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MALDITO SPINOZA: El ataque de Carl Schmitt al Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza – (Parte 2)
Por Lucía Fernández-Flórez. UAM (Madrid)
Thémata. Revista de Filosofía. Número 43. 2010
http://institucional.us.es/revistas/themata/43/10Florez.pdf
En un primer momento, la teología política articulada por Spinoza se asemeja al primer proyecto de una religión de la razón, tan criticada más adelante por los liberales (Berlin, 2001:73ss.). Sin embargo, no debemos quedarnos con el tópico, esgrimido por una de las vertientes del liberalismo contemporáneo, que reduce la razón del siglo XVII a una cuestión de fe en la propia razón. El racionalismo de Spinoza, naturalista o idealista según su influencia posterior, ha de ser examinado por sí mismo y en cada detalle. En este sentido, el propio Spinoza no aspira a que todos los hombres sean racionales y comprendan la verdadera religión –para la que el estudio de la Ética resulta, en realidad, imprescindible: recordemos que comienza con las definiciones de Dios– sino a que aquellos que tienden a filosofar lo hagan en libertad (Spinoza, 2008:73) en el Estado. Spinoza comprende que “es tan imposible que el vulgo se libere de la superstición como del miedo” (Spinoza, 2008:72); no se puede forzar a los hombres a la virtud, ni hacer de la filosofía una queja o un desprecio contra los hombres (Spinoza, 2007:141) (12). No obstante, aunque esto pudiera confundirse con un simple propósito de protección política de la filosofía – y este parece ser el propósito de la libertas philosophandi– lo cierto es que de fondo se está explicando filosófica y metafísicamente la política. En opinión de Leo Strauss, Spinoza intenta algo más allá de defender la superioridad de la filosofía frente a la teología, o de refutar la ortodoxia (teológica, principalmente la cristiana) sirviéndose de la razón; lo que intenta es comprenderlo y explicarlo todo, la naturaleza en general y la naturaleza humana, en particular la naturaleza política por la que los hombres viven juntos (Hilb, 2005:301ss.).Esto implica mucho más que un simple desmontaje de la teología y de sus pretensiones políticas; implica que la Ética debe leerse junto con el Tratado teológico-político, porque “la naturaleza de Dios es cognoscible” (Hilb, 2005:302): Deus sive natura.
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Por lo tanto, lo que hizo Spinoza cuando dejó de escribir la Ética para empezar el Tratado teológico-político fue mucho más revolucionario que apartar la metafísica para ponerse a hablar de política, internándose de repente, además, en la complicada situación holandesa de la época y to- mando partido por Jan De Witt frente a la casa de Orange, apoyada por las sectas calvinistas. No hay un Spinoza ético que demuestra conocer a Dios y los afectos, separado de un Spinoza político que escribe contra los fanáticos de la religión, de cualquier religión violenta dominada por la ira y el odio. En efecto, el problema en el que se hunde Spinoza tiene una gravedad mayor: el “ateo Spinoza” es el filósofo que minuciosamente se empeña en demostrar que Dios no es inescrutable, que los milagros se deben a la comprensión inadecuada que los humanos tenemos de la naturaleza, y que ésta siempre se puede comprender mejor una vez disponemos del método adecuado; que, para colmo, podemos comprendernos mejor a nosotros mismos, y organizarnos evidentemente mejor en el Estado. La primera parte del Tratado es, como dice el título, teológica; la segunda aborda directamente el problema político. ¿Qué dice Spinoza que no haya dicho Hobbes? De nuevo en opinión de Strauss, el prudente Spinoza es también el osado Spinoza: consciente de que debe rendirle tributo a la religión simplemente por el hecho de que ésta mantiene su función social, se atreve a hablar de la verdadera piedad en un desafío claro al cristianismo (Hilb, 2005:307). La república ya no puede ser cristiana; su poder, su verdadero poder, será democrático.
El primer capítulo está dedicado a la profecía o a la revelación: cogiendo el toro por los cuernos, Spinoza la define como “el conocimiento cierto de una cosa, revelada por Dios a los hombres”; sin embargo, el pro- feta no revela una cosa a todos ellos sino “a aquellos que no pueden alcanzar un conocimiento cierto de ellas [de las cosas], que sólo pueden aceptarlas por simple fe” (Spinoza, 2008:75). La simple fe es aquí una versión del conocimiento que los hombres poseemos de Dios; la fe es imaginación humana, conocimiento por medio de imágenes y palabras (Spinoza, 2008:83, 85), que entretiene y divierte a la mayor parte de los hombres; es lo que hoy en día llamaríamos literatura. Aunque no todos puedan alcanzar un conocimiento cierto de las cosas, lo cierto es que todos sí poseen una luz natural que les es común, y que el acceso a la verdad natural y divina se obtiene tanto por la vía de la imaginación como por la del entendimiento. No se trata de despreciar a la fe en favor de la razón, pues en ese caso ni siquiera tendría interés interpretar la Escritura; el meollo del asunto estriba en que tanto la fe como la razón forman parte del conocimiento de Dios y de la naturaleza, pero no a la manera de la doble verdad de los averroístas ni a la manera de la única verdad de Santo Tomás: “también nosotros percibimos […] la mente de Dios; no obstante, como el conocimiento natural es común a todos, no es tan estimado” (Spinoza, 2008:93) ni por el vulgo ni por los teólogos, pero sí es más cierto y mejor (Spinoza, 2008:98) (13). Cabe pensar, en efecto, en una única verdad, y la luz natural se encarga de derribar la última barrera que nos separaba de ella: la autoridad revelada se desintegra histórica y naturalmente en todas las direcciones posibles, investigándolo todo y preguntando sus causas; hay sólo un paso de aquí al tribunal kantiano de la razón (Kant, 2005:A 739, B 767).
¿Hasta qué punto significan estas palabras del filósofo un ataque a la revelación? El alcance de la crítica es total, pero también lo es el alcance de la propia tarea de comprensión de lo real que ha emprendido Spinoza. Se trata de “la destrucción de todo lo transcendental” (Negri, 1993:89) en favor de una comprensión absoluta – Strauss diría que homogénea – de la naturaleza: nosotros somos esa naturaleza, nosotros y todo lo demás somos Dios, y como tal debemos comprenderlo. El mismo análisis se aplica al milagro: “los milagros se llaman obras de Dios, es decir, obras asombrosas; puesto que, en realidad, todas las cosas naturales son obras de Dios y sólo existen y actúan por el poder divino” (Spinoza, 2008:88). En efecto, si todo lo natural es un milagro ya no hay ningún milagro, puesto que el milagro es tan sólo aquello cuya causa ignoramos y que nos asombra; tal es la osadía de Spinoza, que habla de preguntarnos cara a cara por las cosas, en una especie de primer mandato fenomenológico hacia “las cosas mismas”, según el famoso lema, muy posterior, de Husserl. Y así comienza la interpelación: la certeza del profeta es moral, por- que Dios se adapta a su disposición personal al conocimiento (Spinoza, 2008:99 ss.); esta es una manera elegante de decir que la imaginación humana trabaja de acuerdo con la época, y que cada profeta ha dicho lo que creyó que tenía que decir (“cada uno vio a Dios como solía imaginar- lo”: Spinoza, 2008:103; “sus revelaciones fueron acomodadas a esas opiniones”, “Dios se le reveló según su capacidad”: 2008:107). La conclusión es evidente:si la Escritura está adaptada a su época y a sus oyentes (los creyentes, los fieles), no tenemos ninguna obligación de tomarla en serio, o al menos tan en serio como para rendirnos ante ella; “fuera de aquello que constituye el fin y la sustancia de la revelación, cada uno es libre para creer como le plazca” (Spinoza, 2008: 114; cursivas mías).
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Aquí, en efecto, se halla el motivo del escándalo teológico-político. Pero ¿qué constituye el fin y la sustancia de la revelación, de los que habla Spinoza? Si el núcleo de la república cristiana de Hobbes se encontraba en el poder soberano que impone, al menos de obra y de palabra, la confesión religiosa de que Jesús es el Cristo a cada súbdito del Estado, ¿en qué consiste la revelación divina que sí tenemos la obligación, no ya como hombres sino como ciudadanos de un Estado, de reconocer? Hasta que no hayamos comprendido la profundidad de la inversión que lleva a cabo Spinoza en la teología política (que se basa en la fe en la revelación, y que acusa y le planta batalla a la falta de fe), no sabremos en realidad cuál es el motivo por el que Schmitt, en 1938, considera esencial atacar al “primer judío liberal”; ni sabremos tampoco por qué Schmitt se equivoca y por qué quiere que nosotros nos equivoquemos con Spinoza. ¿Cuál es la revelación? Esta cuestión se plantea inmediatamente con una serie de definiciones: el gobierno de Dios es “el orden fijo e inmutable de la naturaleza o la concatenación de las cosas naturales”; debido a la potencia de Dios, que es el poder de cada cosa que existe,“toda ayuda que el hombre (que también es una parte de la naturaleza) aporta a su propia conservación, o la que le ofrece la naturaleza sin su colaboración, todo ello le es ofrecido por el solo poder divino” (Spinoza, 2008:119-120).
De esta manera, el “auxilio interno de Dios” consiste en todo aquello que el hombre puede hacer por sí mismo; mientras que el “auxilio externo” es todo aquello que la naturaleza no humana puede hacer por él.
La cadena de definiciones conduce de forma irreversible hacia una conclusión: no hay un pueblo elegido por la gracia divina (Spinoza, 2008:122) (14), sino diferentes pueblos que han conocido lo suficiente de Dios y de sí mismos para conservar su existencia; es decir, hay historia humana, que es historia política e historia de las religiones. No hay ninguna sustancia mística en el pueblo elegido, ni en razón de su obediencia ni en razón de su desobediencia a Dios; ni el pueblo hebreo ni ningún otro pueblo es el elegido, simplemente porque todos son igualmente humanos, igualmente naturales. Pero cabe decir algo más, algo mucho peor: la beatitud humana consiste en amar a Dios –lo cual significa conocerlo: es un amor intelectual de Dios –(Spinoza, 2008:140), no en seguir un mandato ante el cual sólo cabe humillarse y reconocer el pecado, la falta, la transgresión. Este amor a Dios da vértigo, una vez lo desconectamos de sus aires escolásticos o puritanos, sectarios: no se trata de contemplarlo en su gloria ni de trabajar duramente por Él. En efecto, de lo que sí se trata es de dar lugar, de fundar el mejor Estado por nuestro propio bien y en vista de nuestra propia utilidad; aquí entramos en la parte política, cuando todavía leemos sobre el Estado de los hebreos en el capítulo V del Tratado (“Por qué han sido instituidas las ceremonias y por qué y para quiénes es necesaria la fe en las historias”).¿Qué es lo que Spinoza tiene que decir contra Hobbes a este respecto? Sobre todo, lo siguiente:la sociedad civil no es únicamente útil contra los enemigos, también los hombres se prestan ayuda mutua, colaborando unos con otros; los hombres forman sociedad, trabajan y se esfuerzan juntos, aumentando así su seguridad y su comodidad en la vida (Spinoza, 2008:158) (15).
Este último punto es el que hace del filósofo, para bien y para mal, un socialista, un demócrata. No hace falta retorcer las palabras de los dos Tratados para que veamos que Spinoza piensa la división del trabajo, justificándola por un lado, anticipando su crítica (marxista) por el otro. Según el neomarxista Antonio Negri, la ideología spinozista contribuye a fundar la utopía burguesa del mercado, junto con Hobbes y Locke (esos que Strauss coloca junto a Maquiavelo y a Spinoza en la primera ola de la modernidad); pero también se funda con ella el liberal-socialismo, ese imposible que reúne la colaboración social y la libertad individual en un solo compuesto político:“el Spinoza real, y no el de la ideología, ataca y supera propiamente las conexiones de la definición hobbesiana del poder, y recorre el análisis genético para demostrar su inconclusividad actual, la contradicción representada por un eventual cierre del sistema (efectivo en Hobbes) y la posibilidad, por el contrario, de abrir el ritmo constitutivo a una filosofía del porvenir” (Negri, 1993:132).
Negri sitúa aquí al Estado –la unidad cerrada e irresistible que describía Schmitt– frente al poder de la sociedad, que está constituyéndose a sí misma siempre como ayuda mutua y como colaboración. En efecto, según esta visión, la soberanía estatal (Hobbes) se enfrenta abiertamente a la revolución social (Spinoza): la guerra civil tan temida por Hobbes, después anunciada por Schmitt, es aquella en la que aparece una multitud dominada por la ira y el rencor. Lo que Spinoza hizo, según la opinión tanto del revolucionario Negri como del reaccionario Schmitt, fue abrirle las puertas a la multitud: trajo la guerra y no precisamente constituyó la paz civil en el Estado.
La cosa no está tan clara, sin embargo, porque el propio Spinoza dice lo que dice respecto al Estado y a la sociedad: en primer lugar, toda sociedad debe ser democrática. En segundo lugar, las leyes deben controlar a los hombres no sólo mediante el miedo sino también mediante la esperanza de un bien que quieran conseguir (Spinoza, 2008:159) y en lo que consistirá su prosperidad y su felicidad. Finalmente, en dicho Estado democrático la autoridad se disuelve en libertad, porque “el pueblo sigue siendo igualmente libre, porque no actúa por autoridad de otro, sino por su propio consentimiento” (Spinoza, 2008:160; cursivas mías). Todo esto, que Spinoza ha dicho en el capítulo V, se amplía en los capítulos XVI y XVII. El primero se dedica a los fundamentos del Estado, al derecho natural de los individuos y al derecho civil de los ciudadanos, una vez se ha formado el Estado y se ha pactado una sociedad. Sabemos, en efecto, que el fundamento del Estado es natural, pero también tenemos una idea de que el esfuerzo que conduce a su constitución está dirigido por la razón, que es una parte de la naturaleza que se comprende a sí misma y que busca la propia y mejor conservación: el conatus individual se unifica, se tensa en un esfuerzo máximo que configura “el poder y la voluntad de todos a la vez”; y es, evidentemente, la razón la que nos aconseja reunirnos y “frenar el apetito” (Spinoza, 2008:338) de imponerse a los otros.
Pero Spinoza no se engaña respecto a las pasiones que mueven a la multitud, como explica en el capítulo XVII, que dedica a demostrar (contra Hobbes) que no es posible ni necesario que los súbditos transfieran todo su poder a la suprema potestad, el Estado. La experiencia nos enseña que la multitud es cambiante según la envidia, la ambición y el descontento que siente, pero ese es el motivo, precisamente, de que sea una “tarea irrenunciable prevenir todos estos peligros y organizar de tal suerte el Estado, que no tenga cabida el fraude; más aún, hay que establecer un tal orden de cosas, que todos, cualesquiera que sean sus gustos, prefieran el derecho público a sus propias comodidades” (Spinoza, 2008:357). Por lo tanto, lo que Spinoza argumenta no es el recurso de la multitud a la revolución, aunque lo reconozca; al contrario, lo que argumenta es el recurso a las mejores leyes que organicen y ordenen la sociedad. Este es un orden legal que viene impuesto y conciliado por la razón humana, encargada de buscar soluciones a largo plazo para la convivencia.
Spinoza se concentra, entonces, en investigar la constitución del Estado democrático porque éste es el que mejor asegura el vínculo con nuestro poder natural (Spinoza, 2008:344) (16). La razón es una parte de nuestra naturaleza que erige el Estado y sus leyes civiles sobre la naturaleza humana, a la que domina y de la que se asegura la obediencia, pero no al modo hobbesiano, únicamente preocupado por ponerle un freno súbito y absoluto a las guerras civiles: es un auxilio interno, en lenguaje de Spinoza. El Estado, en Hobbes, domina por el miedo que unos hombres sien- ten por otros, pero también por el miedo que el gran hombre infunde en todos los demás; en Spinoza, por el contrario, se sujeta a los súbditos por el miedo pero también por la esperanza de una vida segura y cómoda, y en último término quizá incluso feliz –alegre, provista de beatitud–; con esto, los súbditos se transforman en conciudadanos del mismo Estado al que se encuentran vinculados (Spinoza, 2008:343). Cuanto mejor se sujetan los hombres entre sí, mejor es el Estado: más útil, duradero, persis- tente. Pero, por el mismo motivo, la razón aconseja disolver el Estado si cesa la utilidad (Spinoza, 2008:339) (17); esto suele ocurrir cuando se le pierde el miedo al poder constituido, pero también cuando se entra en la desesperación del terror. La razón auxilia internamente a los hombres y les aconseja organizarse mediante las mejores leyes; pero no puede evitar que surja la rebelión si la convivencia se ha organizado mal (18). En este punto, comienzan otra vez los sudores fríos de la guerra civil, cuando se manifiesta la alternativa entre la autoridad del Estado y la anarquía de los individuos naturales.Esta es la alternativa que presentará Carl Schmitt, reivindicando tres siglos después a su Hobbes: orden o anarquía, autoridad o libertad, Hobbes o Spinoza.
Como hemos visto, nada está más lejos del propósito de Spinoza que propagar la guerra; lo que quiere es, precisamente, poner de nuevo sobre la mesa el asunto central de la obediencia, porque la obediencia hace al súbdito, no sus motivos (Spinoza, 2008:354). Con el propósito de fundar y de mantener la obediencia de los ciudadanos en la asociación política, nos encontramos con la democracia. ¿De dónde viene la combinación revolucionaria al menos en lo que tiene de anticipación histórica del impulso democrático y las libertades individuales, hoy denostadas por “burguesas” y “etnocéntricas”? El último capítulo del Tratado teológico-político pone en la picota la terrible combinación que, en opinión de Schmitt, destruye a Leviatán: se demuestra que “en un Estado libre está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piense”. Este es el título del capítulo XX (Spinoza, 2008:412ss.). Contiene dentro de sí la totalidad de la demostración, del argumento que desarrolla el Tratado: comenzaba con la aventurada afirmación de que “la libertad de filosofar no sólo se puede conceder sin perjuicio para la piedad y para la paz del Estado, sino que no se la puede abolir sin suprimir con ella la paz del Estado e incluso la piedad” (este es el subtítulo de la obra entera; las cursivas son mías), para terminar en este capítulo. Es evidente que lo aventurado está en la segunda afirmación: suprimir las libertades –como pretende el soberano de Hobbes– destruye la paz civil y la verdadera religión; estamos, entonces, en situación de exigirlas, de reclamarlas.
Por consiguiente, cuando Spinoza dice que “el verdadero fin del Estado es, pues, la libertad” (Spinoza, 2008:415), lo cierto es que funda las libertades políticas de pensar lo que se quiera, de decir lo que se piense y de enseñar lo que se juzgue apropiado, en la libertad metafísica de persistir, de conservarse en la existencia como una sociedad unida y obediente (a sí misma); es decir, en el conatus, el derecho natural de existir de cualquier individuo así como de cualquier grupo de hombres, y que se mantiene tanto como dura su poder físico, natural. Dos siglos más tarde, en 1869, el liberal John Stuart Mill terminará su ensayo Sobre la libertad con la advertencia espeluznante de que la civilización que no sea capaz de mantenerse civilizada y fuerte merece ser destruida por “bárbaros vigorosos” (Mill, 2005:178-179) (19). Es claro que el discurso liberal del siglo XIX ha transformado la alegría spinoziana de la conservación en la melancolía –salvaje, retomando el título del libro de Antonio Negri sobre Spinoza– de la degeneración, la catástrofe y la limpieza. En cualquier caso, una cosa sigue siendo cierta acerca de la filosofía de Spinoza: las religiones deberán adaptarse a la utilidad del Estado (Spinoza, 2008:397), pero lo harán sólo cuando los hombres, al menos los legislado- res, reconozcan la verdadera piedad religiosa, fundada en el amor al prójimo (Spinoza, 2008:311) (20) y no en que “Jesús es el Cristo”. El escándalo de la teología política de Spinoza consiste en que no es atea ni niega a Dios, en que ni siquiera representa esa falsaria razón que, según Nietzsche, matará a Dios en su lucha contra la Iglesia; por el contrario, Spinoza afirmará que la religión no es un engaño, sino un modo en que “la sociedad da forma imaginaria a su cohesión” (García del Campo, 2008:162) en virtud de su permanencia en el tiempo; interpretándola de esta manera, la razón obtiene su última victoria sobre la religión, porque la comprende, desvistiéndola de misterios.
Esta es la inversión final de la teología política que Spinoza lleva a cabo en su Tratado de 1670: Dios no es cada cosa sino que cada cosa es Dios; se trata de aquello que Antonio Negri ha descrito como “la abundancia ontológica del modo, la potencia del mundo” (Negri, 1993:154). Negri opina, con Schmitt, que esta potencia es revolucionaria; pero es imposible ignorar el elemento crítico y positivo de la razón, que da luz a las leyes y que ordena y asume la felicidad humana en el Estado. Precisamente esto es lo que la teología política –que es fiel a la revelación en la Escritura y, por lo tanto, a la cualidad ontológica y fundadora del pecado (Schmitt, 2005:57) (21)– no puede admitir de Spinoza. Los antimodernos insistirán, hasta el límite de la distorsión, en la depravación que ca- racteriza naturalmente a los hombres; contra la modernidad y su naturalismo recalcitrante, opondrán una visión de la perdición humana que sólo puede contrarrestarse por medio de otra revolución –la contrarrevolución– que es a su vez un Apocalipsis (Díez, 2007:136-37; Compagnon, 2007:25ss.). Desde este punto de vista, la cuestión de la ilegitimidad de la modernidad se volverá secundaria: ya no se relaciona con que el hombre haya reemplazado la autoridad de Dios por su poder de autoconservación, sino que esta sustitución es una nueva señal de su caída, de su pecado. La modernidad no es nueva, es tan vieja como Adán (y Eva). Aquí es donde se puede retomar, entonces, el ataque de Carl Schmitt a Spinoza.
El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes revisa, según su subtítulo, el significado de dicho símbolo político además de su fracaso. Hay, es evidente, una razón para la introducción de ese virus liberal en el Estado moderno: el gran hombre tiene los pies de barro, porque se concibe de la misma manera que se concibe la naturaleza en la ciencia moderna, como una máquina; para la teología política, el hombre no es una máquina sino un espíritu pecador y traicionero que a veces se arrepiente. Pero la máquina estatal admite la libertad del súbdito de pensar lo que quiera y de seguir, en privado, a su razón. En rigor, esa apertura está en el fundamento mismo del Estado: los individuos pactan en razón de su beneficio, y siempre están legitimados para pensar en su beneficio; y es su beneficio (natural y racional) el que les impide creerse cualquier cosa, incluso aunque tengan que fingir que la creen. No hay una ruptura total y completa entre la naturaleza humana y su creación; si la hubiera, de hecho, el Estado hubiera sido un buen invento, o al menos un invento que no hubiera fracasado; si el Estado hubiese sido legitimado para perseguir y para aplastar la creencia privada en que Jesús no es, después de todo, el Cristo, es probable que no hubiera fracasado y que hubiera, de hecho, reconocido su deuda tanto con la tradición como con su divino Creador (Schmitt, 1997:50) (22). A pesar de todo, para la teología política el invento de Hobbes tiene grandeza, y la tiene porque se propone frenar de golpe y para siempre la capacidad de los hombres para hacer el mal (esto es, la guerra). No puede decirse lo mismo, en cambio, de los pensadores liberales que irrumpieron en el Estado legitimado por Hobbes y lo saquearon de arriba abajo: Spinoza y Locke.
Hay algo más, sin embargo, en la invectiva contra Spinoza que le sitúa frente a frente con Hobbes. Spinoza era judío, como nos recuerda Schmitt en el primer capítulo de la obra, y esto explica espiritual y culturalmente su deseo de destruir a Leviatán: “la historia del mundo aparece como la lucha de los pueblos paganos unos contra otros. […] Los judíos, por su parte, se mantienen a un lado y miran cómo los pueblos del mundo se matan los unos a los otros” (Schmitt, 1997:46-47). Schmitt no se permite silenciar esta explicación en 1938; es natural puesto que, aunque él ya había caído en desgracia con los nazis, los judíos estaban cayendo en una desgracia mucho mayor. Sin embargo, resulta curioso que esta expli- cación judía del fracaso de Leviatán no se comente hoy con profusión, hoy que la interpretación schmittiana de Hobbes está a la orden del día. La tesis de Schmitt afirma, entonces, que la existencia judía de Spinoza da al traste con Leviatán, que planea reventar a Leviatán desde dentro, haciéndolo saltar en pedazos. El pueblo judío aparece, así, como un pueblo extraño, introducido como un huésped en el cuerpo de otro pueblo que es un Volk (Zarka, 2007:54). La estrategia de purificación racial de la ciencia jurídica alemana que el propio Schmitt emprende y aconseja a sus colegas en 1936 –en el discurso “La ciencia del derecho alemana en su lucha contra el espíritu judío”– da como resultado la calificación de Spinoza frente a Hobbes: citar siempre al judío como lo que es, designar su existencia espiritual y cultural (Zarka, 2007:16). Y de este modo lo explica Schmitt en su ataque a Spinoza, al resumir la crítica de éste a Hobbes y su ampliación de las libertades ciudadanas:
“Un pequeño movimiento conceptual perturbador –procedente de la existencia judía– y con la más simple consecuencialidad se efectuó, en un lapso de algunos años, el viraje decisivo en el destino del Leviatán” (Schmitt, 1997:113; cursivas mías excepto en “Leviatán”).
Y así el judío mató al poderoso Leviatán.
De este modo, dos elementos ideológicos son visibles en la crítica de Schmitt: su bien conocido antiliberalismo y su menos tratado antisemitismo. Por detrás de ambos, se sitúa, además, su fascinación por el poder moderno: la democracia. El propio Schmitt dedicó parte de sus esfuerzos a demostrar que la democracia era incompatible con el liberalismo, sobre todo en su obra de 1923 Sobre el parlamentarismo (Schmitt, 1996:3ss.). Una vez demostrada dicha incompatibilidad, el poder liberado por la modernidad –la revolución democrática– destruiría el Parlamento y daría lugar al Estado total. La democracia acaba en el fascismo, un giro que Schmitt estuvo dispuesto a apoyar al menos entre 1933 y 1936. Spinoza, en este sentido, es el “amigo” a batir: un amigo del demos porque él destruyó a Leviatán gracias a su existencia judía, como ha podido verse, pero al mismo tiempo un enemigo porque el Volk alemán tiene que despren- derse de las libertades judías, que son las libertades defendidas por los (autodestructivos) demócratas-liberales. En último término, puede hablarse de una crítica ideológica que oculta sus presupuestos y que se disfraza de teoría política y jurídica (Fijalkowski, 1966:18); queda por investigar en qué medida esos presupuestos son sólo teológicos,o comparten su autoridad con otros elementos más propiamente filosóficos, existenciales y culturales, por no decir racistas (23). Este no es lugar para esa crítica, ya que nuestro objetivo consistía en iluminar el ataque de Schmitt a Spinoza – pasando por Hobbes – y en rescatar la filosofía de este último para los tiempos actuales, convulsos también aunque de forma, afortunadamente, muy distinta; una empresa que, sin duda, se con- sigue únicamente de una forma: retomando la lectura de Spinoza.
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NOTAS
(12) Spinoza se queja de los filósofos que “ríen, se quejan, reprochan y, los que quieren parecer mejores, hasta maldicen. Se imaginan, sin duda, que cumplen una misión divina y que alcanzan la máxima sabiduría haciendo múltiples elogios de una naturaleza humana inventada para acusar de este modo más despiadadamente la que existe de hecho”. Así comienza el Tratado político, la obra póstuma e inacabada de Spinoza.
(13) La cita es la siguiente: “la profecía es inferior, en este sentido, al conocimiento natural, que no necesita signo alguno, sino que implica por sí mismo la certeza”.
(14) Spinoza dice que “lo único por lo que se distinguen las naciones entre sí, es por la forma de su sociedad y de las ley es por las cuales viven y son gobernadas”.
(15) Merece la pena leer la cita completa: “La sociedad es sumamente útil e igualmente necesaria, no sólo para vivir en seguridad frente a los enemigos, sino también para tener abundancia de muchas cosas; pues, a menos que los hombres quieran colaborar unos con otros, les faltará arte y tiempo para sustentarse y conservarse lo mejor posible. No todos, en efecto, tienen igual aptitud para todas las cosas, y ninguno sería capaz de conseguir lo que, como simple individuo, necesita ineludiblemente. A todo el mundo, repito, le faltarían fuerzas y tiempo, si cada uno debiera, por sí solo, arar, sembrar, cosechar, moler, cocer, tejer, coser y realizar otras innumerables actividades para mantener la vida, por no mencionar las artes y las ciencias, que también son sumamente necesarias para el perfeccionamiento de la naturaleza humana y para su felicidad. Constatamos, en efecto, que aquellos que viven como bárbaros, sin gobierno alguno, llevan una vida mísera y casi animal y que incluso las pocas cosas que poseen, por pobres y bastas que sean, no las consiguen sin colaboración mutua, de cualquier tipo que sea” (cursivas mías).
(16) Spinoza afirma que ha especificado los fundamentos del Estado democrático “porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo”.
(17) Las palabras de Spinoza al respecto son claras: “el pacto no puede tener fuerza alguna sino en razón de la utilidad”.
(18) Esta idea es la que conduce a Hannah Arendt a afirmar, en su ensayo sobre el dato básico de la violencia, que “donde el poder se ha desintegrado, las revoluciones se tornan posibles” (Arendt, 1998:151).
(19) La cita de Mill es la siguiente: “Para que una civilización pueda sucumbir así ante su enemigo vencido necesita haber llegado a un tal grado de degeneración que ni sus propios sacerdotes y maestros, ni nadie, tenga capacidad ni siquiera de tomarse el trabajo de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca esa civilización, mejor. No podría ir sino de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos”.
(20) Spinoza dice que “toda la ley [de Dios] consiste exclusivamente en el amor al prójimo; […] nadie puede negar que quien ama al prójimo como a sí mismo por mandato de Dios, es realmente obediente y feliz según la ley; y que, al revés, quien le odia o desprecia, es rebelde y contumaz”.
(21) Compagnon destaca la importancia del pecado original en el movimiento antimoderno (Compagnon, 2007:137ss.).
(22) Schmitt habla del intento de Hobbes de “restaurar la unidad originaria pagana de política y religión”. Esta unidad – originaria como es: teocracia –ha sido trastocada tanto por la Iglesia católica como por las diversas sectas, que distinguen entre un poder espiritual y un poder terrenal; pero incluso esto no obsta para que Hobbes se aprecie – en este punto – como un pensador de raigambre teológica.
(23) Debo a Julio Quesada la insistencia en el proyecto teológico-político de una “genealogía judía”, enemiga de la cultura y la raza alemanas, por parte de Carl Schmitt, que acompaña a Werner Sombart y a Martin Heidegger en esta tríada de mandarines filonazis (Quesada, 2008:49).
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