los albigenses, y el 30 de enero una multitud de clérigos y de seglares tomó la cruz, por temor del rey de Francia o por obtener las mercedes del legado más que por amor a la justicia y a la religión en cuyo nombre se iba a emprender la guerra. Muchos consideraron a Raimundo como buen católico, y no comprendían que el Rey ni el Papa no admitieran su sumisión, y suponían que solo la mundana ambición los guiaba.
Nadie ignoraba que Raimundo VII había suplicado en el concilio de Bourges al legado del Papa, que fuese con él a cada una de las ciudades de sus estados para averiguar la fe de sus habitantes, ofreciendo hacer justicia con cualquiera que manifestase opiniones contrarias al dogma católico. El mismo prometió someterse a un examen de su fe; pero, según Mathieu de Paris, el legado despreció estas ofertas y no quiso hacer al conde gracia alguna, aunque fuese sinceramente católico, a menos que no renunciara a la herencia de sus mayores, reconociendo en la Iglesia el derecho de disponer de ella.
VI
Los cruzados fueron convocados para reunirse en Bourges el cuarto domingo después de la Pascua.
El legado preparó al rey de Francia el terreno de sus conquistas en el Mediodía, aterrorizado al saber los preparativos de los cruzados, dividiendo a los meridionales y privando al de Tolosa de varios de sus mejores aliados.
El rey de Inglaterra se vio amenazado con una excomunión si rompía sus treguas con el de Francia mientras este guerreaba en el Languedoc. Enrique III vacilaba y parecía dispuestos a intentar una diversión por el lado de la Gascuña, mas, según la tradición, desistió de su intento, porque un sabio astrólogo le predijo que el rey de Francia moriría en la empresa o no escaparía de ella sino con grandes perdidas y deshonor.
El conde de la Marcha y de Angulema, padrastro de Enrique III, había pedido para su hijo una hija del conde de Tolosa, y devolvió la princesa a su padre.
El rey Jaime de Aragón, hijo de D. Pedro, muerto en Muret, el conde del Rosellón, su vasallo, y hasta Raimundo Berenguer, conde de Provenza y de Forcalquier, jefe de la rama menor de la casa de Barcelona, cedieron unos después de otros a las amenazas de la corte de Roma y abandonaron torpemente a sus parientes y aliados naturales.
La casa de Aragón bajaba su estandarte ante él oriflama de Francia, abdicando su supremacía sobre las tierras provenzales por escrúpulos de conciencia.
Raimundo de Tolosa quedó solo, acometido por uno de sus dos soberanos, abandonado por el otro, sin más aliados que el conde de Foix y el vizconde de Bezieres.
VII
«El ejercito reunido en Bourges para exterminar la herejía» era mucho más numeroso que el levantado en Bovines para salvar la Francia. Cuando supieron en Provenza que el rey Luis se ponía en marcha al frente de sus vasallos armados en número de cincuenta mil caballos e innumerables peones, y que había jurado destruir y abrasar la tierra del conde de Tolosa sin dejar uno solo de sus vasallos con vida, un terror pánico se apoderó de todos: la resistencia parecía imposible: señores y ciudades se apresuraron a enviar al Rey sus diputaciones para someterse a su voluntad y a la del Papa.
Aviñón tan adicta a Raimundo VII, la misma Aviñon, que había participado de su excomunión durante diez años, bajo la cabeza ante la tempestad, y mandó una diputación de sus podestás al Rey, ofreciendo pasaje por el famoso puente de Aviñon, a él, el legado, los prelados y cien caballeros, con promesa de abastecer de víveres a precios moderados al ejércitos que pasaría el Ródano mas debajo de la ciudad.
VIII
El ejército de los cruzados se dirigió a Lion y descendió el valle del Ródano hasta cerca de Aviñón. El marquesado de Provenza se había sometido sin resistencia.
Los de Aviñón dejaron pasar el rio por un puente de madera construido fuera de la ciudad, a una vanguardia de tres mil hombres, mandada por Gautier de Avesnes, en cuanto llegó ante sus muros, que él intentaba pasar por el gran puente de piedra y entrar en la plaza con la lanza en la cuja seguido de su ejército. Los magistrados se negaron, cerraron las puertas y se prepararon a la defensa, prefiriendo morir con las armas en la mano unidos a sus conciudadanos, antes de entregar la ciudad al legado y a las horas rapaces y fanáticas que componían el ejercito francés. Furioso el rey, juró que no se iría hasta entrar en la ciudad, y tomando posiciones hizo preparar sus pedreros, ballestas, gatas y otras maquinas de guerra de que iba bien provisto. El legado lo afirmó en su resolución, intimándole en nombre de la Iglesia que purgase de herejes a Aviñón, y el sitio comenzó el 10 de junio, cuatro días después de la llegada del ejército ante la plaza.
Aviñón estaba bien provista de víveres y municiones, bien defendida por sus altas torres, su doble cintura de murallas, sus anchos fosos llenos de agua corriente, su fuerte ciudadela y sobre todo por el valor de sus ciudadanos y de los caballeros encerrados con ellos en su recinto.
Los furiosos ataques de los cruzados fueron sin resultados, o por mejor decir les salieron enteramente al revés de lo que esperaban.
IX
La energía de los aviñoneses no se comunicó a las otras ciudades. El terror era tal, que muchos pueblos y castillos de la Septimania y de la Provenza recibieron guarniciones francesas; la misma república de Marsella renegó de la causa provenzal y los de Carcasona, apenas vueltos a su ciudad natal de donde habían sido expulsados en masa por los cruzados de Montfort, no se atrevieron a resistir a los extranjeros, a pesar de que el intrépido y constante conde de Foix ocupaba la ciudadela dispuesto a defenderse a todo trance.
Los condes de Provenza y de Comminges, seguidos de una porción de señores y caballeros, se presentaron en el campamento del rey de Francia para ofrecerle sus homenajes y asistencia.
En medio de esta general defección, cuando todos juraban obediencia, aunque en falso, al que creían vencedor, todos los corazones pertenecían aun a Raimundo VII, y sus menores triunfos regocijaban a los mismos que corrían a someterse al campo de los cruzados.
La resistencia de los sitiados, dirigida por Guillermo Raimundo y por Raimundo Real, podestás de la ciudad y bailíos del conde de Tolosa, redobló de energía. Antes que llegaran los cruzados, el conde se llevó de los alrededores de Aviñón hombres y ganados, e inutilizó cuanto podía serles útil, incluso los pastos. Cuando concluyeron los forrajes que trajeron para su numerosa caballería, los soldados del rey de Francia tuvieron que emprender peligrosas y lejanas expediciones para buscarlos. Raimundo los acechaba y sorprendía con su gente, escasa para presentar la batalla a las numerosas huestes de sus enemigos; pero bastante para luchas ventajosamente con las columnas que se desviaban demasiado del grueso del ejercito.
El hambre, las enfermedades y la muerte se cebaron bien pronto en las masas de fanáticos y de aventureros ganosos de botín que cercaban a la ciudad de Aviñón, cuyos alrededores se vieron cubiertos de cadáveres de hombres y caballos. De aquellos cuerpos esparcidos en la llanura, se levantaban enjambres de moscas que infestaban el campamento, no dejando libres ni las mesas de los príncipes, y que esparcían la peste emanada de tantos cuerpos de putrefacción.
Las violentas y victoriosas salidas de los de Aviñón obligaron a los cruzados a abrir un foso alrededor de su campamento, como si ellos fuesen los sitiados. Tentaron un ataque contra la plaza, por el puente de madera que comunicaba con la isla en que se apoyaba el famoso puente de piedra; pero al pasar por el de madera, con el peso de los cruzados se vino abajo, y la mayor parte de ellos pereció en las aguas del Ródano.
Otra causa se juntó a la epidemia y a los combates para aclarar las filas de los cruzados: el Rey no tenia derecho para exigir de sus feudatarios, y al legado de los cruzados, mas que cuarenta días de servicio. Muchos de los grandes barones, que veían con inquietud pasar los estados del Mediodía a manos del Rey, mas poderoso ya de lo que ellos quisieran, resolvieron no hacer mas que lo exigido por sus compromisos.
El joven Thibaud VI conde de Champaña, cuyas poesías le valieron gran renombre, y que se asemejaba por el carácter y las costumbres a las gentes del Mediodía contra quienes guerreaba, se puso de acuerdo con el duque de Bretaña y el conde de la Marcha y fue a pedir al Rey que le licenciase. Luis se negó a darles su consentimiento; pero Thibaud se marchó sin él, después de sostener con el Rey una entrevista acalorada y arrostrando sus amenazas.
X
Las fuerzas del Rey eran, sin embargo, todavía más que suficientes para combatir con ventaja a Raimundo y a los aviñoneses y él estaba resuelto a llevarlo adelante a cualquier precio. Los recursos de los sitiados empezaban a escasear: hiciéronles esperar una capitulación honrosa, y consintieron al fin en abrir sus puertas a los cruzados.
La crónica de Tours dice, que se remitieron al arbitraje del legado en cuanto se refería a las condiciones, esperando ablandarlo con esta confianza: pero las condiciones fueron rigurosas. Los de Aviñón se vieron obligados a entregar trescientos rehenes y a para una gran suma. Cegarónse los fosos, derribáronse las murallas, las casas guarnecidas de torreones en número de trescientas cayeron también bajo el martillo de los demoledores, y el doce de septiembre fueron degollados los pecheros de la corona y del condado de Tolosa. Y supone un autor que aun hubiese sido mayor la crueldad de los vencedores sin la consideración de que Aviñon y la Provenza dependían del emperador Federico, que veía de bien mala gana la invasión de la Septimania por el rey de Francia.
Después de una victoria tan caramente pagada, recorrió Luis VIII la Septimania sin encontrar enemigos que combatir ni herejes que quemar.
Solo un pobre anciano llamado Isarn, antiguo predicador perfecto, puso ser habido en un oscuro retiro del que fue arrancado para ser quemado en Narbona. El conde Raimundo estaba en Tolosa, y todos los herejes habían abandonado el país.
Adelantose el Rey hasta cuatro leguas de Tolosa; pero sin intención de atacarla, por lo adelantado de la estación, y terminó su campaña en el mes de octubre, después de recibir en Pamiers el juramento de fidelidad de los obispos de la provincia de Narbona. Dejó por gobernador del país conquistado a Humberto de Beaujeu, y marchó a Francia contando volver al siguiente año para dar cima a la comenzada obra.
¡Vana esperanza! Al llevar la destrucción y la muerte al país provenzal, se destruyó a sí mismo. Las fatigas y penalidades de la guerra minaron su débil constitución, la fiebre se apoderó de él, de tal modo, que al llegar a Montpensier no pudo seguir adelante, de modo que el ocho de noviembre de 1226 murió, dejando a la famosa reina Blanca de Castilla, la pesada carga de la tutela de su hijo y de su corona.
Según Mathieu de Paris, Luis no murió de la fiebre, sino de un veneno que le dio el conde de Champaña, que amaba a la reina Blanca con un amor carnal e ilícito, y que temía además la venganza del Rey por su retirada del sitio de Aviñón.
La conducta posterior del conde no deja duda sobre el amor que profesaba a la Reina, a pesar de que ella tenía ya treinta y ocho años y él apenas veinticinco. Cuéntese que la Reina, a pesar de su edad, conservaba las gracias y el espíritu de su juventud, lo que explica la pasión que supo inspirar al joven señor.
La ambición de agrandar sus estados costó a Luis la reducción de su vida a breves años. Su muerte no salvó al Mediodía de las garras de los inquisidores, a tal extremo lo habían reducido las guerras; pero Luis no vio acabada la obra de iniquidad a que consagró en mal hora su poder.
CAPÍTULO XII
Sumario
Continuación de la lucha.- Medidas del clero para poner en práctica las prescripciones del concilio de Letrán.- Destrucción de la campiña de Tolosa por los cruzados.- Raimundo busca mediadores para dirimir la contienda.- Tratado de Meaux.- Absolución de Raimundo.- Imperio de la Inquisición en todo el Mediodía de Francia.- Disposiciones del concilio de Tolosa en 1220.- Sentencia dada por Santo Domingo de Guzmán.- Muerte de Folquet.- Recompensas dadas a Raimundo VII por la Iglesia en premio de su sumisión.
I
Los disturbios que siguieron a la muerte del rey, y la debilidad de la Francia feudal gobernada por una regente no aprovecharon gran cosa a los estados del Languedoc, desanimados y devastados por tantas guerras.
La lucha continuó, no obstante, y en el mismo año 1227. Raimundo VII, reconquistó a Rivas altas, ventaja contrabalanceada por la pérdida del castillo de Becede, donde el arzobispo de Narbona y Folquet de Tolosa, a quien los meridionales llamaban «el obispo del diablo«, unidos a Beaujeu, quemaron vivos gran numero de herejes.
En marzo del mismo año un concilio provincial reunió en Narbona tomó diversas medidas para poner en práctica los mas rigorosos decretos del concilio de Letrán. Contábanse entre otras el establecimiento de «testigos sinodales«, especie de espías de la Inquisición, en todos los pueblos: prohibición a los escribanos de recibir ningún testamento, sin la presencia del cura o del vicario, para asegurarse de la fe del testador, y prescribieron a los judíos llevaran sobre el pecho, como una marca infamante, la figura de una rueda amarilla.
La prolongación de las turbulencias en Francia y la campaña de 1228 fueron favorables a los meridionales. Raimundo recobró a Castel Sarrasin y muchos otros castillos; pero la Reina y el legado, alarmados por los progresos del tolosano, hicieron cuanto estuvo en su mano para reanimar el espíritu fanático y aventurero bien característico de la época, y lograron mandar a Beajeu multitud de cruzados mas furiosos que nunca.
El ejército católico marchó sobre Tolosa, y sin atreverse a atacarla de frente, empezó por ejecutar un proyecto sugerido por Folquet para abatir el orgullo de los tolosanos. El trece de junio de 1228, las ricas campiñas que rodean a Tolosa, llenas de casas de campo y de bellas propiedades y que generalmente estaban fortificadas, los arboles, todo fue arrancado de raíz; cegaron las acequias y convirtieron las huertas y pequeños jardines, en medio de los que se levantaba la reina de las ciudades del Mediodía, en un desierto inhabitable. En todo se ocuparon durante tres meses consecutivos.
Este vandalismo que parecía el remate de diez y siete años de devastación, sumergió al Conde y a los tolosanos en el más profundo estupor.
¿De qué les había servido la muerte de Simón de Montfort, si nuevos enemigos renacían sin cesar para renovar sus calamidades? ¿Sería necesario combatir hasta que no quedase piedra sobre piedra ni alma viviente del Ródano a los Pirineos? Al saber el abatimiento de los tolosanos, la reina Blanca y el legado del Papa creyeron la ocasión favorable, y enviaron al Conde y a la ciudad proposiciones de paz.
Raimundo aceptó la mediación del abad de Grandselve y del conde Thinaud de Champaña, que nunca participaron de la saña implacable de los barones franceses contra su familia, dándoles en diciembre de 1228 plenos poderes, y él mismo fue a Meaux, ciudad del conde Thibaud, seguido del arzobispo de Narbona, de los obispos de toda la provincia y de los capitulares de Tolosa, donde los esperaban el legado y los prelados de Francia.
II
Cuando las condiciones de la paz estuvieron arregladas, la Asamblea se trasladó a Paris, a fin de que el joven rey ratificara el tratado.
El jueves Santo, 12 de abril de 1229, el Rey, el conde Raimundo VII, el legado del Papa y los prelados fueron al atrio de la Catedral, ante la gran puerta, donde se leyó el acara de la pacificación que el Conde juró observar.
«Las clausulas eran tales, dice Guillermo de Puy Laurens, que cada una de ellas hubiera bastado como garantía o rehenes, si el Rey se apoderara del Conde en el campo de batalla; y aun el Conde hubiera pasado por excesivamente despojado y maltratado«.
Raimundo prometió:
1º Perseguir en sus tierras y en las de los suyos a los herejes perfectos, sus creyentes, fautores, y ocultadores, sin excluir sus parientes, vasallos y amigos, y pagar dos marcos de oro a cualquiera que prendiese un hereje.
2º Guardar y hacer guardar por sus vasallos las sentencias de excomunión, y confiscar los bienes de los que permaneciesen un año excomulgados, para obligarlos a volver al seno de la Santa Iglesia católica, apostólica, romana.
3º No nombrar ningún funcionario que no fuese católico, y destituir los judíos y los sospechosos de herejía.
4º Tomar de manos del legado la cruz, e ir durante cuatro años a combatir a Ultramar contra los infieles.
«El Rey, queriendo después hacerme gracia, dará en matrimonio mi hija que yo le remitiré a uno de sus hermanos, y me dejará toda la diócesis de Tolosa; pero después de mi muerte, Tolosa y su diócesis de Tolosa; pero después de mi muerte, Tolosa y diócesis pertenecerán al hermano del Rey que se case con mi hija y a sus herederos , con exclusión de los otros que yo pueda tener; y si mi hija muere sin posterioridad, los dichos estados pertenecerán al Rey a sus sucesores. El Rey me dejará el Agenais, la Rovergue, la parte del Albugeois que está al norte del Tarn y el Querci, salvo la ciudad de Cahors. Si yo muero sin otros hijos nacidos de legítimo matrimonio, estos estados pertenecerán a mi hija, que se casará con un hermano del Rey y a sus herederos. Yo ceso al rey a perpetuidad todos los otros estados que poseo del lado acá del Ródano, en el reino de Francia; en cuanto al marquesado de Provenza yo lo cedo a la perpetuidad a la Iglesia Romana. Yo arrasaré hasta los cimientos los muros de Tolosa, y rellenaré sus fosos, y haré lo mismo con otras treinta plazas y castillos. Como garantía del cumplimiento de estos artículos entregaré al Rey el castillo Narbonés y otras nueve fortalezas que el Rey guardará durante diez años«.
Raimundo se obligaba además a pagar en cuatro años a la Iglesia y al clero 10.000 marcos de plata y otros 10.000 al Rey, y a mantener en Tolosa durante diez años doce profesores de teología, derecho canónico, etc. Etc. A fin de dar a los estudios una dirección completamente católica.
Cuando Raimundo juró cumplir en todas sus partes este tratado tan desastroso para él, fue introducido en la Iglesia.
«Daba lástima, dice el cronista Laurens, ver a un hombre tan grande y que había resistido durante tanto tiempo a naciones tan poderosas, conducido hasta el altar en camisa con las mangas remangadas y descalzo«.
Allí el legado pontifico le concedió al fin la absolución tan caramente comprada y le reconcilió con la Iglesia. Después de esta ceremonia, Raimundo prestó homenaje al Rey por los dominios que le restaban
De este modo se llevó a cabo la anexión a la Francia de las bellas provincias del Mediodía, a costa de su prosperidad y de sus artes y civilización, tan adelantadas y bellas relativamente a la época en que florecieron.
No queriendo asistir a la demolición de aquellas fortalezas, testigos en otros tiempos de su gloria, Raimundo se constituyó voluntariamente prisionero en el Louvre, hasta que su hija Juana, que tenían nueve años y sus castillos hubiesen sido entregados al Rey. Juana de Tolosa fue de desde luego desposada con Alfonso de Francia, tercer hijo de Luis VIII.
III
El tratado de Meaux agravó extraordinariamente las desgracias de los países provenzales. La Inquisición y la intolerancia más cruel no encontraron ya obstáculos en su omnímoda y sangrienta dominación.
Desde el mes de abril de 1229, un real decreto ordenó la más severa aplicación de los cánones del concilio de Letran en todos los dominios adquiridos por la corona, y desde entonces el Languedoc se vio entregado sin defensa a los agentes de la Inquisición.
Cualquiera que hubiese ocultado, defendido o favorecido a los herejes no podía ser apto ni para dar testimonio, ni para poseer dignidad alguna, ni para testar, ni heredar: todos sus bienes muebles o inmuebles debían ser confiscados, y sus herederos legítimos no podían jamás recobrarlos.
En noviembre de 1229, el legado del Papa, Román de San Ángel, presidió en Tolosa un concilio, que tenía por objeto organizar la Inquisición.
Entre otras cosas atroces aquel concilió mandó que los obispos nombrasen un sacerdote y dos o tres seglares en cada localidad, que investigasen y descubriesen cuidadosamente los herejes y sus fautores.
«Deben visitar todas las casas de cada parroquia sin descuidar sótanos, subterráneos ni bohardillas, y los escondrijos que encuentren deben destruirlos, y a los herejes o sus fautores que descubran les impedirán fugarse y los denunciaran inmediatamente al obispo, o al señor, o a su bailío«.
«Los señores, por su parte, harán también registrar sus aldeas, las casas aisladas y los bisques. Si se le prueba a alguno que permitió a un hereje vivir en sus tierras, las perderá, y su persona será puesta a la disposición de su señor para que haga justicia.
El bailo que no sea activo en descubrir los herejes, perderá sus bienes. La casa en que se descubra un hereje, será demolida y confiscado el terreno. En cada parroquia se inscribirán los nombres de todos los feligreses; y los hombres desde la edad de catorce años y desde la de doce las mujeres, juraran ante el obispo o sus delegados, renunciar a toda herejía y delatar a todos los herejes«.
Este juramento debía renovarse cada dos años y el que se negase a prestarlo sería reputado y tratado como sospechoso de herejía.
Parece imposible que pudiera imaginarse nada más terrible que enseñar y prescribir como un deber religioso a muchachas de doce y catorce años a delatar personas a quienes costaría la vida su delación.
Pero las prescripciones del concilio de Tolosa no lo son tanto como las de Federico II. Este señor publicó un edicto en 1224, por la mediación de su canciller Pedro de las Viñas, en que mandaba, que los hijos de los herejes, hasta la segunda generación, fuesen privados de todos los empleos públicos, a menos que no denunciasen a sus padres. Este documento se encuentra en la historia eclesiástica de Fleuri, tomo XVI, pagina 524.
Continuemos la enumeración de las prescripciones de los prelados reunidos en Tolosa.
«El que no se confiese y comulgue, al menos tres veces al año, será considerado como sospechoso (el sospechoso se juzgaba como culpable si no se justificaba en un año.) Los herejes que se arrepintieran y se denunciaran a sí mismos espontáneamente, serian libres; pero deberían llevar sobre sus vestidos dos cruces de color diferente como signo de la sinceridad de su arrepentimiento«.
«Los herejes convertidos por temor de la muerte o por otros motivos interesados serán encerrados bajo la vigilancia del obispo«.
«Los seglares no podrán tener los libros del antiguo y del nuevo Testamento, menos el breviario o las horas de la bienaventurada María, sino a condición de que no estén traducidas en el lenguaje vulgar«.
Raimundo VII y sus principales barones asistieron al concilio, y pasaron por todo lo que quisieron lo mismo que la municipalidad de Tolosa.
IV
Aquel concilio provincial, fue mas allá que el de Letrán; pues suprimió las garantías concedidas aun en aquellas edades de tinieblas a los acusados; tales como el derecho de defenderse, careo con los acusadores, pruebas, etc. etc.
La Inquisición victoriosa se estableció en Tolosa, con las mismas condiciones que mas tarde en España: el secreto más riguroso, la impunidad, el anónimo de las delaciones, la incomunicación y todos los errores que han contribuido a producir, la incomunicación y todos los errores que han contribuido a producir el odio que inspira semejante tribunal aun a los mas ardientes católicos.
La historia ha conservado aquellos monumentos engendrados por el genio de la intolerancia. ¿Qué era, en efecto, la severidad de Santo Domingo de Guzmán, comparada con la de los que le siguieron en tan funesto camino? Santo Domingo era blando y humano cuando se le pone en parangón con el obispo Folquet y sus socios de 1229. Y sin embargo, lease la siguiente sentencia impuesta por el fundador de la orden de los predicadores a un hereje espontáneamente arrepentido, y cuya autenticidad es incontestable.
Sentencia dada por Santo Domingo de Guzmán, contra Ponce Roger. Este documento está extractado de Origine et progresso Inquisitionis.
«A todos los fieles cristianos a cuyo conocimiento lleguen las presentes letras, Fray Domingo, canónigo de Osma, el último entre los predicadores, salud en Jesucristo.
En virtud de la autoridad del SR. Legado de la Santa Silla Apostólica, que estamos encargados de representar, hemos reconciliado al portador de estas letras, Ponce Roger, que abandonó, por la gracia de Dios, la secta de los herejes; y le hemos ordenador después que nos ha prometido bajo juramento ejecutar nuestras ordenes, que, tres domingos sucesivos, se deje conducir desnudo por un sacerdote que lo azotará con cuerdas, desde la puerta de la ciudad hasta la de la iglesia. Le imponemos igualmente por penitencia no comer carnes, huevos, queso, ni otro alimento alguno sacado del reino animal en toda su vida, exceptuando los días de las pascuas de Pentecostés y de la Natividad de Nuestro Señor, en los cuales le ordenamos que los coma en signo de aversión a su antigua herejía; hacer tres cuaresmas en el año, absteniéndose de pescado, aceite y vino tres días en la semana durante toda su vida, menos en caso de enfermedad y de trabajos forzados. De llevar un habito religioso, tanto por la forma como por el color, con dos crucecitas cosidas a cada lado del pecho; oír misa todos los días, asistir a vísperas los domingos y las fiestas recitar con puntualidad el oficio del día y de la noche y el pater noster siete veces durante el día, diez por la tarde y veinte y cinco a media noche. Vivís castamente y enseñar una vez cada mes la presente carta al cura de Fereri, su parroquia, al cual ordenamos que vigile la conducta de Roger, quien deberá cumplir fielmente todo lo que se le ordena, hasta que el Sr. Legado nos haga conocer su voluntad: y si el dicho Ponce falta a su juramento, ordenamos, que sea considerado como perjuro, hereje y excomulgado…».
V
Uno de los efectos más funestos del sistema tenebroso establecido para los procedimientos inquisitoriales, fue el que poco a poco se fuese adoptando por los otros tribunales en reemplazo del rudo, pero leal sistema antiguo, fundado en la buena fe.
Los legistas reales que, antes de concluir el siglo XIII, reemplazaron en los tribunales a los señores feudales, tomaron de los procedimientos de la Inquisición los mas barbaros, odiosos y tiránicos.
La muerte del obispo Folquet en 1231, no alivió la opresión que sufrían Raimundo VII y sus antiguos estados. Un dominicano, compañero de Santo Domingo reemplazó a Folquet, y amenazado, atormentado por él y por el legado del Papa, Raimundo tuvo que ir a Melum y dar al Rey nuevas garantías de su sinceridad en la persecución de los herejes. Para librarse de una nueva excomunión y de sus desastrosos efectos, tuvo que ayudar eficazmente, a los inquisidores convirtiéndose en esbirro, y haciendo actos odiosos que le repugnaban. Su obediencia y prestar homenaje a la corte pontificia. Además fue relevado del juramento de ir en peregrinación a la Tierra Santa.
CAPITULO XIII
Sumario
Rigores de la Inquisición.- Rebelión en Narbona.- Expulsión de los inquisidores de Tolosa.- Excomunión de los tolosanos.- Suspensión por el Papa de la Inquisición de Tolosa.- Retoños de la herejía en diversos países.- Los herejes de Montvimer.- Nueva guerra en 1242 en el Languedoc.- Sumisión de los rebeldes al rey de Francia.- Último episodio de la guerra de los albigenses.- Destrucción del castillo de Montsegur.- Quema de los herejes, de la señorita Esclarmonde y del obispo Bertrand Martin.
I
Las poblaciones de los antiguos estados de Raimundo no sacaron ventaja alguna de la nueva posición de su señor, a pesar de que estaban tan sometidos como él al dominio de la Iglesia.
El Papa Gregorio IX dio más fuerza a la Inquisición, confiándola expresamente por decreto de 1233 a los dominicanos, y desde entonces esta orden religiosa y el tribunal no volvieron a separar, hasta que el último se hundió bajo el anatema de la humanidad en época no lejana.
Dos dominicanos recibieron en cada ciudad los poderes inquisitoriales, lo que impidió al episcopado rivalizar con ellos en celo por el exterminio de los herejes.
El concilio provincial de Nimes, reunido en 1233, autorizó a todo individuo detener, arrestar y entregar al obispo de su diócesis, cualquier persona que creyese sospechosa de herejía.
El concilio reunido en Narbona, en 1235, promulgó a petición de los frailes dominicos un reglamento, del cual extractamos los siguientes pasajes:
«Los herejes que de uno u otro modo se han hecho indignos de indulgencia y que no obstante se sometan a la Iglesia, deben ser encerrados en un calabozo durante el resto de su vida; pero como el numero es tan grande, que no es posible construir casas para todos, podréis, en caso de necesidad, dispensarlos del encierro, hasta que el señor Papa sea ampliamente informado. En cuanto a los rebeldes que rehúsen entrar o permanecer en la prisión, o cumplir cualquiera otra penitencia, los abandonareis al juez secular, sin escucharlos más, y del mismo modo tratareis a los relapsos«.
Como se ve por el párrafo precedente, la menor tentativa para escapar, el menor descuido en el cumplimiento de las penitencias impuestas por el tribunal eran castigados con la muerte.
Pero continuemos el extracto.
«Ningún hombre sospechoso puede ser dispensado de la prisión, por consideración a su mujer, ni está por la de su marido; ni los padres por los hijos, ni los hijos por los padres; ni nadie en fin por causa de los que de él depende; ninguno debe excusarse de sufrir el encierro por su edad, ni debilidad u otras causas semejantes...»-
Teniendo en cuenta la enormidad del crimen de herejía, deben ser admitidos a declarar contra los que él sean acusados, para convencerlos, los malhechores, los infames, y todos los que están excluidos en justicia… El que continúe negando, cuando hay prueba suficiente contra él por testigos, o de otro modo, debe ser calificado sin vacilar hereje impenitente, a pesar de todo cuanto haga para mostrar que se ha convertido. Guardaos por la voluntad prudente de la Silla Apostólica de revelar los nombres de los testigos.
II
Con semejantes leyes, puestas en práctica por tales intérpretes, nadie tenía segura su libertad ni su vida, por más que fuese bien católico.
El resultado de las violencias cometidas por los inquisidores y sus secuaces, fue provocar una rebelión a mano armada, inspirada por la desesperación, mas que por la esperanza del triunfo, en aquel país aniquilado y devastado por tan sangrientas guerras, sitios y matanzas.
La violencia engendra la violencia, y los tolosanos recurrieron al puñal para deshacerse de espías y delatores; de verdugos y despojadores.
En marzo de 1234, se sublevó el arrabal de Narbona a causa de las exigencias del prior de los dominicos, que quiso llevar preso a uno de los principales ciudadanos. En vano el arzobispo y el vizconde de Narbona intervinieron para hacer cesar la rebelión: la gente del arrabal los arrojó y arrastró impávida la excomunión lanzada contra ellos por el arzobispo, y los ataques a mano armada de sus enemigos.
Los cónsules del arrabal escribieron a los de Nimes pidiéndoles auxilio, y les decían ente otras cosas: <Los inquisidores no piensan más que en apoderarse de los ricos, sean o no herejes; y sin tomarse la pena de sentenciarlas, han hecho morir a varias personas en los calabozos.
Una rebelión violenta tuvo también lugar en Albi, a causa de la violencia del tribunal de la Inquisición.
En Tolosa, cuarenta dominicos no se daban hora de reposo en el descubrimiento y condena de herejes, supuestos o verdaderos, y en su furor, ni la tumba respetaban: formaban procesos a los muertos, los condenaban por las herejías que hubiesen ya pasado por herencia o venta a muchas manos.
Al fin, la indignación pública se manifestó, y no por medio de asonadas como en Narbona, sino por la intervención legal de la municipalidad, que intimó a todos los inquisidores y frailes dominicos saliesen de la ciudad o «cesasen en todas sus persecuciones y procedimientos«.
Los dos inquisidores Guillermo Arnaud y Pedro Cellani y los otros treinta y ocho frailes dominicos del convento de Tolosa, salieron procesionalmente de la ciudad, con el obispo que había sido de su orden, y todos los capellanes y curas de las parroquias.
Algunos días después, el 10 de noviembre de 1235, la excomunión fue lanzada contra los tolosanos, y aunque estaba ausente el conde Raimundo, fue incluso en el entredicho. En la alternativa de sostener a los tolosanos o a los inquisidores, el Conde se decidió por lo ultimo: hizolos volver, aunque no lo obtuvo sino después de mucho negociar.
Por sus actos posteriores, parece que la corte de Roma comprendió el peligro de dejar carta blanca a los inquisidores, que esparcían en el Mediodía la desesperación y el odio contra la religión de que se suponían defensores, y en 1237, el legado del Papa, para templar el rigor excesivo de los frailes dominicos, que desempeñaban las funciones de inquisidores, mando que a cada uno de estos se le agregara un fraile franciscano, «que debía templar su rigor por su mansedumbre”, y después, por una orden de la corte de Roma, se suspendió, a instancias de la municipalidad, la Inquisición en Tolosa. ¿A qué estado no deberían haber llegado las cosas para que esta medida fuese adoptada?
III
Si el Languedoc se sublevaba todavía, no era en verdad inspirado por los herejes, sino excitado por la más violenta de las tiranías.
La herejía había sido ahogada en aquel país en torrentes de sangre, y sus restos, reducidos a algunos perfectos, se ocultaban a la saña de sus enemigos en las asperezas de las cavernas y de los Pirineos, mientras los valdenses se refugiaban en los valles de los Alpes, de donde procedían, y donde los hemos visto perpetuarse hasta nuestros días a pesar de las persecuciones.
Después de tantos esfuerzos, solo se había conseguido cortar una rama de la herejía: el tronco subsistía aunque en pie entre el Danubio y el Adriático, en los países eslavos y la Bulgaria, y sus retoños crecían con rapidez amenazadora en la misma Italia.
El papa Gregorio IX descubrió en Roma numerosos sectario, y supo con horror que la herejía se propagaba en el norte de Alemania, infestando distritos enteros de la Saja Sajonia y de la Frisia oriental, que se negaban a pagar el diezmo y arrojaban a los sacerdotes y a los frailes. En 1233 el Papa hizo predicar en Alemania y en Bélgica la cruzada contra los herejes, a quienes llamaban Stadingen, del nombre de la ciudad de Stade, situada sobre el bajo Elba.
Multitud de ellos fueron quemados vivos; pero el grueso de los Stadingen se atrincheró en los pantanos del bajo Weser y sostuvieron el choque de los cruzados, hasta que agobiados por el número de sus enemigos murieron todos combatiendo con heroico valor.
IV
Los frailes dominicos y franciscanos descubrieron y entregaron a los últimos suplicios, en 1236, muchos herejes llamados Paterinos y Búlgaros, en Flandes y en el norte de Francia. Un Fraile dominico, llamado Roberto, y por apodo el Búlgaro, porque había participado de la misma herejía de que fue perseguidor encarnizado, y hasta ocupado un puesto entre los perfectos maniqueos, llegó a ser el azote de sus antiguos correligionarios. Jactábase de que solo en dos o tres meses, por su ministerio, cincuenta herejes habían sido quemados o sepultados vivos. Llamábanle el Martillo de los herejes.
Mathieu de Paris dice, «que envolviendo a los inocentes y a los simples en el suplicio de los culpables, abusó de tal manera de su poder, que concluyó por ser condenado a prisión perpetua«.
En 1239 tocó su turno a la Champaña. En Montvimer hubo una espantosa carnicería.
Ciento ochenta y tres maniqueos fueron quemados vivos en presencia de Enrique de Braine, arzobispo de Reims, que los había perseguido con saña, y del conde Thibaud, que sin duda sentía en el fondo de su alma no poderlos salvar. Diez y siete obispos y más de cien mil personas asistieron a tan espantoso sacrifico de víctimas humanas, entre las que solo se encontraba un perfecto. Todos se hicieron absolver por aquel prelado al pie de la hoguera, y hombres y mujeres, murieron heroicamente, según cuenta Raquet, en los Anales Eclesiasticos de Chalons.
V
Tantas crueldades irritaron los ánimos, y una insurrección estalló en el Languedoc en mayo de 1242, aprovechando la oportunidad de la guerra que a la sazón sostenía el rey de Francia contra los ingleses.
Los condes de Foix, de Armagnac, de Comminges, de Rhodes y otros, reunieron sus hombres de armas a las milicias tolosanas: Trencavel el desheredado llegó por el Rosellón con sus proscritos, y se entregaron a sangrientas represalias.
El inquisidor Guillermo Arnaud, famoso por los actos rigurosos que había cometido en Tolosa, tenía establecido su tribunal en Abignonet, no lejos de San Papoul. El bailío, que representaba al conde Raimundo en dicho pueblo, introdujo secretamente a los herejes, que habían encontrado un refugio en el castillo inaccesible de Montsegur, y degollaron con sus hachas al inquisidor Arnaud, a otros tres frailes dominicos, dos franciscanos y siete familiares del santo oficio, entre los que se contaba un archidiácono de Tolosa.
Pocos días después, el conde Raimundo y sus aliados entraron por las tierras cedidas al rey de Francia: Albi, Minerva, Nimes y Rasez se sublevaron: el vizconde de Narbona entregó su ciudad a Raimundo VII, y el arzobispo se refugió en Bezieres, desde donde lanzó una excomunión contra Raimundo y sus aliados, el 21 de julio.
La derrota de Enrique III de Inglaterra en Saintes y la marcha triunfante de los franceses sobre la Gironda desconcertaron a los meridionales: su empresa empezó a parecerles irrealizable y no encontrándose sostenido, Raimundo VII tomó el partido de ir a Burdeos para estrechar mas los lazos de la coalición con los ingleses, que la ocupaban; pero volvió con menos esperanzas que sacó de su país.
Un concilio galicano reunido en Paris decretó, que se destinase el cinco por ciento de todas las rentas eclesiásticas para atender a los gastos de una nueva cruzada contra los albigenses, y que dos cuerpos de ejército marchasen sobre Tolosa.
Cuando estas noticias llegaron al Mediodía, empezaron a manifestarse las defecciones.
El conde de Foix, hijo y sucesor del mejor amigo de Raimundo VII, renunciando a la soberanía del condado de Tolosa, se declaró vasallo inmediato del rey de Francia. El desaliento fue universal. Raimundo se entregó a la merced del rey Luis IX, con los aliados que le quedaban fieles, prometiendo exterminar los herejes y castigar a los asesinos de los inquisidores.
Luis les concedió su gracia, y Raimundo cumplió su palabra: los herejes fueron exterminados.
VI
La campaña de 1242 terminó la larga lucha emprendida so pretexto de religión, con ventaja de la monarquía y de la Iglesia católica que pudo a mansalva perseguir los herejes. El conde Raimundo fue perdonado por el Papa y el Rey; mas no sucedió lo mismo a sus vasallos.
«Intimad, dijeron los obispos del Mediodía, reunidos en un concilio al comenzar el año 1244 en Narbona, a los inquisidores; intimidad a los herejes y a sus fautores, que habiéndose acusado a si propios no han sido presos, que lleven dos cruces amarillas sobre sus vestidos, que se presenten todos los domingos a sus curas-párrocos durante la misa, entre la epístola y el evangelio, llevando desnuda una parte de su cuerpo y un látigo para ser azotados con él… estos penitentes visitaran el primer domingo de cada mes las casas donde trataron o conocieron a los herejes y se azotaran. Se construirán cárceles para encerrar por toda su vida a los que se han convertido después de arrestados. Como hay pueblos en los cuales el numero de los que deben ser encerrados es muy grande, tanto que no se encuentran bastantes materiales para construir las cárceles necesarias, aconsejamos a los inquisidores que esperen sobre esto las ordenes del señor Papa«.
VII
Todavía poseían los herejes un asilo donde se encontraban al abrigo de las persecuciones: este era el castillo de Montsegur, en las gargantas de los Pirineos, sobre una empinada roca poco menos que inaccesible, en la extremidad meridional del condado de Tolosa.
Allí se habían retirado los señores proscritos de Mirepoix y de Peyrele y muchos otros caballeros despojados de sus dominios, y cerca de doscientos herejes vestidos, es decir, declarados públicamente como tales herejes con su obispo Bertrand Martin.
Desde aquel nido de águilas, los caballeros desheredados se arrojaban continuamente sobre la llanura, arrollando con sus desesperadas acometidas a los señores extranjeros y a los que los habían proscrito. Durante la ausencia del conde Raimundo, el arzobispo de Narbona, el obispo de Aldi y el senescal francés de Carcasona resolvieron destruir «aquel publico refugio de todos los malhechores, de todos los enemigos de Dios«, y fueron a destruirlo seguidos de fuerzas considerables.
Los sitiados hicieron heroica resistencia, hasta que una banda de montañeses armados escalaron de noche las rocas escarpadas que protegían y dominaban el castillo. Entonces se rindió la guarnición, estipulando la vida para los herejes que consintiesen en convertirse.
Los albigenses, tanto hombres como mujeres, no quisieron conservar la vida a tal precio.
Encerráronlos en un vallado, y los quemaron a todos con su obispo y la noble doncella Esclarmonde de Peyrele, hija de uno de los señores de Montseur. Aquellos horribles sacrificios, que según el cronista Laurens tuvieron lugar en marzo de 1244, terminaron la guerra de los albigenses, después de treinta años de espantosas calamidades. Los perfectos habían perecido o desaparecido; la fe de los creyentes, como se calificaban a si propios, no pudo resistir a tan rudas pruebas, y el numero de los maniqueos disminuyó tan rápidamente, que, según una relación del inquisidor Reinerus, hereje convertido, en 1250 no se encontraban ya más que doscientos impenitentes en todo el Languedoc.
Sin embargo, durante un siglo no faltó a los inquisidores pasto que dar a las llamas, so pretexto de maniqueísmo.
VIII
Habíanse también esparcido los maniqueos por Italia, donde fuero, como en el resto de la cristiandad, perseguidos a muerte, confundidos con los otros sectarios reformadores. En 1230 el Podestá de Plasencia hizo quemar vivos gran número de ellos.
La misma Roma no estaba libre de herejes, y el papa Gregorio IX recurrió al hierro y al fuego para purgarla de sectarios. Como estos encontraban protectores, el Papa mandó que los ocultadores y encubridores de herejes fuesen castigados con la misma severidad que estos.
La sentencia de excomunión que lanzó con este motivo Su Santidad era mucho más severa que las que contra los herejes lanzaron sus predecesores y los Concilios en épocas diversas.
Según esta sentencia, todo aquel a quien alcanzaba era considerado infame y muerto civilmente ipso facto, entendiéndose por esto que no podía ser admitido como testigo ante los tribunales, ni heredar, ni hacer testamento, ni ser juez, ni proteger a sus clientes como abogado, ni los escribanos debían admitir sus escrituras, ni validar sus contratos.
El juez que admitiese sus reclamaciones contra cualquiera que le hubiese ofendido o que le debiera, perdía su empleo. El abogado que le defendiera no sería ya admitido antes los tribunales. Los sacerdotes no podían administrarles los sacramentos, aunque estuviesen enfermos, ni concederles sepultura si morían. Bajo pena de incurrir en esta excomunión, debían denunciar a los herejes, para que sufrieran las penas impuestas ellos y sus hijos hasta la segunda generación inclusive.
Estos rigores no bastaban para extinguir la herejía.
En 1223 el famoso fraile Juan de Vicenza, que, según Gerard Mauiemes su historiador, resucitaba los muertos, hizo quemar sesenta paterinos, hombres y mujeres en tres días.
Según la Crónica de Verona, eran los mejores ciudadanos de la villa.
En la misma época, el Podestá de Milán, primero que arrastró los herejes al suplicio en la capital de Lombardia, mereció que, después de su muerte, se perpetuara el celo con que exterminaba los cathari en una inscripción grabada en su tumba.
En el norte de Italia, y sobre todo en los países eslavos del Danubio, en Bulgaria persistió el maniqueísmo a pesar de las persecuciones, hasta el siglo XV, desapareciendo bajo la presión de la conquista musulmana; y en Italia absorbida por las otras sectas religiosas, protestantes y cismáticas, que se han perpetuado hasta nuestros días en Europa.
El maniqueísmo murió como idea falsa al influjo de otras y no por el hierro y el fuego, ni por los tormentos y las conquistas; y las crueldades cometidas para arrancar el error de las inteligencias recayeron sobre las cabezas de los que las cometieron. Si la herejía desapareció por la violencia de algunos lugares, reapareció mas tarde en naciones enteras; y los reyes de Francia que por agrandar sus estados se hicieron los instrumentos de la persecución, han tenido después, para conversar su trono, que admitir como derecho en sus súbditos la libre practica de las herejías y falsas religiones antes proscritas, haciéndolo reconocer y sancionar en sus concordatos.
FIN
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